Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
Estudio antropológico que, desde el análisis dialógico, analiza las prácticas de comunicación visual y su relación con la cultura popular. Asimismo, aborda los problemas derivados de la forma en que nos vemos y en cómo vemos al otro. En el primer capítulo se desarrollan las diferentes trayectorias que llevaron a los autores a interesarse en los problemas que plantea el libro. Un segundo capítulo sirve para el desarrollo de los planteamientos acerca de cómo vemos. Finalmente, El tercer capítulo contiene las conclusiones y propuestas para el desarrollo de una comunicación intercultural a partir de la comprensión de la figura del otro.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 259
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
JESÚS MARTÍN-BARBERO es doctor en filosofía por la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica. Realizó estudios de posdoctorado en antropología y semiótica en la Escuela de Altos Estudios de París. Es especialista en medios de comunicación y cultura. Desde hace más de tres décadas se ha dedicado a la docencia en numerosas universidades de Hispanoamérica. Además, ha sido miembro de la Asociación Latinoamericana de Investigadores de la Comunicación, la Federación Latinoamericana de Facultades de Comunicación Social y el Comité Científico de Infoamérica. Entre sus publicaciones destacan Comunicación masiva: discurso y poder (2015), Comunicación y culturas populares en Latinoamérica (1987) y Medios, cultura y sociedad (1998).
SARAH CORONA BERKIN es doctora en comunicación social por la Universidad Católica de Lovaina, Bélgica. Ha impartido clases en importantes centros académicos en Guadalajara, Ciudad de México, Estados Unidos y Alemania. Es miembro del Sistema Nacional de Investigadores y colaboradora de la Secretaría de Educación Pública para la gestión intercultural de los pueblos indígenas de México. Su labor en la investigación se ha enfocado en los campos de la comunicación escrita y las imágenes en distintos grupos sociales, la educación intercultural y la comunicación, y la educación indígena. Es autora de Entre voces… Fragmentos de educación “entre-cultural” (2007), Postales de la diferencia. La ciudad vista por fotógrafos wixaritari (2011) y En diálogo. Metodologías horizontales en ciencias sociales y culturales (2012).
VER CON LOS OTROS Comunicación intercultural
COLECCIÓN COMUNICACIÓN
Primera edición, 2017 Primera edición electrónica, 2017
Diseño de la colección: María Luisa Passarge Diseño de portada: Paola Álvarez Baldit Fotografía de portada: iStock de Getty Images/wildpixel
D. R. © 2017, Fondo de Cultura Económica Carretera Picacho-Ajusco, 227; 14738 Ciudad de México
Comentarios:[email protected] Tel. (55) 5227-4672
Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, sea cual fuere el medio. Todos los contenidos que se incluyen tales como características tipográficas y de diagramación, textos, gráficos, logotipos, iconos, imágenes, etc., son propiedad exclusiva del Fondo de Cultura Económica y están protegidos por las leyes mexicanas e internacionales del copyright o derecho de autor.
ISBN 978-607-16-5092-4 (ePub)
Hecho en México - Made in Mexico
Introducción
1. Entre el mirar y el ver
Los inesperados efectos de un escalofrío visual,por JESÚS MARTÍN-BARBERO
De la filosofía a la etnografía
La producción
Otros momentos del ver con los otros
Del “mal de ojo” a la propia imagen, por SARAH CORONA BERKIN
Del sujeto lúdico al sujeto dialógico
2. Visibilidad(es) y visualidad(es)
Visibilidades latinoamericanas en el contexto hipervisual,por JESÚS MARTÍN-BARBERO
De la magia de la imagen al pensamiento visual
Visualidades: guerras de imágenes y batallas culturales
Del pensamiento visual a la escritura electrónica
Cuando la experiencia audiovisual se hace masiva
Estética audiovisual
De los cambios en la experiencia al reparto de lo sensible
Oralidad y visualidades del mundo indígena, por SARAH CORONA BERKIN
El otro en disputa
Otra forma de pensar la comunicación intercultural
Ver con el otro en la investigación horizontal
A prueba tres tesis sobre la imagen en Occidente
3. Figuras del otro: entre la explosión y la experiencia, por JESÚS MARTÍN-BARBERO y SARAH CORONA BERKIN
La singular extradición del extranjero
Del otro sentido al otro pensado
De la interculturalidad en tiempos de globalización
La experiencia y las trampas del ver con los otros
Bibliografía
Este libro resulta de un cruce de caminos, y sus planteamientos son también una encrucijada: la hegemonía de Occidente sobre los modos de ver a través tanto de su ciencia convertida en modo de conocer-controlar, como de su tecnología —fotografía, cine, televisión, video— convertida en un modo de ver-integrar a las otras, las demás culturas. En esta obra se cruzan dos trayectorias y dos modos de caminar con sus propios paisajes, sus búsquedas y sus propios rodeos. Se trata de las trayectorias de Jesús Martín-Barbero y de la mía, tal como se han encontrado a través de estas páginas. La intersección es posible porque existe entre ambos un ámbito/espacio de interés común: el espesor sociocultural de las visualidades. Desde puntos de partida diferentes, ambos hemos estado preocupados por las imágenes y los modos de ver durante muchos años. Para intentar comprender tanto las imágenes como las distintas maneras de ver, Jesús Martín-Barbero ha analizado y desmontado el pensamiento homogéneo desde el pensamiento crítico, y yo he buscado comprender y valorar la acción homogeneizante desde la perspectiva antropológica y la acción dialógica.
Desde América Latina, a finales de los años setenta, Jesús Martín Barbero fue pionero en preguntarse: ¿por qué y cómo el pueblo se relaciona con los productos de la cultura de masas? Ante un fenómeno cuyo sentido se daba por sentado, él buscó las razones que la gente tenía para ver un programa o una película supuestamente “enajenantes”.1 A contracorriente, pues la academia latinoamericana se inclinaba en ese momento por la crítica unidireccional de los medios de comunicación, Martín-Barbero buscaba “minar” esa perspectiva explicitando “las mediaciones que articulan las prácticas de comunicación con las dinámicas culturales y los movimientos sociales”. Su propuesta fue desplazar la investigación que se hacía sobre los medios de comunicación masiva y sus efectos hacia la otra vertiente, la de la vida cultural de “la gente”. Con esto abrió camino para entender la red de negociaciones existentes entre la lógica del sistema comercial y las competencias culturales de los consumidores. Tal vez la asiduidad de la señora que miraba las telenovelas o la del niño que cada tarde se sentaba frente a la pantalla de dibujos animados japoneses tenían menos que ver con procedimientos idiotizadores o manipuladores que con la atracción popular producida por la narración ya sea en forma de telenovela o del juego-que-cuenta. Para comprenderlos, sin embargo, el investigador debía moverse de su lugar y “acercarse al lugar de la gente”.
El discurso libertario de Jesús Martín-Barbero me ha influido desde hace muchos años. Tomar en serio al otro, estudiar con la gente para poder hablar de ella, acercarse a los aspectos más políticos de la interculturalidad, son algunas de sus lecciones más cruciales. Su propuesta de “moverse de lugar para investigar la comunicación” resuena en mis planteamientos. En mis primeros trabajos, que tratan acerca de la recepción y la reelaboración de contenidos mediáticos por parte de niños, se escuchan dichos aprendizajes: lo que yo me propuse también fue investigar no lo que hace la televisión con los niños, sino qué hacen los niños con la televisión.
Conocí a Martín-Barbero durante el Primer Encuentro Latinoamericano para la Enseñanza de la Comunicación en junio de 1978, organizado en la UAM—Xochimilco. Luego de varios encuentros breves, durante congresos o coloquios, pude disfrutar de su conversación de manera más prolongada durante los dos años y medio que duró su estancia en Guadalajara. Las oportunidades de vernos desde su regreso a Bogotá en diciembre de 2002 han sido menos frecuentes de lo que hubiera deseado, pero suficientes para producir la conversación que ahora presentamos dando forma a este libro.
Hace no mucho volví a encontrarme con Jesús Martín-Barbero en Chiapas,2 acogidos ambos por un evento internacional de comunicación intercultural. Allí me pidió explicitar la teoría con la que investigo la comunicación intercultural. Me preguntó: ¿desde dónde miras para ver lo que investigas? Y así se inició el proyecto de este libro que muestra cómo se construye dialécticamente conocimiento entre la teoría y la práctica y en el diálogo entre un investigador y otro que se interpelan al hacer juntos el camino. Ni nuestras experiencias ni nuestras historias convergían a primera vista, y sin embargo nuestros intereses de investigación nos vinculan ahora construyendo un denso diálogo entre nosotros y sobre los modos de ver y hacer imágenes en la América Latina del siglo XXI o, mejor, sobre las múltiples maneras —tanto las ya existentes como las imaginables— de ver y de vernos.
Nuestra discusión apunta a tres temas generales. Qué factores afectan a la imagen que tenemos y qué comunicación podemos tener con culturas y grupos distintos al nuestro. Los factores de los que partimos son las distintas sensibilidades, los usos de la tecnología, y el mestizaje como alternativa cultural y política tanto en el ámbito local como en el global.
Martín-Barbero ha hablado del “mal de ojo” que padecen —en general— los intelectuales para referirse a la insensibilidad de los estudiosos de las ciencias sociales ante los retos culturales que les plantea la televisión. Observa que criticar los productos televisivos, por considerarlos una forma primaria de enajenación, les impide comprender una fascinación tal vez más profunda. Se trata del reconocerse de la gente en los relatos y discursos de la programación que se les ofrece en medio de la violencia, la pobreza, el fracaso, el cansancio y la falta de oportunidades en que viven las grandes mayorías de América Latina. Los intelectuales a los que se refiere como quienes sufren del “mal de ojo” son los que ante la invasión de las imágenes en la vida cotidiana sólo proponen soluciones como el control educativo o la desconexión del aparato: ruta equivocada para comprender el gozo y el aprendizaje cultural popular. Ese “mal de ojo” lo padece buena parte de la academia, y se trata de un ojo que no ve sino lo que le dejan ver sus propios prejuicios.
Yo añado un significado diferente al “mal de ojo”.3 Me refiero, con dicha expresión, al poder que tiene el monopolio de las imágenes estereotipadas para definir los lugares sociales de los sujetos en el espacio público. Me preocupan las imágenes que reducen el ver desde un solo punto de vista y la ausencia de alternativas. La multiplicidad de perspectivas es confundida en la academia con el relativismo y por tanto resulta una posibilidad excluida del repertorio convencional. En este sentido, el “mal de ojo” es una metáfora de la mirada que excluye e invisibiliza. Y la cura de ese mal reside en la producción de una mayor abundancia y diversidad de imágenes que circulen recogiendo y negociando las identidades desde la convivencia en el espacio público.
Mi propuesta teórico-metodológica dialoga, desde hace 16 años, con los huicholes,4 con quienes trabajo. Entre ellos el “mal de ojo”, llamado nierikaxiya, adquiere otro sentido. Es la enfermedad del nierika o la enfermedad de la visión “sobrenatural”. Se trata de una enfermedad producida por un mal espíritu y cuyo padecimiento se traduce en no poder relacionarse funcionalmente con la gente a su alrededor. Los chamanes, que saben hablar con los dioses y con los hombres, luchan por liberar al enfermo por medios tradicionales. Pero el alivio sólo se puede conseguir enmendando el error que haya causado el mal y aplacando la ira del dios ofendido.
Los “males de ojo”, en los tres sentidos, son ocasionados desde el poder. El primero surge de un ojo culto, el del intelectual que mira la imagen con desprecio; el segundo surge del ojo de la cámara que decide retratar sólo a unos y excluir a otros. Y cuando no excluye se crean estereotipos sociales en los que se reproduce a los otros como quiere el hacedor de imágenes y no como ellos desean ser vistos. El tercer “mal de ojo” es un castigo de los dioses y se revela en el conocer a través de los sueños.
Conocer las miradas, o los modos de ver, es hoy esencial para entender la discriminación y la jerarquización. La escritura fue en otro momento la depositaria privilegiada del poder. Desde la letra escrita los criollos latinoamericanos no sólo dominaron la burocracia legal sino el mundo cultural: se diferenciaron las celebraciones cultas de las populares,5 se modelaron las ciudades con sus calles, nombres y números, se definieron los sistemas educativos y los de ocio y entretenimiento. Ángel Rama (1980) muestra detalladamente cómo la colonización de América Latina está relacionada con la imposición de la lengua y la escritura.
Actualmente, sin embargo, hay otra forma poderosa que determina la relación entre los que habitamos el espacio público. Hoy la imagen es el acicate principal de las relaciones entre los distintos. En una América Latina donde la escritura no ha acabado de cumplir con su función ciudadanizadora, las imágenes son las que nos permiten nombrar el mundo y ordenar la sociabilidad. Esta investigación trata sobre el poder que tiene la imagen para nombrar —y otorgar un lugar en la vida social— a todos los que participamos del espacio público. En múltiples fotografías realizadas por muy diversos fotógrafos se confirma que el “mal de ojo” existe: “toca” a los sujetos y los define en un lugar social.
El “mal de ojo” aplicado a los indígenas desde la cámara de los antropólogos, artistas, periodistas y turistas, nos permite comprender una parte del maleficio que sufre la comunicación intercultural. Fotografiar al otro a través de estereotipos, sin querer conocer ni interesarse por la forma en que grupos y etnias se ven entre ellos y a sí mismos, deseando ser vistos y conocidos, impide construir relaciones sociales democráticas. La falta de equidad discursiva obstruye la relación entre culturas.
En este libro hemos propuesto una vía de pensamiento y de lectura dialógicas. Queremos que la conversación entre Martín-Barbero y yo no sea tanto la de un autor frente a, sino también con el otro. Lo que a su vez implica a cada uno frente a los que nos anteceden y nos rodean en nuestros contextos particulares. En el capítulo 1 enunciamos los caminos académicos de cada uno de los autores. Por separado, rememoramos el camino que hemos hecho para intentar “ver con los otros”. Martín-Barbero cuenta cómo ha sido habitar, desde América Latina, tanto el mundo hipervisual global como el local/nacional, y lo que lo llevó a interrogarse sobre ellos. Mi historia tiene que ver con el estudio de la visualidad, primero entre niños y medios audiovisuales y, desde hace muchos años, en contextos indígenas y mi particular acercamiento a la comunicación intercultural. Ese diálogo es la provocación para crear el capítulo 2. Con base en el trabajo de cada uno, desde diferentes experiencias empíricas y perspectivas teóricas, trazamos una propuesta para “ver con los otros”.
Finalmente, en el capítulo 3, concluimos en ciertos puntos clave de nuestra propuesta para “ver con los otros”. Se trata de un comienzo de conjuro contra los diversos “males de ojo”. A manera de manifiesto declaramos algunas propuestas que pueden ser las bases para pensar la imagen desde una perspectiva más incluyente, y de trabajar con imágenes para que nadie se quede fuera de la foto. Ni siquiera los que se muevan o quienes no corresponden con los estereotipos que nos permiten ver sin tener que ver a los otros.
LOS INESPERADOS EFECTOS DE UN ESCALOFRÍO VISUAL
JESÚS MARTÍN—BARBERO
ANTES de analizar la pregunta ¿qué hace la gente con lo que ve más acá y más allá de lo que se ve en la pantalla? debo situar al lector en el proceso inicial que, desde mis primeras relaciones con el cine y mis primeros análisis de la televisión, me condujeron a pensar el ver.
El cine fue, desde mi adolescencia, algo más que una diversión. En la dura posguerra franquista el cine era uno de los pocos agujeros por los cuales escapar a la tristeza-ambiente. Es lo que nos proporcionaban Buster Keaton, Charles Chaplin, cierta comedia italiana y el western norteamericano: un relato en imágenes que, pese a sufrir la más torpe de las censuras, me sumergía en un secreto modo de conexión con otros mundos. Frente a esos tempranos buceos en el mundo de la imaginación y sus narrativas se alzaban la escuela y la Iglesia con su miedo o, peor aún, su parálisis ante las imágenes. Imágenes que cuando nos venían en “libros ilustrados” sufrían casi siempre la censura del letrero al pie de la imagen diciéndonos lo que estábamos viendo, o peor: lo que ¡debíamos ver!
De ahí que muy temprano comencé a escribir sobre las películas que veía. Y lo hacía en un alargado cuaderno forrado de hule negro, bien resistente pues tenía muchas páginas y me duró un montón de años, hasta que en mi primer viaje largo se me quedó en alguna parte. Pero, por suerte, a comienzos de los años sesenta la censura franquista empezó a avergonzarse de sí misma y un buen día nos llegó el cine de Ingmar Bergman: El séptimo sello, El manantial de la doncella, y muy especialmente Fresas salvajes. Esas tres películas fueron las que me ayudaron a entender qué era lo que yo buscaba/encontraba en el cine, o mejor, qué iba a hacer cuando iba al cine. Y la respuesta fue: a aprender otro idioma, un lenguaje que ensanchaba mis modos de ver el mundo. Ya no sólo el mundo geográfico o exterior sino el mundo interior, ése del que ya sabía algo a través de la literatura —novela, poesía— que lo sumergía a uno en la desconcertante experiencia de la iniciación, del descubrimiento de un otro “yo” oscuro, tan oscuro como el enigma del propio cuerpo. Nunca, antes del cine de Bergman, me había topado con unas pesadillas tan capaces de atravesar el espesor de lo cotidiano para salir a una “luz” cuya inseguridad era radiante. Ver cine entonces comenzó a ser el maravilloso modo de escapar de la cotidiana ordinariez pesadillesca en que el franquismo nos encerraba, y poder mirar entonces lo más lejos posible. Fue esa lejanía, que buscaba y buscaba, la que acabaría llamándose Colombia: un país aún sin cine nacional (1963) pero con una casi recién estrenada televisión.
Pero la televisión que me intrigó de veras en Colombia fue la que encontré al regreso de mis estudios de doctorado, a comienzos de los años setenta, y ya como estudioso de sus géneros y sus relatos, especialmente de sus comedias y su publicidad: un estudio que conforma las últimas 50 páginas de mi primer libro: Comunicación masiva: discurso y poder, publicado por Ciespal en 1978. Y fue justo en esas páginas donde, de una manera sorprendente para mí mismo, alcancé a vislumbrar el que sería el hilo conductor de mi pensamiento durante muchos años, y que configuraba esta clave: la escisión del ver que, en la mirada de los letrados, introducen las interferencias de las culturas pobres (p. 254, en su última edición, Ciespal, Quito, 2015). Resumo las ideas que constituyen el germen, olvidado por mí mismo y casi por completo, de la investigación que, casi 10 años después, se convertiría en De los medios a las mediaciones, y posteriormente en Los ejercicios del ver.
El capítulo mencionado se titula “Discurso de televisión: la sociedad como espectáculo”, y arranca con una aproximación antropológica al ver televisión a partir de los estudios de Marcel Mauss sobre el rito y de G. Debord y J. Baudrillard sobre el espectáculo. El “ver televisión” entra a configurar el núcleo de lo que empecé a llamar massmediación: una experiencia vivida por el conjunto de la sociedad. Y fue con esa idea de massmediación que buscaba enfrentar el behaviorismo empedernido no sólo entre los positivistas norteamericanos sino también el de nuestros investigadores sureños estructuralis-marxistas a lo Althusser. Y de cuyas hegemonías intelectuales me empeñaba en disentir por la muy sencilla razón de que lo que necesitábamos investigar, para comprender lo que le pasaba a la gente, no eran sólo los malvados efectos de la televisión sino las transformaciones de sus propios modos de percepción, esto es, de los modos y las maneras en que la gente del común miran y ven, oyen y escuchan, gustan, gozan y gastan.
Era una crítica al ritual en que se había convertido el ver televisión, pero asumiendo, tratando de comprender, el largo y ancho de lo que la convertía en tiempo y espacio de un ritual.
Y para lograr eso, lo que había que tratar de entender era: de qué le hablaba a la gente el cotidiano pedazo de espectáculo sin el que la mayoría no se sentía viviendo en el presente. Para acceder a eso desplegué los saberes provenientes de una incipiente economía de la imagen y una sociología del ver que nos permitía acceder a la otra clave: la que convierte a la telenovela en mercancía, o sea, la publicidad televisiva. Una publicidad capaz de mover el deseo de poseer y consumir, y ello no por efecto de las meras imágenes sino por “el enganche” que ellas mantienen con el imaginario mismo de la gente ya no mientras se mira la televisión sino a lo largo y ancho del día, y de la vida, y eso incluso entre la gente económicamente más pobre. El funcionamiento de ese enganche lo hace posible la complicidad narrativa de las telenovelas con la telepublicidad: en el interior familiar —rutinario y precario— de las mayorías, la publicidad televisiva contagia la magia del ver, un secreto enlace de la incesante exposición a esas imágenes con la simbolización proveniente de los residuos culturales profundos que moviliza la imaginación de los televidentes.
Y ahí, al hablar del anclaje cultural profundo que viene de los cuentos y las leyendas en que arraigan las imágenes de la publicidad televisiva, es donde me topé con este párrafo:
Por debajo del funcionamiento de la cultura masiva, atravesándolo e interfiriéndolo constantemente, la que Furio Colombo llama la “cultura pobre” traza su propio sendero transformando el sentido de las expresiones y los contenidos [las cursivas obedecen a mi lectura actual]. Y ese proceso es, en cierta medida, la revancha del modo oprimido de percepción sobre el que le domina y está a punto de hacerlo desaparecer. A través de ese ruido, que los emisores quisieran a toda costa hacer desaparecer, lo que queda de la otra cultura, de la oprimida, habla, intenta hablar. El problema es que la gritería de los teóricos de la información y de los massmediólogos pragmáticos nos ha vuelto sordos a la palabra que pugna por abrirse camino desde el silencio de nuestras culturas pobres. Estas culturas hablan un idioma que desconocemos casi por completo, y para cuyo aprendizaje nuestro sofisticado instrumental es con frecuencia más un obstáculo que una ayuda.
Con la perspectiva que me dan los 40 años que han pasado desde que escribí ese primer libro puedo afirmar que ésa ha sido la cuestión que orientó mi investigación desde los comienzos, y la experiencia que originó la pregunta fue algo que me sucedió al poco tiempo de estar trabajando en la Universidad del Valle. Lo que les voy a relatar fue tan importante en mi vida que lo he llamado un escalofrío epistemológico, y ahora, puesto en la perspectiva de este libro: un escalofrío visual. Se trata de una experiencia que se vio desbordada del campo de la investigación cuando el relato acerca de qué hace la gente con lo que ve, lo que siente y lo que vive, se transformó en creatividad audiovisual.
DE LA FILOSOFÍA A LA ETNOGRAFÍA
Mi experiencia de iniciación a la cultura cotidiana del mundo popular caleño trastornó mis muy racionalistas convicciones y mis acendradas virtudes “críticas”. En una ciudad en la que una película que durara tres semanas seguidas en cartelera constituía un récord, había una que los estaba batiendo todos: La ley del monte. Empujado por la intriga de su éxito, que convertía a ese filme en un fenómeno más que sociológico, casi antropológico, un jueves a las seis de la tarde con algunos otros profesores fui a verla. La proyectaban en el Cine México, situado en un barrio popular del viejo centro de la ciudad. A poco de empezar la sesión, mis colegas y yo no pudimos contener las carcajadas pues sólo en clave de comedia nos era posible mirar aquel bodrio argumental y estético que, sin embargo, era contemplado por el resto de espectadores en un silencio asombroso para ese tipo de sala. Pero la sorpresa llegó también pronto: varios hombres se acercaron a nosotros y nos increparon: “¡O se callan o los sacamos!”
A partir de ese instante, y hundido avergonzadamente en mi butaca, me dediqué a mirar no la pantalla sino a la gente que me rodeaba: la tensión emocionada de los rostros con que seguían los avatares del drama, los ojos llorosos no sólo de las mujeres sino también de no pocos hombres. Y entonces, como en una especie de iluminación profana, me encontré preguntándome: “¿Qué tiene que ver la película que yo estoy viendo con la que ellos ven? ¿Cómo establecer relación entre la apasionada atención de los demás espectadores y nuestro distanciado aburrimiento? En última instancia, ¿qué veían ellos que yo no podía/sabía ver?” Y entonces, una de dos: me dedicaba a proclamar no sólo la alienación sino el retraso mental irremediable de aquella pobre gente o empezaba a aceptar que allí, en la ciudad de Cali, a unas pocas cuadras de donde yo vivía, habitaban indígenas de otra cultura muy de veras otra, ¡casi tanto como las de los habitantes de las Islas Trobriand para Malinowski! Y si lo que sucedía era esto último, ¿a quién y para qué servían mis acuciosos análisis semióticos, mis lecturas ideológicas? A esa gente no, desde luego. Y ello no sólo porque esas lecturas estaban escritas en un idioma que no podían entender, sino sobre todo porque la película que ellos veían no se parecía en nada a la que yo estaba viendo. Y si todo mi pomposo trabajo desalienante y “concientizador” no le iba a servir a la gente del común, a esa que padecía la opresión y la alienación, ¿para quién estaba yo trabajando?
Fue a esa experiencia a la que tiempo después llamé pomposamente un escalofrío visual: un escalofrío intelectual que se transformó en ruptura epistemológica por la necesidad de cambiar el lugar desde donde se formulan las preguntas. Y el desplazamiento metodológico indispensable, hecho a la vez de acercamiento etnográfico y distanciamiento cultural, que permitiera al investigador ver con la gente, y a la gente contar lo visto por ellos. Eso fue lo que andando los años me permitió descubrir, en la investigación sobre el uso social de las telenovelas, que de lo que hablan las telenovelas, y lo que le dicen a la gente, no es algo que esté de una vez dicho ni en el texto de la telenovela ni en las respuestas a las preguntas de una encuesta. Pues se trata de un decir tejido de silencios: los que tejen la vida de la gente que “no sabe hablar” —y menos escribir— y aquellos otros de que está entretejido el diálogo de la gente con lo que sucede en la pantalla. Pues la telenovela habla menos desde su texto que desde el intertexto que forman sus sucesivas y diversas lecturas. En pocas palabras, nuestro hallazgo fue éste: la mayoría de la gente goza mucho más la telenovela cuando la cuenta que cuando la ve. Pues se empieza contando lo que pasó en la telenovela pero muy pronto lo que pasó en el capítulo narrado se mezcla con lo que le pasa a la gente en su vida, y tan inextricablemente que la telenovela acaba siendo el pre-texto para que la gente nos cuente su vida.
Entonces decidí proponer a algunos alumnos que fueran a ver la película y, al salir, invitaran a la gente que venía de verla a tomarse una cerveza o un vino tinto y les pidieran que les contaran la película. Con ese material hice un taller en el que los estudiantes me contaron la película que veía la gente. Sólo les voy a contar un relato que es el que me quedó para toda la vida. Un alumno dijo: “Yo vi a un viejito que salía limpiándose las lágrimas y le dije: ‘¿Quiere un vino tinto?’ Y él me dijo: ‘No, una cerveza’. Entonces fuimos a tomarnos una cerveza, nos sentamos a conversar y le dije: ‘Bueno, ¿le gustó la película?’, ‘Uy, sí, muchísimo’. ‘¿Y qué fue lo que más le gustó?’ A lo que el viejito respondió sin dudar un segundo: ‘¡El perrito!’” Y como el alumno no entendía de qué estaba hablando, le preguntó: “¿El perro, qué perro?, yo no vi ninguno”. Entonces el viejito emocionado empezó a hablar consigo mismo recordando las escenas en las que salía “un perrito como el que él había tenido en su infancia”. O sea que toda su película había girado en torno a que había un perrito que le había recordado algo de lo más feliz de su vida. Pues toda su película había tenido que ver con su infancia y ese señor se había enganchado a ella por el perrito. Ninguno de los que estábamos allí oyendo lo que le había contado el viejo habíamos visto al perro. Por eso fuimos a ver la película otra vez y el perro estaba ahí; evidentemente no tenía el menor protagonismo, solamente era un pobre perro que atravesaba la calle. Pero el viejito vio toda la película a partir del recuerdo, de aquel perrito que lo llevó a su infancia en la que se hallaban posiblemente las dimensiones más bellas y felices de toda su vida.
Aquella experiencia me transformó la vida hasta el punto que mis preguntas e investigaciones dejaron de partir de los medios y pasaron a indagar las mediaciones que entretejen la compleja relación de la gente no sólo con los medios audiovisuales, sino con todo lo que media el sentido de su vida. Las preguntas fueron entonces acerca de cómo se comunica la gente en la plaza del mercado, en la esquina del barrio, en el estadio. Por ejemplo, muchos van a la iglesia los domingos porque para ellos es un espacio de comunicación importante con ámbitos fundamentales de su vida: la comunidad en la que esa fe se expresa y sus modos de expresión. Esto me dio una pista muy importante, y fue la de sentirme exigido de hacerme antropólogo, pues de esa envergadura era lo que necesitaba para comprender la cosmovisión de la gente a la que apasionaba La ley del monte. De no hacer eso no entendería prácticamente nada de lo que ocurría en el plano cotidiano de las sociabilidades y las culturas políticas desde las que la gente percibe el mundo y lo sufre, pero también lo goza y lo recrea.
Cuando hablo de antropología (en este caso, de una antropología visual) no estoy nombrando la que usa medios audiovisuales como instrumento de exploración etnográfica, sino aquella que se hace cargo de toda forma de expresión y significación sin asomarse a la expresividad corporal y gestual de la gente, a los ritmos del habla y del baile. Hoy me interesan mucho más las hablas —siempre en plural y polisémicas— que la gramática (¡siempre monoteísta!). La antropología visual no puede pensarse sólo como la que utiliza herramientas visuales, sino como aquella que estudia el funcionamiento de las sensibilidades, y en especial de las visualidades en la construcción tanto de las identidades como de las ciudadanías.
Y eso es lo que me permitió la Universidad del Valle cuando me invitó a crear un plan de estudios en comunicación social. Entonces yo me atreví a romper con la amalgama de estudios de periodismo-publicidad-relaciones públicas. Y decidí proponer un plan en el que las ciencias sociales se hicieran cargo de pensar no “los medios: prensa-radiotelevisión” sino las transformaciones en los modos de comunicarse la gente en Cali desde la calle a las plazas populares de mercado y en los recientes supermercados, la pasión cinematográfica de los jóvenes, el lenguaje radial que narraba lo que sucedía los domingos en los estadios de futbol y la otra pasión caleña (y ya casi nacional): el baile llamado “salsa”. Entonces diseñamos un plan de estudios para gente altamente interesada y con vocación por el cine, la música, la danza y el teatro. Por ello, el área de talleres de producción audiovisual fue curricularmente diseñada por Andrés Caicedo, director de cineclubes y de la revista Ojo al Cine, y Luis Ospina, director de cine y primer profesor de ese taller. Un taller que tuvo siempre no sólo el aprendizaje de cómo hacer sino también el de investigación de lenguajes, de temáticas y públicos.