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Los cuentos de casas embrujadas ejercen una gran fascinación. Vernon Lee, H. P. Lovecraft, Bram Stoker, Sheridan Le Fanu, O. Henry Ambrose Bierce, Virginia Woolf, M. R. James y Arthur Machen han hecho de las casas encantadas uno de los tópicos más frecuentados no solo por la literatura fantástica sino también por el cine y por los actuales videojuegos. Especialista en esta materia, Héctor Roque Pitt escoge dieciséis cuentos tomados exclusivamente de la tradición inglesa, cuna del género y cantera insoslayable del relato fantástico y de terror.
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Los cuentos de casas embrujadas ejercen una gran fascinación. Y si bien su origen se remonta a los albores del folclore europeo, el relato de fantasmas de origen literario es relativamente tardío y coincide con el auge del movimiento romántico. Autores como Horace Walpole, Ann Radcliffe o Matthew Lewis instalan el género, que madura luego de la mano de venerables maestros, muchos de los cuales fueron incluidos en este libro.
Vernon Lee, H. P. Lovecraft, Bram Stoker, Sheridan Le Fanu, O. Henry, Ambrose Bierce, Virginia Woolf, M. R. James y Arthur Machen han hecho de las casas encantadas uno de los tópicos más frecuentados no solo por la literatura fantástica sino también por el cine y por los actuales videojuegos.
Especialista en esta materia, Héctor Roque Pitt escoge dieciséis cuentos tomados exclusivamente de la tradición inglesa, cuna del género y cantera insoslayable del relato fantástico y de terror. Bienvenidos entonces a, como se afirma en la introducción a esta obra, "cruzar el umbral, recorrer una casa vacía que ya nadie quiere visitar. Un hueco confinado en la nada o rodeado de vida, lo mismo da".
ARGENTINA
Ediciones Granica S.A.
Lavalle 1634 3º G / C1048AAN Buenos Aires, Argentina
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Alguien llama a la puerta : relatos de casas malditas y encantadas de la Vieja y Nueva Inglaterra / Bram Stoker ... [et al.] ; compilación de Héctor Raúl Roque Pitt. - 1a edición especial - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Granica, 2023.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: online
ISBN 978-631-6544-09-4
1. Cuentos de Terror. I. Stoker, Bram. II. Roque Pitt, Héctor Raúl, comp.
CDD 863
Fecha de catalogación: octubre de 2023
© 2023 by Ediciones Granica S.A.
Diseño de cubierta: Christian Argiz
Imagen de cubierta: Óleo de Johann Heinrich Füssli (1741-1825)
Traducción: Alberto Sagasta
Conversión a eBook:Numerikes
ISBN 978-631-6544-09-4
www.granicaeditor.com
Reservados todos los derechos, incluso el de reproducción en todo o en parte, y en cualquier forma. No se permite la reproducción parcial o total, el almacenamiento, el alquiler, la transmisión o la transformación de este libro en cualquier forma o por cualquier medio, sin el permiso previo y escrito del editor. Su infracción está penada por las leyes 11.723 y 25.446.
GRANICA es una marca registrada
A mí siempre me pareció que usted iba a llevarme
a algún lugar, donde anidaría una enorme araña venenosa
del tamaño de un hombre, a la que nos pasaríamos
la vida entera mirándola.
FIODOR DOSTOIEVSKI
A mis nietos Baltazar y Manuel.
El volumen que el lector tiene entre sus manos reúne un conjunto de relatos fantásticos de la literatura. El eje dominante que los congrega es la casa. A la vera de un camino, en las profundidades de un bosque; unas veces familiar para los pobladores de la región, otras sorprendiendo a los casuales visitantes, siempre inquietantes antes o después, y con una historia que las precede en casi todos los casos. Una historia que, quizás, preferiríamos no conocer. Sin embargo, muchos de los personajes que participan de estas narraciones contradicen este deseo. Por alguna razón, son ellos mismos los agentes propiciatorios que desatan las fuerzas que se ocultan en el interior. Sean vastas mansiones o residencias humildes las casas aguardan con paciencia que alguien atraviese el umbral, aunque tal confín no siempre deba ser traspasado por la materia misma. Aunque, conviene aclarar, también hay cruces que pertenecen a la memoria o, en un sentido más amplio, a la psiquis de los protagonistas. Desde los sótanos hasta las almenas de una torre señorial o simplemente en un altillo abandonado, las casas son visitadas, recorridas, desafiadas deberíamos decir, por damas o caballeros que sienten el mórbido impulso de la curiosidad o solamente perciben en su atmósfera ecos de su propio pasado. Hombres y mujeres cuyo escepticismo les permite alardear munidos de la confianza que otorga la fuerza de la razón. No resulta improbable, entonces, que tal suficiencia se vea amenazada, puesto que la tensión se agiganta aún más cuando las fuerzas represivas de la conciencia son socavadas por la sugestión. No en balde la casa es desde siempre una metáfora de nuestra psiquis: no solo la imagen de su plano general cuando es vista por primera vez desde el exterior; también sus diferentes plantas, sus corredores, las escaleras que la comunican, los jardines que las rodean, sus bellos estanques en los que se duplica el edificio, sus habitantes —y quién sabe si no también nosotros—, son apenas algunas de las diversas partes que conforman el laberinto de nuestra mente. Y la luz, la luz y las sombras. A veces las vacilantes llamas de una vela, otras la luna que se filtra por los visillos de las persianas y se reproducen en los robles de los pisos y los ébanos de las molduras. Un juego de espejos que replica las imágenes, que las distorsiona y se confabula con aquellos fantasmas del pasado.
Entonces, puede ser posible que se produzca el efecto de lo siniestro, aquel consabido shock que Freud denominó Unheimliche, lo ominoso, la fuerza de lo reprimido que emerge a la conciencia y permite ver lo que la cultura ha soterrado. O quizás la violencia contagiosa de la superstición que, atávica, aunque nunca desaparecida, se adueña de las mentes positivas y consigue desbordarlas, quebrantar las voluntades y dejar indefensos nuestros frágiles mecanismos de supervivencia.
Efectivamente, las casas encantadas, las casas embrujadas, las casas donde habita el horror no son edificios irreales, concebidos por cerebros sobrenaturales ni por dioses ultramundanos. Por el contrario, son las que nosotros habitamos, las de la infancia, las de nuestros antepasados, la de los sueños. Las que a la luz del día pueden parecer acogedoras y hasta el objeto de nuestros deseos. ¿Quién se atrevería a negarlo? Sin embargo, es en ellas donde es posible que nuestras emociones se desestabilicen. Puertas que se cierran sin razón, escaleras piranesianas que no conducen a ninguna parte, maderas que crujen, el viento y la lluvia en escenarios que reproducen la estética de los relatos góticos, rostros olvidados que reaparecen con la fisonomía de la culpa, de la venganza, del desamor. Unas y otras formas de la soledad: de lo que hemos guardado —nunca mejor dicho— en el desván de nuestra historia vivida.
No obstante, no quisiéramos que nuestros lectores olviden. A pesar del estremecimiento que nos produce pensar en ellas, aun cuando sabemos que adueñarse de alguna es un juego que puede resultar perverso y malsano, preferimos ingresar en sus posesiones. Allí, en su interior, podremos advertir la íntima relación entre la arquitectura de un edificio y la estructura siempre premeditada de un cuento. Es inevitable la comparación: un relato tiene su propia organización y ésta rara vez contradice la distribución del espacio donde se escenifica la historia. Los demonios se complacen en conspirar para que esto suceda. Con la forma de un palacete, de una choza miserable, de una mansión victoriana, tal vez de una posada para el descanso de los caminantes o de un castillo inabordable, así la literatura se mimetiza con el sitio que representa. Y vivos y muertos comparten ese locus y en él se debaten entre luces sombrías para hallar al menos algunas fracciones de la verdad.
Por otra parte, en cierto sentido una bruma se suspende en la atmósfera cuando nos topamos con la lectura de obras fantásticas. Hay en sus tramas un espacio vedado, una suerte de pliegue por donde se escurren los significados: la ambigüedad se adueña de los objetos y también de los ojos que miran con ansiedad. La equívoca percepción del testigo vacila ante lo evidente. Aún cuando su actitud provocativa desafíe el imaginario de la comunidad, algo se nubla cuando se enfrenta a la constatación de los hechos. Ese fino borde abisma también al lector. Lo sitúa frente al vértigo del conocimiento, en estado de indecisión. Esa parálisis es el efecto principal del género. Su prodigio y su desafío.
Y el miedo. Ese capítulo de la vida que ni el autor ni el lector pueden eludir. Cruzar el umbral, recorrer una casa vacía que ya nadie quiere visitar. Un hueco confinado en la nada o rodeado de vida, lo mismo da. Ya que los otros no nos aseguran un paliativo cuando se trata, de una u otra manera, de situarnos frente a nosotros mismos.
Lo que sigue a continuación es el desarrollo de algunas de estas ideas que nos acompañan desde siempre. Vayan ellas, entonces, como un ensayo de aproximación a la alquimia de la lectura.
La relación entre literatura y arquitectura
En la sinuosa escalera me recorrió un escalofrío: la casa se me tornó extraña.
¡Algo estaba a punto de saltar sobre mí desde atrás!…
En el piso siguiente me perdí… ¡En ningún lugar estaba a salvo!
GEORGE MACDONALD
La relación entre literatura y arquitectura existe desde el origen de los tiempos. Basta pensar en los grabados rupestres para aceptar que el hombre utilizaba las paredes del espacio donde se cobijaba para realizar inscripciones que le permitían comunicarse y fijar la memoria. Desde esos remotísimos inicios hasta hoy, en tiempos posmodernos de plena sublimación de la abstracción, es posible advertir el cruce de ambas expresiones. Este íntimo entrecruzamiento se realiza en las dos direcciones: innumerables obras de ficción son creaciones literarias que sitúan la acción en ámbitos reales o imaginarios que resultan, a la vez, funcionales y determinantes para su evolución. Asimismo, por otra parte, son también variadísimos los proyectos, edificios o maquetas inspirados en obras de la literatura. Las posibilidades son múltiples: a veces se trata de personajes vinculados de diferente manera con lo arquitectónico; y otras, atributos específicos que se vuelven el sitio de referencia. Una torre, una puerta, una escalera, un campanario. O una cárcel, una cueva, un umbral, una nave espacial. Es posible afirmar, sin lugar para el error, que la literatura se ha valido de todos los espacios existentes. También de los imaginarios, aunque cabe señalar que estos últimos son también un signo de “nuestra tendencia inevitable a antropomorfizar”1. En cualquier caso, tanto la arquitectura como la literatura operan con “construcciones”, es decir, toda obra de arte es per se una estructura, un texto, una trama en el sentido de que organiza un edificio, posee una sintaxis que la autodefine y la singulariza. Entre la razón y la emoción, las motivaciones tecnológicas y el arte, la creación literaria en particular revela un sinfín de posibilidades que relacionan la vida con formas y procesos urbanísticos de variada connotación. Desde las primitivas cabañas a los más sofisticados palacios, desde casas de artistas a mercados, estaciones de trenes, puertos o claros de los bosques, desde las humildes viviendas de los cordones industriales de las grandes ciudades hasta aeropuertos y deslumbrantes museos, todas las formas, los materiales y los recursos son expuestos a la mirada del asombrado receptor. En las obras de ficción los espacios devienen en construcciones imaginarias a través del tamiz de la palabra. Escritura y construcción van de la mano, realizan cruces o trazan un recorrido en líneas paralelas a la búsqueda de establecer un sentido, último punto de llegada, finalidad definitiva de todo objeto lingüístico. Sin embargo, en el caso de la arquitectura, existe una disociación metodológica entre proyecto y realización o entre estos aspectos y el contexto físico y social en el que se insertan. Como afirma Juan Antonio Ramírez,
La arquitectura literaria es la única que permite eliminar estas escisiones. En el texto no hay distinción: lo descrito es lo real, lo realizado. Por otra parte, solo la escritura puede ofrecer la máxima imperfección social para una arquitectura perfecta (y al revés), o, caso frecuente, concebir una sociedad ideal con una arquitectura totalmente acorde con su medio. La coherencia absoluta es un privilegio del texto.2
Pero no es posible imaginar lo dicho hasta aquí sin establecer una relación inmediata entre Naturaleza y Cultura. Todo proceso arquitectónico es factible en un espacio que se vuelve fundacional desde sus cimientos. Cualquier edificación trastorna el paisaje, se identifica con un lenguaje y traza una frontera entre lo habitado y el vacío. La construcción establece de por sí un límite —sea éste lingüístico o material— y desde los orígenes ha fijado el borde —aunque no siempre diáfano— entre el caos primigenio y la civilización. Es más, los seres humanos pretenden garantizar ese esfuerzo; circunscriben, circundan, determinan lo indeterminado: un corral, un cerco, una pared, una muralla. Quizás esta última sea el arquetipo mítico del límite: interior-exterior, dentro-fuera, finito-infinito. O lleno y vacío, cerca y lejos, aquí o allá. La Muralla China, Troya, Uruk son bordes decisivos. Definen, separan pero también relacionan. En cualquier caso, generalmente son de una decisiva importancia a la hora de visualizar el espacio. Determinan también profundos hábitos culturales y operan estableciendo dinámicas relaciones psicológicas. En el caso de la literatura el límite remite a lo estático y lo rígido pero también a la fluidez, a lo flexible. Comunicación e incomunicación: una constante dialogía. Muros pero con ventanas, con aberturas, con almenas. Clausura y pasaje. Estados claustrofóbicos y ansias de evasión. Sin ánimo de desarrollar una clasificación, las murallas, aun cuando fueron pensadas desde la más lejana antigüedad con la función de proteger, cumplieron otros fines: las hubo para jactarse del poderío político y militar e incluso como límite geográfico y jurídico. Hasta en algunos casos cumplieron una función puramente ornamental. Los relatos seleccionados nos permiten indagar en las características y funcionalidad de las casas de la literatura.
Los problemas del espacio
Los límites dan forma a lo limitado… este es su poder…
GYÖRGY DOCZI
Pero, si partimos de la idea de que todos los seres vivos están atravesados por el espacio3, si aceptamos que “la distancia separa y une al mismo tiempo”4 y de que así nace el espacio, es decir de la conciencia de este doble efecto, es entonces posible afirmar que, una vez que la mente se apodera de las percepciones, lo pre-conceptual se vuelve entonces orden y sistematicidad. La intuición deviene racionalidad, aun cuando incluso surge un interrogante que parece no tener respuesta: ¿hay lugares vacíos cuyo significado es solo la vacuidad? Lugares fantasmáticos entre la imagen y su sentido. “No hay más espacio real que el que estoy recorriendo” 5. La relación, entonces, es por cierto subjetiva. De la misma manera que con el Otro: solo es concebible como presencia simultánea. Es a lo que se denomina “espacio social”. En él se despliega la imaginación —apropiarse del espacio es también un gesto irracional y dependiente de la fantasía—, la noción de ascenso y descenso, de identidad y repetición, de superficie y profundidad. Y esta conciencia del espacio tiene su origen en la representación que tiene el individuo de su propio esquema corporal. Su extensión es el espacio y es por ello que el universo tiene su otro analógico, su microcosmos en nuestro propio cuerpo. Éste es, por lo tanto, “instrumento de medición”6. Formas y fuerzas del cuerpo prestan servicio a las relaciones entre las cosas del mundo. Se mide con pasos, con codos, con pulgadas.
En este sentido, cabe preguntarse si el tiempo y el espacio son categorías concretas o construcciones del pensamiento. La casa, como cualquier otro habitáculo que el hombre ha imaginado es un objeto cultural y, por lo tanto, arbitrario. Sujeto a las propias vicisitudes culturales, a las necesidades, las modas y la psicología de la Historia. Las causas que determinan su edificación son de extrema complejidad y una vez constituidas, una vez vueltas objetos materializados modifican la naturaleza, destacan los contrastes, recrean un nuevo orden. Magia y alquimia no se han mantenido ajenas en las decisiones de sus constructores:
La edificación, como el atanor alquímico, manifiesta la quintaesencia de lo real. El silencio mismo de su masa de piedra o de madera lo atestigua. Lleno y vacío, alto y bajo, curvo y recto, triángulos y cuadriláteros, todo lo que el lenguaje con su torpeza, puede decir del espacio, se encuentra expresado en y por este cuerpo construido, real y duro: expresado no con una metáfora, sino con la reducción a su esencia, al mismo tiempo perfectamente cálida y totalmente abstracta…La edificación no habla del espacio: hace hablar al espacio en ella.7
La relación entre espacialidad y temporalidad en la literatura obliga a pensar en la imaginación en el proceso de la lectura. Existen numerosos casos en que los lugares —para nosotros las casas—, si bien son protagonistas, están apenas descriptas. Todo sucede en ellas: se conocen sus habitaciones, sus altillos, sus pasadizos. Los personajes transitan por ellas, van y vienen del exterior al interior y viceversa. Hay vida. Sin ellas nada sería igual, porque son la esencia, el alma de la historia. Pero no es del todo posible reconstruir un plano de las mismas, solo por proximidad el lector da forma al espacio, completa los vacíos, se extravía sin remordimientos entre pasadizos y escaleras8.
Los espacios, además, pueden ser reales o ficticios. La temporalidad que deviene con el sucederse discursivo del lenguaje, que permite también la representación de las acciones, se produce en lugares. Allí están los objetos y los seres vivos. Inventados o verdaderos, sin ellos no hay “realidad”. Ni siquiera es posible asegurar cuál es el tamaño del castillo de Drácula, menos aún las coordenadas que establecen su ubicación. La narración habla de “grandes extensiones”, de “inmensos bosques”, de “sombrías y escarpadas cadenas montañosas”; o de “interiores palaciegos”, “corredores interminables”. Lo mismo podríamos decir de Otra vuelta de tuerca: la casa se constituye con el punto de vista de la institutriz, pero la suma de las partes, en este caso, nunca da con el todo. Un exceso de ventanas, a través de las cuales los personajes se atisban unos a otros, la irrealidad se magnifica a su vez con el reflejo de las imágenes en los cristales de las mismas. La imprecisión deja abierto el camino para la ambigüedad. Lo incierto se entroniza. La imaginación reconstruye, condiciona sentidos, la arquitectura del texto, incluso también, puede ser así determinante en el destino de los personajes.
Pero, como se ha señalado, el espacio conlleva en sí el concepto de límite, el lugar que ocupa lo habitable nos condena a imaginar bordes, fronteras. Se trazan líneas demarcatorias, límites dentro de los cuales se puede permanecer. En la Introducción a su libro Las paredes del miedo, Cathryn Cramer recurre a una cita que nos permitirá introducirnos en el próximo apartado:
Como ha mantenido Julia Kristeva en su libro Powers of Horror, el tema objeto emocional del terror es materia al borde de la represión. Si lo material estuviera completamente reprimido, no tendríamos acceso a él. De este modo, la tierra fronteriza al borde de la represión es el territorio natural del terror.9
El miedo interactúa con los límites. Su desafío es no sobrepasarlos. Es un juego inquietante ya que ir más allá, atravesar el borde de la represión satura el significado. Cuando esto sucede, los símbolos pierden su efectividad, se desvanecen.
Las relaciones con el miedo. Lo fantástico
La literatura fantástica nos deja entre las manos dos nociones:
realidad y literatura, tan insatisfactoria la una como la otra.
TZVETAN TODOROV
Según Roger Caillois, el miedo de las especies animales es único, idéntico a sí mismo, inmutable: el de ser devorado.
Mientras que el miedo humano, hijo de nuestra imaginación, no es uno sino múltiple, no es fijo sino perpetuamente cambiante.10
Es quizás esta una de las razones por la que la literatura fantástica y el miedo están íntimamente relacionados. No necesariamente siempre, aunque sí en muchas ocasiones y, sobre todo, cuando de espacios se trata. La subversión del orden, tan afín a lo fantástico11, abona con más facilidad cuando los lugares se vuelven protagonistas. Es el caso de numerosas obras de la literatura gótica o de aquellas más cercanas todavía que hacen uso de sus modelos, aunque en contextos diferentes y con otros fines. Sirva como un ejemplo paradigmático la nouvelle de Henry James, antes citada, Otra vuelta de tuerca.
Es posible definir las reacciones que son provocadas por el miedo desde una perspectiva orgánica. Ante una emoción de shock, sorpresiva, que alerta sobre la inmediatez de un peligro que amenaza nuestra integridad, el individuo reacciona, y para decirlo con autoridad, aunque no sin un resto de ironía,
...el hipotálamo reacciona mediante una movilización global del organismo, que desencadena diversos tipos de comportamientos somáticos, y provoca, en especial, modificaciones endócrinas.12
Las reacciones pueden ser múltiples según el sujeto e incluso diversas en una misma persona en ocasiones diferentes. En algunos casos el corazón se acelera y en otros se detiene, según sea la contracción o dilatación de los vasos sanguíneos. Un proceso análogo puede producirse en la secreción de las glándulas. Quizás una de las principales causas del miedo sea la sorpresa, por lo que, como afirma Delumeau13, la premeditación sea una de las formas de neutralizarlo: prepararse para resguardarse de las causas que puedan motivarlo.
No obstante, el miedo es ambiguo. Si, por una parte, quien está dominado por él corre el riesgo de desintegrarse, su yo se desestabiliza y “proporciona al alma un estremecimiento de angustia”14, por otra, opera como una garantía contra el peligro y nos permite defendernos de éste. Sin embargo, aun cuando sea una forma de preservar nuestra integridad, de ponernos a salvo del vértigo, su condición de dominador, su continua acechanza, persevera y se manifiesta de innumerables formas que son representables desde el origen del mundo. Desde el miedo a los dioses, a las fueras de la naturaleza, a los muertos, hasta el miedo a las bestias salvajes, a la oscuridad o —y siempre y sobre todo— a lo desconocido. En cada una de estas u otras formas en que aparezca, el miedo agobia porque amenaza nuestra conservación.
Pero no conviene confundir el miedo con manifestaciones de angustia. El miedo tiene un objeto determinado al que puede hacer frente; la angustia, no. La literatura representa ambas formas y múltiples veces las combina. Son enemigos que ponen en riesgo nuestra integridad, pero la ansiedad, la inquietud que produce la angustia, necesita de armas que pertenecen al mundo “invisible” del inconsciente. Los corredores, las sombras, los crepúsculos —para citar solo algunos signos accidentales del espacio—, impactan en la sensibilidad tanto de los personajes como del lector, los hacen vacilar acerca de su percepción de la realidad y de su propia condición de entes materiales. El tópico de las casas encantadas es, sin duda, un ejemplo determinante.
Para concluir, sírvanos recontextualizar una reflexión de Jean Delumeau. Miedo y angustia están íntimamente relacionados, para el autor, con cuatro categorías: agresión, inseguridad, abandono y muerte. Ya sea que provengan de bestiarios de cualquier tiempo y lugar, o de objetos o seres malignos, la agresión proporciona innumerables representaciones a lo largo de la historia y es al historiador, como él mismo dice, a quien le corresponde realizar la doble transposición de lo singular a lo plural y de lo actual a lo pasado. Por su parte, la inseguridad tiene como corolario la fe, así como, por temor al abandono, el hombre se consuela y encuentra en ella refugio. Y unos u otros se reducen al miedo a la muerte. Un sentimiento de fragilidad atraviesa al hombre de todos los tiempos. Las guerras, las pestes, el hambre, las grandes masacres en cualquiera de sus manifestaciones, sintetizan el estado de indefensión del individuo. Pero, a la vez, todas estas experiencias tienen un denominador común: el sufrimiento. En sus múltiples variantes éste los contiene a todos. Quizás reste agregar una forma que, no por haber estado ajena nunca, nunca sin embargo ha estado tan presente como en los días que corren: el miedo a nosotros mismos:
Una mujer está sentada sola en una casa. Sabe que no hay nadie más en el mundo: todos los otros seres han muerto. Golpean a la puerta.15
HÉCTOR ROQUE PITT
1 Jesús Palacios, “Solarizados”, Prólogo a Solaris, de Stanislaw Lem, Impedimenta, Madrid, 2011. “¿…inteligente desde el punto de vista humano? (¿Desde qué otro punto de vista podría ser?) y nuestra tendencia inevitable a antropomorfizar todo intento de aproximación a formas de vida —imaginarias o reales— que no pertenezcan a la especie humana.”
2 Ramírez, Juan Antonio, Diecinueve puntos para una arquitectura literaria, S/D.
3 Paul Zumthor, La medida del mundo, Cátedra, Madrid, 1994.
4 Ídem supra.
5 Ídem supra.
6 Ídem supra.
7 Ídem supra.
8 Cabe recordar el caso de Nabokov: su análisis de Dr. Jeckill y Mr Hyde. Claro que Stevenson se ocupa minuciosamente del espacio.
9 Cramer, Kathryn, dir. de ed., Las paredes del miedo, Madrid, Grupo Libro, 1991.
10 Delumeau, Jean, El miedo en Occidente, Madrid, Taurus, 2012.
11 Jackson, Rosmary, Fantasy. Literatura y subversión, Buenos Aires, Catálogos Editora, 1986.
12 Delumeau, Jean, op. cit. supra.
13 Ídem supra.
14 De Maupassant, Guy, citado por Delumeau, J., op. cit. supra.
15 Thomas Bailey Aldrich, Works, 1912.
Nació Sheridan Le Fanu en Dublin en 1814. Se lo considera el fundador de la ghost story, la forma popular del cuento de miedo. Estudió en el Trinity College de su ciudad natal y, a continuación, comenzó estudios de Derecho que dejó inconclusos para dedicarse al periodismo primero y, finalmente, de lleno a la literatura. Llevó una vida de confinamiento voluntario y, con el paso del tiempo, cada vez más excéntrica, hasta el punto de que sus amigos dieron en llamarle “el príncipe solitario”. Escribió algunas novelas entre las que se destacan El tío Silas —que recrea el ambiente característico de la novela gótica: casa siniestra y heroína indefensa en poder de otros habitantes malvados— y House by the Churchyard.
Pero son sus cuentos los que han destacado y perduran aún hoy como obras inquietantes y de refinada elaboración. Carmilla y Té verde se encuentran entre los más conocidos y en ellos, así como en algunos otros, está presente el doctor Martín Hesselius, uno de los más célebres detectives de lo sobrenatural que nos ofrecen las letras. Estos investigadores —como Van Helsing en Drácula o John Silence en los cuentos de Algernon Blackwood, para nombrar solo dos de una larga serie— utilizan métodos no convencionales con el fin de enfrentar casos, como el del vampirismo o de posesiones satánicas, que la medicina ortodoxa no puede curar. Hesselius es un conocedor de las teorías que Swedenborg desarrolla en su Arcana Coelestia, donde el místico establece relaciones entre mente y materia. La hipótesis del doctor Hesselius estriba en considerar que “habitualmente nos hallamos a cubierto de intromisiones sobrenaturales porque la existencia material interpone una suerte de velo protector” 16. En “Té verde”, su protagonista, el señor Jennings posee entre los libros de su biblioteca un ejemplar de Swedenborg en donde lee:
Cuando se abre la visión interior del hombre, que es la de su espíritu, aparecen las cosas de otra vida que no pueden ser percibidas por la visión corporal.17
Y más adelante:
El sitio en el que moran (se refiere a los espíritus malignos) se halla en el medio, entre el cielo y el infierno, y es llamado el mundo de los espíritus (...) De aquí resulta claro qué peligroso es para el hombre estar en una relación viviente con espíritus, a menos de que esté protegido por la fe...18
Además, Rafael Llopis destaca el ateísmo de Le Fanu:
Lo sobrenatural —el mundo de Swedenborg— yacía para él en el hondón del inconsciente —el mundo de Carus— de donde podía surgir si se derrumbaban las defensas del yo... Le Fanu es ante todo “un psicólogo interesado por la barrera que separa el ego del no-ego, por el modo en que cada uno de estos modela al otro, y por el proceso osmótico que hace permeable la muralla que limita ambas zonas de la existencia” (E. F. Bleiler).19
La ghost story, sostiene también Llopis20, se caracteriza por la brevedad, el humorismo y, sobre todo, el realismo. Le Fanu no creía que se pudiese sostener el terror en una novela extensa. El humor, por su parte, cumplía la función de acompañar el escepticismo del lector que ya no se asustaba con imágenes en exceso serias como las de las novelas de la Radcliffe que le resultaban ridículas. Asimismo, influenciado por las ideas sobre el “sobrenaturalismo natural” de Carlyle, los relatos buscan acercarse a la verdad de la razón y al cientificismo propio de la época. De esa manera se intentaba impregnar el relato de verosimilitud y extremar la tensión entre lo extraño, pero explicable a través de la razón, y el mundo de los acontecimientos maravillosos. Lo que se relataba pertenecía al mundo “normal” con el que el lector se identificaba. Sin embargo, ese artificio era la trampa a la que se veía sometido de manera repentina el receptor ya que, sobrevenía el acontecimiento terrorífico que lo sorprendía y lo dejaba inerme ante el desenlace. Este equilibrio que revisten los cuentos del escritor irlandés se hace patente en su libro principal, In a Glass Darkly, cuyo título remite a la célebre cita de san Pablo:
Al presente nuestro conocimiento es imperfecto, y lo mismo la profecía; cuando llegue el fin desaparecerá eso que es imperfecto. Cuando yo era niño hablaba como niño, pensaba como niño, razonaba como niño; cuando llegué a ser hombre dejé como inútiles las cosas de niño. Ahora vemos por espejo y oscuramente, entonces veremos cara a cara. Al presente conozco solo en parte, entonces conoceré como soy conocido.21
“El testamento de Toby Marston” narra la historia de dos hermanos que riñen —¿aún después de muertos?— por la herencia de su padre. La culpa, a través en ocasiones de presencias oníricas, conduce a un final desdichado. La mansión, principal bien en la disputa que sostienen, se vuelve el sitio infernal que alberga al más joven de ambos, quien es el que parece salir triunfante del pleito. La oscuridad de las habitaciones, los estados supersticiosos de los protagonistas, las sombras espectrales, dejan paso a rumores y ecos pesadillescos:
No siempre las voces se hallaban en la habitación. Le pareció que atravesaban los sólidos muros de la vieja casa desde aposentos próximos, ya de un sector, ya de otro; a veces dejaban la impresión de dar vítores en pasillos lejanos y llegaban apagadas pero inquietantes a lo largo de los estrechos corredores artesonados.22
La influencia de Le Fanu no solo alcanzó a escritores como Chesterton o Algernon Blackwood. Henry James, uno de los más célebres artesanos de la lengua inglesa, lo cita en más de una ocasión. En cualquier caso, ninguno de los maestros del género le da el lugar al que lo eleva Montague Rhode James:
Ha logrado inspirar un terror misterioso mejor casi que cualquier otro escritor (…) ocupa un lugar muy importante como exponente de la imaginación celta.23
16 Rest, Jaime, Prólogo a Carmilla y otras alucinaciones, Buenos Aires, Ediciones Librería Fausto, 1975.
17 Rest, Jaime, “Té verde”, en Carmilla y otras alucinaciones, op. cit.
18 Rest, Jaime, ídem supra.
19 Llopis, Rafael, Historia natural de los cuentos de miedo, Madrid, Fuentetaja, 2013.
20 Llopis, Rafael, ídem supra.
21 San Pablo, Primera Epístola a los Corintios, cap. XIII.
22 Le Fanu, J. S., “El testamento de Toby Marston”, en Carmilla y otras alucinaciones, op. cit.
23 James, M. R., J. Sheridan Le Fanu por M. R. James, conferencia pronunciada en la Reunión semanal de la Royal Institution of Great Britain, tomado de MRJ, Book of the Supernatural, antología de Peter Haining (1979).
En el viejo camino que va de York hasta Londres es posible descubrir una casona blanca y negra. Está ubicada una milla y media antes de llegar a la antigua Taberna del Ángel cercana también a Applebury. Las personas que están habituadas a pasar por allí la describen como una construcción que se conoce como del tipo “abierto” y es posible afirmar que las inclemencias del tiempo la han convertido en un edificio en ruinas. Un fondo de añosos olmos y los pequeños cristales romboidales de sus amplias ventanas que relucen con el sol crepuscular permiten que se destaque a la vista de los viajeros. Para llegar hasta la entrada es necesario recorrer un ancho sendero hoy cubierto de malezas como el camposanto de una iglesia y hay veces que algún tronco centenario obliga al curioso a realizar un incómodo rodeo.
Con frecuencia pude contemplar desde la diligencia el melancólico sendero: eran tantos los indicios de decadencia que de inmediato se llegaba a la conclusión de que era un lugar abandonado. La hierba surgía de las grietas y sobre las chimeneas revoloteaban las cornejas. Amortajado por setos elevados y arboledas imponentes, la vieja casona conocida como Gylingden Hall comparte el predio con una capilla románica que se halla semi oculta un cuarto de milla más adelante y donde descansan desde tiempos inmemoriales los miembros de la familia Marston. La tristeza del valle de Gylingden parece despoblado como una foresta encantada. Un rincón agreste que parece acrecentarse con la presencia de cuervos y ciervos extraviados cuyos ojos asoman por debajo de su cornamenta.
Fueron descuidadas en años recientes las reparaciones, de modo que el tejado se muestra aquí y allá desgarrado y el “remiendo oportuno” ha quedado sin realizar. En el lado de la casa expuesto a los vendavales que soplan a lo largo del valle no ha quedado una sola ventana entera y los postigos solo contienen deficientemente el ingreso de la lluvia. Los techos y muros están enmohecidos y verdes con manchas de humedad. Donde hay filtraciones en el cielorraso, los pisos se han podrido. En las noches tormentosas, según refería el guardia, desde el puente de Gryston, se pueden oír las puertas que golpean violentamente y el gemido del viento a través de los pasillos vacíos.
Toby Marston, el anciano propietario, conocido en aquel lugar del mundo por sus sabuesos, su hospitalidad y sus vicios, murió hace unos setenta años. Se había mostrado benévolo y había intervenido en riñas; había regalado dinero y había castigado a la gente con su látigo como si fueran caballos. Con su muerte se llevaba algunos agradecimientos y buen número de maldiciones, y dejaba tras de sí una cantidad de deudas y compromisos que pesaban sobre sus propiedades. Sus dos hijos, quienes no tenían inclinación por los negocios, jamás sospecharon que este viejo perverso y mal hablado los había dejado en la ruina.
Con el testamento delante de ellos los dos muchachos se reunieron en Gylingden y, con el auxilio de los abogados para interpretarlos y muy poca información, iniciaron tratativas que se convirtieron, con el paso del tiempo, en una disputa sin límites.
Los hijos de Toby Marston eran muy diferentes, pero compartían un rasgo heredado de su padre: nunca participaban a medias en una disputa, y cuando ya estaban adentro no se demoraban en pequeñeces.
El mayor y más peligroso de ellos, Scroope Marston, jamás fue el preferido del viejo propietario. No disfrutaba ni con los deportes rurales ni con los placeres de la vida campesina; tampoco era un atleta, y ni siquiera era atractivo.
El muchacho no le tenía ningún respeto: cuando fue adulto se sobrepuso al temor engendrado por la violencia y devolvía a su progenitor cada uno de los agravios recibidos. Con el paso del tiempo, la aversión que sentía el anciano llegó a convertirse en verdadero odio. Solía expresar su deseo de que ese pillo deforme y malhumorado dejase de molestar a quien era mejor que él, con lo que aludía a Charles, su hijo menor. Eran tales los insultos cuando estaba borracho que hasta quienes lo seguían y compartían su oporto se sentían incómodos, pese a que su brutalidad no les era desconocida.
Scroope Marston exhibía un aspecto singular: una ligera joroba y un rostro enjuto y amarillento; ojos oscuros y penetrantes y pelo negro y lacio acentuaban su fealdad.
—Yo no produje semejante engendro del demonio. No soy padre de esa criatura encorvada —vociferaba el anciano—. No es más que un animal disimulado; y no tiene ni pizca de los Marston.
Cuando se hallaba bastante borracho, el viejo propietario juraba que “ese engendro nunca llegará a sentarse en la cabecera de la mesa”.
El heredero sería el Guapo Charlie. Sabía montar y las muchachas se derretían por él. Era un Marston “de la cabeza a los pies”.
Sin embargo, el Guapo Charlie y su padre también tuvieron su par de encontronazos. El viejo no ahorraba el uso del látigo ni de la palabra, así que, en alguna ocasión en que ninguna de las dos armas estuvo a su alcance, se sabía que había hecho uso de “una caricia con los nudillos”. Sucedió entonces que una noche en que el oporto fluía hubo alguna alusión a Marion Hayward, la hija del molinero, que por algún motivo molestó al anciano caballero. Con varias copas encima e ideas más claras sobre pugilato que sobre discreción, acometió al Guapo Charlie, para sorpresa de todos los presentes. El muchacho esquivó un golpe a la cabeza, que dio en la garrafa de vino que se hizo añicos contra el suelo. Pero la sangre del viejo Toby hervía y saltó de su asiento. El Guapo Charlie se puso de pie, resuelto a no soportar tonterías. El hacendado Lilbourne, que estaba bebido, trató de mediar y cayó al suelo cuan largo era y se lastimó una oreja entre los vidrios rotos. El Guapo Charlie frenó con su mano abierta el golpe que el viejo propietario le lanzó y, tomándolo por el pañuelo que tenía anudado en el cuello, lo balanceó con la espalda contra la pared. Dicen que el viejo jamás se había mostrado tan lívido ni sus ojos tan saltones.
—Bueno… vamos, no repitas más tonterías y no te voy a pegar —graznó el propietario—. Ésa la paraste bien, no hay duda. ¿No les parece? Vamos Charlie, mejor nos damos la mano y volvemos a sentarnos.
Creo que esa fue la última vez que el propietario levantó la mano al Guapo Charlie.
Pero aquellos días habían quedado atrás. El viejo Toby Marston ahora yacía bastante frío y tieso en su tumba resguardada por un inmenso fresno, en la capilla románica derruida en la que tantos otros de la vieja estirpe de los Marston habían sido devueltos a la tierra y quedaron olvidados. Solo en la memoria perduraba la imagen del anciano propietario, con polainas y calzones de cuero, con el tricornio al que todavía se aferraban los viejos caballeros de entonces, con aquel chaleco rojo tan conocido que le llegaba hasta las caderas y con su fiera cara de dogo. Mientras tanto, los hermanos —entre los que se había desencadenado una contienda irreconciliable— estaban discutiendo en la mesa de la gran sala revestida de roble, donde tantas veces habían resonado las canciones soeces, los juramentos y las carcajadas de los vecinos afectos al viejo propietario de Gylingden Hall.
Ninguno de los dos jóvenes caballeros había asistido a las exequias de su padre. El fin se había producido de manera imprevista. Acompañado a su lecho en ese estado eufórico y agresivo en que lo precipitaba el oporto, fue hallado muerto a la mañana siguiente, con la cabeza colgando al costado de la cama y la cara muy oscura e hinchada.
Ahora bien, el testamento despojaba a su hijo mayor de Gylingden Hall, que había sido legada al primogénito por una ley aplicada desde épocas remotísimas. Scroope Marston estaba furioso. Su voz profunda y dura se escuchaba mientras insultaba a su finado padre y a su hermano, al tiempo que los destemplados golpes sobre la mesa con que reforzaba sus recriminaciones resonaban en el vasto aposento. Después irrumpió la voz de Charles, más tosca; luego se produjo un rápido intercambio de frases breves, y más tarde ambas voces juntas crecieron en intensidad y enojo, hasta que por último el tumulto se generalizó con las reconvenciones de los pacíficos y atribulados juristas. Al fin, Scroope abandonó violentamente la habitación con su rostro pálido y furioso que se mostraba aún más blanco por contraste con su pelo negro, con sus oscuros y terribles ojos encendidos, con sus puños apretados y con su aspecto más torpe y deforme que nunca a causa de las convulsiones sufridas.
El hermano mayor estaba decidido a retener la casa y a iniciar juicio a su rival para expulsarlo. Pero sus asesores legales se oponían a ello. Por lo tanto, con un corazón que hervía de amargura, viajó a Londres y comprobó que la firma encargada de los asuntos de su padre se mostraba bastante bien dispuesta y comunicativa. Verificaron la documentación existente y comprobaron que Gylingden no se encontraba sujeta al régimen de mayorazgo. Por muy extraño que resultase, era así; se hallaba exceptuada de todo compromiso, era incuestionable que el viejo propietario había tenido pleno derecho a disponer de la finca en su testamento.
Pero no por eso Scroope dejó de asediar al Guapo Charlie. Dispuesto a arruinarse con tal de destruir a su hermano, acometió contra el testamento del viejo Marston en la Corte de Privilegios y también en los tribunales comunes. De tal modo, la disputa se fue haciendo más confusa y más grave.
A pesar de que fue derrotado, Scroope no se calmó. Y Charles, por su parte, también había salido perjudicado ya que el enfrentamiento había significado un deterioro de sus finanzas. Pasaron los años pero las heridas siguieron abiertas y aún se ahondaron más con el paso del tiempo. Ni uno ni otro se casaron, aunque Charles debió atravesar por un episodio que limitó en mucho sus posibilidades.
Lo sucedido consistió en una caída de su caballo de caza. A causa de ello, sufrió entre otras heridas una conmoción cerebral. Se pensó que no lograría recuperarse, pero con el tiempo llegó a curarse, si bien se vio aquejado por una lesión en la cadera que definitivamente le impidió cabalgar y se desvaneció para siempre el ánimo alegre que hasta ese momento lo había acompañado.
Tom Cooper, el mayordomo en la gloriosa época de Gylingden Hall, todavía conservaba su puesto, en aquel período de marchito esplendor. Habían transcurrido veinte años desde la muerte del viejo amo; su rostro tenía el tinte sombrío que confiere el paso del tiempo y, salvo en el trato con el dueño de casa, se había vuelto más hosco.
Charlie, por su parte, rengo y vacilante, requería el auxilio de un bastón para su penoso deambular. Cuando se dispuso la venta del caballo de caza, desapareció la última tradición en Gylingden Hall. El joven propietario, como todavía se lo denominaba, impedido por el infortunio, se entregó a una vida solitaria y, con la mirada baja y un aspecto apesadumbrado, cojeaba lentamente sin compañía por la vetusta finca.
En algunas ocasiones, el viejo Cooper se atrevía a hablar con franqueza a su amo. Un día, al entregarle el sombrero y el bastón en el vestíbulo, le dijo:
—¡Señorito Charles, debería mejorar el ánimo!
—Mi querido Cooper, ya no son tiempos para eso.
—Algo se le ha metido en la cabeza y no quiere hablarlo con nadie. Si lo contara se sentiría más aliviado. Dígame, le ruego, de qué se trata.
El propietario miró a Cooper con sus redondos ojos grises. Tuvo la sensación de que se había quebrado un encantamiento. Era como la vieja disposición que impide al espectro hablar hasta que le dirijan la palabra. Con un suspiro profundo respondió:
—No es la primera vez que aciertas con tus suposiciones, mi viejo Cooper, y me alegro de que hayas hablado. Por cierto que algo ha estado metido en mi cabeza desde que sufrí aquella caída. Sígueme y cierra la puerta.
El propietario abrió la puerta de la sala revestida de roble y echó una mirada distraída a los cuadros que colgaban en torno. Hacía tiempo que no entraba allí. Durante un rato volvió a contemplar la cara de Cooper antes de reanudar la conversación.
—No es mucho, Cooper, pero me preocupa aunque no tiene demasiada importancia. No me preocupa en cambio decírtelo… siempre fuiste leal a la familia.
—Señorito Charles, en los oídos de Cooper se hallará tan seguro como en un cofre sepultado en una cisterna.
—No es más que esto —dijo Charles Marston, a la vez que bajaba su mirada hacia el extremo del bastón—: Todo este tiempo que, según pensaban, estuve como muerto, después de la caída, permanecí con el viejo amo —volvió a levantar sus ojos hacia los de Cooper y con un atroz juramento repitió—: ¡Estuve con él, Cooper!