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El amor es a la vez revelación y ocultamiento, promete plenitud pero esconde el camino. Se nos presenta así como un desafío que exige la apertura de explorar todas las interpretaciones y el coraje de seguir la más convincente. Josef Seifert ofrece una propuesta siguiendo el método fenomenológico. A través de la observación, el autor intenta precisar el ámbito propio del amor humano. Primero lo distingue de pseudoamores, luego describe el objeto y acto que lo definen, finalmente responde a objeciones que cuestionan esa definición.
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Amor verdadero
Serie
opuscula philosophica
63
Josef Seifert
Amor verdadero
Introducción y traducción de Ramón Caro
Título original: True love
© Ediciones Encuentro, S. A., Madrid, 2018
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Colección Nuevo Ensayo, nº 28
Fotocomposición: Encuentro-Madrid
ISBN: 978-84-9055-852-2
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¿En qué consiste el amor?, ¿cuál es su fuente?, ¿hacia dónde nos conduce? El amor irrumpe en la experiencia como el gran acontecimiento de nuestra vida. Evitamos a toda costa que se nos escape, nos inquieta no poder ofrecerlo o recibirlo auténticamente. Y, sin embargo, desconocemos su esencia, su origen y su destino. Por eso, el amor es materia de estudio. Las páginas de Amor verdadero abordan este tema fundamental.
Cada obra filosófica es fruto de la reflexión de un individuo concreto y, al mismo tiempo, de una discusión que se mantiene a lo largo de la historia. Amor verdadero no constituye un caso aparte. Más allá de las circunstancias inmediatas que lo originan[1], este escrito de Josef Seifert responde a una larga tradición de pensamiento que se remonta al menos hasta inicios del siglo XX. En esa época Edmund Husserl publicaba sus Investigaciones lógicas (1900-01), anunciando la fenomenología como el método filosófico que se libera de las «intuiciones remotas, confusas e impropias» para «volver a las “cosas mismas”»[2]. Este fascinante proyecto impulsó a numerosos profesores y estudiantes a dejar sus ocupaciones con el fin de unirse a aquel intelectual que prometía claridad y realismo. Nacía así en Gotinga lo que ellos mismos designaban “Sociedad filosófica”. Cabe destacar en este círculo a Adolf Reinach, discípulo principal de Husserl y coordinador del grupo. Junto a él formaron parte en algún momento pensadores del calibre de Theodor Conrad, Hedwig Martius, Alexander Koiré, Dietrich von Hildebrand, Max Scheler, Edith Stein y Roman Ingarden[3].
Con la aparición de Ideas para una fenomenología pura y una filosofía fenomenológica (1913) la trayectoria de Husserl experimentaba un giro hacia el idealismo. Esta evolución distanció a sus primeros seguidores, para quienes la deriva idealista del maestro rompía con la pretensión inicial de un método objetivo. De este modo, continuando su propia marcha inauguraba el movimiento de la fenomenología realista. Seifert emprende su labor filosófica conectando con esta corriente a través de Dietrich von Hildebrand y la enseñanza de su alumno Balduin Schwarz. Acoge así la postura del realismo como la auténtica dirección hacia las cosas mismas. Tras un largo itinerario de investigación podríamos hoy caracterizar su obra como un desarrollo de la línea de von Hildebrand en perspectiva ontológica y personalista[4].
Siguiendo el método fenomenológico, Seifert menciona la visión intelectual como la primera vía del conocimiento filosófico. Esta vía se corresponde con la intuición categorial de Husserl. También se identifica con su reducción eidética, operación de apartar lo accidental del fenómeno para quedarse con lo definitorio.El objeto de estudio de Amor verdadero se incluye entre las esencias (eide) necesarias que son aprehensibles por visión o intuición intelectual[5]. El amor es contemplado como una esencia compleja que reúne diversos elementos necesarios, fundamentalmente el de valor personal y el de respuestaal valor. Examinar estos aspectos nos introduce en el trasfondo ontológico y antropológico que subyacen al ensayo.
La noción de valor es concebida por Seifert en sintonía con el análisis de su maestro von Hildebrand. En la Ética (1952), éste último describe el valor como una importancia intrínseca, aludiendo con ello a algo que provoca admiración por sí mismo. Se opone por tanto a lo satisfactorio subjetivamente, cuya importancia radica exclusivamente en la relación con nuestro placer; aunque no es independiente de toda subjetividad pues de su conocimiento emana un deleite peculiar[6]. Von Hildebrand destaca el valor de la persona como aquel que polariza y absorbe en sí el resto de valores. De su preeminencia deriva el bien objetivo para la persona, referido a todo aquello que la favorece y hace feliz ya sea por su valor intrínseco como por el agrado que le proporciona[7].
Josef Seifert ancla la axiología en el ser mismo de la persona[8]. Afirma, en primer lugar, que el valor de la persona implica la existencia real. En este punto muestra su crítica al idealismo de Husserl. Esta crítica, común a todos los fenomenólogos realistas, nace y se nutre en gran parte del encuentro con la tradición clásica y medieval[9]. Además de la reducción de esencias, Husserl había añadido una segunda reducción que denominaba transcendental o fenomenológica. Con ella excluía y negaba la realidad del objeto reduciéndolo a contenidos subjetivos de conciencia[10]. Seifert considera, en cambio, que la intuición se aplica también sobre la realidad. Esto le permite retomar el significado existencial del ser tomista[11] y mostrar que sólo en virtud de su existencia (esse) el ente supera la esfera meramente mental e imaginaria[12]. El autor se vincula así a otros intérpretes existencialistas de Tomás de Aquino como Étienne Gilson, Jacques Maritain y Josef Pieper[13].
Según Seifert, el valor de la persona reside también en su esencia. Cada realidad posee una esencia que la identifica y define en lo que ella es[14]. El concepto de esencia está ligado al de naturaleza, llegando ambos a identificarse en los entes realmente existentes[15]. En el caso del ser humano, es su esencia o naturaleza racional lo que le otorga «la dignidad de ser una persona». En efecto, cada individuo humano supera radicalmente al resto de entes (materiales, vegetales o animales) en cuanto que, iluminado por su razón, puede tomar conciencia de su propia entidad y del resto de entidades del mundo y está proyectado hacia lo absoluto[16]. Esta perspectiva ontológica converge con una segunda interpretación de Tomás de Aquino complementaria con la anterior que asocia el ser (esse) con la luz que constituye la inteligencia humana (lumen intellectus)[17]. Sin abandonar la primera, dicha interpretación ha sido rescatada por Antonio Rosmini y Hans Urs von Balthasar[18].
Como acertadamente subraya Max Scheler en su obra Esencia y formas de la simpatía (1923), el amor se dirige al ser concreto de cada persona, siempre en vías de perfección. Seifert ubica también aquí el valor personal al puntualizar que la naturaleza racional de la persona se despliega y adquiere su excelencia mediante actos libres. Se trata, por tanto, de una naturaleza dinámica, que alcanza su pleno valor con la realización del bien a través del tiempo. Según el filósofo, la posibilidad de este progreso personal descansa en la combinación de esencia y existencia; en el “tertium” procedente de la «unión inefable» de esas dos dimensiones que configuran el sujeto individual[19].
Una vez descrito el objeto del amor, corresponde atender a su polo subjetivo. Seifert concibe el amor como la respuesta adecuada al valor propio de la persona. En este sentido su ensayo Amor verdadero puede considerarse una prolongación del análisis de Karol Wojtyła y Dietrich von Hildebrand. Por un lado, recoge la propuesta de Wojtyła en Amor y responsabilidad (1979), donde se sitúa el amor dentro de un marco personalista y se extiende hasta el don de sí mismo en el caso del amor esponsal[20]. Por otro lado, desarrolla el análisis de von Hildebrand sobre el amor como “respuesta al valor” presentado en su Ética (1952). En esa obra von Hildebrand define respuesta en general como un acto del sujeto dirigido hacia un objeto conocido[21]. La respuesta amorosa es, sin embargo, distinta de los otros tipos de respuestas (teóricas, volitivas o afectivas)[22]. En La esencia del amor (1971) la encontramos resumida en sus intenciones específicas: la unión y la benevolencia, intenciones que se efectúan en la entrega libre de símismo[23]. Siguiendo esta dirección trazada por sus maestros, Seifert califica la naturaleza del amor como una autotrascendencia y autodonación que procura el bien objetivo para la persona amada.
Podemos finalizar resaltando la íntima correspondencia entre amor y persona que late durante todo el ensayo. El autor la va describiendo como una dialéctica que obra permanentemente en nuestra existencia: la experiencia del amor conduce a la persona y, a su vez, la persona se realiza en el amor. Esta dialéctica deriva de otra anterior que nos constituye: el amor es personal y la persona es amor. Ambos aspectos, existencial y constitutivo, muestran por qué percibimos el amor como el gran acontecimiento de la vida: en el amor tocamos nuestro sentido y en él reconocemos nuestra identidad.
Cuando a continuación hablemos del amor nos referiremos principalmente al amor entre las personas. Por tanto, excluiremos de nuestra consideración fenómenos tales como el amor a la verdad, el amor a la propia patria o el amor a los últimos cuartetos de Beethoven; y ello a pesar de que todos estos “amores” no están así mal designados, sino que, por el contrario, comparten muchos rasgos y poseen importantes conexiones con el amor a las personas.
Por razones de mucho más peso excluiremos el uso del término “amor” que se encuentra cuando se dice que don Juan ama a las mujeres, o cuando decimos de un alcohólico que ama el vino. Estos actos comparten con el amor genuino a las personas solamente rasgos muy abstractos, como por ejemplo un fuerte apego afectivo hacia algo. Sin embargo, el “amor” a las mujeres por su atractivo puramente sexual o el “amor” al vino del alcohólico carecen incluso de los rasgos más básicos de un amor genuino. Nos enfrentamos aquí a fenómenos radicalmente distintos[24].
El apego al vino, o a las mujeres únicamente por su atractivo sexual, está motivado por el placer subjetivo que buscamos para nosotros mismos. La importancia del vino para el alcohólico o de las mujeres para un don Juan es relativa a su satisfacción subjetiva. Aquí la importancia del objeto depende por completo de nuestro propio placer.
El amor en el sentido en el que vamos a hablar, por el contrario, está siempre motivado por la importancia positiva que es intrínseca a un ser. “Intrínseca” no sólo en el sentido de que el fin posee importancia intrínseca (o sea, directa) a diferencia de los medios, que poseen importancia sólo indirectamente, tomando prestada su importancia meramente de su capacidad para realizar un determinado fin. Cuando hablamos de “importancia intrínseca” en el contexto del amor tenemos en mente un fenómeno y un sentido de “intrínseco” radicalmente distinto. Nos referimos a “importancia intrínseca” en el sentido de lo que von Hildebrand ha descrito claramente como “valor”, es decir, la preciosidad positiva y objetiva de un ser que no es sólo importante para mí, relativamente a mi placer o, incluso, a mi bien objetivo. El valor es más bien la importancia que caracteriza a un ser en sí mismo. Podríamos denominarlo la “preciosidad intrínseca” de un ser que saca a ese ser de la indiferencia y la neutralidad, de tal modo que su bondad no puede considerarse existente solamente para alguien. El valor caracteriza más bien a un ser que tiene valor objetivamente.
Podría decirse que el ser amado se nos da como dotado de importancia intrínseca (y positiva) en dos sentidos radicalmente distintos. Tal como Kant y Wojtyła señalaban[25], el ser amado ha de ser tratado como un fin y no sólo como un medio[26]. La razón por la cual el ser amado debe ser tratado como un fin radica en el segundo sentido de importancia intrínseca que posee la persona, en el hecho de que la persona amada está dotada de una preciosidad intrínseca y de una dignidad o valor que difiere de la importancia positiva existente sólo para alguien[27].