Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos - Varios autores - E-Book

Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos E-Book

Varios autores

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Beschreibung

Es posible que las palabras de Fidel, al final de los encuentros con escritores y artistas en la Biblioteca Nacional José Martí, durante la segunda mitad de junio de 1961, sigan creciendo. Su resonancia y amplitud han rebasado las circunstancias que les dieron origen, no solo por el trazado político, axiológico y ético que establecieron para la cultura, sino por el peso significativo que tuvieron para lo que sería después la política cultural de la Revolución. «Palabras a los intelectuales» es hoy un documento histórico que constituyó, en su momento, una respuesta a las inquietudes e interrogantes de los allí reunidos, y fue, ante todo, el resultado de un debate de ideas previo, por primera vez incluido dentro del ámbito nacional en estas páginas, que debemos a la iniciativa del escritor y cineasta Senel Paz. «Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos» nos ofrece una lectura de época. Aquí podremos leer Palabras… en su contexto y, entonces, comprender mucho mejor desde el presente el clima intelectual que presidió aquellas reuniones y hacia dónde apuntaban algunas observaciones de Fidel.

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AQuel verano del 61

Primer encuentro de Fidel

con los intelectuales cubanos

selección

Senel Paz

SENEL PAZ

sancti spíritus, 1950

►Escritor y guionista de cine. Profesor de narrativa cinematográfica y analista de guiones. En su obra literaria sobresalen las novelas Un rey en el jardín (1983) y En el cielo con diamantes (2007), y el relato El lobo, el bosque y el hombre nuevo (1991); entre las películas, Una novia para David (1987), Fresa y Chocolate (1994) y Cosas que dejé en La Habana (1998). Fue reconocido con el Premio Nacional de Cine en 2020.

Edición

Carla Muñoz

Diseño y realización

Alexis Manuel Rodríguez Diezcabezas de Armada

Sobre la presente edición

© Senel Paz, 2021

© Ediciones ICAIC, 2021

ISBN

9789593042857

9789593043021

ISBN-e

9789593043014

Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright, bajo la sanción establecida en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público. Si precisa obtener licencia de reproducción para algún fragmento en formato digital diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) o entre la web www.conlicencia.com EDHASA C/ Diputació, 262, 2º 1ª, 08007 Barcelona. Tel. 93 494 97 20 España.

instituto Cubano del Arte e Industria Cinematográficos

Calle 23, no. 1155, entre 10 y 12, El Vedado, La Habana, Cuba. CP 10400

Tel.: (53) 7838-2865

[email protected]

www.cubacine.cult.cu

Palabras a los intelectuales en la cultura cubana

Prólogo de Francisco López Sacha

Es posible que las palabras de Fidel, al final de los encuentros con escritores y artistas en la Biblioteca Nacional José Martí, durante la segunda mitad de junio de 1961, sigan creciendo y nunca terminen de decir lo que tienen que decir, de acuerdo con la definición que de un texto clásico establece Italo Calvino –novelista y teórico italiano nacido en Cuba. Su resonancia y amplitud han rebasado las circunstancias que les dieron origen, no solo por el trazado político, axiológico y ético que establecieron para la cultura, sino por el peso significativo que tuvieron para lo que sería después la política cultural de la Revolución.

En principio, este discurso-resumen, que es hoy un documento histórico, no se propuso como un dictamen, una advertencia incómoda o una imposición; constituyó, más bien, una respuesta a las inquietudes e interrogantes de los allí reunidos, y fue, ante todo, el resultado de un debate de ideas previo, por primera vez incluido dentro del ámbito nacional en estas páginas, que debemos a la iniciativa del escritor y cineasta Senel Paz. Aquellas palabras sobrepasaron el debate que le dieron origen, y lo enriquecieron con una serie de criterios y principios rectores para la cultura que no tenían precedentes en ningún otro proceso revolucionario. Palabras a los intelectuales estableció una línea de acción inédita en las relaciones entre la cultura, la política y la ética, basada en la honestidad de los artistas y escritores, revolucionarios o no, y se perfiló como un programa para garantizar, en consecuencia, la libertad expresiva, la unidad y la participación de un movimiento intelectual y artístico que acaso llegaba a su punto más alto a inicios de esa década.

Para lograrlo, la primera y más importante tarea de la Revolución fue potenciar esa cultura de la resistencia –como la denomina Graziella Pogolotti en el texto suyo incluido en este volumen– al facilitar el trabajo de los escritores y artistas cubanos, al darle sustento y visualidad a través de las instituciones recién creadas, y al establecer simultáneamente las bases para la enseñanza artística y para la gestación de un nuevo público. Solo así la Revolución Cubana pudo tener la autoridad necesaria para dialogar con el movimiento intelectual y artístico, y para sumarlo a todos sus proyectos. La cultura emergente, y sus instituciones, exigían una integración mucho más plena porque, entre otras razones, estaba organizada y dirigida por los propios artistas y escritores. Se trataba de alcanzar, entonces, un consenso y un criterio permanente sobre los problemas de la creación y, en particular, sobre el derecho a pintar, a esculpir, a escribir, a filmar, a realizarse en la danza, el ballet, el teatro, dentro de los principios de una Revolución en marcha.

Cuando estos debates se producen, la cultura cubana tenía un perfil de desarrollo y el trazado de una continuidad. Su creación alcanzaba niveles extraordinarios en casi todos los géneros, y su repercusión, sobre todo en la música, la danza y el ballet, desbordaba a la nación. Sin embargo, no era todavía un verdadero patrimonio de todos. El proyecto cultural revolucionario respondía a esa necesidad, a esa urgencia.

A pesar de que la Revolución abre las puertas a todos los sectores de la cultura, elimina en gran medida la marginación y la soledad de escritores y artistas, fomenta su trabajo y promueve sus obras, el incidente del documental P.M.1desencadena el temor de una cultura dirigida, de una pérdida de la libertad alcanzada, de restricciones y prohibiciones desde el poder. Los asistentes a aquellas reuniones temían, sobre todo, que la Revolución Cubana tomara como fatídico modelo el realismo socialista con sus errores estéticos y su carga burocrática y opresiva.

Ante esa inquietud, con sus Palabras…, Fidel se propone disipar las dudas al invocar de un modo convincente lo que trajo el cambio revolucionario:

Si la Revolución comenzó trayendo en sí misma un cambio profundo en el ambiente y en las condiciones, ¿por qué recelar de que la Revolución que nos trajo esas nuevas condiciones para trabajar pueda ahogar esas condiciones? ¿Por qué recelar de que la Revolución vaya precisamente a liquidar esas condiciones que ha traído consigo?

Todavía quizás era muy pronto para percibirlo, pero estas condiciones creadas por el cambio revolucionario fueron, en verdad, el impulso que necesitó la cultura cubana para convertirse en una verdadera cultura moderna, participativa ypopular. Si demoró varios años, con choques, retrocesos y omisiones; si no fue posible más que con otra conciencia del valor de la cultura espiritual en la vida de un pueblo –principio establecido por José Martí y defendido por Fidel en estas mismas páginas–; y si, por otra parte, para que ocurriera el milagro de la unidad, la auténtica unidad de propósitos con diversidad de líneas y tendencias en el movimiento literario y artístico, tuvimos que superar las divisiones internas, las rencillas y los graves errores que nos llevaron al abismo del Quinquenio Gris y a la temida restricción de las ideas y de la vida cultural, se debió al éxito momentáneo –en desconocimiento de los criterios emitidos por Fidel– de una tendencia dogmática en la aplicación de la política cultural y a la imposición de un tipo de pensamiento ideoestético que desconocía por completo los vínculos históricos y el estadío de desarrollo de la cultura cubana. Y también, sin duda, a la notable ausencia de un programa estético en el movimiento intelectual cubano, a la pobreza de sus proposiciones teóricas y, peor aún, a su incapacidad para establecer un registro y un análisis de las conquistas de la cultura cubana durante la larga fase de su modernidad.

Con toda justicia, como afirma el poeta e investigador Juan Nicolás Padrón en el documento que acompaña la primera sección de este libro, un encuentro que pudo ser más productivo y se consumió casi totalmente en el enfrentamiento entre las líneas en pugna, dejó la impresión de que «nuestros intelectuales no estaban preparados o no alcanzaron altura para un debate de otro calado», a pesar de que representaban la vanguardia de un movimiento artístico cuyas profundas dimensiones habían sido trazadas desde la tercera década del siglo xx.

No debemos olvidar que nuestra cultura había ingresado, por derecho propio, en su fase más productiva e influyente, iniciada por la generación que protagonizó la «Protesta de los Trece» en 1923 y dio a la cultura algunos de los procesos más innovadores a partir de 1927. Otra, más joven, que comenzó a actuar desde finales de los años treinta y llegó a su madurez a mediados de los años cincuenta, aunque negó algunos presupuestos anteriores, se sumó a la modernidad y acompañó a los entonces novísimos, recién entrados a escena con impronta propia. De modo que, al triunfo revolucionario, tres generaciones en activo ocupaban el panorama cultural. Desde finales de los años veinte los códigos de la vanguardia iluminaron los hallazgos sinfónicos en su integración a las raíces de origen africano; el mundo entero bailó con el son, la rumba, la conga, la habanera, el danzón, el mambo y el chachachá, sin olvidar el préstamo cubano al bebop; inició el cuento moderno y una verdadera novelística con el realismo crítico y realismo mágico, lo real maravilloso y el absurdo; apareció el teatro contemporáneo; se transformó la poesía cubana de un modo radical en el hermoso viaje de Motivos de son [Nicolás Guillén, 1930] a Dador [José Lezama Lima, 1960]; se ensancharon los estudios etnográficos, históricos y socioculturales, y se introdujo en ellos el concepto de transculturación; tuvimos al fin, en consecuencia, un pensamiento moderno en las ciencias sociales; asistimos a las revoluciones de la danza y el ballet, a los procesos de cambio en la plástica cubana y al nacimiento del cine cubano de la Revolución. Todo esto era absolutamente vigente y renovador en junio de 1961, y muchos de los autores de estos cambios estaban vivos o estaban allí.

Lo más novedoso e importante, entonces, para ese instante del desarrollo de la cultura cubana a través del impulso que le dio la Revolución, era que su programa integrador los incluía a todos, excepto a aquellos «incorregiblemente contrarrevolucionarios», y solo podía constituir un problema para quienes siendo honestos, raigalmente honestos, no se sentían revolucionarios. Fidel establece entonces una diferencia radical en sus Palabras…:

Y esto no sería ninguna ley de excepción para los artistas y para los escritores. Esto es un principio general para todos los ciudadanos, es un principio fundamental de la Revolución. Los contrarrevolucionarios, es decir, los enemigos de la Revolución, no tienen ningún derecho contra la Revolución, porque la Revolución tiene un derecho: el derecho de existir, el derecho a desarrollarse y el derecho a vencer.

A partir de este principio, que no incluye a ningún enemigo, Fidel sitúa en un ángulo a los revolucionarios, y a aquellos que sin ser revolucionarios, son honestos, aunque tengan dudas; y en otro, a aquellos que son capaces de fingir o simular que lo son. Para estos, su razonamiento es concluyente:

Para un artista o intelectual mercenario, para un artista o intelectual deshonesto [la Revolución], no sería nunca un problema. Ese sabe lo que tiene que hacer, ese sabe lo que le interesa, ese sabe hacia dónde tiene que marcharse.

Ahora podemos apreciar mejor que la piedra angular de Palabras a los intelectuales no era solamente los derechos, los deberes o los límites –«¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho»–, sino el respeto a las condiciones y convicciones íntimas de quienes realizaban la cultura. La perspectiva ética que domina todo el documento le permite a su autor calificar la participación de un movimiento intelectual heterogéneo que puede integrarse al proyecto revolucionario en virtud de su grado de compromiso con su conciencia estética, su condición moral, y también con su interés en el destino de la nación, vale decir, con su pertenencia o su grado de adhesión a una cultura anticolonial, antineocolonial, que terminará siendo una cultura antimperialista –términos de Graziella Pogolotti en su texto ya citado–, de la cual era hija la propia Revolución. De ahí la existencia de un modelo cultural participativo que pudiera unificar en sí la conciencia histórica y política de la nación con el desarrollo de una cultura abierta, inclusiva, popular, compleja, crítica, e impulsora también de los cambios que necesitaba el país.

En aquellas sesiones, por último, se definió ese destino. La intención de Fidel era fijarlo a través de una organización que los uniera a todos, y de un organismo rector que, junto a ella, pudiera mantener esos principios. O como resume Fernando Martínez Heredia esa intención en el texto suyo incluido aquí:

 

Opino que el objetivo de las palabras de Fidel en la Biblioteca era mantener abierto el diálogo revolucionario con los intelectuales y artistas, defender abiertamente la libertad de creación frente a los dogmas, respaldar a todo el que echara su suerte con la Revolución y evitar que el sectarismo-dogmatismo consumara un desastre en ese campo.

Por desdicha, lo que trató de evitarse, ocurrió.

La pugna por el poder cultural, visible en las opiniones y las ideas vertidas allí durante las sesiones del 16 y el 23 de junio, y las tensiones entre los grupos, no se solucionaron entonces con la unidad que ofrecía la Revolución –la creación, en agosto de 1961, de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba–, sino que se arrastraron por más de una década y produjeron, entre 1971 y 1976, el desastre previsto diez años atrás.

Sin embargo, a pesar de todo, a pesar de los errores cometidos después, a pesar del retroceso que significó la imposición de una línea de pensamiento estético, y de la consideración del arte como ideología, a pesar de la rigidez conceptual y de los límites, y la marginación que afectó a una gran cantidad de importantes creadores, la cultura cubana alcanzó un perfil de desarrollo y una continuidad después de 1961 con un poderoso movimiento creativo, interrumpido momentáneamente, y dolorosamente, durante esa etapa. La quebradura de esos años fue muy honda y le costó al movimiento intelectual y artístico más de veinte años para restañar las heridas. Cuando retornamos al pensamiento elaborado por Fidel en 1961, cuando el Ministerio de Cultura y la labor de Armando Hart en él, y los cambios internos de la Uneac, a partir de su IV Congreso en enero de 1988, establecieron de nuevo los principios esenciales para la creación, las condiciones de desarrollo de la cultura cubana incluían ya un pensamiento estético contemporáneo; un conocimiento mucho más completo de las tradiciones y las raíces de nuestra identidad; una apertura polémica a los factores exógenos de la alta modernidad y la naciente posmodernidad; un ejercicio más pleno de las instituciones culturales; un sistema de enseñanza artística, desde el nivel primario al nivel superior; un reconocimiento de todas las tendencias en el arte y la literatura; una conciencia alerta ante el grave problema de la seudocultura; una noción mucho más avanzada de los problemas de la cultura mediática y el uso tecnológico de los medios; una vanguardia dentro de la vanguardia en la lucha contra los modelos hegemónicos del pensamiento único y el neocolonialismo, y una conciencia estelar de la importancia decisiva de la cultura artística y literaria para alcanzar las metas sociales de la Revolución.

Aquel verano del 61. Primer encuentro de Fidel con los intelectuales cubanos nos ofrece una lectura de época. Aquí podremos leer Palabras… en su contexto y, entonces, comprender mucho mejor desde el presente el clima intelectual que presidió aquellas reuniones y hacia dónde apuntaban algunas observaciones de Fidel.

El documento que cierra este valioso compendio, la semblanza histórica de Palabras a los intelectuales realizada por Miguel Díaz-Canel Bermúdez en la clausura del VIII Congreso de la Uneac, celebrado en 2019, alude a los nuevos criterios emitidos por Fidel en la del IV Congreso de la Uneac en 1988, que amplían, a favor de una libertad irrestricta de forma y contenido, el punto de vista estético adoptado en 1961. Ambos valoran la cultura cubana en su integridad conceptual como el resultado del largo proceso revolucionario y humanista que compromete a la nación y al pueblo cubano en el ejercicio de su libertad. Para estos años, finales del siglo xx, Fidel puede expresar también un criterio valorativo que tiene su origen en José Martí, y que el líder cubano incluye como axioma en nuestro panorama intelectual: «Sin cultura no hay libertad posible».

Con esta conclusión se complementa también Palabras a los intelectuales después de sesenta años de incesantes cambios, obstáculos, escollos, avances, restricciones, oscuridades y luces, para darle un sentido mayor a la cultura que hacemos, a la Patria, a las ideas de la Revolución. Aquellas ideas abrieron el camino y crearon finalmente una política cultural para una cultura en crecimiento continuo que siguió siendo abierta, inclusiva, integradora, popular, moderna y contemporánea, y ahora sí, patrimonio de todos.

Infanta y Manglar

12 de abril de 2021

Notas

1 En los primeros planos del documental aparece brevemente «pM» con la grafía del diseñador cubano Raúl Martínez. No obstante, nos acogemos a quienes adoptan P.M. para el título de la obra atendiendo a su asociación generalizada con la expresión «pasado meridiano», cuya abreviatura es p. m.

Francisco López Sacha

GRANMA, 1950

►Narrador, ensayista y crítico de arte. Participó en la Campaña de Alfabetización como miembro de la Brigada Conrado Benítez, en la Sierra Maestra, a la edad de once años. Entre 1995 y 2007 presidió la Asociación de Escritores de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba. Desde 1990 hasta la actualidad es Profesor Adjunto de la Escuela Internacional de Cine de San Antonio de los Baños. Recibió la Distinción por la Cultura Nacional en 1994, y en 2018 la Asociación Hermanos Saíz le otorgó la Condición «Maestro de Juventudes».

Palabras contextualizadas

Nuestro futuro ha comenzado*

Roberto Fernández Retamar

La invitación del compañero Abel Prieto para leer hoy estas líneas, al mismo tiempo me ha honrado y perturbado, y supongo que ambas cosas se entienden con facilidad. Lo menos que puedo decir es que, aunque me enorgullece la solicitud, no me resulta fácil hablar aquí cuarenta años después de haberlo hecho el compañero Fidel, cuando, luego de tres días de reuniones entre miembros del Gobierno Revolucionario y un grupo de escritores y artistas, él pronunció el fundamental discurso suyo que sería publicado con el título Palabras a los intelectuales: si bien, como sabemos, dichas Palabras… no se referían a los intelectuales en su conjunto (de cuya naturaleza y diversidad nos enseñaría tanto Antonio Gramsci), sino a esa zona de los intelectuales formada por escritores y artistas. Reiteradamente Fidel habla en su discurso de «los artistas y de los escritores», o de los artistas y los escritores «cubanos», añadiendo más adelante un distingo entre «todos los escritores y artistas revolucionarios, o [...] todos los escritores y artistas que comprenden y justifican a la Revolución», y «los escritores y artistas que, sin ser contrarrevolucionarios, no se sientan tampoco revolucionarios». Y si alguna vez menciona a «un artista o intelectual», o a «un artista o intelectual mercenario [...] un artista o intelectual deshonesto», no parece que en estos casos se trate de sinónimos: la disyuntiva apunta más bien al señalamiento de quienes desempeñan tareas afines, pero no idénticas. Y refiriéndose a sí mismo, dirá con modestia: «nosotros, que hemos tenido una participación importante en esos acontecimientos [los propios de la gestión revolucionaria], no nos creemos teóricos de las revoluciones ni intelectuales de las revoluciones». Sin embargo, para Gramsci los dirigentes políticos son también, sin duda, intelectuales, por supuesto de un tipo particular, criterio que comparto, como tantos otros del gran revolucionario italiano.

Una de las primeras cosas que se me ocurrieron al comenzar a esbozar estas líneas fue que en aquellas tres reuniones de junio de 1961, memorables para los que tuvimos el privilegio de participar en ellas, no hubiera podido estar presente nuestro ministro de Cultura, pues –quizá por desdicha– no había allí niños ni niñas de diez u once años, que es la edad que a la sazón tenía Abel. Otro tanto puede decirse de quienes también nacieron, como él, en el nutrido 1950. Por ejemplo, el presidente de la Uneac, Carlos Martí; el de la Asociación de Escritores, Francisco López Sacha; el de la de Artistas Plásticos, José Villa, sin el cual John Lennon no tendría su estatua meditabunda en un visitado parque de El Vedado; el del Icaic, Omar González; mi compañero de aventuras en la revista Casa de las Américas,Luis Toledo Sande; otros artistas y escritores de la jerarquía de Roberto Fabelo y Senel Paz. Añádase que en las cuatro décadas y pico que median entre las vísperas de los cuarenta y los comienzos de los ochenta del pasado siglo nació la gran mayoría de quienes son hoy escritores y artistas cubanos (incluyendo, desde luego, a los actuales miembros de la Asociación Hermanos Saíz), y a ellos, a causa de su edad, no les fue dable ir a las reuniones de junio de 1961. Con raras excepciones, como la de quien acaso fue el más joven de los asistentes, Miguel Barnet, quien, no obstante, tendría que esperar aún dos años para publicar su poemario inicial. Digamos, para no fatigar con nombres, desde gentes como Eduardo Heras León, Nancy Morejón o Silvio Rodríguez, hasta gentes como Kcho,Elsa Mora o Rolando Sarabia. No pocos y pocas –como me consta directamente en un caso que ustedes adivinarán, pues su madre y yo la dejábamos en su cuna para venir a las reuniones– tenían apenas unos meses entonces, y muchas y muchos nacerían después. No en balde nos separan ocho lustros del acontecimiento que hemos venido a conmemorar. Y como no tiene demasiado sentido que me dirija a los sobrevivientes, ya más bien escasos, de quienes estuvimos en la Biblioteca Nacional aquel junio de 1961 y hemos formado nuestro criterio, hablaré sobre todo para los más, aquellos que saben de los acontecimientos por versiones, a menudo harto diversas, que les han llegado.

El discurso de clausura de Fidel ha sido leído con frecuencia, y sin duda seguirá siéndolo. También ha sido objeto de numerosos comentarios, de algunos de los cuales me valdré. E incluso se lo ha citado sin habérselo leído, o alterando sus líneas, o desgajándolas del conjunto, con las intenciones, por lo general aviesas, que se supondrá. Para apreciarlo debidamente, no solo es imprescindible remitirse a él con fidelidad, sino que es útil recordar los contextos en que se produjo: contextos que no son siempre círculos concéntricos, y a menudo se mezclan entre sí.

En primer lugar, el discurso fue precedido por un número grande de intervenciones de escritores y artistas. Tales intervenciones, improvisadas como lo sería el discurso de Fidel, no se han publicado aún –ni siquiera sé si existen grabaciones o transcripciones suyas–, y los asistentes que quedamos conservamos recuerdos cada vez más desvaídos de ellas, sin excluir las propias: al menos, esa es mi experiencia. Sin embargo, Fidel las comenta a cada rato en sus Palabras…, que probablemente ganarían de conocerse con precisión a quiénes o a qué se refieren en cada caso. Al evocar treinta años después tales experiencias, Graziella Pogolotti dijo con vivacidad:

Hoy, sentada aquí, de este lado, no puedo dejar de recordar aquellos días intensos, en que pasábamos juntos las horas, en este mismo local, en un agitado y controversial desorden, donde se dijeron cosas profundas, cosas brillantes, cosas que no lo eran tanto, como siempre ocurre cuando muchos hablan. Recuerdo que entrábamos y salíamos, que conversábamos por los pasillos, que nos veíamos allá abajo, en el sótano y en la cafetería, donde proseguían el diálogo y el debate.

En segundo lugar, lo que en lo inmediato provocó aquellas reuniones fue el hecho, sobredimensionado, de haberse impedido la exhibición de un documental. Yo no me encontraba entonces en el país, sino en la hoy inexistente República Democrática Alemana, adonde había ido para asistir a un congreso de escritores. Era la primera vez que visitaba un país llamado socialista de Europa, y ello despertaría en mí inquietudes en las que no voy a detenerme ahora. Me limito a decir que durante mi ausencia se celebró en la Casa de las Américas una reunión de escritores y artistas para abordar la cuestión del documental. Tal reunión, que solo conozco de oídas, resultó un preludio de las que ocurrirían algún tiempo después en la Biblioteca Nacional, esta vez con la presencia también, ya aludida, de miembros del Gobierno Revolucionario. Pero estas últimas reuniones iban a tener lugar de todas maneras, tarde o temprano. Era algo previsible, y Fidel lo aclaró sin ambages al decir: «esta discusión [la de junio de l961] –que quizás el incidente a que se ha hecho referencia aquí reiteradamente contribuyó a acelerarla– ya estaba en la mente del Gobierno».

Abultar aquel incidente, como a menudo se ha hecho casi siempre con mala sangre, no es apropiado. Pero tampoco lo es pretender esfumarlo. Lo justo es hacer mención de él, y tratar de darle una explicación. Contamos, en este sentido, con un testimonio excepcional: el de uno de los protagonistas de la vida cultural en la Cuba revolucionaria, Alfredo Guevara, presidente del Icaic al ocurrir dicho incidente, quien ha asumido su responsabilidad, y aportado sus razones, en entrevista publicada en La Gaceta de Cuba (julio-agosto de 1993). En aquella ocasión, el entrevistador le planteó:

En un clima de intensos debates ideológicos, la realización del documental P.M. en 1961 desató una polémica que desembocó en su prohibición por parte de la Comisión de Estudio y Clasificación de Películas, considerándola «nociva a los intereses del pueblo y su Revolución». A la distancia de treinta años, ¿cuál es su punto de vista sobre aquella decisión?

Aunque la respuesta de Alfredo fue muy extensa, y, por descontado, polémica, es útil recordarla en su totalidad. Hela aquí:

De aquel instante quedan la noticia lejana y confusa, las interpretaciones diversas, lo que han dicho algunos protagonistas, y nuestro silencio.

P.M. no es P.M. P.M. es Lunes de Revolución, es Carlos Franqui, es una época convulsa y de extremas contradicciones en que participaban múltiples fuerzas. No creo que P.M. merecía tanto revuelo, y la reacción del naciente Icaic fue muy matizada. De acuerdo con el texto de su pregunta quedamos reducidos a una simple, calculada y también graduada prohibición. Pero convendría recordar que en esos días se esperaba ya el ataque armado y que por todas partes se emplazaban ametralladoras y antiaéreas. Que el pueblo todo se movilizaba para repeler la agresión y que el espíritu guerrillero y de combate estaba en su más alto grado de exaltación. No soy ajeno al mundo que recoge P.M. Titón, Guillermo Cabrera Infante y yo, con Olga Andreu y alguna que otra vez con Billo Olivares, estuvimos en El Chori, un cabaretucho de la playa que impregna con su experiencia el hilo conductor del documental; los bajos fondos, la embriaguez (y la mariguana), la música quejumbrosa que acompaña al alcohol y el abandono de sí mismo.

Pero la Revolución abrió un abismo en aquel grupo de amigos; unos quedaron indiferentes ante la conmoción transformadora que se desencadenaba, para ellos no pasaba de ser un trastorno bananero que perturbaba sus vidas; para otros era la culminación potencial de la independencia nacional.

Reduces el tema a P.M. Tengo las de perder ante el audaz periodista. Prohibir es prohibir; y prohibimos. No entraré en los detalles pero sí diré que el film quedó en manos de sus autores, y que cuando salieron pudieron llevárselo. Lo que no estábamos dispuestos, y era un derecho, era a ser cómplices de su exhibición en medio de la movilización revolucionaria. A ellos parece que les sucede lo que a nosotros con El Mégano [Julio García Espinosa, 1955], prefieren cultivar el mito y dejar la obra en la oscuridad. Fue el Icaic quien la presentó recientemente en el Centro Georges Pompidou, en París, en un panorama «casi» exhaustivo del cine producido en Cuba.

Si ahora, en las condiciones actuales, me tocara aprobar o prohibir P.M., simplemente dejaría que siguiera su curso porque aunque las circunstancias no nos son favorables, no vivimos un instante de tensión y exaltación; y tampoco yo lo vivo de aquella manera. Pero si combatiente revolucionario volviéramos –y eso ya sabes que no es posible– treinta años atrás, no vacilaría seguramente en enfrentarme a los que comenzaron a usar todos los medios de comunicación para servir a su objetivo, el de Franqui en la época: impedir el socialismo. Acaso P.M. no sería la chispa, pero una chispa habría; y treinta años después alguien, ahora, preguntaría no qué estaba sucediendo contextualmente en el país, sino [si] la chispa era o no apagable con este u otro método.

Aquel grupo, persecutor de Alejo Carpentier y Alicia Alonso, de Lezama Lima y de todo el Grupo Orígenes, no salió triunfador. Por eso es catalogado factualmente como «la víctima», pero no estamos, amigo entrevistador, revisando una historia de ángeles. Sé que estas palabras pueden ser sospechosas de pasión. Pero en estos días me divierto leyendo el Herald [...] de Miami. En sus páginas el periodista ya de aquellos tiempos Agustín Tamargo, y tras él otros exiliados nada revolucionarios, recuerdan a Carlos Franqui y Guillermo Cabrera Infante su historia de persecutores intolerantes; y no callan casi nada. Le haré llegar copia de esta polémica. Tal vez le resulte más creíble que mis palabras. Y lo digo porque las suyas reflejan cuando menos poca información. Las inquisiciones son muchas. Pero solo quedan como tales las que producen víctimas. De aquellos victimados sálveme Dios.

El periódico Revolución, dirigido por Carlos Franqui, era órgano del Movimiento 26 de Julio; y Lunes de Revolución, dirigido por Guillermo Cabrera Infante, su suplemento cultural. En consecuencia, no podían aparecer como más oficiales. Con posterioridad a las reuniones de 1961, tanto Franqui como Cabrera Infante, consecuentes con la conducta denunciada, abandonaron el país y se desenmascararon como contrarrevolucionarios viscerales. Pero, si bien no es este el momento de dilucidar la cuestión, hay que decir que, a pesar de oportunismos políticos y mezquindades de varia índole, no todo lo publicado en el periódico ni en su suplemento era desdeñable. Sin duda hubo valores positivos en uno y otro que el tiempo, ese autor por excelencia de antologías de que habló Borges, se está encargando de poner en su sitio. Parte de la propia obra literaria de Cabrera Infante tiene méritos, aunque él sea un resentido calumniador de oficio y beneficio. En todo caso, importa subrayar que las reuniones de junio de 1961 y el discurso de Fidel, cuyo cuadragésimo aniversario celebramos, estuvieron lejos de agotarse en la querella en torno a P.M.: querella ciertamente de raíz política, como ha explicado Alfredo.

Y político, en el más amplio sentido de este término, fue el contexto mayor en que estuvieron situados aquellos acontecimientos. Pues ese contexto era la Revolución Cubana que había llegado al poder, tras combates heroicos, en enero de 1959. Quizá hoy para muchos sea difícil comprender en plenitud el clima de esperanza, fervor y lucha que entonces se vivía, aunque es bien conocido el conjunto de hechos históricos desencadenados a raíz de aquella fecha. Baste recordar que en abril de 1961 había sido derrotada en sesenta y seis horas la invasión enviada por el imperialismo estadunidense; y que la víspera de iniciarse dicha invasión Fidel había proclamado el carácter socialista asumido por nuestra Revolución. Además, ese año, 1961, se estaba llevando a cabo la extraordinaria campaña que erradicaría el analfabetismo de nuestro país, e iba a constituir una realización cultural de primera magnitud.

Sin embargo, para numerosos escritores y artistas de izquierda, no solo en Cuba sino en todo el mundo, un fantasma lo recorría: el de esa monstruosa deformación encarnada en el realismo socialista, que causara incalculables daños en países que se decían socialistas y aún más allá de ellos. No me gusta patear a un mulo muerto, ni dejo de reconocer virtudes en el país nacido de la gran Revolución de Octubre de 1917, ni de agradecer la ayuda material que prestó a nuestra Revolución sobre todo en sus difíciles momentos iniciales. El haber contribuido decisivamente a la derrota del nazifascismo, menos de veinte años antes de 1961, fue sin duda una de las virtudes mayores de la Unión Soviética. Pero los graves errores políticos, las arbitrariedades y las deformaciones intelectuales que acabarían por dar al traste con aquel grandioso experimento ofrecían a los escritores y artistas un rostro particularmente cercano en el realismo socialista, del que se ha dicho que tenía, entre otros, dos defectos ostensibles: no ser realista y no ser socialista. Su fantasma es el que explica la reacción de tantos ante el fenómeno, sin duda menor, de P.M. Declarada socialista nuestra Revolución, lo que no podía sino llenar de júbilo a cuantos desde la más temprana edad nos considerábamos socialistas, así fuera por la libre, no parecían enteramente desencaminadas ciertas inquietudes ante el hecho de que la más joven de las revoluciones de ese carácter en el planeta pudiera incurrir en errores similares a los que habían dañado, en este campo, a los otros países que se decían tales, siguiendo el mal ejemplo soviético.

Resulta más que comprensible la reacción de Fidel ante preocupaciones expresadas por varios de los asistentes a las reuniones. Como figura principal de una Revolución que había mostrado una y otra vez su originalidad, su independencia, su autoctonía, la sorpresa de Fidel ante dichas preocupaciones era bien explicable. Pero al menos algunas de ellas no dejaban de tener razón de existir, desde una perspectiva que tomara en cuenta numerosas experiencias de otros países. Cuatro años después de 1961, en «El socialismo y el hombre en Cuba», el Che iba a escribir:

Se busca entonces la simplificación, lo que entiende todo el mundo, que es lo que entienden los funcionarios. Se anula la auténtica investigación artística y se reduce el problema de la cultura general a una apropiación del presente socialista y del pasado muerto (por tanto, no peligroso). Así nace el realismo socialista sobre las bases del arte del siglo pasado.

Pero el arte realista del siglo xix también es de clase, más puramente capitalista, quizás, que este arte decadente del siglo xx, donde se transparenta la angustia del hombre enajenado. El capitalismo en cultura ha dado todo de sí y no queda de él sino el anuncio de un cadáver maloliente en arte, su decadencia de hoy. Pero ¿por qué pretender buscar en las formas congeladas del realismo socialista la única receta válida? No se puede oponer al realismo socialista «la libertad», porque esta no existe todavía, no existirá hasta el completo desarrollo de la sociedad nueva; pero no se pretenda condenar a todas las formas de arte posteriores a la primera mitad del siglo xix desde el trono pontificio del realismo a ultranza, pues se caería en un error proudhoniano de retorno al pasado, poniéndole camisa de fuerza a la expresión artística del hombre que nace y se construye hoy.

En sus Palabras… de 1961 Fidel afrontó la cuestión candente que ya le habían planteado –dijo– visitantes como Jean Paul Sartre y C. Wright Mills, al decir: «El problema que aquí se ha estado discutiendo –y que lo vamos a abordar–, es el problema de la libertad de los escritores y de los artistas para expresarse». Y más adelante:

Se habló aquí de la libertad formal. Todo el mundo estuvo de acuerdo en el problema de la libertad formal [...] –y creo que nadie duda– acerca del problema de la libertad formal.

La cuestión se hace más sutil y se convierte verdaderamente en el punto esencial de la cuestión, cuando se trata de la libertad de contenido. Es ahí el punto más sutil, porque es el que está expuesto a las más diversas interpretaciones. Es el punto más polémico de esta cuestión: si debe haber o no una absoluta libertad de contenido en la expresión artística. [...]

Permítanme decirles, en primer lugar, que la Revolución defiende la libertad, que la Revolución ha traído al país una suma muy grande de libertades, que la Revolución no puede ser, por esencia, enemiga de las libertades; que si la preocupación de alguno es que la Resolución vaya a asfixiar su espíritu creador, que esa preocupación es innecesaria, que esa preocupación no tiene razón de ser.

Como carece de sentido, no obstante la tentación grande de hacerlo, que continúe citando textualmente de aquellas Palabras…, me limitaré a las líneas que en cierto modo resumen lo esencial del texto:

[...] dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, nada. Contra la Revolución nada, porque la Revolución tiene también sus derechos; y el primer derecho de la Resolución es el derecho a existir. Y frente al derecho de la Revolución de ser y de existir, nadie –por cuanto la Revolución comprende los intereses del pueblo, por cuanto la Revolución significa los intereses de la nación entera–, nadie puede alegar con razón un derecho contra ella. Creo que esto es bien claro.

¿Cuáles son los derechos de los escritores y de los artistas, revolucionarios o no revolucionarios? Dentro de la Revolución, todo; contra la Revolución, ningún derecho.

Naturalmente que estos juicios, como casi cualesquiera otros, son susceptibles de más de una interpretación, y así ha ocurrido en este caso. Me cuento entre aquellos para quienes «dentro de la Revolución», lejos de ser un llamado a la obsecuencia, incluye la crítica, desde perspectivas revolucionarias, de los que se estimen conflictos o errores en que hemos incurrido. Es algo que ejemplifican filmes de nuestro admirable cineasta de ficción Tomás Gutiérrez Alea como Memorias del subdesarrollo [1968], La muerte de un burócrata [1966] o Fresa y chocolate [con Juan C. Tabío, 1994]. Por cierto, no está de más recordar que este artista rebelde secundó en su intervención de junio de 1961 la medida tomada por el Icaic en cuanto a P.M.

Una de las primeras consecuencias de las reuniones de junio de 1961 y del discurso de Fidel fue el cese de la publicación Lunes de Revolución, y la convocatoria a un amplio y movido congreso que se celebró en agosto de ese año, y de donde nacería la Unión de Escritores y Artistas de Cuba (Uneac). A su frente se encontró desde el primer momento Nicolás Guillén, junto a un secretariado de escritores y artistas cuyo promedio de edad era bajo. Entre sus integrantes, Lisandro Otero y José A. Baragaño tenían veintinueve años; yo, treinta y uno. Las Palabras a los intelectuales iban a ser la línea rectora de la flamante institución, es decir, el sentido de unidad, la amplitud de criterios estéticos, el rechazo a todo dogmatismo o sectarismo, el carácter multigeneracional. Pronto empezó a dar forma a sus publicaciones periódicas, que verían la luz al año siguiente: La Gaceta de Cuba y la revista Unión. En ambas desempeñaría papel capital Guillén, acompañado en La Gaceta… sobre todo por Lisandro; y en Unión por Alejo Carpentier y por mí, a quienes se uniría José Rodríguez Feo. A fin de abreviar estas líneas –pues los cuarenta años de la Uneac merecen trabajo aparte–, transcribiré, como mero ejemplo, en su orden de aparición, la lista de autores que colaboraron en el primer número de Unión: Carpentier, Navarro Luna, Labrador Ruiz, Lezama Lima, Piñera, Fayad, Nivaria Tejera, Marinello, Martínez Estrada, Augier, Ardévol, Portocarrero, Feijóo, Baragaño, Díaz Martínez, Lisandro, Rodríguez Feo, Rine, Loló de la Torriente, Graziella. También había unos versos míos. Y como «Documento», la «Segunda Declaración de La Habana».

Fechada en París el 21 de septiembre de 1967 –es decir, cuando aún no se vislumbraban la desaparición del llamado campo socialista europeo y la implosión de la Unión Soviética–, recibí una carta que era testimonio elocuente de la enorme trascendencia de aquel texto de Fidel. La carta era del firme comunista y amigo de los países socialistas que fue Juan Marinello, quien me escribió allí: «He creído siempre que el discurso del compañero Fidel en 1961, dirigido a los intelectuales, tiene un relieve capital: nos salvó de caer en los feroces dirigentismos que ensombrecieron en otras latitudes la tarea creadora». Si así opinaba una criatura como Marinello, se comprende fácilmente lo que el discurso implicó para muchísimas otras personas, para el destino de la vida cultural de la Cuba revolucionaria.

Pero aquel mismo 1967 nuestra realidad histórica comenzó a variar, y no para bien. En octubre de ese año fue asesinado el Che, y con tal asesinato, que hizo posponer de nuevo hermosos y audaces proyectos de hacer avanzar la Revolución de nuestra América, se clausuraron nuestros años sesenta. Hechos posteriores, como el malhadado Caso Padilla, el incumplimiento de la Zafra de los Diez Millones, no obstante el esfuerzo realizado, o ciertas consecuencias del Congreso de Educación y Cultura de 1971, pusieron al país en situación difícil: todo ello unido a un aislamiento recrudecido. El ingreso de Cuba en el CAME, en 1972, no contribuyó a mejorar las cosas. Nos habíamos sentido orgullosos de merecer la observación de Mariátegui según la cual el socialismo no podía ser en América calco y copia, sino creación heroica. Pero aunque no faltaron, como no lo han hecho nunca, creaciones heroicas de nuestro pueblo, asomaron su oreja el calco y la copia. Aludiendo al ambiente cultural de la época, Ambrosio Fornet acuñaría más tarde la expresión Quinquenio Gris. Es bizantino discutir sobre si fue solo un quinquenio o si fue más o menos gris. Lo cierto es que algunos peligros que se daban por conjurados amenazaron entonces con empobrecer nuestra vida cultural, si bien no se llegara nunca al ejercicio de uno de esos «feroces dirigentismos» a que aludió Marinello. Pero se dio entrada a prejuicios absurdos, escritores y artistas valiosos fueron marginados, la mediocridad encontró terreno abonado y se debilitó en parte el impulso creador. No temo evocar las dificultades o las equivocaciones de la Revolución, porque el proceso del aprendizaje, y hasta el del crecimiento, implican lo que se ha llamado ensayo y error. Y además, porque solo el ejercicio franco y valiente de la autocrítica –no el regodeo, que puede ser interesado, en las mataduras– nos permite volver a encontrar la ruta correcta.

Aludiendo a esta época ingrata, escribió en 1991 Armando Hart, a quien se le había encomendado en 1976 crear y dirigir el Ministerio de Cultura:

Es cierto que ha habido reveses, algunos dolorosos y bastante amargos, pero ninguno de ellos estratégico ni con el peso como para nublar la obra de la Revolución en la cultura. Hemos dicho, una y mil veces, que lo mejor, más depurado y de más alto nivel intelectual del país permaneció fiel a Palabras a los intelectuales y se mantiene al servicio de la Revolución Cubana.

Cinco años más tarde, en 1996, añadiría Hart:

Cuando se creó el Ministerio de Cultura, en diciembre de 1976, entendí que se me había situado en esta responsabilidad para aplicar los principios enunciados por Fidel en Palabras a los intelectuales y para desterrar radicalmente las debilidades y los errores que habían surgido en la instrumentación de esa política. Consideré que solo era posible hacer más efectiva mi gestión promoviendo la identidad nacional cubana, que se había articulado en nuestro siglo con el pensamiento socialista. Aprecié que para este empeño era necesario emplear, en el campo sutil y delicado del arte y de la cultura, los estilos políticos de Martí y Fidel.

Armando, un histórico de la Revolución Cubana, tras realizar una encomiable tarea al frente del ministerio, y hacer posible la extinción del Quinquenio Gris, ha sido continuado por uno de aquellos niños que tenían diez u once años cuando Fidel pronunciara su discurso orientador. Me refiero, naturalmente, a Abel Prieto. Si he destacado desde el primer momento la cuestión de su edad, que es también, más o menos, la de muchísimos de nuestros escritores y artistas, de nuestros dirigentes en el área cultural, es porque veo en ello una señal llena de esperanza. Al concluir sus Palabras…,Fidel se refirió a «las generaciones futuras que serán, al fin y al cabo, las encargadas de decir la última palabra». Mientras exista la humanidad, se sucederán las generaciones como las hojas de los árboles, según el viejo poema, y en consecuencia volverá a decirse la última palabra. Pero para quienes un día inolvidable escuchamos de labios de Fidel aquel discurso, nuestras generaciones futuras inmediatas son las que llevan hoy la voz cantante: lo que en modo alguno supone desconocer la valía de los mayores, como lo muestra, por ejemplo, el caso de Compay Segundo y sus muchachones.

A pesar de realidades muy duras, de descalabros, de tristezas, las promociones recientes tienen ante sí un país con más posibilidades que las que nos fueron deparadas: un país alfabetizado, donde se ha puesto el énfasis en la cultura al punto de decir Fidel que es lo primero que hay que salvar, y que está siendo difundida cuantiosamente en sus más altas producciones; un país que en circunstancias muy adversas, de recrudecimiento del bloqueo, ha conservado, fortalecido y multiplicado sus instituciones culturales; un país que perdió el apoyo material de naciones europeas que se decían socialistas, pero a la vez está liberado de la sombra que las estrecheces espirituales de tales naciones echaban sobre él, en nombre de una deformación teratológica del marxismo; un país libre, independiente y soberano que piensa con su cabeza y siente con su corazón, no obstante estar rodeado de vergonzosos ejemplos de «pensamiento único», cinismo, corrupción y desaliento. Es natural, es útil que los nuevos critiquen. «Los pueblos han de vivir criticándose», decía Martí, «porque la crítica es la salud»; pero, añadía el Maestro, «con un solo pecho y una sola mente». Y es imprescindible que sean fieles a otro consejo, también del programa radical, hermoso y vigente que es «Nuestra América»: «Crear es la palabra de pase de esta generación».

Se nos pregunta con frecuencia cómo será nuestro futuro. Pero el futuro no empieza con un hachazo, como tampoco lo hace el alba, según experimentamos quienes hemos contemplado el glorioso espectáculo del amanecer en medio del mar; ni la primavera, que «ha venido», escribió Antonio Machado, y «nadie sabe cómo ha sido». Hay que ser muy poco perspicaz para no reparar en que nuestro futuro ya ha comenzado, cuarenta años después.

*Leído en la Biblioteca Nacional José Martí a propósito del cuarenta aniversario de Palabras a los intelectuales. Este texto, con el título «A cuarenta años de Palabras a los intelectuales», fue incluido –y revisado– por el propio Fernández Retamar en el Tomo IV de sus Obras, Cuba defendida (Letras Cubanas, 2004). El título es nuestro.

Cabalgar sobre las circunstancias históricas*

Fernando Martínez Heredia

Me preocupa mucho que la circunstancia de la cual es hija Palabras a los intelectuales haya sido olvidada. Fue el 30 de junio, en pleno verano de aquel 1961, cuando salieron legalmente por el aeropuerto hacia Estados Unidos casi sesenta mil personas en tres meses. Es decir, un sector que podía viajar en avión se marchó, horrorizado ante la victoria de los revolucionarios en Girón. El desfile de las unidades de milicianos y rebeldes del 1ro de Mayo –con artillería y tanques– duró desde el amanecer hasta la noche. Una semana después fue nacionalizada toda la educación en el país. La fiebre producida por los hechos recientes se alimentaba de dos años y medio de acontecimientos trascendentes casi diarios. Por ejemplo, la administración de las grandes rotativas había pasado a la Imprenta Nacional de Cuba desde marzo de 1960; entre mayo de ese año y los inicios de 1961 desapareció o fue nacionalizada la mayoría de los medios de comunicación, que eran de propiedad privada.

La prensa de la ciudad de La Habana poseía una riqueza y una diversidad extraordinarias. Empresas privadas publicaban más de una docena de diarios nacionales, varios de ellos con decenas de páginas y secciones en rotograbado, y otros más pequeños pero muy ágiles. Estaban llenos de informaciones, reportajes, crónicas, secciones, comics. En las ciudades y pueblos de la Isla había un gran número de diarios. Entre las revistas, la semanal Bohemia tenía una gran calidad, era la más leída e influyente y la más importante de su tipo; circulaba de México a Venezuela, y llegaba a Buenos Aires. Bohemia había sido sistemática opositora a la dictadura. No debemos olvidar que el consumo de esos medios era, con mucho, la actividad intelectual más extendida e importante de la mayoría de la población, de escolaridad precaria y muy poco consumidora de libros.

Aquel medio de tanta amplitud y alcance tenía a su cargo tareas principales de socialización de la palabra escrita y hablada, esta última a través de un formidable conjunto de emisoras radiales, nacionales y regionales, que gozaba de una audiencia y una influencia descomunales. La novedosa televisión, pionera en América Latina, abría otra fuente de consumo cultural con imágenes en uno de los países del mundo con mayor asistencia de la población al cine. Llegaba a todo el país y avanzaba en numerosos terrenos a una velocidad impresionante. Los medios cumplían funciones de la mayor importancia para el equilibrio tan complejo que implicó la reformulación de la hegemonía de la dominación después de 1935, durante la segunda República. La libertad de expresión tan amplia que existía era, a la vez, una gran conquista ciudadana y un instrumento delicado de manipulación de la opinión, y de desmontaje de resistencias y rebeldías.

Pero desde enero de 1959 estaban cambiando los sentimientos y las ideas, las motivaciones y los actos, en todas las esferas públicas, cada vez con más fuerza, extensión y profundidad. El universo de los medios –como le llamaríamos ahora– tenía que transformarse a fondo, como tantos otros campos de la sociedad. Durante su vertiginoso proceso de eventos y cambios, la Revolución trabajó con los medios que existían y con los que ella misma fue creando, en el curso de contradicciones y conflictos crecientes. La intensificación de los enfrentamientos apresuró la crisis y el final de aquel sistema, mediante la expropiación de casi todas las empresas privadas de medios de comunicación. El Estado cubano se hizo cargo de ellas.

¿Cómo ilustrar la trascendencia de esos hechos? En los días de Palabras a los intelectuales había desaparecido, al mismo tiempo, el mundo empresarial en una actividad especializada que en Cuba contaba con más de siglo y medio de existencia, y un proceso de libertades de expresión de tipo capitalista que había comenzado ochenta años antes, en la última etapa del régimen colonial. El periodismo de las dos últimas décadas del siglo xix contó con un mar de publicaciones, que creció mucho en la primera República. Desde 1922 se incorporó un nuevo medio, la radio.

Aquella época terminó en 1960-1961. No hay que confundirse: cierto número de medios siguió existiendo, y buena parte de sus trabajadores continuaron en ellos. La nacionalización de los medios es el hecho histórico general; la vida, el contenido y otras muchas cuestiones de los medios en los años que siguieron a aquella configuran otros hechos en un marco más concreto, con sus cambios y permanencias. Además, cabían las excepciones. Por ejemplo, en La Habana la emisora COCO, «el periódico del Aire», de Guido García Inclán –un periodista que tenía un gran prestigio cívico–, continuó diciendo más o menos lo que le daba la gana durante varios años más. El diario El Mundo, nacido con el siglo, una empresa moderna y muy notable en el periodismo cubano durante la primera República, fue mantenido como entidad independiente por la Revolución, ahora en manos de antiguos activistas católicos, patriotas revolucionarios. Allí tenía una sección el sacerdote Carlos Manuel de Céspedes, y recuerdo una polémica fraternal que sostuvo con el joven profesor de marxismo Aurelio Alonso, acerca del origen de la vida. El Mundo fue destruido por un acto de sabotaje en 1969.

Opino que al periodizar la historia de los medios de comunicación durante la Revolución nos encontramos una primera etapa de poco más de dos años, y una segunda que dura diez años, hasta inicios de los setenta, coincidiendo su final con otro que es general, el de la primera etapa de la Revolución en el poder.

Durante aquellos tres años, del 59 al 61, la gente se fue apoderando de su país: empresas, escuelas, tierras, bancos. Y reivindicaron su condición humana, su dignidad, su ciudadanía y su esperanza. La riqueza social comenzaba a ser repartida entre los miembros de la sociedad. Pero todo era muy complicado y difícil. Por ejemplo, en un momento dado amenazaron quebrarse las relaciones entre la ciudad y el campo, algo imprescindible para que se pueda vivir en ciudades. Se rompieron para siempre las relaciones de subordinación que habían regido las vidas de la gente de abajo, las mujeres, los jornaleros, los obreros, los negros, los desempleados. No hay manera de describir bien cuántos significados tuvo eso. Un orden social es una maquinaria muy compleja, gigantesca, pero con mecanismos delicadísimos en los que basa su funcionamiento, su reproducción, su manejo de las contradicciones y los conflictos, y el consenso de las mayorías a ser dominadas y vivir del modo en que vive cada clase y cada sector.

Aquel orden se fue desbaratando al mismo tiempo que era identificado y repudiado por las mayorías, y en 1961 ya estaba aplastado y era despreciado. La Revolución reunía en su cauce tremendo victorias inigualables, necesidades sin cuento, urgencias graves, desórdenes y disciplina, dolorosos desgarramientos íntimos y familiares, desbarajuste de las estructuras y organizaciones, desafíos mortales, un descomunal sentido histórico y un hambre insaciable de personas capaces.

La batalla de Girón fue el gran triunfo del pueblo entero liberado y armado. A veces el artista resulta más capaz de hacer síntesis –y más acertado– que el científico social, como cuando Sara González canta: «¡nuestra primera victoria, nuestra primera victoria!» Para la clase alta y amplios sectores de clase media fue, tenía que ser, el certificado de su derrota. Su respuesta más socorrida fue con los pies. Entre ellos se marcharon la mitad de los médicos y un gran número de profesionales y de técnicos. El pueblo en revolución vivía en eterna tensión, cambiaban las relaciones sociales y las ideas que las personas tenían sobre ellas, se tomaban decisiones y se realizaban esfuerzos que hubieran sido impensables tres años antes. Desde 1960 existían bandas contrarrevolucionarias en el Escambray y otros lugares del país; en su mayoría era gente de pueblo que peleaba contra la Revolución que pudo haber sido su Revolución. Algunos ponían bombas en La Habana, provocaban incendios, asesinaban milicianos. Es decir, se desplegaba ante todos el correlato inevitable del poder popular: la virulencia de la lucha de clases.

Como todos saben, el imperialismo norteamericano ha sido el protagonista principal de la contrarrevolución, desde el inicio hasta hoy, con saña criminal y con método, combinados. Lo ha hecho contra la más elemental decencia, y a veces también contra su propia eficiencia. El pueblo de Cuba lo sabe y no lo olvida, porque ha vivido y sufrido todo este proceso. Después de Girón, Estados Unidos decidió que para derrocar a la Revolución Cubana sería necesaria una escalada de agresiones múltiples y, de ser necesario, forzar la decisión mediante la agresión directa, con sus fuerzas armadas. Una cantidad enorme de jóvenes cubanos con buenas cualidades tuvo que dedicarse a la defensa del país. Se multiplicaron las escuelas militares, muchos batallones de milicias se convirtieron en unidades militares y se crearon los tres ejércitos. Lo fundamental para la Revolución durante la primera mitad de los años sesenta fue la defensa, aunque al mismo tiempo se realizaron las tareas más asombrosas en otros terrenos.

La declaración de que la Revolución era socialista y democrática, de los humildes, por los humildes y para los humildes, se la hizo Fidel en la calle a una multitud armada. Todos cantaron a continuación el Himno Nacional y se dio la orden a todos de regresar a sus unidades militares. La primera orden del socialismo cubano fue: «marchemos a nuestros respectivos batallones».

El proceso revolucionario era el centro de la vida intelectual del país en 1961. En junio ya la Revolución controlaba directamente todo el sistema escolar y todos los medios de comunicación, y se planteaba la necesidad de transformar la Universidad; seis meses después se promulgó la Ley de Reforma Universitaria. Al tiempo que la Revolución derrotaba a la invasión de Girón, los alfabetizadores invadían a Cuba entera, hasta el último rincón. El mayor y más trascendente hecho intelectual de 1961 fue la Campaña de Alfabetización. Fue un acontecimiento intelectual y político incomparable por su contenido, su alcance transformador y su trascendencia. La alfabetización puso a una enorme parte de la población cubana en posesión de la palabra escrita, enriqueciendo así en un grado muy alto su condición humana, su socialización y sus capacidades, y multiplicó los actores revolucionarios capaces de comprender mejor lo que sucedía, el sentido de su lucha y las razones de su causa, y de participar en las discusiones, las ideas y el proyecto de la Revolución.

Los protagonistas intelectuales de 1961 fueron las decenas de miles de muchachas y muchachos alfabetizadores. Los héroes intelectuales del año 61 se llaman Conrado Benítez y Manuel Ascunce, y la canción de tema intelectual más importante comienza así: «Somos la Brigada Conrado Benítez / somos la vanguardia de la Revolución…»