Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África Austral - Julio Verne - E-Book

Aventuras de tres rusos y tres ingleses en el África Austral E-Book

Julio Verne

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Beschreibung

Una expedición conjunta entre Inglaterra y Rusia lleva a seis expertos tres ingleses: el coronel Everest y los señores John Murray y William Emery y tres rusos: Matthew Strux, Nicholas Palander y Michael Zorn y su guía, Mokoum, (tres astrónomos de cada uno de los dos países), son enviados para la misión. Dirigiéndose hacia el sur de África con el objetivo de medir el arco del meridiano que atraviesa el desierto de Kalahari. Los gobiernos de Inglaterra y de Rusia resuelven renovar el experimento llevado a cabo por otras naciones consistente en medir el arco meridiano.

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Julio Verne

Julio Verne

AVENTURAS DE TRES RUSOS Y TRES INGLESES EN EL ÁFRICA AUSTRAL

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-316-9

Greenbooks editore

Edición digital

Mayo 2019

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-316-9
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Indice

​CAPÍTULO PRIMERO

​CAPÍTULO II

CAPÍTULO III

​CAPÍTULO IV

​CAPÍTULO V

​CAPITULO VI

​CAPÍTULO VII

​CAPÍTULO VIII

​CAPÍTULO IX

​CAPÍTULO X

​CAPÍTULO XI

​CAPÍTULO XII

​CAPÍTULO XIII

​CAPÍTULO XIV

​CAPÍTULO XV

​CAPITULO XVI

​CAPÍTULO XVII

​CAPÍTULO XVIII

EPÍLOGO

​CAPÍTULO PRIMERO

Dos hombres observaban con suma

atención las aguas del río Orange. Tendidos a

la sombra de un sauce llorón, conversaban

animadamente. Era el 27 de enero de 1854.

En el lugar donde se encontraban

nuestros hombres, el Orange se acercaba a

las montañas del Duque de York, ofreciendo

un espectáculo sublime que quedaba encuadrado

en el horizonte por los montes

Gariepinos.

Famoso por la transparencia de sus

aguas y la belleza de sus orillas, el Orange

puede rivalizar con las tres grandes arterias

africanas: el Nilo, el Níger y el Zambeze, y se

caracteriza por sus crecidas, rápidos y

cataratas. Allí mismo, en la zona descrita, las

aguas del río precipitábanse desde una altura

de ciento veinte metros, formando una

cortina de hilos de líquido que desembocaban

en un torbellino de aguas tumultuosas,

coronadas por una espesa nube de húmedos

vapores. De aquel abismo se elevaba un

estruendo que aturdía, agudizado por los

ecos de la llanura en calma.

Estas bellezas naturales atraían la

atención de uno de nuestros hombres,

mientras que el otro viajero permanecía

indiferente a los fenómenos que se ofrecían a

su vista.

El viajero indiferente era un cazador

bushman, excelente representante de una

raza valiente que vive en los bosques

entregada al nomadismo. De ahí su nombre,

bushman, que significa «hombre de los

matorrales».

El bushman pasa la vida errando en la

región comprendida entre el río Orange y las

montañas del Este, saqueando los campos de

cultivo y destruyendo las cosechas de los

colonos, en venganza por haberle arrojado

hacia las áridas comarcas del interior.

Nuestro bushman tenía alrededor de

cuarenta años y era de elevada estatura y

fuerte musculatura. Que se trataba de un

individuo enérgico quedaba demostrado por

la soltura y libertad de movimientos de su

ágil y esbelto cuerpo.

Hijo de padre inglés y de madre

hotentote, hablaba frecuentemente la lengua

paterna, lo que le permitía un trato regular

con los extranjeros que visitaban la zona. Su

traje, mitad hotentote y mitad europeo, se

componía de una camisa de franela roja, una

especie de casaca y un calzón de piel de

antílope.

Llevaba al cuello un pequeño saquito

en el que guardaba el cuchillo, la pipa y el

tabaco, cubriendo su cabeza con algo

parecido a un casco de piel de carnero. Varias

anillas de marfil en su muñeca y una capa de

piel de tigre a su espalda eran los elementos

que completaban tan singular indumentaria.

A su lado dormía un perro, ajeno a las

cavilaciones de su dueño y a las de su

acompañante, un joven de unos

veinticinco años que ofrecía un vivo contraste

con el cazador.

Su temperamento flemático se

manifestaba en todas sus acciones, no

dejando dudas sobre su origen inglés. Su

traje indicaba que los desplazamientos no le

eran familiares, pues más parecía un

funcionario que un indómito aventurero.

Pero William Emery no era ni lo uno ni

lo otro, sino un sabio distinguido, astrónomo

agregado al observatorio de El Cabo.

Asombrado por las maravillas de

aquella región desierta del África austral,

situada a algunos centenares de kilómetros

de El Cabo, Emery disfrutaba de la paz del

momento, ajeno a las impaciencias que

atacaban habitualmente al intrépido cazador.

-Cálmate, Mokum -decía el

astrónomo-. No hay nada que te divierta

cuando no estás cazando, pero ya falta poco

para que lleguen los que esperamos.

-Señor Emery -respondió el cazador

en un perfecto inglés-, hace ya ocho días que

estamos aquí y aún no sabemos nada de

ellos. Ningún hombre de mi tribu ha

permanecido nunca ocho días en el mismo

lugar y comienzo a impacientarme.

-Querido amigo, venir desde

Inglaterra no es fácil, de modo que bien

podemos concederles un retraso de ocho

días.

Los viajeros que estaban esperando

debían emprender un viaje de exploración por

el África austral. Emery y Mokum habían

recibido la orden de prepararlo todo y

aguardar la llegada del coronel Everest en las

cascadas de Morgheda, hecho que

cumplimentaban en ese momento.

Mokum apretó fuertemente el cañón

de su rifle, en un gesto que le era

característico. Portaba un Manton de

excelente factura, con bala cónica, que le

permitía abatir un antílope a una distancia de

ochocientos metros. A diferencia de sus

compañeros bushmen, prefería las armas

europeas al carcaj y las flechas envenenadas.

-¿Está usted seguro de que la cita es

aquí, en las cascadas de Morgheda, a finales

de enero? -preguntó Mokum con

desconfianza.

-Desde luego -respondió el astrónomo.

Mas, como el cazador no pareciera

quedar muy satisfecho con esta afirmación,

Emery le mostró la carta que le había enviado

el señor Airy, director del observatorio de

Greenwich.

Mokum dio vueltas y más vueltas al

papel, hasta que al final se lo tendió a Emery

con la petición de que se lo leyera.

El joven sabio, dotado de una

paciencia a prueba de las impaciencias de su

amigo y compañero, relató una vez más la

historia que ya le había repetido unas veinte

veces en el curso de los últimos tiempos.

En los días finales del año de 1853,

William Emery había recibido una carta que le

notificaba la próxima llegada del coronel

Everest y de una misión científica internacional

que se disponía a recorrer el África

austral. La carta del señor Airy no

mencionaba la razón y los objetivos de la

citada expedición, pero Emery era un hombre

educado y jamás hacía preguntas a sus

superiores.

Así pues, cumpliendo las indicaciones,

Emery había dispuesto en Lattakou, una de

las estaciones más septentrionales de

Hotentocia, los carromatos, víveres, armas y,

en resumen, todo lo necesario para el

abastecimiento

de una caravana nómada. Emery entregó el

mando de esta caravana a Mokum, pues

tenía fama de buen cazador y estaba

acostumbrado a tratar con extranjeros. No en

vano había formado parte de las expediciones

de Anderson y Livingstone, dos de los más

intrépidos descubridores de las excelencias

del continente africano.

Las cascadas de Morgheda eran, por

tanto, el lugar elegido para la llegada de los

últimos viajeros: los integrantes de la

comisión científica. La fragata Augusta, de la

Marina británica, trasladaría a los científicos

hasta las cataratas.

Emery y Mokum hicieron el viaje en un

medio más modesto, pero más práctico para

aquellos parajes. Habían utilizado un

carromato, pues debían retornar en él, con

los viajeros y sus equipajes, a Lattakou.

Cuando William Emery terminó de

repetir este estribillo, que ya conocía casi de

memoria, a su amigo Mokum, ambos se

acercaron a la orilla de un precipicio situado

sobre las cataratas. Observaron atentamente

el curso del río, pero no había nada nuevo

sobre sus aguas. Ni el menor objeto alteraba

el curso del río.

Es de advertir que el mes de enero

corresponde al de julio en las regiones

boreales, por lo que el sol caía casi

perpendicular sobre la zona indicada,

alcanzando casi los cuarenta grados de

temperatura a la sombra. La brisa del Oeste

moderaba un poco aquel calor, permitiendo

que un occidental como Emery pudiera

soportarlo a duras penas.

Ningún ave animaba la soledad de

aquellas horas calurosas, y los cuadrúpedos

se refugiaban en el verde de los matorrales

sin atreverse a salir de aquel frescor pasajero.

Sólo el estruendo de la catarata y las

voces de los dos hombres llenaban el aire de

ruido.

-¿Y si sus amigos no vienen? -

preguntó Mokum.

-Vendrán. Son hombres de palabra,

pero hay que tener en cuenta que dijeron que

llegarían a finales de este mes, y sólo

estamos a 27.

-Y si llega final de mes y no vienen,

¿qué haremos? -insistió el el cazador.

-Entonces pondremos a prueba

nuestra paciencia y les esperaremos hasta

que lo considere conveniente.

-¡Por todos los dioses! ¡Si hemos de

confiar en su paciencia, nos quedaremos aquí

hasta que el Orange pierda sus aguas!

-No será necesario -respondió Emery

con su calma habitual-. Es preciso que la

razón domine siempre nuestros actos, y la

razón me dice que es probable que el coronel

Everest y sus amigos hayan encontrado

dificultades en su viaje. Dificultades que,

lógicamente, pueden retrasar su llegada.

Además, si alguna desgracia les ocurriese, la

responsabilidad caería justamente sobre

nosotros. No, amigo mío, es preciso

esperarles. El carromato nos ofrece un abrigo

seguro durante la noche, disponemos de las

suficientes provisiones y la Naturaleza es tan

hermosa en este lugar que merece la pena

admirarla.

-Si usted lo dice...

Emery observó la expresión de

aburrimiento que se advertía en el rostro del

bushman y procuró alentarle.

-En cuanto a ti -le dijo-, ¿qué más

puedes desear? La caza es abundante y no te

retiene ninguna obligación. De manera que

puedes dedicarte a tirar contra los gamos y

los búfalos mientras yo espero la llegada de

los viajeros.

El cazador comprendió que las

palabras del astrónomo contenían una

invitación y resolvió, por tanto, irse por

algunas horas a dar una batida por los

alrededores.

Mokum silbó a su perro Top, una

especie de can hiena del desierto de Kalahari,

y ambos se internaron en la maleza de un

bosque, cuya extensión coronaba el fondo de

la catarata.

William Emery se tendió al pie de un

sauce y se entregó a sus reflexiones.

¿Cuál era el objeto de la expedición

que habían de emprender en cuanto llegaran

los viajeros? ¿Qué problema científico

pretendían resolver en los desiertos del África

austral? ¿Por qué razón se había dirigido a él

el señor Airy?

Cierto es que Emery se había

convertido en pocos años en un sabio

familiarizado con el clima de las latitudes

australes, adquiriendo conocimientos al

respecto que podían ser de gran utilidad para

sus colegas del Reino Unido próximos a

llegar, pero aquello no explicaba

suficientemente el interés del señor Airy en

su persona.

Estas preguntas y respuestas

circulaban por la cabeza del joven astrónomo.

El calor y la languidez consiguieron vencer su

resistencia, y muy pronto se quedó dormido.

Cuando despertó, el sol se había

escondido ya tras las colinas occidentales,

que dibujaban su perfil pintoresco en el

horizonte inflamado. La hora de la cena se

aproximaba y era preciso retornar el

carromato, que se encontraba en lo hondo

del valle.

En aquel instante preciso una

detonación resonó entre un matojo de

arbustos, y el cazador y su perro asomaron

por la linde del bosquecillo. Mokum traía el

cadáver de

un animal recién abatido.

-¿Es esa nuestra cena? -le preguntó

alegremente el astrónomo.

Por toda respuesta, Mokum echó al

suelo el animal, cuyos cuernos se retorcían

en forma de lira. Se trataba de un antílope,

más comúnmente conocido con el nombre de

chivo saltador, que se encuentra

frecuentemente en las regiones del África

austral. Su carne es excelente y sirvió para

llenar el estómago de los hambrientos expedicionarios.

Los dos hombres cargaron, pues, la

caza en medio de un palo colocado

transversalmente sobre sus espaldas,

abandonaron las cimas de la catarata y media

hora más tarde llegaron a su campamento,

situado en una estrecha garganta del valle.

Allí les esperaba el cargamento,

guardado por dos conductores de raza

bochjesmana, y la apetitosa cena.

​CAPÍTULO II

Los tres días siguientes al 27 de

enero, Mokum y Emery no abandonaron el

lugar de la cita. El bushman, dando rienda

suelta a sus instintos de cazador, perseguía a

los animales por aquella región llena de

bosques, en tanto que el astrónomo vigilaba

el curso del río.

Hombre acostumbrado a pasar largas

horas frente a los libros y los cuadernos,

encerrado en la soledad y la oscuridad de los

pequeños laboratorios, o bien con los ojos

pegados a su telescopio, Emery saboreaba

ahora la existencia al aire libre. Apenas

notaba la molestia de la larga espera,

fortificando su espíritu fatigado por los

estudios matemáticos.

Llegó al fin el 31 de enero, último día

fijado por la carta del señor Airy. Si los

expedicionarios no aparecían en esa fecha, el

joven William se vería forzado a tomar una

determinación, cosa que le disgustaba

enormemente. No podían marcharse sin ellos,

pero tampoco podían esperarles

indefinidamente.

-¿Por qué no vamos a su encuentro? -

propuso Mokum-. Si vienen por el río, tarde o

temprano daremos con ellos.

-Es una buena idea. Haremos un

reconocimiento en la parte baja de las

cascadas, pero ¿conoces bien esta parte del

Orange?

-Sí, señor. Lo he remontado dos veces

desde el cabo Voltas hasta su unión con el

Hart en el Transvaal.

-¿Y su curso es navegable en todo su

trayecto?

-A excepción de estas cascadas de

Morgheda, el río es navegable en toda su

extensión, aunque al final de la estación seca

casi no lleva agua, hasta unos ocho kilómetros

antes de su desembocadura. Allí se

forma una barrera contra la que se estrella

violentamente la marejada del Oeste.

-En ese caso, seguiré tu consejo.

El cazador se colgó su arma al

hombro, silbó a su perro y comenzó a

descender, siguiendo el curso del río, por su

margen izquierda. Emery le seguía en

silencio.

El camino ofrecía muchas dificultades,

debido a que los ribazos de la orilla, erizados

de maleza, desaparecían bajo un lecho de

plantas diversas. Las guirnaldas se cruzaban

de un árbol a otro, tendiendo una red vegetal

ante el paso de los viajeros y obligando a

Mokum a hacer uso constante de su cuchillo.

Dos horas después, ambos

expedicionarios habían recorrido apenas seis

kilómetros. La brisa soplaba entonces en

Poniente, permitiéndoles escuchar los ruidos

que se producían corriente abajo, pues el

viento ahogaba el murmullo de la catarata.

El Orange, en ese punto, se

prolongaba en línea recta por espacio de

cinco kilómetros: El lecho estaba profundamente encajonado por un doble farallón gredoso, cuya altura superaba los sesenta

metros.

-Detengámonos un momento a

descansar -propuso Emery-. Mis piernas no

son tan fuertes como las tuyas y resisten mal

los caminos intrincados como éste. Desde

aquí podremos observar unos cinco

kilómetros de río.

El astrónomo se tendió, pues, sobre la

hierba, mientras Mokum y su perro seguían

dando paseos por la orilla, en espera de los

viajeros.

Hacía escasamente media hora que el

bushman y su compañero se encontraban en

aquellos lugares, cuando William Emery vio

que el cazador, apostado a un centenar de

pasos de donde el joven se encontraba, daba

muestras de una atención extraordinaria.

Abandonando su lecho de musgo, el

astrónomo se dirigió hacia el punto donde se

había detenido su amigo y le dijo:

-¿Has visto algo, Mokum?

-No, señor, no veo nada, pero estoy

acostumbrado a percibir todos los sonidos de

estos lugares y me parece escuchar un raro

zumbido.

-¿Un zumbido?

-Sí, señor. Parece provenir del curso

inferior del río.

Tras decir esto, Mokum aplicó su oreja

sobre la tierra y escuchó con suma atención

durante algunos minutos. Finalmente se puso

en pie, meneó la cabeza y exclamó:

-Debo de haberme equivocado. Puede

que sólo fuera el ruido de la brisa al pasar

entre las hojas de los árboles. No obstante,

parece como si...

El cazador volvió a prestar atención,

pero no podía asegurar nada con precisión. Al

ver su desazón, Emery le dijo:

-Serámejor que bajes hasta el nivel

del río. Si el ruido está producido por una

embarcación, allí lo escucharás mejor, pues

el agua propaga los sonidos con mayor

nitidez que el aire.

-Tiene usted razón.

Mokum descendió por el ribazo

escarpadísimo, ayudándose con las matas de

hierbajos que por allí crecían. Después Se

metió en las aguas hasta que éstas le cubrieron

hasta las rodillas, aplicó su oreja a la

superficie del río y exclamó:

-¡Se oye! ¡Es verdad! Es un golpe

continuo y monótono, que se produce en el

interior de la corriente, algunos kilómetros río

abajo.

El cazador regresó entonces junto a

Emery y ambos permanecieron alerta,

dispuestos a esperar nuevos acontecimientos.

Transcurrió una hora interminable, al

cabo de la cual Mokum gritó:

-¡Una humareda!

Emery dirigió su vista hacia el lugar

que apuntaba el cazador y al fin logró

distinguir claramente una chimenea, que

vomitaba un gran torrente de humo negro

mezclado con vapores blancos.

La tripulación avivaba seguramente

los fuegos, con el fin de aumentar la

velocidad y poder hallarse en el lugar de la

cita en el último día que se había convenido,

porque en aquellos momentos el barco se

encontraba a unos trece kilómetros de las

cataratas de Morgheda.

Era entonces mediodía. Como aquella

zona no era muy a propósito para el

desembarco, el astrónomo resolvió regresar

al punto de partida, aunque ello les supusiera

dar marcha atrás.

Al llegar de nuevo a la inmensa

cascada, eligieron un remanso formado por el

río a unos cuatrocientos metros de distancia

del torrente de agua, una pequeña ensenada

natural en la que el vapor podría fácilmente

recalar, pues el agua era profunda hasta en

la misma orilla.

Divisaron un instante la popa de la

embarcación, donde ondeaba la bandera

británica, mas pronto quedó el vapor cubierto

por las copas de los inmensos árboles que se

inclinaban por encima de las aguas. Tan sólo

se escuchaban los agudos silbidos de la

máquina, los cuales no cesaban ni un

segundo. La tripulación trataba de señalar así

su presencia en los alrededores de Morgheda.

Era un llamamiento.

Mokum respondió disparando su

carabina, y la detonación fue repetida con

estruendo por los ecos del río.

Cuando embarcación y viajeros de a

pie estuvieron frente a frente, Emery hizo un

ademán. El buque, obedeciendo las

indicaciones, fue a colocarse suavemente

cerca de la orilla. Se arrojó una amarra y el

Bushman se apresuró a tomarla, sujetándola

a un sauce tronchado.

Un hombre de elevada estatura se

dejó caer en el ribazo con ligereza y avanzó

hacia Emery, al mismo tiempo que sus

compañeros comenzaban también a desem-

barcar.

William Emery avanzó a su vez hacia

el desconocido y exclamó:

-¿El coronel Everest?

-¿El señor William Emery? -preguntó

el aludido.

El astrónomo y su colega del

observatorio de Cambridge se saludaron

estrechándose la mano.

Los otros viajeros habían llegado ya

junto a ellos, y el coronel les dirigió estas

palabras:

-Señores, permítanme que les

presente al honorable William Emery, del observatorio de El Cabo, quien ha tenido la amabilidad de acudir hasta aquí para buscarnos. Cuatro pasajeros saludaron sucesivamente al astrónomo, que

correspondió a sus saludos afectuosamente.

Después, el coronel les presentó oficialmente,

con la característica flema de los británicos,

diciendo:

-Señor Emery: Sir John Murray, de

Devonshire, compatriota suyo; el señor

Mathieu Strux, del observatorio de Pulkowa,

el señor Nicolás Palander, del observatorio de

Helsingfors, y el señor Michel Zorn, del

observatorio de Kiew. Estos tres señores son

eminentes sabios rusos que representan al

Gobierno del zar en nuestra Comisión

Internacional.

Hechas las presentaciones, Emery se puso a disposición de los recién llegados. Debido a su posición en el observatorio de El Cabo, el joven astrónomo se encontraba jerárquicamente subordinado al coronel Everest, delegado del Gobierno inglés, quien compartía con Mathieu Strux la presidencia de la comisión científica.

Emery conocía de oídas al sabio

británico, pues sus estudios sobre las

reducciones de nebulosas y cálculos sobre las

ocultaciones de las estrellas le habían hecho

extraordinariamente célebre.

Tendría el coronel Everest unos

cincuenta años, y se caracterizaba por ser un

hombre frío y metódico. Su existencia estaba

determinada matemáticamente, hora por

hora, y nada era imprevisto para él. Se podía

decir, sin exagerar, que todas sus acciones

estaban reglamentadas por el cronómetro.

Sir John Murray también venía

precedido por la fama. Era un sabio

adinerado que honraba a Inglaterra con sus