Cali: territorio literario - Varios autores - E-Book

Cali: territorio literario E-Book

Varios autores

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Desde la antigüedad, la ciudad ha sido representada por sus artistas y escritores con el propósito de reconstruirla para la retina del ojo. No basta con habitar la ciudad real, con sus bloques de hormigón que se levantan verticalmente y su enjambre de automóviles corriendo sobre sus avenidas. El ser humano necesita representarla con su imaginación para así poder conservarla en el centro de la memoria. A partir de Homero y Virgilio, quienes cantaron las guerras, el poder, los amores y sinsabores de Troya, Ítaca y Roma, la urbe ha sido el epicentro donde se han gestado las leyendas de la humanidad. Grandes metrópolis como Nueva York, México, Madrid o Buenos Aires han sido descritas por sus autores como John Don Pasos, Carlos Fuentes, Benito Pérez Galdós y Jorge Luis Borges, dejando una huella imborrable en la memoria. París no podría comprenderse sin la pluma magistral de Marcel Proust, ni Barcelona sin Eduardo Mendoza, ni Lima sin la poesía Blanca Varela, ni Buenos Aires sin Silvina y Victoria Ocampo. Santiago de Cali, una ciudad enclavada en el Pacífico colombiano, no podía ser ajena a la posibilidad de convertirse en la ciudad imaginada, en la ciudad soñada

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Martínez, Fabio

Cali: territorio literario / Fabio Martínez. editor. -- Segunda

Edición. --

Cali : Programa Editorial Universidad del Valle, 2021.

364 páginas ; 24 cm. -- (Colección: Artes y Humanidades - Narrativa y Poesía)

1. Literatura colombiana - 2. Narrativa colombiana - 3. Poesía colombiana - 4. Territorio literario - 5. Cali (Valle del Cauca) - 6. Colecciones

C860.44 cd 22 ed.

M385

2ed.

Universidad del Valle - Biblioteca Mario Carvajal

Universidad del Valle-Programa EditorialGrupo Editorial Sial Pigmalión. S. L.

Título: Cali: territorio literario

Editor: Fabio Martínez

ISBN: 978-628-7500-36-5

ISBN PDF: 978-628-7500-38-9

ISBN EPUB: 978-628-7500-37-2

DOI: 10.25100/PEU. 7500365

Colección: Artes y Humanidades-Narrativa y Poesía

Primera edición

Rector de la Universidad del Valle: Édgar Varela Barrios

Vicerrector de Investigaciones: Héctor Cadavid Ramírez

Director del Programa Editorial: Fracisco Ramírez Potes

© Universidad del Valle

© Grupo Editorial Sial Pigmalión. S. L.

© Fabio Martínez

Diseño y diagramación: Hugo H. Ordóñez Nievas

Fotografía de carátula: Miguel Galeano

Corrección de estilo: Lina Marcela Isaza López

_______

Este libro, o parte de él, no puede ser reproducido por ningún medio sin autorización escrita de las editoriales.

El contenido de esta obra corresponde al derecho de expresión del autor y no compromete el pensamiento institucional de la Universidad del Valle ni de Sial-Pigmalión, ni genera responsabilidad frente a terceros.

Cali, Colombia, octubre de 2021

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

ÍNDICE

PRESENTACIÓN

PRÓLOGO

NARRATIVA

JULIÁN CHANG

BREVE BIOGRAFÍA DE LA BRISA

MARÍA PILAR CAVERO MONTORI

CALI O EL PODER DE LA PALABRA

MARCO TULIO AGUILERA GARRAMUÑO

NOSTALGIA DEL PARAÍSO

JOTAMARIO ARBELÁEZ

LA EXPLOSIÓN DE CALI

RAFAEL QUINTERO

CALI, LUZ DE UN NUEVO CIELO

NERY SANTOS GÓMEZ

EL MÁS DULCE E INOLVIDABLE CALEÑO

HERNÁN TORO

IGNACIO ESCOBAR SE INTOXICA DE SALSA

GUSTAVO ÁLVAREZ GARDEAZÁBAL

CALI DE JOSÉ PARDO LLADA

FABIO MARTÍNEZ

LA JOVEN

ADRIANA VILLAMIZAR CEBALLOS

DONDE ALONSO

GLORIA NISTAL

TRES DÍAS EN CALI

MARÍA BIRD PICÓ

¡AY MAMITA LINDA DIME POR QUÉ!

JUAN SEBASTIÁN ROJAS

SICARIO CON ALAS

MEDARDO ARIAS SATIZÁBAL

HABITANTE DEL SUR PROFUNDO

JAIME GALARZA SANCLEMENTE

EL FLACO GALINDO

ÉDGAR ARENAS

RETRATO DE SANTIAGO DE CALI

ÁNGELA TELLO GONZÁLEZ

VENTANAS A OTROS MUNDOS

YAÍR ANDRÉ CUENÚ MOSQUERA

LOS PENDIENTES DE MI SACROSANTA MADRE

IDA VALENCIA ORTIZ

AL DESTAPAR EL FRASCO BAJO UN ÁRBOL DE POMARROSA

ÓSCAR PERDOMO GAMBOA

CIUDAD DE POBRES CORAZONES

AMPARO ROMERO VÁSQUEZ

CADA QUIEN PAGA SU CAFÉ

JOSÉ LUIS LÓPEZ AMIGO

ELIANA

OMAIRA

ELIANA

ÓSCAR HERNÁN CORREA

CALI, CIUDAD INSÓLITA

BEATRIZ LIBREROS

LA RISA DE HELENA

HERNANDO MOTATO

LA CAJA DE COLORES

JENNY VALENCIA ALZATE

LA NOCHE EN QUE MECOBÉA FRANK LEBRÓN

JOSÉ IGNACIO IZQUIERDO RUIZ

LOS HOMBRES NO SE ACABAN

HAROLD PARDEY BECERRA

UN BORONDOPOR LA CENTENARIA MEMORIA DEL OBRERO

ADRIANA SOLANO

EN LA CIMA DE LA SULTANA

JESÚS HERRERO

LA PRÓXIMA MANEJO YO

LEONARDO MEDINA PATIÑO

CALI, CAPITAL DEL ARTE Y LA CULTURA

ALEJANDRA LERMA

CARTA PARA QUE SIENTAS EL CALOR DE ESTA CIUDAD

POESÍA

JULIÁN MALATESTA

PROEMIO

ELVIRA ALEJANDRA QUINTERO

A NOSOTROS

PARQUE DE LA ALAMEDA

LA LOMA DE LAS COMETAS

MITIN EN LA PLAZA DE SAN FRANCISCO

ANÍBAL ARIAS

ETERNIDAD

SIEMPRE

HOLA SOLEDAD

MONUMENTAL

BENDITA MEMORIA

ORIETTA LOZANO

NATURALEZA

PAISAJE

COMO UN CANTO RODADO

A ESTA HORA EXACTAMENTE

ÓMAR ORTIZ FORERO

LA CALLE DE LA ASTROMELIA

LA CALLE DE LOS VIEJOS

LA CALLE AZUL

LA CALLE DEL JINETE

LA CALLE DEL MUERTO

GERARDO RIVERA

LOS AUSENTES, LOS DORMIDOS

EL SAGRADO OLOR DE LOS PINOS

FERNANDO CRUZ KRONFLY

LA TIERRA

CENAN MARIPOSAS

A PESAR DE ESTAR FRESCA

APARENTAN LOS ABANDONADOS

JORGE ELIÉCER ORDÓÑEZ

PORTADA AL MAR

MI CIUDAD

FUENTE TORTUGAS

GUATINES DEL LILI

CLARA SCHOENBORN

LA SUCURSAL DEL CIELO

ALEJANDRO ALZATE MÉNDEZ

S.O.S.

CARLOS JIMÉNEZ MORENO

LAS CUARENTA

EL CAUCA

EN SAN NICOLÁS

JAVIER TAFUR GONZÁLEZ

ACHIRA SILVESTRE

JULIA SIMONA GUERRERO

CALI A LA DERIVA

SONIDO DE LLUVIA

ANTONIO ZIBARA

ARMANDO BARONA MESA

LA SALSA EN MI CAMINO

EL TAMAL CALEÑO

CALI, CALI, CALI

GILBERTO CERÓN

TU TIEMPO RESUCITA DE MI MANO

MARTHA CECILIA ORTIZ

LA CIUDAD

KALI

EL GUARDIÁN

SONIA SOLARTE

LOS BURDELES DE LA MUERTE

REFORESTACIÓN

EL RIGOR DEL ABANDONO

ÁLEX FLÓREZ SIERRA

YO SOY SANTIAGO DE CALI (CANCIÓN)

PRESENTACIÓN

Desde la antigüedad, la ciudad ha sido representada por sus artistas y escritores con el propósito de reconstruirla para la retina del ojo. No basta con habitar la ciudad real, con sus bloques de hormigón que se levantan verticalmente y su enjambre de automóviles corriendo sobre sus avenidas. El ser humano necesita representarla con su imaginación para así poder conservarla en el centro de la memoria.

A partir de Homero y Virgilio, quienes cantaron las guerras, el poder, los amores y sinsabores de Troya, Ítaca y Roma, la urbe ha sido el epicentro donde se han gestado las leyendas de la humanidad.

Grandes metrópolis como Nueva York, México, Madrid o Buenos Aires han sido descritas por sus autores como John Don Pasos, Carlos Fuentes, Benito Pérez Galdós y Jorge Luis Borges, dejando una huella imborrable en la memoria.

París no podría comprenderse sin la pluma magistral de Marcel Proust, ni Barcelona sin Eduardo Mendoza, ni Lima sin la poesía Blanca Varela, ni Buenos Aires sin Silvina y Victoria Ocampo.

Santiago de Cali, una ciudad enclavada en el Pacífico colombiano, no podía ser ajena a la posibilidad de convertirse en la ciudad imaginada, en la ciudad soñada.

Cali fue cuna del primer romántico de América, don Jorge Isaacs, quien irrumpió en el mundo hispanoamericano del siglo XIX con su novela María. Este fue el primer homenaje literario que tuvo la ciudad.

En el siglo XX los artistas Fernell Franco, Ever Astudillo, Sylvia Patiño, Mónica Herrán y Hernando Rojas Rentería “Chalo”, hicieron, por su parte, un importante registro fotográfico y pictórico sobre la ciudad.

En los años setenta, Andrés Caicedo le rindió un homenaje literario con su novela Qué viva la música.

En el libro Cali. Territorio Literario, el lector acucioso podrá ver la imagen múltiple y calidoscópica de la ciudad habitada, con sus calles, sus barrios, su arboleda, y sus historias deslumbrantes.

Con el volumen Cali: territorio literario, donde participan cincuenta escritores, el Grupo Editorial Sial Pigmalión de España y el Programa Editorial de la Universidad del Valle imprime continuidad a una colección de publicaciones que recorrerán algunos de los parajes más sugerentes de la geografía y literatura iberoamericana; un viaje en el tiempo y en el espacio del que dan cuenta reputados creadores, que nos ofrecen un punto de vista diferente al recogido en meros cuadernos o guías de viajes. Un ejercicio de creación compartida, con el único afán de literaturizar la historia, de personificar mitos y de recrear la imagen mercantilizada de estas poblaciones que deben preservarse como algo más que un exótico o bello destino turístico.

FABIO MARTÍNEZUniversidad del ValleProfesor titularEscritor colombiano

PRÓLOGO

CALI, SU HISTORIA Y SUS MENTALIDADES

La aldea patriarcal

En el siglo XIX, Cali era una pequeña aldea que no alcanzó los 20.000 pobladores. Ubicada en una región de extensas haciendas, esclavistas hasta la mitad del siglo y con formas de servidumbre, peonería, aparcería y tierras en alquiler luego, la región se encontraba aislada de las grandes corrientes comerciales del mundo, con una exigua e inestable participación en la economía agro-exportadora del país. Sólo contaba con un precario, peligroso y costoso camino al puerto de Buenaventura, que obstaculizaba el comercio con el exterior. Los caminos que conectaban los pequeños poblados de la región se convertían en pantanos intransitables en invierno, dificultando los intercambios entre los pequeños mercados locales, pero, además, la comunicación con el centro político de la República era difícil y su recorrido requería mucho tiempo.

La actividad agropecuaria era la más importante y se localizaba en el espacio rural. Por lo tanto, no es de extrañar que el crecimiento poblacional de Cali fuera más lento que el de la región.

La vida cotidiana estaba regida por las creencias y la moralidad religiosa. Los ritos y los sacramentos se cumplían con profunda convicción. En la madrugada, desde los campanarios como el de la torre Mudéjar, se llamaba a la misa que era seguida con devoción. Desde el púlpito se imprecaba contra las “malas costumbres” y se llamaba a defender la iglesia de los “enemigos de la religión” en alusión a las Sociedades Democráticas y a los radicales. En la familia se inculcaba la religión, la obediencia y el riguroso respeto a los sacerdotes, los padres y las autoridades locales.

Fue poco lo que la República logró cambiar de la vida cotidiana colonial. Si bien, en algunos momentos se reivindicó formalmente la igualdad y los derechos de los ciudadanos, las relaciones de servidumbre y de sujeción personal con las cuales funcionaba la sociedad, impidieron que fueran reales. Las relaciones contractuales propias del ideario liberal solo marginalmente existieron en el ámbito del trabajo, es decir, entre las élites propietarias y las clases subalternas relacionadas en el campo laboral.

En la aldea se vivía el parsimonioso tiempo de la tradición, aunque sacudida en ciertos momentos: la guerra de independencia, el conflicto suscitado por la liberación de los esclavos, las luchas por la recuperación de las tierras ejidales apropiadas por los terratenientes, las rebeliones contra las reformas laicas de los gobiernos radicales que irrumpieron en las batallas de los Chancos con repercusiones en Cali (1876), la revuelta de los perreristas desatada por las clases subalternas contra las arbitrariedades de los terratenientes y de las élites locales, el levantamiento de los radicales contra Rafael Núñez que tuvo manifestaciones violentas como las batallas de Sonso, Vijes y Cali (1885).

En esta aldea patriarcal y provinciana, con comportamientos regidos por la severa moral católica y el temor al pecado, con una clase subalterna que vivía bajo la sujeción personal y el tradicional respeto a la élite, no era posible esperar mucha alegría. Además, el estado de ánimo de los hacendados se desplomó ante la amenaza de perder las últimas reservas de esclavos que les quedaban y que perdieron definitivamente en 1851; pero también cuando al clero y a los hacendados muy afectos a la Iglesia les tocó, en 1861, padecer la desamortización de los bienes eclesiásticos. En las élites tampoco había muchos motivos de alegría.

La impresión que sobre Cali se formó, por ésta misma época el Conde de Gabriac en su viaje por estas tierras, la recordó y expresó posteriormente Demetrio García Vásquez: “Cali —apuntó el Conde en sus notas—, es una pequeña ciudad muy gentil, un poco triste y melancólica”, agregando que “sus habitantes son tristes y sombríos”.

Sin embargo, se estaban gestando, lenta y difícilmente, fuerzas económicas y sociales que posibilitarían el cambio. En las últimas décadas del siglo XIX comenzó a superarse la prolongada recesión económica que había padecido la región caucana desde los finales del siglo XVIII, ocasionada principalmente por la “descomposición del esclavismo” en el Pacífico, las guerras de independencias y la liberación definitiva de los esclavos en la mitad del siglo XIX.

Esta reactivación económica de la segunda mitad del siglo XIX se puede asociar a la extensión de la “colonización antioqueña”, al Quindío con sus demandas de ganado, azúcares, aguardiente y algunos productos agrícolas que incentivaron la producción y el mejoramiento de las haciendas vallecaucanas. En este proceso mercantil se formaron grupos de comerciantes paisas y caucanos. Durante el auge de la exportación tabacalera que promovió el cultivo en Palmira (1871-1875), y las coyunturas exportadoras de quina y añil, se formaron sociedades que compraban o alquilaban tierras o asociaban terratenientes para el cultivo, la comercialización y la exportación de estos productos agrícolas. Pero, además, se crearon empresarios y sociedades dedicados a la importación y venta en la región de manufacturas importadas que se expendían en importantes almacenes. Los gustos y los patrones de consumo empezaron a cambiar especialmente en las élites.

El flujo de café de exportación que inicialmente se movilizaba desde la zona cafetera por el río Magdalena hacia Barranquilla se reorientó por la vía fluvial del río Cauca, y luego la vía férrea a Buenaventura; hacía escala o se almacenaba en Cali para continuar al puerto. Esta actividad cafetera impulsó la inmigración y la actividad económica en la ciudad. Proliferaron los negocios, las trilladoras, las casas exportadoras del grano, las importaciones y los almacenes que expendían productos extranjeros, los cafés, las cantinas, las agencias de seguros, los talleres, las ventas, giros sobre el exterior y descuento de letras, el número de entidades bancarias, los centros de diversión y la prostitución.

A este inicial impulso modernizador se asociaron incipientes cambios en la “manera de ser” de los caleños, no sin contradicciones; las élites locales miraron ya con optimismo el futuro y se comprometieron desde sus actividades privadas o desde la administración de la ciudad, con la modernización de los servicios públicos requerida por la dinámica económica y social.

En los comienzos del siglo XX se fueron manifestando cambios en los modos de pensar, sentir y comportarse en la vida cotidiana de la sociedad caleña. Si bien, los incipientes cambios en las costumbres y comportamientos suscitaron discrepancias entre quienes adherían al pasado y quienes reivindicaban lo nuevo, hay que señalar que fue importante la hibridación entre lo moderno que quería irrumpir y el pasado que se negaba a desaparecer. Aspectos tradicionales se articulaban con la modernización, en una contemporaneidad contradictoria. Para hacerse presente en la vida económica y social de Cali, lo moderno tuvo que cargar con elementos del pasado, pero la ciudad comenzó a cambiar. Ya la vieja impresión que el Conde de Gabriac tuvo de Cali dejaba de corresponder a los tiempos que comenzaban.

EMPRESARIADO Y DIRIGENCIA POLÍTICA LOCAL

Modernización y moralidad

Los nuevos tiempos que se insinuaban en las obras de progreso inauguradas en 1910 y en los festejos del Centenario de la Independencia fueron intuidos por la Iglesia. En el marco de estas celebraciones el presbítero Uladislao González en el discurso que pronunció en la Plaza de Caicedo advertía: “Sepamos en este día de libertad cual es la libertad bien entendida; sepamos como la libertad viene de Dios, del Cielo, de Cristo”: La libertad laica exaltada en el ideario de la Revolución Francesa se despoja de su carácter secular y se le da un sentido teológico.

La industrialización que se había iniciado en la segunda década del siglo XX se debilitó considerablemente durante la crisis de 1930, pero se recuperó aceleradamente. Se crearon empresas extranjeras y nacionales en el área de Cali-Yumbo, intensivas en capital, de mayor complejidad tecnológica y tamaño de planta.

El proceso agro-industrial del decenio 1940, centrado principalmente en el área Cali-Yumbo como núcleo dinámico de una región sin crecimiento económico, y el numeroso flujo de inmigrantes en busca de mejores condiciones de vida y de refugio de la violencia partidista que azotaba los campos, le plantearon a Cali una compleja problemática: insuficiencia de energía y servicios públicos, expansión de la ciudad con barrios de invasión tugurial, condiciones insuficientes para la reproducción de la fuerza laboral (vivienda, educación, salud), y la necesidad de formar profesionales capacitados para destrabar el desarrollo capitalista. Fue en este contexto cuando don Tulio Ramírez —ex rector del Instituto “Antonio José Camacho” e importante personalidad en el campo educativo— planteó la idea de fundar la Universidad del Valle y comprometió a intelectuales, políticos y dirigentes regionales en la realización de esta obra.

En este contexto social de la década de los años veinte, Mr. Thomas Fagan, caballero de la banca y extranjero residenciado en Cali, promovió y logró crear el “Club Campestre” (1930). En este año el Club Colombia salió de la Plaza de Caicedo y estableció su moderna sede en el nuevo barrio Granada, en tanto que el Club Campestre se fundó fuera de la ciudad en la Hacienda San Joaquín, al lado del río Meléndez. Parece que la élite no quería que su vida social fuera perturbada por la agitación promovida por su vida comercial en la Plaza de Caicedo.

Pasada la crisis económica (1930-1931) se recupera la actividad productiva, se crean nuevas empresas, crece la población asalariada, se amplía la clase media alta y profesional vinculada a la reactivación. Entonces, inicialmente se crea el Club San Fernando en 1938 que, en su comienzo, como lo expresó el doctor Buenaventura Lalinde, “no era nada. Sólo una piscina rodeada de alambres de púas con empanadas bailables los domingos en la tarde”. Con los aportes de los socios de las clases medias altas, se modernizó y en la década de los años cincuenta logró un auge importante y se animaron las fiestas decembrinas con orquestas de reconocida aceptación.

Para esta misma época, crecieron la clase obrera y las clases medias de bajos ingresos que constituyeron la clientela de un nuevo club, el “Club Popular” (1947) cercano al Club San Fernando y al Estadio Pascual Guerrero.

Nuevos gustos, nueva música, nuevas formas de bailar, nuevos modelos de sociabilidad fueron vividos por las clases populares que se expresaron en los nuevos clubes y bailaderos como el Séptimo Cielo, Bavaria y Costeñita.

Las clases excluidas ahora creaban sus propios espacios de recreación.

SENSIBILIDADES Y LÚDICA

El tranvía (1910) y el tren (1915) ampliaron el habitual espacio de vida de los caleños. A Puerto Mallarino, situado sobre las aguas del río Cauca, se hacía un viaje en media hora. La Cumbre era un fresco lugar donde algunos miembros de la élite local pasaban los fines de semana en sus casas campestres. La energía eléctrica (1910) amplió el día y permitió que las primeras horas de la noche iluminada fueran disfrutadas en reuniones sociales en el parque, las casas o el club, o en actividades lúdicas externas al hogar.

Los nuevos espacios incorporados a la vida de los caleños y el nuevo tiempo que la noche le cede al día resultaron tentadores para los jóvenes varones (y también para algunos padres).

La llegada del automóvil y el gramófono irá completando el cambio en la vida de la ciudad. El primer automóvil que llegó a Cali fue un “Reo” importado por Alfonso Vallejo de propiedad del ciudadano alemán Ernesto Seyfardh (1913) y fueron llegando nuevos autos, además de las motos “Horex” importadas por el almacén de Federico Burckhardt que también vendía los gramófonos extranjeros. Estos nuevos consumos de la élite van a traer efectos no deseados: el 4 de noviembre de 1914 tuvo que reglamentar el funcionamiento de los autos pues, “por desgracia es un hecho evidente que no pocos jóvenes y personas de notoriedad recurren al automóvil en las noches para asociarse en él a mujeres perdidas acompañadas, algunas veces de menores de edad, y se dedican a correr por la población, especialmente en la parte baja cantando canciones torpes, abusando del licor, escandalizando y perturbando a los vecinos que no pueden dormir, mientras tales señores andan entregados a prácticas de desenfreno”. El decreto del alcalde determinó que todo automóvil debería ser numerado, y su número registrado y colocado en un lugar visible del auto.

A partir de 1915, cuando Cali se convierte en centro de recepción, almacenamiento y envío del café de exportación hacia Buenaventura, crecen los negocios, el número de almacenes, la inmigración, los hoteles, los bares, las cantinas y la prostitución. El progreso tiene sus efectos no deseados, pero que particularmente escandalizan e indignan a las mentalidades tradicionales. En ese momento el poder patriarcal en la familia no colapsa, pero se empiezan a manifestar tensiones en el hogar. Lo que estaba sucediendo, al calor de la modernización, era la emergencia de nuevos valores y sensibilidades controladas o reprimidas por la familia patriarcal, la Iglesia, la escuela y las autoridades del poder local. Pero a la vez, se estaba gestando un conflicto de clases: en la década de los años veinte la “cúpula” dominante que integraba los intereses de la gran propiedad territorial, el comercio y ahora la industria naciente, logra un enorme auge económico, mientras las clases subalternas, populares y asalariadas padecen una difícil situación de pobreza en los barrios San Nicolás, Obrero y Santander. Esta situación alimentó los fuertes conflictos sociales que sucedieron en el decenio de 1920.

Lo que el oído oye, lo que el ojo ve y el movimiento que el cuerpo hace, son obras de la cultura y mutan con el cambio cultural. De una cultura a otra las percepciones son distintas. En la música (lo que el oído oye) y en el baile (el movimiento corporal) se reconoce al caleño en la actualidad.

En la colonia se pueden identificar dos culturas básicas: la cultura de la élite blanca, basada en la familia patriarcal, de estricta moral cristiana, con niños formados bajo la autoritaria e incuestionable autoridad paterna. De otra parte, la cultura negra, sin patriarcado, sin autoritarismo, más animista que cristiana, con niños formados en ambientes más libres, con aversión a toda forma de dominación de sus vidas. En diferentes momentos las sensibilidades y las formas lúdicas de éstas dos culturas se han repelido, han chocado o se han combinado.

A lo largo del proceso de mestizaje y mulataje, las relaciones de cercanía entre los blancos pobres y los negros han dado lugar a culturas mulatas.

Casi no se encuentran referencias sobre la música negra y mulata en Cali en las tres primeras décadas del siglo XX, lo mismo ocurre con sus bailes y su lúdica. Pero se sabe que los negros que vivían en barrios de blancos y mestizos pobres tenían “chirimías”, hacían sus jolgorios y bailaban. Los caleños tuvieron que esperar a los tiempos del “Petronio Álvarez” para que la música negra y del Pacífico saliera a la luz en la ciudad. En cambio, se tienen referencias sobre “la música de los blancos”.

Los comienzos del siglo XX eran la época del vals, la danza, el pasillo, la marcha y la romanza, interpretada por conjuntos de cuerdas, orquestas y bandas.

En 1900 existía en Cali una orquesta integrada por Hernando Sinisterra (piano), Enrique Umaña y Adolfo Borrero (violines), Manuel Idrobo (contrabajo), Alfonso Borrero Sinisterra (flauta) y el “patón” Soto (batería). Esta orquesta tocó en las celebraciones del Centenario de la Independencia (1910).

A medida que avanzaba la modernización en Cali, aumentaban los viajes a Bogotá y las élites enviaban con más frecuencia sus hijos a estudiar al exterior, y sobre todo con la llegada del gramófono, se fueron introduciendo ritmos más alegres y movidos: chotis, polka, fox-trot, one-step, charleston, pero también, música latinoamericana (tangos, canciones mexicanas, zambas chilenas) y española (pasodobles).

En 1907 se presentó en el Teatro Borrero la “Compañía de Zarzuela Española Reyna”, con la zarzuela “El puñao de rosas” con letra de Carlos Armiches y Ramón Asensio y música del maestro Chapí, con la obertura del vals “El puñao de rosas” del compositor caleño Jerónimo Velasco.

Después de la misa dominical en la Iglesia de San Pedro, en el kiosco del Parque de Caicedo se presentaba la Banda del Batallón Pichincha No. 8, dirigida por Alberto Rodríguez, con pasillos, marchas, bambucos, fox-trots. Las fiestas en los clubes amenizados por orquestas, los espectáculos musicales en el Teatro Borrero, las retretas en el Parque de Caicedo, las fiestas familiares autorizadas por los padres hasta las doce de la noche, con conjuntos musicales o gramófonos, ritmos más alegres y rápidos. No sólo muestran cambios en el estado de ánimo de la ciudad, sino cambios en la sensibilidad musical, en los movimientos corporales y en el acercamiento amoroso.

En la década de 1920, las prósperas familias de la “alta sociedad” lograron un mayor confort, gustos más refinados y consumos ostentosos. La brecha social se amplió al tamaño de la distancia entre el elegante barrio Granada al “otro lado del río Cali” y el barrio Benjamín Herrera al “otro lado” de la línea férrea.

En esta década las élites disfrutaron de los “carnavales” con desfiles de carrozas y “reinas” de las familias ricas, cabalgatas y bailes exclusivos en el Club Colombia y en el Salón Moderno, mientras las gentes del pueblo, desde el exterior de las festividades, miraban ese ajeno espectáculo.

En esa misma década, la próspera cúpula de la sociedad caleña ya podía vivir como quería. Con abundante dinero, nuevas sensibilidades, gustos y comportamientos, buscan salir del tedio de la aldea. Es cuando Joaquín Cayzedo Méndez y Gustavo Gómez, atentos a las tendencias y demandas de los nuevos tiempos, construyen el centro de recreaciones Luna Park entre las faldas del Cerro de las Tres Cruces y el río Cali; disponía de un lago artificial con canoas para remar, carrusel con caballitos mecánicos, “rueda de Chicago”, bar, sala de baile y restaurante.

Muy cerca del Granada, lindando con el río Cali, los aficionados al tenis, incluyendo muchos extranjeros, fundaron el Club Angloamericano (1928).

En los decenios 1930 y 1940, las voces operáticas de Tito Guizar, José Mojica, Alfonso Ortiz Tirado y Juan Arvizu, con sus canciones románticas, tuvieron una importante recepción no sólo en las clases ricas, sino también las populares. La radiodifusión iniciada en Cali, en esas décadas, emitía boleros y música caribeña de gran aceptación (Trío Matamoros, Sexteto Habana, La Riverside, Celina y Reutilio, Cuarteto de Pedro Flórez). En la década siguiente, las emisoras y los bailaderos recogieron esa alegre y ágil sensibilidad musical de negros y mulatos, y la activaron con la música de Cuba y Puerto Rico, especialmente con la Sonora Matancera, hasta lograr una amplia acogida en los sectores populares.

Entre los años 1930 y 1950 las masas populares salieron a los espacios públicos, a las manifestaciones y a la protesta obrera (parques de San Nicolás y Cayzedo), a pesar de la represión característica de la época.

La población popular ocupó bailaderos con música caribeña, boleros y canciones latinoamericanas; llenó el estadio Pascual Guerrero desde los años del llamado “El Dorado” futbolístico (1948-1950) en los partidos de América, Cali y Boca Junior; y llenó las plazas públicas en manifestaciones políticas y protestas obreras. Se trató, pues, de un período de des-domesticación y prácticas de masas.

ÉDGAR VÁSQUEZ BENÍTEZUniversidad del ValleProfesor distinguido

NARRATIVA

JULIÁNCHANG

Es caleño, filósofo de la Universidad de Los Andes. Tiene una maestría en Administración de empresas de la Universidad del Valle. Trabajó en medios escritos, revistas, en donde fue redactor y editor. Cumple un papel de gestor cultural con un grupo llamado “Cazadores de Libros”, que se puede ubicar en Facebook, dedicado a incentivar la lectura. Debutó en la literatura en el 2016, con la novela Cuando suena la brisa. Actualmente está culminando la escritura de su segunda novela.

BREVE BIOGRAFÍA DE LA BRISA

“¡Quién fuera luna, quién fuera brisa,quién fuera sol!”

GUSTAVO ADOLFO BÉCQUER

En toda tarde, por mucho que el sol se haya encumbrado con el ardor propio de lo esplendoroso, un resquicio por donde la brisa se cuela, siempre se abre, así sea tan fugaz como un parpadeo. Las montañas de la cordillera occidental retienen los vientos húmedos que provienen el Pacífico, transmutándolos en un céfiro que se adelgaza para silbar, acentuando la sensación de que el mar aparecerá en cualquier esquina, en medio del cemento. Así nace la brisa caleña. Los sonidos del litoral eligieron en este breve y acogedor susurro del viento, el elemento no musical que perpetúa la armonía y el ritmo, la cadencia. Murmullo de vendaval. Su sonido semeja instrumentos de viento milenarios, cuya partitura de interpretación no tiene comienzo ni final: sólo notas musicales que soplan. Manglares salitrosos que resuenan en ecos se desvanecen en frescores de aire.

Como la lluvia, la brisa nace y muere de manera simultánea, desafiando la noción convencional del tiempo. Por eso trazar una biografía de la brisa, es una tentativa de apresar el infinito en un instante. De tomar entre las manos lo efímero para palpar la nada. La caleña suele traer buenas nuevas, como queriendo atenuar tiempos difíciles. Hay zonas de la ciudad en donde ésta llega de manera más plena. En el norte, puede arrancar desde Menga, La Flora, Prados del Norte, hasta alcanzar Granada, encontrando un corredor en la avenida sexta; acompasando el caminar de hombres y mujeres que parecen deslizarse con el ritmo que marcan las palmeras. En el Bulevar del Río o en la Plazoleta Jairo Varela llega como una ráfaga refrescante. En sus inmediaciones, en el oeste, la brisa cobra un vigor que lo da su cercanía con las montañas: Santa Teresita, Cristales y El Peñón, son destinatarios de sus coqueteos, sobre todo en las tardes. En el oriente también visita sin citas concertadas de antemano. En la medida en que se adentra en el sur, trasmuta la mayoría de veces en nostalgias de viento. A veces sorprende para despeinar chiminangos y acariciar rostros en los balcones. Cuando el tiempo parece quieto, casi muerto, hace uso de un bosque de guaduales para cascabelear y decir que siempre ha estado allí. Es la brisa que parece desprenderse de las montañas de Los Farallones. Cercando los siete ríos y los sesenta y un humedales, ella trae mensajes cifrados que la misma ventisca se encarga de llevar hacia el misterio.

Desde los albores de la ciudad, ha estado presente como testigo y notaria de los acontecimientos determinantes. La sintieron sus primeros habitantes. Los calimas, lilíes y pances vivieron bajo el rigor del sol y el favor de la brisa. Levantando las tres cruces en el cerro, primero de guadua y luego en concreto reforzado, la brisa dio una señal favorable para que persistieran en la misión, mientras Buziraco esperaba atento al desenlace. Estuvo presente en la madrugada infausta de 1956, cuando siete camiones rompieron con el sueño y la vida de miles de personas que despertaron pensando que alguna pesadilla se coló hasta la vigilia. Nadie pareció percatarse de que las ventanas azotadas en la tarde y noche previas a la tragedia eran sus gritos desesperados; no se interpretó como un augurio aciago cuando arrasó con tantas banderas que se asomaron para la celebración nacional. Porque en Cali la brisa tiene atributos proféticos; así nadie, ni ella misma, entienda cuáles son los acontecimientos que anuncia.

También posee un agudo sentido de la oportunidad. Les dio la bienvenida a las delegaciones de deportistas, saludó al público en las graderías, coqueteó con la belleza, sin importar bajo qué semblante y cuerpo se revelaban, aquel 30 de julio de 1971, en la inauguración de los VI Juegos Panamericanos. Intuyó que aquellos eran los pasos decididos del villorrio que la acogía, para convertirse en ciudad. Más personas se beneficiarían con sus dones, más rincones debían ser copados por su gracia, en un lugar que sigue buscando maneras de crecer. Debía redoblar esfuerzos para aminorar los designios de Buziraco.

A veces la brisa caleña incursiona en las mañanas soleadas. Son los remanentes del viento que prefirió guardar su ímpetu para ocasiones más propicias. Suele escaparse también en las noches, para declarar que los crepúsculos no tienen propiedad total sobre ella. Bailarines que posterior al fragor de los cuerpos, reciben su visita en la intemperie de alguna madrugada, como un beso que premia la persistencia de la danza. Ningún punto de la ciudad, ni el clima alborotado en alguna de sus variantes, está vedado a sus regalos que llegan para recordar que lo imprevisto está al alcance de cualquier instante. En las calles de San Nicolás y el Barrio Obrero, deslizándose por la Loma de la Cruz, golpeando los brazos extendidos del Cristo Rey, subiendo o bajando la Colina de San Antonio, ella aparece y desaparece, se desvanece para volver a nacer.

Un papel que la brisa cumple con, más que dignidad, complacencia, es la de hacer las veces de banda sonora: le gusta aunar su murmullo al del río, para en las tardes crear un sonido al alimón, una música a dos voces que hace detener a los transeúntes a escuchar la sinfonía que se enriquece con el graznido de los pájaros, el croar de las ranas y el canto de las chicharras. A ella le gusta visitar el zoológico, pasar por La Tertulia, saludar los comensales de empanadas en El Obelisco, ser testigo del amor felino entre El Gato del Río y sus novias. A veces su voz no se escucha, pero permite el espacio suficiente para que los ruidos del entorno resuenen en sus proporciones justas. Los cánticos de las barras y el sonido de las cornetas llegan a los distintos puntos del Pascual Guerrero con el acompañamiento de la brisa vespertina, diseminando sus dones por todo San Fernando. Pocas cosas tan caleñas como una tarde de brisa intermitente en el Parque del Perro.

A pesar de las calles del centro, que se entrecruzan arracimadas, esto no es impedimento: la brisa siempre se da sus mañas para estrellarse contra los andenes atestados de gente y comercio.

En agosto tiene dos tareas; una más mundana, que implica alzarse con más fuerza, llegando a la categoría de viento, para que las cometas se eleven hasta el firmamento caleño, y otra que disfruta porque resalta la sutilidad de su naturaleza: acariciar las hojas coloridas de guayacanes y gualandayes. La brisa gusta de la belleza. No tiene ojos ni oídos, pero parece tener un corazón de azúcar, tal vez por la cercanía de los trapiches: la brisa caleña endulza. Su llegada en cualquier momento dulcifica la situación más dura. Es un acicate de la vida para creer que un cambio de dirección es posible, para esperar a que el destino nos dé una mano en cualquier momento.

Es íntima de los pájaros. A veces cuando el bichofué canta, ella baila. De hecho, baila mucho con ellos, con todos los pájaros, danza con su vuelo y con el silencio que a veces ellos prefieren disfrutar bajo la sombra de un árbol de mangos, de un samán o una ceiba. Se rumora, en el lenguaje de lo sutil, que la brisa caleña algo tiene que ver con la diversidad de aves que pueblan estos parajes. El gallito de roca, las palomas de la Plaza de Cayzedo y el sirirí agradecen sus bondades, su sonrisa de aire que se le suma a las virtudes del trópico. Ellos agradecen que sus cantos se enriquezcan con su compañía. Aprecian también los diferentes sonidos que aquella produce sin su concurso. Porque la brisa puede transformarse a través de mil aristas sonoras; suena fuerte, áspera, liviana o incisiva, dependiendo no sólo de la potencia con que infunda su aliento, sino, de si es un cedro, ficus o pino, el que acoge su caricia. O si es una puerta, pancarta o valla la que acompasa su fuerza.

La brisa en Cali es vida y muerte conjugadas en el instante. Es el rocío del viento que a veces se recoge. La brisa caleña es una espiración de Dios, que a veces se cansa de tanto retener. Él también requiere descansar en la eternidad de su omnipresencia. A veces, ella prefiere no ser tan obvia. Siembra sus semillas por doquier en el terreno fértil de la vida, para que aquellas germinen sin dejar pistas sobre su origen. El tumba’o de una mulata al caminar, las destrezas rítmicas de un pequeño son la constatación de que en Cali la brisa se convierte en música y en imágenes. Ella es silencio y descarga. Tiene la habilidad de cambiar el curso de los pensamientos sin el preámbulo innecesario de la razón. Eximia intérprete del arte de lo efímero… Sopla en este instante. La noche en este lugar nunca es tan oscura, porque en cualquier momento sonará la brisa.

MARÍA PILARCAVERO MONTORI

Catedrática española, historiadora, formadora de profesores, escritora y poeta. Ha publicado los poemarios: Brisas y briznas. Biografía sentimental, 1960-2012 (2013), Pétalos de plata (2013) Premio Escriduende al libro de poemas más sugerente (Feria del Libro de Madrid, 2013), Policromía (2014), Se nos fue con sus rosas (2016) y Miradas (2017). Además, las novelas testimoniales: Orosia (2015) y Romeo (2019) Premio Internacional Sial Pigmalión de Narrativa 2019 y Premio al mejor libro de biografías y memorias (Feria del Libro de Madrid 2019). Ha esparcido cuentos, narraciones breves y poemas por antologías, revistas y periódicos. También artículos y ensayos sobre educación, cultura y arte. Algunos de sus poemas han sido traducidos al alemán.

CALI O EL PODER DE LA PALABRA

Hace un año, en un mundo que el Covid 19 nos ha roto, preparaba mi primer viaje a Cali. Iba a ir con mi obra, y el grupo editorial Sial Pigmalión, a su Feria Internacional del Libro que se celebraría del 10 al 20 de octubre. Viajaría sola y llegaría de noche. Este hecho me producía algún recelo y cierto regusto aventurero.

La palabra Cali estaba envuelta para mí en capas de variados e incluso contrapuestos significados: calidez, belleza, negritud, mestizaje, esmeraldas, salsa, cocaína, secuestros, contrastes, naturaleza exuberante, mitos, literatura… También Universidad del Valle. Un amigo, geólogo e investigador del CSIC, me había hablado con afecto y admiración de ella. Acudía con frecuencia desde Madrid a variadas actividades científicas y académicas. Le pregunté sobre la ciudad, había regresado hacía tres meses de su último viaje:

—No te preocupes —me dijo— ahora está tranquila. El Cartel de Cali, el de los hermanos Rodríguez Orejuela, el que acabó con Pedro Escobar y llegó a dominar la distribución mundial de la cocaína, ya no existe, y la criminalidad ha disminuido, o al menos no es tan visible.

Cali es una ciudad atractiva y llena de contrastes. Me gusta su vitalidad, la vegetación que le rebrota por todas partes y la amabilidad de su gente. Tiene buen clima, pero llévate un paraguas, suele llover al atardecer. Por cierto, la llaman La sucursal del cielo.

Para elegir mi ropa, comprobé algunos datos geográficos: 3º 26’ 24’’ latitud norte, en el valle del Cauca, zona andina a unos 1000 metros de altitud. “Bien —me dije— clima ecuatorial, suavizado por una altura que mi asma puede soportar”. Además, tiene un apelativo sugerente, La sultana del valle.

Una semana antes de mi partida, me acerqué a la editorial para ultimar algunos detalles. Mientras esperaba, observé varios libros. Me llamó la atención, por la belleza de su cubierta, uno de ellos. Bajo los ojos entornados de la hermosa y delicada muchacha que la presidía, aparecía su título: María. Su autor era Jorge Isaacs. El prólogo y la edición revisada, de Fabio Martínez, escritor, académico y catedrático de la Universidad del Valle. Ambos, caleños. Fabio era además nuestro mentor en las actividades a realizar en la Feria.

—Preciosa esta María le comenté a Basilio cuando me recibió—. Leí la novela hace muchos años. Me emocionó el amor entre ella y su primo Efraín y lloré con su muerte, tan jovencita…

—Sí, ha quedado muy bien. Había que esmerarse. Desde su primera edición, en 1867, en la imprenta José Benito Gaitán de Bogotá, hasta ésta de mi editorial, que yo sepa, ha habido veinticinco. Es una de las obras románticas más importantes de Hispanoamérica y germen de la futura novela colombiana. En ella se suman los tres elementos fundamentales de la literatura y de la vida: el amor, la muerte y la naturaleza. “El cielo, los horizontes, las pampas y las cumbres del Cauca, hacen enmudecer a quien los contempla”. Podrás disfrutar de este paisaje, que Isaacs nos describe, cuando vayamos de Cali a Buenaventura, a presentar nuestras obras a la Universidad del Valle de esta ciudad.

—¿Vamos a llegar al Pacífico? ¡Qué ilusión! No quería morirme sin contemplarlo.

Mi viaje hasta Buenaventura, la ciudad, y el encuentro con el gran océano me impactaron. Fue una experiencia que me marcó, que llevo clavada, y que algún día tendré que contar. La fecha de mi vuelo se acercaba y yo me preparaba mentalmente para la aventura. Sebastián de Belalcázar había bautizado a la ciudad con el nombre de uno de sus siete ríos, el Cali. ¿Pero por qué? ¿Y cuál era el origen de ese término? En mi cerebro bailaban sus homónimos, antiguos y variados, y las raíces de los mismos. Decidí seguirlos, de oriente a occidente, del Indostán a las Indias.

En sánscrito, lengua indoeuropea de la India, Cali es el femenino de Kalam, negro. El color de la gran diosa madre que lleva su nombre, Cali. Una de las más importantes del panteón hinduista. También se denomina así, aunque se escribe con vocales breves, a un demonio con cara de perro y grandes garras, y al lado perdedor del dado, donde está el uno.

La voz cali aparece en la India en el segundo milenio antes de Cristo. Designa a una de las siete lenguas del dios védico del fuego, Agni. Con el tiempo, y mezclados los mitos, designará a la citada gran diosa negra, Cali. Una divinidad bipolar, destructora y benéfica a la vez. De carácter salvaje e irrefrenable, sólo su esposo Shiva es capaz de calmarla. Lo hace mediante el tandava, una danza silvestre y bravía —¿se parecerá a la salsa? ¿o a la cumbia sonidera?—. Unas veces se representa a la pareja bailando juntos, otras, ella danza sobre el cuerpo caído de su marido.

La imagen de la diosa encierra múltiples significados. Se la representa como a una mujer morena, desnuda, hermosa, voluptuosa, y de amplias y redondeadas caderas. Tiene cuatro brazos, los cuatro puntos cardinales, los cuatro centros de energía del cuerpo, una larga lengua, símbolo de la sensualidad; tres ojos, que indican su poder absoluto sobre el tiempo y sobre el sol, la luna y el relámpago. Lleva una espada para cortar las dudas y una cabeza seccionada, para la ruptura del ego y de las fuerzas restrictivas. Un collar con cincuenta cabezas pende de su cuello, son las cincuenta letras del sánscrito y sus cincuenta sonidos.

Camino de occidente, la diosa se transmuta y se mezcla con mitos cristianos, y encontramos junto al Mediterráneo a otra Cali. Es la Majará Cali de los gitanos, también llamada Santa Sara Cali, cuyos restos se encuentran en la cripta, que visité hace muchos años, de la iglesia de Saintes Maries de la Mer, en la Camarga francesa. Según la leyenda, era una esclava negra que llegó a esa villa acompañando a las Santas Mujeres, las tres Marías evangélicas, y que quizás era hija de Jesucristo y María Magdalena. Esta Virgen Morena —en caló, la lengua gitana, majarí significa virgen y calí mujer— es la patrona de los gitanos. Su festividad se celebra en mayo y concentra en este lugar a gitanos de todo el mundo, que el día 24 la llevan en procesión hasta el mar. La iglesia católica ha admitido su culto y en Torrent, un pueblo de Valencia, se venera su imagen coronada. La Majarí Calí es una Virgen Morena con el Niño en sus brazos. Las gitanas le imploran fertilidad y felicidad, y en su honor lucen pañuelos en la cabeza. No podemos olvidar el atribuido origen gitano de la zona india del Punjab.

En griego, lengua también indoeuropea, Cali (femenino de kalós) significa bella, noble, hermosa —con el mismo significado, pero como prefijo ha pasado al castellano—. Muchas ciudades griegas recibieron este calificativo, Calípolis, ciudad bella. En Caria, Tracia, el Helesponto, Sicilia, Apulia, Misia… Platón, en La República, también denomina Calípolis a su ciudad ideal, donde hombres y mujeres son iguales, porque gozan de las mismas condiciones para ejercer sus funciones.

Roma, que tiene alguna Calípolis, llamará Caledonia a la zona de Escocia no conquistada por ella y dará el mismo nombre a otra diosa negra. Una reina oscura que gobernaba un paraíso de mujeres, donde los hombres no tienen cabida, son simples sementales que tras cumplir su función son eliminados. Es el mito de las amazonas que los españoles llevarán a América. Este mito, que se asociará al de El Dorado, se vinculará inicialmente a unas tierras situadas junto al Pacífico, en el sudoeste de los actuales Estados Unidos, a la que los españoles llamaron California.

Este término aparece denominando a un territorio en el verso 209 de la Chanson de Roland:

“contra mí se levantaron los sajones…/

y los de África y los de California/”

En Las sergas de Esplandián —el hijo de Amadís—, novela escrita por Garci Rodríguez de Montalvo, editada en Sevilla en 1510, se menciona una isla fantástica con este nombre y gobernada por la reina Calafia:

“Sabed, que a la diestra mano de las Indias existe una isla llamada California, muy cerca de un costado del Paraíso Terrenal, y estaba poblada por mujeres negras, sin que existiera allí un hombre, pues vivían a la manera de las amazonas. Eran de bellos y robustos cuerpos, fogoso valor y gran fuerza… Sus armas eran todas de oro y del mismo metal eran los arneses… porque en toda la isla no había más metal que el oro”.

Hernán Cortés en una carta de relación, de 15 de octubre de 1524, da a conocer a Carlos V la existencia de “una isla poblada de mujeres, sin varón alguno… que es muy rica en perlas y oro”.