Contiendas de género: Discursos teológicos, cotidianos y literarios - Varios autores - E-Book

Contiendas de género: Discursos teológicos, cotidianos y literarios E-Book

Varios autores

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A menudo se dice que las "querellas sobre la mujer" comenzaron en Francia en 1402 con la crítica que Christine de Pisan le dirigió a Jean de Meun por su poema misógino "Romance de la rosa", pero en nuestro continente podríamos decir que las contiendas sobre género comenzaron en el siglo XVI, cuando varias culturas originarias se enfrentaron con el desprecio europeo hacia las mujeres. Por su parte, los europeos tendían a trasladar ese desprecio misógino a las culturas nativas que tuvieran a las mujeres en alta estima. Conquistadores como Pedro Cieza de León y eclesiásticos como Fernando López de Gómara dieron testimonio de la voz y mando de las mujeres en ciertas comunidades precolombinas de lo que hoy es Perú y Ecuador, y por ello consideraron débiles y afeminados a sus hombres (Alvarado, 2018). En Colombia y Venezuela, entre los wayuu, las mujeres tenían un papel económico y una autoridad para la resolución de conflictos que no alcanzaban las españolas (Wayuunaiki, 2017). En lo que es hoy los Estados Unidos, los primeros inmigrantes de Europa se sorprendieron al ver que las mujeres indígenas estaban a cargo de la producción agrícola y gozaban de autoridad tanto espiritual como política, desde las comunidades Narrangasett y Lenape de las zonas boscosas occidentales de los Estados Unidos (Axtell, 1981), hasta los Hopi, de lo que es hoy Arizona (Schlegel, 1984), pasando por los iroqueses del norte de Nueva York y sur de Canadá (Morgan, 1851; Mead, 1978). Entre los iroqueses, como en los ayllus de Perú, el Consejo de Matronas o de Gobernadoras designaba al hombre que desempeñaba el puesto de jefe o cacique (Prieto de Zegarra, 1980, p. 68), y podía también destituirlo (Morgan, 1851).

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Ortiz, María Mercedes

Contiendas de género: Discursos teológicos, cotidianos y literarios / María Mercedes Ortiz, Carmiña Navia, Gabriela Castellanos, Clara Eugenia Ronderos, Elvira Sánchez Blake.

Cali : Programa Editorial Universidad del Valle, 2021.

208 páginas ; 24 cm-- (Colección: Artes y Humanidades)

1. Discursos - 2. Discursos teológicos - 3. Género - 4. Etnicidad - 5. Generolectos - 6. Feminidades y masculinidades - 7. Feminismo en la literatura

C864.6 cd 22 ed.

O77

Universidad del Valle - Biblioteca Mario Carvajal

Universidad del Valle

Programa Editorial

Título:Contiendas de género: Discursos teológicos, cotidianos y literarios

Autoras:María Mercedes Ortiz, Carmiña Navia, Gabriela Castellanos, Clara Eugenia Ronderos, Elvira Sánchez-Blake

ISBN: 978-628-7500-84-6

ISBN-PDF: 978-628-7500-86-0

ISBN-EPUB: 978-628-7500-85-3

DOI: 10.25100/PEU.7500846

Colección: Artes y Humanidades-Estudios Literarios

Primera edición

Rector de la Universidad del Valle: Édgar Varela Barrios

Vicerrector de Investigaciones: Héctor Cadavid Ramírez

Director del Programa Editorial: Francisco Ramírez Potes

© Universidad del Valle

© Autoras

Diseño de carátula y diagramación: Sara Isabel Solarte Espinosa

Corrección de estilo: Juan Carlos García

_______

Este libro, o parte de él, no puede ser reproducido por ningún medio sin autorización escrita de la Universidad del Valle.

El contenido de esta obra corresponde al derecho de expresión del autor y no compromete el pensamiento institucional de la Universidad del Valle, ni genera responsabilidad frente a terceros. Las autoras son responsables del respeto a los derechos de autor y del material contenido en la publicación, razón por la cual la Universidad no puede asumir ninguna responsabilidad en caso de omisiones o errores.

Cali, Colombia, octubre de 2021

Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions

CONTENIDO

Introducción

Gabriela Castellanos Llanos

CAPÍTULO 1En los confines del desierto: Etnicidad, género y nación en representaciones literarias sobre La Guajira y los wayuu

María Mercedes Ortiz Rodríguez

CAPÍTULO 2Tejiendo y soñando diferente. Teología feminista en América Latina

Carmiña Navia Velasco

CAPÍTULO 3Ser varón hoy en Cali: los generolectos femeninos y masculinos en tres hombres de estrato seis de la ciudad

Gabriela Castellanos Llanos

CAPÍTULO 4“Pensamiento y vida”: Sujeto femenino privado y público en los poemas de Agripina Montes del Valle

Clara Eugenia Ronderos

CAPÍTULO 5El feminicidio en la literatura: Lo abyecto en Los divinos, de Laura Restrepo

Elvira Sánchez-Blake

Notas al pie

Sobre las autoras

INTRODUCCIÓN

Gabriela Castellanos Llanos

“Fue la gente de la costa y llanos, a quien llamaban yungas, gente muy débil; en la mayor parte de la costa gobernaban y mandaban mujeres a quienes llamaban las Tallaponas y en otras partes llamaban Capullanas. Estas eran muy respetadas, aunque había Curacas de mucho respeto. Ellos acudían a las chacras y a otros oficios que se ofrecía, porque lo de más ordinario se remitía a las Capullanas o Tallaponas; … y estas Capullanas eran mujeres de los Curacas que eran las mandonas”.

Relación de los Quipucamayos, 1542(Como se citó en Alvarado, 2018, p. 4)

A menudo se dice que las “querellas sobre la mujer” comenzaron en Francia en 1402 con la crítica que Christine de Pisan le dirigió a Jean de Meun por su poema misógino “Romance de la rosa”, pero en nuestro continente podríamos decir que las contiendas sobre género comenzaron en el siglo XVI, cuando varias culturas originarias se enfrentaron con el desprecio europeo hacia las mujeres. Por su parte, los europeos tendían a trasladar ese desprecio misógino a las culturas nativas que tuvieran a las mujeres en alta estima.

Conquistadores como Pedro Cieza de León y eclesiásticos como Fernando López de Gómara dieron testimonio de la voz y mando de las mujeres en ciertas comunidades precolombinas de lo que hoy es Perú y Ecuador, y por ello consideraron débiles y afeminados a sus hombres (Alvarado, 2018). En Colombia y Venezuela, entre los wayuu, las mujeres tenían un papel económico y una autoridad para la resolución de conflictos que no alcanzaban las españolas (Wayuunaiki, 2017). En lo que es hoy los Estados Unidos, los primeros inmigrantes de Europa se sorprendieron al ver que las mujeres indígenas estaban a cargo de la producción agrícola y gozaban de autoridad tanto espiritual como política, desde las comunidades Narrangasett y Lenape de las zonas boscosas occidentales de los Estados Unidos (Axtell, 1981), hasta los Hopi, de lo que es hoy Arizona (Schlegel, 1984), pasando por los iroqueses del norte de Nueva York y sur de Canadá (Morgan, 1851; Mead, 1978). Entre los iroqueses, como en los ayllus de Perú, el Consejo de Matronas o de Gobernadoras designaba al hombre que desempeñaba el puesto de jefe o cacique (Prieto de Zegarra, 1980, p. 68), y podía también destituirlo (Morgan, 1851).

El choque cultural entre europeos y americanos en estas contiendas de género está claramente plasmado en el discurso de Good Peter, jefe iroqués, ante el gobernador Clinton de New York, durante las negociaciones por la tierra en 1789:

¡Hermano! Nuestros antepasados consideraban como una ofensa grave rechazar los consejos de las mujeres, sobre todo de nuestras gobernadoras. A las mujeres se las estimaba como amas y señoras de la tierra. ¿Quiénes, decían nuestros primeros padres, nos dan el ser? ¿Quiénes cultivan nuestras tierras, prenden nuestros fuegos, y hierven nuestros calderos, sino las mujeres? Ellas suplican que la veneración de nuestros antepasados por las mujeres no se desconozca y que no se las desprecie: el Gran Espíritu las hizo. Las gobernadoras piden que se les permita hablar con la libertad que tienen nuestras mujeres y que los espíritus de nuestros antepasados ven con agrado. Le ruegan al Gran Jefe que ponga de manifiesto toda su fuerza para preservar la paz. Pues ellas son la vida de la nación. (Briffault, 1931, p. 195)

Como puede verse, los blancos no solo engañaban y robaban a los iroqueses, sino que se negaban a permitir que las mujeres intervinieran en las negociaciones y en los tratados, lo que para los iroqueses era una grave transgresión. No es difícil imaginar que también lo sería para los jefes de los ayllus peruanos. Pero el despojo de los territorios vino acompañado de la destrucción total o parcial de las culturas autóctonas, y con ella la gradual pérdida de poder y estatus de las mujeres. Engels (2006) nos habló de la “derrota histórica” de la mujer, debida a lo que él concibió como el inicio de las sociedades de clases durante la evolución originaria de la familia, pero en la conquista y colonización de las comunidades americanas donde las mujeres precolombinas gozaban de cierta libertad, poder y prestigio, esta derrota se dio en medio del genocidio cultural.

No podemos dudar que en medio de la violencia colonial hubo mujeres de todas las clases, culturas y estirpes que siguieron batallando por sus derechos, aunque poco sepamos de ello. Ni siquiera la participación femenina en las luchas por la independencia logró cambiar la subordinación de las mujeres en la era republicana, aunque muchas empuñaron la pluma en medio del desdén de los varones. Habría que esperar hasta las primeras décadas del siglo XX para que la lucha por el sufragio condujera a la conquista de las primeras reivindicaciones; y hasta las últimas décadas de ese siglo para que “la segunda ola” feminista continuara la contienda en campos como la reproducción, la sexualidad y la vida cotidiana, además de la educación, la política y la economía.

Este libro da cuenta de contiendas femeninas en muchos campos ideológicos y académicos, así como de las reacciones y posturas de algunos hombres frente a las luchas feministas. Los campos van desde el discurso teológico hasta el literario, pasando por los discursos de la cotidianidad masculina.

En primer lugar, nos encontramos con el trabajo de María Mercedes Ortiz Rodríguez, “En los confines del desierto: etnicidad, género y nación en representaciones literarias de la Guajira y los wayuu”. En él se examinan los discursos sobre La Guajira y los wayuu en distintas obras literarias, analizando las intersecciones entre raza, género, etnicidad, nación, discursos hegemónicos y contrahegemónicos. En su realización se acudió a análisis interdisciplinarios en los que se combinó antropología, historia y crítica literaria. La investigación se enmarca también en los estudios culturales, que exigen un análisis situado de las obras en el cual se escudriñen los contextos culturales, históricos, sociales y políticos en las que son producidas y que las han influido. Las obras seleccionadas fueron Un asilo en La Goajira, novela escrita en 1879, de Priscila Herrera de Núñez —considerada la primera novela sobre La Guajira en Colombia—, Sobre la misma tierra (1943) del escritor y expresidente de Venezuela Rómulo Gallegos, y el relato “Esa horrible costumbre de alejarme de ti” (1992) de la escritora wayuu Vicenta María Siosi, esta última con la particularidad de ser una obra de la literatura wayuu contemporánea. En las tres obras las mujeres indígenas, específicamente wayuu, juegan un rol importante o protagónico; a través de ellas el autor y las dos autoras vehiculan sus ideas sobre el rol que este grupo étnico y sus mujeres —habitantes de una región considerada frontera en el discurso hegemónico— desempeñan o deben desempeñar en los proyectos de nación.

A continuación se presenta el artículo de Carmiña Navia Velasco, “Tejiendo y soñando diferente. Teología feminista en América Latina”. Este texto da cuenta de la palabra teológica de las mujeres en nuestro continente, una palabra que avanza a pesar del prejuicio y del desconocimiento por parte de los teólogos varones, en particular de los de la llamada Teología de la Liberación. Centrado en la segunda mitad del siglo XX y primeras décadas del XXI, en este capítulo la autora recoge ampliamente la producción teológica femenina a lo largo de más o menos 40 años, en diferentes partes del subcontinente. Después de rescatar algún antecedente, concretamente el pensamiento de Juana de Asbaje (Sor Juana Inés de la Cruz) en el México colonial y algunos avances en las primeras décadas del siglo XX, y de analizar lo investigado y hallado, se recogen y se lanzan los retos al futuro que tendría que abordar y profundizar la teología feminista en Latinoamérica y el Caribe; esto, a partir de lo esbozado por algunos encuentros y autoras y a partir del desarrollo mismo realizado en las últimas décadas.

El trabajo de Gabriela Castellanos Llanos, “Ser varón hoy en Cali: los generolectos femeninos y masculinos en tres hombres de estrato seis en la ciudad”, se centra en el análisis de las entrevistas a profundidad a tres hombres de edades entre los 41 y los 70 años. El artículo comienza por distinguir entre conceptos como sexo, género, orientación sexual, expresión o estilos de género, para desembocar en la definición de los generolectos como esa parte de la expresión de género que se centra en los discursos. Como dialectos discursivos de género, los generolectos nos remiten a las diferencias de estilo entre el discurso femenino y el masculino, culturalmente concebidos, es decir, a la caracterización cultural de qué tipos de expresiones y actitudes se consideran femeninos o masculinos en un contexto sociocultural específico. En la ideología de estos tres hombres sobre los géneros vemos posiciones diversas ante los cambios en las relaciones de género, y en cuanto a la polifonía, se advierte el influjo de una pluralidad de discursos, y la influencia de las diferencias generacionales. Alberto y Luis, los dos mayores, dan obvias muestras del influjo de las posturas ideológicas más tradicionalistas sobre la mujer. Sin embargo, a lo largo de las entrevistas quedó clara la influencia en estos tres sujetos de las posiciones feministas que han circulado en su entorno, ya que todos se refieren explícitamente a varias de estas posturas. Es evidente que sus posiciones sobre masculinidades y feminidades se han formado en parte en diálogo y en contraposición con discursos del feminismo. Es interesante que solo el mayor, Alberto, expresa posturas favorables a la masculinidad, mientras que los otros dos son muy críticos de lo masculino.

En su trabajo “Pensamiento y vida: Sujeto femenino privado y público en los poemas de Agripina Montes del Valle”, Clara Eugenia Ronderos hace una lectura del volumen de Poesías de dicha autora, publicado en Bogotá en 1883. Este libro consta de 73 poemas y dos textos en prosa que lo preceden: un extenso prólogo de Rafael Pombo llamado “Las sacerdotisas”, y un corto prefacio de la autora. Estos dos textos preliminares a la lectura sirvieron de marco a los poemas de Montes de Valle al ser publicados, y son discutidos aquí en diálogo con el texto al que sirven de marcos de referencia para la comprensión de los discursos de la época en la que se escribieron los poemas. En segundo lugar, la lectura de los poemas se enmarca dentro de algunas reflexiones del feminismo. Se examinan, así mismo, las reacciones de la crítica masculina de la época ante la poesía de Agripina, “cuya originalidad se tilda como ‘sentimental’ o ‘femenina’ ya sea por falta de comprensión de los críticos o por la necesidad de colocarla en una casilla que les sea más cómoda y comprensible”. Para Ronderos, en la práctica poética de Montes del Valle la mujer no necesita renunciar a su posición de género sino adoptar nuevas posibilidades discursivas, de tal manera que se transforma como sujeto femenino en su discurso poético.

Finalmente, el artículo “El feminicidio en la literatura: Lo abyecto en Los divinos, de Laura Restrepo”, de Elvira Sánchez-Blake, explora el tema del feminicidio en la literatura, específicamente en la novela más reciente de Restrepo (2018). El análisis de esta obra permite una discusión de los recursos que utiliza la literatura para reflejar un clamor creciente y preocupante sobre la violencia de género, y en este caso en particular, sobre el feminicidio. La novela se basa en un hecho real que conmovió a Colombia, el feminicidio de una menor, Yuliana Samboní, ocurrido el 4 de diciembre de 2016. Sin embargo, Sánchez-Blake observa que Restrepo no alude a los hechos concretos, sino que, a través de una representación simbólica, denuncia y expone el monstruo reflejado en los individuos que componen la sociedad y en aquellos culpables por complicidad. En las palabras de la propia novela, “Este crimen se impone como un espejo, y el monstruo que allí se refleja tiene la cara del país entero”, país que, por desidia, indiferencia, complicidad, acción u omisión, facilita el horror de un crimen como este.

REFERENCIAS

Alvarado, A. (2018). El impacto de la conquista en las estructuras de poder femenino en la costa norte del Perú durante los siglos XVI y XVII. Tesis doctoral - Programa de Doctorado en Historia y Estudios Humanísticos, Universidad Pablo de Olavide, Sevilla.

Axtell, J. (1981). The Indian Peoples of Eastern America: A Documentary History of the Sexes. Oxford University Press.

Briffault, R. (1931). The Mothers: The Matriarchal Theory of Social Origins. MacMillan.

Engels, F. (2006). El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Fundación Federico Engels.

Mead, M. (1978). Male and Female. Penguin Books.

Morgan, L. (1851). The League of the Ho-dé-no-sau-nee or Iroquois. Sage and Brothers.

Prieto de Zegarra, J. (1980). Mujer, poder y desarrollo en el Perú. Dhorca.

Restrepo, L. (2018). Los divinos. Alfaguara.

Schlegel, A. (1984). Hopi gender ideology of female superiority. Quarterly Journal of Ideology, 8(4), 44-52.

Wayuunaiki (8 de mayo de 2017). La autoridad de la mujer wayuu.https://www.wayuunaiki.com.ve/reportaje/la-autoridad-de-la-mujer-wayuu/

CAPÍTULO 1

EN LOS CONFINES DEL DESIERTO: ETNICIDAD, GÉNERO Y NACIÓN EN REPRESENTACIONES LITERARIAS SOBRE LA GUAJIRA Y LOS WAYUU

María Mercedes Ortiz Rodríguez

INTRODUCCIÓN

La representación de la península de La Guajira y sus habitantes indígenas, los wayuu, constituye la temática central de algunas pocas obras de la literatura hispanoamericana, obras en las que las mujeres wayuu juegan un rol importante o protagónico y cumplen distintas misiones con respecto a su comunidad de origen y las naciones que la albergan, en este caso Colombia y Venezuela. Existe también una creciente literatura wayuu contemporánea que empezó a surgir desde los años cincuenta del siglo XX y que ha continuado hasta nuestros días, la cual enriquece de manera novedosa nuestra visión sobre La Guajira, al ofrecernos otro tipo de perspectivas sobre la región, sus gentes y su imbricación con los Estados-nación colombiano y venezolano y con la modernidad1.

En este texto analizo estas representaciones en las novelas Un asilo en La Goajira, escrita en 1879 y sobre cuya fecha de publicación original no hay certeza, de Priscila Herrera de Núñez —considerada la primera novela escrita sobre La Guajira en Colombia—; Sobre la misma tierra (1943), del escritor y expresidente de Venezuela Rómulo Gallegos; y el relato “Esa horrible costumbre de alejarme de ti” (1992), de la escritora wayuu contemporánea Vicenta María Siosi Pino. Centro mi análisis en la intersección entre etnicidad, género y nación, lo cual me permite dilucidar el rol que desempeñan las mujeres indígenas en los proyectos nacionales y en los discursos sobre la nación que subyacen a estas obras, tema mínimamente estudiado en Colombia, y escudriñar el papel que se les da a las llamadas fronteras y sus comunidades nativas dentro de los mismos.

Planteo que en Un asilo en La Goajira se desestabilizan hasta cierto punto los paradigmas de civilización y barbarie que han signado la representación de La Guajira hasta nuestros días, en cuanto se contrastan los horrores de las guerras civiles que azotaron a Colombia durante el siglo XIX con la vida pródiga en una ranchería wayuu, en la que Rita, una indígena descrita como rica y poderosa, acoge y protege, junto con su comunidad, a su comadre no indígena y a sus hijos que han huido de la violencia desatada en Riohacha. En la novela se aboga por la integración de la región y de sus habitantes indígenas a la nación, a la cual enriquecerían notablemente, siempre y cuando los segundos sean debidamente civilizados mediante la acción evangelizadora de la iglesia.

Estos paradigmas, por el contrario, gravitan sobre la novela de Gallegos, aunque centrados en la tecnología y el progreso, en la que La Guajira es descrita como una región miserable y abandonada, por fuera de la nación, que debe ser desarrollada y modernizada con el fin de integrarla a Venezuela. Esta magna labor queda a cargo de Remota Montiel —una mestiza wayuu— y protagonista de la obra, en la cual se aprovecha el capital simbólico que posee la mujer en los discursos sobre la nación. Yuval-Davis las denomina “guardianas simbólicas de nación”, porque las mujeres son construidas como portadoras simbólicas de la identidad, el destino futuro y el honor de las colectividades a las que pertenecen.

El relato “Esa horrible costumbre de alejarme de ti”, de Vicenta María Siosi, constituye un agudo cuestionamiento de estos paradigmas y una denuncia del daño enorme que el racismo de la sociedad colombiana ha causado sobre los wayuu. Se desenmascaran los llamados procesos civilizatorios cuando se muestra cómo la protagonista del relato, una niña wayuu, es explotada y maltratada por las comadres alijuna (no indígenas) de su madre, a quienes ha sido entregada para que la eduquen y “civilicen”. Señala también que las políticas de asimilación del Estado colombiano hacia los indígenas nunca son exitosas pues a pesar de que se les aleje de su cultura y se les dé la educación imperante en Colombia, son marginados y despreciados continuamente por su origen étnico.

LA “FRONTERA” GUAJIRA

La desértica península de La Guajira es el punto más septentrional de Sudamérica, está situada entre el extremo nororiental de Colombia y el extremo noroccidental de Venezuela. A lo largo de la historia de la región han concurrido allí una gran variedad de grupos humanos que han interactuado entre sí: etnias arawak, europeos de diversas procedencias —españoles, franceses, ingleses y holandeses—, africanos y afrodescendientes esclavizados y cimarrones (Oliver, 1990, pp. 96-97). Los wayuu, el pueblo indígena más numeroso de Colombia, habitan en La Guajira desde tiempos prehispánicos. Se dedican a la ganadería, la agricultura y la pesca y pertenecen a la familia lingüística arawak, oriunda de la Amazonia central en Brasil. Son un pueblo rebelde, versátil y cosmopolita que enfrentó con denuedo a los españoles, quienes nunca pudieron someterlo del todo y que conservó su autonomía hasta bien entrado el siglo XX2.

La Guajira ha sido construida por los discursos hegemónicos como una frontera, como la línea divisoria entre “la barbarie”, representada por los indígenas wayuu y “la civilización”, encarnada en los conquistadores y los colonos invasores, tanto foráneos como nacionales. Mary Louise Pratt (1992) critica tal noción, que considera fundada en una perspectiva expansionista europea (pp. 6-7)3. El historiador colombiano Alfonso Múnera (2005) se ocupa de estos discursos hegemónicos en su obra Fronteras imaginadas: la construcción de las razas y de la geografía en el siglo XIX colombiano, en la que analiza la estructuración de una geografía “racializada” en Colombia, elaborada por los intelectuales de la élite criolla, antes y después de la Independencia de España. En esta geografía se erigió la región andina como centro “civilizado” y “blanco” de la nación colombiana, mientras que los Llanos Orientales, las selvas amazónicas, las del Pacífico y el Chocó y las tierras bajas del Caribe fueron construidas como fronteras y excluidas de la joven república por su clima ardiente y su población de indios, negros y mulatos, considerados como razas inferiores (Múnera, 2005, p. 84)4.

Los habitantes de estas fronteras, “son construidos previamente cómo bárbaros”, como explica Ana María Alonso, “como seres inferiores y negados para la civilización, para así legitimar su conquista y su sometimiento por parte de quienes se presumen civilizados” (como se citó en Múnera, 2005, p. 40). Estas regiones fueron configuradas, de esta manera, como dominios coloniales que se podían y se pueden saquear y explotar sin límites. Situación que ha sido teorizada por diversos intelectuales latinoamericanos como colonialismo interno5. El gobierno de los indígenas de estas fronteras fue delegado por el Estado colombiano a la iglesia católica, mediante el Concordato firmado con la Santa Sede en 1887, la cual se comprometió a “civilizarlos” e incorporarlos a la joven república. La pretensión de conquistar y “civilizar” a los indígenas cambió radicalmente —por lo menos en teoría— con la nueva Constitución emitida en Colombia en 1991, en la que el país se declaró como un país multiétnico y pluricultural y se reconoció el derecho de los pueblos indígenas a sus culturas, lenguas y territorios.

UN ASILO EN LA GOAJIRA,DE PRISCILA HERRERA DE NÚÑEZ, UNA ESCRITORA DE LOS MÁRGENES

En 1879, Priscila Herrera de Núñez, cuñada del expresidente colombiano Rafael Núñez, publicó una novela corta titulada Un asilo en La Goajira, que resulta novedosa por su temática y que ha pasado inadvertida para la crítica hasta hace poco tiempo6. Ella hace parte de la eclosión que se dio en la segunda mitad del siglo XIX de mujeres escritoras en Colombia, de las cuales, según ha investigado Flor María Rodríguez Arenas, se conocen por lo menos 55 nombres entre narradoras, ensayistas y poetas (como se citó en Navia, 2006, p. 16), lo que no se menciona es cuántas de estas autoras fueron publicadas. A esta proliferación debió coadyuvar, sin lugar a dudas, la insistencia, durante los años del Olimpo Radical, en que las mujeres de clase alta tuvieran una educación que les permitiera ejercer una influencia social y moral significativa7. Las mujeres asistían a escuelas normales y a colegios, pero también a veladas literarias y obras de teatro (Navia, 2006, pp. 16-17).

Durante el siglo XIX, las escritoras estaban ligadas a los circuitos de poder regionales y nacionales, como señala Esperanza Vergara (2018), y fue su adscripción a las élites lo que les permitió la participación en la ciudad letrada (p. 16). Priscila Herrera de Núñez era oriunda de Riohacha, pero estaba radicada en Bogotá, la capital de Colombia. Existe muy poca documentación sobre su vida y, según Vergara (2018), esto se debe a que provenía de “una zona de frontera como La Guajira”, por lo cual su resonancia a nivel nacional fue limitada y el interés por su obra y su vida fue casi nulo en su época; todavía seguimos en mora de una labor investigativa y crítica al respecto (pp. 20-21).

Esta autora guajira era conocida en los círculos literarios capitalinos bajo el seudónimo de “Paulina”; este le garantizaba, así como a otras escritoras del momento, el anonimato en una sociedad cargada de prejuicios hacia las mujeres que incursionaban fuera del ámbito doméstico (Vergara, 2018, p. 21). Priscila Herrera de Núñez colaboró como “Paulina” en varias publicaciones bogotanas importantes, una de ellas era el semanario El Rocío, de orientación conservadora y católica, en el cual publicaron también el momposino y afrocolombiano Candelario Obeso y el cartagenero Manuel María Madiedo (Vergara, 2018, p. 21). Además de Un asilo en La Goajira, Priscila Herrera de Núñez escribió Historia de una noche, cuya fecha de publicación se desconoce (Bastidas, 2007, p. 3).

La temática de la obra resulta novedosa, puesto que se ocupa de La Guajira, una región desconocida en aquel siglo por los habitantes del centro del país —considerada como marginal y lejana— y cuyos habitantes indígenas, “los goajiros”, que se autodenominan wayuu, eran calificados de “salvajes y primitivos”. Sin embargo, no es única, ya que en el siglo XIX encontramos otra novela del mismo corte, Los emigrados (1869) de Evangelista Correa de Rincón Soler, quien “configura discursiva y simbólicamente” otra región vista también como frontera, los Llanos Orientales de Colombia, más específicamente los llanos de Casanare (Navia, 2006, p. 22).

Otro de los méritos de la novela de Herrera de Núñez es la de romper con el estilo convencional de las autobiografías, géneros epistolares, diarios y confesiones que muchas autoras escribían en esa época, aunque Vergara (2018) considera que se presentan fallas estructurales en el relato y se da una caracterización plana de los personajes (p. 22).

La novela se desarrolla en una época en que los conflictos entre federalismo y centralismo, entre liberales y conservadores, azotaban a Colombia que ya llevaba medio siglo de existencia como república independiente:

Tales conflictos se originaron por la debilidad institucional del Estado para hacer presencia en las regiones, por las rebeliones partidistas que implicaban el conflicto entre el liberalismo económico y el poder de los terratenientes, y por las revueltas de hacendados contra la abolición de la esclavitud, principalmente bajo la administración de José Hilario López. Este conflicto político necesariamente se proyectó sobre lo intelectual. El periodo estuvo marcado por una intensa discusión ideológica que tomó varias formas, incluyendo la novela. (Jurado, 2015, como se citó en Vergara, 2018, p. 17)

La obra trata de las desventuras de una mujer riohachera que pierde a su marido, Alí Silva, un comerciante con buen capital, y todos sus bienes, en un ataque del gobierno nacional a la ciudad de Riohacha, en el cual un barco con cañones Krupp lanza bombas incendiarias que acaban prácticamente con la ciudad.

La viuda de Silva —nunca se menciona su nombre en la novela— huye de la barbarie de sus compatriotas y acepta el asilo que generosamente le ofrece su comadre Rita, una indígena wayuu, quien ha enviado a Alí, su hijo, ahijado de la viuda y de su difunto marido, a rescatarlos a ella y a sus hijos: María, de 13 a 14 años de edad, y un niño pequeño llamado José. Después de muchos años de vivir entre los wayuu, y después de un episodio de guerra desafortunado entre distintos clanes de este pueblo, la viuda y sus hijos se van a Venezuela y dejan para siempre Colombia, pero conservan sus lazos de amistad y de negocios con sus benefactores indígenas.

Con la publicación de esta novela, que se desarrolla en su patria chica —La Guajira—, Priscila Herrera de Núñez amplía potencialmente en sus lectores la imagen de Colombia como “comunidad imaginada”, por usar el término de Benedict Anderson, al introducir una región marginal en el mundo letrado y el centro del país y en cuya representación se entra en diálogo con distintos discursos sobre las regiones de frontera, sin refrendar del todo los hegemónicos. Incorpora también a este mundo letrado la figura de Rita, una mujer wayuu que aparece revestida de un poder y una riqueza que resultan sui generis en términos de los discursos dominantes sobre las mujeres indígenas e incluso desde algunas perspectivas del feminismo occidental contemporáneo, que tienden a homogeneizar a las mujeres del llamado Tercer Mundo, según han planteado críticas feministas postcoloniales como Chandra Talpade Mohanty en su artículo seminal “Under Western Eyes: Feminist Scholarship and Colonial Discourses” (1986). Herrera de Núñez valida, así mismo, la importancia de La Guajira para Colombia, al presentarla como una región con un enorme potencial, cuya población, debidamente evangelizada y “civilizada”, contribuiría, sin lugar a dudas, al desarrollo de la nación.

RIOHACHA: ¿LA BISAGRA ENTRE CIVILIZACIÓN Y BARBARIE?

En los albores del siglo XIX, Riohacha constituía una de las tres grandes provincias del Caribe colombiano y su capital llevaba el mismo nombre; la provincia estaba dominada en casi toda su extensión por los wayuu, quienes controlaban en buena parte el intenso contrabando que se daba en la región. Así, la ciudad constituía el único enclave “civilizado” de la provincia, mientras que todo su vasto hinterland se consideraba una región “salvaje” y dominada por “salvajes” (los wayuu)8. Sin embargo, no existía una línea divisoria rígida entre Riohacha y este vasto interior y la frontera guajira, a diferencia de lo que se proclamaba en los discursos oficiales según plantea Hugo Carrillo Ferreira (2017), era y es una frontera muy dinámica, heterogénea, fluida y permeable, sujeta a la permanente circulación de personas, cosas e ideas, donde se dan múltiples relaciones tanto entre individuos particulares como entre Estados (pp. 15-17) y se negocian continuamente las identidades (p. 29). En su libro Identidades e independencia en Santa Marta y Riohacha, 1750-1850, Steinar A. Saether (2012) afirma que las relaciones entre los españoles y los goajiros (wayuu) eran simbióticas y que ambas sociedades, autónomas y claramente diferenciadas, estaban conectadas por el trueque, el comercio y el matrimonio o la unión no formalizados entre mujeres indígenas e hispánicos (p. 131).

Este tipo de relaciones aparecen claramente en Un asilo en La Goajira, cuando nos enteramos que Alí Silva y su mujer sostenían relaciones de negocio con los goajiros, viajaban frecuentemente a sus territorios y sabían la lengua indígena —denominada dialecto, en la obra—. Alí Silva, el difunto marido de la viuda, era uno de los comerciantes criollos de Riohacha y, si bien “no era un Creso” como se dice en la obra, tenía un buen capital que había amasado comerciando con los wayuu, con quienes intercambiaba baratijas de toda clase “por palos de tinte, dividive, cueros, caballos, mulas, asnos y muchas aves domésticas que vendía en Riohacha o exportaba” (Herrera de Núñez, 2007, p. 35)9. Estas relaciones comerciales se complementaban y solidificaban con relaciones de compadrazgo, relación que los Silva habían sellado con Rita, una wayuu acaudalada e influyente, “medianamente civilizada”, al volverse padrinos de su hijo.

A partir de 1830, Riohacha perteneció a la República de la Nueva Granada, de carácter centralista, hasta que finalmente se implantó el sistema federal en 1863 —el joven país se denominó Estados Unidos de Colombia— y de gobernación pasó a ser, bajo el nombre de provincia de Padilla, una de las provincias constituyentes del Estado Soberano del Magdalena. En la novela se denomina Departamento de Padilla y se dice que el gobierno de Santa Marta cometía grandes injusticias con el mismo (Herrera de Núñez, 2007, p. 39)10.

Un asilo en La Goajira inicia con la descripción de los sangrientos episodios del 14 de agosto de 1867 en Riohacha. Según se narra en la obra, los riohacheros se habían levantado, cansados ya de los abusos que el gobierno de Santa Marta cometía contra ellos, y estalló la revolución de 1867, cuya causa abrazó con fervor el comerciante Alí Silva. Para Silva su patria era La Guajira y por ella estaba dispuesto a lo que fuera. Esta actitud es esclarecedora de la situación de Colombia en el siglo XIX, dividida en regiones, con poca unidad como nación y en donde las lealtades locales y regionales primaban entre sus habitantes, algo que todavía tiene fuerza en la actualidad.

Según Herrera de Núñez (2007), el levantamiento fue brutalmente reprimido por un ejército de “mil y tantos hombres”, quienes contaban con recursos, el apoyo del gobierno y un vapor de guerra con cañones Krupp, que atacaron Riohacha defendida por quinientos hombres armados solamente de valor y decisión (p. 29). A pesar de una situación tan desventajosa, los riohacheros iban ganando después de cinco días de enfrentamientos, cuando los atacantes empezaron a lanzar bombas incendiarias desde el vapor. En la novela se describe un cuadro dantesco de desorden, confusión, llanto de mujeres y niños, quejidos de los heridos y de los que veían cómo sus casas eran destruidas por el incendio. Escena que se compara con los ataques del bárbaro Atila o del feroz Francis Drake (Herrera de Núñez, 2007, pp. 29-31). De hecho, el pirata inglés atacó e incendió Riohacha en 1595.

Pocos días después del combate y del siniestro incendio, la viuda de Silva y sus hijos, acompañados del joven wayuu Alí, abandonan la ciudad de Riohacha, ahora en ruinas, y se adentran en el hinterland guajiro; es decir, en lo que se consideraba como la barbarie, en busca de la protección de los wayuu. Sin embargo, en la novela se cuestiona en varias ocasiones esta idea, cuando se contesta la pregunta de qué buscaba aquella mujer con sus hijos en el desierto goajiro, y la respuesta es contundente:

La infeliz viuda estaba arruinada, abandonada por todos, perseguida, y buscaba entre los goajiros la piedad, la filantropía, la hospitalidad que no encontraba entre los que se llamaban civilizados, quienes, imitando a los bárbaros conquistadores, y olvidándose de que peleaban entre hermanos, incendiaban las poblaciones para sentar sus reales, aunque fuera sobre calcinadas ruinas. (Herrera de Núñez, 2007, p. 33)

¿Qué más barbarie que la que acababa de vivir la población de Riohacha a manos de sus compatriotas y qué más barbarie que la que asoló a Colombia, una nación recién fundada, a lo largo del siglo XIX? Esta denuncia de la ruinosa situación de Colombia durante el siglo XIX constituye otro más de los aportes de la novela.

En El fracaso de la nación, Alfonso Múnera (2008) califica el siglo XIX de violento, “con sus guerras mezquinas, repetidas y bárbaras”; un país de hacendados y comerciantes, de abogados sin fortuna, con masas de campesinos y pobres urbanos que no sabían ni leer ni escribir. Un siglo en el que se dieron cerca de 15 guerras regionales y diez nacionales, que “obstruyeron cualquier posibilidad de progreso colectivo sostenible, que aclimataron una cultura de la intolerancia, de la primacía de los métodos violentos sobre el diálogo y las soluciones pacíficas” (p. 15). Toda esta historia terrible fue transmutada en “las románticas narraciones de las luchas caballerescas entre caudillos ilustrados” (p. 15).

Este afán de denuncia de la situación nacional es el que impulsa la crítica dentro de la narración a la llamada civilización, más que una reivindicación propiamente dicha de los goajiros, los actuales wayuu, a los que nunca deja de calificar de salvajes. Sin embargo, a la vez, no puede dejar de ponderar algunas de sus cualidades. Se resalta así el corazón generoso de Rita, la mujer wayuu comadre de los Silva y madre de Alí, y el sentido de hospitalidad de su pueblo:

Los indios goajiros observan con mucha exactitud las leyes de la hospitalidad. Generosos y caballeros ceden su habitación al primero que se la pide (…) A la vez que son generosos, son también vengativos, pero nunca dentro de su casa (…) Estos salvajes son en general de carácter ingenuo y dulce, aunque altivos e indómitos con quien los maltrata. Sus costumbres son sencillas y tienen pocos vicios. (Herrera de Núñez, 2007, p. 44)

Rita y su gente acogen espléndidamente a la viuda y a sus hijos cuando al fin se encuentran con ellos, lo cual lleva a la desolada mujer a reiterar la decepción tan profunda que acababa de experimentar “entre los civilizados que se titulaban sus amigos tan solo en épocas de prosperidad” y los compara con “estos hijos del desierto” para quienes valen igual hoy “pobres como estamos, lo mismo que valíamos cuando éramos ricas” (Herrera de Núñez, 2007, p. 50).

Mas las dos refugiadas, en particular la joven María, no dejan de figurarse su destino entre estos salvajes, por más generosos que sean, como algo terrible, ya que no tendrán como adorar al verdadero Dios y su hijo y hermano crecerá sin educación entre ellos, con un mundo muy limitado.

UN EDÉN EN EL DESIERTO

Así como la descripción de los guajiros que se hace en la novela tiene un eco de la idea del “buen salvaje”, la descripción de la ranchería nos recuerda la imagen bíblica del Edén o Paraíso perdido. Se habla en la obra de una gran sabana, cerca de una verde colina sembrada de bosquecitos de mangles y palmitos. Cerca había también una laguna, cuyas orillas bordeadas de frutales atraían una gran variedad de pájaros cantores. Todo este bucólico paisaje y su verdor contrastan con la idea extendida sobre La Guajira como un desierto árido y seco. Por la descripción de la laguna y la mención de un lugar llamado El Pájaro, podemos pensar que la ranchería estaba cerca de Riohacha, pues así ubica estos lugares la antropóloga Giangina Orsini (2007, p. 4), aunque la narración produce la impresión de que aquella quedaba muy distante y de que los fugitivos habían recorrido trechos inmensos desde su partida de Riohacha11.

Se destaca también la abundancia de ganado y de comida: cuantiosos y ricos pastales alimentaban miles de cabezas de ganado y cientos de caballos y mulas, símbolo de riqueza por excelencia entre los wayuu que hoy en día ya casi no existen y han sido remplazados por las manadas de cabras. Los indígenas sirven a sus huéspedes —las españolas, les dicen— comidas copiosas y variadas: pescado, tortuga, mariscos, ñames, ahuyama, maíz, frutas…

Toda esta opulencia contrasta con el panorama de miseria y destrucción de la Riohacha que su viuda y sus hijos habían dejado atrás y en general con la pobreza que asoló a Colombia a lo largo del siglo XIX y cuestiona nuevamente el paradigma de civilización y barbarie, al mostrar cómo los indígenas —los supuestos bárbaros— estaban en mejores condiciones. Así mismo, esta descripción del territorio guajiro como fértil, verde y rico fundamenta la idea, pregonada en la novela, de que la región constituye un potencial muy valioso para Colombia y que se debe hacer el esfuerzo de integrarla, junto con su gente, a la nación.

No falta, sin embargo, el comentario discriminador cuando se menciona en la novela una bebida que era el más delicioso manjar para el guajiro: “la insoportable e inmunda chicha de maíz, mascada por la india más joven y bonita de la ranchería” (Herrera de Núñez, 2007, p. 54). La chicha, la bebida indígena por excelencia, y marcador de identidad étnica, sufrió por eso mismo persecuciones desde la Colonia y ha sido desprestigiada y prohibida en la república. A pesar de esto, se sigue consumiendo por toda Colombia. Difamar la chicha es difamar de los indígenas y aquí el narrador omnisciente de la novela se hace eco de los discursos hegemónicos que barbarizan y tornan inferiores a las culturas amerindias.

PROTAGONISMO FEMENINO: GÉNERO, ETNICIDAD Y NACIÓN

El narrador de Un asilo en La Goajira es un narrador omnisciente y hay algunos escasos diálogos entre los personajes de la obra. La novela cuenta tanto con personajes colombianos o alijunas, como los llamarían los wayuu—que denominan así a los no indígenas—, y otros de este pueblo nativo. La viuda de Silva y su hija María son las protagonistas femeninas; José, su hijo y hermano, respectivamente, no alcanza a ser un personaje protagónico dada su corta edad. Por el lado wayuu tenemos a Rita, una mujer con bienes y poder, y su hijo Alí, de 15 años, que va evolucionando en la novela hasta convertirse en un hombre y caporal (jefe) de la comunidad. Dado que nunca se menciona al marido de Rita y padre de Alí, suponemos que esta también era viuda.

La viuda de Silva es descrita como una mujer bella, todavía joven, embargada de tristeza y vestida de luto, quien carga un precioso niño y va acompañada de su hija María, joven de trece a catorce años, de gran hermosura. Están bajo la protección de Alí, “indiecito guajiro”, descrito como “hermoso, bien musculado y de mirada chispeante y maliciosa, era el tipo perfecto de su altiva raza” (Herrera de Núñez, 2007, pp. 32-33). Vemos entonces que, en la novela, la belleza no es un monopolio de los blancos, a quienes la élite intelectual criolla había postulado como la única raza superior y digna de la joven república de Colombia, sino que los indígenas también poseen ese atributo.

Después de jornadas que resultan agotadoras para la viuda, quien no estaba acostumbrada a caminar, los exiliados logran, con la ayuda del joven wayuu, llegar al manglar donde los esperaban Rita y los suyos. Nos encontramos aquí con una figura femenina totalmente diferente y que contrasta con la extenuada mujer “blanca”, descrita como “pobre y sola con sus desventurados huérfanos” (Herrera de Núñez, 2007, p. 42).

Rita ya había sido presentada en páginas anteriores como una “india notable, muy rica, dueña de una extensa y valiosa ranchería bastante poblada, y con muchos ganados, mulas, caballos, etc., y algunas comodidades en sus ranchos… medianamente civilizada, de generoso noble y corazón” (Herrera de Núñez, 2018, p. 43)12. Al aparecer ante los refugiados con su gente, son descritos como gente muy bella, aunque salvaje: “y era de admirable belleza el cuadro que presentaba a la vista aquella partida de salvajes de ambos sexos, perfectamente montados en magníficos caballos (que pueden competir con los de raza árabe)” (Herrera de Núñez, 2007, p. 49).

El personaje de Rita resulta totalmente inusual —una indígena pudiente y encumbrada que salva a una mujer blanca de su desgracia— en un mundo marcado por las barreras étnicas y raciales, donde los indígenas y afrodescendientes eran vistos como seres inferiores y carentes de poder. En esta obra, por el contrario, la situación se invierte, la mujer blanca es la débil, vulnerable y desamparada: “La inconsolable viuda, sola con sus hijos, iba a llorar en aquellos desiertos la destrucción de su cara patria y su propia ruina, consumada con la pérdida del mejor de los esposos” (Herrera de Núñez, 2007, p. 33).

La viudez es, ante todo, el golpe mortal del cual esta mujer ya no se recuperará y que la deja en la indefensión, en manos de su hija y de los wayuu. Al perder a su esposo, la señora de Silva —presentada en la obra como hermosa, inteligente y activa para los negocios— se ha vuelto una especie de no-ser y ha perdido por completo su fuerza y vitalidad. Tanto que cae gravemente enferma y solo la fe religiosa de su hija la salva de la muerte.

Todo esto contradice una situación que la feminista Chandra Talpade Mohanty (2008), oriunda de la India, analiza con su enfoque postcolonial y transnacional, como el estatus de “objetos” que se les ha adscrito a las mujeres del llamado Tercer Mundo en la época actual, el cual ella califica de debilitadora generalidad (p. 97). Discurso signado por un eurocentrismo de origen colonial, que también se repite en algunas de las corrientes de lo que denomina feminismo occidental. Con esto, Mohanty (2008) se refiere al discurso y a la práctica política del feminismo articulado en Estados Unidos y Europa occidental y aclara que:

Mi referencia al “feminismo de Occidente” no pretende de ninguna forma sugerir que se trata de un conjunto monolítico. Más bien busco hacer notar los efectos similares de varias estrategias textuales utilizadas por escritoras que codifican al Otro como no occidental y, por tanto, (implícitamente) a sí mismas como “occidentales”. Es en este sentido que utilizo el término feminismo occidental. (p. 70)

Rita, con su poder, riqueza y capacidad de agencia no es desde luego un objeto. Sin embargo, parte del valor que se le confiere en la novela de Herrera de Núñez, y que se resalta en el texto, es su condición de medianamente civilizada; es una india en tránsito de la “barbarie” hacia “la civilización”, es decir, había sido evangelizada hasta cierto punto por misioneros ya que había hecho bautizar a su hijo, como ya mencionamos. Dado que en la novela en general se enfatiza la necesidad de evangelizar a los wayuu con el fin de civilizarlos, Rita se aproxima más a este ideal que una wayuu que no hubiera tenido contacto con la “verdadera fe” y la “civilización”. Sin embargo, como explica José Trinidad Polo Acuña, el bautismo funcionaba en una doble vía, ya que los wayuu utilizaron este sacramento en su propio beneficio, tanto que había niños que habían sido bautizados 3 y 4 veces, como “herramienta política y capital social para establecer alianzas con los capitanes de las embarcaciones contrabandistas, pero también se podía extender a funcionarios reales” (Polo, 2012, p. 95) y, posiblemente, a comerciantes acaudalados, como el que se señala en la novela13.

La única presencia masculina que se asocia con Rita es la de su hermano, el poderoso caporal M…, que había muerto hacía poco y le había dejado toda su herencia a Alí. Esto subraya la importancia del tío materno en sociedades matrilineales como la wayuu. La viudez no ha empobrecido ni debilitado a esta mujer wayuu, que sigue a cargo de su riqueza representada en el ganado, lo cual señala evidentemente su pertenencia a un clan poderoso. Recordemos que la introducción del ganado entre los wayuu jerarquizó a una sociedad que era antes mucho más igualitaria, y se volvió el símbolo de la riqueza y el poder por excelencia14. El poder económico de Rita, medido en el ganado, debilita, por supuesto, la pretensión de mostrar a las mujeres no occidentales cómo débiles y sin poder, que es lo que Mohanty critica. Hay que señalar aquí, sin embargo, que entre los wayuu hay unos clanes ricos y otros pobres y esto también produce diferencias entre las mujeres. No se debe homogeneizar de ninguna manera a las mujeres del llamado “Tercer Mundo”.

Nos volveremos a encontrar con una viuda wayuu rica y poderosa en Bajo la misma tierra (1943), una de las novelas del venezolano Rómulo Gallegos, en la figura de Cantaralia Barroso, la madre de Remota Montiel, la protagonista de la obra. Otro caso similar es el del personaje de Agustina, la poderosa matriarca del relato “El honroso vericueto de mi linaje” (1993) de Vicenta María Siosi Pino.

Ahora bien, ¿de dónde provienen estas representaciones literarias de algunas mujeres wayuu como ricas y poderosas? Tenemos información histórica y antropológica que respalda estas ideas sobre las mujeres wayuu. En términos históricos, aunque la información es muy escasa, existen referencias sobre la existencia de algunas mujeres jefes de importancia entre los wayuu durante los siglos XVIII y XIX, como explica Polo Acuña, quien menciona a Basilia y a María, quienes comandaban sus parcialidades ubicadas en Bahía Honda y la serranía de Macuira, respectivamente. Informa también sobre el liderazgo de otra nativa, Rosa, en las inmediaciones de la misma serranía, en las primeras décadas del siglo XIX, quien tuvo contactos permanentes con contrabandistas extranjeros y criollos y cuya parcialidad era una de las más poderosas de la zona (Polo, 2012, p. 89). Este mismo autor menciona que a lo largo del siglo XIX, las mujeres wayuu actuaron como intermediarias —palabreras— en conflictos entre sus comunidades y la sociedad criolla y las autoridades republicanas (p. 89). Esta situación aparece en Un asilo en La Goajira: Rita es una mujer de mando y la gente de su ranchería la respeta y la obedece; cuando su hijo Alí alcanza la edad requerida, es él quien asume la jefatura de la comunidad.

Algunos antropólogos que se han ocupado del estudio de sociedades matrilineales como la wayuu (James, 1978; Schlegel, 1972; Watson-Franke, 1992), en las que la descendencia se da por vía materna y los hijos pertenecen al clan de la madre, han señalado que en estas se puede mitigar la dominación masculina, cuyo control social y sexual sobre las mujeres y los niños es limitado15. Plantean la existencia de un matrifoco, entendido como una perspectiva indígena sobre la supremacía moral de la maternidad biológica en la definición de las relaciones sociales (Watson-Franke, 1992, p. 15).

Estas ideas se ajustan a los planteamientos de Mohanty (2008) cuando impugna un discurso que:

Presupone una unidad, ahistórica, universal entre las mujeres, basada en una idea generalizada de su subordinación… este movimiento analítico limita la definición del sujeto femenino a la identidad de género, pasando por completo por alto las identidades étnicas y de clase social. (p. 87)

Y yo añadiría las problemáticas raciales y las orientaciones sexuales.

Watson-Franke (1974), quien estudió prolongadamente a las mujeres wayuu venezolanas en sucesivos trabajos de campo durante los sesenta y los setenta del siglo XX, ha mostrado en diversos artículos que las mujeres wayuu gozan de respeto y poder social en buena parte gracias a su arte del tejido, muy valorado por su pueblo, y a su labor como piaches o curanderas; poseen, así mismo, bienes y pueden disponer libremente de ellos. Las mujeres tienen acceso al agua, la tierra y el ganado y no pierden el control de sus bienes después del matrimonio. Hecho que también señala Gregorio Hernández de Alba en su obra Etnología guajira publicada en 1936 (p. 26).

Según Watson-Franke, las mujeres wayuu monopolizan el arte del tejido, muy valorado entre los wayuu16. Confeccionan hamacas, cinturones y mochilas, de hermoso colorido y con complejos diseños relacionados con el universo mítico de su pueblo. Reciben una educación formal para aprender este arte durante el encierro —prolongado ritual de paso de la adolescencia a la madurez, que puede durar de uno a tres años—; adquieren además en este tiempo conocimientos sobre la sexualidad y el uso de contraceptivos y todo lo relacionado con su rol de mujeres y madres.

La habilidad con el tejido aumenta significativamente el valor de una mujer en el matrimonio por compensación —tradicional entre los wayuu17. El tejido les proporciona a las mujeres ganancias e independencia económica ya que con los productos elaborados pueden obtener ganado o dinero, de los que disponen libremente (Watson-Franke, 1974, p. 25). Así mismo, este arte les permite sobrevivir y sostener actualmente a sus familias en las ciudades a las que han migrado, como Maracaibo (Watson-Franke, 1974, pp. 25-26)18. Esta actividad tan fundamental para las mujeres wayuu aparece, paradójicamente, mencionada en la novela de Herrera de Núñez en relación con las dos refugiadas, la viuda y su hija María, esta última en particular “había aprendido con ellos (los indígenas) a tejer las hamacas, las mantas, los sombreros y las tequiaras” (Herrera de Núñez, 2007, p. 59)19. La muchacha había tejido varias hamacas, que guardaba para vender y juntar dinero para salir de la ranchería wayuu y establecerse en un país “civilizado”. Para ella, al igual que para las wayuu, el tejido se convierte en una fuente de subsistencia importante, el único, además, que tiene a su alcance. En su sociedad de origen, esta muchacha, perteneciente a una familia acomodada, nunca habría trabajado, ni habría tenido que preocuparse por su sustento. No se puede evitar la pregunta de cómo fue posible que las wayuu le hubieran enseñado este arte tan preciado a una foránea, y la única explicación posible reside en los lazos de compadrazgo que la unían, así como a su madre y hermano, con Rita y, por extensión, con su parentela.

Otra actividad de gran importancia que desempeñan las mujeres wayuu es la de ser piaches o chamanas y, de acuerdo con su tradición oral, la primera piache fue una mujer (Watson-Franke, 1975, p. 195). Los y las piaches curan enfermedades a través de su comunicación con el mundo de los espíritus, de quienes son los intermediarios. Si bien los hombres también pueden ser piaches, se considera que las mujeres son más cuidadosas, no beben y tienen más cautela con el uso del tabaco (Chaves, citado en Watson-Franke, 1975, p. 195). Los y las piaches gozan de un estatus muy alto en la sociedad wayuu y reciben pagos considerables por sus actividades: ganado, joyas, vestidos, ron y, hoy en día, dinero. Los espíritus les indican lo que deben cobrar por su labor (Watson-Franke, 1975, p. 195).

En Un asilo en La Goajira se descalifica la figura de un piache, en este caso es un hombre, quien intenta curar a la viuda de Silva que cae gravemente enferma después de su llegada a la ranchería de Rita: “El peache (médico) de la ranchería agotaba las yerbas medicinales conocidas por su empirismo, y sus lúgubres cantos y bárbaras recetas no tenían virtud ninguna” (Herrera de Núñez, 2007, p. 55).

Finalmente son las oraciones de María y su fe en Dios lo que salva a la viuda; su curación resulta por lo demás incomprensible para el peache, a “quien nunca le habían fallado sus juicios” (Herrera de Núñez, 2007, p. 56).

No es gratuito enfrentar aquí al piache con la figura de Dios y el poder de la fe católica, ya que en los grupos indígenas fueron en general los chamanes los que opusieron la más obstinada resistencia a la evangelización y combatieron las nuevas creencias. Desacreditar a los chamanes, tildándolos de bárbaros y de ineficaces, era un primer paso para acabar finalmente con ellos y desvertebrar así a las sociedades indígenas de las cuales eran y son un puntal fundamental. En Sobre la misma tierra, de Rómulo Gallegos, se presenta igualmente un ataque frontal contra una mujer piache, encabezado por Remota Montiel, la heroína del progreso y la modernización.

No hay ningún tipo de referencias al matrimonio por compensación ni a la sexualidad femenina wayuu en Un asilo en La Goajira, pero sí encontraremos estas temáticas en Sobre la misma tierra, de Rómulo Gallegos, en la que se trata la vida amorosa de la madre de la protagonista y la institución del matrimonio indígena20.