Danza de pasión - Y por las noches… - Más que un romance - Katherine Garbera - E-Book

Danza de pasión - Y por las noches… - Más que un romance E-Book

Katherine Garbera

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Beschreibung

Danza de pasión Quizá debido al húmedo calor, quizá al palpitante ritmo de la música, Nate Stern, millonario copropietario de un club nocturno, no pudo resistirse a los encantos de Jen Miller. Aunque en Miami se le consideraba un playboy, jamás coqueteaba con sus empleadas. Sin embargo, Jen le hizo romper aquella regla de oro. Y por las noches… Justin Stern estaba casado con su trabajo aunque, nada más ver a Selena, supo que su vida iba a cambiar. Tenía claro que quería tener una aventura con ella. Para complicar las cosas, Selena era su oponente en unas importantes negociaciones. Pero la pasión había tomado las riendas, convirtiéndose en su principal prioridad. Y, si Justin podía utilizar su mutua atracción para ganar, lo haría... a cualquier precio. Más que un romance Habían pasado dos años desde la tórrida aventura de Cam Stern con Becca Tuntenstall, pero al encontrársela de nuevo comprobó que el deseo seguía ardiendo entre ellos. Decidido a reconquistarla, Cam se propuso llevar la relación más allá del sexo. Pero muy pronto descubrió que Becca le había estado ocultando un secreto todo ese tiempo.

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 411 - marzo 2019

 

© 2011 Katherine Garbera

Danza de pasión

Título original: Taming the VIP Playboy

 

© 2011 Katherine Garbera

Y por las noches…

Título original: Seducing His Opposition

 

© 2011 Katherine Garbera

Más que un romance

Título original: Reunited...With Child

Publicadas originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2012

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, c aracteres, l ugares, y s ituaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1307-985-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Danza de pasión

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Capítulo Quince

Y por las noches…

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Capítulo Trece

Capítulo Catorce

Epílogo

Más que un romance

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

El ritmo de la Pequeña Habana latía en las venas de Jen Miller cuando aparcó el coche en una de las calles adyacentes a la Calle Ocho y se dirigió a Luna Azul, contenta de que los hermanos Stern la hubieran contratado como profesora de salsa en su club nocturno.

El club era poco común. Los hermanos Stern habían provocado un escándalo al comprar la vieja fábrica de cigarros puros, en el corazón de la Pequeña Habana, y transformarla en uno de los mejores clubs de Miami. Y algunos miembros de la comunidad cubano americana aún no se lo habían perdonado.

Con un bolso grande colgado del hombro, cruzó la impresionante entrada de Luna Azul. Y se detuvo un momento, como siempre hacía, para admirar la araña del techo de Dale Chihuly: el tema era un cielo nocturno con una enorme luna azul. El tema se extendía al logotipo del club y a los colores de los uniformes de los empleados.

Estaba contenta de trabajar ahí. Y más contenta aún de tener la oportunidad de bailar otra vez. Tres años antes, una mala decisión que tomó, basada en el corazón en vez de en la razón, era la causa de que le hubieran prohibido participar en baile de competición.

Pero ahora, ahí estaba, dando clases de su baile preferido, dando clases de salsa.

La salsa era un baile procedente del Caribe y, aunque ella era cien por cien americana, sentía ese baile dentro de sí, como si estuviera hecho a su medida.

Mientras se adentraba en el club, vio que estaban preparando el escenario principal para la actuación, aquella noche, de XSU, el grupo inglés de rock que había tenido un rotundo éxito en Estados Unidos el año anterior. Su hermana y la mejor amiga de ésta le habían rogado que les consiguiera entradas para el concierto, y ella se las había conseguido.

El club estaba dividido en varias zonas. En el piso bajo, delante del escenario, había una enorme pista de baile rodeada de mesas altas con taburetes y también mesas retiradas en pequeños y oscuros espacios reservados. En el piso superior, donde ella pasaba la mayor parte del tiempo, había una sala de ensayos con un pequeño bar y un entresuelo con vistas al piso bajo. Pero las auténticas joyas de este piso eran la galería, a la izquierda, y el escenario, al fondo.

Era ahí donde, cada noche, Luna Azul llevaba a cabo las famosas fiestas de los viernes por la noche de la Calle Ocho. En el club, todas las noches eran una fiesta de música y baile latinoamericanos en la que participaban los artistas más importantes de ese tipo de música.

Y ahí estaba ella, formando parte de aquello.

Cuando Jen entró en la sala de ensayos, su ayudante la saludó.

–Llegas tarde.

–No, Alison, llego justo a mi hora.

Alison arqueó una ceja. Aunque agradable y simpática, Alison tenía obsesión con la puntualidad.

–A propósito, he traído un nuevo CD –añadió Jen.

–¿Qué CD?

–Una recopilación de mi música preferida, viejos clásicos de la salsa. Quiero que la clase de esta noche sea diferente.

–¿Por qué? ¿Qué tiene esta noche de especial? –preguntó Alison.

–T.J. Martínez se ha apuntado.

–¿El jugador de béisbol de los Yankees?

–Sí. Y como es amigo de Nate Stern, he pensado que debíamos hacer un esfuerzo especial –había que tener contentos a los dueños del club y a sus amigos.

–Quizá deberías haber llegado un poco antes.

–Alison, para. Aún faltan treinta minutos para que la clase empiece.

–Lo sé, perdona. Es que hoy estoy un poco tonta.

–¿Por qué?

–Van a enviar a Marc a Afganistán otra vez.

–¿Cuándo? –preguntó Jen.

Marc era el hermano de Alison y los dos estaban muy unidos. Alison solía decir que Marc era la única persona que tenía en el mundo.

–Dentro de tres semanas. Yo…

Jen se acercó a su amiga y la abrazó.

–Ya verás como no le pasa nada. Marc sabe cuidar de sí mismo. Y mientras está fuera, sabes que puedes contar conmigo.

Alison le devolvió el abrazo.

–Tienes razón. Bueno, venga, dime qué canciones vas a poner esta noche.

Jen sabía que Alison necesitaba sumergirse en la música aquella noche con el fin de olvidar sus problemas durante un tiempo. Admiraba el valor de Alison. Debía ser muy duro tener un hermano soldado.

La música reverberó en la sala mientras Alison y ella comenzaron su rutina. Alison no bailaba mal, aunque no lo suficientemente bien como para formar parte del mundo del baile de competición. Pero, para el Luna Azul, era más que suficiente.

–Me gusta –dijo Alison.

–Estupendo. Y ahora, quiero que des un golpe de cadera más pronunciado en el sexto cambio de ritmo, así… –Jen hizo una demostración.

–Muy bien, señorita Miller.

Jen se tambaleó y, al volver la mirada, vio a Nate Stern en la puerta.

Era alto, alrededor de un metro ochenta y tres, de pelo rubio muy corto. El bronceado natural de su piel era la envidia de todo el mundo y cualquier ropa que se pusiera le sentaba bien. Era de mandíbula fuerte y tenía una pequeña cicatriz en la barbilla, resultado de un accidente de pequeño jugando al béisbol.

¿Por qué sabía ella tantas cosas de Nate? Sacudió la cabeza. Uno de los motivos por los que había solicitado aquel trabajo era que Nate Stern le gustaba desde que, siendo fan de los Yankees, le había visto jugar.

–Gracias, señor Stern –respondió ella.

–Jen, me gustaría hablar un momento con usted.

–Alison, ¿podrías dejarnos solos?

–No es necesario que Alison se vaya –dijo Nate Stern–. Por favor, venga conmigo a la galería.

Jen respiró hondo. No le gustaba recibir órdenes ni someterse a la voluntad de nadie.

–Continúa ensayando –le dijo a Alison.

Alison asintió, y Stern y ella se dirigieron a la galería. Estaba nerviosa. Si quería seguir bailando, ese trabajo era todo lo que tenía. Si la despedían, iba a tener que dejar de bailar y aceptar el trabajo de secretaria en el despacho de abogados que su hermana, Marcia, le había ofrecido. Y no quería eso.

–¿Algún problema?

–No, todo lo contrario. Todo el mundo habla muy bien de usted y quería ver cómo son las clases.

–¿Va a asistir a la clase de esta noche? –preguntó Jen.

–Sí, así es.

–Ah, estupendo –respondió Jen con una falsa sonrisa–. Tengo entendido que uno de sus antiguos compañeros de equipo se ha apuntado a nuestra clase.

–Sí, Martínez. Yo quería venir para ver qué tal se maneja enseñando a bailar a alguien famoso.

Jen alzó los ojos hacia el techo. ¿Acaso ese hombre creía que iba a tratar a T.J. Martínez de forma diferente a como trataba al resto de sus alumnos?

–¿Cree que no voy a saber comportarme con una persona famosa?

–No tengo ni idea –contestó él–. Por eso es por lo que he decidido asistir a la clase.

Aunque estaba furiosa, Jen mantuvo la calma.

–Soy una profesional, señor Stern. Por eso es por lo que me contrató su hermano. No es necesario que asista a una de mis clases de salsa, le aseguro que sé hacer mi trabajo.

–¿Acaso le he ofendido? –preguntó Nate ladeando la cabeza.

–Sí, lo ha hecho.

Él le dedicó una rápida sonrisa, que le cambió la arrogante expresión que tenía por una encantadora.

–Lo siento, no era esa mi intención. La asistencia de gente famosa a este club es lo que nos hace estar por encima del resto de los clubs de Miami, y quiero que siga siendo así.

Jen asintió.

–Lo comprendo. Y le aseguro que la clase de esta noche no va a dañar la reputación de Luna Azul. Y estaré encantada de tenerle en mi clase esta noche.

–¿En serio?

–Sí –Jen giró sobre sus talones y comenzó a caminar en dirección a la sala de ensayos–. Porque, después de esta noche, va a tener que pedirme disculpas por haber puesto en duda mi profesionalidad.

La risa de él resonó en el vestíbulo.

 

 

 

Nate la observó mientras se alejaba, y se arrepintió de no haber ido allí antes. Jen Miller era graciosa, tenía agallas y era bonita. Tenía piernas largas y cuerpo esbelto. Era una buena bailarina y se le notaba hasta en la forma de andar.

Permaneció en el patio, contemplando el cielo del atardecer. Era febrero y hacía fresco. De la cocina del patio salía el olor a comida cubana.

Había hecho lo que tenía que hacer para mantener la imagen del club. Al fin y al cabo, él estaba al frente de Luna Azul; aunque tenía gracia ser el propietario, junto con sus hermanos, del club más famoso de la Pequeña Habana y no ser hispanoamericanos.

Nate era el menor de tres hermanos, Justin era el del medio y Cam el mayor. La idea de transformar la antigua fábrica de cigarros puros en un club nocturno había sido de Cam. Justin era el experto en finanzas y quien, desde el principio, sabía que ganarían dinero invirtiendo su fondo fiduciario en el club.

En ese tiempo, Nate, inmerso en el mundo del béisbol, se había limitado a firmar, y así había dado por zanjado el asunto. Pero cuando dos años más tarde una lesión en el hombro le obligó a dejar el béisbol, se alegró enormemente de que Cam y Justin hubieran comprado la fábrica y hubiesen abierto un club.

Enseguida descubrió que él también tenía algo que aportar al negocio: una larga lista de contactos entre los famosos.

Por mucho que le gustara el béisbol, era un Stern de pies a cabeza y, por lo tanto, muy sociable. Algo que los reporteros notaron en el momento en que llegó a Nueva York para jugar con los Yankees. Y él se había encargado de que hubiera continuado siendo así.

Utilizaba su fama para darle publicidad al club. Y aunque hacía ya más de seis años que había dejado el béisbol, seguía siendo uno de los diez jugadores más famosos del equipo.

–¿Qué haces aquí arriba? –le preguntó Justin al salir de la zona de cocina.

Justin era cinco centímetros más alto que él y tenía el cabello castaño oscuro. Los dos tenían los mismos ojos que su madre y la fuerte mandíbula de su padre, un rasgo característico de los varones Stern.

–Acabo de hablar con la profesora de salsa. T.J. va a venir a la clase de baile esta noche y quería estar seguro de que la profesora iba a saber comportarse.

–Le ha debido encantar.

–¿La conoces? –preguntó Nate, sintiendo una leve punzada de celos por la familiaridad con que su hermano hablaba de Jen.

–No mucho. Pero la entrevisté para el trabajo y tiene mucha confianza en sí misma. No le gusta que pongan en duda su profesionalidad.

–¿A quién le gusta eso? –preguntó Nate.

–A mí no, desde luego. Mañana tengo una reunión con las fuerzas vivas de la comunidad. Quieren que se tenga en cuenta su opinión respecto a la fiesta para celebrar el décimo aniversario del club.

–¿Cuándo van a aceptar que somos parte de esta comunidad y que no nos vamos a mover de aquí? –preguntó Nate.

–Nunca se van a dar por satisfechos –declaró Cam, que acababa de aparecer en el patio–. ¿Qué estáis haciendo aquí? Os necesito abajo, para recibir a la banda de música.

–Ahora mismo voy –dijo Nate–. También tengo que recibir al periodista del Herald. Y estoy casi seguro de que Jennifer López va a pasarse por aquí esta noche; está en la ciudad y su gente ha dicho que iba a acercarse al club. Y tengo que ver cuántos más famosos van a venir.

–Estupendo, me gusta lo que dices –dijo Cam.

–Lo sé, por eso me paso las noches de fiesta –contestó Nate.

–¡Ya! Lo haces porque te gusta –interpuso Justin.

–Claro que me gusta. Es genético. No he nacido para sentar la cabeza.

–¿Como papá? –preguntó Justin.

–Sí, como papá. Creo que es por eso por lo que él y mamá no se llevaban bien –dijo Nate.

–Por eso y porque mamá era muy fría –añadió Cam.

Nate apartó los ojos de sus hermanos. Su madre nunca había querido tener hijos y les había dedicado el menor tiempo posible. A cada uno de los tres le había afectado de forma diferente. En lo que a él se refería, no se fiaba de las mujeres, estaba convencido de que, tarde o temprano, siempre acababan abandonando al hombre con el que estaban.

–Bueno, creo que los tres sabemos lo que tenemos que hacer esta noche –declaró Cam–. ¿Qué tal tus negociaciones con las fuerzas vivas de la comunidad?

–Lentas. He invitado a unos cuantos al espectáculo de esta noche para que vean hasta qué punto somos parte de la Calle Ocho.

–Muy bien. Mantenme informado –dijo Cam.

–Lo haré.

Nate y sus hermanos bajaron al piso de abajo. Ahí en medio, con el club casi vacío, Nate miró a su alrededor. Era difícil creer que aquel lugar había sido una fábrica de cigarros puros.

De pequeño nunca había pensado en el futuro. Una vez que se convirtió en un jugador de béisbol profesional, había supuesto que continuaría jugando hasta los treinta y tantos años y que luego pasaría a trabajar de comentarista deportivo. Pero la lesión, tan joven, había cambiado sus objetivos.

Pero no le pesaba, le gustaba lo que hacía.

–Nate…

Se volvió y vio a T.J. Martínez en el vestíbulo, debajo de la estructura colgante de Chihuly.

–¡T.J., amigo! ¿Qué tal el vuelo?

–Bien, muy bien. Listo para un poco de acción esta noche.

–Igual que yo –respondió Nate estrechándole la mano a su amigo al tiempo que se abrazaban–. Tengo entendido que te has apuntado a clases de salsa.

–Mariah ha insistido mucho en que tomara clases, ha dicho que la profesora es de lo mejor y que sería una estupidez desperdiciar la ocasión. Y Paul ha dicho que la profesora estaba estupenda.

–Lo verás por ti mismo. La primera clase empieza dentro de media hora. ¿Te apetece una cerveza antes?

–Claro. Así te cuento las novedades del club. Corre el rumor de que O´Neill va a cambiar de equipo.

Nate condujo a su amigo al bar y charlaron de béisbol y de los jugadores que ambos conocían. Sin embargo, aunque se esforzaba por concentrarse en lo que hablaban, no lograba dejar de pensar en Jen. Pero no le dio importancia.

–Bueno, vámonos ya. No quiero que llegues tarde a tu primera clase.

–¿Vas a venir conmigo?

–Sí, ¿te importa? Aún no he asistido a ninguna clase de salsa y, tal y como tú has dicho, la profesora es… muy buena.

T.J. echó la cabeza hacia atrás y lanzó una carcajada. Los dos acabaron las cervezas y subieron al piso superior, a la clase de Jen.

Capítulo Dos

 

 

 

 

 

Por primera vez, con la música flotando a su alrededor, un hombre consiguió distraerla. Nate Stern la hacía consciente del movimiento de sus caderas. Y cuando la raja de la falda dejaba al desnudo una de sus piernas, sentía los ojos de él fijos en ella.

Los ojos de Nate Stern únicamente.

¿Por qué?

¿Por qué Nate Stern? Iba a conducirla al desastre. No podía permitirse el lujo de que le gustara su jefe. La última vez que le había gustado un hombre con autoridad sobre ella había acabado de mala manera.

Su hermana Marcia se enfadaría con ella y le echaría en cara no haber aprendido la lección. No, no podía repetir los mismos errores.

Y para colmo, T.J. podía ser un genio del béisbol, pero era incapaz de aprender los pasos básicos de salsa. Y no creía que fuera tan difícil.

Alison estaba encargándose de unos alumnos al fondo de la sala cuando empezó a sonar Mambo número cinco.

Con el mando de control remoto, paró la música. Aquella era la canción con la que el club abría sus puertas todas las noches. Alison y ella, cada noche, se colocaban en la parte de atrás y, veinte minutos después de abrir, escenificaban un baile flamenco.

–Muy bien. ¿Listos para demostrar lo que han aprendido? –preguntó Jen–. Al apuntarse a esta clase, lo más seguro es que no se dieran cuenta de que van a ser las estrellas de la apertura del club esta noche.

Los hombres allí presentes lanzaron gruñidos de protesta y también se oyeron unos cuantos aplausos.

–Lo importante es no olvidar que se trata de una música sensual. Tienen que sentirla en el cuerpo. Y no tengan miedo de hacer el ridículo, bailan muy bien.

–Creo que yo solo siento algo cuando juego al béisbol –dijo T.J.

–No se preocupe, señor Martínez, lo hará bien.

–Por favor, tutéame y llámame T.J. –dijo él con una encantadora sonrisa, mostrando una dentadura perfecta y muy blanca.

–De acuerdo. Y como eres el famoso de esta noche, nos gustaría invitarte a que encabeces la fila de la conga y luego, por supuesto, el primer baile.

La política del club era dar publicidad a las clases. Para ello, siguiendo la directiva de Nate Stern, solían hacer que algún famoso participara en ellas, así atraían la atención de la gente.

–Me parece que no soy el tipo adecuado para eso.

Jen le sonrió.

–Me aseguraré de que así sea.

Volvió a poner en marcha la música y se acercó a T.J., todo el tiempo consciente de los ojos de Nate en ella.

Bailaba desde los trece años y estaba acostumbrada a que los hombres la miraran. Y esa noche… esa noche quería que Nate la viera y la deseara. Sabía que era una mujer atractiva; pero cuando bailaba… cuando bailaba era sumamente hermosa.

Sonriendo a T.J., se colocó detrás de él y le puso las manos en las caderas.

–Relájate y déjate llevar –le dijo Jen.

Él asintió y, al cabo de unos momentos, ella comenzó a moverle las caderas. T.J. trató de mover los pies, pero se tropezó.

–No te muevas, siente el ritmo de la música.

–Me parece que ese método no va a funcionar, señorita Miller –dijo Nate–. Permítame que le haga una demostración a mi amigo.

Jen miró a su jefe; después, apartó las manos de T.J. y se separó de él.

Pero en vez de acercarse a T.J., Nate se aproximó a ella y le puso las manos en las caderas.

–Muévase para dejarme que sienta el ritmo.

Le había hablado en voz baja, sólo para que ella le oyera, y respondió al instante. Comenzó a moverse al ritmo de la música.

Nate, al contrario que T.J., se movía con gracia natural. Había colocado las manos en la posición adecuada para ese baile: una mano en la cadera de ella y la otra sujetándole una mano. Y cuando clavó los ojos en los suyos, los demás dejaron de existir. En ese momento, Nate no era su jefe ni alguien importante en la comunidad.

Nate era su compañero de baile, su hombre, mientras se dejaba arrollar por el baile. Mientras bailaban, se mantuvieron la mirada. Nate sabía lo que era la sensualidad. En los brazos de él, ella era algo más que una profesora de baile.

La salsa era una música de pasión y sexo, era una seducción, una promesa de lo que podía ser. Sintió cómo se le derrumbaban las defensas.

Por mucho que se empeñara, no iba a poder mantener las distancias con ese hombre… si él se empeñaba en lo contrario. Y cuando la música llegó a su fin y dejaron de moverse, sabía que Nate la quería pegada a su cuerpo; o, al menos, eso era lo que ella quería. Quería volver a sentir las manos de Nate en las caderas, sujetándola, mientras clavaba los ojos en las negras profundidades de los de él.

 

 

Nate no comprendía por qué se sentía tan posesivo con Jen. Ella no era más que una cara bonita y una empleada; sin embargo, al verla con las manos en las caderas de T.J., se había puesto furioso.

Pero una vez que la había rodeado con los brazos, se había dado cuenta de cuál era el problema. La deseaba. Y desearla complicaba la situación. No obstante, al bailar, había descubierto que Jen también estaba interesada en él.

Después de que la música parase, entre aplausos, Jen se mordió el labio inferior y se apartó de él.

–Así tenéis que bailar todos –dijo ella–. Vais a ensayar y a prepararos para el debut de esta noche.

–No creo que yo pueda bailar así –declaró T.J.

–No te preocupes –contestó Nate–, yo ocuparé tu lugar. A menos que tenga alguna objeción, señorita Miller.

Jen se sonrojó y sacudió la cabeza.

–Es usted un buen compañero de baile, señor Stern.

–Tuteémonos. Llámame Nate.

Ella asintió. Después, volvió la atención de nuevo a sus alumnos.

–¿Por qué no me habías dicho que había algo entre ella y tú? –preguntó T.J.

–No hay nada entre nosotros. Ha sido solo un baile.

–Eso ha sido mucho más que un baile, amigo, ha sido puro sexo –contestó T.J.–. Supongo que mejor me aparto y te dejo el camino libre.

Nate se encogió de hombros. Había sentido algo intenso, pero no era la primera vez que le ocurría. La señorita Miller era una mujer atractiva y despertaba su curiosidad. Quizá se debiera a los sensuales labios, a la estrecha cintura o al cuerpo de bailarina.

Le gustaría explorar ese cuerpo con detenimiento; pero, además de ser el jefe de ella, las relaciones a largo plazo no eran su fuerte.

–¿Qué hay del baile? –dijo Jen, acercándose a ellos–. En vez de hablar, deberían estar ensayando.

–Perdón –se disculpó T.J.–. Me parece que soy una causa perdida.

–Vamos a seguir intentándolo, ¿te parece? No te des por vencido todavía. Nate puede ayudarte con el movimiento de los pies, se le da muy bien.

–Prefiero ensayar con una bonita mujer que con un jugador de béisbol jubilado.

–Lo mismo digo –dijo Nate.

–Lo siento, pero tengo que atender a los demás alumnos también. Y, al parecer, no consigo hacerte sentir el baile –dijo ella–. Nate, ¿cuál crees que es el problema?

Nate se dio cuenta de que Jen estaba siendo sincera. Quería que le ayudara con T.J. y, por primera vez, fue consciente de lo importantes que eran las clases de baile para ella. Hasta ese momento no lo había notado, toda su atención fija en el cuerpo de ella y en sus sensuales movimientos.

–No te lo puedo decir con certeza, pero supongo que T.J. está acostumbrado al deporte, y el baile es algo más sutil, ¿no?

–Sí, creo que tienes razón.

–¿Qué tal una copa? Algunas personas se ponen nerviosas si se les pide que bailen delante de los demás, y una copa les tranquiliza.

–Ni siquiera un barril de cerveza me relajaría –respondió T.J.–. De todos modos, te agradezco el interés.

–Es mi trabajo.

–Y se te da muy bien –comentó T.J.–. Se lo diría a tu jefe, pero creo que él ya lo sabe.

Jen le miró.

–¿Lo sabe?

Nate asintió.

–Sí, eres muy buena profesional.

Nate se dio cuenta de que Jen estaba coqueteando con él y eso le bastó para decidir que también él podía hacerlo.

Jen se plantó delante de sus alumnos y les dijo que se tomaran cinco minutos de descanso, antes de empezar a ensayar el baile con que abrirían el club esa noche.

Nate la siguió afuera. Ella se detuvo en el corredor al darse cuenta de que él la había seguido.

–Siento que T.J. no consiga progresar –dijo Jen.

–No te preocupes. Tú has hecho todo lo que has podido.

Jen asintió.

–No estoy segura de que sea buena idea que tú y yo bailemos juntos.

–¿Por qué no? –preguntó Nate, dando un paso hacia Jen.

Ella se rodeó la cintura con un brazo y ladeó la cabeza. La cola de caballo que sujetaba su bonito cabello castaño le acarició el hombro. Él alargó una mano para acariciárselo. El cabello de Jen era muy suave.

–Por eso precisamente –declaró Jen–. Estoy empezando a olvidar que eres mi jefe, Nate. Y me gusta este trabajo.

–Bailar conmigo no va a poner en peligro tu puesto de trabajo –dijo él.

–Pero si algo… –Jen, arrugando la nariz, se interrumpió.

–¿Qué?

–Sería embarazoso y realmente me gusta este trabajo –insistió Jen; después, se dio media vuelta y se alejó.

Y Nate la dejó marchar, consciente de que Jen estaba preocupada y de que él, verdaderamente, solo sabía de ella que era una cara bonita.

 

 

Jen quería pasar la noche entera bailando con Nate, olvidarse de las consecuencias de sus actos y entregarse por entero a la atracción que sentía por él.

Pero ya no era una niña y ya había pagado un precio muy alto por la equivocación de rendirse al deseo en el pasado. No iba a cometer el mismo error una segunda vez.

¿O sí?

Siempre estaba buscando un hombre que la hiciera sentirse como Nate la hacía sentirse bailando con él. Y no era solo el baile, sino la forma como la miraba y la facilidad con la que se movían al mismo ritmo, instintivamente.

Pero quería hacer algo más que bailar salsa con él. Quería pegarse a su cuerpo con Carlos Santana como música de fondo.

«Para».

Necesitaba ese trabajo. Había dejado atrás el pasado, ahora era una nueva Jen Miller, que anteponía la familia a sus deseos y que era una buena chica.

No debía olvidarlo. Marcia le había ofrecido un hogar cuando lo había necesitado y ella le había prometido a su hermana que cambiaría.

Marcia siempre la había considerado una niña mimada y, en realidad, lo era. Desde los ocho años había mostrado talento para el baile y todos habían esperado grandes cosas de ella. Y a ella le había resultado todo muy fácil.

No había esperado venirse abajo y tener que dejar el mundo del baile de competición a los veintiséis años. Y si quería seguir bailando, y eso era lo único que sabía hacer, tenía que conservar ese trabajo.

Lo que significaba mantener las distancias con Nate Stern.

–¿Te pasa algo? –le preguntó Alison, reuniéndose con ella en el pasillo.

–Sí. Estoy tratando de recuperar la respiración antes de continuar.

–Nate y tú…

–Sí, lo sé. Nos compenetramos bailando.

–¡Y de qué manera! Creo que deberías sacarle provecho –dijo Alison.

–¿Cómo?

–Si yo fuera tú, haría que viniera todas las noches a bailar.

–Dudo que tenga tiempo para eso, es un hombre muy ocupado –respondió Jen–. Bueno, ¿lista?

–Sí. ¿Te vas a quedar a ver la actuación principal de esta noche?

–Es posible. ¿Y tú?

–Sí. He quedado aquí con mi novio.

–¿Qué tal te va con Richard?

–Bien –respondió Alison–. No es una relación de por vida, pero lo pasamos bien juntos.

Eso era lo que ella quería, algún hombre con el que pasarlo bien y que no le rompiera el corazón. Sin embargo, desgraciadamente, eses tipo de relaciones no eran para ella. Por eso era por lo que Nate le preocupaba tanto.

¿Por qué no podía ser como Alison, divertirse con él y nada más? ¿Por qué?

Había empezado una nueva vida, ¿no? ¿Por qué no cambiar también de actitud respecto a los hombres? ¿Por qué no divertirse y dejarse de complicaciones?

–¿Cómo haces para no implicarte emocionalmente, para no enamorarte? –le preguntó a Alison.

Alison se encogió de hombros.

–Richard no es el hombre de mi vida. Con él, lo único que quiero es divertirme, nada más. Y si le llamo y no está disponible, llamo a otro.

Jen no sabía si era capaz de semejante comportamiento, aunque quería serlo.

–Me encantaría ser como tú –dijo Jen.

–¿Cómo vas a ser como yo si no sales con nadie? Hace dieciocho meses que te conozco y ni siquiera te he visto tomarte un café con un hombre.

–Tienes razón, lo sé.

Alison sonrió.

–¿Quieres venir con Richard y conmigo esta noche?

Jen sacudió la cabeza, pero entonces se dio cuenta de que necesitaba hacer algo diferente.

–Está bien, iré con vosotros.

–Estupendo. Richard siempre va con amigos y estoy segura de que, al menos, le gustarás a dos de ellos.

Jen tragó saliva.

–¿Y si no puedo…?

–Tranquila, no pasará nada. No hay ningún compromiso.

Volvieron a entrar en la sala de ensayos. Nate estaba a un lado, hablando por teléfono, y ella se lo quedó mirando.

Y fue cuando, de repente, se dio cuenta de que no quería divertirse con ninguno de los amigos de Richard. Quería hacerlo con Nate. Era por él por lo que se le había ocurrido cambiar de forma de comportarse con los hombres.

Quería estar con él y no hacía falta ser un genio para darse cuenta de que Nate no era la clase de hombre que buscaba una relación estable. Nate cambiaba de acompañantes constantemente y se hablaba de él en la prensa con frecuencia.

Jen sacudió la cabeza. A pesar suyo, sabía que, tarde o temprano, no iba a negarse a sí misma el placer de conocer a Nate mejor.

Porque Nate era la clase de hombre que le gustaba.

Capítulo Tres

 

 

 

 

 

Nate lanzó una mirada alrededor y, entre la multitud, divisó suficientes famosos como para hacer que la fiesta en el club resultara interesante. Entonces, se inclinó hacia delante, sobre Jen, y le susurró al oído:

–Ahí está Hutch Damien, ¿lo ves? Vamos a hacer que se una a la cola de la conga.

–No le conozco.

–Pero yo sí. Vamos hacia allí –dijo Nate.

Condujo a Jen mientras la fila de la conga serpenteaba entre las mesas.

Jen no tenía micrófono; en ese club, el disc-jokey era quien hacía que los clientes se pusieran en pie y bailaran. Dejó la fila de la conga y se acercó a Hutch Damián.

–¿Quieres bailar? –le preguntó coqueta.

–Nunca rechazo a una mujer bonita –respondió Hutch con una sonrisa traviesa.

Hutch se puso en pie y Nate le hizo sitio en la fila de la conga. Al ritmo de la música, Jen continuó aumentando la fila, muchos de los presentes querían poder decir que habían bailado con Hutch Damien.

Hutch era una estrella de Hollywood que, en la adolescencia, había sido músico de rap y había alcanzado enorme fama como tal. Pero su atractivo físico le había llevado a Hollywood y a un gran éxito en las pantallas. Y, además, era un tipo simpático.

Él y Nate, ambos niños ricos, se conocían del colegio. Pero como eso no casaba con la imagen pública de Hutch, de antiguo rapero, no lo mencionaban.

Jen les condujo al centro de la pista de baile y se hizo a un lado en el momento en que la música cesó, antes de que el disc-jokey pusiera la canción Hips Don´t Lie, de Shakira.

Nate dejó a T.J. y a Hutch en la pista de baile en el momento en que un grupo de mujeres se les acercó para bailar con ellos y, probablemente, para sacarles fotos con los móviles.

Durante los tres cuartos de hora siguientes, no consiguió ver a Jen. Envió un mensaje a Cam para ver si le necesitaba para algo. Después, en Tweeter, mencionó el hecho de que Hutch y T.J. estaban bailando en el club.

Por fin, se metió el móvil en el bolsillo y fue a buscar a sus amigos a la zona VIP. Los encontró con facilidad y se sentó con ellos. Pero no podía pasar toda la noche allí sentado, necesitaba asegurar la presencia de famosos por todo el club.

Cuando más trabajaba era de noche, pero le encantaba.

–¿Adónde vas? –le preguntó Hutch cuando le vio levantarse.

–Va a tocar un grupo de música ahí abajo esta noche.

–Sí, pero no van a tocar hasta las diez –dijo Hutch, lanzando una significativa mirada a su reloj de pulsera.

Nate sonrió.

–Es que hay una chica… –comentó T.J.

–Siempre hay una chica en la vida de nuestro Nate.

–Sí, eso es verdad. Me parece que te va a gustar.

–¿Es para mí?

–No –interpuso Nate–. Es para mí.

–De acuerdo. ¿Quién es? –preguntó Hutch.

T.J. bebió un sorbo de su cubalibre y se inclinó hacia delante mientras recorría la pista de baile con la vista. Jen estaba en el medio, bailando flamenco.

–Ahí está. La morena con vestido rojo.

–Está muy bien –dijo Hutch–. ¿Trabaja aquí, en el club?

–Sí –respondió Nate–. Es la profesora de baile.

–¿Cómo se llama? –preguntó Hutch.

–Jen –respondió Nate.

–A mí me gusta –dijo T.J.–. Es simpática y sabe mover el cuerpo. Y Nate se puso furioso cuando me tocó para bailar conmigo.

–No me puse celoso –repuso Nate.

Nunca había sentido celos de nadie. Vivía la vida y la aprovechaba al máximo.

–Lo sé, lo sé, ha sido una broma. Vamos, ve a buscar a tu chica antes de que desaparezca –dijo T.J.

Nate volvió a mirar a la pista de baile y, en ese instante, vio a Jen y a su ayudante, Alison, despidiéndose y listas para marcharse.

Nate se puso en pie y comenzó a moverse entre la multitud. Se detuvo para firmar autógrafos y a posar para que le tomaran fotos. Y no dejó de sonreír, a pesar de estar impaciente por alcanzar a Jen.

Cam le envió un mensaje al móvil mencionando un problema con la lista de invitados y pidiéndole que se acercara al mostrador de recepción para solucionarlo. Y, aunque tenía miedo de no alcanzar a Jen, no le quedaba más remedio que encargarse del asunto inmediatamente.

¿Miedo?

Sacudió la cabeza y bajó la escalinata mirando a su alrededor, a la gente en la pista de baile, mientras trataba de felicitarse por el éxito del negocio. Luna Azul era su vida.

Así se había llamado el barco de su padre. En él, su padre, sus hermanos y él habían pasado muchos días durante los veranos, escapando a las exigencias de su madre. En el mar, lejos de la costa, lejos de todo aquel que quería algo de Jackson Stern, el famoso fenómeno del golf.

Al llegar al vestíbulo de la entrada, vio a Jen cerca del mostrador de recepción.

–Perdona, pero le había dicho a mi hermana y a su amiga que vinieran esta noche, que conseguiría que les dejaran entrar.

–Por supuesto –dijo Nate, consciente de que su destino era pasar aquella noche con Jen.

 

 

 

Jen había tratado de mantenerse alejada de Nate, pero había tenido que recurrir a él para que dejaran entrar en el club a su hermana y a la amiga.

–Perdona la molestia –repitió Jen.

–No es nada –respondió Nate. Entonces, se volvió hacia Marcia y le sonrió–. Soy Nate Stern.

–Marcia Miller. Y esta es mi amiga Courtney.

–Encantado, señoritas. Inmediatamente me encargo del asunto –declaró Nate.

Mientras Nate se acercaba a la recepción, Jen deseó que se la tragara la tierra. Era una situación incómoda. Sentía mucho haber tenido que recurrir a él.

–¿Te estamos causando problemas? –le preguntó Marcia.

–No, en absoluto. Nate se ocupará del asunto.

Según la política del club, todos los empleados tenían derecho a dos entradas gratis al mes para familiares y amigos, y ella no había utilizado sus entradas.

Marcia le acarició el brazo.

–Nate Stern es tu jefe, ¿verdad?

–Más o menos. Y Marcia, sabes perfectamente quién es Nate, no te hagas la tonta.

–Sí, claro que lo sé. ¿No es un playboy?

Jen se encogió de hombros.

–Esa es la impresión que da, pero trabaja en el club, no vive de la nada.

–Vaya, me alegro –dijo Marcia.

–¿Cómo es que le conoces? –preguntó Courtney.

–Ha estado en mi clase de baile esta noche. Uno de sus amigos se había apuntado.

–¿Ha asistido más veces a tus clases? –preguntó Marcia.

–No. Y gente más famosa que T.J. Martínez ha ido a mis clases.

–¿T.J. ha ido…?

–Sí. Deja de babear, Courtney.

–No estoy babeando, pero T.J. es sensacional. Tienes un trabajo estupendo.

–Eso lo dices porque tú te pasas la vida delante de una pantalla de ordenador.

–Cierto –contestó Courtney–. Bueno, ya viene.

Jen volvió la cabeza y vio a Nate avanzando hacia ellas. Tenía dos entradas en la mano, que dio a Courtney y a Marcia.

–Diviértanse, señoritas.

–Lo haremos. Gracias, señor Stern –dijo Marcia.

–Por favor, tutéame y llámame Nate. Y dale las gracias a tu hermana. En realidad, ha sido un error administrativo –dijo Nate.

–Gracias, Jen –dijo Marcia–. ¿Vienes con nosotras?

Jen asintió.

–¿Podría hablar antes contigo un momento? –preguntó Nate.

–Ahora mismo voy con vosotras –les dijo a Marcia y a Courtney.

Cuando su hermana y la amiga se marcharon, se volvió a Nate.

–¿Qué pasa?

–¿Has hecho planes para esta noche?

Jen arqueó las cejas.

–Voy a acompañar a mi hermana y a su amiga. ¿Por qué lo preguntas?

–Quería que vinieras conmigo.

–¿Por qué? –preguntó ella.

–Me parece que podríamos divertirnos juntos.

Jen ladeó la cabeza y se lo quedó mirando. Quería contestar afirmativamente y recordó lo que Alison le había dicho aquella misma tarde respecto a pasárselo bien. Desde luego, nadie mejor que Nate para hacerle pasar un buen rato.

–De acuerdo.

–¿Tenías que pensártelo tanto?

–Sí –respondió Jen–. No… se me da bien tomar decisiones rápidas.

–Lo tendré en cuenta. ¿Quieres ir a decírselo a tu hermana?

–Sí. ¿Por qué no vienes conmigo y pasamos con ellas un rato?

–Eso no entraba en mis planes.

–¿Cuáles eran tus planes? –preguntó Jen.

No tenía ni idea de por qué había accedido a salir con Nate. Debería dedicar su tiempo libre a los analistas financieros amigos de Courtney o a los abogados amigos de su hermana, no a Nate.

–¿Hacer que la pista de baile del club eche humo?

Jen le miró fijamente.

–No soy tu tipo y lo sabes, ¿verdad?

–No, no lo sé. Creo que tú y yo nos vamos a llevar muy bien.

–Eso es lo que me da miedo –comentó ella en un susurro. Sin embargo, quería agarrar con ambas manos lo que la noche podía ofrecerle… con Nate–. Vamos, Nate. A ver si eres capaz de aguantarme el ritmo.

Nate le agarró la mano y la condujo al interior del club, al lugar donde Marcia y Courtney estaban esperando.

 

 

Marcia y Courtney se marcharon del club a medianoche, pero Nate no estaba dispuesto a permitir que Jen se fuera.

–Quédate –dijo él en el vestíbulo, bajo la maravillosa escultura de cristal de Chihuly.

–No creo que sea una buena idea –dijo ella–. Mañana tengo que trabajar.

–Sí, pero por la tarde. Quédate conmigo, Jen.

–Yo… está bien, ¿por qué no? ¿Qué propones que hagamos?

–Después de la actuación del grupo de música, hay una fiesta en la terraza del club.

–Está bien. Pero tengo que marcharme a las dos como muy tarde –dijo ella.

–No te guardaré rencor si cambias de parecer.

–¿Tanta confianza tienes en ti mismo? –preguntó ella.

–Digamos que sé que lo estás pasando bien; además, tu hermana me ha dicho que sales muy poco.

–¿Te ha dicho eso?

–Sí.

–¿Y qué más te ha dicho?

–Que eres su hermana pequeña y que tendré que vérmelas con ella si te juego alguna mala pasada.

Jen se sonrojó.

–Me protege demasiado. Nuestra madre trabajaba mucho y Marcia me cuidaba.

–Lo mismo pasaba con Cam y conmigo –dijo Nate.

–No me extraña. Cam parece el hermano mayor de todo el mundo aquí.

–¿Le tratas mucho? –preguntó Nate. Le parecía extraño haber conocido a Jen ese día, mientras que su hermano parecía conocerla de más tiempo.

–No. Pero me pidió que formara parte del comité para organizar la fiesta del décimo aniversario del club.

–Ah, sí, se supone que yo también voy a participar en el comité, así que nos veremos con más frecuencia.

Jen bajó la mirada y él se extrañó de la expresión que vio en ella. Pero, en ese momento, T.J. se les acercó y le echó un brazo sobre el hombro.

–Amigo mío, ¿qué tal?

–Bien –respondió Nate, dándose cuenta de que T.J. estaba borracho. No quería interrumpir la conversación con Jen, pero T.J. le necesitaba.

–Vamos a sentarnos a una mesa a charlar.

–No, no quiero sentarme. ¿Sabías que estoy soltero otra vez?

Nate sacudió la cabeza.

–Sí, algo he oído.

–Todo el mundo lo sabe –dijo T.J.

–Ahí al fondo hay una mesa libre. ¿Por qué no la ocupáis mientras yo voy a por unas bebidas? –propuso Jen.

–No te preocupes por eso, Jen. Tan pronto como nos sentemos, Steve nos servirá lo que suelo tomar –dijo Nate.

–No creo que sepa lo que yo quiero tomar, así que, antes de sentarme con vosotros, iré a decírselo –dijo Jen.

–Gracias –dijo Nate, encargándose de T.J. mientras se dirigían a la mesa que Jen había visto libre; entretanto, T.J. hablaba de su soltería.

–Lo odio. Yo no soy como tú. No me gusta salir todas las noches; prefiero estar en casa, con la misma mujer. Una bonita casa en las afueras, ya sabes.

Nate le dio una palmada en el hombro.

–Sí, lo sé. Pero no te preocupes, pronto conocerás a la mujer de tu vida.

–¿La mujer de mi vida? Lo dudo. No conocemos a buenas chicas.

Nate iba a asentir cuando, de repente, alzó el rostro y vio a Jen acercándose a la mesa. Pensó que conocían buenas chicas, pero que no sabían cómo tratarlas. Y, por primera vez, se sintió confuso. Quería comportarse como un caballero con Jen, pero no sabía cómo conseguirlo.

–Creo que los tipos como tú y como yo no sabemos qué hacer con una buena chica.

–Es posible –contestó T.J. mirando a Jen–. ¿Le has pedido al camarero que me traiga un cubalibre?

–No, lo siento. Para ti, le he pedido un refresco.

–Necesito ron, Jen. Creo que bailaría mejor con un poco de ron en el cuerpo.

–Lo dudo. Y, además, te estaba enseñando a bailar salsa, no samba.

–Pues, sintiéndolo mucho, me voy al bar a ver si me dan un cubalibre –dijo T.J.–. Aunque te agradezco el gesto, Jen.

–De nada –contestó ella.

T.J. se levantó de la mesa y se marchó.

–Gracias por dejarnos unos minutos a solas –dijo Nate a Jen.

–No hay de qué.

–Vamos, siéntate –dijo él.

–Estaba pensando en volver a casa –comentó Jen.

–¿Por qué?

Jen se sentó al lado de él, pero con la espalda muy rígida.

–Este no es mi ambiente.

–¿Por qué no? ¿En qué se diferencia de estar abajo, como cuando estábamos con tu hermana? –preguntó Nate.

–Quizá para ti sea lo mismo, pero la gente es distinta. Aquí hay famosos por todas partes, y gente sacándoles fotos. En mi opinión, aquí solo hay dos tipos de personas.

–¿Qué dos tipos?

–Los que se encuentran en su ambiente y a los que les gustaría que este fuera su ambiente. Y yo no quiero que a mí me pase eso –declaró Jen.

Jen, entonces, le agarró una mano y Nate notó lo delicados que eran sus dedos.

–Me gustas, Nate, pero este es tu mundo, y pasar aquí un rato me ha demostrado que yo no pertenezco a este mundo.

–Podrías, si yo te invitara.

–Quizá, pero… ¿por cuánto tiempo?

Capítulo Cuatro

 

 

 

 

 

Nate se encogió de hombros.

–La vida puede dar muchas vueltas.

–Sí, lo sé –respondió ella.

–Siéntate, Jen. Cuéntame qué te hizo venir a trabajar aquí.

Jen tragó saliva y sacudió la cabeza.

–Preferiría no hablar de eso. Prefiero bailar la samba que están tocando.

Nate se puso en pie y la condujo a la pista de baile. Tan pronto como llegaron ahí, él se volvió y ella comenzó a bailar. Los pasos de samba eran muy rápidos, pero él no tuvo problemas en seguirla.

Jen era una gran bailarina, su ágil cuerpo se movía al ritmo de la música al tiempo que le sostenía la mirada.

Nate la atrajo hacia sí mientras se movían y sintió el cuerpo de Jen rozando el suyo.

Jen le miró y Nate se dio cuenta de que algo había cambiado entre los dos.

Y en el momento en que la canción llegó a su fin, Nate abrazó a Jen y la besó.

 

 

 

El tiempo transcurrió sin sentir. Pasó la noche bailando con Nate. Y por primera vez desde que tuvo que dejar el mundo del baile de competición, se sintió viva.

Le preocupaba que fuera un hombre el motivo de ello. Además, sabía que lo que estaba ocurriendo aquella noche acabaría ahí. Imposible pasar con Nate más de una noche. Nate se codeaba con gente que salía en las revistas del corazón. Y aunque se estaban mostrando muy amables con ella, sabía que al día siguiente ni siquiera la reconocerían.

–Me apetece beber algo –dijo Nate, sacándola de la pista de baile–. Puede que tú estés acostumbrada a bailar tanto, pero yo no.

–No me ha parecido que te estuvieras esforzando –comentó Jen.

–No podía permitir que una chica me dejara fuera de juego.

–¿Una chica? A las mujeres no nos gusta que nos llamen chicas –le dijo ella.

–Perdona, no era mi intención ofenderte.

Nate, con un brazo, tiró de ella hacia sí. Los dos estaban sudorosos y le gustó cómo olía él. Se pegó al cuerpo de Nate durante unos segundos, hasta que se dio cuenta de lo que estaba haciendo.

–Quédate como estás, me gusta sentirte cerca –dijo él, estrechándola contra sí.

–A mí también me gusta –respondió Jen con voz suave. Entonces, alzó la mirada y la clavó en los negros ojos de Nate.

–Estupendo. Y ahora, ¿qué tal un mojito?

–Prefiero agua –respondió ella.

Había bailado y bebido demasiado. Y Nate también se le había subido a la cabeza.

–Primero, agua, después, mojitos. No me gusta beber solo.

–No creo que eso sea un problema para ti, siempre vas con alguien del brazo.

–No siempre –respondió Nate.

Y mientras Nate se alejaba de ella, Jen se dio cuenta de que ese hombre era algo más que un playboy.

Cuando Nate regresó, la llevó a un lugar apartado, detrás del escenario, donde se encontraron los dos solos.

Nate le dio el agua y ella bebió, contenta de hidratarse después de tanto baile.

–Me encanta la vista desde aquí –dijo Nate, tirando de ella hacia la barandilla que recorría el perímetro de la terraza.

Jen paseó la vista por la Pequeña Habana y más allá, a la silueta de los edificios de Miami. Localizó las brillantes luces del hotel Four Seasons, el edificio más grande de Florida. Sí, era una vista impresionante.

–Sí, te comprendo –contestó ella–. Háblame del club y de cómo acabaste trabajando aquí.

Nate arqueó una ceja, mirándola.

–Creía que todo el mundo lo sabía.

Jen sacudió la cabeza.

–No. Bueno, sé lo que dijeron los periódicos y oí rumores, pero quiero saber lo que pasó de verdad. ¿Por qué Nate Stern dejó el béisbol para codirigir un club en el sur de Florida con sus hermanos, en vez de dedicarse al cine?

Jen se bebió el resto del agua y dejó el vaso en una mesa de hierro forjado. Nate la agarró del brazo y la condujo a un banco junto a unos árboles.

–Te contaré mis secretos a cambio de que tú me cuentes los tuyos, ¿te parece? –sugirió Nate.

Ella asintió.

–Pero yo no soy tan interesante como tú. Sin embargo, te hablaré de mí si me traes un mojito.

–De acuerdo.

Tras una rápida expedición al bar, Nate volvió y le dio un mojito. Después, se sentó en el banco, con ella, y le puso un brazo por la espalda, atrayéndola hacia sí.

 

 

A Nate no le gustaba hablar del pasado. Solo lo hacía con amigos como T.J., porque lo que realmente les unía era el béisbol.

–Creo que me has preguntado por qué estoy aquí, ¿no? –dijo él.

–Sí, eso es. No creía que fueras a encontrarte a gusto en Miami. ¿Por qué no te quedaste en Nueva York… o te fuiste a Los Ángeles?

Nate se encogió de hombros. Lo cierto es que había sufrido una seria lesión y había necesitado el apoyo de sus hermanos.

–Me pareció lo mejor en su momento –contestó él–. Mis hermanos estaban aquí y yo había invertido dinero en el club; por lo que, oficialmente, tenía un trabajo. Mi carrera como jugador de béisbol había llegado a su fin, así que volví a casa.

–Lo dices como si no fuera nada –comentó ella, pensativa–. ¿Tan fácil te resultó abandonar tu sueño?

–¿Mi sueño?

–El béisbol –aclaró ella.

Nate había tenido un bache, pero lo había superado.

–Lo más triste de todo, Jen, es que me di cuenta de que no quería ser solo un jugador de béisbol.

–¿Qué era lo que querías ser? –preguntó Jen, acercándose más a él.

–Famoso –respondió Nate–. Lo sé, es muy superficial, ¿verdad?

–Yo también quería ser famosa –admitió Jen.

–¿En serio?

–¿Crees que bromearía con una cosa así?

–No, claro que no, perdona. La verdad es que no sé nada sobre ti. Cuéntame.

Jen respiró profundamente y bebió un sorbo de mojito. La bebida era suave y refrescante.

–Vamos, cielo –insistió Nate–. Tu secreto está a salvo conmigo.

–¿Cielo? No me conoces lo suficiente para tomarte tantas confianzas conmigo.

–Jen, te conoceré mucho mejor antes de que acabe la noche.

–¿No te estás adelantando a los acontecimientos? –le preguntó ella.

–No. Te gusto tanto como tú me gustas a mí.

Jen asintió.

–Sí, es verdad. Por mucho que me cueste reconocerlo, quiero saber cómo es el tipo que se esconde detrás de la cámara.

–Estupendo. Espero gustarte –dijo él.

–Hasta el momento, me tienes impresionada.

Nate bebió. La brisa de febrero le revolvió unas hebras de cabello a Jen. Él alargó el brazo y se las recogió detrás de una oreja.

–Gracias –dijo ella con voz ronca y suave.

–Has dicho que querías ser famosa… ¿haciendo qué? –preguntó Nate.

Nate no podía dejar de tocarla. Jen tenía la piel muy suave. Las mujeres con las que salía normalmente se preocupaban sobre todo por su aspecto físico, su imagen, por lo que raras veces le dejaban tocarlas, excepto en la cama, cuando hacían el amor. Pero Jen le dejaba tocarle la cara.

Le acarició el labio inferior y ella se lo permitió. Tenía los labios entreabiertos y su aliento le acarició los dedos.

–No puedo pensar con lo que me estás haciendo –dijo ella.

–Pues no pienses –replicó Nate.

La rodeó con los brazos y la estrechó contra sí. Sintió en el pecho el vaso con el mojito que Jen sostenía en las manos, frío y mojado.

Jen se lamió los labios y comenzó a cerrar los ojos en el momento en que él bajó la cabeza. Quería que aquella noche durara una eternidad, sabía que no podía permanecer un segundo más en aquella terraza sin besarla.

 

 

A Jen le sorprendía reaccionar así con Nate, que no era bailarín. Sacudió la cabeza, recordándose a sí misma que su vida ya no era el baile. No obstante, seguía resultándole difícil aceptarlo.

–Me parece que ya no estás pensando en besarme.

Jen se apartó de él y se mordió el labio inferior. El olor del hibisco, en unos maceteros próximos a donde se encontraban, impregnaba el aire.

Jen se inclinó sobre él y las pupilas de Nate se dilataron.

–Así está mejor.

Sí, era verdad. Le acarició los labios con los suyos. Los labios de Nate eran sensuales y firmes; y cuando los abrió, su aliento le acarició. Nate olía a mojito y ella cerró los ojos para disfrutar el momento.

Nate la estrechó contra su cuerpo. Ella sintió el calor de él y quiso grabar el momento en su recuerdo.

Entonces, los labios de Nate volvieron a acariciar los suyos antes de penetrarle la boca con la lengua, y todo pensamiento se evaporó.

Los brazos de Nate eran grandes y fuertes, y sintió su musculatura, su fuerza. Aunque ya no era un deportista profesional, Nate Stern seguía siendo un hombre muy fuerte.

Ella le puso las manos en los hombros y echó la cabeza hacia atrás para mirarle el rostro. Nate no sonreía, su expresión era intensa.

–¿Demasiado?

–Quizá –respondió ella–. Esta tarde vine a trabajar pensando que era un día cualquiera y ha resultado no serlo, Nate.

–Bien. La vida debería estar llena de sorpresas.

Jen sacudió la cabeza.

–No, no lo creo. Si así fuera, ¿cómo conseguiría uno cierta estabilidad?

Nate se puso en pie y la hizo levantarse.

–La gente la proporcionaría.

–¿La familia? –preguntó ella, dejándose llevar a la barandilla de la terraza.

–O la ciudad –dijo Nate–. Miami nunca cambia. En el fondo, la ciudad nunca cambia. Cierto que hay cambios políticos; pero, fundamentalmente, la playa y el clima subtropical hacen que la vida aquí sea bastante tranquila.

Jen, consciente del brazo de Nate rodeándole la cintura, contempló la Calle Ocho y la vista de la Pequeña Habana.

–¿Te criaste aquí, en la Pequeña Habana?

–No, en Fisher Island.

–Ah.

Pero Jen ya lo sabía, lo había leído en las revistas. Sin embargo, por la forma como Nate había hablado de Miami, le había dado la impresión de que conocía muy bien la ciudad. La ciudad en la que ella se había criado. Pero al ser clase media baja, ella había vivido en un lugar muy diferente a la elegante zona residencial de Fisher Island.

–¿Y tú?

–Aquí, en la ciudad.

–Entonces, supongo que sabes lo que he querido decir.

Jen cerró los ojos y pensó en la ciudad, y en los ritmos de la Calle Ocho. Pensó en las lucha diaria de la gente de clase media baja y en que sabía divertirse y celebrar cumpleaños en la playa.

–Sí, lo sé.

Entonces, Nate la hizo volverse y, en esta ocasión, obtuvo de ella mucho más que una respuesta a un beso.

Capítulo Cinco

 

 

 

 

 

El sol comenzaba a asomar por el horizonte cuando llegaron al ático de Nate en el centro de la ciudad. No recordaba haber disfrutado tanto de una velada y sabía que lo debía a estar con Jen.

Jen estaba en el vestíbulo, parecía tener sueño, pero se la veía contenta. En su opinión, la noche estaba siendo todo un éxito.

La rodeó con los brazos. La deseaba. Y cada segundo que pasaba la deseaba más.

–Me gusta esto –dijo Jen caminando.

Jen se detuvo delante del ventanal del cuarto de estar, cuya altura iba del suelo al techo.

–Esta vista…

–Es increíble, ¿verdad? –le interrumpió él, colocándose a espaldas de Jen al tiempo que le rodeaba la cintura con los brazos y se pegaba su espalda al pecho.

–Lo he pasado muy bien esta noche –confesó Jen–. No imaginaba que fuera a disfrutar tanto.

–¿Por qué no?

–No había tenido un buen día –repuso ella.

–¿No? –Nate la condujo a la moderna cocina. Allí, la acercó a uno de los taburetes delante del mostrador.

–La noche sí ha estado bien. Pero el comienzo del día… En fin, estoy demasiado cansada para explicarme bien. Digamos que tú has hecho que mejorase un día que había empezado bastante mal.

–Me alegro. Dime, ¿por qué había empezado mal?

–He recibido una noticia que pensaba que iba a ser otra cosa.

–¿Qué noticia? –preguntó Nate mientras sacaba de la nevera los ingredientes para hacer tortillas.

–Hace unas horas me preguntaste sobre los secretos de mi vida, ¿lo recuerdas? –preguntó ella.

–Sí, lo recuerdo. ¿Tiene esa noticia algo que ver con tus secretos? –preguntó Nate.

No se le había ocurrido pensar que Jen pudiera guardar serios secretos. Era bailarina y coreógrafa. ¿Qué secretos podía tener?

–Sí, así es. No sé qué es lo que sabes de mí –dijo ella, mirando en su dirección.

–No mucho. ¿Eres bailarina profesional?

–Exacto. Mi vida siempre se ha centrado en el baile. Pero hace unos años, cometí un grave error y, desde entonces, no he podido participar en el mundo del baile de competición –declaró ella.

–¿Qué error?

–Uno que tenía que ver con un hombre –confesó Jen, mirándole con ojos cansados.

–Tiene gracia, Jen, pero yo también cambié de profesión por una mujer.

–¿En serio?

–Sí. Cuando sufrí la lesión, estaba prometido y, mientras me recuperaba, ella decidió irse con otro jugador.

–Lo siento.

–Yo no lo siento. Evidentemente, no habríamos sido felices juntos. Me enseñó una gran lección, una lección que no he olvidado –dijo él.

–¿Qué lección? –preguntó Jen.

–Que no estoy hecho para el matrimonio.

–¿Por qué me dices esto? –preguntó Jen.

–Te lo digo para que no creas que eres la única que ha cometido equivocaciones a causa del amor. ¿Qué te pasó a ti?

–Me prohibieron participar en las competiciones de baile latinoamericano. Presenté un recurso y, después de un largo periodo de revisión, me lo han denegado. Se mantiene el veredicto original –Jen bajó los hombros–. Jamás volveré a competir.

–No pasa nada. Harás otras cosas –dijo él–. En el club, todas y cada una de las noches compartes tu amor por la música latinoamericana con gente nueva. Eso es importante, ¿no?

Jen sacudió la cabeza.

–No es lo mismo.

–No, no lo es. Pero así es la vida.