Discursos de España en el siglo XX - Varios autores - E-Book

Discursos de España en el siglo XX E-Book

Varios autores

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El problema de la construcción de España en la época contemporánea ocupa desde hace casi dos décadas el centro de los quehaceres y debates de los historiadores españoles. En los últimos años se ha experimentado, además, un giro que desplaza cada vez más la atención hacia el siglo XX. Centradas en el estudio de los discursos y prácticas de nación en el siglo XX, se puede constatar a través de las distintas aportaciones la complejidad de dichos discursos y prácticas, así como la necesidad de fijar la atención en aspectos poco estudiados. Podría decirse que se ha tratado de estudiar el proceso de construcción nacional en la España del siglo XX, con todas sus contradicciones y especificidades, pero de construcción nacional al fin.

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DISCURSOS DE ESPAÑA EN EL SIGLO XX

Carlos Forcadell Pilar Salomón Ismael Saz (eds.)

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente,ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico,electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Del texto, los autores, 2009

© De esta edición:

Publicacions de la Universitat de València, 2009

http://puv.uv.es, [email protected]

Publicación n.º 2880 de la Institución «Fernando el Católico»

Organismo Autónomo de la Excma. Diputación de Zaragoza

http:// ifc.dpz.es, [email protected]

Ilustraciones de la cubierta: Manuel Azaña en un mitin en el campo de futbol de Mestalla, en Valencia, el año 1936 (fragmento).

Fotografia de Luis Vidal Corella. Archivo de Luis Vidal.

Francisco Franco en una visita a Vilafranca el año 1949 (fragmento).

Arxiu de la Imatge i del So de Vilafranca. Fondo Ajuntament de Vilafranca.

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

ISBN: 978-84-370-7391-0

Realización ePub: produccioneditorial.com

ÍNDICE

INTRODUCCIÓN

LOS SOCIALISTAS Y LA NACIÓN

REPUBLICANISMO E IDENTIDAD NACIONAL ESPAÑOLA: LA REPÚBLICA COMO IDEAL INTEGRADOR Y SALVÍFICO DE LA NACIÓN

LA NACIÓN DE LAS MOCEDADES DE JOSÉ ORTEGA Y GASSET Y EL DISCURSO DEL NACIONALISMO ESPAÑOL (c. 1906-c. 1914)

MITOS DE LA ESPAÑA INMORTAL. CONMEMORACIONES Y NACIONALISMO ESPAÑOL EN EL SIGLO XX

LAS ESPAÑAS DEL FRANQUISMO: ASCENSO Y DECLIVE DEL DISCURSO DE NACIÓN

POLÍTICAS DEL PASADO: LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA EN EL FRANQUISMO

NACIÓN Y DEMOCRACIA. EL NACIONALISMO CONSTITUCIONAL ESPAÑOL

INTRODUCCIÓN

Carlos Forcadell

Pilar Salomón

Ismael Saz

La cuestión nacional, el problema de la construcción de España en la época contemporánea, ocupa desde hace casi dos décadas, como se sabe, el centro de los quehaceres y debates de los historiadores españoles, aunque, claro está, no sólo de ellos. No siempre fue así, sin embargo. Con anterioridad, prácticamente desde finales de la Segunda Guerra Mundial, el problema de los nacionalismos pasó a un discreto segundo plano en el grueso de la historiografía internacional. También en España, la historiografía, una vez recuperada la libertad, se ocupó prioritariamente de otros temas y problemas. Y cuando la cuestión nacionalitaria empezó a ser objeto de atención, lo fue fundamentalmente desde la perspectiva de los nacionalismos subestatales, esto es, la de los nacionalismos alternativos al español. Sólo a principios de los años noventa del siglo pasado empezaron a alzarse algunas voces acerca de esa extraña circunstancia consistente en que todo nacionalismo podía ser objeto de estudio en España salvo el propio nacionalismo español. Este fue el principio de la posterior eclosión de los estudios y debates a los que nos referíamos.

Pero la sucesión de perspectivas cambiantes no es nunca inocente ni neutral. Son muchas las circunstancias y los procesos que explican esta evolución tanto en la historiografía internacional como en la española. No se trata de analizarlos ahora; aunque sí de llamar la atención sobre uno de ellos, que latía con especial fuerza en el caso español. Fuera o no ésta la causa fundamental, lo cierto es que la falta de atención al nacionalismo español venía acompañada del presupuesto más o menos tácito de que sencillamente tal nacionalismo no había existido o, por lo menos, no en la forma de los nacionalismos modernos, que sí habrían tenido lugar en otras latitudes.

Por supuesto, esto enlazaba casi a la perfección con las viejas y venerables tesis acerca de los fracasos de España en la edad contemporánea, en particular aquel aspecto de éstas que remitía a la inexistencia, o casi, de clases medias modernas comparables a las de otras sociedades europeas. Y, ya se sabe, sin clases medias modernas no puede haber nacionalismo moderno.

No resulta sorprendente por ello que un concepto que ha presidido la historia de España del siglo XX, el de regeneracionismo, se tratase como si ese movimiento, proceso o como se quiera llamar no tuviera nada que ver con el nacionalismo. De modo que toda Europa asistía en las décadas seculares al nacimiento de nuevos nacionalismos mientras la España del regeneracionismo parecería inmune a ellos. La paradoja no podía ser más sangrante. El núcleo de los nuevos nacionalismos europeos era, precisamente, el binomio decadencia regeneración, mientras que, en España, la omnipresencia de dicho binomio parecía ocultar, más que inhibir, la eclosión nacionalista. Más aún, el hecho de que el discurso regeneracionista, en su profunda transversalidad, alcanzase a la práctica totalidad de los actores políticos –y culturales–, en mayor medida seguramente que en otros países europeos, venía a servir, no para certificar la fortaleza del renacido nacionalismo español, sino su práctica inexistencia. Tal vez por este lado sea posible extraer alguna reflexión acerca de la inveterada costumbre de los nacionalistas españoles, de prácticamente todos los nacionalistas, de rechazar la autoidentificación como nacionalistas. Y posiblemente no les faltaba la razón: si todos eran nacionalistas, ¿para qué definirse como tales?, máxime si la noción misma estaba adquiriendo por doquier connotaciones negativas o peyorativas.

Cierto es que, finalmente, se terminó por reconocer que aquello del regeneracionismo era también nacionalismo o que, al menos, muchos de los regeneracionistas eran nacionalistas. Aunque pudiera añadirse que ése era un nacionalismo liberal tardío. Lo que volvía a reincidir en la perspectiva de los fracasos o atrasos españoles, al tiempo que a situar a muchos de los regeneracionistas, o noventayochistas, en una perspectiva discretamente favorable. De modo que si, al fin, se reconocía que había nacionalismo, éste volvía a ser peculiar, por llegar con retraso, y por ser liberal, cuando los nacionalismos europeos de la época empezaban justamente a dejar de serlo –liberales–. Claro que, con tales precedentes, la paradoja culminaba en un auténtico callejón sin salida. Si resultaba que, o no había habido nacionalismo, o éste había sido liberal, ¿cómo explicar la existencia en la España del siglo XX de dos dictaduras nacionalistas, una de ellas de las más longevas y ferozmente nacionalistas de la Europa del siglo XX?

Otra cosa es, por supuesto, la problemática de la nacionalización española –de los españoles– en los siglos XIX y XX. Ésta tuvo desde luego sus especificidades –no utilizamos el término peculiaridades por las connotaciones negativas, de carencias, que ha adquirido en el plano historiográfico–. En esos términos negativos se planteó, precisamente, la tesis de la débil nacionalización española. Sin embargo, y cualquiera que sea nuestra opinión al respecto, parece necesario convenir que el simple enunciado de esta tesis constituía el primer intento serio de plantear con toda nitidez el problema. Hasta el punto de que bien puede decirse que sólo por ello, porque marca un antes y un después en los estudios sobre la nacionalización española, la historiografía es profundamente deudora respecto a quienes la formularon.

Desde entonces –principios de los años noventa del siglo pasado–, dicha tesis ha sido sometida a una profunda crítica. Y muchos aspectos del proceso de construcción española han podido ser iluminados desde los más variados enfoques, perspectivas y equipos de investigación. No es nuestra intención profundizar ahora en ello. Pero sí constatar que, tutto sommato, algunos de los supuestos dominantes en la historiografía española en los primeros años noventa, tendían a focalizar la atención en lo que respecta a los problemas identitarios, nacionalitarios, de los españoles en el siglo XIX más que en el XX, en lo que no había sido, o no se había hecho, que en lo que sí se había hecho, en lo que se había logrado.

Directa o indirectamente, todo esto conectaba con algunas de las viejas presunciones en lo tocante al nacionalismo español, a las que nos referíamos más arriba. La primera, era la tendencia a considerar que todo nacionalismo o proyecto de construcción nacional debía darse en el marco de determinados supuestos político-ideológicos, fueran éstos liberales o católicos, hasta el punto de que la adecuación o no adecuación a unos u otros de estos parámetros parecía determinar el grado de aproximación a un nacionalismo digno de tal nombre o a una genuina construcción nacional. La segunda, que la pluralidad de los discursos sobre la nación española, los distintos proyectos de España, frecuentemente enfrentados, terminaba por situarse en el debe del proceso nacionalizador, ocurriera esto a lo largo del siglo XIX –con liberales y carlistas– o ya en el XX –en una guerra civil, por ejemplo, como la de 1936-1939, combatida a sangre y fuego por dos bandos que se legitimaban apelando a la nación española.

Finalmente, debemos considerar que una de las consecuencias de la evolución de las percepciones, desde la de la inexistencia del nacionalismo español a la de sus sucesivas carencias, es que tendimos durante mucho tiempo a dejar en la sombra aspectos relevantes de nuestra contemporaneidad. Desde el viejo principio de que lo que no existe no merece ser estudiado, con lo que, consecuentemente, sigue sin existir, aspectos esenciales del proceso de nacionalización del socialismo español pasaron desapercibidos, tanto como del discurso republicano, estudiado desde todas las perspectivas, menos, justamente, desde la nacionalista. Del mismo modo, se tomaban por su valor facial las protestas de no nacionalismo de algunos de los pensadores españoles que de forma más nítida contribuyeron a su desarrollo; o se desatendían, por mor de sus incuestionables contradicciones, los esfuerzos nacionalizadores de los gobiernos de la Restauración. También la dimensión nacionalista de la dictadura franquista ocupó en los debates sobre su naturaleza un discreto segundo plano. Y aunque mucho se ha hablado y escrito acerca de la construcción de la España autonómica y de los debates sobre el nacionalismo que la acompañaron y siguieron, hay razones suficientes para pensar que no hemos escapado del todo a la vieja tendencia a buscar antecedentes muy lejanos a los discursos del presente, obviando –tal vez porque una vez más se consideren inexistentes o irrelevantes– el estudio en profundidad de experiencias y desarrollos mucho más recientes.

Sobre la base de muchas de estas reflexiones se organizó el seminario de la UIMPsobre Discursos de España que, coordinado por los firmantes de esta introducción, se celebró en Valencia en noviembre del 2006 y del que emanaron los textos que ahora se presentan. Vale la pena subrayar que dicho seminario enlazaba en muchos aspectos con el que, organizado por la Institución Fernando el Católico y coordinado por Carlos Forcadell y M.ª Cruz Romeo, se había celebrado en Zaragoza un año antes con el título, que lo fue del libro editado por dichos profesores, de Provincia y nación. Los territorios del liberalismo (Zaragoza, Institución Fernando el Católico, 2006). Si en aquel seminario se profundizó en la complejidad de los procesos de construcción nacional a lo largo del siglo XIX al tiempo que se cuestionaron algunos de los supuestos de la débil nacionalización, en el que da lugar a los textos que presentamos, se ha desplazado la atención hacia el estudio de los discursos y las prácticas de nación en el siglo XX. Se ha hecho, además, desde el supuesto de respetar la complejidad de unos y otros, fijando la atención en aspectos poco estudiados, desde el supuesto de que la pluralidad de discursos de España y sobre España no comporta, más bien al contrario, una limitación de la difusión social de la identidad española. Podría decirse que se ha tratado de estudiar el proceso de construcción nacional en la España del siglo XX, con todas sus contradicciones y especificidades, pero de construcción nacional al fin.

Se ofrece así en el volumen que ahora presentamos, en primer término y de la mano de Carlos Forcadell, un nuevo enfoque acerca del proceso de nacionalización del socialismo español en el que se incide tanto en lo que ese proceso pudo tener de relativamente tardío respecto a otras experiencias europeas, como en el modo rápido y completo del cambio que se experimenta en el periodo de entreguerras; sin que falte la oportuna reflexión acerca de la necesidad de fijar la atención en la presencia de la identidad nacional en votantes y simpatizantes socialistas, más intensa y temprana de lo que podría hacer pensar la lectura de los programas o el discurso de los dirigentes. Del mismo modo, al analizar el discurso y la praxis de los republicanos españoles, Pilar Salomón advierte de la inapelable presencia del discurso patriótico en toda la retórica laica, anticlerical, interclasista y democrática de los republicanos españoles. Las prácticas movilizadoras y conmemorativas impulsadas por ellos, especialmente en los planos local y regional, coadyuvaron a hacer de ese republicanismo, con todas sus debilidades y contradicciones, un eficaz instrumento de nacionalización. Por su parte, Ferran Archilés analiza en su texto el discurso de nación en el joven Ortega, para captar en él, en sus diversas permutaciones, y aun contradicciones, sólidos elementos de continuidad con el nacionalismo del Ortega maduro. Intentando no perderse por los vericuetos de un pensamiento siempre complejo, se arroja luz así sobre la trayectoria del que fue seguramente el más importante referente del nacionalismo español del siglo XX. También desde la perspectiva de la complejidad y de la pluralidad contradictoria de los discursos y las prácticas conmemorativas, Javier Moreno estudia el papel central de las conmemoraciones en la configuración y el desarrollo del nacionalismo español del siglo XX, para incidir, en una línea convergente con el resto de los textos, en lo poco que tuvo de excepcional la experiencia española si se compara con otras europeas.

Podría decirse que los trabajos referidos nos sitúan ante la perspectiva de una nación construida en el primer tercio del siglo XX, cimentada en discursos plenamente nacionalizados pero en los que alumbran también tendencias y prácticas orientadas a la apropiación de esa nación construida. Y ninguna apropiación mayor, más absoluta y radical, que la intentada por el franquismo, la cual no careció, pese a ello, como analiza Ismael Saz, de su propia pluralidad, de sus vacilaciones y contradicciones, hasta el punto de que ya fuera por la vía de la apropiación absoluta, ya por la de las contradicciones, pudo experimentar con la dictadura el declive del discurso de nación. De una apropiación por el franquismo, la de la guerra de la independencia, hace un estudio de caso Ignacio Peiró para adentrarse en el tortuoso mundo de la historiografía franquista, un mundo de cuya pobreza intrínseca consiguieron huir los mejores, sin que por otra parte se puedan descartar ciertas líneas de continuidad hasta el presente. Apropiación, empobrecimiento y agotamiento del discurso de nación. Si todo esto se produjo con el franquismo, no está dicho que tal agotamiento del discurso debilitara necesariamente el grado de difusión social de la nación española. Pero sí, seguramente, que muchos caminos se entrecruzaran al final de la dictadura, que algunas líneas sumergidas reemergieran, que viejos y nuevos caudales de dos siglos de construcción nacional afloraran a la hora de recomponer los discursos de España en la construcción de la democracia. Un tema, éste, del que se ocupa Xacobe Bastida para preguntarse finalmente si la España actual es realmente una nación cívica.

Si los discursos de España son y han sido plurales, también lo son obviamente los de los historiadores; incluso en los textos que presentamos pueden advertirse diversos matices que, sin duda, constituirán incentivos para nuevas investigaciones. Tampoco tuvo el seminario en ningún momento la pretensión de abordar el estudio de la totalidad de los discursos de nación en la España del siglo XX. Algunos, e importantes, han quedado fuera. Pero sí esperamos haber contribuido, con los textos que presentamos y los problemas que hemos debatido, al desarrollo de las investigaciones. Numerosos proyectos de investigación en curso[1]y nuevos seminarios arrojarán con toda seguridad nueva luz sobre el problema aquí tratado. Vaya de momento nuestro agradecimiento a la UIMP, sin cuya generosidad este seminario no habría sido posible.

[1] Los editores del libro, Carlos Forcadell, Pilar Salomón e Ismael Saz, así como algunos de sus autores, participan en los proyectos de investigación financiados por el Ministerio de Educación y Ciencia, HUM 2005-04651 (Espacio público y culturas políticas de la España contemporánea) y HUM 2005-03741 (Culturas políticas y representaciones narrativas: la identidad nacional española como espacio de conflicto discursivo).

LOS SOCIALISTAS Y LA NACIÓN

Carlos Forcadell Álvarez

Universidad de Zaragoza

El Partido Socialista Obrero Español, al igual que sus hermanos europeos, surge de una tradición ideológica internacionalista en la que la teoría se limitaba a considerar el hecho nacional como un mero producto doctrinal e instrumento político de las burguesías nacionales, algo que el programa y el horizonte de la revolución proletaria tendría que superar, eliminar o subordinar; desde esta perspectiva no deja de ser paradójico que, más de un siglo después, acaben siendo los partidos socialistas, por lo general, las únicas formaciones políticas que mantienen en sus siglas de modo expreso las respectivas referencias nacionales: PSOE spañol, SPD eutschland, PSF rançais, PSI taliano... El Manifiesto Comunista fundacional afirmaba que «los obreros no tienen patria», pero también reconocía que «aunque no lo es por su contenido, en su forma la lucha del proletariado contra la burguesía es, por ahora, una lucha nacional», con lo que el futuro, próximo o lejano, quedaba perfectamente abierto.[1]

La posición de las organizaciones socialistas españolas ante la nación y el nacionalismo, ante el hecho nacional, no dejó de evolucionar y de adaptarse a lo largo del medio siglo que discurre aproximadamente entre 1879/1880 –momento de constitución del PSOE– y la hora de la Guerra Civil, aunque la definición e interpretación de la misma no parecen haber sido objeto de especial atención historiográfica. Si se recurre a un método, que puede ser aconsejable en algunas ocasiones, como es el de buscar, analizar y revisar textos doctrinales socialistas, congresos y resoluciones oficiales del partido, opiniones públicas significativas en la prensa orgánica, en diversos periodos o coyunturas, repasar biografías de líderes y dirigentes, etc., para, posteriormente, consultar la bibliografía y estudios existentes sobre el tema y procurar, así, evitar una aproximación y lectura de las fuentes condicionadas por esquemas e interpretaciones previas, el resultado, en este caso, muestra la carencia de estudios sobre los aspectos o componentes de la dimensión nacional o nacionalizadora del socialismo y de sus organizaciones políticas y sindicales desde la España de la Restauración hasta la de los momentos finales de la República, periodo que constituye el ámbito cronológico de nuestro tema; no parece haber interesado especialmente este asunto de la relación entre la cultura socialista y el proceso nacionalizador en la sociedad española contemporánea, a pesar de la creciente presencia del mismo en la escena y en la agenda historiográficas.

Los numerosos y recientes estudios sobre nacionalismo español, en su versión de nacionalismo laico, político o progresista, desde que la formulación constitucional y cultural gaditana emprendiera la construcción de la nación liberal, lo abordan y lo explican, por lo general, como un producto de ilustrados, liberales, jacobinos, progresistas, regeneracionistas y republicanos más adelante, sin que las acciones colectivas de los trabajadores ni las organizaciones obreras merezcan alguna consideración como agentes de socialización de creencias o valores nacionales, a pesar de su indudable fortaleza y notable incidencia en la vida pública y en la política en algunas coyunturas, y de su reconocida capacidad de expresar y configurar la cultura y la opinión pública de amplios sectores de ciudadanos.

Ni en la historiografía sobre las organizaciones socialistas de los años ochenta (Ralle, Elorza, Pérez Ledesma, etc.), ni en las síntesis de los noventa (Santos Juliá), como tampoco en las aproximaciones más recientes (revista Ayer, n.º 54, 2004), se presta atención a un tema o problema que parece ocupar bastante espacio historiográfico hoy, pero que no constituía preocupación ni interés prioritario para los creadores, dirigentes y miembros de las primeras organizaciones socialistas, tanto en las últimas décadas del siglo XIX como en las primeras del XX. No faltan recopilaciones sobre «El socialismo en las nacionalidades y regiones», que consisten precisamente en lo que anuncia el título, pero no existen sobre el socialismo que sigue definiendo inequívocamente las siglas del partido, el propiamente nacional español, así, en el plano de la investigación como en el más accesible del ensayo interpretativo.[2]

Claro que al principio, hasta finales del XIX, por no haber no había casi, en España, ni socialistas organizados, y los que había eran tan pocos que podían permitirse permanecer incontaminados doctrinalmente, convencidos del fácil eslogan del internacionalismo proletario, más cómodo aún cuando cualquier posibilidad de presencia en las instituciones parecía remota y alejaba la responsabilidad o necesidad de elaborar políticas propias orientadas a encarar la existencia concreta de discursos nacionalistas, en Europa y en España, progresivamente fortalecidos y difundidos. El PSOE nació a la vida pública un 2 de mayo de 1879, y lo crearon un grupo de antiguos internacionalistas, anteriores militantes de la I Internacional en su mayoría, precisamente el día de lo que entonces era fiesta nacional y patriótica española, algo que distaba mucho de formar parte inicialmente de su cultura identitaria de clase trabajadora internacional; un pequeño grupo, pues, que no aprovechó la jornada para celebrar la nación interclasista, sino para inaugurar el partido de la clase trabajadora.

En este contexto, cobra todo su sentido recordar la posterior oposición simbólica de la fiesta internacional del 1 de mayo, hora de manifestación de la clase desde 1890, frente a la fiesta nacional del 2 de mayo, que continua celebrándose ritualmente y reforzando su función nacionalizadora en la España de la Restauración y cuyo protagonista era el pueblo y no la clase.[3] Anselmo Lorenzo nos ha dejado descrito que, dos décadas antes de que existiera el primero de mayo, la sección madrileña de la Internacional había organizado un té fraternal entre trabajadores españoles y franceses el día 2 de mayo de 1871, como manifestación de su oposición y boicot a la celebración oficial y a la retórica antifrancesa que la acompañaba.

En la misma tradición cultural obrera e internacionalista los primeros concejales socialistas en Madrid, en 1906 y 1908, Pablo Iglesias, Largo Caballero, García Ormaechea, etc., se van a oponer con su voto y con un escrito a los proyectos de conmemoraciones patrióticas y centenarias de las gestas populares contra los franceses, cuyo relato es raíz preferente del discurso nacionalista español, orgullosos entonces, además, de que estas actitudes culturales dejaran bien patentes sus diferencias políticas con los republicanos y con su patriotismo nacionalista. En esta circunstancia se inserta la atención de El Socialista, que el primero de mayo de 1908 dedica un artículo al tema: «Las dos fiestas: 1.º de mayo, 2 de mayo», cuyo significado está tan lejos «como la tierra del sol», pues mientras la segunda es una celebración esencialmente burguesa que «simboliza lo pasado, lo caduco, lo que desaparece para no volver más, la segunda, la del 1.º de mayo, genuinamente obrera, es el porvenir, es la esperanza, es la renovación de todo un sistema».[4]

Son actitudes coherentes en el tiempo, cuya tradición se remonta a los años de la AIT y del primer internacionalismo y que, como doctrina y teoría, van a enraizar bien y a largo plazo en la cultura política de los trabajadores organizados y conscientes. Pero constituyen temas bastante secundarios, incluso inadvertidos en el discurso y en el lenguaje de los protagonistas, como se infiere del hecho de la escasa atención que merecen tanto en la memoria de los dirigentes socialistas como en el relato posterior de los historiadores de las organizaciones socialistas, asuntos más bien desaparecidos tanto en los recuerdos de Largo Caballero, a título de ejemplo, como en sus biografías, indicio evidente de que la atención actual sobre los problemas de la identidad es una preocupación sobrevenida de la posteridad y de nuestro presente.[5]

El programa oficial del nacido PSOE, reescrito en 1880, no menciona en ningún momento los términos y conceptos de nación, patria o España; sus conceptos centrales son los de clase, sociedad, emancipación, burguesía, proletariadoy poder político, cuya posesión debe corresponder a la clase trabajadora organizada (que no es nacional por definición). Es decir, son conceptos universales aplicables a cualquier sociedad, lo cual es perfectamente explicable porque son los mismos presupuestos de todos los partidos socialistas europeos que, en sustitución de la I Internacional, y a la espera de organizar la II a partir de 1889, se van creando por estas mismas fechas.

Pero es la realidad de las naciones la que impone la formación de partidos socialistas nacionales, los cuales tienen que actuar necesariamente en el marco de unos estados nacionales en los que hay que representar intereses colectivos, negociar condiciones laborales y acceder progresivamente al poder político. Desde el último cuarto del siglo XIX se van conformando, sin perder la referencia teórica internacionalista, auténticas culturas nacionales dentro del movimiento obrero, y se va incrementando la diferenciación entre diversas variantes nacionales. La nostalgia internacionalista conducirá a la creación de la II Internacional en 1889, pero ahora como reunión periódica de partidos nacionales bien identificados. Incluso la propia revolución, en la concepción original de Marx, se tenía que desenvolver inicialmente en un marco nacional, como había sucedido en el caso de la francesa o la norteamericana, o debía suceder, según sus previsiones y deseos, en el caso de la alemana, o acontecerá más tarde como revolución rusa, que sólo podría mantenerse, según algunos de sus parteros, a condición de internacionalizarse rápidamente.

El Manifiesto comunista era un programa universalista y cosmopolita: los obreros no tienen patria; no se les puede quitar lo que no tienen. Pero incluso en el propio Marx, es decir, en el origen de la teoría y la práctica socialistas, se manifestaban las contradicciones que posteriormente vivirán en la práctica política los partidos socialistas europeos. Pues el Manifiesto también afirmaba, como ya se ha indicado, que «en su forma, la lucha del proletariado contra la burguesía es, por ahora, una lucha nacional». El mundo del que se quería hacer desaparecer el nacionalismo interclasista y burgués se disponía a reforzar las culturas y las políticas nacionalistas. El alemán Marx no ocultaba su deseo de que la Prusia de Bismarck venciera a la Francia napoleónica en 1870, o de que tuviera éxito el movimiento nacional polaco frente a la reaccionaria Rusia, que el nacionalismo italiano fuera útil para debilitar el otro bastión de la reacción que era Austria o que la independencia irlandesa fuera condición favorable para la emancipación de la clase obrera británica. En la socialdemocracia alemana, la derecha del partido llevaba más la impronta de Lasalle y del nacionalismo alemán; el socialismo francés, por su parte, se iba impregnando de nacionalismo desde una tradición revolucionaria profundamente nacionalista, desde Baboeuf hasta Blanqui. Para Kautsky, ya en 1908, el nacionalismo era una realidad proteica de difícil definición, pero «a pesar de todo, está siempre presente y actúa potentemente sobre nosotros».[6]

Y, en España, ¿qué?, ¿cómo se planteaban los primeros socialistas la inserción y adaptación de la identidad nacional a su proyecto político? Pues parece razonable observar y sostener que se produjo una evolución similar a la que iba desarrollando el socialismo europeo desde las últimas décadas del siglo XIX, un desplazamiento, o mejor, una implementación, de los firmes presupuestos teóricos internacionalistas hacia una progresiva asunción del nacionalismo, de eso «que está siempre presente y actúa potentemente» sobre el conjunto de la sociedad, un tránsito cuyos caminos doctrinales pueden ser reconstruidos, pero que venía determinado sobre todo por la necesaria elaboración de políticas de clase nacionales, así como por la cultura previa y propia de los militantes y votantes, especialmente a partir del momento en que comienzan a ser algo más numerosos que la reducida patrulla internacionalista de los inicios.

El proceso fue mucho más lento y más tardío que en los países centrales europeos. Durante las dos primeras décadas de existencia del PSOE, sus dirigentes, que son los mismos que los de la UGT, no abandonan una defensa canónica y reiterada de la clase y de la organización obrera, con un discurso cerrado de clase no contaminado por señuelos burgueses de liberalismos o nacionalismos, basado por otra parte en teorías y lecturas que venían siempre de fuera, pues ningún intelectual español consideraba necesario pensar el socialismo en el entorno político y cultural e hispánico; en el partido no había intelectuales y los realmente existentes en la sociedad española, nuestros regeneracionistas y noventayochistas finiseculares, andaban muy lejos del socialismo, con la conocida y breve excepción del caso de Unamuno. Ajenos al estado de la Restauración, que los marginaba, también eran extraños, en un principio, a la nación y al tipo de nacionalismo con el que se sustentaba y legitimaba el estado canovista.[7]

Entre nosotros hay que esperar a la Guerra de Cuba, momento en el que la oposición de las organizaciones socialistas a la misma implica y anuncia la elaboración de una alternativa al tipo de patriotismo o nacionalismo español que justificaba y necesitaba una solución militar al conflicto, y constituye, a la vez, la semilla de una concepción de patria y de nación diferenciada que se irá elaborando con perfiles más nítidos durante el primer tercio del siglo XX.

El progresivo abandono de la pureza internacionalista inicial es, pues, un recorrido común para el socialismo europeo, que se va cubriendo a medida que los partidos socialistas se integran en las instituciones y en la vida política. Dos factores principales contribuyen al progresivo encaje nacional, y aun nacionalista, de las organizaciones obreras y sindicales: uno de ellos mantiene estrecha dependencia con la progresiva implantación, desde los tiempos modernos de principios del siglo XX, de una nueva sociedad de masas, lo cual implica nuevos procesos, más extensos y complejos, de representación de intereses colectivos, de negociación con instituciones y gobiernos estatales, de presencia en la política de una nación que se ve progresivamente afirmada en la conciencia de dirigentes, militantes y votantes como espacio natural para la gestión de demandas, reivindicaciones, acuerdos o conflictos políticos de los representantes de la clase con los gestores del estado.

Otro factor determinante es la guerra que, especialmente a partir de 1914, impone brusca y brutalmente la realidad nacional a la utopía o deseo internacionalista, tanto en las ideologías como en las prácticas políticas de los socialistas europeos. La realidad impuso, en contra de la pureza doctrinal de las idealistas resoluciones de los congresos de la II Internacional, e incluso de las últimas gestiones de los dirigentes socialistas europeos reunidos en Bruselas en los primeros días de agosto, la política de defensa nacional y de enfrentamiento entre militantes socialistas de las diversas naciones beligerantes: un brutal choque entre los principios y la práctica, entre la vieja teoría y la política real. La II Internacional se había dotado de una especie de secretariado permanente, el Bureau Socialista Internacional (BSI), que ya eligió como sede una Bruselas mediadora e interpuesta entre Francia y Alemania. Pero ni su congreso de 1912 en la catedral de Basilea, prestada por el clero protestante para clamar en favor de la paz europea, ni la siguiente propuesta de concesión a la Internacional del Premio Nobel de la Paz, ni la última y dramática reunión del BSI ya en los primeros días de agosto de 1914, impidieron la guerra y el entusiasmo colectivo y nacionalista con el que los ciudadanos acudieron a combatir.[8]

En este contexto general y común del socialismo europeo hay que insertar la evolución de la doctrina y la práctica políticas de los socialistas españoles hacia la progresiva asunción de un discurso nacional y nacionalista que, además, les permite aproximarse a la opinión pública y a la sociedad, así como ir avanzando pasos en su integración política. La posición de los socialistas españoles ante la Guerra de Cuba (1895-1898) al igual que, pocos años después, ante las guerras coloniales en el norte de África a partir de 1906-1907, expresa, en origen, la concepción y asunción de un concepto y modelo de nación española, bien que delimitado por el interés en marcar diferencias tanto con el nacionalismo oficial de la monarquía restaurada como, inicialmente, con el de los republicanos; por otra parte, son éstos años de una primera integración en las instituciones, en el Parlamento (1910 y 1917), en ayuntamientos, en organismos del Ministerio de Trabajo, y de acuerdos políticos más amplios con unos republicanos más orgullosos de sus identidades nacionales (Conjunción Republicano-Socialista, 1910); también la creciente afluencia de militantes en las organizaciones socialistas, singularmente en una UGT que llega casi a organizar a un cuarto de millón de afiliados hacia 1918-1920, contribuye y es causa fundamental para la entrada en política de los socialistas, y también para el despliegue de un proceso más extenso y profundo de nacionalización de las clases trabajadoras y de construcción de un discurso y un lenguaje de clase común y de una cultura compartida.

La guerra contra los insurrectos cubanos, para los socialistas españoles, inicialmente, es ocasión de reiterar el discurso internacionalista oficial; el PSOE experimenta su primer episodio nacionalizador al calor de la Guerra de Cuba. Como nos relata Juan José Morato, en junio de 1895, El Socialista insiste en que «la defensa de la patria no incumbe a los proletarios sino a los que tienen patria, a los tenedores de papel de la deuda de Cuba, a los jefes de la milicia ansiosos de adquirir nuevos galones o entorchados, a los políticos enriquecidos y a los poseedores de riqueza que hay en aquella isla (...), allá van los esclavos blancos a combatir a los esclavos negros». Un año después, en 1896, el Congreso de la II Internacional de Londres acordó la primera declaración internacional de apoyo a pueblos en lucha por la independencia, distinguiendo entre colonizadores y colonizados. En un grupo tan disciplinado como los socialistas españoles, predispuesto a aceptar que las verdaderas doctrinas venían de fuera y de la prestigiosa Internacional, estas resoluciones se divulgaron y tuvieron su impacto, y poco a poco fue asomando la contradicción de que si los proletarios no tuvieran patria, el combate nacional de los insurrectos contra el viejo estado español y las viejas potencias coloniales sería dudoso, sobre todo a partir del momento en que la entrada de EE. UU. en la guerra actúa de potente estímulo para el nacionalismo español, hasta el punto de que se puede cuestionar el supuesto interpretativo de la debilidad del nacionalismo español desde la evidencia de la fortaleza de una oleada nacionalista española que atraviesa todas las tendencias políticas e ideológicas en esta coyuntura. A partir de aquí se despliegan intensas campañas movilizadoras antibelicistas, con los conocidos lemas de «Guerra a la guerra», que es el título de la colaboración de P. Iglesias el 1 de mayo de 1898, o el popular «O todos o ninguno», de mayor fortuna por cuanto revelaba la injusticia y el clasismo del servicio militar en la España de la Restauración; tenemos noticias de 30 o 40 mítines organizados por el Partido Socialista en el marco de esta campaña por toda la geografía española en octubre de 1897.[9]

Podemos encontrar, en definitiva, el germen y la formulación de un patriotismo alternativo, contra el falso, contra el nacionalismo agresor; implícitamente no se pone en cuestión la nación-estado, un marco que va resultando natural y aceptado, sino su instrumentalización capitalista y bélica. Pablo Iglesias, cuando ya parece inevitable la declaración de Guerra de EE. UU., editorializa en El Socialista oponiéndose a la misma y acusando a «los falsos patriotas», mercaderes y gobernantes de que siempre habían visto en Cuba «un simple mercado para un puñado de capitalistas», porque si la hubieran considerado «un pedazo de España digno de toda clase de atenciones y cuidado», «si los gobiernos de la metrópoli le hubieran concedido libertades... no habrían estallado allí formidables insurrecciones», si le hubiese otorgado la autonomía, la guerra habría cesado.[10]No es sólo un patriotismo alternativo, sin el que no hubiera habido ni insurrección ni conflicto con los norteamericanos, sino también un proyecto de colonialismo positivo, contemplado y propuesto como beneficioso para el conjunto de los ciudadanos y no sólo para algunas elites económicas, militares, políticas, un tipo de colonialismo progresivo que también comienzan, por las mismas fechas, a justificar, en nombre de una cultura occidental superior o una misión civilizadora, sectores del socialismo europeo, británicos, belgas, franceses, alemanes... Se puede observar la continuación y profundización de este proceso si se hace un seguimiento sistemático de las campañas y protestas socialistas contra la Guerra de Marruecos, el gran tema movilizador del PSOE en las primeras décadas del siglo XX, unas campañas en las que los socialistas encuentran la continuidad natural de las actitudes que habían contribuido a popularizar y sacar del aislamiento al partido y a la UGT en el momento de la Guerra hispanocubana e hispanonorteamericana.

Lo cual no quiere decir que dirigentes y militantes, por lo general, no se sintieran conmovidos y reafirmados en sus convicciones internacionalistas al conocer escenas como las que protagonizaron en el Congreso de Ámsterdam de 1904 Plejanoff y Katayama, abrazados en representación de sus respectivos proletariados enfrentados en la Guerra ruso-japonesa, ante el entusiasmo de la plana mayor de la Internacional socialista.

La Guerra de Marruecos, contra la que los socialistas españoles habían preparado ya la huelga general de 1909, que derivó en la Semana Trágica barcelonesa, fue el gran tema de la propaganda socialista en los años anteriores a la Gran Guerra, en 1913 y 1914. La movilización antibélica había comenzado simultáneamente en Francia y en España en el otoño de 1907, tras una declaración común de las direcciones de ambos partidos obreros. Pablo Iglesias afirmaba todavía en el Congreso (1913) que «nosotros sostenemos que la patria del hombre es el mundo, que, aunque habléis de justicia, de patria, la finalidad de la Guerra no es otra que la de encontrar beneficios, campo para los negocios»

–expresiones calificadas por Dato como «indignidades de arroyo»–, manteniendo inmutable el discurso internacionalista, pero la vieja retórica ya comenzaba, también entre nosotros, a albergar una concepción nacional diferente.[11]

Por estas fechas comienzan a ser frecuentes las manifestaciones antibélicas conjuntas convocadas por la joven Conjunción Republicano-Socialista. Los socialistas también pueden ser patriotas, pero de otra manera. García Quejido lo formuló con contundencia en un mitin de febrero de 1914: «La guerra es perjudicial para la nación. No interesa a las clases burguesas. España no necesita mercados ni tiene qué colocar en ellos». Es la nación la que, a diferencia de Francia o de Italia, no tiene interés en las empresas coloniales. En el norte de África los intereses son de Comillas, Romanones y demás plutócratas, no de una España que «ayuna de ciencia e instrucción, sin escuelas, con atavismos imborrables, no puede llevar a Marruecos más que hambre, toreros y frailes», como publican las juventudes socialistas en un manifiesto de junio de 1913. El «honor de la patria» está en otro sitio, «en invertir dinero en alfabetizar, regar, instruir, no en tener convertido Marruecos en un matadero de españoles y en una fábrica de grados militares», como escribe Iglesias pocos días después del comienzo de la Gran Guerra; definitivamente, otro patriotismo, otro nacionalismo, es posible.[12]

Hay que esperar, pues, a la segunda década de siglo, con Iglesias en el Parlamento y los acuerdos programáticos y políticos con los republicanos de la Conjunción Republicano-Socialista, para percibir un cierto debilitamiento del lenguaje tradicional de clase o, mejor, una apertura del mismo compatible con la formulación de un discurso alrededor de la idea de un interés nacional común para los trabajadores y para las izquierdas. A pesar de lo cual, ofrece escasos resultados el intento de rastrear opiniones significativas sobre el hecho nacional o el nacionalismo españoles, algo que puede ocupar extensamente nuestro interés en el presente, pero no preocupaba nada, o muy poco, a Pablo Iglesias y a los socialistas, al menos hasta 1917-1923.[13]

No existe, ni parece necesario elaborar, un discurso propio sobre el nacionalismo español, ni sobre las alternativas nacionalistas subestatales que se estaban desarrollando desde principios de siglo; no les preocupaba nada, ni a Iglesias, ni al partido, ni al sindicato, la estructuración plurinacional o plurirregional del estado; de modo que no es detectable alguna recepción de las posiciones austromarxistas de Otto Bauer y Karl Renner, defensoras de la transformación del Imperio Austrohúngaro en una federación fuerte de naciones, aunque concebidas desde el firme convencimiento de que la clase trabajadora debía subordinar sus sentimientos nacionales a sus intereses de clase: evidentemente, en el socialismo español anterior a la Gran Guerra nadie contemplaba naciones tan diferenciadas cultural y étnicamente como las existentes en la lejana Kakania.[14]

El acuerdo de la Conjunción entre republicanos y socialistas ratificado en noviembre de 1909 en el mitin del frontón Jai Alai de Madrid significó el comienzo de una nueva etapa doctrinal y política en el socialismo español, que ponía fin a tres décadas de aislamiento y comenzaba a aprovechar las oportunidades de una acción política más adecuada a las demandas de sectores populares y obreros de la sociedad española. Esta entrada en política era el resultado de un lento proceso de maduración, que arrancaba del congreso ordinario del PSOE de 1899, que pareció abrir la puerta a la posibilidad de establecer pactos con «los partidos burgueses avanzados»; de las elaboraciones teóricas presentadas por Juan José Morato o García Quejido en la revista socialista La Nueva Era, y de los ejemplos y las bendiciones internacionalistas, como aconsejaba a los dirigentes socialistas españoles el patriarca August Bebel en 1903, los cuales debían «dado el atraso de la situación política del país, prestar concurso a los partidos burgueses más avanzados (...), porque cada progreso que la sociedad burguesa realice hasta su completo desenvolvimiento, es una ventaja para la democracia socialista».[15]

Los dirigentes socialistas, al acordar la conjunción con los republicanos, no hicieron sino certificar la existencia de una cultura y una movilización comunes a las izquierdas españolas y crecientemente extendidas entre las masas urbanas desde comienzos de siglo, reforzadas por una serie de experiencias comunes, desde el análisis crítico de las guerras y derrotas coloniales al fortalecimiento del anticlericalismo desde 1899, la intensificación de la crítica antioligárquica y anticaciquil, las nuevas formas de conflictividad social y acción colectiva, el incremento del asociacionismo obrero, las actividades ciudadanas en sociedades de trabajadores, en federaciones locales, en el casino, en la casa del pueblo, en el ayuntamiento... Los proyectos unitarios de la izquierda republicano-socialista no se deben a la ocurrencia de sus dirigentes, sino a la obligada atención que esos líderes tenían que prestar a las nuevas demandas políticas y culturales que los cambios sociales de las primeras décadas de siglo llevaban consigo. En cualquier caso, la Conjunción Republicano-Socialista fue el primer paso que el PSOE dio en el largo y complicado proceso de su integración progresiva en el sistema político.

Vida Socialista es un interesante semanario ilustrado que se publica entre enero de 1910 y febrero de 1914 y constituye una buena demostración de la cultura política de este periodo inicial de la Conjunción con los republicanos, una buena ilustración de las nuevas actitudes y prácticas del PSOE; el semanario lleva el significativo lema subtitular de «Pueblo, República, Democracia». Es fácil comprobar, consultando los índices temáticos elaborados con ocasión de la edición de un reprint facsimilar de la revista, cómo recogen, de entre 210 números y muchos cientos de artículos, solamente tres referencias al tema del nacionalismo o de las nacionalidades, dos artículos de socialistas europeos de segunda fila, con la tópica retórica internacionalista, y otro dedicado a celebrar el aniversario de la unificación italiana y las virtudes del nacionalismo risorgimental antiaustriaco, antieclesial y antirromano.[16]

La retórica afirmación de que los trabajadores no tienen patria va evolucionando hacia la convicción de que hay que combatir el patriotismo nacional reaccionario y opresor en el interior y en el exterior, el de la burguesía y el de los estados realmente existentes, que sirven, unos y otros, estados y discursos patrióticos, a los intereses económicos de los capitalistas. Lo cual implicaba la formulación y gestión de un nacionalismo alternativo que, en España, pasaba por entender que eran justamente los trabajadores los más interesados en la modernización de un país atrasado y en defender un verdadero interés nacional, identificado ahora con la conquista y el mantenimiento de las libertades democráticas, la transformación del estado monárquico y oligárquico, la concienciación y organización de los trabajadores y la acción colectiva en beneficio del desarrollo económico de la nación y de una más justa distribución de la riqueza. En la medida en que en ningún momento se ponía en cuestión la nación-estado realmente existente, esta afirmación situaba a la dirección y a los militantes del PSOE en el marco ya consolidado del nacionalismo español de tradición y base liberal y regeneracionista, un camino que la política conjuncionista contribuía a extender y asegurar. Aquí comienza el punto de enlace con unos intelectuales de los que había carecido el partido al que, ahora, algunos, comienzan a aproximarse.

Es a partir de este momento cuando podemos encontrar textos del propio Pablo Iglesias, como el de su discurso de respuesta a Canalejas en enero de 1912, en los que ya afirma de modo tan explícito como novedoso que

no se nos puede acusar a nosotros los socialistas y demás trabajadores de no ser patriotas, de no defender nuestra nación (...); somos los que amamos a nuestro país, no esos vascos que llevan los productos de sus minas en buques no con esa bandera nacional que dicen querer tanto, sino bajo banderas de otros países; el pueblo trabajador, una parte muy principal de la nación, interpretando el interés general, batallará porque esta Guerra termine [Marruecos]; no nos importa que se nos diga que no somos patriotas, sabemos que es todo lo contrario, hacemos nuestra la causa, no sólo del proletariado, sino del país en general.[17]

De modo que, resumiendo y situando el socialismo español en el escenario europeo, el papel determinante que tuvo la Guerra Mundial en el reforzamiento y la consolidación de las identidades nacionales de los socialistas europeos y en el debilitamiento de un internacionalismo que, no obstante, siempre será reconocible, cuando menos como nostalgia, en las tradiciones obreras y socialistas, aquí fue desempeñado y cumplido, incialmente, por la Guerra de Cuba, y luego, de modo más constante y sostenido, por las campañas antibélicas y antimilitaristas contra la guerra de Marruecos; de modo simultáneo avanzaba notablemente la integración política de las organizaciones socialistas en la esfera pública, a la vez que se reforzaban los procesos generales de nacionalización de la clase trabajadora, tanto en el propio lenguaje como en la representación de intereses, la práctica de acciones colectivas y su capacidad de incidir en la vida pública y en el estado, como pronto van a evidenciar la concepción y las consecuencias de la huelga general de 1917.[18]

La movilización sindical y política de la primavera de 1917 se apoyó en un discurso en el que la nación adquiere ya una centralidad clara: en marzo los sindicatos anuncian su disposición para una huelga general en un manifiesto, escrito básicamente por Besteiro, un texto que va dirigido a la nación: «El proletariado ante la nación. A los trabajadores españoles y al país en general». Desde la dirección del PSOE, el propio Besteiro utilizaba un lenguaje más meridiano, interpretando que para «el proletariado organizado era necesaria la transformación del sistema de gobierno para que el interés general de la nación fuera atendido», definiendo el objetivo de un proyecto de huelga general orientado al cambio de sistema político: «las izquierdas españolas (...) deben previamente declarar (...) que no siendo la monarquía española el instrumento adecuado para servir al interés nacional (...) se disponen a organizar fuerzas de poder y garantías morales suficientes para cambiar el régimen por otro», lo cual constituía el programa máximo de la Conjunción Republicano-Socialista.[19]

Las masas de trabajadores acudían a los sindicatos y era la práctica y experiencia sindical la que les influía y orientaba principalmente. La Unión General de Trabajadores alcanzaba la cifra de 241.068 afiliados en enero de 1921, de los que 21.314 eran también militantes del PSOE, según el recuento del congreso celebrado en diciembre del mismo año; los sindicatos españoles se constituyeron pronto como los principales movimientos sociales en la naciente sociedad de masas desde comienzos del siglo XX, los más visibles protagonistas de la acción colectiva, dentro y fuera de un sistema político cuya capacidad de representación era muy limitada, y los principales agentes de nacionalización de la clase trabajadora. La Unión General experimentó un profundo proceso de cambio desde 1910; «la frágil malla de sociedades de oficio se iba a convertir en una federación sindical nacional dedicada a la lucha de intereses que en el verano de 1917 se involucraría por primera vez en la lucha directa por la democratización del sistema político español, en una federación sindical moderna que defiendía los intereses de sus afiliados y que da sus primeros pasos en la política nacional», aprovechando y potenciando su capacidad de actuación a escala nacional española para constituirse como interlocutor con el estado a la hora de reclamar y negociar.[20]

La asunción natural del hecho nacional se lleva a cabo expresando un patriotismo de oposición al discurso nacionalista oficial, identificado con el sistema político de la Restauración y, enseguida, con el aroma más militarista y católico que desprendía la dictadura primorriverista, por lo que en la mentalidad y cultura socialistas se difunde un patriotismo alternativo que explica, por ejemplo, que Pablo Iglesias no se oponga frontalmente a Solidaritat Catalana, vote desde su escaño las Mancomunidades Provinciales de 1912, y no parezca especialmente preocupado por las nuevas identidades regionalistas o nacionalistas, asuntos y proyectos entendidos como meras distracciones de los intereses principales de los trabajadores, que pasaban exclusivamente por el conflicto de clase y por la indubitable hegemonía de una identidad de clase, aun por encima de la nacional española, cuya existencia y compatibilidad iba siendo desplegada por la práctica política por delante de la más resistente teoría tradicional.

El largo combate por afirmar y extender la identidad principal de clase dejaba otras formas de identidad perfectamente recluidas en la vida privada, hasta el extremo que podemos suponer que Pablo Iglesias conociera y hablara gallego, dado su origen social, e incluso conocer que en alguna ocasión lo hablara con su madre, o que no le fuera extraño el valenciano pues lo debía oír en casa a su mujer, Amparo, y a su hijastro Juan Almela Meliá, quien parece tenía dificultades iniciales para hablar correctamente castellano.

Los conflictos entre la indiscutida identidad de clase y otras identidades territoriales, siquiera culturales antes que abiertamente nacionalistas y políticas, van a plantearse en otros escenarios, en aquellos en los que desde comienzos de siglo se plantean proyectos nacionalistas subestatales que van cobrando cierta fuerza también en torno a los años de la Gran Guerra. Un joven Andreu Nin, por ejemplo, ingresaba en 1913 en la agrupación socialista de Barcelona, procedente de la izquierda catalanista y republicana de Reus, y en su carta de presentación política, un artículo en el semanario reusense Justicia Social, exponía que «nosotros podemos ser perfectamente socialistas sin dejar de aspirar a la autonomía y libertad de Cataluña», a la vez que se proponía cubrir el vacío que el socialismo español había dejado al no tratar el problema de las nacionalidades.[21]

Andreu Nin nunca abandonará la reflexión teórica sobre el tema; en septiembre de 1934 publicó en Leviatán un trabajo sobre «El marxismo y los movimientos nacionalistas», mucho más elaborado conceptualmente, en el que subrayaba el importante papel de «los movimientos nacionales» en el desarrollo de la «revolución democrático-burguesa».[22] El socialismo mayoritario español también le respondió tajantemente y desde el principio: el veterano y también catalán A. Fabra Rivas le recordó, a la altura de 1914, la posición tradicional sobre el tema: «el nacionalismo y los nacionalistas sólo pueden ser considerados por nosotros como un adversario a combatir».[23] Pero de momento, la dirección de las organizaciones socialistas podía ignorar perfectamente el problema menor que suponían entonces estas diferencias doctrinales, aunque en un pequeño semanario de una lejana provincia un joven socialista siguiera insistiendo y reflexionando por primera vez sobre el modelo del socialismo austriaco, constituido por seis secciones diferenciadas: alemana, checa, polaca, rutena, eslovena e italiana, o recordara cómo en 1905 el partido socialista de Finlandia había multiplicado por cinco sus efectivos tras liderar una huelga general que demandaba autonomía política para los fineses.[24]

Ya desde 1912, una Federacion Socialista Catalana, dirigida desde Reus por Jose Recasens y Mercadé, comenzó a plantear la necesidad de combinar socialismo y catalanismo, llegando hasta la exigencia de una nueva organización interna del PSOE basada en el reconocimiento de federaciones regionales. El IV Congreso de esta Federación Socialista Catalana (1914) proponía el objetivo de una «confederacion republicana de todas las pequeñas nacionalidades ibéricas»; otro congreso posterior de la Federación, en 1916, retomó el tema proclamando la necesidad de que los socialistas luchasen por la autonomía de Cataluña; Recasens proponía que los socialistas catalanes fuesen en vanguardia de toda clase de descentralización administrativa y política, de la reivindicación de la cooficialidad del idioma, publicación de periódicos y libros en catalán..., llegando a conseguir que el congreso del PSOE de 1918 aceptase entre sus resoluciones esa aspiración a una Confederación Republicana de Nacionalidades Ibéricas, con el apoyo de Besteiro y al calor y en la estela de la actualidad del tema de las nacionalidades en la Europa de la posguerra.

En estas polémicas se imponían las tesis más ortodoxas del veterano Fabra Rivas, que identificaban sin más cualquier ideal nacionalista con el pensamiento y la práctica burgueses y reaccionarios, pero la difusión y extensión de estos presupuestos de compatibilizar catalanismo y socialismo, siempre lejanos a cualquier formulación nacionalista catalana, llevaron a la constitución, en 1923, de la Unió Socialista de Catalunya, o a escenarios no muy conocidos, como el que describe Recasens en sus memorias, escritas en 1943 al salir de la cárcel, cuando recuerda su indignación porque Enrique de Francisco, secretario de la Comisión Ejecutiva del PSOE, les requiere en una reunión orgánica, en 1932 y en Reus, que hablen en castellano. En 1933 se reconstruyó una Unió Socialista de Catalunya, como Federació Catalana del Partit Socialista Obrer Espanyol, que se proponía actuar en Cataluña con personalidad propia como un partido genuinamente catalán, lo cual no agradó especialmente a De Francisco ni a Caballero, «aquells dos homes rancuniosos, obtusos, incomprensius, orgullosos...», en palabras de Recasens.[25]

El reforzamiento de los procesos de nacionalización en la Europa del primer tercio del siglo XX, incluido ahora el de los socialistas –también y más tarde en España–, es, pues, una evidencia; pero tampoco es difícil probar que en este periodo, antes y después de la Gran Guerra, la nación, como mito identitario y movilizador, funcionó más y mejor para la derecha conservadora, que fue quien en España promulgó la ley de jurisdicciones de 1906 por delitos contra la patria, o justificó el golpe de estado de Primo de Rivera por la necesidad de salvar la patria y la nación; frente a ello, en la cultura socialista seguía pesando el internacionalismo, y para la izquierda republicana y obrera, de lo que se trataba principalmente era de transformar el estado, modernizar la sociedad y construir y gestionar un nacionalismo alternativo al oficial.

Así pues, si uno de los factores de la progresiva asunción y expresión de la cultura e identidad nacionales en el socialismo dependía muy estrechamente del grado de integración en el sistema político, de la presencia en las instituciones y en el estado de las propias organizaciones socialistas, de su reconocimiento como interlocutoras con capacidad de negociación o de transformación de las políticas públicas, es en los años de entreguerras cuando este proceso de nacionalización de los socialistas españoles se despliega con más visibilidad e intensidad; en menos de diez años las organizaciones socialistas pasaron de estar presentes en el Consejo de Estado y en las instituciones de arbitraje de la dictadura de Primo de Rivera, a protagonizar la fiesta y revolución popular republicana, componer mayorías parlamentarias, dirigir ministerios claves y, por último, ya en la Guerra Civil, situarse al frente del propio gobierno de la nación republicana con Largo Caballero y con Negrín.

De modo que el tránsito del inicial odio a la patria de Pablo Iglesias a la afirmación, modernización y defensa de la nación es rápido y completo, un camino que llega a afirmaciones nacionalistas españolas tan meridianas como la del famoso discurso de Prieto el 1 de mayo de 1936 en el teatro Cervantes de Cuenca: «a medida que la vida pasa por mí, yo, aunque internacionalista, me siento cada vez más español, siento a España dentro de mi corazón y la llevo hasta el tuétano de mis huesos», aunque haya que explicar que el contexto de estas palabras era el de defender al Frente Popular de las acusaciones de dependencia del extranjero, ruso o francés, que formulaba la derecha en su ofensiva contra el gobierno y contra la República.[26]

O conduce a la sinceridad del ya anciano Largo Caballero cuando al ser liberado en 1945 del campo de concentración de Orianenburg, escribe su «Carta a los trabajadores españoles» y considera necesario dedicar un apartado al «orgullo de ser español»: «cuando se está fuera de España se comprende su grandeza (...), cuanto más lejos y más tiempo me encontraba fuera de ella con mayor fuerza se afirmaba en mi espíritu el sentimiento patriótico (...), cuando más comparaba otros pueblos con el que yo nací, más se agradaba mi orgullo de ser español; la grandeza de España la comprendemos mejor fuera que dentro», anunciando y prefigurando otro tema, que puede quedar para otra ocasión, como es el de la intensificación de los sentimientos nacionalistas en el largo exilio subsiguiente a 1939. Unos años antes, al redactar en 1941 su testamento y hacer balance de su vida, aquel temible Lenin español declaraba que no había tenido nunca otra religión «que el ser buen socialista, buen esposo, buen padre y buen español»: «quiero volver a España aunque sea muerto, adonde he nacido y he desarrollado todas mis actividades para hacerla grande moral y materialmente (...). Realmente, hasta que se vive en la emigración forzada, no se comprende bien lo grande y hermosa que es España».[27]

La identidad nacional, política y cultural, siempre estuvo más presente en la realidad de votantes y militantes socialistas que en los programas de los dirigentes y de las organizaciones. Pero la Guerra Civil alimentó y estimuló extraordinariamente el discurso nacionalista entre todos los actores de la contienda, incluidas las fuerzas del Frente Popular y las organizaciones socialistas, necesitadas de construir un discurso fuertemente movilizador. Los estudios más recientes subrayan cómo ambos bandos compartían una fe similar en la existencia de un ente colectivo, España, de antecedentes milenarios. Los dos estados contendientes, así como sus ejércitos, merecían sobradamente el calificativo de nacional. «Los españoles, eran, para ambos, un pueblo de existencia immemorial cuyo rasgo más notable era haber luchado una y otra vez a lo largo de la historia para afirmar su identidad e independencia contra diversos y constantes intentos de dominación extranjera», un relato y un mitologema compartidos por todos y reforzados por la necesidad adoctrinadora y movilizadora de los contendientes.[28]

El editorial del primer número del ABC madrileño y republicano de 26 de Julio de 1936 titulaba y calificaba el conflicto desatado por la insurrección de «Segunda Guerra de la Independencia». El discurso nacionalista republicano se acentuó manifiestamente a lo largo de la guerra, sobre todo en los momentos en los que la situación militar de la República se hacía más angustiosa. Los verdaderos españoles eran los defensores de la legalidad republicana, que se enfrentaban a extranjeros, antinacionales y traidores a la patria. Incluso en ámbitos catalanes se luchaba «por la independencia de España, por la República y por Cataluña», lema habitual en la propaganda del PSUC.

Hasta los anarquistas cayeron en la tentación de presentarse como la parte más pura y gloriosa de la tradición ibérica, un potente movimiento revolucionario netamente español, netamente ibérico, para diferenciarse también de los comunistas prosoviéticos o de los liberales francobritánicos; utilizaron también la retórica sobre la Guerra de la Independencia y decían de sí mismos que no eran nacionalistas pero se reconocían como «antifascistas dispuestos a reconquistar la España Nueva» (Federica Montseny).

Las guerras, como había sucedido en Europa veinte años antes y pronto se iba a repetir, operaban como situaciones que simplificaban brutalmente las complejidades identitarias reduciéndolas a formas elementales y comunes. El discurso nacionalista es simplificador por definición y resultó adecuado para la persuasión, la movilización y la propaganda. En este sentido se desplegó una fuerte veta nacionalista en la propaganda republicana, socialista, obrera, también comunista, durante la Guerra Civil, aunque el discurso movilizador nacionalista iba acompañado de la insistencia en otros valores o símbolos, los de progreso, libertad, democracia, igualdad, revolución, etc., compartidos por las izquierdas republicanas y profusamente utilizados por los gobiernos y las organizaciones socialistas.

Durante la Guerra Civil ambos bandos recurrieron «a la retórica y al discurso nacionalista como vehículo de movilización, y como una estrategia racional, no sólo para agrupar y cohesionar a sus seguidores alrededor de principios comunes con alta carga emocional, sino también para enmascarar sus contradicciones y divisiones políticas y sociales internas» (Núñez Seixas). La apelación al patriotismo como argumento movilizador y legitimador también tenía que ver con la incorporación a filas de soldados procedentes de levas obligatorias con un adoctrinamiento político precario, cuando no inexistente, y a quienes, como hoy a los norteamericanos en Irak, lo más cómodo era explicarles que luchaban por la patria y por la nación. No hay que olvidar que en la zona republicana, en la que se intensificaba el discurso patriótico de alto contenido emocional dirigido a reclutas ajenos, en su mayoría, a cualquier formación o encuadramiento sindical o político, los gobiernos de guerra estaban dirigidos por el Partido Socialista. El presidente Negrín reforzó, por convicción y por estrategia, el mensaje nacionalista y patriótico, hasta el extremo, como testimonia Zugazagoitia, de afirmar que «no estoy haciendo la Guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino. De ninguna manera. Estoy haciendo la Guerra por España y para España. Por su grandeza y para su grandeza...». La Guerra tuvo un efecto (re)nacionalizador indudable en el conjunto de la sociedad.[29]

Esta insistencia propagandística en el tema patriótico revela un grado de nacionalización popular superior al que han creído detectar algunos historiadores. Los dirigentes consideraban que el discurso nacionalista y la retórica patriótica eran adecuados a las circunstancias. Quizá los franquistas se supieron aprovechar todavía mejor del fervor nacionalista propio de la Europa de la época, pero también fue la oportunidad para que la izquierda obrera y socialista completara su proceso nacionalizador. Lo mismo habían hecho los partidos socialistas europeos de los países beligerantes durante la Primera Guerra Mundial. La diferencia era que el icono de alteridad, entre nosotros, era un connacional, cuando no un conocido, vecino o pariente.