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Un grupo de muchachos cruza el Atlántico en un yate, viviendo durante la travesía, y luego en tierra, las más curiosas y apasionantes aventuras. Este libro es una invitación a despertar el espíritu aventurero, la curiosidad, la capacidad de asombro, en viajes que también son del espíritu. Ni siquiera la más excitante realidad virtual puede compararse con las emociones de la experiencia vivida en cuerpo y alma.Los protagonistas de Dos años de vacaciones son quince jóvenes de distintas nacionalidades abandonados en una isla y luchando por la vida. Las diferencias de nacionalidad integran un conjunto de agudas y profundas reflexiones de orden psicológico que contribuyen tanto a amenizar el relato como a identificar al lector con los protagonistas. Verne sugiere una situación conflictiva para un grupo de niños, en donde se prueba que el valor y la inteligencia de éstos los ayudan a triunfar frente a dificultades, peligros y responsabilidades muy superiores a las comunes en su edad
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Julio Verne
DOS AÑOS DE VACACIONES
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 978-88-3295-809-6
Greenbooks editore
Edición digital
Octubre 2020
www.greenbooks-editore.com
I
II
III
Muchos Robinsones han despertado ya la curiosidad de nuestros jóvenes lectores. Daniel de Foe, en su inmortal Robinsón Crusoé, ha puesto en escena al hombre solo; Wyss, en su Robinsón Suizo, a la familia; Cooper, en El Cráter, a una sociedad con sus múltiples elementos, y yo en La Isla Misteriosa he presentado a algunos sabios luchando con las necesidades de su penosísima situación.
Se ha escrito también El Robinsón de doce años, El Robinsón de los hielos, El Robinsón de las niñas, y otros; pero con ser tan grande el número de novelas que componen la serie de los Robinsones, no la considero completa, y he creído que para ello sería conveniente publicar un libro cuyos protagonistas fueran algunos jovencitos de ocho a trece años, abandonados en una isla, luchando por la vida en medio de las contrariedades ocasionadas por la diferencia de nacionalidad; en una palabra, un colegio de Robinsones.
Verdad es que en Un capitán de quince años procuró demostrar lo que pueden el valor y la inteligencia de un niño enfrente de los peligros y de las dificultades de una responsabilidad muy grande para su edad; pero se me ha ocurrido después que si la enseñanza contenida en dicho libro ha de ser para muchos provechosa, se hacía necesario completarla.
He aquí los dos motivos que me han impulsado a escribir esta nueva obra, que me permito ofrecer al público bajo el título de: Dos años de vacaciones.
JULIO VERNE.
—La tempestad. —Un «schooner» desamparado. —Cuatro muchachos en el puente del «Sloughi». —La mesana hecha pedazos. —Visita en el interior del yate. —El grumete medio ahogado. —Una ola por la popa. — La tierra a través de las nieblas de la madrugada. —El banco de arrecifes.
Durante la noche del 9 de marzo de 1860 las nubes, confundiéndose con el mar, no permitían a la vista extenderse más allá de algunas brazas en derredor.
En aquel mar furioso, cuyas olas se desplegaban dejando en pos de sí surcos lívidos y espumosos, un buque ligero huía casi sin velas.
Era un yate de cien toneladas, un schooner, como llaman a las goletas en
Inglaterra y en América.
Este schooner se denominaba el Sloughi, nombre que se hubiera buscado en vano en el cuadro de popa, en atención a que había sido arrancado en parte por debajo del coronamiento, quizá por el huracán, tal vez por algún choque.
Eran las once de la noche. Bajo la latitud en que se hallaba, y a principios de marzo, éstas son bastante cortas. Los primeros albores no les dejarían ver hasta las cinco de la madrugada. ¿Pero serían acaso menores los peligros que amenazaban al Sloughi cuando el sol alumbrase el espacio? Tan débil nave
¿no estaría sin cesar, hasta destruirse, a merced de las olas, cada vez más embravecidas?
Seguramente que esto último acontecería, pues sólo la calma podría salvarla de un horroroso naufragio, cual lo es el que ocurre en medio del Océano, lejos de toda tierra, cuya presencia alienta siempre y hace muchas veces que algunos náufragos, reanimados por la esperanza, encuentren su salvación.
En la popa del Sloughi, y al lado del timón, se hallaban tres muchachos, uno de catorce años, otros dos de trece y un grumete de raza negra, que contaba apenas doce. Los pobres niños reunían sus fuerzas para impedir que las olas cogieran al schooner por los costados, haciéndole perecer. Era un trabajo muy rudo, porque la rueda del gobernalle, dando vueltas a pesar de los esfuerzos que las pobres criaturas hacían para dominarla, podía de un momento a otro sobreponerse a ellos y lanzarlos al mar. Un poco antes de las doce arreciaron tanto las olas que batían el flanco del yate, que puede considerarse como un milagro que no se rompiera el timón. Los golpes de mar eran rudísimos, y uno de ellos, muy fuerte, derribó a nuestros pequeños marineros, si bien pudieron éstos levantarse casi en seguida.
—¿Sirve todavía el timón? —preguntó uno de ellos.
—Sí, Gordon —respondió otro muchacho, llamado Briant, que, habiendo vuelto a ocupar su sitio, conservaba toda su sangre fría.
Luego, dirigiéndose al tercero, dijo:
—Agárrate fuerte, Doniphan, y procura no acobardarte. Tenemos que salvar a los demás.
Estas frases fueron dichas en inglés; mas por el acento de Briant dejábase conocer que era de origen francés.
Éste se volvió hacia el grumete, diciéndole:
—¿Estás herido, Mokó?
—No, señor Briant; pero procuremos mantener el buque dando la popa a
las olas, si no queremos irnos a pique.
En este momento se abrió la escotilla que daba patio al salón del schooner, y dos cabecitas aparecieron al nivel del puente, oyéndose al mismo tiempo los ladridos de un perro, que no tardó en dejarse ver también.
—¡Briant!… ¡Briant!… —exclamó un niño como de unos nueve años de edad—: ¿qué sucede?
—Nada, Iverson, nada —replicó Briant—. Bájate otra voz con Dole…
¡Pronto, muy pronto!…
—¡Es que tenemos mucho miedo! añadió el otro más pequeño.
—¿Y los demás?… —preguntó Doniphan.
—¡Los demás también están asustados! —replicó Dole.
—Vamos, volved abajo —dijo Briant —encerraos, tapaos la cabeza con la sábana, cerrad los ojos, y así no tendréis miedo. No hay peligro ninguno.
—¡Atención!… ¡Otra ola!… —exclamó Mokó.
Y, en efecto, un violento choque se sintió en la popa; pero felizmente no embarco agua, porque si tal hubiera sucedido, la ruina sería completa, pues penetrando el agua en el interior por la puerta de la escotilla, el yate no hubiera podido levantarse más.
—¡Volveos adentro, con mil rayos! —exclamó Gordon—: ¡volveos, si no queréis que os castigue!
—Vamos, niños, marchaos —volvió a repetir Briant con más dulzura.
Las dos cabecitas desaparecieron; mas en aquel momento, otro muchacho, que acababa de subir, preguntó:
—¿No nos necesitas, Briant?
—No: Baxter, Cross, Webb, Service, Wilcox y tú, quedaos con los pequeños. Bastamos aquí los cuatro.
Baxter volvió a cerrar por dentro.
—Los demás también tienen miedo —había dicho Dole, según recordarán nuestros lectores.
Pero ¿es que no había más que niños en aquel schooner llevado por el huracán? ¿Es que no existía ningún hombre a bordo, ni un capitán que mandara, ni un marino siquiera que ejecutara las maniobras, ni un timonel que gobernase en medio de aquella tormenta? ¡No, no había más que niños! ¿Y cuántos eran? Quince, contando a Gordon, Briant, Doniphan y el grumete que ya conocemos. ¿Y en qué circunstancias se embarcaron y por qué se
encontraban solos? Pronto lo sabremos.
Lo cierto es que, dado tal personal, no es de extrañar que nadie a bordo pudiese decir la posición exacta del Sloughi en medio de aquel Océano… ¡Y qué Océano! El más grande de todos, el Pacífico, que tiene dos mil leguas de anchura desde Australia y Nueva Zelandia hasta el litoral suramericano.
¿Qué había sucedido? ¿La tripulación varonil del yate habla desaparecido por efecto de alguna catástrofe? ¿Piratas de la Malasia se habían apoderado quizás de los marineros, no dejando a bordo más que unos cuantos niños entregados a sí mismos, no pasando el mayor de catorce años? Un buque de cien toneladas necesita, por lo menos, un Capitán, un contramaestre, cinco o seis hombres; y de ese personal, indispensable para maniobrar, no quedaba más que un grumete. Pero, en fin, ¿de dónde venía ese schooner? ¿De qué paraje austrolasiano, o de qué archipiélagos de Oceanía? ¿Desde cuánto tiempo estaba en el mar, y cuál era su rumbo? Seguramente que aquellos pobres niños podrían contestar a todas aquellas preguntas si hubieran encontrado algún navío y el capitán les preguntara el motivo de su aislamiento; mas por desgracia no se divisaba ningún buque, ni siquiera de los transatlánticos, cuyos itinerarios se cruzan en los mares oceánicos, ni tampoco barcos del comercio, de vapor o veleros, que Europa y América mandan a centenares hacia los puertos del Pacífico. Y aunque uno de esos buques, tan potentes por su máquina o por su velamen, estuviera en aquellos parajes, le hubiese sido muy difícil socorrer al yate, ocupado él mismo en luchar con la tempestad.
Briant y sus compañeros procuraban, por todos los medios que estaban a su alcance, que el schooner no se tumbara por completo.
—¿Qué hacemos?… —dijo Doniphan.
—¡Todo lo que sea posible para salvarnos, con la ayuda de Dios! — respondió Briant con serenidad admirable, precisamente en momentos en que ciertamente aun el hombre de más energía hubiera conservado muy pocas esperanzas de salvación.
En efecto; la tempestad arreciaba y el huracán crecía en intensidad, amenazando a cada instante hundir la embarcación, privada hacía cuarenta y ocho horas de su palo mayor, que, roto a cuatro pies de altura por encima del puente, no permitía izar ninguna vela con que auxiliar el gobierno del buque. El palo mesana se sostenía aun, pero era de temer cercano el momento en que, falto de los obenques, se cayera sobre el puente. Hacia la proa, el pequeño foque, hecho pedazos, era de tal modo agitado por el huracán, que sus sacudidas parecían detonaciones de armas de fuego. No quedaba ya más vela que la mesana, pronta a desgarrarse también, pues los pobres muchachos no hablan tenido la suficiente fuerza para quitar el último rizo, a fin de disminuir
su superficie. Si aquella vela se rompía, sería ya imposible que el yate hiciera frente al viento, y las olas, cogiéndolo por los lados, lo tumbarían de seguro, yéndose irremisiblemente a pique, y sus pasajeros desaparecerían con él en el terrible abismo.
Hasta entonces, ni una isla, ni un continente se había visto al Este. Chocar con una costa es una eventualidad terrible, sin embargo, esos niños lo hubieran temido menos que a los furores de aquel inmenso mar. Un litoral cualquiera, con sus escollos, sus rompientes, sus rocas incesantemente invadidas por la resaca, era preferible a ese Océano, pronto a abrirse bajo sus pies.
Así es que los pobres chicos miraban siempre al horizonte, esperando ver alguna luz que los guiase. ¡Vana esperanza!
De repente, hacia la una de la madrugada, un ruido espantoso dominó el silbido del huracán.
—¡El palo de mesana se ha roto!… —exclamó Doniphan.
—No —respondió el grumete—. Es la vela, que se ha soltado de las relingas.
—Es menester arrancarla —dijo Briant—. Gordon, ponte en el timón con Doniphan; y tú, Mokó, ven a ayudarme.
El negrito, siendo grumete, tenía algunas nociones de náutica, de las que no carecía tampoco Briant, por haber atravesado ya el Atlántico y el Pacífico cuando hizo el viaje de Europa a Oceanía, habiéndose familiarizado algún tanto con las maniobras. Esto explica el por qué los demás, que no sabían nada de eso, habían confiado a Briant y a Mokó el cuidado de dirigir el schooner.
En un instante, ambos muchachos corrieron valerosos hacia la proa, pues era menester a toda costa desembarazarse de la mesana para evitar que el buque cayera de costado; porque si esto hubiese sucedido, sería de todo punto imposible levantarlo, a manos que no cortasen por completo el palo después de quitarle los obenques metálicos, trabajo que no podían ejecutar los infantiles tripulantes del yate.
En tales condiciones, Briant y Mokó dieron pruebas de una notable destreza. Resueltos a conservar todo el velamen posible para tener el Sloughi en posición de recibir el viento por la popa mientras durase la borrasca, consiguieron largar la driza de la verga, que cayó a cuatro o cinco pies del puente. Los jirones de la mesana, cortados con un cuchillo por su parte inferior y sujetos por algunas abrazaderas, fueron amarrados a los cabos del empavesado, no sin que ambos intrépidos muchachos se vieran a punto de ser arrastrados por las olas.
Con este reducido velamen el buque pudo conservar la dirección que ya
seguía desde tanto tiempo, dando su casco bastante presa al viento para que corriese con la velocidad da un torpedero. Lo que importaba sobre todo era librarse de las olas, huyendo con rapidez, para evitar que algún golpe de mar saltase por encima del buque. Esto hecho, Briant y Mokó se reunieron a Gordon y a Doniphan para ayudarles a gobernar.
La puerta de la escotilla se abrió en aquel momento por segunda vez, y dejose ver una cara infantil. Era Santiago, hermano de Briant, con tres años menos de edad que él.
—¿Qué quieres, Santiago? —le preguntó el mayor.
—¡Ven… ven!… —respondió el niño—. ¡Hay agua hasta en el salón!
—¡Es posible! —exclamó Briant.
Y precipitándose por la escalera, la bajó casi de un salto.
El salón estaba débilmente alumbrado por una lámpara, que el vaivén del buque balanceaba con violencia. Esta luz permitía distinguir a una docena de niños tendidos en los divanes o en las camitas del Sloughi. Los más pequeños (los había de ocho y nueve años), apretados unos contra otros, estaban llenos de espanto.
—¡No hay peligro! —les dijo Briant, queriendo tranquilizarlos—.
¡Estamos nosotros aquí!… ¡No tengáis miedo!…
Entonces, bajando hasta el suelo un farol que tenía en la mano, vio que cierta porción de agua corría de un lado a otro del yate.
¿De dónde era aquella agua? ¿Había penetrado por alguna grieta? Esto era preciso averiguar.
Contiguo al salón se encontraba una gran cámara, luego el comedor, y después la habitación de los tripulantes.
Briant recorrió dichos departamentos y observó que el agua no penetraba ni por encima ni por debajo de la línea de flotación. Esta agua, despedida hacia popa por la inclinación del buque, provenía de las olas que entraban por la proa, y filtraba por las rendijas de la toldilla del puesto de la tripulación. No había que temer ningún peligro por aquel lado.
Briant tranquilizó a sus compañeros cuando volvió a pasar por el salón, y un poco menos inquieto, ocupó de nuevo su sitio en el timón. El schooner, sólidamente construido, forrado con buenas planchas de cobre, no podía hacer agua y estaba en estado de resistir el embate de las olas.
Sería como la una de la mañana. En aquel momento la noche era cada vez más oscura por el espesor de las nubes; la borrasca se desencadenaba con atronadora violencia, y el yate navegaba con sin igual velocidad, saludado por
las gaviotas con gritos agudos que rasgaban los aires. La presencia de estas aves ¿era señal de que la tierra se hallaba cerca? No, porque se las encuentra a veces a varios centenares de leguas de la costa. Además, impotentes para luchar contra la corriente aérea, esos pájaros, que sienten placer en medio de las tormentas, la seguían como el schooner, al que ninguna fuerza humana hubiera podido detener.
Una hora más tarde lo que quedaba de la mesana acabó de desgarrarse, esparciéndose por el espacio.
—¡Ya no tenemos velas! —exclamó Doniphan—, y es imposible colocar ninguna otra.
—¡Qué importa! —respondió Briant —no por eso navegaremos con menos velocidad.
—¡Vaya una contestación! —replicó Doniphan—: ¡si éste es tu modo de maniobrar!…
—¡Cuidado con las olas, que amenazan por la popa! Es necesario atarnos, si no queremos que nos arrastren —dijo Mokó.
Apenas había concluido el grumete de pronunciar estas palabras, cuando un gran golpe de agua cayó encima del puente. Briant, Doniphan y Gordon fueron despedidos contra la toldilla a la que se agarraron; pero el pobre Mokó había desaparecido en aquella masa líquida, que barrió toda la cubierta del Sloughi, arrastrando parte de la obra muerta, dos canoas, una chalupa, algunos otros objetos y la cubierta de la brújula. Sin embargo como parte de la obra muerta había sido levantada por el golpe, el agua, saliendo por allí, salvó el yate del peligro de zozobrar bajo el peso de aquella enorme carga.
—¡Mokó!… ¡Mokó! —exclamó Briant, cuando pudo hablar.
—¿Se habrá caído al mar? —preguntó Doniphan.
—No, pues no se lo ve… —dijo Gordon, que registraba con la vista las aguas.
—Es preciso salvarlo… Echemos una cuerda por si acaso —respondió Briant.
—Y con una voz que retumbó con fuerza —gritó de nuevo:
—¡Mokó!… ¡Mokó!…
—¡Aquí!… ¡Aquí!… —respondió el grumete.
—No está en el agua, de seguro —dijo Gordon—: su voz se oye hacia la proa.
—¡Salvémosle! —exclamó Briant.
Y púsose a andar a gatas, evitando el choque de las garruchas desprendidas de las maromas, procurando no escurrirse, a causa del vaivén, sobre aquel puente resbaladizo.
La voz del grumete se dejó oír otra vez, y luego todo quedó en silencio. Después de muchos esfuerzos, Briant llegó a la toldilla de la tripulación. Llamó.
No obtuvo respuesta.
¿Sería que el mar se había llevado a Mokó después de su último grito? En este caso el desgraciado niño debía estar ya muy lejos, hacia atrás, porque el viento no había podido empujarle con tanta velocidad como al schooner.
Si así era, estaba perdido sin remedio.
Mas no: un nuevo grito, si bien más débil, llegó hasta Briant, e hizo que éste se precipitase hacia el hueco del montante en que se empotraba el pie del bauprés. Allí, a tientas encontró un cuerpo quo se movía… Era el grumete, cogido en el ángulo que formaba el empavesado uniéndose en la proa. Además, una driza que con sus esfuerzos apretaba cada vez más, le rodeaba la garganta, exponiéndose a morir estrangulado.
Viendo esto Briant, sacó su cuchillo y cortó, no sin mucho trabajo, la cuerda que molestaba al grumete.
Mokó fue llevado hacia la popa y cuando tuvo bastante fuerza para hablar, exclamó:
—¡Gracias, señor Briant, gracias!
Y volvió a colocarse en el timón, en donde los cuatro se amarraron para resistir a las enormes olas que amenazaban el Sloughi.
Al contrario de lo que había creído Briant, la velocidad del buque había disminuido algún tanto desde que había desaparecido la mesana, y esto constituía un nuevo peligro. En efecto; las olas, siendo más veloces que el yate, podían asaltarle por la popa y llenarle. ¿Qué más podían hacer? Era imposible aparejar la menor vela.
En el hemisferio austral, el mes de marzo corresponde al mes de septiembre en el boreal, y las noches tienen corta duración.
Eran ya las cuatro de la mañana; la luz del día no debía tardar en aparecer al Este, es decir, encima de aquella parte del Océano hacia la que la tempestad empujaba al yate. Puede ser que con la alborada la tormenta pierda en intensidad, o que se divise la tierra, y en ambos casos la suerte de esta tripulación de pequeñuelos se decida en algunos minutos.
A eso de las cuatro y media, alguna luz se dejó ver efectivamente; mas por desgracia, las nieblas limitaban el alcance de la vista a menos de un cuarto de milla. Las nubes corrían con una velocidad espantosa. El huracán no había perdido nada de su fuerza, y el mar desaparecía bajo la espuma de las olas al romperse. El schooner, tan pronto levantado en la cima de una ola como hundido, al parecer, en el fondo del abismo, hubiera zozobrado veinte veces si el viento le hubiese cogido por los costados.
Los cuatro muchachos miraban atónitos aquel caos, comprendiendo que si los furiosos elementos no se calmaban pronto, su situación era desesperada, pues materialmente imposible parecía que el Sloughi resistiera aun veinticuatro horas la violencia de las olas, que indudablemente acabarían por desbaratarle.
Pero ¡oh alegría! en este mismo instante Mokó gritó:
—¡Tierra!… ¡Tierra!…
A través de la niebla el grumete creyó divisar al Este los contornos de una costa. ¿No se equivocaba? Nada más difícil de reconocer que esas vagas líneas que se confunden con tanta facilidad con pequeñas nubes.
—¿Tierra? —preguntó Briant.
—Sí —replicó Mokó—, tierra al Este.
E indicaba un punto del horizonte, si bien algo oculto por los vapores de la madrugada.
—¿Estás cierto de ello? —preguntó Doniphan.
—¡Sí… sí… ciertísimo!… —respondió el grumete—. Si la niebla se despeja un poco, mirad bien allá… hacia la derecha del palo de mesana…
¡Mirad… mirad!…
La bruma, que empezaba a aclararse, remontándose a las zonas superiores, dejó que la vista se extendiera sobre el Océano en un espacio de varias millas delante del yate.
—¡Sí, es la tierra… la tierra!… —exclamó Briant.
—¡Y una tierra muy baja! —añadió Gordon, que acababa de observar con más atención el litoral.
Esta vez no había que dudarlo. Una tierra, continente o isla, se dibujaba a cinco o seis millas en una ancha parte del horizonte. Con la dirección que llevaba, y de la que la borrasca no le permitía apartarse, el Sloughi llegaría en menos de una hora; mas era de temer que se destrozara al llegar, sobre todo si las rompientes le detenían antes de abordar. Pero los pobres muchachos no pensaban en eso; esa tierra que tan inopinadamente se ofrecía a su vista, les
parecía de segura salvación.
En aquel momento, el viento se puso a soplar con más violencia; el Sloughi, llevado como una pluma, se precipitó hacia la costa, que se dibujaba como un rasgo de tinta negra sobre el fondo blancuzco del ciclo. Avanzando algo el buque, pudo observarse que en segundo término se elevaba un acantilado, cuya altura no excedería de ciento cincuenta a doscientos pies, y, en primer término se extendía una playa amarillenta, cerrada a la derecha por masas redondeadas que parecían pertenecer a algunos bosques del interior.
¡Ah! Si el Sloughi pudiera alcanzar esa playa arenosa sin encontrar arrecifes; si la embocadura de algún río les ofreciese un refugio seguro, tal vez los infantiles pasajeros podrían llegar a tierra sanos y salvos.
Mientras que Doniphan, Gordon y Mokó se quedaban en el timón, Briant se fue a proa y miraba aquella tierra que se acercaba con mucha velocidad; pero buscaba en vano un sitio en que el yate pudiera abordar en condiciones favorables. No se veía ni una embocadura de río o de riachuelo, ni un banco de arena en el que se pudiera encallar sin peligro. Delante de la playa se desarrollaba a la vista una fila de rocas cuyas cimas negruzcas salían del agua más o menos, según la ondulación de las olas, sacudidas sin cesar por la resaca. Allí, de seguro, al primer choque el Sloughi se haría pedazos.
Briant tuvo entonces el pensamiento de que más valía que todos sus compañeros estuvieran sobre el puente en el momento en que el buque encallara, y abriendo la puerta de la escotilla, gritó:
—¡Arriba todo el mundo!
En seguida el perro se lanzó fuera, seguido de unos diez niños que se arrastraron hacia popa. Los más pequeños, viendo las olas, gritaban asustados.
Un momento antes de las seis de la mañana el Sloughi llegó al lado de las rompientes.
—¡Agarraos, agarraos! —exclamó Briant.
Y medio despojado de sus vestidos, se aprestó a socorrer a los que la resaca arrastrase, porque seguramente que el yate iba a romperse contra los arrecifes. Sintiose una violenta sacudida; de repente el Sloughi dio un golpe con la popa, y aunque su casco es resintió algo, el agua no penetró en él.
Levantado por una segunda ola, fue despedido a unos cincuenta pies hacia adelante sin tocar a las rocas, cuyas puntas sobresalían por todos lados. Luego se inclinó a babor y quedó inmóvil en medio del hervor de las aguas.
Si no estaba ya en alta mar, le faltaba aun un cuarto de milla para llegar a la playa.
—En medio de la resaca. —Briant y Doniphan. —Observación de la costa. —Preparativos de salvación. —Disputa por la canoa. —Desde lo alto de palo de mesana. —Valerosa tentativa de Briant. —Efectos del reflejo.
Libre ya de nieblas el espacio, la mirada podíase extender sin dificultad por un vasto radio en derredor del schooner. Las nubes corrían siempre con extremada rapidez, y la borrasca no perdía nada de su furia; su misma violencia hacía esperar que acabase pronto, y que una calma bienhechora tranquilizase algún tanto a esos pobres niños que, apretándose unos con otros, debían creerse perdidos sin remedio cuando alguna gigantesca ola caía encima del puente, cubriéndolos de espuma. Los choques eran bastante rudos; el schooner, que no podía evitarlos, se estremecía hasta la quilla, pero no había, sin embargo, recibido gran daño al penetrar entre las rocas. Briant y Gordon bajaron a los camarotes, y asegurándose de que el buque no hacía agua por ninguna parte, tranquilizaron en cuanto les fue posible a sus compañeros, y sobre todo a los pequeños, diciéndoles:
—¡No tengáis miedo!… ¡El yate es muy sólido!… ¡La costa no está lejos!
… Esperemos y procuremos llegar a la playa.
—¿Y por qué esperar? —preguntó Doniphan.
—Sí: ¿por qué? —añadió otro niño de unos doce años, llamado Wilcox—.
Doniphan tiene razón… ¿Por qué tenemos que esperar?
—Porque el mar está muy revuelto aun, y pereceríamos en medio de las rocas —respondió Briant.
—¿Y si el yate se abre? —repuso un tercero, llamado Webb, y de la misma edad que Wilcox.
—No creo que esto sea de temor por ahora —replicó Briant —a lo menos, mientras bajo la marca. Después que haya bajado, y en tanto que nos lo permita el viento, nos ocuparemos del salvamento. Briant tenía razón. Aunque las marcas sean relativamente de poca consideración en el Océano Pacífico, pueden, sin embargo, producir una diferencia de nivel bastante importante entre la alta y la baja. Era, por consiguiente, una ventaja esperar algunas horas, y sobre todo si el viento disminuía; pudiendo suceder también que el reflujo dejara en seco parte de los arrecifes, lo que haría más fácil la travesía del cuarto de milla que aun separaba al schooner de la playa.
No obstante, por más que este consejo fuese bueno, Doniphan y otros dos o tres que no se hallaban con ánimos de seguirlo, se agruparon hacia la proa, hablando en voz baja, y se comprendía claramente que Doniphan, Wilcox, Webb y otro llamado Cross, no parecían dispuestos a entenderse con Briant. Durante la larga travesía del Sloughi, si habían consentido en obedecerlo, era porque Briant, según hemos dicho ya, tenía costumbre de navegar y poseía algunos conocimientos de las maniobras; pero conservaban el pensamiento de recuperar su libertad de acción en cuanto tocaran tierra. Doniphan, especialmente, no pensaba someterse, porque se creía superior a todos sus compañeros en instrucción e inteligencia. Esta especie de envidia que experimentaba Doniphan respecto a Briant, tenía ya larga fecha, y además bastaba que este último fuese francés para que los demás, siendo ingleses, no quisieran ser por él dominados, siendo de temer, por lo tanto, que estas diferencias acrecentaran la gravedad de una situación de suyo embarazosa.
Sin embargo, Doniphan, Wilcox, Cross y Webb miraban el mar lleno de remolinos y surcado de corrientes contrarias, que no se podían atravesar sin graves peligros. El nadador más hábil no hubiese podido resistir la acción de la marea baja, que el viento cogía de través. El consejo de esperar algunas horas era justificado, y preciso fue que Doniphan y sus compañeros se rindiesen ante la evidencia, yéndose otra vez hacia la popa, en donde estaban los demás.
Briant decía en aquel momento a Gordon y a algunos de los que le rodeaban:
—¡No nos separemos!… ¡Unámonos todos, o somos perdidos!…
—¡No pretenderás imponernos la ley! —exclamó Doniphan que le oyó.
—Nada pretendo —respondió Briant—, sino que es preciso que obremos con perfecto concierto para la salvación de todos.
—Briant tiene razón —añadió Gordon, muchacho frío y serio que no hablaba jamás sin reflexionar.
—¡Sí!… ¡Sí!… —exclamaron algunos de los pequeños, a quienes un secreto instinto impulsaba a confiar en Briant.
Doniphan no replicó, pero sus compañeros y él persistieron en quedarse apartados de los demás, esperando la hora de proceder al salvamento.
Pero ¿qué tierra era aquella? ¿Pertenecía a alguna de las islas del Pacífico, o a un continente? Esta cuestión no podía resolverse, porque estando el Sloughi demasiado cerca del litoral, no era dable la observación en un perímetro suficiente. Su concavidad, formando ancha bahía, terminaba en dos promontorios; uno bastante elevado y liso hacia el Norte, y el otro afilado en punta hacia el Sur. Pero más allá de ambos cabos, ¿seguiría o no el mar los
contornos de una isla? Briant procuró en vano asegurarse de ello con ayuda de los anteojos que encontró a bordo.
En el caso de que esa tierra fuera una isla, ¿cómo sería posible abandonarla si no se podía volver a poner el buque a flote, pues la marea alta no tardaría en desbaratarle, arrastrándole por los arrecifes? Y si esa isla no estuviese habitada, cual acontece en alguna del Pacífico, ¿cómo esos niños abandonados a sí mismos y no teniendo más víveres que los existentes en el barco, proveerían a las necesidades de la existencia?
Si fuese continente, dado que no podría ser otro que el de la América del Sur, las probabilidades de salvación serían mayores, porque atravesando el territorio de Chile o de Bolivia, más pronto o más tarde hallarían auxilios, si bien es verdad que en aquel litoral, cercano a las Pampas, muchos malos encuentros eran de temer.
Como el tiempo era bastante claro, dejábanse percibir todos los detalles de aquella tierra. Se distinguía perfectamente la playa, el acantilado que la rodeaba y algunos árboles agrupados en su base. Briant divisó también la embocadura de un río a la derecha de la ribera.
En suma; si el aspecto de aquella costa no tenía ningún atractivo, la fronda de aquellos árboles indicaba cierta fertilidad comparable con la de las zonas de la latitud media. No podía haber duda de que más allá del acantilado, y al abrigo de los vientos, la vegetación, encontrando un suelo más favorable, debía desarrollarse con más vigor.
En cuanto a habitantes, no parecía que los hubiese en aquella parte de la costa, pues no se veía ni casa ni choza alguna en la desembocadura del río. Los indígenas, si los hubiera, residían tal vez en el interior, en donde estaban menos expuestos a los crudos ataques de los vientos del Oeste.
—¡No veo ni el menor rastro de humo! —dijo Briant bajando el anteojo.
—¡Ninguna embarcación se ve en la playa! —observó Mokó.
—¿Cómo es posible que las haya, puesto que no hay puerto? —repuso Doniphan.
—El puerto no es necesario —replicó Gordon—, pues las barcas de pescadores encuentran refugio en la entrada de los ríos; y si no vemos ninguna, quizás sea porque la tormenta las haya obligado a internarse.
La observación de Gordon era justa; mas cualesquiera que fuesen los motivos, la verdad es que no se divisaba ninguna embarcación, y que en realidad aquella parte del litoral parecía deshabitada. Pero en el caso de que nuestros jóvenes náufragos se viesen obligados a quedarse allí algunas semanas, ¿sería habitable? He aquí lo que debía sobre todo preocuparles.
Aun cuando la marea ciertamente se retiraba con mucha lentitud, porque el viento se lo impedía, como éste parecía calmarse algún tanto con tendencia a cambiar hacia el Noroeste, importaba mucho estar apercibidos y dispuestos para aprovechar el momento en que el banco de arrecifes ofreciese un paso practicable.
Eran cerca de las siete. Cada cual se ocupó en subir sobre el puente los objetos de primera necesidad, dejando lo demás para cuando el mar los empujase hacia la costa. Pequeños y grandes trabajaron todos con afán; y como a bordo había bastante provisión de conservas, galleta y carnes saladas y ahumadas, hicieron paquetes destinados a ser repartidos entre los mayores, quienes se encargarían de transportarlos a tierra.
Mas para que este transporte pudiera efectuarse, era preciso que los arrecifes estuvieran en seco. ¿Sucedería así durante la marea baja? ¿Bastaría el reflujo para dejar el paso libre hasta la playa?
Briant y Gordon fijaron toda su atención en el mar. Con el cambio de dirección del viento, la calma se acentuaba, y apaciguándose la resaca, permitía notar el decrecimiento de las aguas a lo largo de las puntas de las rocas. Este decrecimiento influía en el schooner, que se apoyaba más y más hacia babor, hasta el punto de temerse que, si su inclinación aumentaba, se tumbase por completo sobre el flanco, pues este yate, como todos los de gran marcha, era muy esbelto de formas, con las compuertas muy elevadas y la quilla de mucha altura.
En este caso, si el agua invadía el puente, la situación sería en extremo grave. Era muy de sentir que las chalupas hubiesen sido arrebatadas, como hemos visto, porque aquellas embarcaciones, bastante capaces para conducirlos a todos, les hubiera sido permitido llegar a la costa y transportar tantos objetos útiles que sería preciso dejar provisionalmente a bordo. Y si en la próxima noche el Sloughi se hiciera pedazos, ¿qué valdrían aquellos restos después que las olas los hubieran destrozado entre las rocas? ¿Podrían aprovecharlos aun? ¿Nuestros jóvenes no se verían pronto reducidos a los únicos recursos que les ofreciera aquella tierra?
De repente se oyeron algunas exclamaciones hacia la proa; Baxter acababa de hallar una cosa que no carecía de importancia.
Una canoa que creían perdida se encontraba escondida entre el cordaje del bauprés. Aquella canoa no podía llevar más que cinco o seis personas; pero como estaba intacta, sería posible utilizarla en el caso en que no fuese dable pasar a pie seco.
Convenía, pues, esperar que la marea bajase por completo, y, sin embargo, una viva discusión se entabló entre los náufragos, discusión que tomó mayores
proporciones entre Briant y Doniphan.
Este último, Wilcox, Webb y Cross, después de apoderarse de la canoa, preparábanse a lanzarla al mar, cuando Briant llegó a su lado.
—¿Qué vais a hacer? —preguntó.
—¡Lo que nos convenga! —respondió Wilcox.
—¿Vais a embarcaros en esa canoa?
—Sí —replicó Doniphan—, y no serás tú quien nos lo impida.
—Te equivocas —repuso Briant—, no sólo te lo impediré, sino que me ayudarán a estorbártelo los compañeros a quienes quieres abandonar.
—¡Abandonar!… dices. ¿Cómo lo sabes? —respondió Doniphan con arrogancia—. Yo no quiero abandonar a nadie, ¿lo oyes? Mi plan es que tan luego como uno de nosotros llegue a la playa, vuelva con la canoa.
—¿Y si no puede volver? —exclamó Briant conteniéndose con trabajo—.
¿Y si se hace pedazos en las rocas?…
—¡Embarquémonos!… ¡Embarquémonos!… —respondió Webb rechazando a Briant.
Y ayudado por Cross y Wilcox, levantó la lanchita para botarla al mar; pero Briant, cogiéndola por una de las puntas, dijo con energía:
—¡No embarcaréis!
—Eso lo veremos —respondió Doniphan.
—¡No, no embarcaréis! —repitió Briant muy decidido a resistir en beneficio del común interés. La canoa debe reservarse para los más pequeños, por si acontece que en la baja mar queda demasiada agua y no puedan llegar a la playa.
—¡Déjanos en paz! —exclamó Doniphan encolerizado—. Te lo repito; no eres tú quien pueda impedirnos hacer lo que nos dé la gana.
—¡Y yo te digo por segunda vez que te lo impediré, Doniphan!
Ambos muchachos estaban a punto de llegar a las manos y la lucha hubiera sido general, porque cada uno de ellos tenía sus parciales. Wilcox, Webb y Cross estaban naturalmente de parte de Doniphan; mientras que Baxter, Service y Garnett se colocaron al lado de Briant. Las consecuencias de la colisión serían tristísimas.
Así lo comprendió Gordon, a quien, como de mayor edad que los otros, y también más dueño de sí, no se le ocultó lo trascendental de semejante proceder, y tuvo el buen sentido de interponerse en favor de Briant.
—Vamos, vamos —dijo—, ten un poco de paciencia, Donipban. Bien ves que el mar está aun demasiado picado, y que nos arriesgamos a perder la canoa.
—¡No quiero que Briant nos imponga la ley, como acostumbra de algún tiempo acá! —respondió Doniphan.
—No pretendo imponérsela a nadie —repuso Briant—, así como tampoco permitiré que la imponga nadie cuando se trate del interés de todos.
—Cada cual debe cuidarse de ello tanto como tú —replicó Doniphan—. Y ahora que estamos en tierra…
—Desgraciadamente no es así todavía —respondió Gordon—. Doniphan, no seas terco, y esperemos un momento favorable para servirnos de la canoa.
Muy oportuna, ahora como otras varias veces, fue la mediación de Gordon entre Doniphan y Briant, pues todos sus compañeros acataron su opinión.
La marea había bajado dos pies durante la disputa, y ya calmados los ánimos, surgió entre nuestros marineros la duda de si existiría algún canal entre las rocas, cosa que sería muy útil conocer.
Briant, creyendo que se daría mucho mejor cuenta de la posición de las rocas observando desde el palo de mesana, se dirigió a la proa, asiéndose a los obenques de estribor, a fuerza de puños se elevó hasta las barras.
Entre los arrecifes se veía un paso, cuya dirección señalaban las puntas de las rocas que sobresalían del agua por ambos lados, y juzgó que convendría seguir dicho paso para llegar a la playa, embarcándose en la canoa; pero había aun demasiados remolinos en la superficie para que la ligera embarcación llegara sin tropiezo, y era de temor que, lanzada la barquilla sobre alguna punta de roca, se hiciese pedazos; valía, por lo tanto, más, esperar hasta ver si las aguas, en su completa retirada, dejaban un sitio practicable.
Desde lo alto de las barras, sobre las que estaba a caballo, Briant se puso a observar el litoral, y con ayuda del anteojo examinó toda la playa hasta el pie del acantilado.
La costa entre los dos promontorios, separados por una distancia de ocho o nueve millas, parecía completamente deshabitada.
Después de media hora de observación, Briant bajó a dar cuenta a sus compañeros de lo que había visto. Si Doniphan, Wilcox, Webb y Cross le escucharon sin hablar una palabra, no hizo lo mismo Gordon, que le preguntó:
—¿No eran las seis de la mañana cuando encalló el Sloughi?
—Sí —respondió Briant.
—¿Y cuánto tiempo se necesita para que baje la marea?
—Me parece que cinco horas. ¿No es así, Mokó?
—Sí, de cinco a seis horas —respondió el grumete.
—¿De modo que a las once será el momento favorable para llegar a la costa?
—Así lo he calculado —replicó Briant.
—Pues bien —prosiguió Gordon—, preparémonos y tomemos algún alimento. Si nos vemos obligados a echarnos al agua, que sea a lo menos algunas horas después de haber comido.
Este era un buen consejo dado por aquel prudente muchacho, y aceptado por todos; se ocuparon en seguida del desayuno, compuesto de conservas y galletas. Briant cuidó mucho de los pequeños Jenkins, Iverson, Dole y Costar, quienes, con el carácter propio de su poca edad, empezaban a tranquilizarse, y comieron sin tasa, pues tenían mucha hambre, en atención a que no habían tomado casi ningún alimento en veinticuatro horas; y para que no les hiciese daño la comida, Briant les dio un poco de aguardiente con agua para ayudar la digestión.
Hecho esto, dejó a los pequeños y se fue a proa, poniéndose a observar los arrecifes.
¡Con cuánta lentitud se efectuaba el decrecimiento de las aguas! Se veía, sin embargo, que bajaba, puesto que la inclinación del yate se acentuaba cada vez más. Mokó, echando una sonda, reconoció que había aun unos ocho pies de agua encima del banco. ¿Podían esperar que la marea baja lo dejara completamente seco? No lo creía así Mokó, y manifestó su parecer a Briant en voz baja, para no asustar a nadie.
Este último fue a hablar con Gordon respecto al particular: ambos comprendían sobradamente que el viento, si bien con tendencia a cambiar al Norte, impedía al mar que bajase tanto como en tiempo de calma.
—¿Qué partido hemos de tomar? —preguntó Gordon.
—No sé… no sé —respondió Briant—. ¡Qué desgracia es la de no saber…; la de no ser más que niños, cuando era preciso que fuéramos hombres!
—La necesidad nos instruirá —replicó Gordon—. No desesperemos, Briant, y obremos con prudencia.
—Tengamos cuidado, Gordon. Si no abandonamos el Sloughi antes de la marea alta y tenemos que pasar aun una noche a bordo, estamos perdidos.
—Ciertamente, porque el yate se hará pedazos. Es preciso, pues, salir de aquí a todo trance…
—Tienes razón, Gordon.
—¿No sería posible construir una especie de balsa para ir y venir?
—He pensado en ello —respondió Briant—, mas, por desgracia, los materiales faltan. Nos queda la canoa, de la que no podemos servirnos, porque el mar está muy fuerte. Lo que puede hacerse es llevar un cable a través de los arrecifes y amarrarle a la punta de una roca; tal vez por ese medio fuera posible llegar cerca de la playa.
—¿Quién llevará el cable?
—Yo —respondió Briant.
—¡Y yo te ayudaré!… —dijo Gordon.
—¡No, yo solo! —replicó Briant.
—Sírvete de la canoa.
—Podría inutilizarse, Gordon; vale más conservarla como último recurso.
Antes de ejecutar su peligroso proyecto, quiso Briant tomar una útil precaución para hacer frente a cualquier eventualidad.
Como había a bordo algunos cinturones de salvamento, obligó a los niños a que se los pusiesen para el caso en que, teniendo que abandonar el buque, el agua estuviera demasiado profunda para sentar los pies en el suelo; este aparato los mantendría a flote, y los mayores los empujarían hacia la orilla, sosteniéndose ellos mismos en el cable tendido.
Eran las diez y cuarto. Antes de cuarenta y cinco minutos la marea alcanzaría su mayor descenso. Ya no quedaban sino cuatro o cinco pies de agua; pero parecía que no bajaría más que algunas pulgadas. Es verdad que a unas sesenta yardas se veía el fondo, y se comprendía que seguía su lenta retirada, porque íbanse descubriendo también muchas puntas de rocas a lo largo de la playa. La dificultad consistía en franquear la profundidad del agua que había en los contornos del buque.
No obstante, si Briant llegaba a colocar un cable en aquella dirección y conseguía fijarlo con solidez en una de las rocas, este cable, puesto muy tirante con ayuda del torno, les permitiría sostenerse hasta encontrar pie. Además, haciendo deslizar sobre aquella maroma los paquetes que encerraban las provisiones y los útiles más indispensables, llegarían a tierra sin pérdida alguna.
Por peligroso que fuera su intento, no quiso Briant dejar a nadie que lo
verificase en su lugar, y tomó sus disposiciones al efecto.
Había a bordo varios cables de cien pies de largo, de esos que sirven para remolcar. Briant escogió uno de un grueso mediano, que le pareció conveniente, y rodeó la extremidad a su cintura después de desnudarse.
—¡Vamos, vosotros —exclamó Gordon—, venid aquí para que podamos soltar entre todos la maroma! ¡Venid a proa!
Doniphan, Wilcox, Cross y Webb no podían rehusar su concurso para una operación cuya importancia comprendían. Así es que se pusieron a desliar el cable para soltarle poco a poco, a fin de no amenguar las fuerzas de Briant.
En el momento en que éste iba a tirarse al mar, se le acercó Santiago, exclamando:
—¡Hermano mío!… ¡Hermano mío!…
—No tengas cuidado por mí, hermanito, no tengas miedo —respondió Briant.
Y un instante después se le veía en la superficie del agua, nadando con vigor mientras que el cable se desenrollaba detrás de él.
Esta maniobra, difícil aun con un tiempo de calma, lo era mucho más con la resaca, que pegaba continuamente contra las rocas. Corrientes y contracorrientes impedían al valeroso muchacho mantenerse en línea recta, y cuando le cogían, le costaba mucho trabajo librarse de ellas.
Sin embargo, Briant ganaba poco a poco terreno, mientras que sus compañeros soltaban la maroma a medida que la necesitaba; pero notábase que, a pesar de no hallarse más que a una distancia de cincuenta pies del yate, las fuerzas del pobre muchacho principiaban a agotarse. Delante de él se agitaba una especie de remolino producido por el encuentro de dos olas contrarias. Si llegaba a bordearle, era fácil que consiguiera su objeto, pues más allá estaba el mar en calma; así es que procuró, haciendo un violento esfuerzo, dirigirse hacia la izquierda; pero su tentativa debía ser infructuosa, en atención a que un hábil nadador, con todo el vigor de su edad, no lo hubiese conseguido tampoco.
El pobre Briant fue envuelto por las olas y llevado con irrebatible fuerza al centro del remolino.
—¡Socorro!… ¡Tirad!… ¡Tirad y pronto de la cuerda!… —pudo gritar antes de desaparecer.
A bordo del yate el espanto llegó a su colmo.
—¡Tirad!… —mandó Gordon con ímpetu, aunque con gran serenidad.
Y sus compañeros se apresuraron a ejecutar la maniobra para traer a Briant a bordo antes de que una inmersión demasiado larga produjera la asfixia.
En menos de un minuto, el pobre muchacho se encontraba encima del puente sin conocimiento, en brazos de su hermano y rodeado por todos aun compañeros; pero no tardó en volver en sí.
El intento, como se ve, de tender una maroma hasta los arrecifes, no salió bien, y los pobres niños se veían, por lo tanto, reducidos otra vez a esperar…
¿Esperar qué? ¿Un socorro? ¿Y de dónde había de venir?
Eran ya más de las doce. La marea alta había empezado, y la resaca crecía. La luna era nueva y por consiguiente las olas iban a ser más fuertes que la víspera; así es que, por poco que soplara el viento, la goleta corría el peligro de destrozarse si las aguas agitadas la levantaban y la dejaban caer sobre los arrecifes.
Nadie, seguramente, sobreviviría a tan funesto desenlace. ¡Y nada se podía hacer para impedirlo!
Agrupadas todas aquellas pequeñas criaturas, miraban cómo crecía el mar y cómo desaparecían las puntas de las rocas debajo del agua.
Para mayor desgracia, el viento sopló de nuevo del Oeste, como la noche anterior. Las olas más altas cubrían de espumas el Sloughi, y no tardarían en invadir el puente. Sólo Dios podía ayudar a los pobrecitos náufragos, que mezclaban sus oraciones a sus gritos de espanto.
Un poco antes de las dos el schooner, influido por la marea, no se apoyaba ya sobre la banda de babor; pero a consecuencia del vaivén, la proa chocaba con el fondo, mientras que la popa estaba aun sostenida entre dos rocas. Pronto los golpes redoblaron, y el Sloughi caía tan pronto hacia babor como hacia estribor, teniendo los niños que sostenerse unos con otros para no ser arrojados al mar.
En aquel instante, una montaña de agua espumosa, llegando con la furia de un torrente, se levantó a dos brazas del buque, y cubriendo por completo el banco de arrecifes, levantó el yate y lo arrastró por encima de las rocas, sin que ninguna tocara a su casco.
En menos de un minuto, y en medio de aquella masa enorme de agua, el Sloughi, llevado hasta la mitad de la playa, chocó contra un montón de arena a doscientos pasos de los primeros árboles, agrupados al pie del acantilado, y se quedó inmóvil, pero en tierra firme esta vez, mientras que el mar, retirándose, dejaba la playa enteramente enjuta.
—El colegio Chairmán en Auckland. —Grandes y pequeños. Vacaciones en el mar. —El schooner «Sloughi». —La noche del 15 de febrero. — Abordaje. —Siguiendo la corriente. —Una tempestad. —Información en Auckland. —Lo que queda del «schooner».
En aquella época, el colegio Chairmán era uno de los de más fama de la ciudad de Auckland, capital de Nueva Zelandia, importante colonia inglesa en el Pacífico. Este establecimiento de enseñanza contaba con un centenar de alumnos, perteneciendo a las principales familias del país, sin que los maoris, que son los indígenas de aquel archipiélago, hubieran conseguido jamás que admitiesen en él a sus hijos, quienes se educaban en escuelas especiales para ellos. El colegio Chairmán se componía de jóvenes ingleses, franceses, americanos y alemanes, hijos de propietarios, rentistas, comerciantes o empleados del país, recibiendo allí una educación completísima y en todo igual a la que se da en los establecimientos similares del Reino Unido.
El archipiélago de Nueva Zelandia se compone de dos islas principales; al Norte, Ika-Na-Mawi, o isla del Pescado; al Sur, Tawai-Ponamou, o tierra del Jade-Vert. Separadas por el estrecho de Cook, se encuentran entre el trigésimo cuarto y el cuadragésimo quinto paralelo Sur; posición equivalente a la que ocupa en el hemisferio boreal la parte de Europa que comprende desde Francia hasta el Estrecho de Gibraltar y el Norte de África.
La isla de Ika-Na-Mawi, muy desigual en su parte meridional, tiene la forma de un trapecio irregular, que se prolonga hacia el Noroeste, siguiendo una curva terminada por el cabo Van Diemen.
Casi en el principio de aquella curva, en un punto en que la península mide apenas algunas millas, está edificada la ciudad de Auckland. Tiene, pues, una situación igual a la de Corinto en Grecia, por lo que se la llama la Corinto del Sur. Posee dos puertos abiertos, uno al Oeste y otro al Este; pero siendo poco profundo este último, en el golfo Hauraki ha sido preciso formar, cual lo hacen los ingleses, alguno de esos largos piers, o pequeños golfos para los buques de medio tonelaje. Entre otros hay el Commercial-piers, en el cual desemboca Queen's-street, una de las calles principales de la ciudad.
Hacia el medio de aquella calle se encontraba el colegio Chairmán.
En la tarde del día 15 de febrero de 1860 salían del mencionado colegio un centenar de muchachos, acompañados de sus padres, y parecían, más que colegiales, pájaros escapados de sus jaulas, dadas la alegría y algazara con que caminaban.
Y no podía menos de ser así. Era el principio de las vacaciones. ¡Dos
meses de independencia y de libertad, con la circunstancia de que para cierto número de ellos existía además la perspectiva de un viaje marítimo, del que se hablaba hacía tiempo en el colegio!
Inútil es decir la envidia que excitaban aquellos a quienes su buena fortuna permitía formar parte de los expedicionarios en un paseo de circunnavegación que debía verificarse a bordo del Sloughi para visitar las costas de la Nueva Zelandia.
Aquel bonito schooner, que pertenecía al padre de uno de ellos, Mr. William H. Garnett, antiguo capitán de la marina mercante, en quien se podía tener entera confianza, había sido fletado y dispuesto para un período de seis semanas. Una suscripción abierta entre las diversas familias de aquellos jóvenes serviría para cubrir los gastos del viaje, que se efectuaría de una manera cómoda y en las mejores condiciones de seguridad.
La realización de este proyecto era causa de gran alegría para los muchachos, y en verdad que no pudo excogitarse mejor medio de dar conveniente empleo a aquellas seis semanas, si se mira bajo el punto de vista de la salud, del esparcimiento, de la instrucción y de la moralidad de aquellos jóvenes.
En los colegios ingleses la educación difiere bastante de la que se da en otros países. En aquellos se deja a los alumnos más iniciativa, y por consiguiente cierta relativa libertad, que influye bastante felizmente en su porvenir. Son niños menos tiempo, en una palabra; la educación marcha de consuno con la instrucción, resultando de aquí que la mayor parte de los jóvenes son corteses y de exquisita atención para las personas mayores, cuidadosos de sí mismos y, lo que es digno de ser notado, poco aficionados al disimulo y refractarios a la mentira, aunque se trate de evitar un castigo. Es preciso advertir también que en aquellos establecimientos escolares los muchachos están menos sujetos a la regla de la vida en común y a las leyes del silencio. La mayoría de los alumnos ocupa habitaciones particulares, comiendo en ellas muchas veces, y cuando se sientan en la mesa del refectorio pueden hablar con toda libertad.
Según la edad, los clasifican por divisiones. Cinco hay en el colegio Chairmán. Si en la primera y en la segunda los pequeños abrazan a sus padres y los besan en las mejillas, los de tercera cambian el beso filial por el apretón de manos de los hombres. No necesitan vigilantes; se les permite la lectura de novelas y periódicos; tienen bastantes días de asueto; las horas de estudio son pocas; los ejercicios corporales, como la gimnasia y juegos de todas clases, que tanto ayudan al desarrollo, forman gran parte del recreo; pero como correctivo de esta independencia, de la que los discípulos abusan rara vez, los castigos corporales son de regia, y ocupan el primer lugar los azotes, que para
los muchachos anglosajones no tienen nada de deshonroso, y se someten sin protesta a dicho castigo cuando comprenden que lo han merecido.
Los ingleses —nadie lo ignora —respetan mucho las tradiciones, lo mismo en la vida privada que en la pública; y esas tradiciones, aunque sean absurdas, son respetadas también en los colegios, que, lo repetimos, no se parecen en nada a los de otros puntos.
Los alumnos antiguos están encargados de proteger a los nuevos; pero en cambio éstos se hallan obligados a prestarles algunos servicios domésticos, a los que no pueden sustraerse, tales como llevarles el desayuno, a cepillarles los vestidos, limpiarles el calzado y hacerles algunos recados. Estos servicios son conocidos con el nombre de faggisme, y los que los han de prestar se llaman fags. Los más pequeños, pertenecientes a la primera división, son los que sirven de fags a los de las clases superiores, y ya es sabido que si rehusaran obedecer, es los haría la vida insoportable. Es costumbre, y se observa religiosamente, sin que nadie piense en protestar. La tradición lo exige así; y si existe un país que observe las tradiciones escrupulosamente, es de seguro el Reino Unido, en donde se imponen lo mismo al más humilde mendigo que a los más altos señores.
Los jóvenes que debían tomar parte en la expedición del Sloughi eran alumnos del colegio Chairmán. Ya hemos visto que a bordo de la goleta los había desde ocho a catorce años, y por consiguiente que pertenecían a varias divisiones o clases del colegio.
Esos pobres muchachos, incluso el grumete, iban a verse lanzados lejos, durante mucho tiempo, en terribles aventuras, e importa que conozcamos sus nombres, su edad, sus aptitudes, sus caracteres, la situación de sus familias, ya que sabemos las relaciones que existían entre ellos en aquel establecimiento que acababan de dejar para entrar en vacaciones.
Exceptuando a los dos hermanos Briant, que son de nacionalidad francesa, y a Gordon, americano, todos los demás son de origen inglés.