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El argumento de la novela refiere las extrañas apariciones de una misteriosa nave, tanto como vehículo de alta velocidad en tierra como barco o incluso nave voladora, a lo largo de los Estados Unidos y los estériles esfuerzos de la policía para detenerla para interrogar a su inventor y conocer, de este modo, el medio por el que ha logrado semejante avance.Después de varios intentos baldíos por aproximarse a la misteriosa nave y a sus secretos, un inspector de policía, Stroke, consigue ser secuestrado por sus tripulantes, que resultan estar dirigidos por el ingeniero norteamericano Robur.
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Julio Verne
DUEÑO DEL MUNDO
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 978-88-3295-717-4
Greenbooks editore
Edición digital
Octubre 2020
www.greenbooks-editore.com
DUEÑO DEL MUNDO
CAPÍTULO I
UN PAÍS CONSTERNADO
La línea de montañas paralela al litoral americano del Atlántico del Norte, la Virginia, la Pensilvania y el Estado de Nueva York, lleva el doble nombre de montes Alleghanys y de montes Apalaches. Está conformada por dos cadenas distintas: al oeste están los montes Cumberland, y al este las Montañas Azules.
Este sistema orográfico, el más importante de esta parte de la América del Norte, se desarrolla en una longitud de 900 millas aproximadamente, o sea, unos 600 kilómetros; no rebasa 6000 pies de altura media, y su punto culminante está determinado por el monte Washington.
Esta especie de espinazo, cuyas dos extremidades se sumergen, la una en las aguas del Alabama y la otra en las del Saint Laurent, no solicita especialmente la visita de los alpinistas. Su arista superior no se perfila en las altas zonas de la atmósfera; así es que no ejerce la poderosa atracción de las soberbias cimas del antiguo y del nuevo mundo. Sin embargo, existe un punto en esta cadena al que los turistas no hubiesen podido llegar, pues es por decirlo así, inaccesible.
Pero aunque hasta entonces hubiese sido desdeñado por los ascensionistas, el Great-Eyry no iba a tardar en provocar la atención y aún la intranquilidad públicas, por razones muy particulares, que debo dar a conocer en los comienzos de esta historia.
Si saco a escena mi propia persona, es porque, como se verá, está íntimamente ligada a uno de los acontecimientos más extraordinarios de que ha de ser testigo el siglo XX. Tan extraordinario, que a veces me pregunto si ha sido una realidad, si ha sucedido tal como lo evoca mi imaginación. Pero en mi calidad de ser el inspector principal de la policía de Washington, impulsado, además, por el instinto de curiosidad desarrollado en mí en grado extremo; habiendo tomado parte, en el transcurso de quince años, en tantos diversos acontecimientos; encargado frecuentemente de misiones secretas, a las cuales tengo gran afición, no es de extrañar que mis jefes me lanzasen a esta inverosímil aventura, donde había de encontrarme frente a frente de impenetrables misterios.
Ahora bien; es preciso que desde el inicio de este relato se me crea bajo mi palabra; yo no puedo aportar otro testimonio que el mío. Si no es suficiente
garantía, que no se me crea.
El Great-Eyry está precisamente situado en esa pintoresca cadena de las Montañas Azules, que se perfilan sobre la parte occidental de la Carolina del Norte. Al salir de Morganton se advierte bastante distintamente su forma redondeada, y mejor aún desde el pueblo de Pleasant-Garden, algunas millas más próximo.
¿Qué es, en suma, este Great-Eyry? Su grandiosa silueta se tiñe de azul en ciertas condiciones atmosféricas; pero las aves de presa, las águilas, los cóndores…, no han escogido aquel paraje, a donde no llegan en bandadas, como pudiera presumirse. No son allí más numerosas que en cualquiera de las otras cimas de los Alleghanys. Por el contrario; se ha hecho observación que en ciertos días, cuando se aproximan al Great-Eyry, las aves apresúranse a separarse, y después de describir en un solo vuelo círculos múltiples, se alejan en todas direcciones, no sin turbar el espacio con sus estridentes clamores.
Allí debe existir una ancha y profunda concavidad: Tal vez tenga también algún lago alimentado por las lluvias y las nieves del invierno, como los que existen en los diversos parajes de la cadena de Apalaches y en los diversos sistemas orográficos del viejo y del nuevo continente.
Y dentro de las hipótesis racionales podía admitirse que aquello era el cráter de un volcán que dormía un largo sueño, del que acaso despertara algún día con estruendosa erupción. ¿No tendrían que temer entonces sus vecindades las violencias del Krakatos o los furores de la Montaña Pelada? ¿Podría descartarse el riesgo de una erupción como la de 1902 en la Martinica?
En apoyo de esta última eventualidad, ciertos síntomas recientemente observados denunciaban, por la producción de vapores, la acción de un trabajo de noche en la cima del Great-Eyry, de plutónico. Incluso, hasta en cierta ocasión los campesinos, ocupados en labores agrícolas, habían oído sordos e inexplicables rumores.
Haces de llamas habían aparecido, de cuyo interior salían vapores que, cuando el viento los hubo abatido hacia el este, dejaron en el suelo huellas de ceniza. En fin, en medio de las tinieblas, las llamas, reverberadas por las nubes de las zonas inferiores, habían esparcido por el distrito una siniestra claridad.
En presencia de estos anómalos fenómenos, no es de extrañar que la intranquilidad cundiese en el país. Y a estas inquietudes uníase la imperiosa necesidad de saber a qué atenerse. Los periódicos de la Carolina no cesaban de hablar sobre lo que llamaban «el misterio del Great-Eyry», y preguntaban si no era peligroso habitar en su vecindad. Los artículos periodísticos provocaban a la vez la curiosidad y el miedo; curiosidad de los que, sin correr ningún riesgo, interesábanse por los fenómenos de la Naturaleza; temores de
los que estaban en peligro de ser las víctimas, si aquellos fenómenos constituían una real amenaza para la comarca. Los más interesados eran los vecinos de Pleasant-Garden, de Morganton, y las demás villas o simples granjas situadas al pie de la cadena de los Apalaches.
Era verdaderamente lamentable que los ascensionistas no hubiesen tratado hasta entonces penetrar en el Great-Eyry. Jamás había sido franqueada la rocosa muralla que lo circunda, y tal vez no ofreciera brecha alguna que diese acceso al interior.
Por otra parte, ¿no estaría dominado el Great-Eyry por alguna cima poco lejana, desde donde la mirada pudiera examinarlo en toda su extensión?… No; en un radio de bastantes kilómetros no había altura que rebasara la suya. El monte Wellington, uno de los más altos del sistema de los Alleghanys, levántase a muy larga distancia.
A pesar de todo, imponíase un detenido reconocimiento de este Great- Eyry. Era necesario saber, en interés de la región, si allí había un cráter, si el distrito occidental de la Carolina del Norte estaba amenazado de una erupción. Convenía, por lo tanto, hacer una tentativa para determinar la causa de los fenómenos observados.
La casualidad hizo que antes de lanzarse a la empresa que tan serias dificultades ofrecía, se presentase una circunstancia que tal vez permitiera reconocer el interior del Great-Eyry sin realizar la ascensión.
En los primeros días de septiembre de aquel año, un aerostato, tripulado por el aeronauta Wilker, iba a partir desde Morganton. Aprovechando la brisa del este, el aerostato sería impulsado hacia el Great-Eyry, y había probabilidades para que pasara por su encima. Entonces, cuando el globo dominase perfectamente la altura, Wilker la examinaría con un potente anteojo, observaría todas las profundidades, reconociendo si entre las inaccesibles rocas abríase algún cráter, que era lo que más importaba saber. Y esto dilucidado, sabríase si la comarca debía temer una erupción para un porvenir más o menos próximo y tomar precauciones.
La ascensión se verificó según el programa indicado, con el viento medio regular y cielo despejado. Los vapores matinales acababan de disiparse a los vivos rayos del sol. A menos que dentro del Great-Eyry no estuviese lleno de vapores, el aeronauta podría registrarlo con la vista en toda su extensión. Caso contrario, claro está que el examen no sería posible; pero entonces podría decirse lógicamente que existía en aquel paraje de las Montañas Azules un volcán que tenía por cráter el Great-Eyry.
El globo se elevó, desde luego, hasta una altura de 1500 pies, y permaneció inmóvil durante un cuarto de hora. La brisa no se dejaba sentir hasta aquella
altura. Pero ¡qué gran decepción!, el aerostato no tardó en sentir los efectos de una corriente atmosférica y luego tomó la dirección este. Alejábase, pues, de la cadena de montañas, y no había esperanza de que cambiara de dirección. Los habitantes de la comarca le vieron bien pronto desaparecer, y después se enteraron de que había caído en los alrededores de Raleigh, capital de Carolina del Norte.
La tentativa había fracasado, y se acordó volverla a emprender en mejores condiciones.
Reprodujéronse los extraños rumores, acompañados de unos oscuros vapores y de luces vacilantes que reverberaban las nubes. Se comprenderá, por lo tanto, que estaba muy lejos de calmarse la intranquilidad en el país, que vivía bajo la amenaza de fenómenos sísmicos o volcánicos.
En los primeros días del mes de abril de ese año, los temores, más o menos vagos hasta entonces, tuvieron graves motivos para convertirse en espanto. Los periódicos de la región se hicieron en seguida eco del terror del público. Todo el distrito estaba en peligro de algún próximo desastroso fenómeno.
La noche del 4 al 5 de abril los habitantes de Pleasant-Garden fueron despertados por una conmoción, seguida de un ruido formidable. Prodújose un irresistible pánico al pensar que había llegado aquel temido momento. Los habitantes se lanzaron afuera de las casas, huyendo ante el temor de abrirse ante ellos algún inmenso abismo, en el que desaparecerían granjas y pueblos en una extensión de 10 o 15 millas.
La noche era oscura; el cielo estaba cubierto por densos nubarrones. Aún en pleno día no hubiera sido visible la arista de las Montañas Azules.
En medio de aquella oscuridad no era posible distinguir nada, ni de responder los gritos que se elevaban de todas partes. Grupos azorados, hombres, mujeres, niños, trataban de reconocer los caminos practicables, y se empujaban unos entre otros en un indescriptible tumulto. De aquí y de allí oíanse voces de espanto.
—¡Es un temblor de tierra!…
—¡Es una erupción volcánica!…
—¿De dónde viene?
—¡Del Great-Eyry!
Y hasta Morganton se corrió la noticia de que piedras, lava y escoria llovían sobre el campo.
Hubieran debido de reflexionar que en el caso de una erupción, aquel estrépito sería formidable; las llamas aparecerían sobre la cresta de la
montaña; los surcos de lava incandescente brillarían en medio de las tinieblas… Pero nadie pensaba serenamente, y los espantados aseguraban que sus casas habían sentido las sacudidas del suelo. Era también posible que aquella trepidación obedeciera a la caída de algún bloque rocoso enorme que se hubiese desprendido de los flancos de la cordillera.
Todos esperaban, presa de mortal inquietud, dispuestos a huir a Pleasant- Garden o Morganton. Transcurrió una hora sin nuevos incidentes. Apenas si una ligera brisa del oeste, detenida en parte por el largo macizo de los Apalaches, se hacía sentir a través del fino follaje de las coníferas aglomeradas en las tierras pantanosas.
Cesó el pánico, y cada cual disponíase a volver a su casa.
Nada había ya que temer, a juzgar por el sosiego de la tierra, y sin embargo, todos anhelaban ver llegar las luces de la aurora.
Parecía fuera de duda que algún enorme bloque habíase precipitado de las alturas del Great-Eyry. Así que cuando amaneciese sería fácil asegurarse del hecho recorriendo la montañosa cadena en una extensión de algunas millas.
Pero he aquí que a las tres de la mañana aproximadamente, el Great-Eyry se adornó con un penacho de llamas que, reflejadas por las nubes, iluminaron durante un largo espacio la atmósfera. Al mismo tiempo oíase una intensa trepidación.
¿Cuál era la causa del incendio espontáneamente declarado en aquellos parajes?… El fuego del cielo no podía haberlo provocado… No había señales de tormenta; ni de relámpagos ni truenos que turben la paz de la atmósfera… Verdad es que no hubiese faltado con qué alimentar el incendio. En aquellas alturas, la cadena de los Alleghanys tiene espesos bosques, lo mismo sobre el Cumberland que sobre las Montañas Azules. Numerosos árboles desarrollan allí su exuberante follaje.
—¡La erupción! ¡La erupción!
Estos gritos resonaron por todas partes. ¡Una erupción!… ¡De suerte que el Great-Eyry no era más que un cráter de un volcán situado en las entrañas de la cordillera!… Extinguido desde hacía siglos, ¿acabaría de encenderse de nuevo?… ¿Le seguiría a las llamas la lluvia de piedras incandescentes, de lava eruptiva?… ¿Descendería en breve la catarata, el torrente de fuego que lo quemaría todo a su paso, exterminando granjas y poblados, toda la comarca, sus llanuras, sus campos, sus bosques, hasta más allá de Plesant-Garden o de Morganton?…
Esta vez declaróse el pánico sin poder contenerlo. Las mujeres arrastrando sus hijos, locas de terror, se lanzaron por los caminos del este para alejarse lo
más pronto posible del teatro de las perturbaciones telúricas. Los hombres empaquetaban lo de más valor, ponían en libertad a los animales domésticos, caballos, mulas, carneros, que se iban en todas direcciones. ¡Pero qué desorden debía resultar de esta aglomeración humana y animal, en medio de una noche oscura, a través de los bosques, expuestos al fuego del volcán, a lo largo de las lagunas, cuyas aguas podían desbordarse!… ¡Y hasta la tierra amenazaba faltar bajo el pie de los fugitivos!… ¿Tendrían tiempo de salvarse, si la lava incandescente llegaba a interponerse en su camino impidiéndoles huir?
Algunos de los principales propietarios de las granjas, más reflexivos que sus vecinos, no habían seguido la corriente de aquella multitud espantada, a la que sus exhortaciones a la cordura no habían logrado contener.
Cuando se dirigieron en observación hacia la montaña, pudieron darse cuenta de que el resplandor de la llama disminuía, y tal vez acabara por extinguirse. La verdad era que no parecía que la región estuviese amenazada del terrible fenómeno. Ninguna piedra habíase lanzado por el espacio; ningún torrente de lava despeñábase por el talud de la montaña; ningún rumor corría por las entrañas del suelo… Ninguna manifestación de esas perturbaciones sísmicas que pueden en un instante devastar todo un país.
No cabía duda de que en el interior del Great-Eyry decrecía la intensidad del fuego; la reverberación de las nubes era cada vez más débil, y poco a poco el campo quedaría sumido hasta la madrugada en la más profunda oscuridad.
Los fugitivos detuviéronse a una distancia que los ponía al abrigo de todo peligro. Luego se fueron serenando; el terror al fin se disipó en sus conturbados espíritus, y a las primeras luces de la mañana habían ya regresado a sus casas abandonadas.
A las cuatro de la madrugada apenas si vagos reflejos teñían los bordes del Great-Eyry. El incendio se extinguía, sin duda falto de alimento, y aunque fuese aún imposible determinar la causa, era de esperar que no volviera a encenderse.
En todo caso, lo que sí parecía probable era que el Great-Eyry no hubiera sido teatro de fenómenos volcánicos, y los habitantes de la comarca no debían abrigar el temor de ser víctimas de una erupción o de un temblor de tierra por el momento.
Mas he aquí que hacia las cinco de la mañana, por encima de las crestas de las montañas, confundidas todavía entre la nocturna sombra, un ruido extraño se dejó oír a través de la atmósfera, una especie de respiración regular, acompañada de un potente batimiento de alas. Y si hubiera sido de día, la gente de las granjas y de los poblados, tal vez hubieran visto cruzar el espacio
un gigantesco pájaro de presa, un monstruo aéreo que, después de haberse elevado del Great-Eyry, huía en dirección al este.
El 26 de abril salí de Washington y al día siguiente llegaba a Raleg, la capital del Estado de Carolina del Este.
Dos días antes el director general de la policía me había llamado a su despacho. Mi jefe me esperaba no sin cierta impaciencia. He aquí la conversación que sostuve con él y que motivó mi partida:
—John Strock —empezó diciendo— ¿continúa usted siendo aquel agente sagaz y abnegado que en tantas ocasiones nos ha dado pruebas de sus relevantes condiciones?
—Señor Ward —contesté yo, inclinándome—, no soy yo quien ha de decirle si he perdido algo de mi sagacidad… En cuanto a mi abnegación, le puedo afirmar que está siempre a la disposición de mis jefes.
—No lo dudo —declaró el señor Ward—, pero quiero hacerle a usted otra pregunta más precisa. ¿Continúa usted siendo el hombre lleno de curiosidad, ávido por penetrar en el terreno del misterio, que yo siempre he conocido?
—Continúo siendo el mismo, señor Ward.
—¿Y ese intento de curiosidad no se ha debilitado por el constante uso de que de él ha hecho usted?
—¡Nada de eso!
—Pues bien, Strock, escúcheme.
El señor Ward tenía entonces cincuenta años, en toda la fuerza de su inteligencia, muy entendido en las importantes funciones que desempeñaba. Él me había encargado varias veces de misiones difíciles, algunas de carácter político, que desempeñé con acierto y me valieron su aprobación. Hacía meses que no se presentaba una ocasión de ejercitar mis facultades, y aquella ociosidad no dejaba ya de serme penosa. Yo esperaba, pues, no sin impaciencia, lo que el señor Ward iba a comunicarme. No cabía duda de que se trataba de ponerme en campaña por algún motivo de importancia.
Pues he aquí de lo que me habló el jefe de policía, un asunto que preocupaba, no sólo en Carolina del Norte y en los Estados vecinos, sino en
toda América.
—Seguramente —me dijo el señor Ward— que está usted al tanto de lo que ocurre en cierta parte de los Apalaches, en las cercanías de Morganton.
—Efectivamente, señor Ward; y estos singulares fenómenos parece que están hechos para picar la curiosidad, aunque no se sea tan curioso como yo.
—No cabe duda, Strock, que estos fenómenos son extraños y singulares. Pero lo que cabe preguntar es si lo observado en el Great-Eyry constituye un verdadero peligro para los habitantes del distrito; si no son las señales de alguna erupción volcánica o de algún temblor de tierra.
—Es de temer, señor Ward…
—Por eso hay gran interés en saber a qué atenernos; si nos encontramos desarmados en presencia de una eventualidad de orden natural; y convendría que los pobladores del lugar fuesen prevenidos del peligro que les amenaza.
—Es el deber de las autoridades, señor Ward —contesté—. No habrá más remedio que averiguar lo que sucede allá arriba.
—Precisamente; pero parece ser que eso ofrece graves dificultades. Dícese en el país que es imposible franquear las rocas del Great-Eyry y visitar su zona interior. Pero ¿se ha tratado de realizarlo en condiciones de éxito?… Yo no lo creo, y opino que una tentativa seriamente efectuada no podría sino dar buenos resultados.
—Nada hay imposible, señor Ward, y esto no será, sin duda, más que cuestión de más o menos gasto…
—Gasto justificado, por grande que sea, Strock, y en la cuantía del cual no hay que reparar cuando se trata de tranquilizar a toda una población, o de prevenirla para evitar una catástrofe… Por otra parte, ¿es cosa segura que la muralla del Great-Eyry es tan infranqueable como se pretende?… ¡Quién sabe si alguna banda de malhechores no tendrá allí su guarida y llegan a ella por caminos desconocidos!
—¡Cómo! Señor Ward, ¿sospecha usted que los malhechores…?
—Puede ser que yo me engañe, y todo lo que allí ocurre obedezca a causas naturales… Pero, en fin, eso es lo que se trata de determinar en el más breve plazo posible.
—¿Puedo permitirme una pregunta, señor Ward?
—Diga usted, Strock.
—Cuando se haya examinado el Great-Eyry; cuando conozcamos bien el origen de esos fenómenos, si existe allí un cráter, si está próxima una
erupción, ¿podremos impedirla?
—No Strock; pero los habitantes del distrito estarán advertidos… En los poblados y las granjas sabrán a qué atenerse, y no les sorprenderá la catástrofe.
¿Quién sabe si algún volcán de los Alleghanys no ha de exponer a Carolina del Norte a los mismos desastres que la Martinica, bajo el fuego de la Montaña Pelada? Es necesario, cuando menos, que toda esa población pueda ponerse al abrigo.
—Me inclino a creer, señor Ward, que el distrito no está amenazado de un tal peligro.
—Así lo deseo, Strock, y efectivamente, parece poco probable que exista un volcán en esta parte de las Montañas Azules. La cadena de los Apalaches no es de una naturaleza volcánica… Y, sin embargo, según los informes que nos han comunicado; se han visto llamaradas por encima del Great-Eyry. Y se ha creído sentir, si no temblores de tierra, estremecimientos a través del suelo; hasta los alrededores del Pleasant-Garden… ¿Estos hechos son reales o imaginarios? Conviene saber exactamente a qué atenerse respecto a este punto.
—Nada más justo, señor Ward, y no hay que demorarlo.
—En vista de todo esto, hemos decidido proceder a una detenida información acerca de los fenómenos del Great-Eyry, y es preciso recoger en el país mismo toda clase de informaciones, interrogar a los habitantes de los poblados y del campo… Hemos escogido un navegante que sea una garantía de éxito, y ese agente es usted, Strock…
—¡Ah! Con mucho gusto, señor Ward, y esté usted seguro de que no dejaré nada por hacer para corresponder a esa designación, para mí tan honrosa.