El beso más apasionado - Bronwyn Jameson - E-Book
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El beso más apasionado E-Book

BRONWYN JAMESON

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Beschreibung

Los problemas habían vuelto a la ciudad. Todo lo que Julia Goodwin deseaba estaba allí, en la pequeña ciudad de Plenty. Al menos eso era lo que ella creía, hasta que el rebelde Zane O'Sullivan volvió a la ciudad... y puso patas arriba todo su tranquilo mundo. Sin embargo, parecía que aquel hombre no era el mismo joven vestido de cuero que había hechizado a Julia cuando no era más que una adolescente de buena familia. El Zane actual era todo un hombre capaz de provocar los deseos más profundos de cualquier mujer; pero también había en él una cierta vulnerabilidad que a Julia le inspiraba una increíble ternura... ¿Qué pasaría cuando él descubriera que su descontrolada pasión iba a convertirlo en padre?

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2002 Bronwyn Turner

© 2015 Harlequin Ibérica, S.A.

El beso más apasionado, n.º 1182 - marzo 2015

Título original: Zane: The Wild One

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-687-5816-9

Editor responsable: Luis Pugni

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Portadilla

Créditos

Índice

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

No fue como en las películas, donde la acción se detiene mientras las ruedas pierden adherencia al asfalto, el coche colea y la cámara se acerca para ver cómo intenta dominar el volante. No hubo sensación de detenimiento ni repentinos pensamientos lúcidos.

Julia Goodwin iba conduciendo a una velocidad normal, en camino de su casa de Plenty a la casa de su hermana, y súbitamente se encontró intentando esquivar a tres urracas que había en medio de la carretera.

Cuando finalmente abrió los ojos, vio a un canguro saltando por la hierba seca que bordeaba la carretera, y recordó el consejo que le dieron cuando se preparaba para sacarse el carné de conducir. Nunca debía intentar esquivar a los animales, sino frenar, tocar el claxon y dejar que ellos esquivasen a los coches.

Pero Julia nunca se arriesgaría a herir a un ser vivo, ni siquiera a un pájaro. Así que había cerrado los ojos, había frenado y después había dado un volantazo, por lo que se había salido de la carretera.

Había tomado aquella carretera secundaria porque le gustaban las vistas que había desde la cima de Quilty’s Hill, y no era una carretera secundaria por nada. No circulaba ni un solo coche por allí.

Comprobó que no se había roto ningún hueso y, con las manos temblorosas, se desabrochó el cinturón de seguridad y se colocó las gafas de sol.

Cuando consiguió abrir la puerta del conductor, se bajó del coche pero sus piernas cedieron bajo su propio peso.

No importaba. También podía hacerse una idea de la situación desde el suelo y ver por qué no iba a poder proseguir. El coche estaba atascado en la cuneta.

Por fortuna, había tomado el utilitario de su madre en vez del Mercedes de su padre.

Por el ruido que salía del capó del coche, Julia se dio cuenta de que probablemente se hubiera roto el radiador, y vio que una rueda se había pinchado.

Al menos ella había resultado ilesa.

Aunque quién sabía qué le ocurriría si no se presentaba a cenar en casa de su hermana. A Chantal no le gustaban los números impares.

Además, había organizado aquella cena para Julia, ya que su hermana consideraba que necesitaba un marido. Pensaba que nunca iba a los lugares adecuados para encontrar al marido apropiado, y no había nada capaz de detener a Chantal cuando se embarcaba en una misión. Y la misión que se había encomendado desde Año Nuevo era casar a Julia.

Esta apreciaba los esfuerzos de su hermana, porque sabía que haría lo que fuera por hacerla feliz, aunque fuera en contra de sus propias creencias. Según Chantal, el amor implicaba sufrimiento, mientras que el seguir una carrera profesional proporcionaba respeto, metas a alcanzar y la propia realización.

Pero Julia no estaba de acuerdo. Había estado casada en una ocasión, y si no hubiera seguido a Paul y a su carrera profesional a Sydney; si ella no hubiera detestado la aislada soledad de la vida en una gran ciudad; y si él no se hubiera enamorado de otra mujer, Julia probablemente seguiría casada.

Para bien o para mal.

Porque a pesar de las nobles ambiciones de sus padres, de la exitosa carrera profesional de su hermana y a pesar de todos los consejos recibidos, Julia nunca había querido otra cosa más que casarse y formar una familia.

Pero en aquel momento lo que tenía que hacer era solucionar el problema que tenía entre manos.

Afortunadamente, parecía que sus piernas ya la sostenían. Se quitó los zapatos de tacón, las medias y la combinación que le había prestado Kree, su compañera de piso.

Después, se dirigió hacia el centro de la carretera y miró a un lado y a otro. No había mucho que ver: eucaliptos a los dos lados de la carretera y una valla tan vieja que no habría detenido ni a una bicicleta. A su espalda se extendía una gran pradera verde, dividida en dos por la carretera en la que se encontraba, y en la que se divisaba ganado.

Delante de ella, unos matorrales delimitaban el comienzo de la Reserva Natural de Tibbaroo.

No podía haber escogido un lugar más aislado. La granja más cercana estaba a kilómetros de distancia y ya empezaba a notar cómo se le clavaba la gravilla y cómo el calor del asfalto le quemaba la planta de los pies.

Sopesó la que sería la opción más tonta: podía caminar descalza varios kilómetros; podía caminar la misma distancia con zapatos de tacón; o podía esperar a que llegara ayuda.

De repente escuchó el sonido del teléfono móvil del coche y se dio cuenta de que la opción más tonta sería la de olvidarse del teléfono, así que volvió al coche y contestó la llamada.

–¡Julia! ¿Se puede saber dónde estás? –exigió saber Chantal–. Ya sé que te dije que la cena era a las siete y media, pero tú siempre llegas pronto y necesito que me ayudes con la salsa. He seguido tu receta, pero algo ha salido mal…

–Resulta que he tenido un accidente –interrumpió Julia.

–¿Estás bien?

–Sí. Pero el coche…

–¿Has roto el coche de mamá?

–No. No mucho –dijo Julia, cruzando los dedos y cerrando los ojos. No era del todo mentira–. Pero necesitaré una grúa.

Julia le dijo a Chanta dónde estaba y su hermana se dispuso a organizar el rescate. Al fin y al cabo, la organización era su punto fuerte.

–Yo no puedo ir, pero mandaré a Dan a buscarte, en cuanto llegue.

–¿Quién es Dan?

–Es un dentista nuevo en Cliffton. Es un poco tímido, así que intenta animarlo a hablar. Estoy segura de que tenéis muchas cosas en común. Solo tienes que darle una oportunidad.

«Es un poco aburrido, así que os llevaréis de maravilla» se dijo Julia, reinterpretando las palabras de su hermana.

–Tú quédate ahí y espera. Yo avisaré a la grúa.

–Es viernes por la noche, no hagas salir a Bill, por favor –dijo Julia, pero Chantal ya había colgado.

 

 

Por el espejo retrovisor, Julia vio cómo se acercaba la grúa a toda velocidad por la carretera.

–¿A qué viene tanta prisa? –murmuró Julia mientras se incorporaba en el asiento y se colocaba las gafas de sol encima de la cabeza.

La velocidad no era propia de Bill, el lacónico dueño de la única grúa que había en Plenty y el único que la conducía…

Excepto en las raras ocasiones en que Zane O’Sullivan estaba en la ciudad.

Cuando la grúa se detuvo, el corazón de Julia latía con rapidez.

La nube de polvo que había perseguido a la grúa por todo el camino, se posó a su alrededor, mientras Julia escuchaba cómo se cerraba una puerta y los pasos de unas botas pisando la hierba seca se dirigían hacia ella.

De repente, él estaba allí, con las manos apoyadas sobre el techo del coche y la cabeza agachada sobre la ventanilla del conductor.

Era Zane O’Sullivan en carne y hueso.

–¡Menudo sitio para aparcar! –dijo él, arrastrando las palabras y en un tono tan seco como la tierra de la carretera.

Aquella voz que parecía moldeada por el whisky y el humo del tabaco siempre la había puesto nerviosa; le aceleraba el pulso y le entrecortaba el aliento, pero por lo general no la dejaba sin habla… aunque normalmente solo la oía al otro lado del teléfono.

De hecho, aquella era la primera vez que el descarriado hermano de Kree le hablaba cara a cara.

Cuando estaba en el instituto, su belleza física y su actitud de chico malo habían provocado en Julia sentimientos contradictorios, y la había intimidado tanto que ella había evitado cualquier posibilidad de encontrárselo.

Más de diez años después, ciertas cosas no habían cambiado.

De cerca, Zane aún la ponía nerviosa, aunque se fijó en que otras cosas sí habían cambiado.

Llevaba una camiseta blanca ajustada, que marcaba un pecho más ancho y más fuerte.

Su pelo seguía siendo del mismo color castaño claro con reflejos color miel, y lo seguía llevando largo y peinado hacia atrás. Su cara parecía más delgada, los pómulos más marcados y unas líneas surcaban la piel de alrededor de sus ojos.

–¿Estás bien? pareces un poco aturdida.

Zane se apartó para abrirle la puerta, y ella rápidamente apartó la mirada, pero no pudo evitar fijarse en los vaqueros, abultados en la entrepierna. Julia se sintió algo más que aturdida; se le cortó la respiración y la cabeza le dio vueltas.

Se puso las gafas de sol y atribuyó la reacción de su cuerpo al calor del sol.

Aunque las gafas no ocultaron el excelente físico del hombre, y Julia pensó que daría igual la cantidad de gafas que se pusiera porque seguiría percibiendo aquella belleza masculina.

No pudo evitar reírse en voz alta y se dio cuenta de que su comportamiento debía de parecer el de una lunática.

Se giró en el asiento y vio que Zane la miraba frunciendo el ceño. Tenía una mano apoyada en el marco de la puerta, y daba golpes impacientes con los dedos. Parecía desear estar en cualquier otro lugar.

Julia se dio cuenta de que no había respondido a la pregunta que él le había hecho hacía ya algunos minutos.

–Estoy bien –le dijo y movió la cabeza de un lado a otro–. ¡Ves! No parece que tenga lesiones en la cabeza.

Zane no parecía convencido. Parecía completamente desconcertado.

Sería mejor que se centrara en remolcar el coche antes de que él decidiera que estaba realmente loca y se marchara de allí.

–No estoy segura de los daños que ha sufrido el coche. ¿Ves esta rueda? Creo que está pinchada, y además me he dado un buen golpe con el borde de la cuneta, así que probablemente se haya roto la dirección. Y el agua del radiador hervía. ¿Se habrá estropeado?

–Puede ser –contestó Zane sin tan siquiera mirar el coche–. ¿Estás segura de que no te has golpeado la cabeza con el volante?

–Quizá me haya dado una pequeña insolación, o sufra un leve shock, pero por lo demás, estoy perfectamente.

Zane continuó observándola tan fijamente que Julia se preguntó si le habría salido un chichón en la frente, pero de repente sintió un cosquilleo en el estómago y supo que él no estaba mirando los posibles bultos en su cabeza.

Estaba mirando los bultos de su cuerpo.

No debería haber dejado que Kree la convenciera para ponerse aquel vestido. A ella le quedaba bien ya que no era tal alta como Julia, que medía casi un metro ochenta, y no tenía las caderas y las curvas que tenía Julia.

–¿Ibas a una fiesta?

–Sí. En casa de mi hermana –dijo Julia, sonriendo de manera exagerada–. ¿Recuerdas a Claire Heaslip? Pues Chantal alquiló el bloque de apartamentos de su abuelo el año pasado.

Estaba hablando sin pensar, se dijo a sí misma. ¿Cómo iba a olvidar a Claire Heaslip?

Incluso aunque los rumores fueran ciertos.

–¿Sueles ir descalza? –le preguntó él, ignorando su comentario.

–No –contestó Julia, riéndose a la vez divertida e incómoda.

Se sentía incómoda tanto por el desafortunado comentario acerca de Claire Heaslip, como por la excitación que le estaba provocando que él le mirara las piernas.

–A Chantal no le haría mucha gracia que apareciera descalza. Me he quitado los zapatos porque estaba pensando en ir andando –contestó ella. Recogió los zapatos del asiento del copiloto y se los puso–. No son los mejores zapatos para caminar.

Por la forma en que calló, Zane parecía estar de acuerdo. Para un hombre vestido con pantalones vaqueros, camiseta y botas, su vestido de fiesta debía de parecerle excesivo. Y de repente a Julia también se lo pareció.

Mientras se lamentaba de haber hecho caso a Kree en cuanto a la ropa, Zane se puso a trabajar.

–¿Quieres que te lleve a casa de tu hermana primero? –le preguntó Zane, volviéndose para mirarla.

–No. Chantal me ha dicho que mandaría a alguien a recogerme.

Y no a cualquier persona. Iba a mandar a Dan el dentista, quien le parecía que podía ser el marido adecuado para Julia.

Se lo imaginó vestido con traje y corbata sobrios, el pelo castaño, bien peinado y con la raya en medio, y se imaginó la cena en casa de Chantal, tan aburrida y sosa como la imagen de Dan.

Miró a Zane O’Sullivan y antes de pensar en todas las razones por las que no debía hacerlo, inspiró profundamente y habló con rapidez.

–He cambiado de opinión. ¿Te importaría llevarme de vuelta a Plenty?

Zane le dedicó una mirada que, debido a las gafas de sol que llevaba y a la rigidez de su boca, Julia no supo interpretar.

–Da igual si me importa o no. No voy a dejarte aquí.

 

 

Diez minutos más tarde, Zane maldecía su caballerosidad.

Una cosa era imaginarse lo que llevaba debajo de aquel vestido, y otra totalmente distinta era estar pensando en quitárselo. ¡Era la hija de la alcaldesa! No era el tipo de mujer a la que imaginarse desnuda.

Desde luego no en la forma en la que lo hacía.

Aquellos ojos color avellana que reflejaban la falta de un hombre en su vida, su brillante pelo negro cubriendo su almohada y aquellas generosas curvas desnudas… y él.

Zane apartó aquella imagen de su cabeza e intentó centrar su atención en la carretera, pero el suave aroma de su perfume, tan suave como una brisa de primavera, le embargaba los sentidos. Y si además ella no dejaba de mirarlo desde detrás de las gafas de sol, en cinco minutos empezaría a ponerse nervioso. O haría alguna tontería como invitarla a tomar una copa. O algo completamente descabellado como saltarse la copa y llevarla directamente a su cama.

Zane estuvo a punto de reírse en voz alta. ¿La cara ropa de Julia Goodwin tirada por el suelo de su habitación de hotel barata?

¡Podía seguir soñando!

–Siento haberte hecho salir –dijo ella con suavidad y educación–. Me imagino que preferirías estar en cualquier otro sitio un viernes por la tarde.

Tenía razón. Pero se guardó para sí el que estaba primero en su lista, su habitación.

–Sí, pero no creo que se acabe la bebida en el bar Lion antes de que vuelva.

–¿Estabas tomando una copa?

–Estaba a punto de hacerlo. Bill ya se había tomado unas cuantas cuando llamó tu hermana.

–Así que por eso estás tú aquí –afirmó Julia, y Zane sintió cómo lo observaba–. Gracias.

Zane se encogió de hombros.

–Es mi trabajo.

–No. Es el trabajo de Bill. Sé que le echas una mano cuando estás aquí…

Julia no terminó la frase, invitándolo a contestar su pregunta silenciosa de por qué estaba en la ciudad, y Zane decidió que hablar con ella era mejor que imaginársela desnuda.

–Tengo una semana libre, así que decidí venir a ayudar a Bill y a ver a Kree.

–No me dijo que venías.

–Ha sido una decisión en el último momento.

–¿Ya la has visto?

–He llegado esta misma tarde y pensé que estaría ocupada. Además, no me encuentro a gusto en una peluquería.

–Pues es una lástima que no hayas ido, porque se ha marchado a pasar el fin de semana con su novio, Tagg, que vive en Cliffton.

–Entonces la veré cuando vuelva. ¿Qué tal está?

–Igual que siempre –dijo Julia sonriendo–. Ocupada, a tope, contenta.

–¿Quieres decir frenética?

Julia se rio suavemente, y Zane se encontró a sí mismo mirándola para ver su sonrisa, que la hacía parecer más que guapa. Era impresionante.

Volvió a mirarla y se preguntó cómo no se había fijado en ella cuando aún vivía en Plenty.

Probablemente porque nunca había estado tan cerca de ella como para verla reír. Recordó cómo ella solía cruzar la calle para evitar encontrárselo, y si alguna vez lo miró, fue con una mezcla de curiosidad y fascinación, como si fuera un alienígena.

Así era como aquella ciudad le había hecho sentirse.

En aquel momento Zane sintió que ella lo miraba con otro tipo de fascinación. Se había quedado muy quieta y la sonrisa había desaparecido de sus labios. Su atención parecía estar centrada en su boca y Zane sintió un cosquilleo en los labios.

Se dijo a sí mismo que no podía ser. Julia era una mujer al estilo clásico a la hora de salir con alguien. No de las que se meten en la cama con alguien a la primera de cambio.

Zane volvió a mirar hacia la carretera y apartó aquellos pensamientos de su cabeza. Pisó ligeramente el acelerador y buscó un tema de conversación con el que distraerse.

–¿Por qué has decidido no ir a la fiesta de tu hermana? –le preguntó él.

–Porque en realidad no quería ir –contestó Julia moviendo los hombros incómoda–. ¿Crees que puedo poner como excusa el haberme salido de la carretera?

–¿Por qué necesitas una excusa? Si no querías ir, haberlo dicho.

–Chantal no acepta un no por respuesta.

–Quizá necesita que se lo digan más a menudo.

Julia frunció el ceño y Zane se preguntó si había dado en el clavo, pero no era asunto suyo. Le había preguntado por la fiesta para hablar de algo trivial. No tenía ningún interés en saber, por ejemplo, si estaba dejando plantado a algún tipo con traje y corbata al no aparecer.

–Mientras enganchabas el coche a la grúa telefoneé a Chantal para decirle que me marchaba a casa. No parecía muy contenta, y tengo la sospecha de que mandará a alguien a buscarme.

–Si no estás en casa, esa persona no podrá recogerte.

–Que no esté en casa –dijo ella y se rio incrédula. Zane volvió a mirar su boca y de nuevo se imaginó cosas que no debía–. Por si no te habías dado cuenta, no hay muchos sitios abiertos en Plenty un viernes por la noche.

–El bar Lion está abierto. Podrías ir a tomarte algo y echar una partida de billar –sugirió Zane de manera informal.

No esperaba que ella aceptara. No quería que aceptara.

Julia lo miró sorprendida, aunque obviamente estaba considerando su invitación y Zane sintió que su cuerpo se tensaba. Pero Julia negó con la cabeza y bajó la mirada.

–Gracias, pero hoy no.

«Hoy». ¡Ni que la invitara a salir habitualmente!

Zane la miró y se encogió de hombros.

–Tú te lo pierdes.

Julia miró por la ventanilla del coche. Habían llegado a las afueras de la ciudad y en pocos minutos estaría bajándose de la grúa y despidiéndose de él, quizá hasta dentro de otros doce años. Sintió una profunda decepción, totalmente inapropiada. Desde luego, ella se lo perdía.

Claro que siempre podía cambiarse de ropa y bajar al Lion. Podía acercarse a él y ofrecerle echar una partida de billar.

Pero aquello no era propio de ella. Ir a bares no era su estilo y no iba a ocurrir, se dijo a sí misma mientras Zane torcía por la calle Bow y se detenía en el número catorce.

Al ver que él se inclinaba hacia la puerta para salir, Julia alargó la mano para detenerlo.