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Jack Manning, el duro hombre de negocios, no había vuelto a ver a Paris Graham desde la noche en la que había rechazado su invitación para acabar con su virginidad. Aunque la oferta era más que tentadora, Manning no había podido obviar el hecho de que aquella joven de dieciocho años era la hija de su jefe. Desde entonces la seductora belleza había estado viviendo en Londres, pero ahora había vuelto... En seis años, Paris se había convertido en la fantasía de cualquier hombre, pero también se habían convertido en una agresiva mujer de negocios dispuesta a luchar contra quien fuera para hacerse su sitio en aquel mundo de tratos millonarios. Sin embargo, un solo beso hizo que las barreras de la joven se vinieran abajo y que Jack se diera cuenta del tiempo que llevaba deseando amar a aquella mujer a la que una vez había rechazado.
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Seitenzahl: 200
Editado por Harlequin Ibérica.
Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Núñez de Balboa, 56
28001 Madrid
© 2001 Bronwyn Turner
© 2018 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
La hija del jefe, n.º 1109 - enero 2018
Título original: In Bed With The Boss’s Daughter
Publicada originalmente por Silhouette® Books.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.
Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.:978-84-9170-747-9
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Portadilla
Créditos
Índice
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Trece
Capítulo Catorce
Si te ha gustado este libro…
Aunque se perdió su entrada en escena, Jack estaba seguro de que habría sido espectacular. Lo habría sido aunque no hubiera llegado deliberadamente tarde del brazo de su padre, y aunque este no hubiera sido Kevin «K.G.» Grantham, conocido multimillonario y anfitrión de aquel alborotado festejo.
Las apariciones de Paris Grantham resultaban siempre llamativas porque así lo provocaba, entre otras cosas, su metro ochenta de espectacular anatomía.
Jack movió sus tensos hombros, se pasó la lengua por los labios secos y maldijo la repentina carencia de bebidas frías. Escudriñó entre la multitud en busca de una chaqueta blanca o de una bandeja sostenida en alto, pero en vez de eso la encontró a ella. Otra vez. Vestida de encaje y de color bronce, relucía como el oro viejo y deslumbraba con sus larguísimas piernas y perfectas curvas, tan hermosa y elegante como una modelo profesional.
Salvo que ella jamás habría triunfado como modelo. No sin decir adiós a sus exuberantes y voluptuosas curvas.
Jack se aflojó el nudo de la corbata, que le estaba oprimiendo el cuello, y deseó que hubiera una solución tan fácil para aliviar la presión que sentía un poco más abajo. Bendijo la aparición de un camarero y tomó una bebida de la bandeja. Quizá el champán le refrescara la sangre.
Tendría que haberse quedado en la maldita calle, pensó.
Cada vez que la compañía Grantham’s lanzaba un nuevo proyecto, se esperaba que asistieran todos sus ejecutivos, pero Jack ignoraba esa regla sobreentendida. Odiaba las corbatas negras tanto como las charlas y las estúpidas excusas que necesitaban para servir la comida. Tomó un largo trago de champán y, por encima del vaso, observó a la única razón por la que había asistido esa noche. E intentó hacerlo objetivamente; con la mente en vez de con su cuerpo.
Se había recogido el pelo, que siempre había llevado suelto, de un modo tan sofisticado que acentuaba la majestuosa inclinación de su cabeza, el elevado ángulo de su barbilla, la manera que tenía de mirar con arrogancia… y cómo su nariz, exquisita y recta, parecía expresamente modelada para tal propósito. Una corona no estaría fuera de lugar sobre aquel dorado rostro. Sin lugar a dudas, K.G. tendría que haber puesto una corona en la cabeza de su hija pródiga y haberla exhibido en el estrado, en lugar de la inmensa maqueta del nuevo complejo residencial de Grantham’s. El Proyecto Acacia no era, desde luego, la estrella de aquel show.
Jack observó su rostro, buscando alguna fisura en aquella expresión clásica de semiaburrimiento, tan favorecida en los que han nacido ricos, algo que mostrara que su aspecto era una máscara para la ocasión. Pero nada en ella se alteró. Ni un pestañeo en las cuidadosamente arqueadas cejas, ni la mínima vacilación en su media sonrisa.
Y entonces, él se dio cuenta del nudo que se le había hecho en el estómago, y cómo una sofocante decepción empezaba a roerle las entrañas.
Pero, ¿qué había esperado encontrar?
Muy fácil.
Esperaba una versión crecida de la Paris que recordaba, la que llenaba la habitación con su sonrisa, la que dejaba ver sus más intensas emociones a través de unos ojos encendidos; la que se atrevía a asistir con una minifalda de cuero a la fiesta de Navidad de los Grantham, la que bebía cerveza directamente de la botella, y la que bailaba como si se hubiera tragado también la música.
La joven que lo había hecho dudar de sus principios con una proposición, clara y honesta, y la que se marchó rápidamente a Londres para vivir con su madre, antes de que él pudiera comprender lo que significaba ser la hija del jefe.
Había esperado ver a Paris y desmentir los rumores que había oído sobre ella. Pero aquella Paris parecía la clase de mujer que abandonaría a su prometido una vez que este se hubiera quedado sin dinero. La clase de mujer que volvería rápidamente a casa, con los reconfortantes millones de papá.
Jack vació su vaso y deseó haber tomado algo más fuerte, como tequila, para mejorar su estado de ánimo. Luchó contra el apremiante impulso de cruzar el mar de trajes de etiqueta y vestidos de sastre, para agarrarla por los hombros y zarandearla. Para recordarle cómo le había dicho que creciera, no que se convirtiera en una Grantham.
Con mucho cuidado, aflojó los dedos que apretaban fuertemente la delicada copa de cristal. De todos modos, ¿qué sabía él de Paris Grantham? Durante años había sido la chica de piernas flacuchas que se mantenía apartada en las fiestas que su padre organizaba los fines de semana; fiestas que no eran más que citas de negocios en trajes informales y bebidas. Jack se había dado cuenta de que existía, había sentido lástima de ella, e incluso la animó a que hablara. Cuando, poco después, se marchó a la escuela, estuvo casi dos años sin verla. Hasta aquella noche, seis años atrás, cuando le expuso claramente sus sentimientos hacia él.
¿Sentimientos o intenciones?
Eso ya no importaba. A sus veintiséis años, sus objetivos de incorporarse al equipo de Grantham’s estaban a punto de realizarse. Y a los dieciocho años, ella era demasiado joven y demasiado hija del jefe como para crearle otra cosa que no fueran graves problemas.
Seis años después seguía siendo la hija del jefe, aunque algo en ella hubiera cambiado. Jack relajó la mandíbula y se dijo a sí mismo que los cambios deberían gustarle. Esa mujer no le haría perder la cabeza en un momento en el que la necesitaba en su sitio.
Pero el placer no formaba parte del volátil cóctel de emociones que se fundían en su estómago: una decepcionante mezcla de desengaño y nostalgia, de furia e irritación. Y sabía que no podría salir de allí hasta que ella le dijera por qué se marchó tan repentinamente…. y por qué había regresado.
Paris sacudió ligeramente la cabeza para impedir que se le cerraran los ojos, no tanto por aburrimiento como por sueño. Ojalá pudiera recuperar una pizca de la emoción que la había mantenido despierta durante las veinticuatro horas de vuelo del día anterior, un poco de aquella excitación que la había hecho seguir volando hasta mucho después de que el avión aterrizara.
Su cabeza apenas rozaba la almohada cuando su padre deslizó las cortinas a la mañana siguiente. Caroline, su última madrastra, no podía esperar para conocerla, e insistió en que tenían que ir de compras y a almorzar para que el reloj corporal de Paris no dejara de funcionar, a causa del maldito cambio horario.
En aquellos momentos, ella deseaba con sus escasas fuerzas que su cuerpo dejara de funcionar. Necesitaba animarse pronto si no quería empezar a dar cabezadas sobre el hombro del alcalde. Pensar en la reacción de su madre ante una falta de educación así, la hizo esbozar una ligera sonrisa. Definitivamente, Lady Pamela no lo aprobaría.
Hasta entonces, Paris había hecho que su madre se sintiera orgullosa. El vestido de fiesta de Dinnigan podría resultar algo atrevido, pero ella lo había combinado perfectamente… Y el pelo recogido era un auténtico sello de distinción de Lady Pamela. Paris no veía la hora de soltarse el incómodo peinado, pero al menos la ayudaba a mantener la cabeza erguida y la sonrisa de cortesía en sus labios. Y cada vez que la sonrisa amenazaba con desaparecer, el simple pensamiento de por qué estaba allí se la devolvía.
«Porque pronto formarás parte del equipo de Grantham’s».
Años después de que desistiera de convencer a su padre de que tenía otras habilidades además de las decorativas, K.G le había pedido que volviera a casa para ayudarlo con un proyecto especial.
Con la sonrisa recuperada, permitió que su padre la guiara hacia otro grupo.
–Princesa, me gustaría presentarte a…
Ella intercambió saludos con Hugh, Miffy, Miranda y Bob, ¿o aquel era Bill? En su agotada cabeza se arremolinaban nombres, rostros y títulos. ¿Quedaría alguien en la fiesta por saludar? En respuesta a esa pregunta, la multitud se apartó y Paris se encontró con unos profundos ojos oscuros, penetrantes y furiosos.
Naturalmente, ella sabía que él estaría por allí, en algún lugar de la atestada sala de recepciones.
Apenas un segundo después, como movidos por un radar que rastreara los rasgos corporales de Jack Manning, sus ojos bajaron hacia unos hombros anchos, una estrecha franja de camisa blanca que sobresalía de la chaqueta, y una amplia banda de cuello bronceadísimo. Los cambios que percibió hicieron que una corriente eléctrica recorriera su cuerpo: «¡se ha cortado el pelo!, ¡y está vistiendo de etiqueta!». Pero en seguida volvió a la realidad.
«¿Pero es que creías que iba a estar seis años sin cortarse el pelo? ¿Y cómo demonios iba a presentarse aquí un ejecutivo de Grantham’s, despeinado y con vaqueros?».
Pero no solo había cambiado en eso. No pestañeó, ni sonrió ni levantó su vaso en señal de saludo, y Paris no pudo entender la furia que le salía por los ojos. Él le entregó el vaso a alguien que había a su izquierda y se dirigió hacia ella con decisión.
«¡Oh, Dios mío, que alguien me ayude!», pensó.
A pesar del vestido que eligió para dejarlo sin palabras, a él y a todos los presentes, y de su gran experiencia en ingeniosas frases de presentación, no estaba preparada para enfrentarse con él. No en aquel momento, agotada y con la cabeza zumbándole.
Se volvió e intento abrirse camino entre la multitud, pero el vestido era demasiado ajustado y los tacones demasiado altos para una huida precipitada. Finalmente, llegó a la puerta y corrió al vestíbulo vacío, pero se detuvo el tiempo suficiente para recordar la decisión que había visto en el rostro de Jack. Luego, se dirigió al aseo de señoras. Cuando cerró la puerta, dejó salir el aire contenido en sus pulmones en una sonora exhalación.
Sintiéndose segura en aquel lugar, como si fuera un santuario, se dejó caer en la silla más cercana, se quitó los zapatos, apoyó los pies desnudos en el tocador y cerró los ojos.
–¿Escondiéndote, princesa?
Paris se levantó con un respingo. Solo una persona acompañaría de un énfasis tan burlesco el apodo que K.G. le había puesto… Y esa persona se estaba acomodando en la silla justo enfrente. ¿Acaso ella había pensado realmente que una zona reservada a las damas lo detendría?
–Descansando, más bien –corrigió ella–. Por mis pies.
Él miró sus pies desnudos, y ella vio, horriblemente fascinada, cómo sus largos y oscuros dedos le rodeaban el tobillo. Dejó de respirar cuando el pulgar trazó una curva por la planta. Un calor exquisito se apoderó de su pierna, cruzó las rodillas, se extendió por sus muslos…
–No me extraña que te duelan –dijo él–; tus zapatos son demasiado altos.
Sin mucha suavidad la soltó, y ella consiguió, de algún modo, deslizar los pies fuera de la mesa. Los plantó firmemente en el suelo y juntó fuertemente las rodillas, como si aquello pudiera evitar que el calor traicionero se extendiera más aún.
–Mis pies están hinchados por el largo viaje en avión –dijo, como si también lo estuviera su lengua–. Por eso estoy aquí, descansado.
Sus ojos se contrajeron por un instante, pero no se apartaron de los suyos.
–Estupendo. Pensé que quizá estabas huyendo de mí.
–¿Y por qué tendría que hacer eso?
–Bueno, quizá huir ha llegado a ser una costumbre para ti –respondió, encogiéndose de hombros.
Parecía que la estaba acusando con su tono de burla, pero ella no se permitió dar una respuesta. En vez de eso recurrió mentalmente a la lista de su madre. Espalda recta. Cabeza alta. Sonriente. Respuesta serena. Todo muy fácil de conseguir, excepto la respuesta serena. Su mente estaba tan nublada como una mañana de Londres.
–¿Nada que decir, princesa? ¿No quieres hablar de huidas?
–Creo que hemos quedado en que estaba descansando.
–No me refería a esta noche.
Paris deseó que se recostara en la silla. Estaba tan cerca de ella que podía sentir cómo la irritación atravesaba la mesa y alcanzaba los bordes de su compostura. Frialdad, serenidad, se dijo en voz baja, y lo miró con los ojos muy abiertos.
–Seguramente, no estarás insinuando que hui a Londres. Hacía mucho tiempo que deseaba ir.
–K.G. nunca habló de eso.
–No se lo dije.
–¿No? –alargó tanto la palabra que ella tuvo tiempo de deletrear mentalmente «escéptico».
–Llevaba años sin ver a mi madre y decidí pasar algún tiempo con ella, para conocerla un poco mejor.
–¿Y te hicieron falta seis años para conocer bien a Lady Pamela? –preguntó, burlonamente.
«No. Me hicieron falta seis años para aprender lo bueno que es esconder las emociones y buscar mi orgullo», pensó ella.
–De hecho, necesité seis años para seguir tu consejo y madurar –dijo, clavándole su fría mirada.
–¿Acaso esta es la madura Paris Grantham? –su boca se torció en un gesto burlón, mientras la observaba de arriba abajo. Era obvio que no le importaba lo que veía.
–¿No es esto lo que pensabas encontrar? –preguntó ella, alzando defensivamente su mentón.
–No.
Su respuesta no tendría que haber hecho tanto daño, pero lo hizo. La amarga frustración le escoció en el pecho y en los ojos. «El maldito jet lag te hace estar extremadamente cansada y sensible», se justificó a sí misma mientras se inclinaba por sus zapatos, pero él fue más rápido y ya los tenía en su mano izquierda.
–¿De verdad quieres volver a ponértelos?
Paris tragó saliva para aliviar el nudo que tenía en la garganta. Consideró seriamente la posibilidad de una pelea por sus zapatos, pero la idea de perder la hizo desistir. Inspiró profundamente y lo miró enfadada.
–¿Qué quieres, Jack? ¿Por qué me has seguido?
–Para hablar, princesa.
–¿De nuestra pasada historia?
–De una noche en particular.
–Podemos hablar, si eso es lo que quieres, pero mi memoria no da para tanto.
Jamás habría admitido lo bien que se acordaba de aquella noche. La furia silenciosa de Jack cuando la arrastró fuera de la mesa. El presuntuoso sentimiento de júbilo cuando se acurrucó en el taxi que él pidió para llevarla a casa. Su sincera proposición, su horrible rechazo, su humillación. Seis años, y todavía recordaba cada sentimiento, cada palabra, tan vivamente como si hubiera sucedido el día anterior.
–Recuerdas muy bien lo de madurar –dijo él–. Imagino que no habrás olvidado lo que pasó antes de eso.
–Si mal no recuerdo, creo que te hice una especie de proposición o algo así, aunque había bebido demasiado champán aquella noche como para acordarme de todo –contestó ella, encogiéndose de hombros.
–Me invitaste a tu cama y no estabas, de ningún modo, afectada por la bebida.
El corazón de Paris dio un vuelco. No había esperado que Jack volviera a sacar el tema, por mucho que le importara.
–Me dijiste que querías que yo fuera tu primer amante –continuó él, con un tono deliberadamente lento.
–Como tú bien me dijiste entonces, necesitaba crecer. No le des más vueltas –dijo, mientras el corazón le latía frenéticamente y el calor de la humillación recordada le cubría el rostro.
Hizo un esfuerzo por recuperar su orgullo; se puso en pie e intentó recuperar los zapatos, pero Jack los puso fuera de su alcance y también se levantó, quedando los dos frente a frente.
–Dijiste que me querías.
–No era más que una joven ingenua e imprudente –rodeó la mesa y trató de alcanzar los zapatos otra vez, pero él se lo impidió de nuevo.
–¿Y qué eres ahora, princesa? ¿Una vieja experimentada y lista?
–¡Lo que ahora soy es una mujer madura, y mucho más que eso!
–¿En serio? –preguntó y, sin que ella pudiera reaccionar, alargó el brazo y tomo su cara en la mano–. ¿Esta es tu idea de la madurez? ¿Recogiéndote así el pelo? –sus dedos se deslizaron lentamente por sus cabellos. Paris apretó los dientes para evitar que se le escapara un gemido de placer. Algunos pasadores se soltaron, y un mechón de pelo cayó sobre su frente, ocultándole la mitad de su campo de visión.
De ese modo, tan solo podía ver la mitad de su mandíbula cuadrada y oscura, la mitad de la nariz que se rompió en un accidente y que no se había molestado en enderezar, la mitad de la boca, con sus labios demasiado sensuales para la fuerza del resto de su cara.
Pero esa hermosa boca no estaba sonriendo. Se cerraba en una grotesca línea, y los profundos ojos no eran cálidos como el chocolate derretido que ella recordaba. Todavía quedaban restos de la burlona sonrisa en las comisuras de los labios, pero Jack no parecía haberse reído mucho esos días. Más bien parecía un hombre que se preocupaba en mantener las líneas de disgusto que se le formaban entre las cejas.
Paris no quería que aquellas líneas desaparecieran.
–¿Te importa? –preguntó ella, liberándose de su tacto arrebatador–. ¿Hay algo más que quieras destrozar, aparte de mi peinado? ¿Mi vestido, tal vez? ¡Forma parte de mi nueva madurez!
¡Grave error!, pensó ella, en el momento en que los ojos de Jack examinaban su vestuario.
–Oh, sí –murmuró–. Este vestido eres realmente tú.
Sus nudillos se deslizaron por el escote, y Paris sintió el contacto de la piel áspera a través de la seda. Aunque Jack apenas la había rozado, sus senos estaban duros y apretados, necesitados de…
¿Necesitados?
Lo que realmente necesitaba era que examinaran su cabeza, por haber respondido a un contacto tan cínico. Se irguió en toda su altura.
–¿Qué pretendes, Jack? No entiendo tu actitud y, francamente, me estoy cansando de este… de este… –Paris miró a su alrededor, pero no encontró ninguna descripción útil–. He cruzado medio mundo en avión, he pasado todo el día aguantando a otra madrastra, y ahora –respiró profundamente, porque se había quedado sin aire–, ahora tengo que aguantar cómo me miras con odio, cómo te burlas de mí y cómo me destrozas el peinado… ¿Pero quién eres tú? ¿No te da..?
La boca de Jack descendió hasta la suya, tragándose el resto de la frase y de las quejas, que abandonaron su cabeza en cuanto sus labios se acercaron. Una pequeña y escondida parte de ella grabó el suave golpe de los zapatos en la moqueta, la fuerza de sus manos sobre sus hombros, el ligero roce de la chaqueta desabrochada contra su cuerpo, el débil sonido de su corazón acelerado.
Por un instante, trató de concentrarse en el sabor de un enfado frustrado, y entonces sintió la necesidad de respirar. Con la nariz apretada contra su mejilla, inhaló el olor de su piel, descubriendo que no había cambiado. Nada de colonia de lujo para corresponder a un traje de lujo, nada de loción tradicional para corresponder a un buen afeitado, tan solo el fuerte olor de la masculinidad más viril. Sin pensarlo, se aferró a las solapas de su chaqueta, luchando contra una súbita debilidad en las rodillas.
Jack suavizó la presión de su boca y ella pudo saborear su caricia, el delicioso tacto de los pulgares en su cuello, la proximidad de sus labios… Y entonces esos labios retrocedieron tan bruscamente como se habían acercado, dejándola sumida en un conflicto de emociones. Por un segundo, le pareció que los ojos de Jack también reflejaban una lucha emocional, pero ese brillo furtivo volvió a ser desplazado por la irritación.
Ella soltó sus solapas, alisando las arrugas que se habían formado, y trató de componer una sonrisa.
–Si esto es un ejemplo de lo que me perdí hace seis años, puedo considerarme afortunada.
–¿Quieres que hablemos de ejemplos? –los ojos le brillaron peligrosamente y la sujetó con fuerza por los hombros.
Paris sintió cómo sus piernas flaqueaban, y pensó que lo único que la mantenía en pie eran sus manos agarrándola por los hombros.
Pero él no la besó. En vez de eso, le acarició lentamente con la lengua el labio inferior, antes de echarse hacia atrás. Dejó escapar una tensa sonrisa y soltó:
–Si… Sabe exactamente igual que la sacarina.
Paris permaneció con la boca abierta unos segundos, hasta que la cerró de golpe.
–¿A qué crees que se debe? ¿Demasiado tiempo con Lady Pamela o con ese pobre y viejo de Teddy?
–¡Edward no es pobre ni viejo!
–¿No? –preguntó, arqueando una ceja–. Arruinado, pero no pobre. Un concepto interesante. ¿Es por eso por lo que lo abandonaste?
Paris sacudió lentamente la cabeza, esperando aclarar la confusión. ¿Se había vuelto loco porque ella se había marchado a Londres seis años atrás? ¿Era porque no le gustaba su peinado? ¿O por haber abandonado a su novio?
–¿Crees que lo abandoné porque se arruinó? –le preguntó, casi riéndose con ironía.
Sí, había abandonado al «pobre Teddy» por sus problemas económicos. Porque él tan solo la quería por el dinero, por la inmensa fortuna de su padre, para recuperar la que él había perdido. Fue lo único por lo que quiso casarse con ella.
Si el desprecio que inundaba el rostro de Jack hubiera desaparecido, Paris le habría contado todo sobre el «pobre y viejo Teddy». Pero su boca permanecía cerrada y sus ojos seguían rebosantes de desdén, por lo que ella alzó la barbilla y lo miró con desprecio.
–Podría haber comprado a Edward más de diez veces.
–Tu padre es quien pudo haberlo comprado más de diez veces.
–Si quieres ser tan pedante… –se encogió de hombros con una indiferencia que no sentía.
–¿Es esa la razón que te trajo de vuelta a casa? ¿Para aprovecharte de la herencia?
–No tengo intención de aprovecharme de nada –dijo Paris, con un tono tan agudo como la herida que tenía en el pecho. Nunca había pretendido tal cosa; ni tampoco ser la victima o la vencedora.
–He vuelto porque mi padre me lo pidió; me dijo que tenía un trabajo para mí.
–¿Haciendo qué?
Paris no lo sabía. No se atrevía a pensar en lo que ella podía ofrecer a la empresa de su padre. Él le había pedido ayuda, y eso bastaba. Pero no iba a admitir una razón así al hombre que tenía enfrente, rebosante de desprecio y desdén.
–Quizá haya una vacante en tu departamento.
Los ojos de Jack parecieron brillar por un segundo.
–Puestos a pensar en ello, me resulta muy atractiva la idea de trabajar en tu oficina. Tendré que hablar con papá de ello –Paris sabía que estaba resultando infantil, pero lo consideró una justa respuesta a sus comentarios de mal gusto.
Él la miró con ojos oscuros e impenetrables. Entonces se dio la vuelta e hizo ademán de marcharse, pero se detuvo cuando Paris hizo un último comentario:
–Creo que te veré pronto, Jack. En la oficina.
Jack apoyó la mano en la puerta durante un breve instante antes de atravesarla velozmente, sin una sonrisa o palabra de despedida. Paris quiso salir tras él y arrojarle lo que fuera a la espalda, aunque solo fuera una súplica para que volviera y pudieran acabar la discusión. Pero era tristemente cierto que no tenía ni la menor idea de cómo acabar una discusión sin sentido alguno.
Dio un suspiro y se volvió hacia el espejo de cuerpo entero. Y cuando vio su imagen, completamente despeinada, a punto estuvo de soltar una carcajada. Era una viva representación de la tarde que había sufrido.
Estaba hecha un desastre.
Demasiado para las lecciones de su madre. Demasiado para una imagen tan perfecta y acabada. Demasiado para las expectativas que tenía para aquella noche. Unas expectativas nacidas de un sueño adolescente. Porque en sus sueños Jack seguía teniendo unos ojos risueños de color chocolate, y una sonrisa que la dejaba sin palabras.