Un hombre despiadado - Bronwyn Jameson - E-Book
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Un hombre despiadado E-Book

BRONWYN JAMESON

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Beschreibung

Necesitaba una esposa y la necesitaba ya Fue aparecer Zara Lovett, la mejor amiga de su ex prometida, con su melena de color miel y sus piernas interminables, y Alex Carlisle sintió una atracción que normalmente solía evitar. Pero toda aquella química no cambiaba nada; Alex aún tenía que cumplir lo estipulado en el testamento de su padre. Era su objetivo, su obligación, lo único que importaba. Y se iba a asegurar de que Zara dijera que sí.

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56 28001 Madrid

© 2005 Bronwyn Turner.

Todos los derechos reservados.

UN HOMBRE DESPIADADO, N.º 1612 - octubre 2011

Título original:The Ruthless Groom

Publicada originalmente por Silhouette® Books

Publicado en español en 2008

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con permiso de Harlequin Enterprises II BV.

Todos los personajes de este libro son ficticios.

Cualquier parecido con alguna persona, viva o muerta, es pura coincidencia.

® Harlequin y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Books S.A.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

I.S.B.N.: 978-84-9010-042-4

Editor responsable: Luis Pugni

Epub: Publidisa

Capítulo Uno

Lo siento, Alex, pero no puedo casarme contigo hoy.

Normalmente se necesitaba algo más que una sola línea de texto para que Alex Carlisle perdiera su cuidada compostura, pero esa sola línea en particular saltó desde la inocente cuartilla y lo sacudió como un rayo.

Plantado. Dos horas antes había firmado el contrato de matrimonio y ni siquiera se había dado cuenta de lo que se avecinaba.

El resto de lo que había escrito Susannah, Necesito espacio y tiempo para pensar, lo siento, y sus demás explicaciones atravesaron nadando la marea que inundó sus ojos. Al diablo con las disculpas. No necesitaba ninguna explicación, necesitaba una esposa en su cama. Esa noche, si no antes.

–¿Va todo bien, señor?

Aflojando la mano que sujetaba la hoja, Alex asintió al conserje del hotel que se la había dado.

–Gracias, Emilio. Sí.

Todo se arreglaría, decidió Alex distendiendo la mandíbula una vez superada la primera impresión. En cuanto encontrara a Susannah y averiguara qué había cambiado desde la última vez que habían hablado el día anterior.

Nervios de último momento, tenía que ser eso. Incluso la serena y sensata Susannah tenía derecho a estar nerviosa el día de su boda, ¿no? Sobre todo, dado que el matrimonio suponía hacerse cargo de Alex y su familia.

Con cuidado pasó los dedos por la nota, después la dobló. Ella conocía el testamento del padre de Alex desde el principio. Había sido sincero sobre la necesidad de tener un hijo rápidamente para cumplir esa cláusula... o satisfacer su decisión de cumplir esa cláusula.

Un bebé entre los tres medio hermanos Carlisle concebido en menos de tres meses. Eso era todo lo que había pedido Charles Carlisle. Y él y sus hermanos habían hecho un pacto: todos para uno y uno para todos, para aumentar las posibilidades de éxito.

Como hermano mayor, él consideraba que era su deber, su responsabilidad, hacer todo lo posible dada la falta de éxito de sus hermanos hasta la fecha. No le había sorprendido. Ni Tomas ni Rafe habían abordado el problema con estrategia, ninguno de los dos quería boda, familia ni bebé. Alex sí.

Quería que su hijo naciera en una familia. Quería una esposa y había elegido a Susannah, amiga y socia en los negocios, por buenas razones. Sólo tenía que recordarle a ella esas razones.

Discretamente, el conserje carraspeó.

–Las flores llegaron a su habitación hace media hora, señor Carlisle. Y la entrega de Cartier está en la caja fuerte del hotel. Creo que todo está en orden.

Todo estaba en orden para la breve ceremonia que ambos habían elegido a causa del poco tiempo y para evitar la presencia de los medios de comunicación. Todo estaba en orden… menos la novia.

–Hay una cosa más –dijo Alex abandonando la contemplación y pasando a la acción–. Mi prometida puede que llegue tarde. Entérese de si el oficiante puede disponer de más tiempo esta tarde.

–¿Cuánto más, señor?

–Indefinido, pero la molestia valdrá la pena.

–Sí, señor.

–Necesito mi coche en diez minutos –para encontrar a Susannah; seguro que su madre sabía dónde estaba, o alguno de sus empleados–. Voy a hacer algunas gestiones y después me marcho, pero si la mujer que dejó esta nota...

–Zara.

–Susannah –corrigió Alex frunciendo el ceño.

–Creo que es amiga de su prometida, señor. Zara Lovett. Dejó el sobre de camino al trabajo.

La tensión interior de Alex se incrementó, pero enseguida volvió a recuperar el control. Si había sido una amiga quien había dejado la nota, ella debería de saber dónde estaba Susannah.

–¿Sabe dónde trabaja Zara?

–Por supuesto, señor. Es entrenadora personal de una agencia que provee a nuestros clientes. Tengo su tarjeta.

Susannah no estaba.

Maldición.

Zara sintió que se le hundían los hombros cuando completó una segunda vuelta a la cabaña en su moto. No había ningún vehículo ni delante ni detrás, ninguna ventana abierta. La cabaña de una sola habitación levantada en medio de un claro rodeado de montañas seguía aún en hibernación. La única señal de vida era un coro de cucaburras riendo entre los árboles de las montañas. Riéndose, sin duda, de su inútil esfuerzo.

Dos horas y media de viaje desde Melbourne, diez dólares gastados en comer en un restaurante de carretera. Y todo para nada. Estaba tan segura de que Susannah estaría allí... Cuando su cliente de la una no se había presentado, había pensado que era una bendición.

Podría dedicar todo ese tiempo a intentar sacarse de la cabeza la preocupación que tenía.

No le preocupaba la llamada de Susannah el mismo día de su boda. Eso había sido una alegría. No, lo que le preocupaba era lo súbito de la decisión y que hubiera desaparecido. Susannah, que no iba ni al cuarto de baño sin hacer una llamada.

Por eso Zara había pensado en la cabaña. Pertenecía al abuelo de Susannah y era el único sitio al que Zara se imaginaba que iría si quería evitar la posibilidad de que alguien se comunicara con ella. Y en su mensaje de por la mañana temprano, un rápido recado en el contestador pidiéndole que entregara una carta a su prometido, había dicho algo de irse lejos para pensar.

Zara había perdido el tiempo en ir hasta allí por eso. Cuando se trataba de escapar para pensar en el sentido de la vida, esa cabaña había demostrado ser el lugar ideal.

Detuvo la moto, apagó el motor y bajó los pies al suelo. Se quitó los guantes y el casco y se desabrochó la cremallera de la cazadora... se la volvió a abrochar cuando sintió el viento en la piel desnuda.

Demasiado para el hermoso día de primavera con que había salido de Melbourne. Miró al cielo nublado y decidió limitar su paseo a sólo cinco minutos.

Un destello de... algo a través de los árboles atrajo su atención mientras se disponía a apearse. Mirando a los espesos matorrales, esperó hasta que reapareció el destello y fue tomando forma hasta convertirse en un brillante coche. Un segundo después oyó el motor, oyó cómo reducía la velocidad y giraba en la cabaña y suspiró de alivio.

–Casi a la hora, Suse.

Entornó los ojos según el vehículo se iba acercando. La misma prestigiosa marca europea, los mismos cristales tintados, las mismas líneas, pero más grande, un modelo más atrevido que el de Susannah. Y quien estaba tras el volante definitivamente no era ella, decidió mientras el coche se detenía a unos diez metros. Se abrió la puerta del conductor y salió un hombre. A Zara le dio un vuelco el corazón: Alex Carlisle.

Aunque no se habían visto nunca, lo reconoció al instante. Apreció el traje oscuro tan elegante, caro y europeo como el coche. Apreció los anchos hombros y el vientre plano mientras se abotonaba la chaqueta sobre la inmaculada camisa blanca.

Notó cómo su mirada se detenía sobre ella sin dudarlo.

Zara había visto su fotografía las veces suficientes como para saber que esos ojos eran de un gris azulado como una tormenta de invierno sobre Port Phillip Bay. A pesar de la cazadora de cuero sintió que se le erizaba la piel al oír el sonido de la puerta al cerrarse.

Sí, definitivamente era Alex Carlisle quien reducía la distancia entre ambos con grandes y decididas zancadas. ¿Qué demonios hacía allí? ¿Cómo sabía de la existencia de ese lugar?

Apoyó bien las botas a cada lado de la moto, alzó la barbilla y se dispuso a preguntar. Entonces sus ojos se encontraron con una fuerza que recorrió su cuerpo como una descarga eléctrica y se le olvidaron las preguntas. Cuando por fin sus conexiones neuronales se recuperaron, había perdido la ventaja.

–¿Eres Zara Lovett? –preguntó él con los ojos entornados.

–Así es.

–¿Dónde está Susannah?

Desde luego, iba directo al grano, nada de pérdidas de tiempo en presentaciones. Zara supuso que cuando la fotografía de uno aparecía a diario en la prensa, se asumía que todo el mundo te reconocía.

–No lo sé –dijo en respuesta a su pregunta.

Alex escudriñó la cabaña y sus alrededores antes de volver a mirarla a ella.

–¿No está aquí?

Zara negó con la cabeza mientras él echaba a andar hacia el porche de la cabaña.

–¿No me crees? –dijo levantando la voz mientras él miraba por una ventana.

–Tu novio me ha dicho que habías venido aquí a buscarla –dijo Alex volviéndose a mirarla.

¿Su qué? Abrió la boca para responderle, pero la volvió a cerrar. Sólo podía referirse a su compañero de piso, lo que significaba...

–¿Has llamado a mi casa? ¿Cómo has conseguido mi número?

–¿Importa eso?

–Sí, sí importa.

–No –dijo con la misma intensidad–. Lo que importa es localizar a Susannah. ¿Dónde está, Zara?

–No entiendo nada. ¿No te han dado la nota que te dejé en el hotel?

–No comprendo por qué me has dejado la nota.

–Porque Susannah me lo pidió.

–No juegues conmigo, Zara –algo brilló en sus ojos, una fiereza que hacía juego con el tono de su voz–. No estoy de humor.

–¿Lo estás alguna vez?

–Cuando quiero... –se acercó más a ella–, puedo ser muy agradable.

–Supongo que tendré que creérmelo.

Cuando Alex dio un paso fuera del porche, el pulso de Zara se disparó. No eran nervios, sino la misma clase de subida de adrenalina que experimentaba en la pista antes de un combate, especialmente cuando el adversario era alguien experto.

Había llegado el momento de bajarse de la moto.

Con su metro ochenta con las botas, Zara estaba acostumbrada a que los hombres se dieran la vuelta sobre los talones cuando se ponía de pie y los miraba. Alex sería unos cuatro o cinco centímetros más alto y le sostuvo la mirada sin un atisbo de sorpresa. Zara lo miró y por un momento se perdió en la intensidad de sus ojos. No exactamente azules, demasiado vívidos para ser grises, y con un anillo negro alrededor del iris que hacía que su poderoso foco la absorbiese. En ese momento Zara entendió que su amiga hubiese sido reacia a decirle las cosas a Alex cara a cara.

–Volvamos a empezar –dijo Alex en el mismo tono de voz–. Lo siento, he empezado un poco bruscamente. Está siendo un día infernal –sonrió, le tendió la mano y se presentó.

Zara fue consciente de por qué Susannah se había dejado atrapar por un frío matrimonio arreglado. Alex no era frío, pensó al sentir el calor de su mano y el impacto de su sonrisa.

–Cuando has visto a Susannah esta mañana...

–No –se soltó la mano y se la pasó por el muslo con la esperanza de que lo que sentía fuese sólo electricidad estática–. No la he visto. Ni siquiera he hablado con ella. Dejó un mensaje en mi contestador y después me mandó por correo electrónico la carta que he dejado en tu hotel.

–¿Por qué no me ha llamado a mí? ¿Por qué no me lo ha dicho en persona?

–Dijo que te había llamado esta mañana antes de que salieras de Sydney.

–Pues aquí estoy.

Un viaje en avión de mil kilómetros desde su casa, pero Zara no pensaba que el inútil desplazamiento tuviera algo que ver con la oscura intensidad de su mirada. Por primera vez se puso en su lugar. Dado que lo habían dejado plantado en el altar, tenía derecho a estar enfadado, a hacer algunas preguntas.

–Suse lo intentó –dijo en un tono más bajo–. Por su mensaje supe que estaba nerviosa por no haber logrado hablar contigo. Cuando dijo que se iba a algún sitio a pensar y no pude localizarla en su móvil, pensé que estaría aquí.

–El nerviosismo no es algo frecuente en Susannah.

–No, pero nada de esta situación es típico de ella.

–¿Cómo?

–Suse es cuidadosa –se encogió de hombros–, prudente, y entonces, sin venir a cuento, decide que se casa contigo. No quiero ofender, pero pensaba que vuestro matrimonio era un negocio.

–Habíamos salido.

–¿Una o dos veces? Eso es poca base para un matrimonio.

–¿No crees que eso es algo entre Susannah y yo? –su tono se volvió gélido, como el viento que le sacudía a Zara el pelo.

–Sí –se sujetó el cabello–, pero no puedo olvidar el tono de su llamada ni que cambió de idea anoche.

–¿La viste anoche? –entornó los ojos.

–Cenamos juntas. Y parecía poco ilusionada con la idea de casarse.

Debió de haber algo en su tono que lo molestó, porque su mirada se volvió más aguda.

–¿Poco ilusionada por tu opinión de que no había base para un matrimonio?

–No he obligado a Susannah a hacer nada, si eso es lo que insinúas.

–Sólo... ¿le sugeriste que se tomara más tiempo para pensarlo?

–Ése fue mi consejo –lo miró sin remordimientos; la mirada de él disparó las señales de alarma–. ¿Por qué has venido aquí? ¿Por qué me buscabas?

–Para encontrar a Susannah. Tengo al oficiante esperando.

Oh, no, no iba a obligar a Susannah a hacerlo, no si ella podía evitarlo.

Cuando él volvió a su coche, Zara se dio la vuelta para ponerse de cara al viento. Una súbita ráfaga le sacudió el pelo, la respiración y tiró su moto al suelo. Rápidamente se agachó a levantarla, pero Alex oyó el ruido y cuando Zara intentaba agarrar la moto del manillar, sus hombros chocaron y sus manos se encontraron. No lo miró a los ojos mientras le daba las gracias. No quería saber si él estaba experimentando algo tan desasosegante como lo que le pasaba a ella.

Completamente inapropiado, pensó Zara, dando una patada al soporte de la moto. Se rompió y cayó al suelo.

–¿Se ha estropeado algo más? –preguntó Alex.

–Sólo mi humor –se sentó en la moto y esperó a que él le diera el casco y los guantes que había recogido. Miró con el ceño fruncido cómo les quitaba el polvo–. No hace falta –dijo molesta por la imagen: su casco, sus guantes, demasiado íntimo–. Dámelos.

Alex no lo hizo; miró al cielo y dijo:

–Va a haber tormenta.

Zara levantó la cabeza y miró las nubes.

–Creo que es mejor que nos vayamos ahora que podemos.

–¿En la moto?

–Vivo en Melbourne, estoy acostumbrada a este tiempo.

–Esto no es la ciudad. El último tramo de carretera ya era traicionero con cuatro ruedas –frunciendo el ceño se golpeó el muslo con el casco–. Quizá fuera mejor que te pusieras a cubierto hasta que pase.

–Oh, no –negó con la cabeza–. No puedo quedarme, tengo que volver a casa.

–En ese caso –la miró con una expresión indescifrable–, será mejor que te lleve yo.

–¿Y qué pasa con mi moto? Es mi único medio de transporte, no puedo dejarla aquí.

–Mandaré a alguien para que la recoja.

Así. Un chasquido de dedos y todo resuelto. Zara no podía imaginarse lo que sería vivir en ese mundo. Dejó escapar un suspiro de incredulidad.

–No sé si quiero...

–¿Quedarte aquí varada cuando empiece la tormenta?

No, no era eso lo que iba a decir, pero no era una mala puntualización. No, no quería quedarse en esa aislada cabaña sola con ese hombre y sus ojos fríos y cálidos a la vez.

–De acuerdo –cedió–. Voy a poner mi moto a cubierto.

–Me alegra ver que eres razonable.

–Cuando quiero, puedo ser muy razonable –respondió suavemente imitando el anterior tono de él.

No le comentó que su motivación real para ceder era que quería estar presente si él encontraba a Susannah para asegurarse de que no la convencía de nada.

***

Alex no quería llevarla en su coche, pero ¿qué otra cosa podía hacer? La furia del viento aumentaba con cada kilómetro que avanzaban. Había conducido en peores condiciones, pero no por carreteras tan tortuosas. Se había ofrecido a llevarla y no le quedaba más remedio que afrontar lo que eso suponía.

¿Por qué nadie, Susannah, Emilio, cualquiera, le había advertido de sus piernas? Un millón de kilómetros ceñidos en cuero negro... Habrían atraído hasta la atención de un monje. Y Alex no lo era.

Concentró la mirada en la carretera para no mirar sus piernas. Su pelo era una cascada de seda de color miel; los ojos, de color whisky, se desplegaban enormes y exóticos bajo unas oscuras cejas; el rostro era demasiado alargado; la nariz, demasiado grande; la boca, demasiado ancha... Era más impactante que guapa. Aun así, una sola mirada a esos largos miembros e irregulares rasgos y había sentido una descarga de energía sexual que le había llegado a los huesos.

Oyó que se movía en el asiento del acompañante, después el clic de un automático y el largo sonido metálico de una cremallera al abrirse. La cazadora. No quería que se la quitara. No tenía ninguna necesidad de saber qué llevaba debajo.

La expectación le dificultaba respirar. La tensión le espesaba la sangre en las venas. Esperó... y ella se dejó caer en su asiento con un ligero suspiro. Con la cazadora aún puesta.

¿Qué le pasaba? Se estaba comportando como un adolescente caliente. ¡Era amiga de Susannah!

Zara volvió a moverse, alzó una mano para colocarse el pelo y le llegó su aroma parte de mujer, parte de cuero y parte de algo que no pudo averiguar. No pudo evitar preguntarse cómo se habrían hecho tan amigas Susannah y ella. Eran tan distintas...

–¿Es éste tu...?

–¿Cómo...?

Dijeron los dos a la vez.

–Tú primero –pidió ella agitando una mano en el aire.

–Iba a preguntarte que cómo te hiciste amiga de Susannah –la miró de reojo–. No eres lo que había esperado.

–¿Porque voy vestida de cuero? –se giró a mirarlo–. ¿Porque voy en moto?

–¿Desde cuándo eres motera?

–¿Motera? –se echó a reír–. No soy ni aspirante. Voy en moto porque es práctico y barato. Además, la mía es demasiado pequeña.

–¿Eso importa?

–¿Me estás preguntando si el tamaño es importante?

Alex notó el tono de broma en su voz y se sintió tentado de entrar en el juego, pero no. Ese día no, ni con esa mujer.

–Me estás diciendo que con las motos sí.

–Oh, sí. Tienes que ir montado en algo que se llame Dominadora o Monstruo para poder decir que eres motera.

–Tú lo pareces.

–¿Por el cuero? Es sobre todo por seguridad. Me gusta pensar que está entre mi piel y el asfalto.

–Yo prefiero pensar en una capa de metal.

–Tiene sentido –reconoció y él sintió cómo lo miraba–, pero esa capa de metal no ayuda mucho en un atasco.

–Tú también tienes que pararte en los semáforos –señaló él disfrutando de su mirada–. Desde mi coche puedo hacer una llamada, dictar algunas notas...

–Yo puedo estudiar en mi moto.

–¿Qué estudias? –no pudo evitar preguntar.

–Los huesos del tobillo y sus conexiones con los de la pantorrilla.

La miró y vio que estaba sonriendo. Su sonrisa era tan grande como todo lo demás en ella y provocaba el mismo impacto.

–¿Estudias Medicina?

–Sí, tercero.

–Susannah y tú... –empezó a decir para recordarle que no había contestado a su pregunta.

–Somos amigas desde hace años.

–¿Fuisteis juntas al colegio?

–No –el viento zarandeaba el coche y Alex aflojó un poco la marcha–. Se está poniendo mal, me alegro de no ir en la moto.

En ese momento una rama se cruzó en su camino, arrastrada por el viento, y luego desapareció.

–¡Mira! –dijo ella cuando salían de una curva.

Alex vio el árbol caído que bloqueaba la carretera en el mismo instante que ella gritó. Demasiado tarde para evitarlo, pero no para reducir la fuerza del impacto. Frenó y luchó para dirigir el coche lo más lejos posible del tronco, intentó recuperar el control y empezaron a derrapar… pero más lentamente.

Capítulo Dos

Esperando que empezaran a saltar airbags alrededor de ella, Zara permaneció inmóvil con los ojos cerrados después de que el coche se detuviera con la ayuda del árbol. Parecía que no habían colisionado tan deprisa, porque no ocurrió nada. Nada excepto un zumbido bajo el capó y un ruido como si un puño golpeara contra el volante.

Un segundo después, Alex se soltó el cinturón de seguridad.

–¿Estás bien?

El tono agudo de su voz, señal de su preocupación, despertó una especie de dolor en el fondo de los ojos de Zara que se parecía a las lágrimas. Una reacción diferida, se dijo, dado que las lágrimas no brotaron. Lentamente, abrió los ojos.

–Lo estaré.

–¿Estás segura?

–Dame un minuto –consiguió sonreír.

Lo vio dudar un momento después de que intentara abrir su puerta sin éxito. El lado del coche de Alex estaba aplastado contra las gruesas ramas que habían parado el vehículo y, aunque empujó la puerta con el hombro, lo único que consiguió fue un chirriante sonido de madera contra metal.

–Tendré que salir por tu lado –dijo. Zara volvió a la realidad, abrió su puerta y salió.

El viento le sacudió el pelo y la cazadora desabrochada, pero no le prestó atención. Su mirada estaba fija en la chapa intacta de su lado del coche.

Intacta porque el hombre que estaba maniobrando para salir del coche por su puerta no había perdido los nervios y había conseguido controlar el derrape del vehículo. ¿Para protegerla? Esa idea recorrió su conciencia y empezó a jugar con su estabilidad emocional. Para protegerlos a los dos, se dijo. No había nada personal.

Cuadró los hombros y lo siguió a evaluar los daños reales. El coche había acabado con el parachoques enterrado bajo el follaje. Una rama, parecía, había atravesado la parrilla y el radiador aún silbaba como resultado. Zara se apoyó en el capó.

–Parece que no vamos a poder ir mucho más lejos. Al menos en este coche.

–Podría haber sido mucho peor –dijo él con una intensidad que le hizo mirarlo a los ojos–. Me alegro de que vinieras en el coche.

«Y no en tu moto, sin la protección de esas capas de metal».

La intensidad de su mirada, de su mensaje silencioso, latió tan fuerte en su pecho que tuvo que apartar la mirada. Después de recomponer sus defensas respirando hondo varias veces, consiguió decir:

–Habría sido mucho peor sin tus rápidos reflejos.

–No quiero ni imaginarme lo que será darse de cabeza con ese trozo de madera –señaló el tronco con un gesto de la cabeza y después se volvió al bosque–. O con cualquier otro de sus colegas.