El hombre más irresistible - Bronwyn Jameson - E-Book
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El hombre más irresistible E-Book

BRONWYN JAMESON

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Beschreibung

Nunca había dejado de desearlo... Chantal Goodwin era una mujer aparentemente fuerte e independiente que escondía una debilidad: el deseo que sentía por un hombre irresistible que acababa de regresar a la ciudad. Pero ahora estaba dispuesta a conseguir lo que tanto ansiaba, pasar una sola noche de pasión junto a él. Y aunque aquel encuentro la había afectado más de lo que podía admitir, Chantal trató de convencerse de que podía soportar que él se marchara para siempre... Hasta que descubrió que aquella noche de pasión había creado una nueva vida...

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Editado por HARLEQUIN IBÉRICA, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

© 2003 Bronwyn Turner

© 2014 Harlequin Ibérica, S.A.

El hombre más irresistible, n.º 1228 - septiembre 2014

Título original: Quade: the Irresistible One

Publicada originalmente por Silhouette® Books.

Publicada en español en 2003

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial. Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas propiedad de Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited. Todos los derechos están reservados.

I.S.B.N.: 978-84-687-4692-0

Editor responsable: Luis Pugni

Conversión ebook: MT Color & Diseño

Capítulo Uno

Cameron Quade no se quedó sorprendido al ver el coupé aparcado delante de su casa. Irritado sí, resignado también, pero no sorprendido.

Incluso antes de identificar la matrícula supo que pertenecía a su tío o a su tía. Seguramente los dos tenían el mismo modelo.

¿Quién más sabía de su llegada? ¿Quién más tendría interés en darle la bienvenida? Esperaba que Godfrey o Gillian apareciesen tarde o temprano por allí, pero hubiera preferido que fuese más tarde. Varios años después habría sido perfecto.

Cuando la puerta se cerró tras él, Quade dejó la pesada maleta en el suelo. Cansado del viaje, miró el vestíbulo de la casa en la que había vivido su infancia.

Llevaba un año vacía, pero el brillo del suelo y los picaportes era casi cegador. ¿Su tía Gillian con un plumero en la mano? Si tuviera fuerzas, soltaría una carcajada.

Fue de habitación en habitación, cada vez más intrigado. La música de rock que salía del estéreo no pegaba nada con su tía, aunque sí la clásica chaqueta gris que colgaba del perchero a la entrada.

En cuanto a las flores... sí, pensó, pasando un dedo por los delicados pétalos de una orquídea; eso sí era cosa de su tía, seguro.

Pero la mujer que estaba en el dormitorio de Quade, la mujer con una ajustada falda gris que apartaba el edredón, no era la hermana de su padre.

De ninguna manera.

–¡Venga, Julia, contesta de una vez!

La voz suave, impaciente, hizo que apartase los ojos de la falda y mirase el teléfono móvil que tenía pegado a la oreja. Con la otra mano intentaba poner orden en la melena de rizos oscuros. Temporalmente, predijo, observando que un rizo rebelde volvía a su posición de inmediato.

–Julia. ¿En qué estabas pensando? ¿No te dije que compraras sábanas masculinas? Nada de encajes, algo práctico –dijo ella entonces, levantando el edredón–. ¡Y se te ocurre poner sábanas de raso negro! –exclamó, quitándolas de un tirón–. Por favor, Julia, solo te ha faltado poner una caja de preservativos bajo la almohada.

Quade levantó una ceja. ¿Sábanas de raso negro y preservativos? Un regalo de bienvenida más que inesperado. Sobre todo, por parte de sus tíos.

Además, él no esperaba regalos de nadie y menos de aquella tal Julia a quien la extraña estaba regañando por teléfono.

–Llámame cuando llegues a casa, ¿de acuerdo?

Corrección. Aquella tal Julia a cuyo contestador automático estaba regañando la extraña.

Divertido y un poco sorprendido, Quade vio que la chica tiraba el teléfono móvil sobre la mesilla.

La mesilla de cuando él era pequeño.

Las paredes también conservaban el color azul de su infancia. Él había querido que las pintasen de color rojo fuego, pero su madre se negó. Afortunadamente.

Su sonrisa nostálgica desapareció cuando la mujer se inclinó sobre la cama.

Santo cielo.

Quade intentó no mirar, pero era humano. Y hombre. Y sin fuerza de voluntad. Un viaje de cinco mil kilómetros lo había dejado sin ella.

Hipnotizado, observó cómo la falda se levantaba, dejando al descubierto parte de los muslos y marcando un estupendo trasero.

Era lo primero que llamaba realmente su atención después de aquel viaje tan largo.

Levantándose la falda, la chica colocó una rodilla sobre el colchón para cambiar las sábanas. No era la cama en la que dormía de niño, sino la cama grande de la habitación de invitados, la antigua de muelles oxidados.

Y mientras cambiaba las sábanas, los muelles crujían con un sonido que evocaba otro movimiento muy diferente... un sonido que convirtió la diversión de observarla en una tortura.

Y la tortura era tan inapropiada como observar a aquella chica sin anunciar su presencia.

–¿Por qué está cambiando las sábanas?

Ella se dio la vuelta con un movimiento tan brusco que envió uno de sus zapatos volando por el aire. Al verlo se llevó una mano al corazón, atónita.

Tenía los ojos casi tan oscuros como el pelo. Ambos contrastaban con su complexión pálida, aunque la cara redondeada armonizaba con su cuerpo a la perfección.

–No sé quién es Julia ni por qué elige mis sábanas –continuó Quade, rozando las sábanas de satén con el pie–. Pero a mí me parece que tiene buen gusto.

–No te esperábamos hasta dentro de dos horas. ¿Por qué has llegado antes?

Había algo en su expresión que le resultaba familiar. Y lo tuteaba.

–A veces los aviones llegan a su hora. Y en la autopista de Sidney no había atascos.

Ella miró por encima de su hombro.

–¿Has venido solo?

–¿Debería haber venido con alguien?

–Pensábamos que vendrías con tu novia.

De ahí que estuviera haciendo esa cama, pensó Quade. Y sería buena idea si siguiera teniendo una novia con la que compartir cama. En cuanto al resto...

–¿Pensábamos?

–Mi hermana Julia y yo. Me está ayudando a preparar la casa.

De nuevo, Quade tuvo la impresión de que la conocía de algo.

–Y ahora que sabemos quién es Julia, me gustaría saber quién eres tú.

–¿No me reconoces?

–¿Debería?

–Soy Chantal Goodwin –contestó ella, levantando la barbilla, como retándolo a llevarle la contraria.

Quade estuvo a punto de soltar una carcajada de incredulidad. Cuando estaba en la universidad, Chantal Goodwin era secretaria en el bufete de Barker Cowan. Él mismo le había buscado el trabajo, pero no recordaba que tuviese un trasero tan llamativo. Recordaba más bien que era como un grano en el trasero.

–¿Chantal?

–Supongo que he cambiado un poco.

¿Un poco? Parecía otra mujer.

–Entonces llevabas un aparato en los dientes.

–Sí, es verdad.

–Y eras más delgada.

–¿Me estás llamando gorda?

–No, estoy diciendo que has mejorado mucho con la edad.

Chantal parpadeó, como si estuviera intentando decidir si aquello era un cumplido. Tenía las pestañas muy largas, los ojos bonitos... y Quade se dio cuenta de que le gustaba mucho.

–Bueno, Chantal Goodwin, ¿qué haces en mi dormitorio?

–Trabajo en el bufete de tu tío.

–Eso no explica por qué estás en mi dormitorio.

Ella sonrió entonces. Una sonrisa preciosa.

–Es que vivo muy cerca y...

–¿En la casa Heaslip?

–Sí.

–Y estás haciendo mi cama como una buena vecina. ¿Un regalo de bienvenida? –preguntó Quade, inclinándose para tomar el zapato perdido.

–Gracias.

–De nada.

Tenía los ojos oscuros, de color café. Su piel era muy clara, de aspecto suave como el terciopelo.

–Como estaba diciendo, Godfrey y Gillian querían que la casa estuviera habitable antes de que llegases. Y como yo vivo tan cerca me ofrecí voluntaria...

Ah. Su tío, el jefe de Chantal, le había pedido que se ofreciera voluntaria. ¡A la Chantal Goodwin que él conocía le habría encantado el encargo!

–¿Tú has limpiado la casa?

–No, en realidad contraté a un servicio de limpieza. Pero las sábanas están guardadas y no quería abrir los cajones, así que le pedí a Julia que comprase un juego.

–¿Julia también trabaja para Godfrey?

–No, por Dios. Es que yo no tenía mucho tiempo y le pedí ayuda.

–¿Para comprar sábanas...?

–Eso es. De todas formas, estas –dijo Chantal entonces, señalando la cama– son mías. Y como tuve que ir a casa a buscarlas, llego tarde.

–¿Llegas tarde?

–Tengo que volver al trabajo –contestó ella, volviéndose para terminar de hacer la cama–. Julia ha llenado la nevera. Y ha dado de alta el teléfono y la luz, por supuesto.

Chantal siguió haciendo la cama y él la observó de brazos cruzados. Le irritaba aquella actitud tan profesional.

–Déjalo.

–¿Puedes hacer la cama tú solito?

–¿Crees que no puedo?

–La verdad es que no –sonrió ella–. De hecho, no conozco a un solo hombre que sepa hacerse la cama.

La diversión terminó en cuanto sus ojos se encontraron. En cuanto apareció de repente la imagen de unas sábanas arrugadas, de dos cuerpos sudorosos...

–Yo... –Chantal apartó la mirada–. Tengo que irme. Es muy tarde.

Quade le ofreció el móvil y, cuando se lo daba, notó que le temblaba la mano. Ella dio un paso atrás. Con desgana, lo sabía. A Chantal Goodwin no le gustaba echarse atrás.

–Una cosa antes de que te vayas. Has hecho un trabajo excelente, considerando que no eres una criada.

–Gracias... supongo.

–¿Qué ganas tú con esto?

–Como te he dicho, vivo aquí al lado...

–Y todo esto... –dijo Quade entonces, señalando alrededor– debe haberte hecho ganar muchos puntos.

Chantal levantó una expresiva ceja.

–¿Tú crees?

–Estoy seguro.

–Entonces será mejor que vaya a ver qué puedo negociar.

Quade se quedó inmóvil, escuchando el taconeo de sus zapatos por el pasillo. Volvía al bufete para recoger sus puntos.

Para medrar en su carrera, sin duda. Debería haberlo imaginado inmediatamente.

Curioso que no la hubiera reconocido, pensó. Aunque la verdad era que no solo había cambiado. Se había metamorfoseado. Pero lo más gracioso fue su propia respuesta. Prácticamente estaba olisqueando el aire a su alrededor, como un perro en celo.

Debía ser la falta de sueño, se dijo. Eso y la emoción de volver a casa. Todo eso combinado con el inesperado encuentro en su dormitorio... era lógico haberse dejado llevar durante un minuto.

Pero la próxima vez que se encontrasen estaría preparado.

Chantal no quitó el pie del acelerador hasta que un coche patrulla le dio las luces de advertencia en la autopista. Pero aún después, su corazón seguía latiendo como un tambor.

Y no era por miedo a una posible multa, sino por su encuentro con Cameron Quade.

¿Cuándo se supone que muere un amor adolescente? En su caso nunca, por lo visto. En aquel momento estaba tan nerviosa como el día que lo conoció.

Se había sentido fascinada por él durante años, desde que sus padres le contaban las gloriosas hazañas de Quade en el internado al que lo enviaron cuando su madre murió. Después, en la Universidad de Derecho y, por fin, cuando consiguió un puesto en un bufete de fama internacional.

Había conseguido todo lo que ella quería y todo lo que sus padres hubieran deseado. Oyó hablar mucho de Cameron Quade antes de conocerlo y lo había adorado desde lejos. Y de cerca merecía aún más esa adoración.

Aún se ponía colorada al recordar el momento en que lo vio en la puerta del dormitorio. Una estructura ósea perfecta, boca de labios sensuales, profundos ojos verdes y cabello oscuro un poco despeinado.

Tal alto, tan atlético, tan fuerte. Tan irresistiblemente masculino. Tan exactamente como un hombre debería ser.

Chantal dejó escapar un suspiro al recordar cómo la había mirado. Como si estuvieran en aquel dormitorio con otro propósito...

En la época del bufete de Barker Cowan solo la miraba con fastidio o, en alguna ocasión que todavía la hacía sentir angustia, con frío desdén.

¿Y no tenía una prometida en Dallas, o en Denver, o donde hubiera vivido durante los últimos seis años? Kristin era su nombre, si no recordaba mal. La había llevado a casa para el funeral de su padre y era exactamente la clase de mujer que Cameron Quade elegiría como esposa: alta, guapísima, segura de sí misma... la antítesis de ella misma, que era bajita, insegura y ni guapa ni fea.

Debía haber interpretado mal esa mirada, se dijo. Quizá estaba más cansado de lo que parecía. Después de todo, ni siquiera la reconoció. Y ella se quedó... atónita al verlo. Además, había oído su conversación con Julia:

«Por favor, Julia, solo falta una caja de preservativos debajo de la almohada».

Y ella se había quedado mirándolo como una tonta... como una tonta sin un zapato.

Chantal veía el zapato negro dando vueltas en el aire a cámara lenta...

Menuda primera impresión para «doña perfecta y eficiente abogada».

Especialmente cuando dar una buena impresión era lo más importante para ella. Godfrey le había pedido que llenase la nevera y contratase un servicio de limpieza, pero Chantal había querido que Merindee estuviera perfecta para recibirlo.

Para impresionar al sobrino de su jefe, para impresionar a su jefe.

Había querido salir de la casa antes de que llegase Cameron Quade, pero no contó con la debacle de las sábanas... culpa de Julia, por supuesto.

Suspirando, sacó el móvil del bolso y volvió a marcar el número de su hermana.

–¿Dígame? –contestó Julia, sin aliento.

–¿Dónde estabas? Espero que no andes corriendo...

–Tranquila, hermanita. Ya sabes que yo no corro por nadie.

Al fondo, oyó una voz masculina. Una voz masculina que protestaba por la interrupción.

–¿Zane no debería estar trabajando?

–Estamos haciendo planes para nuestra luna de miel.

Chantal levantó los ojos al cielo.

–Por favor... estás embarazada de siete meses. ¿No deberías estar decorando la habitación del niño?

Julia soltó una carcajada.

–Terminé de decorarla hace semanas. Por cierto, ¿dónde estás?

–Voy de camino a la oficina. Y gracias a ti llego tarde.

–¿Gracias a mí?

–¿No has oído el mensaje que te dejé antes?

–Lo siento, es que estábamos ocupados –rio Julia–. Bueno, fuera cual fuera el problema, seguro que lo has resuelto.

–El problema son esas sábanas negras que compraste.

–No son negras, son azul noche. Parecen negras, pero a la luz del día tienen un brillo... son muy sensuales, ¿verdad?

Chantal nunca hubiera descrito unas sábanas como «sensuales», al menos no conscientemente. Y antes de Zane, tampoco Julia pensaba esas cosas.

Chantal seguía intentando acostumbrarse a esa nueva versión de su antaño modosita hermana.

–Sobre la fiesta de esta noche... ¿puedes ir a buscar las bandejas de canapés?

–Es que esta noche...

–¡De eso nada! Eres mi única hermana y tienes que venir a mi despedida de soltera –la interrumpió Julia.

–Solo iba a decir que llegaré un poco tarde.

–Ah, entonces le diré a Tina que traiga los canapés. Pero no llegues demasiado tarde y no olvides que tienes que venir disfrazada.

¿Cómo iba a olvidarlo? La otra dama de honor, Kree, la hermana de Zane, se había hecho cargo de todo porque, en su opinión, la fiesta que ella había organizado era aburrida. Cuestión de opiniones, pensaba Chantal. Algunas personas preferían sus elegantes cenas.

–No se me olvidará.

–¿Seguro? –insistió Julia.

–Seguro. Pero me gustabas mucho más cuando era yo quien te mangoneaba. Estás muy mandona últimamente.

Su hermana soltó una carcajada.

–¿De qué vas a venir disfrazada?

–De abogada.

–Pero...

–Antes de colgar, tengo que darte las gracias –la interrumpió Chantal.

–¿Por qué?

–Por llenar la nevera.

–No me des las gracias, dale una tarjeta mía y punto –contestó Julia. Chantal se preguntó si podría meter la tarjeta por debajo de la puerta–. Y podrías recomendarme. Si ese tal Cameron Quade ve tu jardín, comprobará que soy una paisajista estupenda.

–A lo mejor no quiere que hagas nada. Puede que solo esté aquí unos días.

–¿No le has preguntado a Godfrey?

–Le pregunté, pero creo que no sabe mucho sobre los planes de su sobrino.

–Eso se arregla fácilmente. Pregúntale tú misma.

Chantal se movió, incómoda, en el asiento. Por alguna razón, no le apetecía hablar con Julia sobre su encuentro con Quade.

–Mejor no.

–¿Por qué? Creí que preguntar era lo que un abogado hace para ganarse la vida.

–Ves demasiada televisión –replicó ella, irónica.

En realidad, se pasaba más tiempo leyendo informes y documentándose que en los tribunales. Pero algún día las cosas cambiarían, se dijo. Y seguramente los puntos que había ganado aquella semana acelerarían el proceso.

–Entonces, ¿lo verás este fin de semana? –insistió Julia.

–¿No crees que el diseño del jardín podría esperar hasta después de tu boda?

–¡De eso nada! Necesito hacer algo, además de pasarme el día preocupada por si llueve el día de mi boda.

–Tenías que casarte al aire libre, claro –suspiró Chantal.

–Pues sí. He elegido casarme al aire libre. Y decidí esperar hasta la primavera para que los invitados disfrutaran de un bonito paisaje.

–¿Además de tu enorme tripa?

–Eres muy graciosa, guapa.

Tras despedirse de su hermana, Chantal frenó en el primero de los tres semáforos que había en la calle principal de Cliffton. Con su mala suerte, seguro que pillaba los tres en rojo, pensó.

Cuando iba a poner el estéreo, recordó que se había dejado un CD en casa de Quade. Como si le hiciera falta otra razón para volver allí.

«Pregúntale tú misma».

Si Julia supiera...

No le había preguntado nada de lo que debería preguntar. Y no estaba pensando en el diseño del jardín.

No le había hecho ninguna de las preguntas que daban vueltas en su cabeza desde que supo de su vuelta a casa.

Preguntas como: «¿por qué un famoso abogado como tú decide volver a un pueblo perdido en Australia?»

O como: «¿Godfrey te ha ofrecido un puesto en el bufete?»

Preguntas cuya respuesta podría influir en sus propias aspiraciones profesionales.

Levantando la barbilla, Chantal se recordó a sí misma que ya no era una adolescente. Era una mujer de veinticinco años que procuraba olvidar su miedo de no estar a la altura concentrándose en lo único que sabía hacer: trabajar.

De modo que tenía que hacerlo.

Al día siguiente volvería a Merindee y haría todas esas preguntas.