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La última persona a la que esperaba ver en su puerta la viuda Vanessa Thorpe era a Tristan Thorpe, el hijo de su difunto esposo. Tristan se interponía entre ella y la herencia que tanto necesitaba, por lo que, a pesar de la atracción que había entre ambos, Vanessa no podía permitirle ganar. En opinión de Tristan, Vanessa no era más que una especie de trofeo; una mujer joven, hermosa e inteligente que se había casado con su padre por su dinero. Tenía intención de desvelar hasta sus secretos más oscuros… hasta que una acalorada discusión desembocó en un beso apasionado…
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Seitenzahl: 187
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Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
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28036 Madrid
© 2006 Harlequin Enterprises ULC
© 2024 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.
Mujer de compraventa, n.º 1548 - septiembre 2024
Título original: The Bought-and-Paid for Wife
Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.
Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.
Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.
Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.
® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.
® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.
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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.
Todos los derechos están reservados.
I.S.B.N.: 9788410741768
Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.
Créditos
Capítulo Uno
Capítulo Dos
Capítulo Tres
Capítulo Cuatro
Capítulo Cinco
Capítulo Seis
Capítulo Siete
Capítulo Ocho
Capítulo Nueve
Capítulo Diez
Capítulo Once
Capítulo Doce
Capítulo Uno
Había visto fotos. Había esperado belleza. Al fin y al cabo, cuando un hombre elige a una esposa de adorno, quiere una mujer que todos los hombres deseen. Pero Tristan Thorpe no había apreciado la magnitud de esa belleza, ni su fuerza, hasta que se abrió la puerta de la casa colonial de Connecticut y se enfrentó al metro sesenta y poco de impacto deslumbrante.
Vanessa Thorpe. Viuda de su padre. Su enemiga.
En cada una de las fotos de las revistas de sociedad aparecía luminosa y elegante como un trofeo; eso había hecho que Tristan especulara sobre qué era real: ¿el cabello rubio platino? ¿los labios carnosos? ¿el cuerpo pequeño pero seductor? y qué se debía al cortés y repleto bolsillo de su padre.
No había tenido dudas sobre los brillantes que lucía en el cuello y las orejas. Eran reales, lo sabía. A diferencia de sus otros «valores», los diamantes aparecían en la lista de bienes de Stuart Thorpe.
Pero al verla en persona por primera vez, Tristan no percibió nada falso en ella. Sólo vio el brillo genuino de sus ojos verde plateado y su sonrisa. Más cálida que el sol de agosto que sentía en la espalda, esa sonrisa iluminaba su rostro de placer y provocó en él una oleada de interés viril.
La descarga hormonal duró un segundo, justo el tiempo que tardó en helarse la sonrisa de los perfectos labios rosados.
–Eres… tú.
Sonó desencantada y, aunque no retrocedió, Tristan notó en su expresión que quería hacerlo. De hecho, quería cerrarle la puerta en las narices; una parte perversa de sí mismo deseó que lo intentara. El largo vuelo desde Australia y el atasco provocado por una tormenta de verano lo habían irritado lo bastante como para desear una confrontación.
Sin embargo, la lógica que regía las acciones de Tristan Thorpe lo aconsejó mantener la calma.
–Siento decepcionarte, duquesa –y como no lo sentía en absoluto, esbozó una sonrisa lenta y burlona–. Obviamente, esperabas a otra persona.
–Obviamente.
–¿No dijiste que sería bienvenido en cualquier ocasión? –Tristan arqueó una ceja.
–No recuerdo…
–Hace dos años –le recordó él. Cuando había llamado a la familia de su marido, al otro lado del mundo, para comunicarles su defunción, había sido muy espléndida. Una ex camarera con expectativas de recibir cien millones de herencia podía permitirse ser generosa.
Pero en ese momento no lo parecía tanto. De hecho, su expresión era todo menos hospitalaria.
–¿Por qué estás aquí, Tristan? El juicio no es hasta el mes que viene.
–Eso si se celebra.
–¿Has cambiado de opinión? –los ojos de ella se estrecharon con una mezcla de sorpresa y suspicacia–. ¿Es que ya no pretendes impugnar el testamento?
–Ni lo sueñes.
–Entonces, ¿qué quieres?
–Ha habido novedades –Tristan hizo una pausa, saboreando el momento. Había volado casi quince mil kilómetros y quería disfrutar cada segundo, verla temblar antes de derrumbarla–. Creo que cambiarás de opinión con respecto al juicio.
Ella lo miró un segundo, con expresión de disgusto. A su espalda, en el interior de la mansión, empezó a sonar un teléfono. Él vio cómo, momentáneamente distraída, apretaba los labios antes de hablar.
–Si ésta es otra de tus tretas para impedir que se ejecute el testamento de Stuart… –la hostilidad de sus ojos y de su voz expresaron que estaba segura de que ése era el caso–, por favor habla con mi abogado, igual que has hecho respecto a todas las novedades en los últimos dos años. Ahora, si me disculpas…
No. De ninguna manera iba a despedirlo así. No con ese tono desdeñoso y la perfecta barbilla imperiosa y alta.
Tristan no se paró a pensar en modales y educación. Para impedir que cerrara la puerta, dio un paso adelante. Para evitar que se fuera, agarró su brazo.
Su brazo desnudo, comprendió al sentir el tacto de la calidez y suavidad femenina recorrer su cuerpo.
Vagamente, bajo un ronroneo hormonal, percibió su quietud y oyó su respingo. Sin duda la asombraba que se hubiera atrevido a ponerle una mano encima.
–No deberías cerrarme la puerta –su voz sonó como un gruñido ronco y profundo en el tenso silencio. El teléfono había dejado de sonar: o alguien había contestado o quien llamaba había desistido, pero le daba igual–. No querrás que haga esto público.
–¿No?
–Si eres lista… –sabía que lo era. Aunque entre ellos siempre habían mediado abogados, nunca había subestimado el cerebro que escondía ese pelo rubio platino– …querrás que esto quede entre nosotros.
Sus ojos chocaron con antagonismo y algo más. Ese mismo algo que seguía zumbando en el cuerpo de él y tensando su estómago. El mismo algo que lo llevó a soltar su brazo sin desviar la mirada, cuando oyó pasos resonar en el suelo de mármol.
–Contesta la llamada, si quieres –dijo–. Puedo esperar.
La autora de los pasos se detuvo y se aclaró la garganta. Tristan vio a una mujer de mediana edad, aún más baja que Vanessa. A pesar de sus vaqueros y su camiseta, le asignó el papel de ama de llaves. Quizá por el plumero que llevaba bajo el brazo.
–Lamento interrumpir –aunque se dirigió a su jefa, la mujer echó un vistazo a Tristan, ni curioso ni nervioso, sino más bien evaluativo. Su expresión de desagrado dio a entender que lo reconocía–. Andy necesita hablar contigo.
–Gracias, Gloria. Contestaré en la biblioteca.
–¿Y su… invitado?
La pausa fue deliberada. Él tuvo la impresión de que, igual que su jefa, deseaba poner al «invitado» de patitas en la calle. Y echarle los perros.
–Llévalo al salón.
–No hace falta –Tristan miró a Vanessa–. Viví aquí doce años. Conozco el camino.
Eso provocó un destello de asombro en los ojos verde lluvia, pero ella no dijo nada. Inclinó la cabeza y asumió el papel de anfitriona cortés.
–¿Quieres que Gloria te lleve té? ¿O un refresco?
–¿No me envenenará?
El ama de llaves emitió un sonido entre risa y bufido. Su jefa, en cambio, no pareció disfrutar de la pulla. Apretó los labios con fuerza.
–No tardaré mucho.
–No hace falta que te apresures por mí.
Ella hizo una pausa y lo miró de arriba abajo.
–Créeme, Tristan. Nunca haría nada por ti.
Esa frase, dicha con la mezcla perfecta de desdén e indiferencia, le habría provocado una carcajada en cualquier otro momento, en otro sitio. Con otro adversario. Pero se trataba de Vanessa Thorpe, que ya había cruzado medio vestíbulo, charlando con su empleada.
Aunque no oía sus palabras, el tono grave de su voz lo afectó tanto como su deslumbrante sonrisa. Sintió la misma descarga de calor que cuando había agarrado su brazo… y que aún sentía en la palma de la mano. Mirar su cuerpo agravó el problema.
Llevaba un vestido de verano, aunque su piel lechosa revelaba que no había tomado el sol. No era un vestido provocativo. El sedoso material no se pegaba a las sutiles curvas de su cuerpo, fluía a su alrededor. Era elegante, caro y femenino. El tipo de vestido que susurraba «mujer» a cada una de sus hormonas masculinas.
Ya en la puerta de la biblioteca, ella dio instrucciones al ama de llaves, que se marchó. Él supuso que iba a prepararle un té con platito de limón, jarrita de leche y un toque de arsénico.
Durante un momento sólo oyó el rechinar de suelas de goma. De repente, como si hubiera captado su mirada o su pensamiento cínico, Vanessa giró sobre el tacón de una de sus sandalias. La falda se abrió, revelando un atisbo de muslo desnudo.
Él sintió otro ardiente cosquilleo en la piel.
Sus ojos se encontraron y él vio algo extraño en su rostro. Después, eso y ella desaparecieron al unísono. Se maldijo internamente, no podía sentirse atraído por ella. No podía permitirlo.
Cerró los ojos con frustración y se frotó la nuca. Llevaba veintiséis horas viajando. Más aún, si contaba el viaje de su casa en Northern Beach al aeropuerto de Sidney. Estaba cansado y nervioso, funcionando gracias a la adrenalina y al objetivo que lo movía.
No podía creer nada de lo que percibiera en ese momento. No podía confiar en nada mientras estuviera sumido en el torbellino de emociones que había provocado su regreso a Eastwick, Connecticut. A esa casa en la que había crecido, donde se había sentido querido y seguro hasta que sin previo aviso, cuando era un adolescente, alguien retiró esa alfombra protectora de sus pies.
«¿Sabes qué? Nos vamos a vivir a Australia. Tú, tus hermanas y yo, tu madre. ¿No te encanta la idea?»
Estaba de vuelta, veinte años después, y sus reacciones, incluídos el ardor y la amargura, no se debían sólo a Vanessa Thorpe. Soltó un golpe de aire y se obligó a adentrarse en la casa.
Ella había cambiado cosas, por supuesto. Los colores, los muebles, el ambiente. Su pasos resonaron en el cavernoso vestíbulo, rebotando en el alto techo y en las paredes pintadas de tono azul claro. Donde había sentido la calidez del hogar infantil sólo sentía el distanciamiento de un intruso.
Ignorando la tirantez que sentía en el estómago, miró la cómoda, la mesita de caoba, las dos acuarelas de escenas marinas y el jarrón de flores. El entorno era tan perfecto como Vanessa Thorpe, tan predecible como el que hubiera planificado atrapar a un multimillonario que triplicaba su edad.
Tristan llevaba dos años recurriendo contra el testamento que le otorgaba todo a ella, exceptuando una mínima compensación para él, hijo único de Stuart Thorpe. Tristan había apelado una y otra vez, mientras buscaba un agujero, una razón para que su padre hubiera elegido a su esposa por encima de él.
No dudaba que ganaría. Siempre ganaba.
Por fin, sin saber cómo, había encontrado una salida. Una carta anónima que contradecía lo que sus abogados sabían sobre la joven viuda. En principio, todos los datos eran favorecedores: Santa Vanessa, devota de comités benéficos, trabajo voluntario y de su esposo enfermo.
Pero una segunda ronda de indagaciones discretas había revelado otra faceta de Vanessa Thorpe. No tenía evidencia sólida, pero sí rumores que apuntaban hacia el humo de un fuego celosamente escondido. No sería fácil conseguir pruebas después de dos años, pero tal vez no las necesitara.
Contaba con una admisión de culpabilidad para acabar con el asunto y que su madre consiguiera lo que le correspondía por derecho. Ganar no la compensaría por la desilusión e infelicidad de su vida, pero al menos paliaría la enorme injusticia de no haber recibido compensación por el divorcio.
Veinte años tarde, pero se haría justicia. Y, por fin, Tristan tendría la mente tranquila.
Vanessa colgó y suspiró con alivio. Los planes habían cambiado. Andy no llegaría de repente, haciendo que su reunión con Tristan Thorpe fuera aún más difícil de lo que prometía ser.
Sabía, por experiencia, que cualquier cosa relacionada con Tristan era más difícil de lo necesario. Él lo había demostrado una y otra vez, obstruyendo la ejecución del testamento, rechazando todo intento de acuerdo y amenazando con no rendirse hasta conseguir lo que deseaba. Y todo porque, al echar un vistazo a su edad y a su pasado, había decidido que era una cazafortunas.
Vanessa sabía mucho de gente de mente estrecha, pero a él le había dado tiempo para reevaluar la situación. Lo había llamado, lo había invitado a visitarla y le había ofrecido una compensación justa en múltiples ocasiones. Pensaba que se la merecía, a pesar de que Stuart hubiera decidido lo contrario.
Pero Tristan había sido inflexible. Era un bruto avaricioso y sin corazón, y no iba a dejarse intimidar por él.
Pensativa, se frotó el brazo. Odiaba que el contacto de su mano hubiera provocado un atisbo de calor, al igual que esos ojos de un azul cambiante. Y también su voz grave, el olor a lluvia de su ropa y el contraste entre el traje elegante y su actitud…
Un golpe en la puerta de la biblioteca hizo que alzara la cabeza con culpabilidad. Pero sólo era Gloria, con expresión preocupada.
–¿Va todo bien? ¿Tienes que salir? Si quieres, yo me ocuparé de él.
Dijo la última palabra con tanto desdén que Vanessa sonrió. Durante un segundo se planteó la posibilidad, más que nada porque eso lo irritaría. Pero necesitaba averiguar qué quería y por qué le había parecido necesario comunicarle esa última e irritante objeción en persona.
No creía que hubiera descubierto nada nuevo. Nada que pudiera cambiar el reparto de bienes.
–Todo está bien, gracias. Andy ha tenido que cancelar nuestra cita en la ciudad y eso es una bendición. En cuanto a él… –esbozó una sonrisa burlona y se puso en pie– …puedo manejarlo.
–Sé que eres dura, pero es un tipo grande.
–Cuanto más grandes son…
–Más vale que procures que no rompa nada valioso cuando caiga al suelo –rezongó Gloria–. Y si se empeña en dar problemas, aquí estoy yo.
–No –Vanessa se puso seria–. No estarás aquí por-que tu día de trabajo acabó hace treinta minutos. Vete a casa a cuidar de tu Bennie. Además, en cuanto despache a nuestro invitado, me iré a Lexford.
–¿Va todo bien allí? ¿Está L…?
–Todo va bien –interrumpió ella. Como no quería dar lugar a nuevas preguntas, puso una mano en el hombro de Gloria y la condujo hacia la puerta–. Te veré mañana. Vamos, vete.
Vanessa fue hacia la cocina para tomar un vaso de agua antes de enfrentarse al enemigo… Chocó con él por el camino, no en el salón como le había dicho, sino en la salita familiar.
«No, no, no». Se le aceleró el corazón. Ése era su sitio. La única habitación decorada con sus cosas. La única habitación lo bastante pequeña, acogedora e in-formal para relajarse con un buen libro o recibir a sus amigos.
Tristan Thorpe no encajaba allí. Había sido un conocido jugador de fútbol en Australia y daba respeto. No sólo por su altura, espaldas anchas y postura viril; también exudaba un aura de propósito y determinación, una dureza que su traje hecho a medida no conseguía disimular.
Incluso de espaldas a la puerta, sin sentir el impacto de su intensa mirada azul y la determinación de su rostro, provocaba una sensación de inquietud en la piel de Vanessa. No estaba acostumbrada a ver a un hombre en su casa, y menos a uno tan viril.
«Pero está aquí», se dijo. «Es lo que es. Ocúpate de ello».
Ese pragmático mantra había sido su apoyo a menudo durante veintinueve años, ante dificultades más importantes que Tristan. La mayoría se habían solucionado gracias a su afortunado matrimonio con Stuart y ella no podía permitirse perder su resolución. Ni ese momento ni nunca.
Entró en la habitación y él alzo la vista al oír sus pasos. A ella se le pusieron los nervios de punta cuando se dio la vuelta. Alzó la barbilla, enderezó los hombros y enmascaró su rostro con la expresión fría y educada que había utilizado en los eventos sociales mas aterradores.
Que la llamara duquesa si quería. Le daba igual.
Entonces vio lo que había llamado la atención de Tristan y que sostenía en sus enormes manos. Le dio un vuelco el corazón. Era la Chica con flores, el mayor tesoro de su colección de figuras de Lladró.
Su desazón debió notarse, porque él le lanzó una mirada escrutadora.
–¿Malas noticias?
–Sólo si dejas caer eso –Vanessa señaló la figura, aunque sabía que él se refería a la llamada telefónica.
Con el corazón en la garganta, vio cómo la hacía girar en sus manos. Según Stuart, sus manos habían sido mágicas como jugador de fútbol, pero mágicas o no, no las quería tocando sus cosas.
Por más que deseaba mantener la distancia, no pudo contenerse. Cruzó la habitación y le quitó la estatuilla de las manos.
–Con lo de malas noticias me refería al teléfono.
El contacto de sus dedos inquietó a Vanessa más de lo que esperaba. Le tembló la mano y, mientras dejaba la estatuilla en la mesa, rezó para que él no lo notara.
–No hay malas noticias –dijo, recuperando su pose. Señaló un sillón–. ¿Quieres sentarte?
–Estoy cómodo de pie.
Recostado contra una vitrina, con las manos apoyadas en el borde, parecía tranquilo. Sólo la rigidez de las comisuras de su boca y un músculo que pulsaba en su mentón denotaban lo contrario.
Parecía un león, tirado en la hierba con la mirada fija, pero con todos los músculos a punto, esperando la oportunidad para saltar. Y ella bien podría estar pintada a rayas blancas y negras como una cebra, porque era su presa.
La vívida imagen mental le provocó un escalofrío, que controló automáticamente. «No dejes que el enemigo vea tu miedo». Era una lección que había aprendido de niña y que había intentado inculcar a su hermano pequeño, Lew.
Y que había utilizado a menudo en su nueva vida, adaptándose al escrutinio de la sociedad de Eastwick.
–¿Te importaría contarme esa novedad? –aunque deseaba poner distancia entre ella y el enemigo, aguantó su mirada–. No se me ocurre nada que pueda favorecer tu demanda sobre los bienes de Stuart.
–Te sabes cada palabra de ese testamento, Vanessa. Seguro que sabes a qué me refiero.
–Has cuestionado cada palabra de ese testamento. ¡Me cuesta creer que se te haya escapado algo!
–No se nos escapó, duquesa. Pero fuiste lo bastante lista para ganarnos… entonces.
–No tengo ni idea de qué hablas –Vanessa resopló–. Deja los juegos, Tristan. No tengo ni tiempo ni paciencia.
Él tardó un largo momento en responder. Se enderezó, disminuyendo la distancia entre ellos. Pero ella se negó a dejar ver que su proximidad la afectaba.
–¿Es el mismo?
–¿Quién? –ella parpadeó, desconcertada.
–El hombre a quien esperabas esta tarde. El que te hizo sonreír cuando abriste la puerta. El que llamó.
–¿El mismo que quién? ¿De qué hablas?
–Pregunto si es el hombre, Andy, ¿no?, que va a costarte cien millones de dólares.
El corazón de Vanessa se contrajo de horror al comprender.
–¿Y bien? –insistió él, sin darle tiempo a recuperar-se–. ¿Es el hombre con quien te acostabas mientras estabas casada con mi padre?
«Oh, Dios», pensó. Estaba hablando de la cláusula de adulterio. La que se debía al primer matrimonio de Stuart, con la madre de Tristan.
Cuando Tristan había declarado su intención de recurrir el testamento, Jack Cartwright, su abogado, había repasado cuidadosamente cada cláusula con ella, para que Vanessa las entendiera y para asegurarse de que no habría sorpresas desagradables.
Ella no había vuelto a pensar en esa cláusula. No tenía razón para ello. Pero Tristan parecía creer que había tenido un amante… que seguía teniéndolo.
Tardó un momento en asimilar la información y cuando lo hizo no pudo evitar echarse a reír.
–¿Esto te parece divertido?
–Creo –dijo ella, recuperándose–, que es ridículo. ¿De dónde has sacado esa idea?
–Mi abogado ha investigado. Hay rumores.
–¿Después de casi dos años de disputa, has decidido inventar rumores? –lo miró con incredulidad.
–Yo no he inventado nada.
–¿No? ¿Y de dónde salen esos rumores repentinos?
Él tardó un segundo en responder. Vanessa notó que el músculo de su mentón seguía pulsando.
–Recibí una carta.
–¿De quién?
–¿Importa eso?
–Claro que sí –le disparó ella. Su incredulidad se transformó en indignación–. Importa que alguien me esté difamando.
Él la observó en silencio, mientras la furia de Vanessa aumentaba.
–Estoy dándote la oportunidad de tratar conmigo en privado, aquí y ahora –dijo él finalmente, con voz grave y serena–. ¿O prefieres que esto llegue al tribunal? ¿Te gustaría contestar a las preguntas sobre quién, dónde y con qué frecuencia, bajo juramento? ¿Te gustaría que todos tus amigos de la alta sociedad oyeran…?
–Bastardo. Ni se te ocurra pensar en propagar tus mentiras.
–No son mentiras –un brillo peligroso destelló en su mirada–. Investigaré, Vanessa, si es lo que hace falta para descubrir tus sucios secretos. Descubriré la verdad sobre ti. Hasta el último detalle.
Las implicaciones de esa amenaza hicieron que a Vanessa le diera vueltas la cabeza. Tenía que alejarse de él, tranquilizarse y pensar, pero cuando intentó huir él le bloqueó la salida. Se acercó y la arrinconó de modo que no pudiera moverse sin tocarlo.
Ella sintió que una oleada de resentimiento le atenazaba la garganta. Quería que su voz sonara gélida, imperiosa, pero sonó temblorosa de ira.
–Apareces en mi casa sin ser invitado. Me pones la mano encima. Me amenazas con tus sucias mentiras. Y ahora recurres a la intimidación física. Estoy deseando ver qué intentarás a continuación.