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El «Chancellor» es una novela que narra el destino de los sobrevivientes del naufragio del barco llamado El Chancellor. Está narrado en forma de diario por J. R. Kazallon, uno de los sobrevivientes.Cuando los pasajeros del Chancellor descubren que su barco está ardiendo, aún no son capaces de imaginar los horrores que les aguardan. Con el estilo cortado propio de un diario, uno de los náufragos va contando las torturas que padecen en una balsa perdida en el océano.Pero, como es habitual en Verne, siempre hay personajes cuya abnegación, inocencia y heroísmo alcanzan límites insospechados.
Obra menor de Verne, pero que resulta interesante por su habitual dominio de la aventura.
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Julio Verne
EL CHANCELLOR
Traducido por Carola Tognetti
ISBN 978-88-3295-063-2
Greenbooks editore
Edición digital
Octubre 2020
www.greenbooks-editore.com
El Chancellor
CAPÍTULO PRIMERO
SALIDA DE CHARLESTON. – EL CHANCELLOR. –
¿HICE BIEN? ¿HICE MAL?
Charleston, 27 de setiembre de 1869.
Alas tres de la tarde salimos del muelle de la Batería y el reflujo nos impulsó rápidamente a alta mar. El capitán Huntly hizo desplegar todas las velas, altas y bajas, y la brisa del Norte llevó al Chancellor al través de la bahía. No tardamos en doblar el fuerte Sumpter, dejando a la izquierda las baterías rasantes de la costa.
A las cuatro de la tarde, el estrecho, por donde se escapaba una rápida corriente de reflujo, dio paso al buque, pero la alta mar distaba mucho aún y, para llegar a ella, había que enfilar los estrechos que las olas han abierto entre los bancos de arena.
El capitán Huntly entró, pues, en el canal del Sudoeste, y pasó frente al faro de la punta por el ángulo izquierdo del fuerte Sumpter. Las velas del Chancellor ciñeron el viento, y a las siete nos lanzamos al Atlántico, rasando la última punta arenosa de la costa.
El Chancellor, hermoso buque de tres palos y de novecientas toneladas, era propiedad de la opulenta casa de Leard hermanos, de Liverpool. Hacía dos años que se había construido y estaba forrado y claveteado en cobre, entablado con madera de teca, y sus palos bajos, excepto el de mesana, eran de hierro, lo mismo que el aparejo. Este buque, sólido y fino, considerado como de primera clase, efectuaba entonces su tercer viaje entre Charleston y Liverpool.
Al salir de los pasos de Charleston se arrió el pabellón británico, pero, al ver el buque, cualquier marino podría decir con seguridad cuál era su origen, pues indudablemente parecía lo que era, inglés desde la línea de flotación al tope de los mástiles.
¿Que por qué había tomado pasaje a bordo del Chancellor, que volvía a Inglaterra? No me faltaron motivos para ello.
Como no había servicio directo de vapores entre la Carolina del Sur y el Reino Unido, para tomar una línea transoceánica, era preciso, o subir por el Norte de los Estados Unidos hasta Nueva York, o bajar por el Sur de Nueva Orleáns.
Entre Nueva York y el antiguo continente había varias líneas, inglesa, francesa, hamburguesa, y un Escotia, un Pereire o un Holsatia habrían podido llevarme rápidamente a mi destino. Entre Nueva Orleáns y Europa, los buques de la compañía nacional de vapores en combinación con la línea francesa transatlántica de Colón y de Aspinwall, efectuaban el viaje con gran rapidez; pero, al recorrer los muelles de Charleston, vi el Chancellor, me agradó, y no sé qué instinto me llevó a bordo de este buque, cuyos camarotes eran bastante cómodos. Además, la navegación en buques de vela cuando el viento y el mar son favorables, resulta casi tan rápida como la que se efectúa en buques de vapor, y preferible en todos conceptos. Al principio del otoño, en esas latitudes,
ya bajas, la estación es todavía muy agradable... y, por todo esto, decidí tomar pasaje en el Chancellor,
¿Hice bien? ¿Hice mal? ¿Tendría que arrepentirme de haber seguido los impulsos de mi corazón? Sólo el porvenir podría decirlo. El lector lo sabrá, si se toma la molestia de leer el Diario de mis aventuras que voy a escribir día por día, si mi Diario está destinado a ser leído por alguien.
CAPÍTULO II
LA TRIPULACIÓN DEL CHANCELLOR. –DOS PASAJEROS
28 de setiembre. EL capitán del Chancellor, llamado Juan Sila Huntly, es un escocés de Dundee, de cincuenta años de edad, que tiene fama de hábil navegante del
Atlántico. De estatura mediana, hombros estrechos y cabeza pequeña, que acostumbra llevar algo inclinada hacia la izquierda, es uno de esos hombres a quienes se puede juzgar a primera vista, aunque no se sea buen fisonomista.
A mí, Sila Huntly, a pesar de su reputación de ser buen marino y de saber perfectamente su oficio, me parece un carácter poco firme y desprovisto de la energía física y moral que se le supone.
En efecto, su actitud es pesada y su cuerpo adolece de cierta especie de abatimiento. La indecisión de su mirada, el movimiento pasivo de sus manos, y la oscilación que lleva lentamente a sostenerse, ya sobre una pierna, ya sobre la otra, revelan que es hombre negligente, y que, por consiguiente, dista mucho de ser enérgico y obstinado, porque sus ojos no se contraen, sus quijadas son blandas y sus puños no tienen tendencia habitual a cerrarse. Además, le encuentro un aire singular que no acierto a explicarme aún, pero le observaré con la atención que merece el comandante de un buque, es decir, el amo después de Dios.
Ahora bien, si no me equivoco, entre Dios y Sila Huntly hay a bordo otro hombre que, en caso necesario, ocupa un lugar importante, y éste es el segundo del Chancellor, a quien todavía no he estudiado con detenimiento, pero del que hablaré oportunamente.
Componen la tripulación del Chancellor el capitán Huntly, y el segundo Roberto Kurtis, el teniente Walter, un contramaestre y catorce marineros, ingleses o escoceses, que suman, en total dieciocho hombres, los suficientes para la maniobra de un buque de tres palos, de novecientas toneladas.
Estos marinos parece que conocen bien su oficio, y, por lo menos hasta ahora, han maniobrado con habilidad, a las órdenes del segundo, en los pasos de Charleston.
Además de la tripulación, van a bordo del Chancellor el mayordomo Hobbart, el cocinero Jynxtrop, y ocho pasajeros, incluyéndome a mí. Apenas los conozco aún; pero la monotonía de una travesía, los incidentes diarios, el roce continuo con personas obligadas a vivir en un estrecho espacio, la necesidad natural de hablar y la curiosidad innata en el corazón del hombre, no tardarán en acercarnos unos a otros. Hasta ahora los cuidados del embarque, la toma de posesión de los camarotes, los preparativos que exige un viaje que puede durar de veinte a veinticinco días y otras varias ocupaciones, nos han tenido alejados a unos de otros, y ni ayer ni hoy se han presentado todos a la mesa, acaso porque se encuentran mareados. No he visto a todos los pasajeros; pero sé que entre ellos hay dos señoras que ocupan los camarotes de popa, cuyas ventanas dan al espejo del buque.
La lista de los pasajeros, que he copiado del rol del buque, es la siguiente: Señor y señora Kear, norteamericanos de Buffalo.
La señorita Herbey, inglesa, señorita de compañía de los señores Kear. El señor Letourneur y su hijo Andrés Letourneur, franceses del Havre.
Guillermo Falsten, ingeniero de Manchester, y Juan Ruby, negociante de Cardiff, ambos ingleses.
Y J. R. Kazallon, de Londres, autor de estas notas.
CAPÍTULO III
MIL SEISCIENTAS BALAS DE ALGODÓN
29 de setiembre. EL acta en que constan las mercancías que van en el Chancellor y las condiciones de transporte de ellas, está redactada en estos términos:
«BRONSFIELD Y COMPAÑÍA», COMISIONISTAS. CHARLESTON
»Yo, Juan Sila Huntly, de Dundee (Escocia), capitán del buque Chancellor, de novecientas toneladas poco más o menos, encontrándome en Charleston, con el propósito de hacerme a la mar cuando el tiempo lo permita, para dirigirme en línea recta, bajo el amparo de Dios, hasta la ciudad de Liverpool, donde haré mi descarga, declaro haber recibido en mi buque, bajo su cubierta alta, de los señores «Bronsfield y Compañía», aquí presentes, comisionistas de mercancías de Charleston, mil setecientas balas de algodón, valoradas en veintiséis mil libras esterlinas, todo bien acondicionado, marcado y numerado como se expresa al margen, cuyos efectos me comprometo a transportar en buen estado (si los riesgos del mar no lo impiden) a Liverpool, y entregar a los señores
«Leard Hermanos», quienes pagarán por el flete la suma de dos mil libras, según carta-partida y además las averías, según los usos y costumbres
establecidos. Y en cumplimiento de lo arriba estipulado he obligado y obligo mi persona, bienes y buque con todas sus dependencias.
«En fe de lo cual, extiendo y firmo esta acta por triplicado, en Charleston, el 13 de setiembre de 1869.
«J. S. HUNTLY.»
El Chancellor lleva, por consiguiente, a Liverpool mil setecientas balas de algodón que los señores «Bronsfield y Compañía», de Charleston, envían a los señores «Leard Hermanos» de Liverpool.
La carga se ha hecho con el mayor cuidado, pues el buque ha sido construido expresamente para el transporte de algodón. Las balas ocupan toda la bodega, excepto una pequeña parte reservada para los equipajes de los pasajeros, habiéndose colocado todas ellas unas sobre otras, por medio de grúas, de suerte que sólo forman una masa en extremo compacta. La bodega, por consiguiente, se encuentra totalmente ocupada, circunstancia que es motivo de satisfacción para el capitán, que lleva a bordo de su buque el máximo de mercancías.
CAPÍTULO IV
EL SEÑOR LETOURNEUR Y SU HIJO ANDRÉS. – IDEAS RESPECTO AL CAPITÁN Y AL SEGUNDO DEL BUQUE. – LOS SEÑORES KEAR. – LA SEÑORITA HERBEY. – EL INGENIERO FALSTEN. – EL NEGOCIANTE RUBY
Del 30 de setiembre al 6 de octubre.
EL Chancellor, que es muy andador, podría dar, sin perjudicarse, los juanetes a más de un buque del mismo tamaño. Cuando la brisa refresca,
extiéndese hasta perderse de vista detrás de su popa un largo surco como si fuera una larga banda de encaje blanco, tendida sobre un fondo azul.
El viento que agita las olas del Atlántico no es muy fuerte, y nadie a bordo se encuentra incómodo, ni por el balanceo ni por el cabeceo del buque. Verdad es que todos los pasajeros han navegado ya otras veces y están más o menos familiarizados con el mar. Por lo tanto, no hay ningún sitio desocupado en la mesa a la hora de las comidas.
Los pasajeros comienzan a entablar relaciones entre sí y la vida de a bordo se hace menos monótona.
El francés señor Letourneur y yo conversamos con frecuencia.
Letourneur tiene cincuenta y cinco años, estatura alta y barba gris. Representa más edad de la que en realidad tiene, a causa de lo mucho que ha sufrido, pues le han afligido penas profundas, y aun le afligen, según me ha dicho. Lleva consigo evidentemente un manantial inagotable de tristeza, como revelan su cuerpo un poco abrumado y su cabeza con frecuencia inclinada sobre el pecho. Jamás se ríe, y si alguna vez sonríe es a su hijo; su mirada es benévola, pero entristecida por una especie de velo húmedo; su rostro ofrece una mezcla característica de amargura y de amor, y la expresión general de su fisonomía es de bondad y cariño.
Diríase que tiene que reconvenirse por alguna desgracia involuntaria.
Y, efectivamente, es así; ¿pero a quién, que sepa las reconvenciones, indudablemente exageradas, que ese padre se hace a sí mismo, no inspirará profunda compasión?
El señor Letourneur se encuentra a bordo con su hijo Andrés, que tiene unos veinte años de edad y un rostro interesante y simpático. Este joven es el retrato un poco gastado de su padre; pero, y éste es el dolor incurable del señor Letourneur, está achacoso. Su pierna izquierda, miserablemente impulsada hacia fuera, le obliga a cojear, y sólo puede andar apoyándose en un bastón.
El padre adora a aquel hijo, en quien parece que tiene toda su vida reconcentrada. La enfermedad nativa del joven le hace padecer más que al mismo paciente, y acaso le pide perdón por ella. Su afecto hacía Andrés es de todos los instantes; no lo abandona, espía sus menores deseos y sus menores actos; y sus brazos, que pertenecen más al hijo que a él mismo, lo rodean y lo sostienen cuando el joven se pasea por el puente del Chancellor.
El señor Letourneur, que ha simpatizado mucho conmigo, me habla continuamente de su hijo.
–Acabo de separarme de Andrés –le he dicho–. Señor Letourneur, tiene usted un hijo muy bueno, inteligente e instruido.
–Sí, señor Kazallon –responde el señor Letourneur, cuyos labios bosquejan una sonrisa–; es un alma hermosa encerrada en un cuerpo miserable, el alma de su pobre madre, muerta al darlo a luz.
–Le ama a usted mucho.
–¡Pobre hijo mío: –balbucea el señor Letourneur, inclinando la cabeza–.
¡Ah! –agrega después–. No puede comprender lo que padece un padre al ver a su hijo enfermo... enfermo de nacimiento.
–Señor Letourneur –le he respondido–, en la desgracia que ha herido a su hijo y a usted por consiguiente, no atribuye usted a cada uno la parte que le corresponde. Andrés es digno de compasión, sin duda; pero, ¿no significa nada, el amor que usted le profesa? Una enfermedad física se sufre mejor que un dolor moral, y el dolor moral es todo para usted. Observo atentamente a su hijo y veo que si alguna cosa le disgusta es la aflicción de usted...
–Se la oculto cuanto puedo –responde el señor Letourneur–, y mi única preocupación es distraerlo en todos los momentos de su vida. He conocido que, a pesar de la enfermedad, tiene la pasión de los viajes, porque su alma posee piernas y hasta alas, y desde hace muchos años viajamos juntos. Hemos visitado toda Europa primero y ahora acabamos de recorrer los principales Estados de la Unión. No queriendo enviarlo a un colegio, lo he educado yo mismo y esta educación la completo por medio de los viajes. Andrés está dotado de una inteligencia viva y de una imaginación ardiente; es sensible y a veces me complazco en creer que olvida su enfermedad apasionándose por los grandes espectáculos de la naturaleza.
–Sí, señor... sin duda... –le digo asintiendo con un movimiento de cabeza.
–Pero, si él la olvida –prosiguió el señor Letourneur estrechándome la mano–, yo no la olvido ni la olvidaré jamás. ¡Ah, señor Kazallon! ¿Cree usted que mi hijo perdone a su madre y a mi el haberlo engendrado enfermo?
El dolor de este padre acusándose de una desgracia de que no es responsable me conmueve profundamente. Deseo consolarlo, pero su hijo se presenta en este momento, y el señor Letourneur corre hacia él para ayudarle a subir la escalera un poco empinada que termina en la toldilla.
Allí Andrés Letourneur toma asiento en uno de los bancos dispuestos sobre las jaulas de gallinas, y su padre se coloca a su lado. Charlamos los tres sirviéndonos de tema la navegación del Chancellor, las probabilidades de hacer una buena travesía y el programa de la vida de a bordo. El señor Letourneur tiene, lo mismo que yo, una idea muy mediana del capitán Huntly, cuya indecisión y apariencia soñolienta le han impresionado desagradablemente. Por lo contrario, el segundo le merece una opinión muy favorable. Este, llamado Roberto Kurtis, es un hombre de treinta años, bien constituido, de gran fuerza muscular, siempre en actitud de obrar y cuya voluntad parece dispuesta siempre a manifestarse por medio de actos.
Roberto Kurtis acaba de subir al puente. Lo observo con atención y me sorprende su actitud: tiene el cuerpo erguido, el aire desembarazado, la mirada magnífica y los músculos superciliares apenas contraídos. Es un hombre enérgico y debe poseer el valor frío y sereno de un buen marino. Es al mismo tiempo una persona bondadosa, que se interesa por el joven Letourneur y se apresura a servirle en todas las ocasiones.
Después de haber examinado el estado del cielo y el velamen del buque, acercóse a nosotros y empezó a charlar.
Al joven Letourneur le agrada hablar con él.
Roberto Kurtis nos da algunas noticias acerca de los pasajeros con quienes todavía no hemos entablado relaciones muy íntimas.
Los señores de Kear son americanos del Norte que han realizado grandes ganancias en la explotación de pozos de petróleo. Y, efectivamente, éste es el origen de muchas riquezas modernas de los Estados Unidos, pero el señor Kear, hombre de cincuenta años, que más bien parece enriquecido que rico, es un triste compañero que sólo busca su propia comodidad. Un ruido metálico sale a cada instante de sus bolsillos, en los que siempre lleva metidas las manos. Orgulloso, vanidoso, ególatra y despreciable, afecta una suprema indiferencia hacia todo lo que no es su persona. Se hincha como un pavo, se mira y se remira, y es, en suma, un necio forrado de egoísta, por lo que no me explico por qué ha tomado pasaje a bordo del Chancellor, buque mercante que no puede ofrecerle ninguna de las comodidades de los vapores transatlánticos.
La señora Kear, su esposa, es una mujer insignificante, negligente, indiferente, de cuarenta años de edad, y que no posee el menor talento, estudios ni conversación. Mira, no ve; escucha y no oye, y no me atrevería a afirmar que piensa.
Su única ocupación es hacerse servir a cada paso por su señorita de compañía, la señorita Herbey, joven inglesa, de veinte años de edad, amable y bondadosa, que gana con humillación las pocas libras de sueldo que le arroja el mercader de petróleo.
Es una rubia de ojos azules oscuros muy linda, cuya graciosa fisonomía no tiene la falta de expresión que se observa en ciertas inglesas. Su boca sería encantadora si alguna vez tuviera tiempo u ocasión de sonreír; ¿a quién ni con
qué motivo podría sonreír la pobre niña, expuesta constantemente a las ridiculeces y a los necios caprichos de su señora? Sin embargo, si la señorita Herbey sufre interiormente, se resigna con su suerte.
Guillermo Falsten es un ingeniero de Manchester, de aire excesivamente inglés. Dirige una gran fábrica de motores hidráulicos en la Carolina del Sur, y va a Europa a buscar nuevos aparatos perfeccionados, entre otros, los molinos de fuerzas centrífuga de la casa Cail. Tiene cuarenta y cinco años de edad y es una especie de sabio que no piensa sino en máquinas, y cuyo espíritu absorbe por entero la mecánica y el cálculo, y que fuera de ellos no ve nada más.
Cuando logra apoderarse de una persona, charla por los codos y no es posible meter baza en la conversación.
En cuanto al señor Ruby, es el prototipo del negociante vulgar, sin grandeza ni originalidad. Durante veinte años no ha hecho sino comprar y vender, y como generalmente ha comprado barato y vendido caro, ha hecho fortuna; pero nadie puede decir lo que hará de ella. Como ha pasado la vida embruteciéndose en el comercio al por menor, no piensa ni reflexiona; su cerebro está cerrado a toda impresión y no justifica de modo alguno la frase de Pascal: El hombre ha sido creado sin duda alguna para pensar, y en esto consisten su dignidad y su mérito.
CAPÍTULO V
DIEZ DÍAS DE VIAJE. – EL RUMBO DEL BUQUE. – LAS BERMUDAS
7 de octubre.
HACE diez días que salimos de Charleston y, según parece, hemos avanzado mucho. Hablo con frecuencia con el segundo del buque, y ya se ha establecido entre ambos cierta intimidad.
Roberto Kurtis me dice que no debemos encontrarnos muy lejos del grupo de las Bermudas, es decir, el cabo Hatteras, y así debe ser en efecto, pues, según la observación hecha, estamos a 32° 20' de latitud Norte y 64° 50' de longitud Oeste del meridiano de Greenwich.
–Antes de que anochezca veremos las Bermudas y más particularmente la isla de San Jorge –me dice el segundo.
–Pero –le pregunto–, ¿acaso nos dirigimos a las Bermudas? Creía que un buque que sale de Charleston para ir a Liverpool debería dirigirse al Norte siguiendo la corriente del Gulf-Stream.
–Sin duda, señor Kazallon –respondió Roberto Kurtis–, esa es la dirección que se toma generalmente ; pero esta vez el capitán ha tenido por conveniente variar de ruta.
–¿Por qué?
–Lo ignoro; pero ha ordenado hacer rumbo al Este y el Chancellor va al Este.
–¿Y no ha hecho ninguna observación?
–Le he dicho que no seguíamos el rumbo habitual, y me ha respondido que sabía perfectamente lo que se hacía.
Y, al hablar, Roberto Kurtis frunce con frecuencia el entrecejo y se pasa maquinalmente la mano por la frente. Creo observar que calla algo.
–Sin embargo, señor Kurtis –le he dicho–, estamos ya a 7 de octubre, y me parece que no es ocasión de buscar nuevas rutas. No tenemos un día que perder si queremos llegar a Europa antes de que empiece la mala estación.
–No, señor Kazallon, ni un día.
–Señor Kurtis, ¿será una indiscreción preguntarle qué piensa del capitán Huntly?
–Pienso –me responde–, pienso que... es mi capitán. Esta respuesta evasiva me hace reflexionar.
Roberto Kurtis no se ha equivocado. Hacia las tres el marinero de vigía anuncia tierra a barlovento hacia Nordeste; pero no se distingue sino como un vapor.
A las seis subo al puente en compañía de los Letourneur y contemplamos el grupo de las Bermudas, islas relativamente poco elevadas, a las que defiende una cadena formidable de rompientes.
–Ese es el archipiélago encantado –dice Andrés Letourneur–, el grupo pintoresco que un poeta, Tomás Moore, ha celebrado en sus odas. Ya en 1643 el desterrado Walter lo describió con entusiasmo y, si no me engaño, las señoras inglesas, durante algún tiempo, no quisieron llevar otros sombreros que los que se hacían con ciertas fibras obtenidas de las palmeras de las Bermudas.
–Tiene usted razón, mi querido Andrés –he respondido–. El archipiélago de las Bermudas estuvo muy de moda en el siglo XVII; pero ahora ha caído en el más completo olvido.
–Amigo Andrés –agrega Roberto Kurtis–, los poetas que hablan con entusiasmo de este archipiélago no están de acuerdo con los marinos, porque esas islas cuyo aspecto les ha seducido, son difícilmente abordables para los buques, y los escollos, a dos o tres leguas de tierra, forman un cinturón semicircular sumergido bajo las aguas, al que temen mucho los navegantes Añadiré que la serenidad del cielo, que tanto ensalzan los indígenas de esas islas, se ve turbada frecuentemente por los huracanes. El archipiélago recibe el coletazo de las tempestades que devastan las Antillas, coletazo que, como el de una ballena, es sumamente temible, por lo que no aconsejaría yo a los que navegan que dieran mucho crédito a las relaciones de Walter ni de Tomás Moore.
–Señor Kurtis –replica sonriendo Andrés Letourneur–, usted debe tener razón; pero los poetas, como los proverbios, se contradicen unos a otros. Si Tomás Moore y Walter han dicho que ese archipiélago es una mansión maravillosa, el más grande de los poetas ingleses, Shakespeare, por lo contrario, ha colocado en él las más terribles escenas de su drama La Tempestad.
Efectivamente, las inmediaciones del archipiélago de las Bermudas son parajes muy peligrosos, y, sin duda por esto, los ingleses, a quienes ha pertenecido desde su descubrimiento, no lo utilizan sino como puesto militar, situado entre las Antillas y Nueva Escocia. Por lo demás, parece destinado a acrecentarse, y probablemente en grande escala, pues ese principio del trabajo de la naturaleza, ese archipiélago, que ahora se compone de ciento cincuenta islas o islotes, llegará, en el transcurso del tiempo, a constar de mayor número,
porque las madréporas trabajan incesantemente formando nuevas Bermudas, que se unirán entre sí poco a poco hasta llegar a constituir un nuevo continente.
Ni los otros tres pasajeros ni los señores Kear se han molestado aún en subir al puente para examinar este curioso archipiélago. En cuanto a la señorita Herbey apenas ha llegado a la toldilla, cuando la voz áspera de la señora Kear la llama, obligándola a sentarse nuevamente a su lado.
CAPÍTULO VI
MAR GRUESA. – ¿SE HA VUELTO LOCO EL CAPITÁN? – ASPECTO SINGULAR
Del 8 al 13 de octubre.
EL viento comenzó a soplar del Norte con cierta violencia, y el Chancellor, navegando bajo sus gavias, con rizos bajos y su mesana, se ha puesto a
capa corrida.
La mar es muy gruesa, y el buque, cuyos tabiques de cámara gimen con ruido que crispa los nervios, se fatiga mucho. La mayoría de los pasajeros permanecen bajo la toldilla.
Yo prefiero estar en el puente, a pesar de que una fina lluvia, cuyas moléculas pulveriza el viento, me penetra hasta los huesos.
Esta situación dura dos días. El movimiento de las capas atmosféricas ha pasado de gran fresco a golpe de viento, y se calan los masteleros de juanete. El viento corre ahora con una velocidad de cincuenta a sesenta millas por hora, es decir, unos treinta metros por segundo.
A pesar de las excelentes condiciones del Chancellor, deriva mucho y vamos arrastrados hacia el Sur. El estado del cielo, oscurecido por las nubes, no permite tomar la altura, por lo que nos vemos obligados a suponerla, juzgando por deducción.
Mis compañeros de viaje, a quienes el segundo nada ha dicho, ignoran que llevamos un rumbo absolutamente inexplicable. Inglaterra está al Nordeste y nosotros corremos hacia el Sudoeste. Roberto Kurtis no comprende la obstinación del capitán, que, por lo menos, debería cambiar sus amuras, y haciendo rumbo al Noroeste, de nuevo tomar las corrientes favorables. Por lo contrario, desde que el viento ha saltado al Nordeste, el Chancellor se inclina cada vez más al Sur.
Encontrándome aquel día en la toldilla solo con Roberto Kurtis, le pregunto:
–¿Ha perdido el juicio el capitán?
–Eso pregunto yo también, señor Kazallon –contesta Roberto Kurtis–; usted debe saberlo, puesto que lo ha observado ya atentamente.
–No sé qué responder, señor Kurtis; pero confieso que su singular fisonomía, sus ojos extraviados... ¿Ha navegado usted ya otra vez con él?
–No, ésta es la primera vez.
–¿Y le ha advertido usted de nuevo que no llevamos buen rumbo?
–Sí; pero me ha respondido que estamos en buen camino.
–Señor Kurtis, ¿y qué opinan el teniente Walter y el contramaestre de su conducta?
–Lo mismo que yo.
–¿Y si el capitán Huntly quisiera conducir el buque a China...?
–Le obedecerían todos como yo.
–Sin embargo, la obediencia tiene también sus límites.
–No, mientras la conducta del capitán no ponga al buque en peligro de perderse.
–Pero, ¿y si está loco?
–En ese caso, señor Kazallon, sabré lo que debo hacer.
Esta es una complicación que no pude esperar al embarcarme en el
Chancellor.
Entretanto, el tiempo ha empeorado cada vez más, y en esta parte del Atlántico se desencadena un verdadero huracán. El buque se ha visto obligado a ponerse a la capa su gavia mayor con rizos bajos y el foque, es decir, que hace, en cierto modo, frente al viento, presentando sus fuertes cachetes a la mar;
pero como ya he dicho, deriva mucho y cada vez somos impulsados hacia el
Sur.
Esto es tan evidente, cuanto que en la noche del 11 al 12 el Chancellor entra de lleno en el mar de los Sargazos.