El Espíritu Santo - Leonardo Boff - E-Book

El Espíritu Santo E-Book

Leonardo Boff

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Beschreibung

Este es un pequeño tratado sobre el Espíritu Santo en el cosmos, en la humanidad, en las religiones, en las iglesias y en cada persona, especialmente en los pobres. El autor, para elevarse del espíritu al Espíritu de Dios y culminar en el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, utiliza dos tipos de fuentes: la experiencia humana y los textos fundadores de la fe cristiana: los dos Testamentos. Pero pensar el Espíritu es pensar el movimiento, el devenir, la aparición, la historia y irrupción de lo nuevo y lo sorprendente, por eso las categorías clásicas de sustancia, esencia y naturaleza, con las que se elaboró es discurso occidental y convencional de la teología, no logran captar ese Espíritu con el paradigma griego, hecho oficial por la teología cristiana. Por eso el autor, para aprehender adecuadamente al Espíritu Santo nos obliga a pensarlo dentro de otro paradigma más próximo a la cosmología moderna, que ve todas las cosas en génesis, emergiendo de un fondo de Energía Innombrable Misteriosa y Amorosa que está antes del antes, en el tiempo y el espacio cero. Sostiene el universo y todos los seres que en él existen y están por venir, y penetra de punta a punta toda la creación.

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Título original:O Espírito Santo, fogo do céu, doador de vida e pai dos pobres

© 2014 Ediciones Dabar, S.A. de C.V. Mirador, 42 Col. El Mirador 04950, México, D.F.Teléfonos: (55) 5603 3630 / 5673 8855 e-mail: [email protected]

Traducción

María José Gavito Milano

Diseño de portada

Anneli Daniela Torres Arroyo

Diagramación

Anneli Daniela Torres Arroyo

ISBN: 978-607-612-242-6

Impreso y hecho en México

Dedico este libro a las mujeres, generadoras de vida o que entregaron sus vidas en lo más profundo de nuestro país, en la región amazónica y en el sertón nordestino para salvar vidas amenazadas. Poseen una connaturalidad con el Espíritu Santo porque, como ellas, es dador de vida.

Índice

Prefacio

Pentecostés fue solo el comienzo

I Ven, Espíritu Santo, ven con urgencia

1. La presencia del Espíritu en las grandes crisis

2. Erosión de las fuentes de sentido

3. El Espíritu en la historia: el colapso del imperio soviético, la globalización, los Foros Sociales Mundiales y la conciencia ecológica

4. La rigidización de las religiones y de las Iglesias

5. La irracionalidad de la razón moderna

6. La contribución del feminismo mundial

7. La Renovación Carismática Católica: misión de renovar la comunidad

8. rcc: ¿misión de evangelizar a la jerarquía de la Iglesia?

II En el principio era el Espíritu: nuevo modelo de pensar a Dios

1. El rescate de la palabra “espíritu”

2. Fenómenos cargados de espíritu

III Espíritu: interpretación de las experiencias-base

1. El animismo y el chamanismo: su actualidad

2. La ruah bíblica: espíritu que llena el cosmos

3. Pneuma y spiritus: fuerza elemental de la naturaleza

4. El axé de los nagô y yorubá: la energía cósmica universal

5. Todo es energía: la cosmología moderna

6. El espíritu en el cosmos, en el ser humano y en Dios

IV El paso del espíritu al espíritu de santidad

1. El Espíritu actúa en la creación

2. Dios tiene espíritu

3. Dios es espíritu

V El salto del espíritu de santidad al Espíritu Santo

1. ¿Qué dice Jesús sobre el Espíritu Santo?

2. El Espíritu viene y habita en María de Nazaret

3. El Espíritu Santo crea la comunidad de los discípulos

4. El Espíritu Santo es Dios

5. Los dos brazos del Padre: el Hijo y el Espíritu Santo

VI De Dios-Espíritu Santo a la Tercera Persona de la Santísima Trinidad

1. La fórmula del bautismo

2. Epíclesis eucarística

3. Misión y martirio

4. Los hombres del Espíritu: monjes y religiosos

5. Disputas teológicas: ¿el Espíritu Santo es Dios?

6. El Espíritu Santo es Dios: el Concilio de Constantinopla

VII Los caminos de la reflexión sobre la Tercera Persona de la Santísima Trinidad

1. Dos modelos de comprensión: el griego y el latino

2. La importancia de las imágenes para las doctrinas

3. La controversia sobre el origen del Espíritu Santo

4. Intento moderno de repensar la Santísima Trinidad

VIII Pensadores del Espíritu: hombres y mujeres

1. Joaquín de Fiore y la era del Espíritu Santo

2. G. W. Friedrich Hegel: el Espíritu en la historia

3. Paul Tillich: el Espíritu y la vida sin ambigüedad

4. José Comblin: el Espíritu como vida y acción liberadora

5. Santa Hildegarda de Bingen: profetisa, teóloga y médica

6. Santa Juliana de Norwich: Dios es Padre y Madre

IX El Espíritu, María de Nazaret y lo femenino pneumatizado

1. El Espíritu, el primero en llegar y morar en María

2. La ceguera intelectual de las Iglesias y las teologías

3. La morada del Espíritu en María: su espiritualización/pneumatización

4. El Espíritu engendra la santa humanidad del Hijo

5. Irradiación de la espiritualización/pneumatización de María sobre lo femenino y sobre toda la creación

X El universo: templo y campo de acción del Espíritu Santo

1. La nueva cosmología: perspectiva fundamental

2. Los principales actos del teatro cósmico

3. La creación continua: la cosmogénesis

4. El principio cosmogénico

5. La Tierra viva, Gaia, movida por las energías del Espíritu

6. El propósito del proceso cosmogénico

7. El universo como templo del Espíritu

8. El Espíritu duerme en la piedra, despierta en la flor...

9. El Espíritu y el nuevo cielo y la nueva Tierra

XI La Iglesia, sacramento del Espíritu Santo

1. La muerte y la resurrección de Jesús: pre-condiciones para el nacimiento de la Iglesia

2. El nacimiento histórico de la Iglesia en Pentecostés

3. Los carismas: principio de organización comunitaria

4. El carisma de la unidad, uno entre otros carismas

5. La convivencia necesaria entre los modelos de Iglesia

XII Espiritualidad: vida según el Espíritu

1. El Espíritu: La energía que impregna y anima todo

2. El Espíritu de vida

3. Espíritu de libertad y de liberación

4. Espíritu de Amor

5. Los dones y frutos del Espíritu

6. El Espíritu: Fuente de inspiración, creatividad y arte

XIII Comentarios a los himnos al Espíritu Santo

1. El origen del “Veni, Sancte Spiritus”

2. El origen del “Veni Creator Spiritus”

3. Desciende a nosotros, Luz Divina

Conclusión. El Espíritu fue el primero en llegar, y sigue llegando

Bibliografía

Libros de Leonardo Boff

Prefacio

Pentecostés fue solo el comienzo

Después de muchos años de investigación y de reflexión, presento aquí un pequeño tratado sobre el Espíritu Santo: en el cosmos, en la humanidad, en las religiones, en las Iglesias y en cada persona humana, especialmente en los pobres.

Los tiempos amenazadores que vivimos reclaman una seria reflexión sobre el Spiritus Creator. Su creación está amenazada. Y en ella los pobres y marginados sufren grandes opresiones que exigen procesos de liberación. La amenaza no proviene de ningún meteorito rasante, como aquel que hace 65 millones de años acabó con los dinosaurios después de haber vivido más de cien millones de años sobre la Tierra. El meteorito rasante actual se llama homo sapiens y demens, doblemente demens. Por su relación agresiva con la Tierra y con todos sus ecosistemas puede eliminar la vida humana, destruir nuestra civilización y afectar gravemente a toda la biosfera. Se dice con razón que hemos inaugurado una nueva era geológica, la era del Antropoceno, es decir, el ser humano como el gran peligro para el sistema-Tierra y el sistema-vida.

En este contexto vamos a reflexionar sobre el Espíritu Santo. Y lo haremos con el rigor exigido por la teología. Trataremos de identificar en la historia las experiencias que nos permiten captar el espíritu. Este está primero en el cosmos y solo después en nosotros.

Del espíritu nos elevaremos al Espíritu de Dios para culminar en el Espíritu Santo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad. Las fuentes son las experiencias humanas y los textos fundadores de la fe cristiana: los dos Testamentos.

Además de este esfuerzo de reconstrucción, nos interesa sobre todo un punto de densidad paradigmática. Pensar el Espíritu es pensar el movimiento, la acción, el proceso, la aparición, la historia y la irrupción de lo nuevo y lo sorprendente. Es pensar el devenir, el permanente venir a ser. Este no puede ser captado con las categorías clásicas con las que se elaboró el discurso occidental, tradicional y convencional de la teología. Dios, Cristo, la gracia y la Iglesia fueron pensados dentro de las categorías metafísicas de sustancia, esencia y naturaleza. Por lo tanto como algo estático y circunscrito ya por siempre de forma inmutable. Es el paradigma griego hecho oficial por la teología cristiana.

Pero el Espíritu Santo, para aprehenderlo adecuadamente, nos obliga a pensarlo dentro de otro paradigma más próximo a la cosmología moderna. Esta ve todas las cosas en génesis, emergiendo de un fondo de Energía Innombrable, Misteriosa y Amorosa que está antes del antes, en el tiempo y el espacio cero. Sostiene el universo y a todos los seres que en él existen y están por venir, y penetra de punta a punta toda la creación.

La tarea de repensar el tercer artículo del Credo –“Creo en el Espíritu Santo”– en estos nuevos moldes no está exenta de dificultades. Empleamos nuestros mejores esfuerzos en ello, sabiendo que se quedan cortos ante la tarea que Dios-Espíritu demanda.

La reflexión teológica nunca es obra de una sola persona, sino de toda una comunidad pensante que, llena de fe, trata de hacer luz allí donde el horizonte se oscurece. Pero al final nos damos cuenta de que esta oscuridad es propia del Misterio. Este siempre se revela, pero también se vela. La misión de los teólogos y de las teólogas es buscar incesantemente esta revelación.

Es propio del Espíritu esconderse. Es propio del ser humano descubrirlo. Él sopla donde quiere, y no sabemos de dónde viene ni a dónde va (cf. Jn 3,8), pero eso no nos exime de la tarea de des-ocultarlo. Y cuando irrumpe sorprendentemente, nos alegramos y celebramos, celebramos y nos entusiasmamos, nos entusiasmamos y quedamos ebrios de su gracia y de sus dones.

Pentecostés fue solo el comienzo. Se prolonga a lo ancho y largo de toda la historia y llega hasta estos días en que nos toca vivir y sufrir.

Leonardo Boff

Petrópolis, Fiesta de Pentecostés de 2013.

I Ven, Espíritu Santo, ven con urgencia

La situación del mundo, de las religiones, de las Iglesias y de los pobres nos hacen exclamar: “¡Ven, Espíritu Santo! ¡Ven pronto y con urgencia!” Nuestro grito viene de las profundidades de una terrible crisis que nos puede llevar al abismo o propiciar un salto cualitativo hacia un nuevo tipo de humanidad y hacia una forma diferente de vivir en la única Casa Común que tenemos, que es la Madre Tierra.

En este contexto de temor y angustia, resuenan en nosotros las palabras del himno cantado en la liturgia de Pentecostés: Sine tuo numine nihil est in homine, nihil est innoxium (sin tu luz no hay nada en el ser humano, nada que sea puro). Pero nos llena de esperanza la otra estrofa: In labore requies, in aestu temperies, in fletu solatium (eres descanso en el trabajo, brisa en el calor, consuelo en el llanto).

1. La presencia del Espíritu en las grandes crisis

El Espíritu Santo atraviesa siempre la historia, pero irrumpe especialmente en los momentos críticos, ya sean del universo, de la humanidad o de la vida individual de las personas. Cuando se dio la primera singularidad, el big bang, la inestabilidad originaria o la explosión silenciosa (todavía no había tiempo ni espacio que permitiesen oír cualquier cosa) de aquel puntito mil millones de veces más pequeño que la cabeza de un alfiler, pero lleno de energías y de informaciones, dando lugar al universo que conocemos, ahí estaba de forma densísima el Espíritu. Es lo que sugiere el primer relato bíblico de la creación, que se refiere al Espíritu que planeaba por encima del caos originario (tohuwabohu: Gén 1,2). Fue Él quien presidió el sutilísimo equilibrio de todos los factores sin los cuales no habría habido expansión de las energías fundamentales, ni la materia (la “Partícula de Dios” y el “Campo de Higgs”), ni la aparición de las estrellas gigantes rojas. Después de millones y millones de años estas estrellas explotaron, proporcionando los materiales con los que se forjaron los conglomerados de galaxias, las estrellas, los planetas y nosotros.

El Espíritu estaba presente en el momento en el que la materia alcanzó la gran complejidad que permitió la irrupción de la vida, hace 3,800 millones años. También estaba presente en las 15 grandes extinciones sufridas por la Tierra, especialmente la del Cámbrico, hace 570 millones años, en la que desapareció el 80-90% de las especies vivas. De nuevo estaba presente cuando hace 245 millones de años, en el Pérmico-Triásico se produjo la ruptura del único gran continente, Pangea, lo que permitió la aparición de los continentes actuales.

Estaba especialmente presente cuando hace 65 millones de años, en el Cretáceo, un enorme meteorito de 9.7 kilómetros de diámetro cayó en el Caribe y produjo un verdadero Armagedón ecológico, destruyendo gran parte de las especies, entre ellas los dinosaurios, que habían vagado por el planeta durante 133 millones años. Como a modo de compensación por esta destrucción, después tuvo lugar el mayor florecimiento de biodiversidad en la historia de la Tierra.

En esa época surgió nuestro antepasado que vivía en lo alto de los grandes árboles, temblando de miedo de ser devorado por los dinosaurios. Fue a partir de entonces cuando el Espíritu intensificó de modo singularísimo su presencia, al hacer surgir del mundo animal al ser humano portador de conciencia, inteligencia y capacidad de amor y de cuidado. Este misterioso suceso ocurrió hace unos 7-9 millones de años, hasta que finalmente, hace cien mil años, surgió como sapiens sapiens el ser humano de hoy en día, que somos nosotros, hombres y mujeres.

Para los cristianos, la mayor presencia del Espíritu sucedió cuando vino a María. Vino y nunca se retiró. De esta presencia permanente nació la santa humanidad de Jesús. Y con Jesús se volvió una presencia constante en la historia humana, particularmente en la encarnación, en su vida de predicador itinerante y anunciador de una gran utopía: el Reino de Dios. Jesús de Nazaret, por la fuerza del Espíritu, curaba enfermos y resucitaba a los muertos. Después de ser ejecutado en la cruz, el Espíritu lo resucitó, haciendo que sea el “novísimo Adán” (1Cor 15,45).

Estaba presente cuando irrumpió estrepitosamente en forma de lenguas de fuego en medio de la comunidad de los discípulos de Jesús, temerosos y confundidos, sin entender que una persona “que pasó por el mundo haciendo el bien” (He 10,38) pudiese terminar en una cruz y después hubiera resucitado. Se hace presente cuando, perplejos sobre qué camino seguir, tomaron la decisión de ir por el mundo difundiendo el mensaje liberador de Jesús. Los apóstoles dicen explícitamente: “ha parecido bien a nosotros y al Espíritu Santo” (He 15,28) que tomemos el camino de los gentiles.

Podríamos seguir con ejemplos y más ejemplos de rupturas instauradoras que solo fueron posibles por la acción del Espíritu Santo. El Concilio Vaticano ii afirma enfáticamente: “El Espíritu de Dios, que con admirable providencia guía el curso de los tiempos y renueva la faz de la tierra, no es ajeno a esta evolución” (Gaudium et Spes, 26/281). Hay cuatro rupturas cercanas a nosotros que merecen ser mencionadas: la realización del Concilio Ecuménico Vaticano ii, la Conferencia Episcopal de los Obispos Latinoamericanos en Medellín, el surgimiento de la Iglesia de la Liberación, y la Renovación Carismática Católica.

Con el Vaticano ii (1962-1965) la Iglesia acompasó su andar con el del mundo moderno y con las libertades que vienen con él. Especialmente estableció un diálogo con la tecnociencia, con el mundo del trabajo, con la secularización, con el ecumenismo, con las religiones y con los derechos humanos fundamentales. El Espíritu rejuveneció con aire nuevo el edificio crepuscular de la Iglesia-institución.

En Medellín (1968) se puso a caminar con el submundo de la pobreza y la miseria que caracterizaba y aún caracteriza al continente latinoamericano. Con la fuerza del Espíritu, los pastores de América Latina tuvieron el coraje de hacer una opción por los pobres y contra la pobreza, y decidieron implementar una práctica pastoral que fuese de liberación integral: liberación no solo de nuestros pecados personales y colectivos, sino liberación del pecado de opresión, del empobrecimiento de las masas, de la discriminación de los pueblos autóctonos, del desprecio por los afrodescendientes y del pecado de dominación de la mujer por el hombre desde el Neolítico.

De esta práctica, también por inspiración del Espíritu, nació la Iglesia de la Liberación. Ella muestra su rostro por medio de la lectura popular de la Biblia, por una nueva manera de ser Iglesia a través de las Comunidades Eclesiales de Base, de las distintas pastorales sociales (de los indígenas, de los afrodescendientes, la pastoral de la tierra, de la salud, de los niños y otras) y de su correspondiente reflexión que es la Teología de la Liberación. Esta Iglesia de la Liberación creó cristianos comprometidos políticamente del lado de los oprimidos y en contra de las dictaduras militares, que sufrieron persecuciones, encarcelamientos, torturas y muerte. Tal vez sea una de las pocas Iglesias que puede contar con tantos mártires laicos y laicas, religiosos y religiosas, sacerdotes y teólogos e incluso obispos como Angelelli en Argentina y Óscar Arnulfo Romero en El Salvador.

La cuarta irrupción, que trataremos después con más detalle, fue la aparición de la Renovación Carismática Católica desde 1967 en Estados Unidos y en América Latina desde los años 70 del siglo xx. Trajo de vuelta la centralidad de la oración, la espiritualidad, la vivencia de los carismas del Espíritu con la creación de comunidades de oración y de cultivo de los dones del Espíritu Santo. Esta renovación ayudó a superar la rigidez de la organización eclesiástica, la frialdad de las doctrinas, y rompió el monopolio de la palabra que hasta entonces detentaba el clero, abriendo espacio a la libre expresión de los fieles.

Estos cuatro eventos solo pueden ser bien evaluados teológicamente si se ponen bajo la óptica del Espíritu Santo. Él siempre actúa en la historia y de una manera innovadora en la Iglesia, que se convierte en fuente de esperanza y de alegría de vivir la fe y la vida. En esta acción se muestra, como canta la liturgia de Pentecostés, como el “padre de los pobres” (pater pauperum), animándoles a organizarse y a buscar la libertad que socialmente les es negada.

Hoy vivimos tal vez la mayor crisis de la historia de la humanidad. Se trata de una crisis muy importante, ya que puede ser terminal. En efecto, hemos llegado a darnos los instrumentos de autodestrucción. Hemos construido los instrumentos de muerte que pueden matarnos a todos y exterminar nuestra civilización, tan cuidadosamente construida a lo largo de miles y miles de años de trabajo creativo. Y con nosotros puede perderse gran parte de la biodiversidad. Si se produce esta tragedia, la Tierra continuará su camino, cubierta de cadáveres, devastada y empobrecida, pero sin nosotros.

Por esta razón, decimos que nuestra tecnología de muerte ha abierto una nueva era geológica: el Antropoceno. Es decir, el ser humano se está mostrando como el gran meteorito rasante, amenazador de la vida, como aquel que puede preferir destruirse a sí mismo y dañar la Tierra viva, Gaia, a cambiar su estilo de vida y de relación con la naturaleza y con la Madre Tierra. Así como una vez en Palestina los judíos prefirieron a Barrabás antes que a Jesús, los actuales enemigos de la vida podrían preferir a Herodes antes que a los niños inocentes asesinados en las afueras de Belén, donde nació Jesús. Se mostrarían en realidad como el Satanás de la Tierra, en lugar de ser el Ángel de la Guarda de la creación.

Y en este momento invocamos, imploramos y gritamos: Veni Sancte Spiritus et emitte caelitus lucis tuae radium (Ven Espíritu Santo y envía desde el cielo un rayo de tu luz”).

Sin la presencia del Espíritu corremos el riesgo de que la crisis deje de ser oportunidad de acrisolamiento, de purificación y de maduración, y degenere en una tragedia irreversible.

Si un día tuvimos el coraje de eliminar al Hijo de Dios cuando quiso ser uno de nosotros, elevándolo en una cruz, ¿por qué no íbamos a tener el deseo perverso de destruir todo lo que está a nuestro alcance, incluido nuestro propio futuro?

Pero estamos convencidos de que Aquel que es el dador de vida, el Spiritus Creator, “lavará lo sucio, regará lo que es árido y sanará lo que está enfermo” (lava quod est sordidum, riga quod es aridum, sana quod est saucium). Al Antropoceno opondremos el Ecoceno (protección de todos los ecosistemas); a la era antropozoica contrapondremos la era ecozoica. Contra la cultura de la devastación por el crecimiento ilimitado, ofreceremos una cultura de mantenimiento de la vida. La calidad de vida material accesible a pocos, la contrarrestaremos con el buen vivir, que es alcanzable por todos. Dios, presentado en el libro de la Sabiduría (11,26) como “el soberano amante de la vida”, no permitirá que ella se autodestruya.

Las grandes extinciones del pasado no lograron destruir la vida. Esta siempre se mantuvo, triunfó y, después de miles de años de trabajo evolutivo, rehízo toda su incontable diversidad de formas de vida. No será ahora, por nuestra irresponsabilidad, cuando se destruirá la vida. Seguramente conocerá un Viernes Santo oscuro, tremendo y doloroso, pero no podrá impedir la invencible, triunfante y gloriosa resurrección.

2. Erosión de las fuentes de sentido

Se ha dicho con verdad que el ser humano es devorado por dos hambres: de pan y de espiritualidad. El hambre de pan es saciable, aunque millones de personas la padezcan. No la saciamos porque trasformamos la comida, el agua, el suelo y las semillas en commodities, es decir, en productos que se negocian en los principales mercados. Es una ofensa a la vida, pues todo lo que tiene que ver directamente con la vida, especialmente el agua, presente en todos los alimentos, es sagrada y no puede ser objeto de compra y venta. La mesa está puesta con abundancia de alimentos, pero los hambrientos no tienen el dinero necesario para pagar lo que necesitan para comer. Podemos satisfacer el hambre del mundo entero, y no lo hacemos, porque no amamos a nuestros semejantes y hemos perdido el sentido de la compasión y de la solidaridad con la humanidad que sufre.

El hambre de espiritualidad, sin embargo, es insaciable. Se hace de comunión, de solidaridad, de amor desinteresado, de apertura a todo lo que es digno y santo, de diálogo y de oración al Creador de todas las cosas. Estos valores, secretamente anhelados por los seres humanos, no tienen límite en su crecimiento. Hay un anhelo de infinito que late dentro de nosotros. Solo un infinito real nos puede dar descanso. Este infinito no nos lo ofrece la sociedad actual, cuyo interés reside en lo material y no en lo espiritual. Pero lo material no es el objeto adecuado a nuestro impulso interior infinito. Por esta razón, centrarse excesivamente en la acumulación y disfrute de los bienes materiales acaba produciendo vacío y una gran decepción. Hay en nosotros un clamor por algo más grande y más humanizador. Y detrás de ese algo se esconde la presencia del Espíritu Santo.

En esta dimensión se plantea la pregunta del sentido de la vida. Encontrar un sentido coherente a la vida y a la historia es una necesidad humana. El vacío y el absurdo producen ansiedad y la sensación de estar solo y sin raíces. Sin embargo, la sociedad industrial, posindustrial y consumista, montada sobre la razón funcional fría y calculadora, puso en su centro al individuo y sus intereses particulares. Con esto, fragmentó la realidad, disolvió todo canon social, carnavalizó las cosas más sagradas e ironizó sobre las grandes convicciones, llamadas “grandes relatos”, consideradas metafísicas esencialistas, características de las sociedades de otros tiempos. Ahora funciona el anything goes, el “todo vale” de los distintos tipos de racionalidad, de posturas y lecturas de la realidad. Se ha creado un relativismo total en el sentido de que, en el fondo, nada cuenta definitivamente pues no vale la pena.

A esto se le llamó posmodernidad, que para mí es la etapa más avanzada y decadente de la burguesía opulenta mundial. No contenta con destruir el presente, quiere también destruir el futuro. Al estar en decadencia se caracteriza por una total falta de compromiso para transformar el mundo, y por un evidente desinterés en una humanidad mejor.

Esta actitud se refleja en una falta patente de solidaridad con el trágico destino de millones de personas que luchan por tener una vida mínimamente decente, por poder vivir mejor que los animales y tener acceso a los bienes culturales que enriquecen su visión de las cosas. Ninguna cultura sobrevive sin una narrativa colectiva que dé cohesión, dignidad, honestidad, valor y sentido a la caminata colectiva de un pueblo. La posmodernidad niega la legitimidad de este anhelo originario.

Al contrario de lo que ella supone, en todas partes del mundo la gente está desarrollando significados para sus trabajos y sufrimientos, en busca de estrellas guía que les den un norte en la vida y les abran un horizonte de esperanza. Podemos vivir sin fe, pero no sin esperanza. Sin ella, estamos a un paso de la violencia sin objeto, de la trivialización de la muerte y, en el límite, del suicidio.

Pero las instancias que históricamente representaban la permanente construcción de sentido, modernamente han entrado en erosión. Nadie, ni el Papa, ni Su Santidad el Dalai Lama pueden decir con seguridad lo que es bueno o malo para todos y lo que se presenta como más adecuado para esta época planetaria de la historia humana.

La crisis global de nuestra civilización planetaria se deriva, en gran parte, de la ausencia de una espiritualidad que le esboce una visión de futuro, que le apunte caminos nuevos y le ofrezca un sentido capaz de soportar los mayores contratiempos. Las crisis se superan cuando se hace una nueva experiencia del Ser esencial, de donde se deriva una espiritualidad viva.

Antes, las filosofías y otros caminos espirituales respondían a esta demanda fundamental de lo humano. Pero se formalizaron y perdieron el impulso creador. Se han sofisticado cada vez más sobre lo ya conocido, repensado y dicho siempre de nuevo, pero despojado de coraje para diseñar nuevas visiones, sueños esperanzadores y utopías movilizadoras. Estamos viviendo un “malestar en la cultura” similar a aquel de la caída del Imperio Romano, anunciando su final. Nuestros “dioses”, como los de los romanos, ya no son creíbles. Y los “nuevos dioses” que están surgiendo por todas partes no son lo suficientemente fuertes como para ser reconocidos, respetados y alcanzar poco a poco los altares del proceso histórico.

3. El Espíritu en la historia: el colapso del imperio soviético, la globalización, los Foros Sociales Mundiales y la conciencia ecológica

No tenemos la intención de profundizar en la complejidad de las diversas actuaciones del Espíritu en la historia. Pero cualquier análisis más profundo sería insuficiente si no atribuyésemos al Espíritu Santo el derrumbe del gran imperio soviético, construido sobre un socialismo de Estado, ateo e irrespetuoso de los derechos individuales. Sorprendentemente la segunda potencia mundial, con capacidad militar para destruir a toda la humanidad, la Unión Soviética, se derrumbó sin pasar por procesos violentos de rebeliones y de guerras civiles. La gran ocasión fue la caída del muro de Berlín en 1989. Como en un castillo de naipes, todas las repúblicas soviéticas, una tras otra, fueron proclamando su autonomía del centralismo moscovita hasta que, finalmente, la propia Unión Soviética se derrumbó, lo que permitió el surgimiento de la República de Rusia.

Este evento tiene características de misterio trascendente dentro de la historia, pues no fue previsto por ningún analista de renombre, y acabó con la división de los dos mundos: el occidental capitalista y el oriental socialista. Finalizó la Guerra Fría. Y fortaleció el proceso de globalización de sesgo occidental capitalista, con todos los reduccionismos que implica.

Por más críticas que tengamos que hacerle en sus aspectos económico y político, la globalización es ante todo un fenómeno antropológico, mejor llamado planetización: la humanidad que vivía dispersa por muchas regiones del mundo, con sus culturas, historias y tradiciones, empieza a reunirse. Todos se encuentran en una única Casa Común, el planeta Tierra. Aquí nos descubrimos a nosotros mismos como una sola especie con un destino común.

Este fenómeno verifica lo que ya en 1933 había dicho Pierre Teilhard de Chardin desde su exilio eclesiástico en China: estamos en la antesala de una nueva fase de la humanidad: la fase de la noosfera, es decir, la convergencia de mentes y corazones formando una única historia común, junto con la historia de la Tierra. También esto representa una irrupción del Espíritu, que es un Espíritu de unidad, de reconciliación y de convergencia en la diversidad.

Los Foros Sociales Mundiales que empezaron a realizarse a partir del año 2000 revelan una irrupción particularísima del Espíritu. Se le canta en la liturgia como el pater pauperum, el padre de los pobres y el defensor de los humildes. Por primera vez en la historia moderna, los pobres del mundo, en contrapunto a las reuniones de los ricos en la ciudad suiza de Davos, consiguieron acumular fuerza y capacidad de articulación para hacer una reunión de muchos miles de personas, la primera vez en Porto Alegre (Brasil), y luego en otras ciudades del mundo para presentar sus experiencias de resistencia y de liberación, intercambiar experiencias sobre cómo crear microalternativas al sistema de dominación imperante, y alimentar un sueño colectivo para decir con fuerza: otro mundo es posible, otro mundo es necesario.

En las distintas ediciones de los Foros Sociales Mundiales, a nivel regional e internacional, se notan los brotes de un nuevo paradigma de humanidad, capaz de organizar de manera diferente la producción, el consumo, la conservación de la naturaleza y la inclusión de toda la humanidad, a partir de los últimos, en un proyecto colectivo que garantice un futuro de vida y de esperanza para todos. De ahí su importancia: del más profundo desamparo humano sale un humo que remite a un fuego interior imposible de apagar. Se convertirá en brasa viva y en llamarada para iluminar el nuevo camino de la humanidad.

La Primavera Árabe que incendió todo el norte de África se realizó bajo el signo de la búsqueda de libertad, el respeto por los derechos humanos y la integración de las mujeres, consideradas como iguales, en los procesos sociales. Las dictaduras fueron derribadas, se están probando las democracias, el factor religioso cada vez es más valorado en el conjunto de la sociedad, pero dejando de lado aspectos fundamentalistas. Estos hechos históricos deben interpretarse, más allá de su lectura secular y sociopolítica, como manifestaciones del Espíritu de libertad y de creatividad.

¿Quién podría negar que, en una lectura bíblico-teológica, la crisis de 2008 que afectó principalmente al centro del poder económico y financiero mundial, donde están los grandes conglomerados económicos que viven de la especulación a costa de la desestabilización de otros países y de la desesperación de sus poblaciones, no sea también una irrupción del Espíritu Santo? Cumple su misión, cantada en la liturgia de la Iglesia, de “lavar lo que está sucio, regar lo que es árido, sanar lo que está enfermo, doblar lo que es rígido, calentar lo que está frío y guiar lo que está perdido”. ¿No es en esta línea de catarsis y de limpieza en la que se buscan las soluciones para salir de la crisis?

Incluso los movimientos de las víctimas del sistema económico-financiero que se han organizado en Europa, como el de los “Indignados” en España e Inglaterra y el de los “Ocupas de Wall Street” en Estados Unidos, revelan una energía de protesta y de búsqueda de nuevas formas de democracia y de organización de la producción, cuya fuente última, en una lectura de fe, se encuentra en el entusiasmo suscitado por el Espíritu Santo.

La conciencia ecológica creciente está llegando a un número cada vez mayor de personas en todo el mundo. No es posible negar los hechos: hemos tocado los límites de la Tierra, los ecosistemas se están agotando, la energía fósil, motor secreto de todo el proceso industrial, tiene los días contados. Los eventos extremos son cada vez más frecuentes: calor excesivo de una parte y frío exasperante de otra, el deshielo de los casquetes polares, la escasez de agua, la erosión de la biodiversidad en un orden de casi cien mil especies desaparecidas cada año (datos de 2013), la desertización, la deforestación y el calentamiento global, que sigue aumentando hasta el punto de que dentro de unas décadas podría amenazar a toda la biosfera y a la humanidad; todos estos problemas plantean un interrogante a nuestra conciencia. Es el Espíritu que nos despierta y nos impulsa a tomar nuevos caminos.

Somos los principales responsables de este caos ecológico. O cambiamos de rumbo mediante la reorientación de la economía, la política y la ética, o podemos llegar a conocer el destino de los dinosaurios. Es urgente otro paradigma de civilización que esté en consonancia con otras visiones ya probadas en la humanidad, como el “buen vivir” y “el buen convivir” (sumak kawsay) de los pueblos andinos, el “índice de felicidad bruta” de Bután, el ecosocialismo, la economía solidaria y biocentrada, una economía verde bien entendida, o proyectos centrados en la vida, la humanidad y la Tierra viva, Gaia, al servicio de las cuales deben estar la economía, la política, la cultura y la ética.

4. La rigidización de las religiones y de las Iglesias

Las religiones y las Iglesias han sido siempre lugares privilegiados de la experiencia de un sentido concreto y existencial, así como de un sentido último (Sentido de los sentidos), pues hablan de valores infinitos. Pero también han sido alcanzadas por la crisis global de nuestra civilización. Seguramente su núcleo perenne se mantiene, pero la forma como este núcleo se presenta en el lenguaje, en los ritos, en las doctrinas y en la disciplina se ha fosilizado. Estas instituciones se aferran al pasado, sin renovar las formas de transmisión de sus mensajes. Siguen siendo fuentes, pero de aguas muertas.

Lamentablemente tal crisis ha alcanzado de lleno a la institución oficial de la Iglesia Católica. Ante la crisis global, en lugar de hacerle frente con valentía, se ha refugiado sobre sí misma, en los logros del pasado, convirtiéndose en un bastión de conservadurismo patriarcal y reaccionario. Si hay una institución que podría atreverse hasta el borde de la herejía, porque se siente acompañada por el Espíritu, son las Iglesias cristianas. Podrían adelantar propuestas de solución, abriendo caminos renovadores y perspectivas inauguradoras de lo nuevo, pero no lo hacen, porque han quedado rehenes del sistema eclesiástico y se han cerrado sobre su monolitismo y su supuesta exclusividad. Inventaron que son supuestamente de derecho divino y por lo tanto intocables. Además, viven de miedos, de sospechas y de condenaciones. Y ya sabemos que lo que se opone a la fe no es el ateísmo, sino el miedo.

La Iglesia Católica, en las últimas décadas, se ha dejado llevar por la obsesión del relativismo. Lo combate desde un absolutismo tan pernicioso como el relativismo que rechaza, pues enyesa la historia, vuelve anémico el deseo de crear y abandona la Tradición de Jesús, de la que hablaba José Comblin en su grandiosa pneumatología. En realidad todo es relativo en la historia, menos Dios, el hambre y el sufrimiento de los inocentes, como dice don Pedro Casaldáliga. La Iglesia tiene que encontrar una manera de estar presente en el mundo que la haga contemporánea a nuestro tiempo y una fuente de sentido y de alegría de vivir. La mayoría de los cristianos andan tan tristes que no parece que han sido redimidos ni que creen en la resurrección de toda la carne. La gente tiene el derecho de escuchar el mensaje liberador de Jesús de forma que pueda entenderlo y vivirlo. Y esto no está garantizado con la repetición de doctrinas de catequesis diseñadas en el pasado y codificadas en el presente sin buscar las formas de comunicación adecuadas a esta nueva era del conocimiento y de la globalización del destino humano.

Todo parece haber cambiado con la llegada del Papa venido de las Iglesias nuevas del Tercer Mundo, de Argentina, el Papa Francisco. Ha iniciado una vigorosa vuelta a la verdadera tradición, que es la llamada “Tradición de Jesús”. Ella implica una despaganización de la Iglesia, especialmente de la jerarquía y del estilo que cardenales y papas habían asumido históricamente: los hábitos paganos de los emperadores romanos con sus símbolos de poder imperial absoluto y con el fasto de los palacios renacentistas y sus modos principescos de vestir.

El Papa Francisco, el obispo de Roma, como le gusta llamarse, cuando le ofrecieron la muceta (la capa ricamente adornada que se ponían sobre los hombros), símbolo de los emperadores romanos para demostrar su poder ilimitado, dijo claramente: “el carnaval ya ha terminado”. Y no aceptó ponerse tal símbolo, sino una sencilla esclavina blanca sobre la sotana blanca, zapatos convencionales, y por debajo los pantalones negros que usaba siempre.

Pero la verdadera revolución eclesial que está introduciendo consiste en poner en el centro a Jesús, a los pobres y a la persona humana concreta, independientemente de que sea o no creyente.

Ha asumido el Jesús histórico y no el Cristo pantocrátor de la teología triunfante posterior. Ese Jesús histórico, el Nazareno, se presentó como pobre, pero con un mensaje centrado en la imagen de Dios-Padre con características de madre, por su amor incondicional, su misericordia sin límites, su cercanía a las masas empobrecidas, y por privilegiar a los humillados y hechos invisibles, los primeros destinatarios de su anuncio del Reino de Dios. A estos, con sus gestos y palabras, les da esperanza, fuerza de resistencia y capacidad de inventar otro tipo de sociedad menos malvada que la actual. Asume el valor profético de denunciar un sistema económico-financiero que idolatra el dinero y sacrifica naciones enteras a su voracidad. Se hace así un poderoso aliado de todos los que buscan otro mundo posible y necesario.

Otro centro explícito son los pobres. En su primera entrevista pública lo dijo claramente a los periodistas: “cuánto me gustaría una Iglesia pobre y para los pobres”. No fue una frase retórica, como lo era en los discursos de los papas anteriores, que hablaban de la opción por los pobres pero nunca tenían contacto directo con ellos. El Papa Francisco fue al encuentro de los más pobres de los pobres, que son en Europa los inmigrantes de África y del Este europeo. Los visitó en la isla de Lampedusa, en el centro de acogida de los jesuitas en Roma, y en Córcega, donde se concentra el mayor número de desempleados de toda Italia.

Él mismo vive sencillamente, fuera del palacio pontificio, en la Residencia de Santa Marta, come en el comedor con los demás y vive en uno de los cuartos que hay para los residentes. Va en coche utilitario, disminuyendo al mínimo el aparato de seguridad, como lo pudimos ver en su primer viaje al extranjero, a Brasil, para la Jornada Internacional de la Juventud. Muestra cómo debe ser la Iglesia: solidaria con los que más sufren en el mundo. Ha retado a los religiosos y religiosas que tienen conventos vacíos a que en vez de hacer dinero con ellos, mediante eventos y otras iniciativas, los abran a los pobres que son “la carne de Cristo”.

El tercer objetivo es la persona humana concreta en su trayectoria personal. Entiende la Iglesia no como una fortaleza que tiene que defenderse de la contaminación del mundo, sino como una casa abierta, para que los ministros puedan salir al encuentro de los fieles y los fieles puedan entrar en ella y sentirse como en su propia casa. Dialoga con todos. Respondió personalmente a un gran periodista italiano, Eugenio Scalfari, no creyente, sobre las relaciones entre fe, ciencia y no creencia.

Estas palabras, de una larga entrevista programática que concedió a la revista de los jesuitas La Civiltà Cattolica a finales de septiembre de 2013, revelan tal vez su visión de la Iglesia y la misión que tiene en el mundo:

Veo cada vez con mayor claridad que lo que hoy la Iglesia necesita más es la capacidad de curar las heridas y calentar el corazón de los fieles, la proximidad. Veo la Iglesia como un hospital de campaña después de una batalla. Es inútil ponerse a preguntar a un herido grave si tiene el colesterol o el azúcar altos. Primero hay que curar las heridas, después se puede hablar de lo demás. Es necesario empezar desde abajo. La Iglesia a veces se ha cerrado en las pequeñas cosas, en pequeños preceptos. Lo más importante es el anuncio primero: “Jesús te ha salvado”. Por eso, los ministros de la Iglesia deben ser, por encima de todo, ministros de la misericordia. Las personas tienen que ser acompañadas, las heridas tienen que ser curadas.

Los ministros de la Iglesia deben ser misericordiosos, ocuparse de las personas, acompañarlas como el buen samaritano que lava, limpia, levanta a su prójimo. Esto es Evangelio puro. Dios es mayor que el pecado. Las reformas estructurales y de organización son secundarias, es decir, vienen después, la primera reforma debe ser la de la actitud. Los ministros del Evangelio deben ser capaces de calentar los corazones de las personas, caminar con ellas en la noche, saber dialogar y también entrar en la noche de ellas, en su oscuridad sin perderse. El Pueblo de Dios quiere pastores y no funcionarios o clérigos de Estado.

La cita es larga, pero revela su concepción de Iglesia y su misión liberadora en el mundo de hoy. Francisco representa una primavera en la Iglesia, que trae alegría de ser cristiano y esperanza para el mundo.

A pesar de esta revolución institucional introducida por el Papa Francisco queda todavía un problema nunca resuelto: la tensión entre el carisma y el poder. En la Iglesia hay poder, porque la comunidad tiene que organizarse y asegurar su continuidad en la historia. Se dice que es el momento petrino (de san Pedro, garante de la tradición apostólica). Pero sucede que, tal como se mencionó anteriormente, este poder se convirtió en monárquico y absolutista, concentrado todo en manos de una minoría de cristianos: el clero con el Papa a la cabeza. A partir de esta estructuración desigual, que va en contra de la voluntad explícita de Jesús, se creó una unidad ficticia mediante la sumisión incondicional de todos, generando cristianos infantilizados, sin creatividad y sin autenticidad. En la doctrina común, la organización eclesiástica eliminó al Espíritu Santo, que actuaría por medio de ella, olvidando que según san Pablo, el Espíritu fue dado a todos y distribuye sus carismas según su designio y no según la aprobación de la jerarquía.

En otras palabras, se perdió el momento paulino (de san Pablo, príncipe de la libertad cristiana). Ahora bien, la Iglesia tiene su fundamento en ambos apóstoles: en Pedro y en Pablo. Eliminando o disminuyendo a uno de ellos, deformamos la Iglesia, y la hacemos contraria a la tradición de Jesús. Es importante reconocer que allí donde reina el poder, incluso bajo la figura de lo sagrado, desaparecen el amor, la compasión y la creatividad. El poder para ser poder necesita ser fuerte, aliándose con otros poderes, sometiendo bajo su control a todos los que lo amenazan o representan un antipoder. La historia ha demostrado que los portadores de carismas, los reformadores e innovadores han sido perseguidos y condenados, cuando no eliminados por el poder.

La institución de la Inquisición (poco importa el cambio de nombre) ha sido y sigue siendo el gran instrumento de control, de represión y de condena de todos los que significan alguna amenaza para el poder establecido. Es tal vez la instancia que más dificulta la evangelización y el diálogo con cualquier interlocutor, porque aprecia más el orden que la vida, más la disciplina que la creatividad, más la autoafirmación que la apertura al otro.

Con pena amonestaba san Pablo: “No ahoguéis al Espíritu” (1Tes 5,19). Sin embargo, lo que más se ha dado en los últimos siglos ha sido este ahogamiento del Espíritu por parte del poder institucional, que no ha sabido cómo mantener la tensión creativa entre los dos polos legítimos: el poder y el carisma, tesis central y objetivo de mi libro juzgado negativamente por la ex Inquisición: Iglesia: carisma y poder. Obsérvese que no se dice “Iglesia: carisma o poder”, sino “Iglesia: carisma y poder”. Necesitamos el poder para garantizar la perpetuidad del mensaje de Jesús en la historia. Y necesitamos el carisma para mantener el poder como servicio y no permitir que la Tradición de Jesús se fosilice en doctrinas, ritos y normas canónicas. Por lo tanto, el carisma es para actualizar e innovar continuamente el mensaje frente a las mutaciones históricas. Sin el mantenimiento dialéctico y difícil de estas dos energías se destruye el equilibrio necesario para tener una comunidad saludable, a la vez ordenada y creativa. Sin esta articulación de los polos, el poder facilitará el olvido del Espíritu, como ocurrió ampliamente en la Iglesia latina, en la cual el poder sagrado de la jerarquía ganó hegemonía y acabó poniendo bajo control las manifestaciones del Espíritu.

El gran teólogo alemán J. A. Möhler (1838) decía irónicamente: “Dios creó la jerarquía y así estableció generosamente todo lo necesario hasta el final de los tiempos”. Triste ilusión, pero se convirtió en enseñanza tradicional por la cual se recalcaba, como está escrito explícitamente por los papas Gregorio xvi (1846) y Pío x (1914), que: “la Iglesia es una sociedad desigual, jerarquizada y perfecta: por un lado, la jerarquía que enseña y manda, y por el otro los fieles, que escuchan y obedecen”. Y enseñaba aún más: que la división entre el clero y los laicos es de derecho divino y por lo tanto no se puede cambiar. Por esta razón, esta visión del poder establece pronto jerarquías, discriminaciones y desigualdades, que olvidan al Espíritu con sus dones o crean obstáculos a su acción. En este contexto, es relevante la Renovación Carismática Católica (rcc), que refuerza el momento de carisma y convoca (o debería convocar) al poder a ser servicio y no dominación.

Hoy en día, en el lugar del Espíritu Santo, además de la jerarquía tenemos el Catecismo Universal de la Iglesia Católica, publicado bajo el pontificado de Juan Pablo ii. Como acertadamente analiza José Comblin: El Catecismo universal pone todo en el mismo plano y no permite una investigación ulterior. Impone la misma interpretación a todos los continentes y a las diferentes culturas. Todas las culturas deben entender la revelación como se entiende en Roma. Esta interpretación permanece inevitablemente abstracta e impide una interpretación a la luz de la situación histórica, es decir, corre el riesgo de permanecer inoperante. La publicación de este Catecismo hace inútil la acción del Espíritu Santo. Ya no tiene nada que hacer, ya que todo está explicado en el Catecismo para todo el mundo” (O Espírito Santo, 116).

Aparte de esta inflación del poder sagrado que deja poco espacio para el Espíritu Santo, hay que reconocer también que casi todas las religiones e Iglesias están enfermas de la enfermedad del fundamentalismo. Este suscita en ellas un aumento de la pretensión de exclusividad, de ser las únicas portadoras de la verdad y el único camino hacia Dios. El fundamentalismo, ya sea en la política, en las religiones o en las Iglesias, lleva siempre a la violencia y a mecanismos de exclusión. Rompe la unidad del conjunto del tejido humano y la obra que el Espíritu hace en todos los pueblos y en los corazones. Él siempre llega antes que el predicador, porque donde hay amor, perdón, misericordia y fraternidad ahí está el Espíritu con todos sus dones. Y no podemos negar que tales bienes están presentes en todos los pueblos y culturas.