El hombre que sabía demasiado
Gilbert K. Chesterton
Century Carroggio
Derechos de autor © 2023 Century Publishers s.l.
Reservados todos los derechos.Introducción al autor y su obra: Juan LeitaTraducción: R. Berenguer
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Introducción al autor, su época y su obra
El rostro en el blanco
El agujero en el muro
La manía del pescador
El loco de la familia
La venganza de la estatua
Introducción al autor, su época y su obra
Por Juan Leita
Hace ya algunos años Caroly Wells, autora americana de numerosas novelas policíacas y de misterio, escribía en una revista quejándose de la mala crítica que suele hacerse de este género literario. «Es evidente -decía la escritora- que la tarea de hacer la crítica de las aventuras detectivescas se confía a personas a quienes no les gustan las narraciones de esta índole. Afirmó que semejante proceder no es razonable. No se envía un libro de poesías a una persona que odia la poesía. Una novela de costumbres modernas no se somete a juicio de un moralista severo que considera inmorales todas las novelas. Si se someten a juicio crítico las novelas policiales y de misterio, justo es que sean criticadas por aquellas personas que comprenden por qué se escribieron tales historias.» lncomprensiblemente, aún hoy persiste esta irregularidad observada por Caroly Wells, al tiempo que no se comprenden todavía las causas que han originado la creación de la novela policíaca. No hace mucho, por ejemplo, un psicólogo pretendía resumir en último análisis toda la esencia e historia del género en el complejo de Edipo. Cualquier narración policíaca se basa en el mismo esquema: el asesino es el hijo y la víctima es el padre, y al final el castigo recae sobre él como una maldición. Especificando algo más la teoría, se afirma que la oposición asesino-víctima nos remite a una imagen más amplia: el malhechor se rebela contra la sociedad que representa aquí el superego paterno. Desde este punto de vista se intenta explicar la evolución de la novela policíaca. Al principio nos hallamos en pleno patriarcado: domina la sociedad y el detective sirve para proteger a sus «hijos» y preservarles del peligro. Es la representación del padre que crea los investigadores de la época clásica. En la segunda etapa, el policía llega a estar tan corrompido como el criminal, oponiéndose con frecuencia al orden que debería defender: es la novela policíaca «negra» que expresa fundamentalmente una rebeldía general contra la dominación de la sociedad-padre. En la tercera etapa, calmada la rebeldía, el hijo acepta nuevamente la protección paternal: es el agente de contraespionaje que pretende proteger al ciudadano y a toda la nación del peligro que se perfila a lo lejos.
Si ya en general se advierte que esta visión ha sido forjada por alguien que solo ve y ama la psicología y el psicoanálisis, en concreto el simplismo y la vaguedad de la teoría se advierten en seguida al abordar la obra policíaca de G. K. Chesterton. En efecto, en todas sus narraciones aparece un leitmotiv que contradice abiertamente el esquema edipiano. Lo que se repite y se desarrolla en sus personajes principales y en sus peripecias es el interés por el hombre, por el hombre no en sus cualidades más brillantes y excepcionales, sino en sus cualidades ordinarias y naturales. Chesterton pone al hombre delante de todo como una realidad única e indivisa, el hombre que cada uno de nosotros somos, en cuanto poseemos la misma naturaleza, en cuanto llevamos el mismo destino y somos capaces de los mismos goces, de los mismos sufrimientos, de las mismas sublimidades y las mismas bajezas: algo grande que hemos de reverenciar incluso en los más despreciados e ignorantes de una sociedad concreta. En sus narraciones, Chesterton concede una importancia decisiva a las cualidades y nociones primeras, verdades no aprendidas, intuiciones naturales, comunes a todos los hombres, que se hallan al alcance de todos sin distinción. Por esto confía más en el sentido común de un cualquiera, del hombre de la calle, que en la eficacia rectora de las minorías intelectualmente selectas, cuyo juicio suele estar deforma do por el hábito de la simplificación abstracta y la linealidad de la especialización. En una de sus múltiples discrepancias con Bernard Shaw afirmaba, por ejemplo: «Bernard Shaw no puede comprender que lo valioso, lo estimable a nuestros ojos, es el hombre, el viejo bebedor de cerveza, forjador de credos, luchador, frágil y sensual». Esto le lleva, lógicamente, a la idea de la igualdad humana. En el fondo, no existen las oposiciones mayor-menor, superior-súbdito, padre-hijo. «Todos los hombres son iguales como todos los peniques son iguales, ya que su único valor es el de llevar la imagen del rey.» «Todos los hombres pueden ser criminales si son tentados. Todos los hombres pueden ser héroes si son inspirados.» «La verdad psicológica fundamental no es que ningún hombre puede ser un héroe para su ayuda de cámara. La verdad psicológica fundamental es que ningún hombre es un héroe para sí mismo. Cromwell, según Carlyle, fue un hombre fuerte. Según Cromwell, fue un hombre débil.»
Si atendemos ahora al personaje principal de sus narraciones policíacas: el padre Brown, veremos que estas ideas coinciden plenamente con su imagen. Su aspecto físico es anodino e insignificante. Brown es el apellido que acapara más páginas en la guía telefónica inglesa. En realidad, no se trata ni del hombre que se rebela contra la sociedad ni del héroe que pretende proteger al ciudadano y a toda la nación del peligro que les amenaza. Se trata más bien del hombre vulgar, del hombre común que no posee ninguna relevancia especial: Es el hombre de la calle. Ni siquiera su sotana le confiere- un atributo o una dignidad particular. En la sociedad concreta en que vive, la sotana es un signo de .desprecio de postergación: el despreciable cura papista. De hecho, parece como si Chesterton haya revestido a su personaje con este atuendo cató lico por este único motivo. El padre Brown nunca aparece cumpliendo los deberes estrictamente sacerdotales. Nunca le vemos diciendo misa ni atendiendo a los fieles en una parroquia. Ya Agatha Christie se admiraba de «este clérigo vagabundo que aparece en todas partes, incluso en los lugares más insospechados». En realidad, el padre Brown no es ninguna representación del padre. Lo que ha tipificado Chesterton con su personaje es lo más despreciable de su sociedad, para hacer ver que lo que interesa es el hombre con sus cualidades ordinarias y naturales, con su sentido común, con su instinto forjador de credos, con su fragilidad.
La crítica ha achacado a las narraciones policíacas de G. K. Chesterton el hecho de que nunca deje pistas al lector. Nunca aparece un proceso lógico a través del cual pueda deducirse la solución del misterio. El padre Brown o el investigador que protagoniza la historia intuye simplemente la clave del problema y su explicación. Esto obedece evidentemente a los principios chestertonianos indicados anteriormente. Se trata de poner de relieve la intuición natural, las cualidades y nociones primeras, comunes a todos los hombres, que se hallan al alcance de todos sin distinción. El padre Brown se imagina simplemente lo que él podría haber hecho en el caso de ser tentado, ya que también él podría haber sido el criminal. Su bondad y su inteligencia no son prerrogativas de una minoría o de un estamento social privilegiado, sino de la misma naturaleza humana, única e indivisa: algo grande que se encuentra en cualquiera de nosotros.
Un crítico agnóstico se admiraba de encontrar en boca de «este sacerdote dedicado a Dios» frases como estas:«Todo me ata a Inglaterra, es mi cuna, mi hogar, y lo más extraño es que de esta Inglaterra, aunque usted la quiera y pase en ella su vida, no saca usted más que la cabeza caliente y los pies fríos; siempre es para uno un enigma». De hecho, el error de este crítico agnóstico, al estilo de muchos «no creyentes» que en casos semejantes dejan ver ingenuamente su formación y concepción ortodoxa, es creer que el padre Brown es «un sacerdote dedicado a Dios». No se trata de un hombre dominado enteramente por transcendentalismos y visiones apartadas del mundo. No se trata de un individuo que forzosamente deba adecuarse a los moldes estereotipados de un partido o de un sistema. Se trata simplemente del hombre que ama la tierra que pisa, el mundo concreto en que vive, con la capacidad natural sin embargo de cuestionarlo y de oponerte su propia insatisfacción. El mismo crítico denunciaba en el padre Brown la tendencia moralista de convertir a Flambeau. En realidad, según Chesterton, Flambeau no se con vierte al padre Brown ni a ninguna iglesia, sino que los dos se convierten, a pesar de sus diferencias notables, en un mismo hombre: el sano pensador exento de prejuicios, el simple conocedor de la naturaleza humana, el defensor a ultranza de la bondad, el buen bebedor de whisky escocés.
La crítica ha achacado también a G. K. Chesterton el introducir a Dios en la novela policíaca. El padre Brown sería, según esto. el representante terrenal de un Dios padre que vela sobre sus hijos en medio de la maldad y del crimen. El simplismo teórico y la incapacidad de desembarazarse de concepciones preestablecidas vuelven a aparecer incomprensiblemente en el marco todavía falseado de la crítica de la novela policíaca. Porque, si algo hay que observar ante todo, no es que Chesterton introduzca divinismo en el género, sino más bien humanismo. Hemos hablado ya de las características esenciales y de lo que significa este «pequeño cura papista». En su sociedad concreta, no puede aparecer como el representante terrenal de un Dios-padre, sino en todo caso como el representante de los desheredados y de los despreciables de la humanidad. El padre Brown no es un predicador de dogmas ni de mensajes ultramundanos, sino aquel que transmite vívidamente las cualidades más íntimas y apreciables de la naturaleza humana. Esto es lo que capta Flambeau. Esto es lo que capta cualquier lector sano. En el fondo, a quien en realidad está más allá de cualquier confesionalismo y de cualquier sistema dogmático, el padre Brown le ha de suscitar la misma simpatía que suscitaban al payaso de Heinrich Boll sus dos católicos: el papa Juan y sir Alee Guiness.
La técnica de las narraciones policíacas de G. K. Chesterton sigue fielmente los principios enunciados por él como base necesaria para una buena historia del género. La primera característica es que la clave sea simple. Durante toda la narración debe existir la expectación del momento de la sorpresa, pero esta sorpresa debe durar tan solo un momento. Los escritores de cuarta categoría piensan que su cometido es desentrañar detenidamente una complicada e improbable serie de acontecimientos. El resultado puede ser lógico, pero no sensacional. Para comprobarlo, nos dice Chesterton, imaginémonos un jardín oscuro a la hora del crepúsculo. Una voz terrible se va acercando hacia nosotros. Es un grito dado por uno de los personajes de la historia, un personaje desconocido y siniestro o tal vez uno ya familiar. Es evidente que el grito que tal personaje deje escapar ha de ser algo breve y sencillo, como:
« ¡El asesino es el mayordomo!». Pero el personaje no puede quebrar el silencio del oscuro jardín gritando en voz alta: «El emperador se cortó la garganta en las siguientes circunstancias: su majestad imperial estaba afeitándose, y, en medio de la operación, se quedó dormido, fatigado por los quehaceres del estado. El arcediano pretendió, en un principio con espíritu cristiano, acabar de afeitar al monarca dormido, cuando repentinamente se sintió tentado a cometer el asesinato, al recordar la ley de separación entre iglesia y estado. Pero se arrepintió, después de ocasionar un simple rasguño, y arrojó la navaja al suelo. El fiel mayordomo, al oír el alboroto, entró de improviso y arrebató el arma. Más en la confusión del momento, en vez de cortarle la garganta al arcediano, se la cortó al emperador. Así todo termina satisfactoriamente, y el joven y la chica pueden dejar de sospechar el uno del otro de ser el autor del asesinato, y se casan». «Esta explicación -nos dice Chesterton-, aunque razonable y completa, no puede ser emitida convenientemente en forma de exclamación, ni puede resonar de repente en el oscuro jardín a manera de sentencia. Cualquiera que haga la prueba de gritar fuerte el párrafo mencionado, en su propio jardín a la hora del crepúsculo, se dará cuenta de la dificultad a que me refiero.»
La segunda característica de una buena historia policíaca es, según él, que por su extensión debería parecerse más a la narración corta que a la novela. La principal dificultad de una narración larga de este género estriba en que, después de todo, la novela policial es un drama de caretas y no de caras. Cuenta más bien con los seudodistintivos del personaje que con los reales. Hasta llegar al último capítulo, el autor no puede contar ninguna de las cosas más interesantes de los personajes principales. El drama se basa precisamente en el simple falso concepto de la realidad. «Es un baile de máscaras, en donde todos se disfrazan de otra persona diferente a sí mismos, y no existe el verdadero interés personal hasta que el reloj da las doce.» No podemos penetrar en la psicología y filosofía de los personajes, hasta que hayamos leído el último capítulo. «Por esto opino que lo mejor de todo es que el primer capítulo sea también el último.»
Dejando por un momento aparte la aplicación de esta técnica a sus propias narraciones, no hay duda de que estos principios de Chesterton enunciados ocasionalmente a comienzos de siglo constituyen unos elementos de juicio muy precisos por lo que se refiere a las obras del género en su totalidad. Con el tiempo, tanto los hechos como la crítica le han dado la razón en este punto. Por lo que atañe a la primera característica, resulta muy fácil ahora reconocer en ella la misma esencia del suspense. Lo que importa es saber mantener con maestría la expectación del momento de la sorpresa, del punto crucial y rápido en que se resuelve casi intuitivamente el problema. Alfred Hitchcock ha insistido repetidas veces en que poco importa la lógica. Poco importa la explanación detallada del hilo interno que enlaza la variada y compleja gama de sucesos. Lo que interesa es saber mantener, aunque sea con la punta de un simple bastón o el mero hecho de fregar el suelo, el ansia del espectador por algo que finalmente le asombre y le sorprenda. Por lo que se refiere a la segunda característica, la mayoría de los críticos ha reconocido que las mejores historias policiales o de crímenes se encuentran en breves narraciones que apenas alcanzan las veinte páginas. Desde Poe hasta William Irish, el género policíaco ha condensado lo mejor de sus frutos en peripecias que no pasaban del primer capítulo. Los asesinatos de la calle Morgue y La ventana indiscreta son ya dos exponentes extremos de esta verdad. Con todo, es imposible soslayar el hecho de que, como lo recuerda también Chesterton, «nunca han existido mejores novelas policiales que la antigua serie de Sherlock Holmes». Sir Arthur Conan Doyle abordó en poquísimas ocasiones la narración auténtica mente extensa. Sus numerosas historias son breves y concisas. El baile de máscaras ha de tener un límite más bien próximo. El lector avezado al género habrá podido comprobarlo ya por sí mismo. En múltiples novelas basta leer el primer capítulo, que constituye el planteamiento de la historia, y el último, que es el desenlace, para conocer perfectamente todo lo que ha ocurrido.
Si pasamos ahora a considerar la aplicación de estos principios chestertonianos a sus propias narraciones, observaremos ante todo que la segunda característica técnica fue siempre seguida fielmente por el creador del padre Brown. Descartando su obra El hombre que fue jueves, que algún crítico ha calificado de novela policíaca «metafísica», aun cuando nosotros pensamos que se trata de un juicio demasiado vago y alambicado, las historias policíacas de G. K. Chesterton corresponden siempre al género del cuento o de la novela corta. La crítica le ha acusado de que no atiende al rasgo psicológico del personaje. Pero ello obedece, evidentemente, a su concepción del relato policíaco. No puede haber tiempo para la descripción de las auténticas cualidades personales de los personajes. Las máscaras aparecen furtivamente en función del único capítulo que en verdad interesa. En cuanto a la primera característica, el suspense de las narraciones de Chesterton posee la peculiaridad de ser un suspense intelectual y especulativo. La expectación del momento de la sorpresa no se mantiene, por lo general, a base de peripecias anecdóticas ni de trucos secundarios, sino predominantemente por el desarrollo de la reflexión ideológica y por la exposición de los contenidos conceptuales que implica la situación concreta. Esta peculiaridad puede resultar, sin duda, chocante e incluso molesta para el lector común de novelas policíacas, dado más bien a la evasión de tipo imaginativo y poco acostumbrado a la especulación de carácter ideológico. Se trata de la misma incomodidad que suele sentirse ante la magistral introducción de Edgar Allan Poe a Los asesinatos de la calle Morgue. En el caso de Chesterton, sin embargo, hay que reconocer que· la dificultad se agudiza. En el fondo, solo aquel que está familiarizado con su rápido y agudo proceso intelectual, característico de sus obras de ensayo, puede seguir con pasión sus relatos policíacos. Únicamente aquel que es capaz de seguir por menudo al autor de Herejes, Ortodoxia y El hombre perdurable, de quien Gilson dijo que «fue una de las inteligencias más poderosas que ha producido Europa», puede disfrutar por entero de sus intrigas criminales urdidas a base de razonamientos y de disquisiciones ideológicas.
Con todo, es indudable que cualquier lector captará algo de la variada gama de valores que se presenta en esta serie de narraciones. Las situaciones ingeniosas abundan por doquier, e incluso el catador de bue.na literatura se dará cuenta de que se halla ante un maestro. La muestra de la espada rota, por ejemplo, constituye un bello exponente de narración literaria, aun prescindiendo de su ingeniosidad y de su carácter específicamente policíaco. Pero de hecho, si dejamos a un lado el juicio crítico de aquellos a quienes no les gustan las historias policiales y de misterio y atendemos al criterio de aquellas personas que comprenden por qué se escribieron tales historias, tendremos que reconocer que la obra policíaca de G. K. Chesterton contiene valores decisivos dentro del género. Ellery Queen, por ejemplo, cree que El candor del padre Brown es el mejor libro de narraciones detectivescas después de Las aventuras de Sherlock Holmes de Sir Arthur Conan Doyle. El género policíaco, considerado siempre como un género literario de escasa categoría, ha sido denigrado además, especialmente por parte de los sectores más intelectuales, con la observación de que es un producto de pura evasión y de imaginaciones infantiles. El mismo Chestertonse hizo eco de este reproche en su autobiografía: «gente frívola piensa que es caer muy bajo ponerse a escribir cuentos, incluso cuentos de crímenes, como yo; que para algunos es equivalente a formar parte de las clases criminales». Con la selección de narraciones que aquí presentamos, sin embargo, creemos aportar precisamente un testimonio singular de la frivolidad de tales afirmaciones, ya que constituye una muestra clara de la altura a que puede llegar el género en manos de un gran escritor y de un gran pensador.
El rostro en el blanco
Harold March, periodista y sociólogo de creciente reputación, cruzaba a paso vivo una gran meseta de páramos y pastos comunales, cuyo confín festoneaban los lejanos bosques de la famosa propiedad de Torwood Park. Era March un apuesto joven, vestido con un traje a cuadros, de cabello ensortijado y muy rubio, y ojos claros y límpidos. Mientras marchaba bajo el sol y el aire, en pleno campo libre, se sentía aún lo bastante joven para pensar en sus opiniones políticas en vez de tratar, simplemente, de olvidarlas. Porque el motivo que le llevaba a Torwood Park era un motivo político. Le había citado allí nada menos que el ministro de Hacienda, sir Howard Horne, quien acababa de presentar un proyecto de presupuesto que algunos calificaban de socialista, y se disponía a comentarlo en una entrevista con un escritor que tanto prometía. Harold March era el tipo del hombre que lo sabe todo en política y nada de los políticos. También sabía mucho de arte, letras, filosofía y cultura general, de casi todo, en realidad, menos lo concerniente al mundo en que vivía.
De pronto, en medio de aquellas planicies soleadas y ventosas, vino a dar con una especie de hendidura en el terreno, casi tan angosta que se la podía llamar una grieta. No tenía más anchura que la necesaria para formar el cauce de un arroyo que desaparecía a trechos bajo un verde túnel de maleza, como bajo una selva enana. De hecho, Harold tuvo la extraña impresión de ser un gigante que contemplaba el valle de los pigmeos. Al descender el barranco, sin embargo, la impresión se desvaneció; las márgenes rocosas, aunque apenas más altas que una cabaña, se inclinaban hacia afuera y ofrecían el perfil de un precipicio. Cuando March se paró a recorrer el curso del arroyo con una ociosa, pero romántica curiosidad, y vio brillar el agua en cortos jirones entre grises peñascos y matas suaves como grandes musgos verdes, su imaginación tomó un rumbo completamente opuesto. Fue algo así como si la tierra se hubiera abierto y le hubiese sumido en una especie de fantástico mundo subterráneo. Cuando se percató de la presencia de una figura humana, destacándose oscura, contra la blancura luminosa del agua, y sentada sobre un peñasco, con el aire de un gran pajarraco, experimentó tal vez algunos de los presentimientos propios del hombre que topa con la amistad más extraña de su vida. El hombre al parecer estaba pescando; o por lo menos permanecía en la actitud de un pescador, con una inmovilidad mayor que la de un pescador. March pudo examinarle casi como si se tratara de una estatua, por espacio de unos minutos, antes de que la estatua hablara. Era un hombre alto, rubio, demacrado y un tanto lánguido, de párpados pesados y nariz aguileña. Cuando su cabeza se hallaba cubierta por un ancho sombrero blanco, su bigote rubio y su delgada figura le daban el aire de un joven. Pero el panamá yacía a su lado, sobre el musgo, y el espectador podía ver que su frente estaba prematuramente calva; este detalle unido a unas ojeras manifiestas, ofrecía un aspecto de fatiga mental y hasta de sufrimiento. Pero, después de un breve escrutinio, lo que resultaba más curioso en él era que, aunque parecía un pescador, no estaba pescando.
Tenía, en vez de caña, algo que podía haber sido el salabardo que usan algunos pescadores, pero que se parecía más a la red de juguete que usan los niños y de la cual se sirven lo mismo para pescar quisquillas que para cazar mariposas. Lo sumergía en el agua de vez en cuando, miraba gravemente su cosecha de algas o de lodo, y lo volvía a vaciar.
-No; no he cogido nada -observó sosegadamente, como correspondiendo a una muda interrogación-. Cuando saco algo, he de devolverlo al agua, especialmente el pez gordo. Pero algunos de los animalitos me interesan cuando los cojo.
-Un interés científico, supongo -observó March.
-Temo que sea más bien un interés de aficionado-respondió el extraño pescador-. Pero tengo una especie de chifladura por lo que se llaman fenómenos de fosforescencia. Aunque sería algo embarazoso ir por el mundo pregonando pescado podrido...
-Eso me parece a mí -dijo March sonriendo.-Resultaría un tanto extraño entrar en un salón llevando un gran bacalao luminoso -continuó el desconocido con su aire distraído-. ¡Qué original sería llevarlo como farol o tener sardinas por velas! Algunas bestias marinas serían realmente muy bonitas en calidad de pantallas; el caracol azul de mar, que centellea por todas partes como el cielo estrellado; y algunas de las estrellamares que brillan realmente como estrellas rojas... Pero, naturalmente, no las busco aquí.
March pensó preguntarle qué era lo que buscaba; pero no sintiéndose capaz de seguir una discusión técnica tan profunda, por lo menos, como los peces de las aguas profundas, volvió a temas ordinarios.
-¡Qué delicioso rincón es este! -dijo-; ¡esta cañadita con este riachuelo! Es como esos lugares de que habla Stevenson, donde tiene que ocurrir algo.
-Lo sé -respondió el otro-. Pienso que ello es porque el sitio mismo, por decirlo así, parece ocurrir y no meramente existir. Tal vez sea esto lo que Picasso y algunos de los cubistas tratan de expresar mediante ángulos y líneas quebradas. Vea aquella pared como un farallón bajo, que se inclina exactamente en ángulo recto con el talud de césped que sube a encontrarse con ella. Es como una colisión silenciosa. Es como el rompiente y la resaca de una ola.
March miró al risco bajo que se proyectaba sobre el verde talud, y asintió con la cabeza. Le interesaba un hombre que tan fácilmente pasaba del tecnicismo de la ciencia al del arte, y le preguntó si admiraba a los nuevos artistas angulares.
-Según yo lo entiendo, los cubistas no son bastante cubistas -respondió el desconocido-. Quiero decir que no son bastante macizos. A fuerza de hacer matemáticas, dejan las cosas sin consistencia. Mire las líneas vivas de este paisaje, simplifíquelo hasta hacer de él un mero ángulo recto y lo habrá aplastado hasta convertirlo en un mero diagrama sobre el papel. Los diagramas tienen su belleza, pero es precisamente de otra base. Representan las cosas inalterables, la clase de cosas serenas, eternas, matemáticas; lo que alguien llama el blanco resplandor de...
Se detuvo, y antes de que dijera otra palabra, algo había ocurrido, algo que sucedió demasiado rápido para que se dieran cuenta de ello. De detrás del risco que habían estado mirando llegó un ruido y un fragor como el de un tren, apareciendo un gran automóvil. Sobrepasó la cresta del risco, negro contra la luz del sol, como un carro de batalla que corriera a su destrucción en alguna loca epopeya. March, maquinalmente, tendió su mano en un ademán inútil, como si fuera a alcanzar una taza que se cayera en un salón.