El hombre que sabía demasiado - Gilbert K. Chesterton - E-Book

El hombre que sabía demasiado E-Book

Gilbert K. Chesterton

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El joven y prometedor periodista Harold March entabla amistad con Fisher, un hombre muy relacionado con la alta sociedad y los entresijos del poder. Sus peripecias comienzan al encontrarse en lo que parece ser un accidente de caza. A partir de ahí se irán encontrando en situaciones de lo más conspiratorias, corruptelas políticas, incluso crímenes o grandes servicios al estado, a través de los seis relatos que comprende la obra: El rostro en el blanco, El agujero en el muro, La manía del pescador, El loco de la familia y La venganza de la estatua

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El hombre que sabía demasiado
Gilbert K. Chesterton
Century Carroggio
Derechos de autor © 2023 Century Publishers s.l.
Reservados todos los derechos.Introducción al autor y su obra: Juan LeitaTraducción: R. Berenguer
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Introducción al autor, su época y su obra
El rostro en el blanco
El agujero en el muro
La manía del pescador
El loco de la familia
La venganza de la estatua
Introducción al autor, su época y su obra
Por Juan Leita
Hace ya algunos años Caroly Wells, autora americana de numerosas novelas policíacas y de misterio, escribía en una revista  quejándose  de la  mala crítica  que suele hacerse de este género literario. «Es evidente  -decía  la  escri­tora- que la tarea de hacer la crítica de las aventuras detectivescas se confía a personas a quienes no les gustan las narraciones de esta índole. Afirmó que semejante proceder no es razonable. No se envía un libro de poesías a una persona que odia la poesía. Una novela de costumbres modernas no se somete  a  juicio de  un  moralista  severo que  considera   inmorales   todas las  novelas.  Si   se   someten a juicio crítico  las  novelas  policiales  y  de  misterio,  justo es que sean criticadas por aquellas personas que comprenden por qué se escribieron tales historias.» lncomprensi­blemente, aún hoy persiste  esta irregularidad observada por Caroly Wells, al tiempo  que  no  se  comprenden  todavía las causas que han originado la creación de la novela policíaca. No hace mucho, por ejemplo, un psicólogo pretendía resumir en último análisis toda  la  esencia  e  his­toria del género en el complejo de Edipo. Cualquier narra­ción policíaca se basa en el mismo esquema: el asesino es el hijo y la víctima es el padre, y al final el  castigo recae sobre él como una maldición. Especificando algo más la teoría, se afirma que la oposición asesino-víctima nos remite a una imagen más amplia: el malhechor se rebela contra la sociedad que representa aquí el  superego pa­terno. Desde este punto de vista se intenta explicar la evo­lución de la novela policíaca. Al principio nos hallamos en pleno patriarcado: domina la sociedad y el detective sirve para  proteger  a  sus «hijos»  y  preservarles  del  peligro.  Es la representación  del  padre  que  crea  los  investigadores  de la época clásica.  En  la  segunda  etapa, el  policía  llega  a estar tan corrompido como el criminal, oponiéndose con frecuencia al orden que debería defender: es la novela po­licíaca «negra» que expresa fundamentalmente una rebeldía general contra la dominación de la sociedad-padre. En la tercera etapa, calmada la rebeldía, el  hijo  acepta  nuevamente la protección paternal:  es  el  agente  de contraespio­naje que pretende  proteger  al  ciudadano  y  a  toda  la  na­ción del peligro que se perfila a lo lejos.
Si ya en general se advierte  que  esta  visión  ha  sido forjada por alguien que solo ve y ama la psicología y el psicoanálisis,  en  concreto  el  simplismo   y  la  vaguedad   de la teoría se advierten en seguida al  abordar  la  obra  policíaca de G. K. Chesterton. En efecto, en  todas  sus  narra­ciones  aparece  un   leitmotiv   que  contradice   abiertamente el esquema  edipiano.  Lo  que  se  repite  y  se  desarrolla  en sus personajes  principales  y en  sus  peripecias  es el interés por el hombre, por el hombre no en sus cualidades más brillantes  y  excepcionales, sino  en  sus  cualidades  ordinarias y naturales.  Chesterton pone  al  hombre  delante  de  todo como una  realidad  única  e  indivisa,  el  hombre  que  cada uno de nosotros somos, en cuanto poseemos la misma na­turaleza, en cuanto llevamos el mismo  destino y  somos capaces  de  los  mismos  goces,  de  los  mismos  sufrimientos, de las mismas sublimidades y  las  mismas  bajezas:  algo grande que hemos de reverenciar incluso en los más des­preciados e ignorantes de una sociedad concreta. En sus narraciones,  Chesterton   concede   una  importancia   decisiva a las cualidades y nociones primeras, verdades  no  apren­didas, intuiciones naturales, comunes  a  todos  los  hombres, que se hallan al alcance de todos sin  distinción.  Por  esto confía más en el  sentido común de un  cualquiera, del hom­bre de la calle, que en la eficacia rectora de las minorías intelectualmente  selectas,  cuyo   juicio  suele  estar  deforma­ do por el  hábito  de  la  simplificación abstracta  y la linea­lidad de la especialización. En una de sus múltiples dis­crepancias con Bernard Shaw afirmaba, por ejemplo: «Ber­nard  Shaw  no  puede  comprender  que  lo  valioso,  lo  estimable a nuestros ojos, es el hombre, el viejo bebedor de cerveza, forjador de credos, luchador,  frágil  y  sensual». Esto le lleva, lógicamente, a la idea  de  la igualdad  huma­na. En el fondo, no existen las oposiciones mayor-menor, superior-súbdito, padre-hijo. «Todos los hombres son igua­les como todos los peniques  son iguales, ya que su único valor es el  de llevar la imagen del  rey.» «Todos los hom­bres pueden ser criminales si son tentados. Todos  los hombres pueden ser héroes si son inspirados.» «La verdad psicológica fundamental no  es que  ningún  hombre  puede ser un héroe para su ayuda de cámara. La verdad psicoló­gica  fundamental  es  que ningún hombre  es un héroe  para sí mismo. Cromwell, según Carlyle, fue un hombre fuerte. Según Cromwell, fue un hombre  débil.»
Si  atendemos  ahora  al  personaje  principal  de  sus  narraciones policíacas: el padre Brown, veremos que estas ideas coinciden plenamente con su imagen. Su  aspecto  fí­sico es anodino e insignificante. Brown es el apellido que acapara más páginas en la guía telefónica inglesa. En rea­lidad, no se trata ni del hombre que se rebela contra la sociedad   ni  del   héroe  que   pretende   proteger  al  ciudadano y a toda la nación del peligro  que  les amenaza.  Se  trata más bien del hombre vulgar, del hombre común que no posee ninguna relevancia especial: Es el hombre de la calle. Ni siquiera su sotana le confiere- un atributo  o una  digni­dad particular. En la sociedad concreta en que  vive,  la sotana es un signo de .desprecio  de postergación: el des­preciable cura papista. De hecho, parece  como si Chesterton haya revestido a su  personaje  con este  atuendo  cató­ lico por este único motivo. El padre Brown nunca aparece cumpliendo los  deberes  estrictamente  sacerdotales.  Nunca le vemos diciendo misa ni atendiendo a los fieles en una parroquia. Ya Agatha Christie se admiraba de «este clérigo vagabundo que aparece en todas partes, incluso en los lugares más insospechados». En realidad, el  padre  Brown no es ninguna representación del padre. Lo que ha tipificado Chesterton con su personaje es lo más despreciable de su sociedad, para hacer ver que lo que interesa  es el  hombre con sus cualidades ordinarias y naturales, con su sentido común, con su instinto forjador de credos, con su  fragi­lidad.
La crítica  ha  achacado  a las  narraciones  policíacas  de G. K. Chesterton el hecho de que nunca deje  pistas al lec­tor. Nunca aparece un proceso lógico a través  del  cual pueda  deducirse la solución  del  misterio. El  padre  Brown o el investigador que protagoniza la historia intuye sim­plemente la clave del problema y su explicación. Esto obe­dece evidentemente a los principios chestertonianos indi­cados anteriormente. Se trata de poner de relieve la intui­ción natural, las cualidades y nociones  primeras, comunes a todos los hombres, que se hallan al alcance de todos sin distinción.  El  padre  Brown  se  imagina  simplemente  lo  que él podría haber hecho en el caso de ser  tentado,  ya  que también él podría haber sido el criminal. Su bondad y su inteligencia no son prerrogativas de una minoría o de un estamento social privilegiado, sino de la misma naturaleza humana, única e indivisa: algo grande que se encuentra en cualquiera de nosotros.
Un crítico  agnóstico  se  admiraba  de  encontrar  en  boca de  «este  sacerdote  dedicado  a  Dios»   frases  como  estas:«Todo me ata a  Inglaterra,  es  mi  cuna, mi  hogar,  y  lo más extraño es que de  esta Inglaterra, aunque  usted  la quiera y pase en ella su vida, no saca usted más  que la cabeza caliente y los pies fríos; siempre es para uno un enigma». De hecho, el error de este crítico  agnóstico, al estilo de muchos «no creyentes» que en casos semejantes dejan ver ingenuamente su formación y concepción orto­doxa, es creer que el padre Brown es «un sacerdote dedi­cado a Dios». No se trata de un hombre dominado enteramente por transcendentalismos y visiones apartadas del mundo. No se trata de un individuo que forzosamente deba adecuarse a los moldes  estereotipados de un  partido  o  de un sistema. Se trata simplemente del hombre  que ama la tierra que pisa, el mundo concreto en que vive, con la ca­pacidad natural sin embargo de cuestionarlo  y de oponerte su  propia  insatisfacción. El  mismo  crítico  denunciaba  en el padre Brown la tendencia moralista de convertir a Flam­beau. En realidad, según Chesterton, Flambeau no se con­ vierte al  padre  Brown ni a ninguna iglesia, sino que los dos  se  convierten,  a  pesar  de  sus  diferencias  notables,  en un  mismo  hombre:  el  sano pensador  exento  de   prejuicios, el   simple  conocedor   de  la  naturaleza  humana,  el  defensor a ultranza de la  bondad,  el  buen  bebedor  de  whisky  es­cocés.
La crítica ha achacado también a G. K. Chesterton el introducir a Dios en la novela policíaca. El padre Brown sería, según esto. el representante terrenal  de  un  Dios­ padre que vela sobre  sus  hijos en  medio  de  la  maldad  y del crimen. El simplismo teórico y la incapacidad de desembarazarse de concepciones preestablecidas vuelven a aparecer incomprensiblemente en el  marco todavía  falseado de la crítica de la novela policíaca. Porque, si algo hay que observar ante todo, no es que Chesterton introduzca divinismo en el género, sino más bien humanismo. Hemos hablado ya de las características esenciales y de lo que significa este «pequeño cura papista». En su sociedad con­creta, no puede aparecer como el representante terrenal  de un  Dios-padre, sino en todo caso como el representante de los desheredados y de los  despreciables  de  la  humanidad. El padre Brown no es un predicador de dogmas ni de men­sajes ultramundanos, sino aquel que transmite  vívidamente las cualidades más íntimas y apreciables de la naturaleza humana. Esto es lo que capta  Flambeau.  Esto  es lo que capta cualquier lector sano. En el  fondo, a quien en rea­lidad está más allá de cualquier confesionalismo y de cual­quier sistema  dogmático, el  padre  Brown le ha de  suscitar la misma simpatía que  suscitaban al  payaso  de Heinrich Boll sus dos católicos: el papa Juan y sir Alee Guiness.
La técnica de las narraciones  policíacas  de G.  K. Chesterton sigue fielmente los principios enunciados por él como base necesaria para una buena historia del género. La pri­mera característica es que la clave  sea  simple.  Durante toda la narración debe existir la expectación  del  momento de la sorpresa, pero esta sorpresa debe durar tan solo un momento. Los escritores  de  cuarta categoría  piensan  que su cometido  es desentrañar  detenidamente  una complicada e improbable serie de acontecimientos. El resultado  puede ser lógico, pero no sensacional. Para comprobarlo, nos dice Chesterton, imaginémonos  un   jardín  oscuro  a  la  hora  del crepúsculo. Una voz terrible se  va  acercando  hacia  noso­tros. Es un grito dado por uno de  los  personajes  de  la historia,  un   personaje   desconocido   y  siniestro  o  tal  vez uno ya  familiar.  Es  evidente  que  el  grito  que  tal  perso­naje deje escapar ha de ser algo breve y sencillo, como:
« ¡El asesino es el mayordomo!». Pero el personaje no  pue­de quebrar el  silencio del oscuro  jardín  gritando  en voz alta: «El emperador se cortó la garganta en las siguientes circunstancias: su majestad  imperial estaba afeitándose, y, en medio de la operación, se quedó dormido,  fatigado  por los quehaceres del estado. El arcediano pretendió, en un principio con espíritu cristiano, acabar de afeitar al mo­narca dormido, cuando repentinamente se sintió tentado a cometer el asesinato, al recordar la ley de separación entre iglesia  y estado. Pero  se arrepintió, después  de ocasionar un simple rasguño, y arrojó la navaja al suelo. El fiel mayordomo, al oír el alboroto, entró de improviso y arre­bató  el  arma. Más  en  la  confusión  del  momento,  en vez de cortarle la garganta al arcediano, se la cortó al empe­rador. Así todo termina satisfactoriamente, y el joven y la chica pueden  dejar  de  sospechar  el  uno  del  otro  de  ser el autor del asesinato, y se casan». «Esta explicación -nos dice Chesterton-, aunque razonable  y completa, no puede ser emitida convenientemente en forma de exclamación, ni puede resonar de repente en el oscuro jardín a manera de sentencia. Cualquiera que haga la  prueba  de  gritar  fuerte el párrafo mencionado, en su propio jardín a la hora del crepúsculo, se dará cuenta de la dificultad a que me refiero.»
La segunda característica de una buena historia policíaca es, según él, que por su extensión debería parecerse más a la narración corta que a la novela. La principal di­ficultad  de una narración larga de este género estriba en que, después de todo, la novela policial es un drama de caretas y no de caras. Cuenta más bien con los seudodis­tintivos del personaje que con los reales. Hasta llegar al último capítulo, el autor no puede contar ninguna de las cosas más interesantes de los personajes principales. El drama  se basa  precisamente en  el simple  falso concepto de la realidad. «Es un baile de máscaras, en donde todos  se  disfrazan  de  otra   persona   diferente  a  sí  mismos, y no  existe  el  verdadero  interés  personal  hasta  que  el  re­loj da las doce.» No podemos penetrar en la psicología y filosofía de los personajes, hasta  que  hayamos  leído  el  úl­timo capítulo. «Por  esto opino  que  lo  mejor  de  todo  es  que el primer capítulo sea también el último.»
Dejando por un momento aparte la aplicación de esta técnica a sus propias narraciones, no  hay duda  de que  estos principios de Chesterton enunciados ocasionalmente a comienzos de siglo constituyen  unos  elementos  de  juicio muy precisos por  lo que  se refiere  a las obras  del  género en su totalidad. Con el tiempo, tanto los hechos como la crítica le han dado la razón en este  punto. Por  lo  que atañe a la primera característica, resulta muy fácil ahora reco­nocer en ella la misma esencia del suspense.  Lo que  im­porta es saber mantener con maestría la expectación del momento de la sorpresa, del  punto crucial  y rápido en  que se resuelve casi intuitivamente el problema. Alfred  Hitch­cock ha insistido repetidas veces en que poco importa la lógica. Poco importa la explanación detallada del hilo interno que enlaza  la variada  y compleja  gama  de  sucesos. Lo que interesa es saber  mantener, aunque  sea con la  pun­ta  de un  simple bastón o el mero hecho de  fregar  el  suelo, el ansia del  espectador  por algo que  finalmente  le asombre y le sorprenda. Por lo que se refiere a la segunda característica, la mayoría de los críticos ha reconocido que las mejores  historias  policiales  o  de crímenes  se  encuentran en breves narraciones que apenas alcanzan las veinte páginas. Desde  Poe  hasta William Irish, el  género  policíaco ha condensado lo  mejor  de sus  frutos  en  peripecias  que no  pasaban del  primer capítulo. Los asesinatos de la calle Morgue  y La ventana indiscreta  son  ya dos exponen­tes extremos  de esta verdad. Con todo, es imposible  sos­layar el hecho de que, como lo recuerda  también Chesterton, «nunca han existido mejores novelas policiales que la antigua serie de Sherlock  Holmes». Sir  Arthur Conan  Doyle abordó en poquísimas ocasiones la narración auténtica­ mente extensa. Sus numerosas historias son breves y con­cisas. El baile de máscaras ha de tener un límite más bien próximo. El lector avezado al género habrá podido comprobarlo  ya  por sí mismo. En múltiples  novelas basta leer el primer capítulo, que constituye el planteamiento de la historia, y el último, que es el desenlace, para conocer perfectamente todo lo que ha ocurrido.
Si pasamos ahora a considerar la aplicación de estos principios chestertonianos a sus propias narraciones, ob­servaremos ante todo que la segunda característica técnica fue siempre seguida fielmente por el creador del padre Brown. Descartando  su obra  El hombre que fue  jueves, que algún crítico ha calificado de novela policíaca «metafísica», aun cuando nosotros pensamos que se trata de un juicio demasiado vago y alambicado, las historias  policíacas de G. K. Chesterton  corresponden  siempre  al  género del cuento o de la novela corta. La crítica le ha acusado de que no atiende al rasgo  psicológico  del  personaje.  Pero ello obedece, evidentemente, a su concepción del relato policíaco. No puede haber tiempo para la descripción de las auténticas cualidades personales de los personajes. Las máscaras aparecen furtivamente en función del único ca­pítulo que en verdad interesa. En cuanto a la primera ca­racterística, el suspense de las narraciones de Chesterton posee la peculiaridad de ser un suspense intelectual y es­peculativo. La expectación del  momento  de la sorpresa  no se mantiene, por lo general, a base de peripecias anecdó­ticas ni de trucos secundarios, sino predominantemente  por el desarrollo de la reflexión ideológica  y  por la exposición de los contenidos conceptuales que implica la situación concreta. Esta peculiaridad puede resultar, sin duda, cho­cante e incluso molesta para el lector común de novelas policíacas, dado más  bien a la  evasión  de  tipo imaginativo y poco acostumbrado a la especulación de carácter ideoló­gico. Se trata de la misma incomodidad que suele sentirse ante la magistral introducción de Edgar Allan Poe a Los asesinatos de  la  calle  Morgue.  En  el  caso  de  Chesterton, sin embargo, hay que reconocer que· la dificultad se agu­diza. En  el  fondo, solo  aquel  que  está  familiarizado  con su rápido y  agudo  proceso  intelectual,  característico  de sus obras de ensayo, puede seguir con pasión sus relatos policíacos. Únicamente aquel que es capaz  de seguir por menudo al autor de Herejes, Ortodoxia y El hombre perdurable, de quien Gilson dijo que «fue una de las inteli­gencias más poderosas que ha producido Europa», puede disfrutar por entero de sus intrigas  criminales  urdidas  a base de razonamientos y de disquisiciones ideológicas.
Con todo, es indudable que cualquier lector captará algo de la variada gama de valores que  se  presenta  en esta  se­rie de narraciones. Las situaciones ingeniosas abundan por doquier, e incluso el catador de bue.na literatura se dará cuenta de  que  se  halla  ante  un  maestro. La  muestra  de la espada  rota,  por  ejemplo,  constituye  un  bello  exponente de narración literaria, aun prescindiendo de su ingenio­sidad y de su carácter específicamente policíaco. Pero de hecho, si  dejamos  a  un  lado  el  juicio  crítico  de  aquellos a quienes no les gustan las historias  policiales  y  de misterio y atendemos al criterio de aquellas personas que com­prenden por qué se  escribieron  tales  historias, tendremos que reconocer que la obra policíaca de G. K. Chesterton contiene valores decisivos dentro del género. Ellery Queen, por ejemplo, cree que El candor del padre Brown es  el mejor libro de narraciones detectivescas después de Las aventuras de Sherlock Holmes de Sir  Arthur  Conan  Doyle. El género policíaco,  considerado  siempre  como  un  gé­nero literario de escasa categoría, ha sido denigrado ade­más, especialmente por parte de los sectores más intelec­tuales, con la observación de que es un producto de pura evasión y de imaginaciones infantiles. El mismo Chestertonse hizo eco de este reproche en su autobiografía: «gente frívola piensa que es caer muy bajo ponerse a escribir cuen­tos, incluso cuentos  de  crímenes,  como  yo; que  para algu­nos es equivalente  a  formar  parte de las clases crimina­les». Con la selección de narraciones que aquí presentamos, sin embargo, creemos aportar precisamente un testimonio singular de la frivolidad de tales afirmaciones, ya que cons­tituye una muestra clara de la altura a que puede llegar el género en manos de un gran escritor y de un gran  pen­sador.
El rostro en el blanco
Harold March, periodista y sociólogo de creciente repu­tación,  cruzaba  a  paso  vivo  una  gran  meseta  de  páramos y pastos comunales, cuyo confín festoneaban los lejanos bosques de la famosa propiedad de  Torwood  Park.  Era March  un  apuesto  joven,  vestido  con  un  traje  a cuadros, de cabello ensortijado y muy rubio, y ojos  claros  y  lím­pidos. Mientras marchaba bajo el sol y el  aire, en  pleno campo  libre,  se  sentía  aún  lo  bastante  joven  para  pensar en sus  opiniones  políticas  en  vez  de  tratar,  simplemente, de olvidarlas. Porque el motivo que le llevaba  a  Torwood Park era un motivo  político.  Le  había  citado  allí  nada menos que el ministro de  Hacienda,  sir  Howard  Horne, quien  acababa  de  presentar  un  proyecto  de  presupuesto que algunos calificaban de socialista, y se disponía a co­mentarlo en una entrevista con un escritor que tanto  prometía. Harold March  era  el  tipo  del hombre  que  lo sabe todo en política y nada de los  políticos.  También  sabía mucho de arte, letras, filosofía y  cultura  general,  de  casi todo, en realidad, menos lo concerniente al mundo en que vivía.
De pronto, en medio de aquellas planicies soleadas y ventosas, vino a dar con una especie de hendidura en el terreno, casi tan angosta  que se la  podía llamar  una grieta. No tenía más anchura que  la  necesaria  para  formar  el cauce de un  arroyo  que  desaparecía  a  trechos  bajo  un verde túnel de maleza, como bajo una selva enana. De hecho, Harold tuvo la extraña impresión de ser un gigante que contemplaba el valle de los pigmeos. Al descender el barranco, sin embargo, la impresión se desvaneció; las már­genes rocosas, aunque apenas más altas que una cabaña, se inclinaban hacia afuera y ofrecían el perfil de un pre­cipicio. Cuando March se paró a recorrer el curso del arro­yo con una ociosa, pero romántica  curiosidad,  y vio bri­llar el agua en cortos jirones entre grises peñascos y ma­tas suaves como grandes musgos verdes, su imaginación tomó un rumbo completamente opuesto. Fue algo así como si la tierra se hubiera abierto y le hubiese sumido en una especie de fantástico mundo subterráneo. Cuando se percató de la presencia de una figura humana, destacándose oscura, contra la blancura luminosa del agua, y sentada sobre un peñasco, con el aire de un gran pajarraco, experi­mentó tal vez algunos de los presentimientos propios del hombre que topa con la amistad más extraña de su vida. El hombre al parecer estaba pescando; o por lo menos permanecía en la actitud de un pescador, con una inmo­vilidad  mayor  que la  de un pescador. March pudo exami­narle casi como si se tratara  de una estatua, por espacio de unos minutos, antes de que la estatua hablara. Era un hombre alto, rubio, demacrado y un tanto lánguido, de párpados pesados y nariz aguileña. Cuando su cabeza se hallaba cubierta por un ancho sombrero blanco, su bigote rubio y su delgada figura le daban el aire de un joven. Pero el panamá yacía a su lado, sobre el musgo, y el es­pectador podía ver que su frente estaba prematuramente calva; este detalle unido a unas ojeras manifiestas, ofrecía un aspecto de fatiga mental y hasta de sufrimiento. Pero, después de un breve escrutinio, lo que resultaba más cu­rioso en él era que, aunque parecía un pescador, no esta­ba pescando.
Tenía, en vez de caña, algo que podía haber sido el sa­labardo que usan algunos  pescadores,  pero que se parecía más  a  la  red  de  juguete  que  usan  los niños  y de  la  cual se sirven lo mismo para pescar quisquillas que para cazar mariposas. Lo sumergía en  el agua de vez en  cuando, miraba gravemente su cosecha de algas o de lodo, y lo volvía a vaciar.
-No;  no he cogido  nada  -observó  sosegadamente,  co­mo correspondiendo a una muda  interrogación-.  Cuando saco algo, he de devolverlo al agua, especialmente el pez gordo. Pero algunos  de  los animalitos  me interesan  cuan­do los cojo.
-Un   interés  científico,  supongo  -observó  March.
-Temo que sea más bien un interés de aficionado-respondió el extraño pescador-. Pero tengo una especie de chifladura por lo que se llaman fenómenos de fosforescen­cia. Aunque sería algo embarazoso ir por el mundo prego­nando pescado podrido...
-Eso me parece a mí -dijo March sonriendo.-Resultaría un tanto extraño  entrar  en  un  salón llevando  un  gran  bacalao  luminoso -continuó  el desconoci­do con su aire distraído-. ¡Qué original sería llevarlo como farol o tener sardinas por velas! Algunas bestias marinas serían realmente muy bonitas en calidad de pantallas; el caracol azul  de  mar, que centellea  por  todas  partes  como el cielo estrellado;  y algunas de las estrellamares  que bri­llan realmente  como  estrellas  rojas...  Pero,  naturalmente, no las busco aquí.
March pensó preguntarle qué era lo que buscaba;  pero no sintiéndose capaz de seguir una discusión técnica tan profunda, por lo menos, como los peces de las aguas profundas, volvió a temas ordinarios.
-¡Qué delicioso rincón es  este!  -dijo-;  ¡esta  caña­dita con este riachuelo! Es como esos lugares de que ha­bla Stevenson, donde tiene que ocurrir algo.
-Lo sé  -respondió  el  otro-. Pienso  que  ello  es  porque el sitio mismo, por decirlo así, parece ocurrir y no meramente existir. Tal vez sea esto lo que Picasso  y  al­gunos  de los cubistas  tratan  de expresar  mediante  ángulos y líneas quebradas. Vea aquella pared como un farallón bajo, que  se  inclina  exactamente  en  ángulo  recto con  el  talud  de césped  que  sube  a  encontrarse  con  ella. Es como una  colisión  silenciosa.  Es  como el  rompiente  y la resaca de una ola.
March miró al risco bajo que se  proyectaba  sobre  el verde talud, y asintió con la cabeza. Le interesaba un hom­bre que tan fácilmente pasaba del tecnicismo de la ciencia al del arte, y le preguntó si admiraba a los nuevos artistas angulares.
-Según yo lo entiendo, los cubistas no son bastante cubistas -respondió el desconocido-. Quiero  decir  que  no son bastante macizos. A fuerza  de hacer  matemáticas,  de­jan las cosas sin consistencia. Mire  las  líneas vivas de este paisaje, simplifíquelo hasta hacer de él un mero ángulo recto y lo habrá aplastado  hasta convertirlo en un mero diagrama sobre el papel. Los diagramas tienen su belleza, pero  es  precisamente  de  otra  base.  Representan las cosas inalterables, la clase de cosas serenas, eternas, matemáticas; lo que alguien  llama  el  blanco  resplandor de...
Se detuvo, y  antes de que dijera  otra  palabra,  algo ha­bía ocurrido, algo que sucedió  demasiado  rápido  para  que se dieran cuenta de ello. De detrás del risco que  habían estado mirando llegó un ruido y un fragor como el  de  un tren, apareciendo  un  gran  automóvil. Sobrepasó  la cresta del risco, negro contra la luz del sol, como un  carro  de batalla que corriera a su destrucción en alguna  loca epo­peya. March, maquinalmente, tendió su mano en  un  ade­mán inútil, como si fuera a alcanzar una  taza  que  se  ca­yera en un salón.