El secreto y el escándalo del padre Brown - Gilbert K. Chesterton - E-Book

El secreto y el escándalo del padre Brown E-Book

Gilbert K. Chesterton

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Beschreibung

El padre Brown es un personaje de ficción protagonista de unas cincuenta historias cortas. Para crear este personaje Chesterton se inspiró en su amígo el padre John O'Connor (1870-1952), cura párroco de Bradford, Yorkshire, quien estuvo relacionado con la conversión al catolicismo de Chesterton en 1922. De esta vinculación dejó constancia el propio O'Connor en su libro de 1937 Father Brown on Chesterton. El padre Brown es un cura católico de apariencia ingenua cuya agudeza psicológica lo convierte en un formidable detective. De aspecto rechoncho, lo envían de provincias a trabajar en Londres, va acompañado de un enorme paraguas y suele resolver los crímenes más enigmáticos, atroces e inexplicables gracias a su conocimiento de la naturaleza humana antes que por el razonamiento lógico. Los relatos incluidos son: La penitencia de Marne, El rápido, La ráfaga del libro, La punta del alfiler y El problema insoluble.

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El secreto y el escándalo del padre Brown
Gilbert K. Chesterton
Century Carroggio
Derechos de autor © 2023 Century Publishers s.l.
Reservados todos los derechos.Introducción al autor y su obra: Juan LeitaTraducción: Santiago Carroggio
Contenido
Página del título
Derechos de autor
Introducción al autor, su época y su obra
El secreto del padre Brown:
La penitencia de Marne
El escándalo del padre Brown
El rápido
La ráfaga del libro
La punta del alfiler
El problema insoluble
Introducción al autor, su época y su obra
Por Juan Leita
Hace ya algunos años Caroly Wells, autora americana de numerosas novelas policíacas y de misterio, escribía en una revista  quejándose  de la  mala crítica  que suele hacerse de este género literario. «Es evidente  -decía  la  escri­tora- que la tarea de hacer la crítica de las aventuras detectivescas se confía a personas a quienes no les gustan las narraciones de esta índole. Afirmó que semejante proceder no es razonable. No se envía un libro de poesías a una persona que odia la poesía. Una novela de costumbres modernas no se somete  a  juicio de  un  moralista  severo que  considera   inmorales   todas las  novelas.  Si   se   someten a juicio crítico  las  novelas  policiales  y  de  misterio,  justo es que sean criticadas por aquellas personas que comprenden por qué se escribieron tales historias.» lncomprensi­blemente, aún hoy persiste  esta irregularidad observada por Caroly Wells, al tiempo  que  no  se  comprenden  todavía las causas que han originado la creación de la novela policíaca. No hace mucho, por ejemplo, un psicólogo pretendía resumir en último análisis toda  la  esencia  e  his­toria del género en el complejo de Edipo. Cualquier narra­ción policíaca se basa en el mismo esquema: el asesino es el hijo y la víctima es el padre, y al final el  castigo recae sobre él como una maldición. Especificando algo más la teoría, se afirma que la oposición asesino-víctima nos remite a una imagen más amplia: el malhechor se rebela contra la sociedad que representa aquí el  superego pa­terno. Desde este punto de vista se intenta explicar la evo­lución de la novela policíaca. Al principio nos hallamos en pleno patriarcado: domina la sociedad y el detective sirve para  proteger  a  sus «hijos»  y  preservarles  del  peligro.  Es la representación  del  padre  que  crea  los  investigadores  de la época clásica.  En  la  segunda  etapa, el  policía  llega  a estar tan corrompido como el criminal, oponiéndose con frecuencia al orden que debería defender: es la novela po­licíaca «negra» que expresa fundamentalmente una rebeldía general contra la dominación de la sociedad-padre. En la tercera etapa, calmada la rebeldía, el  hijo  acepta  nuevamente la protección paternal:  es  el  agente  de contraespio­naje que pretende  proteger  al  ciudadano  y  a  toda  la  na­ción del peligro que se perfila a lo lejos.
Si ya en general se advierte  que  esta  visión  ha  sido forjada por alguien que solo ve y ama la psicología y el psicoanálisis,  en  concreto  el  simplismo   y  la  vaguedad   de la teoría se advierten en seguida al  abordar  la  obra  policíaca de G. K. Chesterton. En efecto, en  todas  sus  narra­ciones  aparece  un   leitmotiv   que  contradice   abiertamente el esquema  edipiano.  Lo  que  se  repite  y  se  desarrolla  en sus personajes  principales  y en  sus  peripecias  es el interés por el hombre, por el hombre no en sus cualidades más brillantes  y  excepcionales, sino  en  sus  cualidades  ordinarias y naturales.  Chesterton pone  al  hombre  delante  de  todo como una  realidad  única  e  indivisa,  el  hombre  que  cada uno de nosotros somos, en cuanto poseemos la misma na­turaleza, en cuanto llevamos el mismo  destino y  somos capaces  de  los  mismos  goces,  de  los  mismos  sufrimientos, de las mismas sublimidades y  las  mismas  bajezas:  algo grande que hemos de reverenciar incluso en los más des­preciados e ignorantes de una sociedad concreta. En sus narraciones,  Chesterton   concede   una  importancia   decisiva a las cualidades y nociones primeras, verdades  no  apren­didas, intuiciones naturales, comunes  a  todos  los  hombres, que se hallan al alcance de todos sin  distinción.  Por  esto confía más en el  sentido común de un  cualquiera, del hom­bre de la calle, que en la eficacia rectora de las minorías intelectualmente  selectas,  cuyo   juicio  suele  estar  deforma­ do por el  hábito  de  la  simplificación abstracta  y la linea­lidad de la especialización. En una de sus múltiples dis­crepancias con Bernard Shaw afirmaba, por ejemplo: «Ber­nard  Shaw  no  puede  comprender  que  lo  valioso,  lo  estimable a nuestros ojos, es el hombre, el viejo bebedor de cerveza, forjador de credos, luchador,  frágil  y  sensual». Esto le lleva, lógicamente, a la idea  de  la igualdad  huma­na. En el fondo, no existen las oposiciones mayor-menor, superior-súbdito, padre-hijo. «Todos los hombres son igua­les como todos los peniques  son iguales, ya que su único valor es el  de llevar la imagen del  rey.» «Todos los hom­bres pueden ser criminales si son tentados. Todos  los hombres pueden ser héroes si son inspirados.» «La verdad psicológica fundamental no  es que  ningún  hombre  puede ser un héroe para su ayuda de cámara. La verdad psicoló­gica  fundamental  es  que ningún hombre  es un héroe  para sí mismo. Cromwell, según Carlyle, fue un hombre fuerte. Según Cromwell, fue un hombre  débil.»
Si  atendemos  ahora  al  personaje  principal  de  sus  narraciones policíacas: el padre Brown, veremos que estas ideas coinciden plenamente con su imagen. Su  aspecto  fí­sico es anodino e insignificante. Brown es el apellido que acapara más páginas en la guía telefónica inglesa. En rea­lidad, no se trata ni del hombre que se rebela contra la sociedad   ni  del   héroe  que   pretende   proteger  al  ciudadano y a toda la nación del peligro  que  les amenaza.  Se  trata más bien del hombre vulgar, del hombre común que no posee ninguna relevancia especial: Es el hombre de la calle. Ni siquiera su sotana le confiere- un atributo  o una  digni­dad particular. En la sociedad concreta en que  vive,  la sotana es un signo de .desprecio  de postergación: el des­preciable cura papista. De hecho, parece  como si Chesterton haya revestido a su  personaje  con este  atuendo  cató­ lico por este único motivo. El padre Brown nunca aparece cumpliendo los  deberes  estrictamente  sacerdotales.  Nunca le vemos diciendo misa ni atendiendo a los fieles en una parroquia. Ya Agatha Christie se admiraba de «este clérigo vagabundo que aparece en todas partes, incluso en los lugares más insospechados». En realidad, el  padre  Brown no es ninguna representación del padre. Lo que ha tipificado Chesterton con su personaje es lo más despreciable de su sociedad, para hacer ver que lo que interesa  es el  hombre con sus cualidades ordinarias y naturales, con su sentido común, con su instinto forjador de credos, con su  fragi­lidad.
La crítica  ha  achacado  a las  narraciones  policíacas  de G. K. Chesterton el hecho de que nunca deje  pistas al lec­tor. Nunca aparece un proceso lógico a través  del  cual pueda  deducirse la solución  del  misterio. El  padre  Brown o el investigador que protagoniza la historia intuye sim­plemente la clave del problema y su explicación. Esto obe­dece evidentemente a los principios chestertonianos indi­cados anteriormente. Se trata de poner de relieve la intui­ción natural, las cualidades y nociones  primeras, comunes a todos los hombres, que se hallan al alcance de todos sin distinción.  El  padre  Brown  se  imagina  simplemente  lo  que él podría haber hecho en el caso de ser  tentado,  ya  que también él podría haber sido el criminal. Su bondad y su inteligencia no son prerrogativas de una minoría o de un estamento social privilegiado, sino de la misma naturaleza humana, única e indivisa: algo grande que se encuentra en cualquiera de nosotros.
Un crítico  agnóstico  se  admiraba  de  encontrar  en  boca de  «este  sacerdote  dedicado  a  Dios»   frases  como  estas:«Todo me ata a  Inglaterra,  es  mi  cuna, mi  hogar,  y  lo más extraño es que de  esta Inglaterra, aunque  usted  la quiera y pase en ella su vida, no saca usted más  que la cabeza caliente y los pies fríos; siempre es para uno un enigma». De hecho, el error de este crítico  agnóstico, al estilo de muchos «no creyentes» que en casos semejantes dejan ver ingenuamente su formación y concepción orto­doxa, es creer que el padre Brown es «un sacerdote dedi­cado a Dios». No se trata de un hombre dominado enteramente por transcendentalismos y visiones apartadas del mundo. No se trata de un individuo que forzosamente deba adecuarse a los moldes  estereotipados de un  partido  o  de un sistema. Se trata simplemente del hombre  que ama la tierra que pisa, el mundo concreto en que vive, con la ca­pacidad natural sin embargo de cuestionarlo  y de oponerte su  propia  insatisfacción. El  mismo  crítico  denunciaba  en el padre Brown la tendencia moralista de convertir a Flam­beau. En realidad, según Chesterton, Flambeau no se con­ vierte al  padre  Brown ni a ninguna iglesia, sino que los dos  se  convierten,  a  pesar  de  sus  diferencias  notables,  en un  mismo  hombre:  el  sano pensador  exento  de   prejuicios, el   simple  conocedor   de  la  naturaleza  humana,  el  defensor a ultranza de la  bondad,  el  buen  bebedor  de  whisky  es­cocés.
La crítica ha achacado también a G. K. Chesterton el introducir a Dios en la novela policíaca. El padre Brown sería, según esto. el representante terrenal  de  un  Dios­ padre que vela sobre  sus  hijos en  medio  de  la  maldad  y del crimen. El simplismo teórico y la incapacidad de desembarazarse de concepciones preestablecidas vuelven a aparecer incomprensiblemente en el  marco todavía  falseado de la crítica de la novela policíaca. Porque, si algo hay que observar ante todo, no es que Chesterton introduzca divinismo en el género, sino más bien humanismo. Hemos hablado ya de las características esenciales y de loque significa este «pequeño cura papista». En su sociedad con­creta, no puede aparecer como el representante terrenal  de un  Dios-padre, sino en todo caso como el representante de los desheredados y de los  despreciables  de  la  humanidad. El padre Brown no es un predicador de dogmas ni de men­sajes ultramundanos, sino aquel que transmite  vívidamente las cualidades más íntimas y apreciables de la naturaleza humana. Esto es lo que capta  Flambeau.  Esto  es lo que capta cualquier lector sano. En el  fondo, a quien en rea­lidad está más allá de cualquier confesionalismo y de cual­quier sistema  dogmático, el  padre  Brown le ha de  suscitar la misma simpatía que  suscitaban al  payaso  de Heinrich Boll sus dos católicos: el papa Juan y sir Alee Guiness.
La técnica de las narraciones  policíacas  de G.  K. Chesterton sigue fielmente los principios enunciados por él como base necesaria para una buena historia del género. La pri­mera característica es que la clave  sea  simple.  Durante toda la narración debe existir la expectación  del  momento de la sorpresa, pero esta sorpresa debe durar tan solo un momento. Los escritores  de  cuarta categoría  piensan  que su cometido  es desentrañar  detenidamente  una complicada e improbable serie de acontecimientos. El resultado  puedeserlógico, pero no sensacional. Para comprobarlo, nos dice Chesterton, imaginémonos  un   jardín  oscuro  a  la  hora  del crepúsculo. Una voz terrible se  va  acercando  hacia  noso­tros. Es un grito dado por uno de  los  personajes  de  la historia,  un   personaje   desconocido   y  siniestro  o  tal  vez uno ya  familiar.  Es  evidente  que  el  grito  que  tal  perso­naje deje escapar ha de ser algo breve y sencillo, como:
« ¡El asesino es el mayordomo!». Pero el personaje no  pue­de quebrar el  silencio del oscuro  jardín  gritando  en voz alta: «El emperador se cortó la garganta en las siguientes circunstancias: su majestad  imperial estaba afeitándose, y, en medio de la operación, se quedó dormido,  fatigado  por los quehaceres del estado. El arcediano pretendió, en un principio con espíritu cristiano, acabar de afeitar al mo­narca dormido, cuando repentinamente se sintió tentado a cometer el asesinato, al recordar la ley de separación entre iglesia  y estado. Pero  se arrepintió, después  de ocasionar­le un simple rasguño, y arrojó la navaja al suelo. El fiel mayordomo, al oír el alboroto, entró de improviso y arre­bató  el  arma. Más  en  la  confusión  del  momento,  en vez de cortarle la garganta al arcediano, se la cortó al empe­rador. Así todo termina satisfactoriamente, y el joven y la chica pueden  dejar  de  sospechar  el  uno  del  otro  de  ser el autor del asesinato, y se casan». «Esta explicación -nos dice Chesterton-, aunque razonable  y completa, no puede ser emitida convenientemente en forma de exclamación, ni puede resonar de repente en el oscuro jardín a manera de sentencia. Cualquiera que haga la  prueba  de  gritar  fuerte el párrafo mencionado, en su propio jardín a la hora del crepúsculo, se dará cuenta de la dificultad a que me refiero.»
La segunda característica de una buena historia policíaca es, según él, que por su extensión debería parecerse más a la narración corta que a la novela. La principal di­ficultad  de una narración larga de este género estriba en que, después de todo, la novela policial es un drama de caretas y no de caras. Cuenta más bien con los seudodis­tintivos del personaje que con los reales. Hasta llegar al último capítulo, el autor no puede contar ninguna de las cosas más interesantes de los personajes principales. El drama  se basa  precisamente en  el simple  falso concepto de la realidad. «Es un baile de máscaras, en donde todos  se  disfrazan  de  otra   persona   diferente  a  sí  mismos, y no  existe  el  verdadero  interés  personal  hasta  que  el  re­loj da las doce.» No podemos penetrar en la psicología y filosofía de los personajes, hasta  que  hayamos  leído  el  úl­timo capítulo. «Por  esto opino  que  lo  mejor  de  todo  es  que el primer capítulo sea también el último.»
Dejando por un momento aparte la aplicación de esta técnica a sus propias narraciones, no  hay duda  de que  estos principios de Chesterton enunciados ocasionalmente a comienzos de siglo constituyen  unos  elementos  de  juicio muy precisos por  lo que  se refiere  a las obras  del  género en su totalidad. Con el tiempo, tanto los hechos como la crítica le han dado la razón en este  punto. Por  lo  que atañe a la primera característica, resulta muy fácil ahora reco­nocer en ella la misma esencia del suspense.  Lo que  im­porta es saber mantener con maestría la expectación del momento de la sorpresa, del  punto crucial  y rápido en  que se resuelve casi intuitivamente el problema. Alfred  Hitch­cock ha insistido repetidas veces en que poco importa la lógica. Poco importa la explanación detallada del hilo interno que enlaza  la variada  y compleja  gama  de  sucesos. Lo que interesa es saber  mantener, aunque  sea con la  pun­ta  de un  simple bastón o el mero hecho de  fregar  el  suelo, el ansia del  espectador  por algo que  finalmente  le asombre y le sorprenda. Por lo que se refiere a la segunda característica, la mayoría de los críticos ha reconocido que las mejores  historias  policiales  o  de crímenes  se  encuentran en breves narraciones que apenas alcanzan las veinte páginas. Desde  Poe  hasta William Irish, el  género  policíaco ha condensado lo  mejor  de sus  frutos  en  peripecias  que no  pasaban del  primer capítulo. Los asesinatos de la calle Morgue  y La ventana indiscreta  son  ya dos exponen­tes extremos  de esta verdad. Con todo, es imposible  sos­layar el hecho de que, como lo recuerda  también Chesterton, «nunca han existido mejores novelas policiales que la antigua serie de Sherlock  Holmes». Sir  Arthur Conan  Doyle abordó en poquísimas ocasiones la narración auténtica­ mente extensa. Sus numerosas historias son breves y con­cisas. El baile de máscaras ha de tener un límite más bien próximo. El lector avezado al género habrá podido comprobarlo  ya  por sí mismo. En múltiples  novelas basta leer el primer capítulo, que constituye el planteamiento de la historia, y el último, que es el desenlace, para conocer perfectamente todo lo que ha ocurrido.
Si pasamos ahora a considerar la aplicación de estos principios chestertonianos a sus propias narraciones, ob­servaremos ante todo que la segunda característica técnica fue siempre seguida fielmente por el creador del padre Brown. Descartando  su obra  El hombre que fue  jueves, que algún crítico ha calificado de novela policíaca «metafísica», aun cuando nosotros pensamos que se trata de un juicio demasiado vago y alambicado, las historias  policíacas de G. K. Chesterton  corresponden  siempre  al  género del cuento o de la novela corta. La crítica le ha acusado de que no atiende al rasgo  psicológico  del  personaje.  Pero ello obedece, evidentemente, a su concepción del relato policíaco. No puede haber tiempo para la descripción de las auténticas cualidades personales de los personajes. Las máscaras aparecen furtivamente en función del único ca­pítulo que en verdad interesa. En cuanto a la primera ca­racterística, el suspense de las narraciones de Chesterton posee la peculiaridad de ser un suspense intelectual y es­peculativo. La expectación del  momento  de la sorpresa  no se mantiene, por lo general, a base de peripecias anecdó­ticas ni de trucos secundarios, sino predominantemente  por el desarrollo de la reflexión ideológica  y  por la exposición de los contenidos conceptuales que implica la situación concreta. Esta peculiaridad puede resultar, sin duda, cho­cante e incluso molesta para el lector común de novelas policíacas, dado más  bien a la  evasión  de  tipo imaginativo y poco acostumbrado a la especulación de carácter ideoló­gico. Se trata de la misma incomodidad que suele sentirse ante la magistral introducción de Edgar Allan Poe a Los asesinatos de  la  calle  Morgue.  En  el  caso  de  Chesterton, sin embargo, hay que reconocer que· la dificultad se agu­diza. En  el  fondo, solo  aquel  que  está  familiarizado  con su rápido y  agudo  proceso  intelectual,  característico  de sus obras de ensayo, puede seguir con pasión sus relatos policíacos. Únicamente aquel que es capaz  de seguir por menudo al autor de Herejes, Ortodoxia y El hombre perdurable, de quien Gilson dijo que «fue una de las inteli­gencias más poderosas que ha producido Europa», puede disfrutar por entero de sus intrigas  criminales  urdidas  a base de razonamientos y de disquisiciones ideológicas.
Con todo, es indudable que cualquier lector captará algo de la variada gama de valores que  se  presenta  en esta  se­rie de narraciones. Las situaciones ingeniosas abundan por doquier, e incluso el catador de bue.na literatura se dará cuenta de  que  se  halla  ante  un  maestro. La  muestra  de la espada  rota,  por  ejemplo,  constituye  un  bello  exponente de narración literaria, aun prescindiendo de su ingenio­sidad y de su carácter específicamente policíaco. Pero de hecho, si  dejamos  a  un  lado  el  juicio  crítico  de  aquellos a quienes no les gustan las historias  policiales  y  de misterio y atendemos al criterio de aquellas personas que com­prenden por qué se  escribieron  tales  historias, tendremos que reconocer que la obra policíaca de G. K. Chesterton contiene valores decisivos dentro del género. Ellery Queen, por ejemplo, cree que El candor del padre Brown es  el mejor libro de narraciones detectivescas después de Las aventuras de Sherlock Holmes de Sir  Arthur  Conan  Doyle. El género policíaco,  considerado  siempre  como  un  gé­nero literario de escasa categoría, ha sido denigrado ade­más, especialmente por parte de los sectores más intelec­tuales, con la observación de que es un producto de pura evasión y de imaginaciones infantiles. El mismo Chestertonse hizo eco de este reproche en su autobiografía: «gente frívola piensa que es caer muy bajo ponerse a escribir cuen­tos, incluso cuentos  de  crímenes,  como  yo; que  para algu­nos es equivalente  a  formar  parte de las clases crimina­les». Con la selección de narraciones que aquí presentamos, sin embargo, creemos aportar precisamente un testimonio singular de la frivolidad de tales afirmaciones, ya que cons­tituye una muestra clara de la altura a que puede llegar el género en manos de un gran escritor y de un gran  pen­sador.
El secreto del padre Brown:
El mayor crimen del mundo
ElpadreBrownsepaseabadistraídamenteporunaex­posicióndepintura,conunaexpresiónenelrostroqueindicabaclaramentequeno había  ido a  mirar  las  pinturas.Laverdaderaquenoqueríamirarlas,noporquenolegustasen,niporque esas manifestaciones del arte moder­nofueraninmoralesopoco convenientes,sino porquepen­sabaquedebíaposeeruntemperamento bastante inflama­bleelquesevieseimpulsadoalaexaltaciónpor laseriedeespirales interrumpidas,  conos invertidos y cilindrosrotosconqueelartedelfuturoesperaba  inspirar  o  ame­nazaralahumanidad.El padre Brown iba de acá paraalláenbuscadeunaamiga,lacualhabíafijadoestelugarpoco natural  como punto  de  reunión por   ser   de  gustos untantofuturistas. Lajovenamigaeraparienta  suya  ade­más,unodelospocosparientesquelequedaban.Sunom­bre,Elizabeth Fane,  estaba  simplificado  en Betty,  y  erahijade unahermanacasadaconunterratenienteempobre­cido.Perocomo estehubiesefallecidoyfallecidoigual­mentepobre,  el padre Brown se hallaba frente a ellaenlaposicióndeprotectorysacerdote,guardián y tío a lavez.Entretantoibamirandoalosgrupossindescubrirelcabellocastañoyrostrofrancodesusobrina.Vio a al­gunosconocidosyaotrosaquienesnoconocía,entreloscualeshabíaalgunosaquienesno deseabaconocernipor casualidad.
Entreaquellaspersonas a  quieneselpadreBrowndesconocíay queaún  no  habían  despertado  su interés, estabaun  joven esbelto e  inteligente,  maravillosamente vestido  ydeaspecto extranjero a causade subarbarecortadaa lamanerade unaespada,igualquelade  los  viejos  caste­llanos. Su cabello negro era  tan  corto que tomaba el aspecto  de  una  gorrade  dormir.  Entre  aquellos  a   quieneselpadreBrowndesconocía  y  no  tenía  interés  por  cono­cer,habíaunadamadeexpresión  dominante,  vestida  decolorrojo llamativo,  con  una  gran  mata  de cabello  rubio,elcualerademasiadolargo  para  ser  ondulado  y  dema­siado descuidado y suelto para calificarlo con otro nombre.Poseía  un  rostro enérgico y macizo, pálido y poco saluda­ble, y, cuando miraba a alguien, procuraba cultivar la posehipnotizadoradeunbasilisco.  Venía  como  acompañante,tras ella, un  hombre  bajo con  una  gran  barba,  rostro an­cho  y ojos asustados  y  soñolientos.  La expresión  de esteera  benevolente  y amable, a  pesar de parecer  despierto soloa medias, pero, visto por la espalda, su cuello de toro im­presionabaporsuaspectounpocobrutal.
ElpadreBrownmiróa  la dama deescarlata, pensan­do que, al llegarsusobrina, iba aresultar  un  bello con­traste.Nodejaba  de  mirar  de acá  para  allá,  pues  sentíaque no solo su sobrina produciríaese contraste, sino cual­quier  persona. Así, pues, sintió  un  ligero sobresalto  cuan­do oyó pronunciar  su  nombre. Al volverse se encontró conunconocido.
Erael  rostro sereno y afable  del abogado  Granby, cu­yos mechonesde cabello  gris podían  haberse  tomado  porlos restos de polvo de unapeluca:tan  grande era el con­traste de ellos con lajuvenil  energía  de sus  movimientos.Eraunode  esos  hombres  de  la  City  que  entran  y  salendesusdespachos  corriendo  como  colegiales.  En  verdadque no podía correr de esa manera  por  la sala de exposi­ción, pero su aspecto era como el de una persona que hu­biesedeseadohacerlo,y susojosibandeacáparaallá,nerviosos,buscandoaalguienconocido.
-Nosabía yo -dijo sonriendo el padre Brown- quepatrocinaraustedelnuevoarte.
-Notenía conocimiento tampoco de que usted lo hicie­se-replicóelotro-.Vineaatraparaunhombre.
-Esperoque se divierta-contestóel sacerdote-.  Yovineahaceralgoparecido.
-Medijo que estabade paso parael continente  -re­zongó  el  abogado-  y  que  podía  hallarle  en  este  antrodehorrores.
Se detuvo unos momentos pensativoy añadió con brus­quedad:
-Veamos,ya sé que esustedcapazde  guardar  un  se­creto.¿ConoceasirJohnMusgrave?
-No-replicóel sacerdote-.Pero  no  me  atrevería allamarleun  secreto,  aunque  se  esconda  efectivamente  enuncastillo. ¿No eseseviejodelqueexplicantodasesashistorias...,  que  vive  en  una   torre  con  auténticos  rastrilloy puente levadizo y que  se  niega  a  salir  de la Edad  Me­dia?¿Esclientesuyo?
-No, lo es su hijo,elcapitán.Sinembargo,elviejoforma parte del asunto y yo no lo conozco. Esto me preo­cupa. Lo quevoy adecirle es confidencial,pero puedoconfiarenusted.
Bajó el tono de su voz y condujo a su amigo a una salalateral,casivacía, enlaque  se  exponían  varias  «natura­lezasmuertas».
-EstejovenMusgrave  -continuó  diciendo  el  aboga­do- quiere que le hagamos un empréstito post-obitum so­bresu  padre, que vive en  Northumberland. El viejo  yahace tiempo que ha pasado de los setenta y, con toda po­sibilidad, abitará un día u otro, pero, y del post, ¿qué sa­bemos? ¿Qué será después de sus bienes, castillos, rastri­llos y demás? Es una propiedad muy hermosa de bastantevalor, incluso hoy día, pero, de todas maneras, me extrañaqueno esté inscrita. ¿Comprendenuestrasituación?Lacuestiónessielviejoestá,comodiceDickens,abuenas ono.
-Siestá a buenas con su  hijo, se portará  usted buena­mentecon  él  -observó  el padre  Brown-.  No;  me  parecequenopodré  ayudarle.  No  me  he  encontrado  nunca  consirJohnMusgrave,  y  me  parece  que  son  muy pocos  losqueleencuentranhoydía.  Sin  embargo,  me  parece  quedebeustedresolverestepuntoantesdeprestaraljoven el dinero de su compañía. ¿Es  de los que se contentan  conunchelín?
-Nosé, lo dudo. Es muy popular y elegante, y una granfigura de la sociedad;también viaja mucho y hasido pe­riodista.
-Bueno -dijo el padre Brown-;eso no es ningún cri­men.Porlomenos,noloessiempre.
-Nada  de  eso -replicó  Granby-.  Ya  sabe  lo  que  quie­rodecir...Esunacabezaunpoco  vacía.  Ha  sido  perio­dista,conferenciante, actorymuchasotrascosas.  He  desaberdequémalpuedoquejarme...Mírele,ahíestá.
Elabogadopaseabahiriendoelsuelo conlospies. Depronto,sevolvióhacialahabitaciónmás  frecuentada  y  selanzóentrelamultitud.Corríahaciaunjovenaltoy  bienvestido,decabellocortoybarbaexcéntrica.
Losdossefueronpaseando  y el  padre  Brown  les si­guióconsusmiopesojos.Sumirada,sinembargo,fuereclamada  por  la  presencia  de su  sobrina  Betty,  jadeantey  tumultuosa.  Con  gran  sorpresa  del  padre Brown, volvióa conducirle al salón menos frecuentado y lo sentó en unasientoque había enmediode la  habitación,  el cual  pare­cíaunaislaenaquelmardesuelo.
-Tengo algo quedecirte -dijo-. Es tan tonto que  nohayotrocapazdecomprenderlo.
-Meaturullas  -dijo el clérigo-. ¿Es  algo de  lo que tu madre comenzó a explicarme? ¿Compromisos y todo lodemás? No usarás esa palabra, supongo, en el sentido deloshistoriadoresmilitares...
-Ustedsabráqueellaquierequeformalicemis  rela­cionesconelcapitánMusgrave.
-Nolo sabía -dijo el padre Brown con resignación-.Sin embargo, el tal capitán Musgrave me parece un temademoda.
-Nosotrossomosmuypobres,claroestá -continuóella-,ynosirve paranadadecirqueeldineronocuenta.
-¿Quieres  casarte  con  él? -preguntó  su tío,  mirándo­laconlosojosmediocerrados.
Ellaarrugó  el  entrecejo  mirando  al  suelo,  y  contestóenuntonomásbajo:
-Suponíaque sí...Porlomenos,creo  que  me  lo suponía,peroacabodesufrir  undesengaño.
-Cuéntamelo.
-Le  heoídoreír-dijo.
-Esuna excelentevirtudsocial.
-No comprende  usted  -dijo  la muchacha-  No  eraen absoluto social. Eso es justamente el punto: no era sociable.
Sedetuvounmomentoycontinuóconfirmeza:
-Llegué  bastante  temprano  y  lo  vi  sentado  en  mediode