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Concebir un Cuaderno sobre el imperialismo norteamericano se torna un tanto difícil por el riguroso proceso de selección que exige la conformación de un estudio integral y novedoso sobre un tema muy amplio y archi tratado. En este sentido la concepción del Cuaderno logra una heterogeneidad temática, desde una visión transdisciplinaria: donde confluyen la historia, la politología, la economía y las relaciones internacionales. La multiplicidad de miradas apoya el sentido editorial que los autores quisieron lograr con el Cuaderno, se reúnen trabajos de importantes estudiosos de Estados Unidos, México, Argentina, Australia, Italia y Cuba. El Doctor en Ciencias Históricas, Elier Ramírez, comenta que representa un honor para ellos haber trabajado con Ruth Casa Editorial. "Solo basta echar un vistazo al catálogo y te percatas del nivel científico que tiene la Institución. Cuando te detienes en los autores que han publicado aquí te das cuenta del aporte que ha hecho Ruth a las Ciencias Sociales no solo en Cuba sino en el mundo." Esteban"Lo pensamos desde la idea de brindar elementos para proyectarnos en el fenómeno del imperialismo más allá del presente, porque las Ciencias Sociales no pueden morir en la coyuntura."- adicionó el autor y compilador, también Doctor en Ciencias Económicas, Esteban Morales.
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Edición: Pilar M. Jiménez Castro
Diseño de colección: Claudia Méndez Romero
Diseño de cubierta e interior: Claudia Méndez Romero
Diagramación: Bárbara A. Fernández Portal
Corrección: Ana Molina González
© Ruth Casa Editorial, 2014
© Sobre la presente edición:
Ruth Casa Editorial, 2022
Todos los derechos reservados
ISBN: 9789962697886
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Ruth Casa Editorial no es una empresa imparcial o exenta de compromisos sociales. Nace en un momento muy especial de la historia universal, cuando la humanidad ha llegado al umbral de la catástrofe total o del parto de una nueva civilización. No obedece a intención apocalíptica alguna afirmar que este es el dilema que se dibuja en el horizonte.
Hoy hemos aprendido de nuestros fracasos que el trazado de la transformación socioeconómica que puede conducir a un mundo mejor pasa por una mudanza moral, que depende de la inteligencia que las generaciones involucradas logren transmitirse en esta dirección y de la implantación consecuente de una cultura de vida. Sin esto, otra democracia, no solo distinta, sino incompatible con la caricatura que ha prevalecido, sería imposible. Con eso se compromete Ruth Casa Editorial, con un mundo en el cual la libertad no pueda ser concebida fuera de la igualdad y de la fraternidad, sino exclusivamente a partir de ellas.
El nombre de la editorial se inspira precisamente en aquel pasaje bíblico que nos invita a apreciar más generosamente el significado de la solidaridad como virtud, y el núcleo de valores que nos impele al rescate y a la reflexión, a creer y a crear con coherencia, a decidir con lealtad y valentía, y a restituir al ser humano toda su dignidad.
Ruth Casa Editorial quiere proclamar desde el comienzo mismo su sentido de amplitud, sin fronteras, pero sin ambigüedades. Asocia su proyección a los movimientos sociales y en particular al Foro Mundial de Alternativas, sin constituir un órgano de este, ni contemplar restricciones nacionales, continentales, sectoriales o institucionales. Con la única aspiración de servir al impulso que reclama la marcha hacia un futuro donde todos tengan cabida. Los lectores dirán si lo logramos.
François Houtart
Presidente
Cada época genera sus urgencias críticas. El siglo xx finalizó con la frustración rotunda de las esperanzas que había creado la Revolución de Octubre y con el encumbramiento del imperialismo bajo el liderazgo más absoluto de los Estados Unidos. Estos hechos resumen las complejidades, la irracionalidad, los peligros y los desafíos de nuestro tiempo. Desafíos para el pensamiento crítico y para la praxis.
Bajo el sello Ruth Casa Editorial se funda Ruth. Cuadernos de Pensamiento Crítico, que se reconoce precisamente así, de pensamiento crítico. Internacional por la naturaleza de la problemática que aborda, por la determinación de las alternativas y por una obligada vocación de universalidad. Tan universal debe aspirar a ser el proyecto como ha llegado a ser el mundo del capital que luchamos por subvertir. Nada de lo que ocurre en el tiempo que nos ha tocado vivir puede sernos ajeno. Nada debe escapar al rasero de la reflexión comprometida.
Por tal motivo nos reconocemos, como publicación, bajo el signo de la radicalidad revolucionaria, que diferenciamos de la radicalidad doctrinal. Rechazamos cualquier exclusión dogmática que margine el ingenio y el espíritu de búsqueda en el camino hacia el socialismo. Del mismo modo que no podemos ceder a propuesta de tipo alguno que nos distancie de la ruta hacia un mundo signado por la seguridad, la justicia, la libertad y la equidad para todos los pueblos.
Ruth
Cuadernos de Pensamiento Crítico
El siglo xix concluyó con la aparición de una potencia imperialista que emergió como nación entre finales del siglo xviii y principios del xix. Al finalizar este último, ya había acumulado todas las fuerzas necesarias para comenzar a desplazar del poder a las potencias coloniales capitalistas que habían dominado los mares del mundo desde la centuria xvi, especialmente: Inglaterra, España y Francia.
Al comenzar el siglo xx, su poder se fortaleció aún más, y entre las dos guerras mundiales desplazó definitivamente a la que había sido la potencia mundial capitalista por excelencia: Inglaterra. Se trata de los Estados Unidos de América, que en las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial emergió como potencia imperialista hegemónica y líder de todo el sistema capitalista mundial.
Hoy, a pesar de haber entrado en lo que podemos considerar el período de su decadencia, tal vez definitiva, los Estados Unidos aún conservan las fuerzas necesarias para tratar de recuperar sus otroras posiciones o, al menos, amenazar con arrastrar al mundo a un final apocalíptico.
En los umbrales del siglo xxi son muchos los retos que amenazan a esta potencia: el largo ciclo de deterioro de su economía, sus divisiones internas, la crisis de su sistema democrático y el enfrentamiento de fuerzas políticas muy poderosas, entre las cuales todavía no se logra el consenso necesario para determinar los derroteros futuros de la que antes fuera poderosa nación. Este enfrentamiento, particularmente en el orden interno, se expresa en las contradicciones existentes entre la nación y el imperio. Muchos, demasiados aun, son partidarios de salvaguardar el imperio, aunque para ello tengan que poner en peligro la existencia de la nación.
En el orden de su proyección internacional, los Estados Unidos no habían atravesado una situación tan difícil y compleja como la actual. Su antes seguro «traspatio» comienza a reclamar con fuerza su segunda independencia, sus antiguos aliados poderosos viven una crisis económica y política que no le facilita a los Estados Unidos las holguras de tiempo atrás que les permitían fuerzas para superar sus crisis internas; aparecen nuevos actores internacionales que le cuestionan sus anteriores espacios, mientras que las guerras desatadas para redistribuir el poder mundial no les resultan exitosas.
Desde el descalabro sufrido con la Guerra en Vietnam, los EstadosUnidos no han ganado más una guerra. Su economía no ha vuelto adisfrutar de las ventajas absolutas que le permitió el período posterior a la Segunda Guerra Mundial, y la sociedad norteamericana no ha vuelto a tener las ventajas de mantenerse aislada de los acontecimientos externos. Si hasta los años setenta, los Estados Unidos eran los que impactaban con sus acontecimientos en el mundo, hoy los procesos que tienen lugar en el mundo son los que, como nunca antes, impactan también en este país.
La sociedad norteamericana no disfruta ya de un cómodo, aislado y abastecido emporio de seguridad y riqueza. Las fuentes de ese bienestar, aparentemente inagotables, son más reclamadas que nunca por otros actores, por tanto tienen que ser más disputadas en el exterior de la nación, pagando un precio cada vez más elevado en vidas, recursos y dinero por el bienestar que antes disfrutaban con relativa facilidad. Por todo ello y más, el «American Way of Live» va dejando de ser para muchos el tan atractivo modelo de vida de antes. El prestigio de los Estados Unidos en el mundo está siendo cada vez más cuestionado y la capacidad que antes tenían de decidir siempre las cosas a su favor también va desapareciendo de forma paulatina.
Resultaría imposible reunir en un solo libro todos los tópicos que caracterizan al imperialismo estadounidense en la contemporaneidad, aun como potencia líder del sistema capitalista mundial; mucho menos si pretendiéramos analizar además a los diversos imperialismos o subimperialismos que reproducen y sostienen el orden del capital a nivel global. Sin embargo, Ruth Casa Editorial, de conjunto con la Editorial de Ciencias Sociales, nos han permitido reunir en esta edición de sus Ruth Cuadernos de Pensamiento Crítico varios textos de prestigiosos intelectuales que han estudiado desde diversos ángulos el imperialismo norteamericano durante décadas, y que nos permiten aproximarnos a su situación actual, estos son: James Petras, Atilio A. Boron, Robert Austin, Luciano Vasapollo, Piero Gleijeses, Oscar Ugarteche y Ariel Noyola. Dichos autores permiten incorporar a este volumen —además de nuestros análisis desde Cuba— múltiples miradas desde diversas regiones y países del mundo: los Estados Unidos, México, Argentina, Australia e Italia, lo que hace que una de las mayores virtudes de esta recopilación sea también su heterogeneidad temática. El papel de los Estados Unidos frente a la primera independencia de América Latina y el Caribe; el llamado «excepcionalismo estadounidense» y su impacto a través de la historia en la política exterior de esa nación; la emergencia de los Estados Unidos como economía imperialista; el complejo militar industrial norteamericano; la crisis económica actual en los Estados Unidos; el papel de América Latina y el Caribe en el tablero de la geopolítica mundial; la política exterior de la potencia del Norte hacia el Medio Oriente; fenómenos sociales como el racismo y la pobreza en los Estados Unidos; Inglaterra y Australia como Estados subimperialistas —no siempre incondicionales— de los Estados Unidos; y la crisis actual del imperialismo europeo, son algunos de los aspectos interesantes y novedosos que se abordan en este nuevo Cuaderno, permitiendo la interconexión de las cuestiones económicas, políticas y sociales —del pasado, presente y futuro de los Estados Unidos— desde una visión no parcelada de la ciencias sociales, sino transdiciplinaria. La economía, la politología, las relaciones internacionales, la sociología y la historia se dan la mano en estas páginas.
Cuando la palabra imperialismo parece caer en desuso y algunas mentes colonizadas la entienden solamente como una cuestión de retórica, la realidad del mundo actual demanda —sobre todo desde los Estados periféricos— cada vez más estudios e investigaciones que develen las nuevas lógicas de funcionamiento, reproducción y dominación del imperialismonorteamericano, así como su situación interna y externa. No consideramos que esta recopilación de ensayos agote todos los temas, pero sí que constituye un esfuerzo valioso en aras de proseguir enriqueciendo el conocimiento y el debate contemporáneo sobre el fenómeno estudiado.
Los Estados Unidos dedican ingentes recursos materiales y humanos, universidades y centros de investigación a estudiar nuestra región latinoamericana y caribeña. El conocimiento producido les resulta extremadamente útil para sus objetivos de dominación. Sería entonces pueril que los latinoamericanos y caribeños nos dedicáramos a ignorar las realidades que han caracterizado hasta nuestros días al imperialismo norteamericano. Solo el examen permanente de la nación del Norte y el conocimiento profundo de su historia y cultura pueden ofrecernos los elementos que permiten develar sus continuas modernizaciones en función de mantenernos, por un lado, colonizados económica, política y culturalmente; por otro, en una guerra constante de neocolonización en aquellos terrenos en que la resistencia y los movimientos revolucionarios han afectado su hegemonía. Esperamos que esta nueva contribución que ahora ponemos en manos de los lectores ayude de alguna manera con ese fin descolonizador y anti hegemónico, desde las ciencias sociales y el pensamiento crítico.
Esteban Morales Domínguez
Elier Ramírez Cañedo1
1Han coordinado, junto a la redacción de Ruth Cuadernos de Pensamiento Crítico, eldossier«El imperialismo norteamericano: pasado, presente y futuro».
Esteban Morales Domínguez (Cuba, 1942). Licenciado en Economía. Doctor en Ciencias Económicas (Especialidad Economía Política) y Doctor en Ciencias. Fundó y dirigió durante veinte años el hoy Centro de Estudios Hemisféricos y sobre Estados Unidos de la Universidad de La Habana.
Elier Ramírez Cañedo(La Habana, 1982).Licenciado en Historia (2006). Título de Oro. Graduado más destacado, integral de la Universidad de La Habana. Máster en Historia Contemporánea (Especialidad Relaciones Internacionales, 2008). Doctor en Ciencias Históricas (2011).
Este ensayo describe y analiza el papel desempeñado por el gobierno de los Estados Unidos frente a la primera independencia de América Latina y el Caribe, así como ante los planes unitarios de Simón Bolívar.
«¿(…) y los Estados Unidos que parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias a nombre de la libertad?». («Carta de Simón Bolívar al coronel Patricio Campbell», Guayaquil, 5 de agosto de 1829).
La historia suele ser caprichosa y subversiva para las clases dominantes del sistema capitalista. Por supuesto, me refiero a la historia escrita por los historiadores que se esfuerzan en lograr mayores aproximaciones a la verdad —la verdad es siempre revolucionaria, decía Lenin—, no a la salida de plumas pagadas y traidoras dedicadas a las entelequias y tergiversaciones con el único fin de confundir a los pueblos y mantenerlos sujetos a la dominación. La desmemoria o la falsa memoria han sido históricamente resortes muy eficaces de los poderosos para garantizar la permanencia de la opresión sobre los individuos. Quien domina el pasado, domina el presente y el futuro. Por eso hoy es tan importante librar una cruenta batalla en el terreno de la historia de América Latina y el Caribe, pues aún sobreviven muchas falsedades y ocultamientos de lo que fueron nuestros procesos históricos, debido al dominio prácticamente absoluto que tuvo durante muchos años la historiografía burguesa.
En momentos en que los latinoamericanos y caribeños celebramos el bicentenario de nuestra primera independencia, se hace imprescindible una mayor investigación y divulgación de los acontecimientos que tuvieron lugar hace doscientos años en la región. Es necesario que nuestros pueblos se apoderen de todo ese pasado de luchas, logros y frustraciones. «Los que se niegan a aprender de la historia están condenados a repetirla», decía George Santayana. Sería inadmisible que, a la altura del siglo xxi, con la conciencia alcanzada, los latinoamericanos y caribeños cometamos errores como los que condujeron a que, luego de lograda la separación de España, nuestra independencia sufriera lamentables recortes en función de la satisfacción de los intereses de una minoría oligárquica supeditada a Washington. Sin duda, fue el Norte el que mayores beneficios obtuvo de este triste epílogo. Bolívar murió con el alma en vilo al ver cómo lo que él, Sucre y algunos de sus más fieles seguidores habían construido con las manos, otros lo habían destruido con los pies. Finalmente, los lazos neocoloniales que los Estados Unidos fueron tejiendo «a nombre de la libertad» con los países latinoamericanos y caribeños durante todo el siglo xix, y que se hicieron más firmes en el xx, socavaron la soberanía por la cual tantos patriotas de las naciones del Sur habían ofrendado sus valiosas vidas. Doscientos años han pasado y la historia ha demostrado cuánta claridad tenían Francisco de Miranda, Simón Bolívar, Francisco Morazán, José Martí y otros de los próceres de la región, al plantearse el sueño de una sólida unión de Nuestra América y al descubrir las apetencias imperiales de Washington sobre nuestros territorios. Solo castrados mentales o individuos con intereses espurios no podrían reconocerlo.
De ahí, la necesidad de profundizar en la historia de Nuestra América, pero no solo en los hechos heroicos y en las grandes batallas militares y políticas que libraron nuestros libertadores, sino también en la conducta seguida por las fuerzas reaccionarias, esas que hicieron todo lo posible por evitar la independencia y la unidad de nuestros pueblos. Es imprescindible hoy más que nunca poner al descubierto quiénes fueron los enemigos internos y externos de ese proceso libertario, pues no es casual que en la actualidad, cuando nuestros pueblos luchan por su segunda y definitiva independencia y avanzan hacia una sólida integración, los enemigos de ayer sean los mismos de hoy, salvando las distancias y particularidades de cada tiempo histórico. En este caso quiero dedicar estás páginas a describir y analizar el papel desempeñado por el gobierno de los Estados Unidos frente a la primera independencia de América Latina y el Caribe, así como ante los planes unitarios de Simón Bolívar.
Prácticamente desde su surgimiento como nación, los Estados Unidos fueron contrarios a la independencia de los territorios que hoy comprenden la región de América Latina y el Caribe, pues consideraban que aún no estaban en condiciones de cumplir con suDestino Manifiestodedominar toda la América. Apenas llegaron a los Estados Unidos los ecos de la insurrección de Túpac Amaru, 1780-1781, los padres fundadores de la nación habían comenzado a formular las primeras ideas de la política que se debía seguir ante cualquier intento independentista en el Sur. John Adams —presidente de los Estados Unidos en el período 1797-1801— planteaba por esos días: «Nosotros debemos ser muy prudentes en lo que hagamos. La mayor ventaja en este negocio será para Inglaterra, pues ella proveerá a toda Sudamérica con sus manufacturas, cosa que le dará rápidamente riqueza y poder, cuestión muy peligrosa para nosotros».1
Asimismo, Thomas Jefferson, otro de los padres fundadores que llegaría a presidente, señalaba en 1786:
Nuestra Confederación debe ser considerada como el nido desde el cual toda América, así como la del Norte como la del Sur, habrá de ser poblada. Mas cuidémonos (…) de creer que interesa a este gran Continente expulsar a los españoles. Por el momento aquellos países se encuentran en las mejores manos, y sólo temo que éstas resulten demasiado débiles para mantenerlos sujetos hasta que nuestra población haya crecido lo suficiente para írselos arrebatando pedazo a pedazo.2
En 1791 —destaca el investigador cubano Luis Suárez Salazar—, en lo que puede considerarse la primera agresión «directa» contra la región latinoamericana y caribeña, el entonces presidente, George Washington (1789-1797), apoyó financieramente a la administración colonial francesa que dominaba Haití, sin lo cual le hubiera sido imposible a dicha metrópoli sostenerse durante los primeros meses frente a la revolución antiesclavista e independentista haitiana. Luego, el gobierno estadounidense se negaría de forma rotunda y durante muchos años a reconocer la independencia de Haití.3
A inicios del siglo xix se hacía evidente para los líderes de la nación norteña que la revolución hispanoamericana era en buena medida un resultado de los ecos de su propia revolución y que esta sería inevitable. Aunque públicamente los líderes estadounidenses manifestaron su interés en los resultados del proceso emancipador y el Congreso tomó un acuerdo que aplaudía la rebeldía de las posesiones españolas, en el fondo la independencia de Hispanoamérica no era bien vista en Washington al considerar que su consumación beneficiaría en esos momentos a Inglaterra y no a los Estados Unidos. Era preferible entonces que la débil España permaneciera dueña de sus colonias en América y que se aplazara la independencia de estos territorios hasta que los Estados Unidos estuvieran en condiciones de enfrentar a Inglaterra por el dominio del continente.
A los motivos de la hostilidad de Washington frente a la independencia de Hispanoamérica se le unió después la amenaza que representó para su sistema esclavista que las revoluciones al sur del continente comenzaran a incorporar a los programas de lucha la abolición de la esclavitud.
También el hecho de que, el 22 de febrero de 1819, John Quincy Adams, presidente estadounidense (1825-1829), y Luis de Onís, ministro español en Washington, suscribieran un tratado que legalizaba la posesión de las Floridas por los Estados Unidos. A partir de esa fecha, estos últimos supeditaron toda su política hispanoamericana a la ratificación del tratado Adams-Onís. España lo ratificó el 24 de octubre de 1820. Los Estados Unidos, el 19 de febrero de 1821. Asegurada la Florida Oriental, los Estados Unidos no se sentirían ya contenidos por motivo alguno para agredir a España material o diplomáticamente. Lo que se traducía en la búsqueda de sus próximas ambiciones territoriales: Texas y Cuba, y en el reconocimiento de la independencia de las colonias españolas.
El destacado investigador cubano Francisco Pividal, en su encomiable obraBolívar, pensamiento precursor del antiimperialismo, cita un trabajo periodístico publicado en 1818 que ofrece otro elemento que debe tenerse en cuenta para explicar la reticencia de los Estados Unidos respecto a dar cualquier paso que significase un apoyo a la revolución hispanoamericana y al reconocimiento de las repúblicas ya independientes. El documento explicaba que, anualmente, se exportaba a Cuba de 80 000 a 100 000 barriles de harina, y se importaban de ella 45 759 bocoyes de miel y 78 000 bocoyes de azúcar.
¿Era sensato poner en peligro este intercambio comercial enemistándose con España, especialmente cuando el comercio con los territorios independientes de la América Hispana poseía tan escasa importancia, y cuando la depresión económica, que ya había comenzado en Estados Unidos, hacía tan vital la continuación del comercio con las Antillas españolas?
La única esperanza de provecho mercantil reside en una política de estricta neutralidad.4
De cualquier manera, la independencia de Hispanoamérica también amenazaba los fuertes intereses expansionistas de los Estados Unidos, con miras inmediatas en las Floridas, México, Cuba y Puerto Rico, aunque ya algunos de sus líderes añoraban ser los dueños del mundo. En 1804, el expresidente John Adams (1797-1801) destacaba: «La gente de Kentucky está llena de ansias de empresa y aunque no es pobre, siente la misma avidez de saqueo que dominó a los romanos en sus mejores tiempos. México centellea ante nuestros ojos. Lo único que esperamos es ser dueños del mundo».5
Los elementos anteriores explican el porqué los Estados Unidos, bajo la presidencia de Thomas Jefferson (1801-1809), negaron en 1806 el apoyo al venezolano Francisco de Miranda cuando preparaba una expedición para iniciar la lucha independentista en Venezuela. Ello, a pesar de que Miranda había prestado una inestimable ayuda en la independencia de las Trece Colonias.6El 10 de diciembre de 1810, el Congreso de los Estados Unidos aprobó una Resolución Conjunta. En su parte dispositiva señalaba, entre otras cosas:
(...) que, como vecinos y habitantes del mismo hemisferio, los Estados Unidos sienten profunda solicitud por su bienestar; y que, cuando esas provincias hayan logrado la condición de naciones, por el justo ejercicio de sus derechos, el Senado y la Cámara de Representantes se unirán al Ejecutivo para establecer con ellas, como estados soberanos e independientes, aquellas relaciones amistosas y comerciales (…).7
Se desprende de dicha resolución que los revolucionarios hispanoamericanos tenían que luchar solos contra España y vencerla totalmente, para entonces ser reconocidos por los Estados Unidos. Esa fue la «solidaridad» que prestó el gobierno de Washington a la independencia de Hispanoamérica. Bolívar, en su célebre Carta de Jamaica de 1815, refiriéndose a la posición del gobierno estadounidense señaló: «(…) hasta nuestros hermanos del norte se han mantenido inmóviles espectadores de esta contienda, que por su esencia es la más justa, y por sus resultados la más bella e importante de cuantas se han suscitado en los siglos antiguos y modernos (…)».8
El 3 de marzo de 1817, por iniciativa del presidente norteamericano James Madison (1809-1817), el Congreso de los Estados Unidos aprobó una nueva ley de neutralidad, dirigida abiertamente contra la Revolución Hispanoamericana. Madison había cedido ante las presiones del ministro español Luis de Onís. Según esta nueva ley, cualquier ciudadano que armara un buque privado que pudiese ser utilizado contra un Estado en paz con los Estados Unidos, sería castigado con diez años de prisión y 10 000 dólares de multa. William Cobbett, periodista británico, preguntaba en un folleto publicado en esos días si realmente era neutral negar armas a un hombre desarmado que peleaba contra otro bien armado.9
Mas, por si fuera poco, el gobierno de los Estados Unidos no solo se declaró «neutral» ante el conflicto entre España y la Revolución Hispanoamericana, sino que dejó que se le prestara a España todo el apoyo logístico necesario, negándose a tomar medidas represivas contra los infractores de la «neutralidad». Las reprimendas solo se producían si se trataba de alguna acción que favoreciera a los patriotas. Cuando el gobierno republicano de Venezuela dispuso —por decreto del 6 de enero de 1817, publicado incluso en los Estados Unidos— el bloqueo de Guayana y Angostura, los buques mercantes norteamericanos hicieron caso omiso y burlaron sistemáticamente el bloqueo. En ese mismo año fueron capturadas por las fuerzas marítimas de Venezuela las goletas norteamericanas «Tigre» y «Libertad», cuando llevaban recursos bélicos a los realistas. Este hecho conllevó a un duelo epistolar entre el agente diplomático de los Estados Unidos en Venezuela, Bautista Irvine, y Bolívar, a lo largo de 1818. El 20 de agosto de 1818, le escribe Bolívar a Irvine:
Si es libre el comercio de los neutros para suministrar a ambas partes los medios de hacer la guerra, ¿por qué se prohíbe en el Norte? ¿Por qué a la prohibición se añade la severidad de la pena, sin ejemplo en los anales de la República del Norte? ¿No es declararse contra los independientes negarles lo que el derecho de neutralidad les permite exigir? La prohibición no debe entenderse sino directamente contra nosotros que éramos los únicos que necesitábamos protección. Los españoles tenían cuanto necesitaban o podían proveerse en otras partes. Nosotros solo estábamos obligados a recurrir al Norte así por ser nuestros vecinos y hermanos, como porque nos faltaban los medios y relaciones para dirigirnos a otras potencias. Mr. Cobbett ha declarado plenamente en su semanario la parcialidad de los Estados Unidos a favor de la España en nuestra contienda. Negar a una parte los elementos que no tiene y sin los cuales no puede sostener su pretensión cuando la contraria abunda en ellos, es lo mismo que condenarla a que se someta, y en nuestra guerra con España es destinarnos al suplicio, mandarnos a exterminar. El resultado de la prohibición de extraer armas y municiones califica claramente esta parcialidad. Los españoles que no las necesitaban las han adquirido fácilmente al paso que las que venían para Venezuela se han detenido.10
Las discusiones acerca de la devolución o indemnización de los barcos confiscados se dieron por concluidas cuando Bolívar ofreció someter el caso al arbitraje internacional. Irvine desatendió el ofrecimiento y pasó a la amenaza, haciendo valer el poderío de su nación. El 7 de octubre de 1818, le respondió Bolívar de manera enérgica:
(…) protesto a usted que no permitiré que se ultraje ni desprecie el Gobierno y los derechos de Venezuela. Defendiéndonos contra la España ha desaparecido una gran parte de nuestra población y el resto que queda ansía por merecer igual suerte. Lo mismo es para Venezuela combatir contra España que contra el mundo entero, si todo el mundo la ofende.11
Un hecho relevante ocurrido en 1817 puso también en evidencia la simulada neutralidad de los Estados Unidos frente al conflicto entre la metrópoli española y sus colonias americanas. El 29 de junio más de un centenar de patriotas suramericanos dirigidos por MacGregor ocuparon la Isla Amelia, frente a la costa norte de la Florida, proclamaron la República Libre de las Floridas y establecieron la capital en Fernandina, su punto principal. Los revolucionarios venezolanos izaron la bandera de su país, constituyeron el gobierno civil y designaron autoridades militares y navales. La posesión de este punto en la Florida era de mucha importancia para los patriotas venezolanos en términos de comunicación de las fuerzas independentistas con los Estados Unidos y con todos los recursos allí existentes. Al mismo tiempo, era casi una posición imprescindible para garantizar el cumplimiento de las medidas de bloqueo de Guayana y Angostura dictadas por Bolívar, pues desde allí se podía detener todo cargamento con destino a los realistas. De hecho, gracias a esta posesión fue posible capturar las goletas «Tigre» y «Libertad» cuando se disponían a abastecer a los realistas en Venezuela, suceso referido anteriormente. Además, la pérdida de la Florida por parte de España y la ocupación subsiguiente de esta por fuerzas insurgentes colocaba al Ejército español en una difícil disyuntiva militar: concentraba sus fuerzas en la protección de México o de Cuba. Obligado MacGregor a retirarse con sus hombres por falta de recursos, le sucedió unos días después la flota de Luis Aury que, el 17 de septiembre de 1817, ocupó el territorio (Isla Amelia y Fernandina) a nombre de los insurgentes mexicanos, ya que el marino francés acababa de dejar en Nueva España la expedición de Mina.12
La República de la Florida solo tuvo sesenta y seis días de existencia. El presidente estadounidense James Monroe (1817-1825) y su secretario de Estado, John Quincy Adams, ordenaron al Ejército norteamericano desembarcar fuerzas navales y terrestres con las cuales invadieron la Isla Amelia y ocuparon la capital Fernandina. Los Estados Unidos no podían permitir que los patriotas del sur frustraran sus planes expansionistas. A partir de este incidente, Washington aceleró las acciones para lograr la anexión definitiva de las Floridas a su territorio.
Lo sucedido con las goletas «Tigre»y «Libertad» y la expulsión de los patriotas latinoamericanos de la Florida son solo dos ejemplos de los tantos acontecimientos que pusieron al desnudo la falacia de la proclamada neutralidad. Todavía en 1826 —señala Manuel Medina Castro—, los barcos norteamericanos seguían introduciendo contrabando de armas para los realistas. Al respecto, le escribió Bolívar a Santander el 13 de junio de 1826: «(…) yo recomiendo a usted que haga tener la mayor vigilancia sobre estos [norte]americanos que frecuentan las costas; son capaces de vender Colombia por un real».13
Por si fuera poco la falsa neutralidad del gobierno de los Estados Unidos ante los movimientos independentistas de América del Sur, el gobierno de Washington se negó continuamente a recibir de forma oficial a los enviados diplomáticos de Hispanoamérica.
La Junta Suprema de Caracas fue la primera en enviar sus comisiones a los Estados Unidos en busca del reconocimiento y de apoyo a la causa independentista. La misión fracasó, pues los enviados no pudieron obtener armas porque las fábricas se habían comprometido con otras naciones y no se logró el reconocimiento. El presidente norteamericano Madison prometió enviar a Caracas un cónsul (agente), después que se decretara la libertad de comercio. Es decir, los Estados Unidos no reconocían a la Junta Suprema, pero esta debía reconocer al gobierno estadounidense recibiendo a su agente diplomático y ofreciéndole a su país la libertad de comercio.
También, para esa época, Manuel Palacio Fajardo, a título del Gobierno de Cartagena de Indias (Colombia), quiso establecer relaciones diplomáticas con el gobierno de los Estados Unidos. A esos efectos, inició las oportunas gestiones, pero la Cancillería en Washington las rechazó. El mismo rechazo se le dio a las comisiones de Chile y de Buenos Aires, al tiempo que se le ponía como precondición a Buenos Aires que para llevar a efecto su reconocimiento debía otorgarle a los Estados Unidos la cláusula de nación más favorecida. Paradójicamente, Monroe, siendo secretario de Estado de Madison, al único que recibió con cortesía y de inmediato fue al enviado de México, Gutiérrez de Lara, pero para proponerle que se interesara por la incorporación de México a los Estados Unidos.14
En Sudamérica, a diferencia de los Estados Unidos, se recibía con respeto y buen trato a los agentes diplomáticos estadounidenses. Entre otros, Buenos Aires recibió a Joel Roberts Poinsett, como cónsul general, en 1811; Caracas acogió a Alerxander Scout como agente, en 1812; Cartagena recibió a Cristopher Hughes como agente especial, en 1816; y Buenos Aires, Santiago y Lima recibieron a John B. Prevost como agente especial, en 1817.15
Solo después de transcurridos doce años de que llegaran los primeros agentes hispanoamericanos a su territorio, y siguiendo todo el tiempo una política de frío cálculo, fue que el gobierno estadounidense reconoció la independencia de la Gran Colombia (lo que hoy comprende los territorios de Venezuela, Ecuador, Panamá y Colombia), el 8 de marzo de 1822.16 Es conocido que, tiempo después, Cuba se desangraría durante treinta años en su lucha por la independencia y solo sería reconocida por Washington después de haberle cañoneado la Enmienda Platt. Vergonzoso apéndice a la Constitución cubana que convirtió a la Isla en una neocolonia yanqui. No debe olvidarse que Haití fue libre desde 1804 y solo fue reconocida de facto en 1862 por el gobierno de los Estados Unidos, cincuenta y ocho años después. Sin embargo, como bien señaló en un excelente libro el ecuatoriano Manuel Medina Castro, la República de Texas se independizó el 2 de marzo de 1836 y fue reconocida exactamente un año después. William Walker desembarcó en El Realejo, en Nicaragua, en julio de 1855, y su gobierno fue reconocido el 10 de noviembre de ese año, con intercambio de ministros y todo. Panamá se independizó de Colombia el 3 de noviembre de 1903 y, debido a los intereses de los norteamericanos por construir un canal interoceánico por esa zona, fue reconocida tres días después.17 Los ejemplos anteriores son una muestra ostensible de que la política exterior de los Estados Unidos siempre se ha explicado por los intereses del capital y por la necesidad de expandir su hegemonía. Lo demás es pura retórica y falsa diplomacia.
En ningún momento median razones de principio y de verdadera simpatía, en el reconocimiento del año 1822. Washington solo reconoció la independencia de los países del Sur cuando calculó los beneficios económicos que podía obtener del comercio con ellos, sobre todo para los grandes intereses agropecuarios de los Estados del Oeste. También cuando valoró que la victoria de las fuerzas patriotas era inexorable, así como su capacidad de mantenerse independientes.
El 25 de mayo de 1829, Bolívar escribió a José Rafael Revenga:
Jamás conducta ha sido más infame que la de los norteamericanos con nosotros: ya ven decidida la suerte de las cosas y con protestas y ofertas, quien sabe si falsas, nos quieren lisonjear para intimar a los españoles y hacerles entrar en sus intereses. El secreto del Presidente [de los Estados Unidos] es admirable. Es un chisme contra los ingleses que lo reviste con los velos del misterio para hacernos valer como servicio, lo que en efecto fue un buscapié para la España; no ignorando los norteamericanos que con respecto a ellos los intereses de Inglaterra y España están ligados. No nos dejemos alucinar con apariencias vanas; sepamos bien lo que debemos hacer y lo que debemos parecer.
Más adelante profirió el Libertador:
Yo no sé lo que deba pensar de esta extraordinaria franqueza con que ahora se muestran los norteamericanos: por una parte dudo, por otra me afirmo en la confianza de que habiendo llegado nuestra causa a su máximo, ya es tiempo de reparar los antiguos agravios. Si el primer caso sucede, quiero decir, si se nos pretende engañar; descubrámosles sus designios por medio de exorbitantes demandas; si están de buena fe, nos concederán una gran parte de ellas, si de mala, no nos concederán nada, y habremos conseguido la verdad, que en política como en guerra es de un valor inestimable. Ya que por su anti-neutralidad la América del Norte nos ha vejado tanto, exijámosle servicios que compensen sus humillaciones y fratricidios. Pidamos mucho y mostrémonos circunspectos para valer más (…).18
Uno de los proyectos que más oposición generó en los grupos de poder estadounidenses fue el que preparaban en 1825 fuerzas mancomunadas de Simón Bolívar y Guadalupe Victoria —presidente de México—, para organizar una expedición con el objetivo de independizar a Cuba y Puerto Rico. El presidente de los Estados Unidos en ese momento, John Quincy Adams, y su secretario de Estado, Henry Clay, estaban convencidos de que la independencia de Cuba y Puerto Rico afectaría los intereses hegemónicos de su nación. Clay expresó al respecto: «Si Cuba se declarase independiente, el número y la composición de su población hacen improbable que pudieran mantener su independencia. Semejante declaración prematura podría producir una repetición de aquellas terribles escenas de que una isla vecina fue desdichado teatro». Evidentemente se estaba refiriendo a Haití. Continuó Clay: «Este país prefiere que Cuba y Puerto Rico continúen dependiendo de España. Este gobierno no desea ningún cambio político de la actual situación».19
De inmediato, la administración Adams-Clay dio una serie de pasos para evitar los proyectados planes de Colombia y México. Primero, se comunicó por vía diplomática con los gobiernos de estos países para hacerles saber que los Estados Unidos no tolerarían cambio alguno en la situación de Cuba y Puerto Rico. Segundo, intentó convencer a Españade que solo haciendo la paz con sus colonias insurgentes y reconociendo la independencia de México y Colombia se lograría que estas desistierande sus planes de invadir a Cuba. Tercero, trató de lograr una mediación de potencias extranjeras para que estas influyeran en una decisión de Madrid de reconocer la independencia de los países hispanoamericanos recién liberados. Clay escribió a los ministros estadounidenses en Rusia, Francia e Inglaterra enviándoles instrucciones de que buscasen apoyo para aquel plan.
Entretanto, el primer ministro enviado a México por los Estados Unidos, Joel Roberts Poinsett,20 se esforzaba cumpliendo las estrictas instrucciones de su gobierno por evitar que avanzara el proyecto de invasión a Cuba. Utilizó «los celos mexicanos respecto a Colombia», e informó a Clay que, si estos «se cultivaban» seriamente, producirían los resultados esperados. Para ganar tiempo mientras Poinsett continuaba realizando esta labor, el 20 de diciembre de 1825, Clay envió notas idénticas a los gobiernos de México y Colombia pidiendo la suspensión por tiempo limitado de la salida de la expedición hacia Cuba y Puerto Rico.
Ante la fuerte presión diplomática estadounidense, los gobiernos de Bogotá y de México respondieron que no se aceleraría operación alguna de gran magnitud contra las Antillas españolas, hasta que la propuesta fuera sometida al juicio del Congreso Anfictiónico de Panamá, a celebrarse en 1826. Como dijo apenadamente Simón Bolívar a una delegación de revolucionarios cubanos que lo visitó en Caracas: «No podemos desafiar al gobierno norteamericano, resuelto, en unión del de Inglaterra, a mantener la autoridad de España sobre las Islas de Cuba y Puerto Rico (…)».21
El presidente estadounidense John Quincy Adams llevó al órgano legislativo de su país la invitación —cursada por Francisco de Paula Santander en contra de los deseos y la voluntad de Bolívar— que había recibido el gobierno para participar en el Congreso Anfictiónico de Panamá. El 18 de marzo de 1826, en su mensaje a los congresistas, destacó la importancia de la presencia de los Estados Unidos en el Congreso de Panamá para evitar que prosperara cualquier plan en favor de la independencia de Cuba y Puerto Rico:
La invasión de ambas islas por las fuerzas unidas de México y Colombia se halla abiertamente entre los proyectos que se proponen llevar adelante en Panamá los Estados belicosos (…). De allí que sea necesario mandar allí representantes que velen por los intereses de los Estados Unidos respecto de Cuba y Puerto Rico. La liberación de las islas significaría la liberación de la población negra esclava de las mismas y una gravísima amenaza para los estados del sur. (…) todos nuestros esfuerzos se dirigirán a mantener el estado de cosas existente, la tranquilidad de las islas y la paz y seguridad de sus habitantes.22
El 26 de marzo de 1825, Henry Clay, al cursar instrucciones a Joel Roberts Poinsett, amplió respecto a las preocupaciones del gobierno de los Estados Unidos sobre la proyectada expedición conjunta de Colombia y México:
Caso de que la guerra se prolongue indefinidamente, ¿a qué fin se dedicarán las armas de los nuevos Gobiernos? No es improbable que se vuelvan hacia la conquista de Cuba y Puerto Rico y que, con esa mira, se concierte una operación combinada entre las de Colombia y México. Los Estados Unidos no pueden permanecer indiferentes ante semejante evolución. Su comercio, su paz y su seguridad se hallan demasiado íntimamente relacionados con la fortuna y la suerte de la isla de Cuba para que puedan mirar ningún cambio de su condición y de sus relaciones políticas sin profunda alarma y cuidado. No están dispuestos a intervenir en su estado real actual; pero no pueden contemplar con indiferencia ningún cambio que se realice con ese objeto. Por la posición que ocupa, Cuba domina el Golfo de México y el valioso comercio de los Estados Unidos que necesariamente tiene que pasar cerca de sus costas. En poder de España, sus puertos están abiertos, sus cañones silenciosos e inofensivos y su posición garantizada por los mutuos celos e intereses de las potencias marítimas de Europa. Bajo el dominio de cualquiera de esas potencias que no sea España y, sobre todo, bajo el de Gran Bretaña, los Estados Unidos tendrían justa causa de alarma. Tampoco pueden contemplar ellos que ese dominio pase a México o a Colombia sin sentir alguna aprehensión respecto al porvenir. Ninguno de esos dos Estados tiene todavía, ni es posible que la adquieran pronto, la fuerza marítima necesaria para conservar y proteger a Cuba, caso de lograr su conquista. Los Estados Unidos no desean engrandecerse con la adquisición de Cuba. Con todo, si dicha Isla hubiese de ser convertida en dependencia de alguno de los Estados americanos, sería imposible dejar de aceptar que la ley de su posición proclama que debe ser agregada a los Estados Unidos. Abundando en esos productos a que el suelo y el clima de México y de Colombia se adaptan mejor, ninguna de ellas puede necesitarla, mientras que si se considera ese aspecto de la cuestión, caso de que los Estados Unidos se prestaran a las indicaciones de interés, Cuba sería para ellos particularmente deseable. Si la población de la Isla fuera capaz de sostener su independencia y se lanzase francamente a hacer una declaración de ella, quizás el interés real de todas las partes sería que poseyese un gobierno propio independiente. Pero entonces sería digno considerar si las potencias del continente americano no harían mejor en garantizar esa independencia contra cualquier ataque europeo dirigido contra su existencia. Sin embargo, lo que el presidente le ordena hacer es acordarle una atención vigilante a cualquier paso relativo a Cuba y averiguar los designios del gobierno de México con relación a ella. Y usted queda autorizado para revelar francamente, si se hiciese necesario en el curso de los acontecimientos, los sentimientos e intereses que se exponen en estas instrucciones y que el pueblo de los Estados Unidos abriga con respecto a esa isla.23
Después de meses de debate en el Congreso de los Estados Unidos —en la Cámara la discusión duró cuatro meses, y el Senado, en sesión secreta, trató el asunto en un período más breve—, se aprobó al fin la participación en el Congreso de Panamá. Los representantes de Washington al Congreso Anfictiónico de Panamá serían Richard C. Anderson y John Sergeant, nombrados Enviados Extraordinarios y Ministros Plenipotenciarios de los Estados Unidos cerca del Congreso de Panamá. Ninguno de los dos pudo finalmente participar en los debates del Congreso, pues Anderson falleció camino a Panamá y Sergeant, retrasado, solo logró unirse con los delegados en México, donde formó con Joel Roberts Poinsett el equipo de negociadores de los Estados Unidos. Ambos enviados del gobierno de Washington habían recibido instrucciones claras de rechazar con vehemencia y fuertes amenazas el proyecto colombo-mexicano de independizar a Cuba y Puerto Rico.
Entre los asuntos que deben llamar la consideración del Congreso no hay uno que tenga un interés tan poderoso y tan dominante como el que se refiere a Cuba y Puerto Rico, pero en particular al primero. La isla de Cuba, por su posición, por el número y el carácter de su población, y por sus recursos enormes aunque casi desconocidos, es en la actualidad el importante objeto que atrae la atención tanto de Europa como de América. Ninguna potencia, ni aun España misma, tiene un interés más profundo en su suerte futura, cualquiera que fuese, que Estados Unidos. (…) no deseamos mudanza alguna en la posesión o condición política de aquella isla (…) no podemos ver con indiferencia que pasase de España a otra potencia europea. Tampoco deseamos que se transfiera o anexe a alguno de los nuevos estados americanos.
(…)
Las relaciones francas y amistosas que siempre deseamos cultivar con las nuevas Repúblicas exigen que ustedes expongan, claramente y sin reserva, que Estados Unidos con la invasión a Cuba tendría demasiado que perder para mirar con indiferencia una guerra de invasión seguida de una manera desoladora, y para ver una raza de habitantes peleando contra la otra, en apoyo de unos principios y con motivos que necesariamente conducirán a los excesos más atroces cuando no a la exterminación de una de las partes: la humanidad de Estados Unidos a favor del más débil, que precisamente sería el que sufriese más, y el imperioso deber de defenderse contra el contagio de ejemplos tan cercanos y peligrosos, le obligaría a toda costa (aun a expensas de la amistad de Colombia y México) a emplear todos los medios necesarios para su seguridad. 24
Es cierto que la abolición de la esclavitud tendría cierto impacto subversivo para los Estados esclavistas sureños de la nación estadounidense, pero la raíz del problema estaba en que, de triunfar los planes de Bolívar y de Guadalupe de Victoria de independizar a Cuba y Puerto Rico, las ambiciones expansionistas de los Estados Unidos sobre estas islas quedarían frustradas, o al menos se harían bien difíciles de acometer. También existía el temor real en el gobierno de Washington de que Inglaterra se aprovechara de cualquier situación de inestabilidad para imponer su poderío naval y apoderarse de las islas, cuando los Estados Unidos aún no tenían capacidad suficiente para enfrentársele. La anexión de Cuba y Puerto Rico es el verdadero «interés más profundo» del que habla Clay en las instrucciones trasmitidas a Anderson y Sergeant. Claro que, para enmascararlo, orienta bien a sus enviados sobre las justificaciones que deben emplear a la hora de explicar la conducta de los Estados Unidos en contra de la independencia de Cuba y Puerto Rico.
A pesar de que los enviados de Washington no participaron finalmente en las discusiones del Congreso de Panamá, es evidente que el rechazo —de conocimiento público— de los gobiernos de los Estados Unidos eInglaterrafrente a cualquier intentona de romper elstatus quode las islas de Cuba y Puerto Rico influyó negativamente en las decisiones de los delegados de las repúblicas hispanoamericanas en el Congreso de Panamá.25A nada se llegó en concreto al respecto en el cónclave, que se desarrolló desde el 22 de junio al 15 de julio de 1826, con la asistencia de delegaciones de Perú, Centroamérica, México y Colombia, así como de Gran Bretaña y Holanda. En definitiva, la oposición de los Estados Unidos e Inglaterra, sumada a los graves problemas internos que enfrentaban y enfrentarían las repúblicas hispanoamericanas, hicieron abortar los hermosos planes emancipadores de Bolívar y del gobierno mexicano respecto a Cuba y Puerto Rico. Esa situación se mantendría durante 1827, 1828 y 1829, cada vez que se intentó revivir la empresa redentora.
A tal punto llegó la hostilidad estadounidense a los proyectados planes de independizar a Cuba, que Henry Clay, en carta que le envió al capitán general de la Isla, Francisco Dionisio Vives, ofreció en nombre del presidente Adams todo tipo de ayuda para impedir que Cuba saliese de manos de España mediante el reforzamiento de sus defensas. Vives consultó a Madrid y la respuesta fue que aceptara todo tipo de auxilio excepto el desembarco de tropas.26
Años después, el secretario de Estado de los Estados Unidos, Martin Van Buren (1829-1831), en comunicación a su ministro en España, dejaría también constancia escrita sobre cuál había sido la posición de su gobierno frente a la independencia de Cuba y Puerto Rico:
Contemplando con mirada celosa estos últimos restos del poder español en América, estos dos Estados [Colombia y México], unieron en una ocasión sus fuerzas y levantaron su brazo para descargar un golpe, que de haber tenido éxito habría acabado para siempre con la influencia española en esta región del globo, pero este golpe fue detenido principalmente por la oportuna intervención de este gobierno (…) a fin de preservar para su Majestad Católica estas inapreciables porciones de sus posiciones coloniales.27
A este pasaje bochornoso de la historia de los Estados Unidos se referiría también años más tarde nuestro Apóstol, José Martí, en uno de sus célebres discursos: «Y ya ponía Bolívar el pie en el estribo, cuando un hombre que hablaba inglés, y que venía del Norte con papeles de gobierno, le asió el caballo de la brida y le habló así: “¡Yo soy libre, tú eres libre, pero ese pueblo que ha de ser mío, porque lo quiero para mí, no puede ser libre!”».28
Uno de los sueños más hermosos y visionarios de Bolívar fue la unión de los países hispanoamericanos independizados en una gran confederación de Estados. Para él, esa era la única vía que podía mantener la invulnerabilidad de la independencia alcanzada frente a los apetitos imperiales de la época, sobre todo frente a los que ya se veían venir desde el Norte.
Desde su célebre Carta de Jamaica (1915), Bolívar dio muestras de un profundo conocimiento de la realidad americana, de sus virtudes y defectos, y de los elementos que unían y dividían a sus pueblos. En este trascendental documento, el Libertador adelantó su idea de una América unida en gran confederación de naciones libres, guiadas por aspiraciones internacionales comunes, pero sin menoscabo de las individualidades:
Yo deseo más que otro alguno ver formar en América la más grande nación del mundo, menos por su extensión y riquezas que por su libertad y gloria. Es una idea grandiosa pretender formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo. Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse; mas no es posible porque climas remotos, situaciones diversas, intereses opuestos, caracteres desemejantes, dividen a la América. ¡Qué bello sería que el Istmo de Panamá fuese para nosotros lo que Corinto fue para los griegos! Ojalá que algún día tengamos la fortuna de instalar allí un augusto congreso (…).29
La tarea de confederar a las repúblicas hispanoamericanas la inició Bolívar poco después de la creación, en 1819, de la Gran Colombia, cuando envió dos emisarios al Perú, Chile, Buenos Aires y México con la misión de negociar y suscribir tratados de «unión, liga y confederación perpetua». El senador Joaquín Mosquera firma el primero el 6 de junio de 1822 con el encargado de Relaciones Exteriores de Perú, Bernardo Monteagudo; el segundo el 23 de octubre de 1823 con los representantes de Chile, Joaquín Echeverría y José Antonio Rodríguez. Miguel Santamaría suscribe el tercer tratado confederativo el 3 de diciembre de 1823 con el canciller mexicano Lucas Alamán; luego de la independencia de Centroamérica, Pedro Molina, enviado de ese país, firma uno similar el 15 de marzo de 1825 con Pedro Gual, canciller colombiano.30
El 7 de diciembre de 1824, desde Lima, Bolívar convocó oficialmente al Congreso de Panamá, en circular a los Gobiernos de la América del Sur:
Después de quince años de sacrificios consagrados a la libertad de América por obtener el sistema de garantías que, en paz y en guerra, sea el escudo nuestro destino, es tiempo ya que los intereses y relaciones que unen entre sí a las repúblicas americanas, antes colonias españolas, tengan una base fundamental que eternice, si es posible, la duración de estos Gobiernos. Entablar aquel sistema y consolidar el poder de este gran cuerpo político pertenece al ejercicio de una autoridad sublime, que dirija la política de nuestros gobiernos, cuyo influjo mantenga la uniformidad de sus principios y cuyo solo nombre calme nuestras tempestades. Tan respetable autoridad no puede existir sino en una asamblea de plenipotenciarios nombrados por cada una de nuestras Repúblicas y reunidos bajo los auspicios de la victoria obtenida por nuestras armas contra el poder español.31
Por supuesto, este fue uno de los proyectos que recibió el mayor antagonismo de los Estados Unidos. Washington aplaudía cualquier iniciativa que significara unir la política del Sur con la del Norte bajo su liderazgo y sin intervención europea, mas se negaba a aceptar una confederación cuyo protagonismo correspondiera a la Gran Colombia de Bolívar. Joel Roberts Poinsett, representante diplomático de los Estados Unidos en México, llegaría a proferir en una ocasión: «(…) sería absurdo suponer que el presidente de los Estados Unidos llegará a firmar un tratado por el cual ese país quedaría excluido de una federación de la cual él debería ser el jefe».32
En el largo pliego de instrucciones —casi cuarenta páginas— entregado por Clay a sus enviados al Congreso de Panamá se distingue con facilidad la animadversión de Washington con los propósitos fundamentales que Bolívar aspiraba se lograsen en la magna cita: «Se desecha la idea de un consejo anfictiónico, revestido de poderes para decidir las controversias que suscitaren entre los Estados americanos, o para arreglar, de cualquiera manera, su conducta».33
El problema de dicha ojeriza residía en que esos propósitos chocaban con los intereses hegemónicos de los Estados Unidos. Por ejemplo, la idea de una alianza ofensiva y defensiva entre los países concurrentes —uno de los mayores objetivos de Bolívar— evidentemente podía a largo plazo entorpecer las ambiciones estadounidenses de dominio sobre toda la región de América Latina y el Caribe. Clay instruyó a sus representantes para que defendieran en el cónclave la idea de que no existía la necesidad de una alianza ofensiva y defensiva entre las naciones americanas, pues ya se había despejado el peligro de un ataque de la Santa Alianza contra las Repúblicas americanas.
Sea cual fuere la conducta de España, la acogida favorable que ha dado el Emperador de Rusia a las propuestas de Estados Unidos, con la conocida inclinación que tienen Francia y demás potencias europeas a seguir nuestro ejemplo, nos hace creer que la Santa Alianza no tomará parte en la guerra, sino que conservará su actual neutralidad. Habiendo, pues, desaparecido el peligro que nos amenazaba desde aquel punto, no existe la necesidad de una alianza ofensiva y defensiva entre las potencias americanas, la que solo podrá justificarse en el caso de la continuación de semejante peligro. En las actuales circunstancias esa alianza sería más que inútil, pues solo tendría el efecto de engendrar en el Emperador de Rusia y en sus aliados sentimientos que no debían provocarse inútilmente.34
Otro tema de la agenda del Congreso de Panamá que seguramente disgustaba al gobierno de los Estados Unidos —y no aparece aludido en las instrucciones citadas— era la propuesta bolivariana de abolir la esclavitud en el conjunto del territorio confederado.
Pese a que en cónclave de Panamá hubo resistencias de algunas delegaciones a aceptar la propuesta de Bolívar de formar un ejército continental hispanoamericano, respuesta natural a los proyectos agresivos de la Santa Alianza favorecidos con la restauración del absolutismo en España, al final se aceptó una tácita coordinación como parte de los cuatro tratados signados. El más importante de esos acuerdos fue el de la Unión, Liga y Confederación Perpetua —abierto a la firma de los restantes países de Hispanoamérica—, «cual conviene a naciones de un origen común, que han combatido simultáneamente por asegurarse los bienes de libertad e independencia»,35pero que más tarde no fue ratificado por los gobiernos representados en Panamá, con excepción de Colombia. Este tratado tenía 32 artículos y uno de ellos especificaba: «El objeto de este pacto perpetuo será sostener en común, defensiva y ofensivamente si fuese necesario, la soberanía e independencia de todas y cada una de las potencias confederadas de América contra toda dominación extranjera (…)».36
Desde la contemporaneidad es fácil advertir el error cometido por las naciones de América Latina y el Caribe al no haber suscrito un tratado de este tipo que las protegiera de los ataques y la dominación de potencias extra regionales. Lamentablemente, muy pocos de los líderes latinoamericanos tenían la claridad meridiana de Bolívar respecto a los mayores peligros que enfrentaban los países hispanoamericanos recién independizados. No pasaría mucho tiempo para que se hiciera ostensible que el mayor de ellos venía del Norte. De ese Norte que se presentaba como protector de los intereses hemisféricos, pero que lo único que estaba salvaguardando eran sus propios intereses, y estos nada tenían que ver con los del resto de los países de la región. Esa era la verdad que se escondía detrás de algunas de las instrucciones dadas por Clay —en nombre del presidente de los Estados Unidos— a sus enviados al congreso de Panamá: «Deben, pues, rechazar todas las propuestas que estriben sobre el principio de una concesión perpetua de privilegios comerciales a una potencia extranjera».37 También cuando orienta a dichos enviados a que se adscribieran a cualquier declaración «dirigida a prohibir la colonización europea dentro de los límites territoriales de las naciones americanas».38
Asimismo, fueron cínicas y denigrantes las instrucciones de Clay al plantear el rechazo estadounidense al reconocimiento de la independencia de Haití: «Las potencias representadas en Panamá tal vez propondrán como un punto de consideración si se debe o no reconocer a Haití como un Estado independiente. (…) El Presidente es de la opinión que en la actualidad Haití no debe ser reconocida como una potencia soberana independiente».39
Clay explica esta posición señalando que Haití había hecho tales concesiones a su antigua metrópoli debido a que no podía proclamarse soberana. Lo de las concesiones era cierto, pero la explicación de fondo de dicha conducta norteamericana era su disgusto porque esas concesiones eran para Francia y no para los Estados Unidos, lo cual podía crear un mal precedente en el sentido de que los países hispanoamericanos recién independizados hicieran lo mismo, pero con Inglaterra. Eso era inadmisible para el gobierno estadounidense en disputa ya con Albión40 por el predominio económico del continente.
Los primeros ministros que destaca Washington a Hispanoamérica fueron instruidos concretamente sobre el Congreso Anfictiónico. John Quincy Adams, en ese momento secretario de Estado de Monroe, dice el 17 de mayo de 1823 en documento enviado a César Rodney, quien había sido nombrado ministro en Buenos Aires: