El juego serio - Hjalmar Söderberg - E-Book

El juego serio E-Book

Hjalmar Söderberg

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Beschreibung

Arvid, un joven ambicioso y bien educado, conoce a Lydia durante unas idílicas vacaciones de verano y se enamora. Su amor perdurará, pero se mantienen separados. El dilema moral de Arvid es la imposibilidad de elegir frente al destino. Así, gracias a un lenguaje preciso y nada retórico, Söderberg crea un suspense psicológico digno de Dostoievski. La ciudad de Estocolmo es una clara protagonista en esta novela. Los detalles de los paisajes en los que se producen los encuentros nos ofrecen un mundo de sensaciones en la capital sueca.-

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Hjalmar Söderberg

El juego serio

 

Saga

El juego serio

 

Original title: Den allvarsamma leken

 

Original language: Swedish

 

Copyright © 1912, 2022 SAGA Egmont

 

All rights reserved

 

ISBN: 9788726489026

 

1st ebook edition

Format: EPUB 3.0

 

No part of this publication may be reproduced, stored in a retrievial system, or transmitted, in any form or by any means without the prior written permission of the publisher, nor, be otherwise circulated in any form of binding or cover other than in which it is published and without a similar condition being imposed on the subsequent purchaser.

This work is republished as a historical document. It contains contemporary use of language.

 

www.sagaegmont.com

Saga Egmont - a part of Egmont, www.egmont.com

I

«No soporto la idea

de que alguien me esté esperando»…

Lydia solía bañarse sola.

Lo prefería así y, además, ese verano tampoco tenía con quién bañarse. Y no tenía por qué tener miedo: su padre estaba sentado en la cima de la colina, a escasa distancia, y pintaba su Motivos del litoral, sin quitarle ojo a Lydia para que ningún inoportuno se acercara más de la cuenta.

Se encaminó hacia el agua, hasta que le cubrió ligeramente por encima de la cintura. Allí se quedó quieta, con los brazos erguidos y las manos entrelazadas detrás de la nuca, hasta que los remolinos de agua se allanaron y las ondas le devolvieron el reflejo de sus dieciocho años.

Entonces se inclinó hacia delante y nadó en las profundidades color esmeralda. Disfrutaba con la sensación de dejarse llevar por el agua; se sentía tan ligera. Nadó tranquila y en silencio. Ese día no vio ninguna perca; si no, solía jugar un poco con ellas. Una vez había estado tan cerca de atrapar una con la mano que se había pinchado con su aleta dorsal.

De vuelta en tierra se pasó rápidamente la toalla por el cuerpo y dejó luego que el sol y la brisa estival la terminaran de secar. Se tendió junto a la orilla, sobre una roca lisa que las olas habían erosionado y pulido. Primero se tumbó boca abajo y dejó que el sol le abrasara la espalda. Ya tenía el cuerpo muy bronceado, tan bronceado como la cara.

Y dio rienda suelta a su pensamiento. Pensó que pronto sería la hora de la comida. Tomarían jamón cocido a la plancha y espinacas. Y estaba bien, pero de nada serviría, porque la comida era de todos modos el momento más aburrido del día. Su padre no decía precisamente mucho y su hermano Otto se mantenía callado y serio. Otto también tenía sus preocupaciones. En Suecia los ingenieros encontraban muy pocas salidas y en otoño se iría a América. El único a la mesa que solía hablar era Filip. Pero jamás decía algo que a ella le apeteciera escuchar, casi siempre se limitaba a hablar de precedentes jurídicos y artimañas de abogados y ascensos y bobadas por el estilo que a nadie podían importar. Era como si hablara solo porque alguien tuviera que decir algo. Y entretanto buscaba con sus ojos miopes las mejores tajadas de la fuente.

Y, sin embargo, sentía tanto aprecio por su padre y sus hermanos. Qué curioso que sentarse a una mesa puesta con sus seres más allegados, por los que tanto aprecio sentía, pudiera ser tan tedioso.

Se dio la vuelta, se tumbó boca arriba con las manos detrás de la nuca y alzó la vista al cielo.

Y pensó: «Cielo azul, nubes blancas. Azul y blanco; azul y blanco. Tengo un vestido azul con encajes blancos. Es el más bonito que tengo, pero no por eso me gusta tanto. Es por otra razón. Es porque era el vestido que llevaba aquella vez».

Aquella vez.

Y siguió pensando: «¿Me ama? Sí, sí. Por supuesto que sí».

«Pero ¿me ama de verdad —de verdad—?».

Recordó un episodio no muy lejano, una noche en que estaban sentados los dos solos bajo los lilos del cenador. De repente, él había intentado envolverla en una caricia audaz, y eso la asustó. Pero, por supuesto, al instante había comprendido que no iba por buen camino, pues la había cogido de la mano, de la misma mano con la que ella se había defendido, y la había besado como queriendo pedir perdón.

«Sí —pensó Lydia—, seguro que me ama de verdad».

Y siguió pensando: «Lo amo. Lo amo».

Pensaba con tal fuerza que sus labios se movían al compás de sus ideas y la idea se volvió susurro: «Lo amo».

Azul y blanco. Azul y blanco. Y el agua ploc, ploc, ploc.

De repente se puso a pensar que, por primera vez ese verano, había descubierto lo bonito que era bañarse sola. Se preguntaba por qué sería así. Pero era bonito. Cuando las muchachas se bañaban juntas tenían siempre que gritar y reír y montar alboroto. Pero era mucho más bonito bañarse sola y en completo silencio y tan solo escuchar el ploc del agua contra las rocas.

Y mientras se vestía se puso a tararear una canción. 1

Un día a mi lado

el pastor te preguntará

si tú mi amigo especial

quisieras ser.

Pero no articulaba las palabras, tan solo tarareaba la melodía.

*

Desde tiempos inmemoriales, el artista Stille alquilaba todos los veranos la misma cabaña pesquera en un rincón apartado del archipiélago. Pintaba pinos. En su día se le había atribuido a él el hallazgo del pino del archipiélago, igual que Edvard Bergh había descubierto la fronda de abedules propia de Svealand y Norrland. Prefería los pinos cuando después de haber llovido los bañaba el sol y las ramas brillaban húmedas bajo la luz. Pero para pintarlos así no necesitaba ni que lloviera ni que brillara el sol: podía hacerlo de memoria. Tampoco le disgustaba que la luz del atardecer emitiera reflejos rojos sobre la fina corteza rojiza cercana a la cima y sobre el ramaje nudoso y trenzado. En la década de los sesenta había recibido una medalla en París. Su pino más famoso estaba colgado en la Galería de Luxemburgo y había un par más en el Museo Nacional. Ahora —a finales de los noventa— ya sobrepasaba con creces la sesentena y, con los años, se había ido quedando relegado a un segundo plano ante la creciente competencia. Pero trabajaba tenaz e infatigablemente como había hecho durante toda su laboriosa vida, y también estaba versado en el arte de vender sus pinos.

—Pintar no es ningún arte —solía decir—, hace cuarenta años ya se me daba igual de bien que ahora. Pero vender, eso sí que es un arte que lleva su tiempo aprender.

El secreto era bastante sencillo: vendía barato. Y así había sacado adelante a su esposa y a sus tres hijos con relativa soltura, y había sido justo hacia Dios y hacia el prójimo. Hacía un par de años que había enviudado. Menudo, fibroso y delgado, con retazos de piel rosada y lozana que asomaban aquí y allá entre su barba musgosa, él mismo parecía un viejo pino del archipiélago.

La pintura era su oficio, pero su pasión era la música. Tiempo atrás había disfrutado confeccionando violines y había soñado con desentrañar los recónditos secretos de la lutería. Hacía mucho de eso. Pero, con la pipa apoyada en la comisura de los labios, se deleitaba tocando el violín para las gentes del archipiélago en el baile nocturno de los sábados.

Y cuando le dejaban ser el bajo en algún cuarteto no cabía en sí de gozo. Por eso ese día, sentado a la mesa, rezumaba buen humor.

—Esta noche habrá música —dijo—. Ha llamado por teléfono el barón y ha dicho que se pasará por aquí con Stjärnblom y Lovén.

El barón poseía una pequeña propiedad al otro lado de la bahía y era su vecino más cercano, al menos dentro de la alta burguesía. El licenciado Stjärnblom y el notario Lovén eran sus invitados.

Lydia se levantó de un brinco y salió a buscar algo en la cocina. Le ardían las mejillas.

*

—Yo no voy a cantar —protestó Filip.

—Pues no cantes —refunfuñó su padre.

El cuarteto presentaba un pequeño defecto, y es que en él había dos tenores altos. El viejo Stille todavía seguía siendo un bajo magnífico. El barón afirmaba poder adoptar cualquier tesitura «con un resultado igual de pésimo», pero se le había adjudicado ser barítono. Stjärnblom sería tenor bajo. Pero Filip y Lovén habrían de compartir el honor y la responsabilidad de ser, ambos, tenores altos. La voz de Filip era leve, delicada, clara; definitivamente lírica. Lovén, en cambio, tenía una voz colosal, en cuyo desbordante torrente vocal Filip se ahogaba irremediablemente. Lovén afirmaba que lo habían invitado a realizar un acompañamiento en la Ópera. Al mismo tiempo, Filip se sentía orgulloso de ser indispensable para matices más sutiles, pues en la lira de su rival no había más que dos cuerdas: forte y fortissimo. Además, el notario Lovén encontraba en su fogoso temperamento artístico un enemigo: cuando la pasión se apoderaba de él, desafinaba o se le escapaba un gallo.

Otto rompió el silencio a la mesa.

—Bah —dijo—, vas a cantar de todas formas. Un tenor capaz de cerrar el pico cuando oye cantar a otros es algo inaudito.

—Puedes cantar hasta donde te alcance la voz —medió el padre.

Sentado a la mesa, Filip removía enfurruñado las espinacas. Pensó que tal vez pudiera dejarse convencer para cantar «Warum bist du so ferne», quizás también «Kornmodsglansen». Recordaba la otra vez que habían cantado «Warum». Lovén se había descolgado estrepitosamente y de repente el barón, golpeando el diapasón contra la bandeja de servir el ponche, había dicho: «¡Calla la boca, Lovén, y deja que Filip cante eso, que él sí quepuede!». Y recordaba la exquisitez con que había cantado aquella vez.

Lydia regresó a su asiento.

—Me dejaron encargada de ver qué tomamos esta noche. Habrá jamón otra vez, y arenque, eneldo, patatas y las carpas de Otto. Es todo lo que hay.

—Y aguardiente, cerveza, ponche y coñac —remató Otto.

—Sí, ¡y no hace falta más! —añadió el viejo Stille—. Si con eso tenemos cubiertas todas las divinas dádivas de Dios.

*

El sol de agosto estaba a punto de ponerse cuando el pequeño velero del barón asomó por detrás del cabo. El viento había amainado. Las velas colgaban flácidas, y se habían puesto a remar. Al aproximarse el barco al embarcadero, desenarbolaron las velas, el remero descansaba apoyado en los remos y el barón marcó el tono con el diapasón, y mientras el velero dejaba tras de sí la amplia bahía arrastrado suavemente por el mar de fondo, los tres hombres que iban en el barco comenzaron a entonar un trío de Bellman:2

Suaves rompen las olas,

suave silba Eolo

cuando en la orilla suenan

nuestras mandolinas.

Brillan la luna

y el agua fría y tranquila.

Lilas, jazmines

rocían todo con su aroma.

Mariposa verde y dorada

destella sobre la flor,

ya la larva emerge de su grava,

ya la larva emerge de su grava.

La canción sonaba limpia y bella a través del agua. Dos viejos pescadores, que de pie junto a una nasa lanzaban el palangre, pararon de faenar y se pusieron a escuchar.

—¡Bravo! —exclamó el viejo Stille desde el embarcadero.

—Sí, esta no te sale mal, Lovén —respondió el barón—, salvo cuando dice «la larva eme-e-e-er-ge». Esa parte le queda mejor a Filip. En cualquier caso, ¡buenas tardes a todos! Buenas tardes, viejo ladronzuelo, ¿tienes algo de coñac? Güisqui traemos nosotros. Buenas tardes, mi pequeña, bella y dulce, mua, mua. —El barón acompañaba cada galantería con un caballeroso beso lanzado al aire—. ¡Señorita Lydia! ¡Buenas tardes, muchachos!

El barón Freutiger era una especie de maleante curtido por el sol y con una barba negra al estilo de la de Nabucodonosor. Poco le faltaba para cumplir los cincuenta, pero había conservado su juventud gracias a la ligereza con la que se tomaba la vida. Las penas y preocupaciones le resbalaban. Pero lo cierto es que le había pasado de todo, y él mismo solía contar que una de las mayores desgracias que había vivido era cuando una vez lo habían colgado por robar un caballo en Arizona. Y era verdad: de joven había sido la oveja negra de la familia y había probado suerte en numerosos confines del mundo. Estaba versado en muchas artes. Había publicado una antología de crónicas de viajes, cuyas mentiras descaradas y graciosas habían inscrito su nombre en el panorama literario, y componía valses que sonaban en los bailes de palacio. Tras haber recibido años atrás una herencia, había adquirido una pequeña propiedad en el archipiélago, donde al amparo de la agricultura dedicaba su tiempo a cazar aves marinas y jovencitas. Pero también le interesaba la política. En las últimas elecciones se había presentado como candidato a parlamentario con los liberales, y quizás hubiera salido elegido de haber sabido al menos lo importante que era posicionarse de forma más clara con respecto a la moderación en el consumo de alcohol.

Ataviado con un vistoso traje blanco de franela y un sombrero de paja viejo y sucio que había perdido la forma, saltó hasta el embarcadero y reunió el cuarteto a su alrededor. El notario Lovén, que trabajaba en asuntos arancelarios, un hombretón fornido, rubio y rosado, algo rechoncho y con la belleza inexpresiva propia de una muñeca, tomó posición y emitió un par de agudos a modo de prueba. El licenciado Stjärnblom, un joven de espalda ancha oriundo de Värmland, de mirada tímida y profunda, estaba colocado más al fondo. El viejo Stille y Filip se acercaron, el barón marcó el tono y coreando la canción «Sångarfanan åter höjes» subieron desfilando hasta la cabaña roja, donde copas y botellas emitían destellos a través de las hojas de lúpulo que trepaban por la veranda.

La tarde iba oscureciendo cada vez más, y en el pálido cielo del hemisferio norte brillaba ya Capella, la luminosa estrella de las noches de agosto.

Lydia estaba apoyada en el pasamanos de la veranda. Se había pasado la tarde entera yendo de acá para allá entre la cocina y la veranda, ocupada con «los cacharros», que era como se refería en conjunto a copas y botellas y todos los objetos domésticos. Tenía que encargarse ella sola del servicio: Augusta, su vieja criada, que llevaba doce años con ellos, crepitaba como una plancha de hierro ardiendo cada vez que había invitados, y desaparecía por principios.

Y ahora Lydia estaba un poco cansada.

En esa noche apacible se iban sucediendo las canciones, intercaladas con pequeñas discrepancias entre los tenores que, una y otra vez, se conciliaban con el tintineo de las copas, colmadas de tres tipos de bebidas espirituosas con que mitigar la sed. Los cantantes estaban sentados plácidamente en la veranda. Lydia permanecía quieta, contemplando el atardecer cada vez más grisáceo y atenta a la conversación de los hombres que, sin embargo, apenas lograba escuchar, los ojos se le habían hinchado por efecto de las lágrimas y sentía, de pronto, un gran peso en el corazón. Su amado se le antojaba siempre tan lejano al verlo en compañía de otros hombres. Y, sin embargo, allí estaba él, sentado a escasos tres pasos de ella.

Oyó la voz de su padre:

—¿Has estado en la exposición, Freutiger?

Corría el verano de 1897, año de la Gran Exposición de Estocolmo.

—Sí, me pasé ayer un rato para echar un vistazo, aprovechando que estaba en la ciudad. Y como tengo ya por costumbre —habré visto al menos cien exposiciones mundiales colosales—, nada más entrar pregunté: «¿Dónde está la danza del vientre?». ¡No había danza del vientre! A punto estuve de desmayarme. Así que me dejé caer por la exposición de arte. A propósito, ¿hay algo tuyo ahí?

—No, por Dios. Jamás expongo. Yo vendo. Pero entré a mirar la semana pasada. Y había bastante que ver. Un danés había pintado un sol que en realidad no se podía contemplar, sino que le ardía a uno en los ojos. ¡Qué maestría! Pero es que no hay quien demonios pueda estar al tanto de todos los trucos modernos y se los pueda ir aprendiendo. Soy viejo, maldita sea. ¡Salud, Lovén! Tú no bebes nada, Stjärnblom. ¡Salud! Hubo una vez en los ochenta en que me empecé a sentir horriblemente anticuado y me entraron ganas de adaptarme a los tiempos. La luz del sol ya no estaba de moda, y mis pinos empezaban a cansar. Entonces me puse con Hilera de casas bajo el aguacero. Pretendía endosárselo a Fürstenberg o al Museo de Gotemburgo. Pero, mirad por dónde, acabó en el Museo Nacional, y ahí sigue. Me di entonces por satisfecho y volví a lo mío de siempre. ¡En fin!

—¡Salud, viejo ladronzuelo! —exclamó Freutiger—. Tú y yo, tú y yo hemos visto el fondo de esta farsa que es el mundo. Lovén solo puede mirar hacia las alturas porque es tenor. Y Stjärnblom es demasiado joven. Los jóvenes solo se ven a sí mismos y nos observan a nosotros, los mayores, como si fuéramos el staffage de una pintura. ¿Es o no es así, Arvid?

Lydia se sobresaltó al oír el nombre. Arvid…, ¿cómo era posible que otro pudiera llamarlo así?

—¡Salud! —respondió Stjärnblom.

—Anímate, muchacho —prosiguió el barón—. ¿O es que sientes morriña por tus montañas de Värmland?

—Allí no hay montañas —respondió Stjärnblom.

—¿Y cómo iba yo a saberlo? —dijo Freutiger—. He estado por todas partes salvo en Suecia. Y con Värmland nunca he tenido nada que ver, más allá de que de joven mi abuela estaba enamorada de Geijer.3 Pero él le dio calabazas. La cuestión es que Geijer fue a patinar con mi abuela a un lago en Värmland —¿no hay un lago que se llamaba Fryken?, sí, era en un lago que se llama Fryken— un día a comienzos de este siglo. Pongamos que era 1813, porque aquel fue un invierno frío. Y entonces mi abuela se cayó sobre el hielo y Geijer le vio las piernas. Y resultó que eran mucho más cortas y recias de lo que él se había imaginado. ¡Y así se apagó la llama! Pero mi abuelo paterno, que era dueño de una fábrica y un hombretón pragmático, y no uno de esos estetas bobalicones, se quedó con ella. Y esa es la razón de que yo me llame Freutiger y de que exista y de que esté aquí sentado disfrutando de la hermosura de la naturaleza. ¡Ea!

El notario Lovén presentaba desde hacía un rato visibles muestras de agitación. Tosía y carraspeaba. De repente se levantó y se puso a cantar un aria de Mignon. Su bella voz sonaba cristalina y más dulce que otras veces: «Ella no creía / en su inocente candor / que el fervor del agradecimiento / pronto se volvería amor».

Lydia había ido hasta la llanura de arena, justo debajo de la veranda, y arrancaba hojas de un agracejo y las arrugaba entre los dedos. El licenciado Stjärnblom se había levantado y estaba apoyado en el pasamanos de la veranda, donde ella acababa de estar. Lydia caminaba despacio por la senda del jardín. Ya había oscurecido por completo entre los arbustos. Se paró junto a la entrada del cenador. Oía la voz del señor Lovén: «Ven, oh, primavera, con tus colores sus mejillas a pintar / oh, corazón, tú…».

Sí, por supuesto, en el si bemol se le escapó un gallito. Oyó pasos sobre la arena.

Sintió los pasos. Sabía bien quién era. Y se escondió en el cenador.

Una voz baja:

—¿Lydia…?

—¡Miau! —se oyó desde el interior del cenador.

Pero justo al instante se arrepintió y pensó que había sido una gran tontería por su parte haber maullado como un gato, y no entendió en absoluto por qué lo había hecho. Y extendió los brazos hacia él. «Arvid… Arvid…».

Se encontraron en un largo beso.

Y cuando el beso ya no bastaba, dijo él en voz queda:

—¿Acaso te importo algo?

Lydia escondió la cabeza en el pecho de Arvid y calló.

Un momento después dijo ella:

—¿Ves esa estrella de ahí?

—Sí.

—¿Es el lucero de la tarde?

—No, imposible —respondió él—. En esta época el lucero de la tarde se va a dormir con el sol. Es claramente Capella.

—Capella. Qué nombre más bonito.

—Sí, es bonito. Pero significa «cabra». Ahora, por qué esa estrella se llama Cabra, eso no lo sé. La verdad es que no sé nada.

Se quedaron en silencio. A lo lejos se oyó el rey de codornices.

—¿Cómo puede ser que yo te importe? —preguntó él.

Ella volvió a esconder la cabeza en su pecho y calló.

Y él preguntó:

—¿No te parece que Lovén acaba de cantar como los ángeles?

—Siií —respondió ella—. Tiene una voz bonita.

—¿Y acaso Freutiger no fue divertido?

—Sí. Es gracioso escucharlo. Y, además, no hay nada de malo en él.

—No, al contrario…

Se quedaron muy cerca el uno del otro, se mecieron y alzaron la vista hacia las estrellas.

Y entonces dijo él:

—Pero es por ti por lo que a Lovén se le escapan sus gallitos, le pasa cuando se siente embargado por el sentimiento, y es por ti por lo que Freutiger miente. Ambos están enamorados de ti. Ahora ya lo sabes. Así puedes elegir.

Ella se rio. Y lo besó en la frente. Y un poco después le susurró, en parte para sí misma:

—Quién pudiera al menos saber lo que hay ahí dentro…

—No hay nada extraordinario —respondió él—. Y, además, no siempre es bueno saber…

Ella le respondió, con sus ojos clavados en los suyos:

—Creo en ti. Y con eso me basta. Y solo con que vayas a estar en Estocolmo en invierno, y con que nos podamos ver de vez en cuando, con eso solo me basta. ¿Es en el Norra Latin donde vas a trabajar durante tu año de prácticas?

—Sí —respondió él—, eso es. Maestro no creo, por supuesto, que vaya a ser. Es demasiado descorazonador. Pero ahora que ya me licencié en Filosofía, puedo probar con ese año de prácticas. Y luego no me importaría ser profesor sustituto un tiempo, mientras espero.

—Sí, mientras esperas…, ¿pero a qué?

—No lo sé. Quizás a nada en absoluto. A poder hacer algo que me haga sentir realizado, sea lo que sea… No, maestro no quiero ser. No me lo puedo imaginar como futuro, como mi futuro.

—Sí, el futuro, ¿qué sabemos de él…?

Se quedaron largo rato callados bajo las silenciosas estrellas.

Y entonces Lydia pensó en algo que él había dicho en la veranda en compañía de los demás y preguntó:

—¿No hay montañas altas allá en Värmland? Yo pensaba que sí.

—Ah, no —respondió él—, allá hay montañas más altas que aquí, pero no hay montañas de verdad. Y no me gustan las montañas; bueno, sí, me gusta subir hasta la cima, pero no vivir encajonado entre ellas. Se habla de paisaje montañoso, pero debiera más bien llamarse paisaje de valles. La gente vive y mora abajo, en el valle, no en las cimas de las montañas. Y las montañas eclipsan el sol como las casas altas en una callejuela, y en el lugar de donde vengo casi toda la tarde reina un gélido ocaso azul. Solo hay un breve instante en mitad del día que resulta verdaderamente hermoso: cuando el sol está al sur o un poco antes, en mitad del valle del río Klara; en ese momento, una bella luz se extiende por todo cuanto es bello, y se puede ver en dirección al sur y se ven el sol y la luz y la llanura abierta del valle, y uno piensa: «Allá a lo lejos está el mundo».

Lydia escuchó medio abstraída sus palabras. Oyó «luz del sol» y «allá a lo lejos está el mundo». Y también oyó al rey de codornices en el prado.

—Sí, el mundo —dijo ella—, el mundo… ¿Tú crees, Arvid, que tú y yo podríamos construirnos un pequeño mundo para nosotros dos?

Él respondió, a su vez medio ausente y distraído:

—Podemos intentarlo.

De repente se oyó la voz del barón desde la veranda:

—¡Cantante! ¡Can-tan-te! Helan går! Helan går!4

Lydia le pasó los brazos por detrás del cuello y le susurró al oído:

—Creo en ti. Creo en ti. Y puedo esperar.

Y de nuevo se oyó a Freutiger:

—¡Can-tan-te!

Lydia y Arvid se apresuraron hasta la veranda, cada uno por una senda distinta del jardín, para llegar allí desde puntos opuestos.

Lydia se quedó junto a su ventana abierta y contempló la noche estival con los ojos llorosos. En la bahía vio cómo, a la luz de la luna, el barco zarpaba con los cantantes, que descansaban apoyados en los remos y cantaban una serenata en su honor.

Era «Warum bist du so ferne». La voz del notario Lovén sonaba bonita en la noche tranquila. El barón Freutiger cantaba bajo y barítono a la vez, o al menos eso creía. Y en la voz del medio podía distinguir la de su amado:

Warum bist du so ferne,

O, mein Lieb!

Es leuchten mild die Sterne,

O, mein Lieb!

Der Mond will schon sich neigen

in seinen stillen Reigen.

Gute Nacht, mein süßes Lieb.

Gute Nacht, mein Lieb.5

Lydia se hundió en una silla y lloró de alegría y de cansancio. De repente, sacó un pequeño y desfasado portarramos de plata bañada en oro y con un mango de porcelana color turquesa, que colgaba de un clavo bajo el espejo, y lo humedeció con besos y lágrimas. Había sido de su madre, que había llevado en él su ramo de boda.

*

El canto se había apagado y el barco se alejaba deslizándose con un remar acompasado. Lovén y Stjärnblom movían cada uno su remo y Freutiger capitaneaba la embarcación. Y ya fuera porque los tres estaban enamorados de la misma joven o por alguna otra razón, nadie dijo palabra.

Sentado al timón, el barón parecía apesadumbrado. Pensaba en aquello que había dicho o no había dicho. ¿Había pedido a Lydia en matrimonio o no? Por lo que a la muchacha se refiere, a ella directamente no, tan solo le había dejado entrever de manera velada que era su primer amor de verdad. Pero después de haber tomado grog había estado a solas con el viejo Stille, y entonces debía haber dicho algo más manifiesto y concluyente, pues recordaba claramente que el viejo Stille le había respondido: «¿Lydia y tú? ¿Casaros? ¡Pero tú, viejo verde, no tienes vergüenza!».

El notario Lovén remaba por estribor con la vista puesta en las estrellas. Se le vinieron a la memoria todas las canciones que había cantado en el transcurso de la noche. Y estaba convencido de que había cantado de tal manera que ningún corazón no habría podido sino derretirse. Es cierto que se le habían escapado también un par de gallos. Pero fuera como fuese, ¡fuera como fuese! Creía que cabía esperar lo mejor.

El licenciado Stjärnblom remaba por babor con los ojos cerrados. Pensaba en algo que Lydia le había dicho en el cenador. Había dicho: «Creo en ti». Dios santo, sí, ¡eso sí que era bueno! Le invadía tal felicidad, aquello era tan bueno; si tan solo se hubiera quedado ahí… Pero después había dicho: «Puedo esperar». Y eso no era bueno, ¡nada bueno!

«No soporto la idea de que alguien me esté esperando. De que alguien esté esperando algo de mí. Como ese pensamiento me domine constantemente, de mí no va a salir nada… Y, además, tengo veintidós años, toda una vida por delante. Comprometerse ahora, ¡para toda la vida! No, hay que andarse con cuidado para no acabar cautivo. Uno tendrá, por lo menos, que vivir un poco primero».

Pero, al mismo tiempo, un cálido torrente atravesaba todo su ser al recordar los besos que ella le había dado. Y se preguntaba si de verdad sería una muchacha casta.

En esos pensamientos iba sumido el licenciado Stjärnblom mientras, con los ojos cerrados y los dientes apretados, remaba por babor en las tranquilas aguas nocturnas que reflejaban las copas de las píceas y las estrellas.

***

Era un día nublado, sereno y gris de principios de octubre.

Arvid Stjärnblom caminaba por un sendero de Djurgården, ese que rodeado de olmos de troncos negros y rugosos discurre a orillas de la silenciosa bahía de Djurgårdsbrunnsviken, justo al pie de las irregulares colinas de Skansen. Había dejado tras de sí el recinto de exposiciones.

La exposición se había clausurado hacía varios días. Arvid se detuvo un instante y miró hacia atrás. La lluvia y el viento habían ido desgastando ya los muros de «La antigua Estocolmo»;6 y día a día se abrían paso los estragos sobre lo que durante el bello verano había sido una abigarrada ciudad comercial. Pero por todas partes se alzaba aún la resplandeciente y colorida cúpula del pabellón de la industria con sus cuatro minaretes, y más al oeste el sol se colaba a través de una brecha en un manto de nubes que volaban muy bajas, al filo mismo de la neblina que coronaba la ciudad allá a lo lejos, y brillaba con una luz como de plata vieja y deslucida con un baño de oro medio desvaído.

Arvid Stjärnblom repasó detenidamente el sol, la ciudad y la exposición a modo de adiós o hasta pronto, y prosiguió su camino.

Acababa de empezar su año de prácticas en el Norra Latin, con Lengua Materna e Historia y Geografía como materias principales, y casi al mismo tiempo había conseguido gracias a un pariente lejano, Markel, un puesto como corrector y aprendiz en un gran periódico. Pero en ese preciso instante no pensaba en nada relacionado con eso. Pensaba en Lydia.

Jamás pasaba un día, y rara vez una sola hora de vigilia durante el día, sin que se le viniera de vez en cuando a la cabeza. Y a menudo pensaba: «Esto ha de ser, seguro, amor; me temo que no puede ser menos…». Pero se había resuelto a no buscarla en Estocolmo y a dejar, en su lugar, que decidiera el destino. Tampoco habían acordado nada concreto aquella última noche que se habían visto en Runnmarö; pero sí, también era verdad que entonces no sabían que esa vez sería la última del verano… Pero no le parecía que pudiera ir a su casa a visitarla. El viejo Stille y los hermanos solo lo veían, naturalmente, como a un conocido cualquiera del verano y quizás se sorprendieran un poco si de pronto se plantara en el pequeño apartamento y estudio de Södermalm. Sería lo mismo, simple y llanamente, que revelarles que «había algo» entre Lydia y él. Pues ni a Filip, ni a Otto, ni al viejo se les cruzaría ni por un instante la idea de que había ido hasta allí por ellos…

No…

Una ardilla con el pelaje grisáceo y ya ligeramente encrespado por el otoño se le cruzó de pronto por el camino danzando a saltitos, se detuvo apoyada sobre sus patitas traseras y se le quedó mirando: curiosa, burlona y con una timidez que le pareció, en cierta medida, calculadamente coqueta. Arvid se paró a mirar el animalillo directamente a los ojos, negros y perlados. Pero esto tuvo que haber asustado de algún modo a la ardilla, que en un abrir y cerrar de ojos desapareció en lo alto de un árbol, en una velocísima espiral alrededor del tronco…

Arvid había seguido el camino que iba de Sirishov hasta Rosendal y luego había girado a la derecha. Desde ahí partían varios ramales y eligió uno al azar.

No, no podía hacerle una visita. ¿Y si le escribía y le pedía que se encontraran en algún lugar; en el mismo Djurgården, por ejemplo? No podría interpretarse como una afrenta, después de todos esos besos el verano pasado… Pero…

Pero se negaba a escribirle y pedirle algo a ella cuando él no tenía nada que ofrecerle. Él no era nada aún, nada en absoluto.

Arvid Stjärnblom no carecía de orgullo propio; pero sí le faltaba seguridad en sí mismo. No se consideraba ni un inútil ni un fracasado, pero sí dudaba de su capacidad para desplegar su potencial en un futuro relativamente cercano. Y lo peor era que no se atrevía del todo a confiar en sus propios sentimientos. Ya se había enamorado otras veces y se le había pasado…

No, lo mejor era esperar a que llegara el momento. Dejar que decidiera el destino…

Se quedó quieto y se puso a dibujar con el bastón sobre el polvo del camino.

Y, además, ¿qué iba a salir de ahí? ¿Qué podía salir de ahí? El matrimonio ni se le pasaba por la cabeza. ¿Y «seducirla»?

Ni siquiera se atrevía a considerar la posibilidad de intentarlo. Si lo lograra, perdería todo el respeto que sentía hacia ella. Y si no, perdería hasta la última migaja de respeto que sentía hacia sí mismo.

«Pero…, pero por Dios, ¡¿por qué la echo tanto de menos?! Si solo he podido estar con ella una vez, si solo la he visto una vez…».

Verla, en realidad, sí la había visto una vez en otoño. Había sido aquella noche en que se conmemoraban los veinticinco años de reinado de Óscar II, con iluminación y fuegos artificiales y semejante muchedumbre que apenas podía uno moverse. Arvid se había quedado atascado entre el gentío en la esquina de Nybroplan con Birgerjarlsgatan, por donde pasaba la comitiva real con el rey más hermoso de Europa —un varón casi septuagenario—, que iba en pie sobre su carruaje como un triunfador romano… Un encargado de restaurante entrado en años y un tanto demente enloqueció de miedo ante los anarquistas y gritó: «¡Van a matar al rey! ¡Van a matar al rey!»… Un instante después había visto el rostro de Lydia a unos pocos pasos del punto en el que él se encontraba. Estaba tan atrapado que no podía ni siquiera mover un brazo para saludarla. Había tenido que conformarse con inclinar la cabeza —¡con el sombrero puesto!; aún enrojecía al recordarlo—. Pero ella lo había visto y había inclinado también la cabeza en señal de respuesta.

Después, la multitud los había arrastrado hasta distintos lugares.

Y toda la noche, durante horas, había deambulado por todas partes, con la esperanza de encontrársela de nuevo… Desde el muelle de Strömgatan había visto unas sombras diminutas moverse en el tejado de una de las alas de palacio orientada hacia Strömmen. Eran el rey y sus distinguidos invitados, que iban a ver desde allí los fuegos artificiales. Se produjo un movimiento repentino entre la multitud que rodeaba a Arvid y oyó decir a alguien que el rey estabacantando. «Es un aria de Robert», añadió otro. Y a Arvid le pareció oír en verdad un sonido como de arpas en el aire.

Pero a Lydia no la veía…

«Es extraño que jamás la vea —pensó—. Me paso todo mi tiempo libre paseando por todas las calles y caminos por los que imagino que cabría la posibilidad de encontrarla».

En realidad, solía recorrer casi a diario Västerlånggatan, de arriba abajo, unas tres veces en cada dirección. Lydia vivía en Södermalm y alguna vez tendría que ir hacia el norte. Y entonces con toda probabilidad habría de caminar por Västerlånggatan. A veces Arvid lo intentaba también con Stora Nygatan o Skeppsbron. Pero es probable que justo entonces ella pasara por Västerlånggatan.

Era algo realmente fuera de lo común que Arvid caminara, como estaba haciendo ese día, por Djurgården.

*

Arvid había tomado asiento en un banco.

Aún era de día donde estaba sentado. No había grandes árboles en las inmediaciones y había luz suficiente para leer, si así lo deseaba.

Arvid Stjärnblom recordó de pronto que llevaba un par de libritos en el bolsillo del chaquetón. Un par de libritos que se había procurado con una intención concreta y que, por lo tanto, debía leer. Una tarde que había pasado en compañía de algunos colegas —jóvenes profesores sustitutos o en su año de prácticas— se habían puesto a charlar sobre la enseñanza de la religión. Convenían en gran medida en que lo alarmante en toda enseñanza moral era que se fundamentaba sobre la religión cristiana, es decir, sobre unos cimientos que para muchos —quizás incluso para todos— cedían y quedaban derruidos ya antes de concluir los años escolares. Querían cambiar esto, pero era difícil alcanzar un acuerdo con respecto a la mejor manera de solucionar la cuestión. Alguien mencionó algo sobre libros de moral aconfesionales que ya se estaban utilizando en las escuelas públicas francesas. Arvid había sentido una repentina curiosidad por ver esos libros de texto, había decidido al instante que tenía que hacerse con ellos y justo hoy le habían llegado de la librería; eran los libritos que llevaba en el bolsillo.

¿Qué quería en realidad con ellos? No lo sabía ni él. No se sentía, por supuesto, especialmente llamado a escribir un «libro de texto sobre la moral». Ya solo con ese título iría abocado al ridículo. Pero fuera como fuese… Fuera como fuese… Le asaltaba la idea de que quizás hubiera, pese a todo, un mensaje que descifrar…, quizás un hueco que rellenar… Cómo se descifraría ese mensaje no lo sabía aún, y mucho menos sabía si él sería precisamente el hombre que fuera a descifrarlo.

El cielo se había despejado hacía poco, y sobre un banco vacío entre dos negros pinos silvestres brillaba ahora un pálido sol otoñal. Arvid se sentó en el banco y comenzó a leer.

Se había hecho con dos libros: uno para la escuela elemental (algo que se adivinaba nada más ver la cubierta), y otro dirigido a un nivel de enseñanza ligeramente superior.

Sacó primero el elemental: Manuel d’éducation morale, par A. Burdeau, Président de la Chambre des députés.

Arvid pegó un brinco. ¡El presidente de la Cámara de Diputados! ¡La tercera persona al frente de Francia! ¡Por encima del presidente del Consejo! ¡Y va y se sienta a escribir un librito para todos los pequeños escolares pobres de su gran país! Aquello era más que imponente; aquello era conmovedor.

Y comenzó.

Mis queridos niños, la enseñanza de la moral nos enseña cómo debemos comportarnos ahora y en adelante para ser personas honradas y buenos franceses igual que nuestros ancestros.

«Ya. Hum… “Igual que nuestros ancestros”… ¿Hum…?».

Siguió pasando páginas.

¿Dónde radica la mayor desgracia del ignorante? La mayor desgracia del ignorante radica en no comprender hasta qué punto su posición es lamentable.

«¡Hum…!».

¿Por qué son valiosos los conocimientos? Los conocimientos son valiosos en la medida en que nos ayudan a ser honrados.

«¿Hum…? ¿Hum?».

¿Hay algo tan práctico para el ser humano como el alimento y el vestido? Hay algo tan necesario para el ser humano como el alimento y el vestido: una educación moral.

Arvid empezaba a marearse. ¡Esto tenía que ser una broma! ¿Y si el señor A. Burdeau, ¿presidente de la Cámara de Diputados y tercera persona al frente de Francia, era en realidad un viejo bufón? ¿O acaso era posible que los escolares franceses pudieran captar semejante cosa? Con los suecos jamás en la vida llegaría a ninguna parte… No, estaba claro que era una vana pérdida de tiempo seguir con el señor A. Burdeau. «Con toda probabilidad será un más que digno presidente de la Cámara de Diputados, pero esto… es evidente que no tiene ni idea de cómo tiene que hacerse… Y, dicho sea de paso, yo tampoco…».

Siguió pasando páginas distraído y encontró observaciones tales como que los profesores eran funcionarios (en negrita) en representación del Estado, recomendaciones en materia de higiene, ligeros reproches hacia Napoleón III y el Segundo Imperio, etc.

Hasta llegar a la última página:

¿A qué personas se ama por naturaleza? En primera instancia a los padres, seguidos de aquellas personas que conocemos y que han sido buenas con nosotros.

 

¿A qué personas amamos sin conocerlas? Amamos a nuestros compatriotas sin conocerlos.

 

¿A qué otras personas deberíamos amar? Deberíamos amar también al conjunto de la humanidad, incluso a las personas no francesas.

 

¿Podemos amar a los alemanes? No podemos pensar en amar a quienes han agraviado a Francia y tiranizan a los franceses en Alsacia-Lorena.

 

¿Qué deberíamos hacer al respecto? Debemos luchar por recuperar a nuestros hermanos franceses que nos han robado.

 

¿Deberíamos, puesto que hemos liberado Alsacia-Lorena, devolver a los alemanes el daño que nos han infligido? Por supuesto que no; no sería digno de los franceses.

 

¿Qué son las naciones las unas respecto de las otras? Una nación es respecto de las otras su semejante.

 

¿Qué son las naciones con respecto al conjunto de la humanidad? Igual que los ciudadanos son integrantes de una misma nación, las naciones son integrantes del conjunto de la humanidad.

 

¿Dónde radica el honor de Francia? El honor de Francia radica en que siempre ha pensado en el bien de todas las naciones.

Y ya como colofón:

Vive l’Humanité! Vive la France!

Arvid se quedó pensativo.

«No, señor Burdeau —pensó—, así no se ha de hacer, eso seguro. Para eso bien podemos quedarnos con el viejo catecismo. Pero, por lo demás, estoy perdido».

Iluminadas por un tenue rayo de sol allá a lo lejos, en una curva del camino, vio a dos personas caminando. Pese a la distancia, era evidente que se trataba de una joven y un hombre mayor.