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Se estudian las formas que puede tomar el síntoma cuando se lo concibe sin suponer el imperio del principio de placer y sin añadirle un "más allá" que lo conserve a pesar de sus múltiples inconvenientes. Esto requiere eliminar las secuelas que el cuestionado principio ha dejado en la obra de Freud y en la enseñanza de Lacan. ¿Los resultados? Una reformulación del lazo entre síntoma, inconsciente y transferencia, la caracterización del síntoma como aparato de lectura, la definición de las funciones de lo imaginario y de lo simbólico, así como el hallazgo de la homología entre éstas y la función del síntoma, la delimitación de ciertos modos de gozar poco explorados, nuevas apreciaciones de una conocida formación del inconsciente en términos de la composición entre dos discursos, e incluso una perspectiva insospechada sobre la naturaleza del descubrimiento freudiano.
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El sinsentido del síntoma
Gerardo Arenas
El sinsentido del síntoma
© Grama ediciones, 2023
Manuel Ugarte 2548 4° B (1428) CABA
Tel.: 4781-5034 • [email protected]
http://www.gramaediciones.com.ar
© Gerardo Arenas, 2023
Arenas, Gerardo
El sinsentido del síntoma / Gerardo Arenas. - 1a ed. - Olivos : Grama Ediciones, 2024.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-987-8941-94-3
1. Clínica Psicoanalítica. I. Título.
CDD 150.195
Diseño de tapa: Gustavo Macri
Hecho el depósito que determina la ley 11.723
Queda prohibida la reproducción total o parcial de este libro por medios gráficos, fotostáticos, electrónico o cualquier otro sin permiso del editor.
Primera edición en formato digital: febrero de 2024
Versión: 1.0
Digitalización: Proyecto451
Colón, aferrado ciegamente hasta la muerte a la ilusión de haber llegado a la India al poner el pie en Guanahani y Cuba, de hecho empequeñece con ella el cosmos para sus contemporáneos; Vespucio, echando por tierra la hipótesis de que el nuevo continente sea la India y afirmando claramente que es un nuevo mundo, [abre] los ojos al error que nublaba al gran descubridor la visión de su hazaña.
STEFAN ZWEIG, Américo Vespucio.
El que lee mis palabras está inventándolas.
JORGE LUIS BORGES, La dicha.
Se prosigue aquí la exploración, iniciada en dos recientes ensayos, del aspecto que la praxis y la doctrina psicoanalíticas adquieren cuando se erradica de sus axiomas el principio de placer, entendido como la tendencia general a evitar toda excitación y a descargarla lo antes posible cuando sea imposible evitarla. (1) Estudiaremos las formas que puede tomar el síntoma cuando se lo concibe sin suponer el imperio de ese principio y sin añadirle un “más allá” que lo conserve a pesar de sus múltiples inconvenientes. Esto requiere abordar el síntoma eliminando todas las secuelas que el cuestionado principio ha dejado en la obra de Freud y en la enseñanza de Lacan, dado que leemos a ambos de la manera en que este último esperaba ser leído, o sea, no como autores que saben y dominan lo que dicen, sino aislando, en los planteos que hacen, sus fundamentos lógicos y sus atolladeros, según lo propone Jacques-Alain Miller. (2)
Por lo tanto, el lector es invitado a efectuar un cotejo entre los resultados obtenidos y las observaciones que él mismo pueda aportar, pero también a evaluar y criticar nuestras conclusiones en función de su consistencia interna, de su ensambladura con otros aspectos de la doctrina, y, por sobre todas las cosas, de sus incidencias en la forma de conducir la experiencia analítica. (3)
1. Cf. Freud (1895b: 356), Lacan (1975a: 9). Véase Arenas(2021; 2022b).
2. Cf. Miller (1986: 135s).
3. Enriquecieron la exploración aquí presentada Marco Alfieri, Liliana Callirgos, Diego Coppo, Cynthia Daiban, Mario Desiderio, Marisa García, Beatriz García Moreno, Clarisa Kicillof, Gabriela Lautersztein, Susana Reif, Flavia Valicenti y Azucena Zanón.
Para discutir las formas que los síntomas pueden tomar cuando se descarta el principio de placer, comenzaremos por revisar dos de ellos, que se cuentan entre los más ampliamente discutidos en la literatura analítica: la tos nerviosa de Ida Bauer (llamada Dora en el historial freudiano) y el delirio paranoico de Paul Schreber (estudiado por Freud a partir de las Memorias de un enfermo nervioso). (4) Tres razones motivan tal elección. Freud inaugura la experiencia analítica a partir de la histeria, e Ida ha devenido un caso prototípico de ésta; Lacan, a su vez, llega al psicoanálisis por la vía de las psicosis (paranoicas en particular), y su formalización del síntoma schreberiano da pie a un novedoso abordaje clínico de esa estructura. Por otro lado, elegir este par de síntomas permite el cotejo entre lo que ocurre, en el discurso y el sentido, cuando el deseo del Otro se metaforiza, y lo que ocurre en ellos cuando no lo hace, y esto es doblemente ventajoso, dado que nuestra revisión centrará parte de su crítica en la posición del sentido respecto de los síntomas, y el significante que produce esa metáfora tiene un papel clave en el aspecto que toma la significación. (5) La tercera razón atañe a la transferencia, pieza clave en todo análisis y que en estos dos casos no cumplió su función regular, lo cual, lejos de ser un inconveniente, resultará útil.
Aunque apuntamos a interrogar formas generales de los síntomas, procuraremos llevar la discusión al nivel de lo singular. Nos alienta en esta dirección Lacan, quien afirma que “toda distinción entre unas estructuras o formas de la vida mental y unos contenidos que las llenarían, descansa sobre hipótesis metafísicas inciertas y frágiles”, y que, acerca de las psicosis que inicialmente él estudia, considera
imposible decidir si la estructura del síntoma está o no determinada por la experiencia vital cuya huella parece ser; dicho en otras palabras, contenido y forma no podrán disociarse sino de manera arbitraria mientras no se haya despejado el papel que el trauma vital tiene en las psicosis. (6)
Al estudiar un caso en detalle, él no pretende justificar “una nueva entidad mórbida”, sino clasificar casos análogos a
un prototipo [que] sea una descripción concreta, y no una síntesis descriptiva que, por necesidades de generalidad, haya sido despojada de los rasgos específicos de esos casos –a saber, de los lazos etiológicos y significativos mediante los cuales la psicosis depende estrechamente de las vivencias del sujeto, de su carácter individual, en una palabra, de su personalidad. (7)
Lacan usa el término prototipo en un sentido emparentado con la antigua noción de paradigma. Un prototipo no define los caracteres invariables necesariamente presentes en la serie de sus análogos, (8) sino ciertas notas salientes que estarán en unos y pueden faltar en otros. A partir de un paradigma, cabe armar diversas series en función del problema estudiado y según las notas elegidas. Tal es la diferencia entre paradigma y ejemplo. (9) Cuando de una estructura se da un ejemplo, éste posee todas las notas que definen el concepto de esa estructura universal. Lo singular, en cambio, no está incluido en universales, y el paradigma conserva la referencia a él, no como ejemplo de una estructura universal, sino con las notas que lo hacen único –sin que eso impida ponerlo en serie con otros que presenten similitudes aunque no formen parte de un universal. (10) En lo sucesivo, pues, tomaremos el síntoma de Ida y el de Paul como paradigmas de series abiertas de síntomas. (11)
Es que las estructuras que nos incumben no son sino formaciones de lo imaginario sobre las cuales se definen relaciones simbólicas que pueden dar lugar a imposibilidades reales, (12) y afines a ellas son las series paradigmáticas, basadas en la similitud de Gestalten y no en articulaciones simbólicas predeterminadas. Por eso partiremos del discurso de Ida y del de Paul. En cuanto al primero, disponemos de algunas de las sesiones que Freud mantuvo con Ida (él las transcribió en los capítulos II y III del historial), durante las cuales se procuraba interpretar dos sueños. Del discurso de Paul, tomaremos el capítulo 4 de sus Memorias, que contiene lo que él mismo habría podido decir en su primera entrevista con el analista que nunca tuvo. (13)
A pesar de las razones invocadas, la elección de este doble punto de partida no carece de arbitrariedad, y eso la vuelve blanco de atendibles críticas. Dos de ellas parecen imbatibles. Conviene evaluarlas con cuidado.
La primera es la falta de actualidad. En efecto, ¿por qué no explorar síntomas contemporáneos, en lugar de unos que ya exceden el siglo y cuarto de antigüedad? Esta pregunta se apoya en la difundida creencia de que los cambios de época pueden afectar características clave del síntoma. Miller habla de cierta “nostalgia” respecto de los recursos con que se contaba en la época de los casos prínceps de Freud y en la de las sólidas construcciones teóricas de Lacan, y, en consonancia con esto, destaca la hazaña freudiana de “vincular las formas nuevas del síntoma con la cultura de su época”. (14)
A quienes afirman que existen tales correlaciones entre síntoma y época, dejaremos la tarea de sostener su tesis. Aquí seguiremos un camino distinto, que no requiere suponer que los síntomas cambien cuando cambia el Otro cultural y que intenta no cargar a cuenta de la época más cosas de las que a ella atañen. En lugar de ello, vislumbramos la posibilidad de que los nuevos tiempos más bien desmientan, por prejuiciosos, ciertos aspectos del modo en que hasta entonces leíamos los síntomas. (15) Por ejemplo, Freud imaginó que éstos respondían a la represión cultural de la sexualidad, pero en amplios sectores del mundo esa forma de la represión hoy es casi nula y hasta ha sido sustituida por un empuje a gozar, mientras que los síntomas siguen ahí, tan campantes. Consideradas bajo esta perspectiva, las transformaciones sociales y culturales, antes que ser responsables del surgimiento de nuevos síntomas, nos impulsan a abordarlos mediante instrumentos perfeccionados.
En 1956, Lacan profetizó que, dos o tres generaciones más adelante, cuando el complejo de Edipo ya no estuviera para preservar la noción de estructura significante, nadie iba a entender nada. (16) En lugar de eso, sin embargo, lo que ocurrió fue que hemos pasado a sospechar que habíamos entendido mal algunas cosas. Así, suele considerarse que los degradados entornos familiares y sociales inciden de manera deletérea en los adolescentes de hoy, cuyos cuerpos ávidos de marcas son refractarios al significante, cuyas sexuaciones líquidas y difusas no tienen brújula, cuyos síntomas carecen de contornos nítidos y no los interrogan, y cuya falta de viscosidad libidinal y su apatía campean aunque coexistan con la inmunidad a la interpretación y la prisa por obtener efectos terapéuticos. Pero ¿cómo olvidar a esa muchacha que, en un entorno social y familiar promiscuo (y de clase acomodada), presentaba ideas suicidas, actings, pasajes al acto, una vida libidinal atípica, síntomas psicosomáticos, falta de interrogantes reales, y un altivo desdén para con toda interpretación analítica… en el año 1900? Ida planteó a Freud muchos de los desafíos clínicos que los jóvenes contemporáneos suscitan, tantos que, en unas sesenta sesiones de largo aliento, él mismo no logró que ella entre en análisis, ya que la transferencia, esa difícil pieza del trabajo analítico, “no estuvo en juego” con ella, y su incidencia sólo fue conjeturada ex post facto. (17)
Con esto pasamos a la segunda objeción que podría presentarse a nuestro punto de partida, ya que el defecto transferencial no sólo es imposible de descartar en el caso de Ida, sino que es un hecho en el caso de Paul. ¿Por qué no interrogar entonces otros síntomas, unos que hayan sido tratados bajo las condiciones que solemos considerar indispensables para llevar adelante la experiencia analítica?
Un cuestionamiento de esta índole, basado en razones de método muy atendibles en el plano epistemológico, lejos de disuadirnos, subraya de entrada el hecho de que nuestra investigación puede tener consecuencias precisamente en lo tocante a ese aspecto del método. Será necesario suspender el juicio al respecto, entonces, mientras esas consecuencias no hayan sido elucidadas.
Es innegable el carácter radical del giro que Lacan imprime al psicoanálisis cuando, en su seminario RSI, plantea que el síntoma ex-siste al inconsciente. (18) Con ello aspira a resolver un problema clínico y otro doctrinario.
El problema clínico, similar al que Freud afrontó en su momento, (19) es que el síntoma, por más que sea interpretado de mil maneras, puede seguir insistiendo o aun agravarse, lo cual implica que algo de la interpretación, solidaria de la noción de inconsciente, no toca el síntoma como supuestamente debería hacerlo. En otras palabras, el síntoma es, al menos en parte, ajeno al inconsciente. Tal es la prueba clínica de la ex-sistencia de aquél respecto de éste. Y se trata de ex-sistencia, no de disyunción, pues de nada valdría analizar e interpretar formaciones del inconsciente si un abismo lo separara del síntoma. Debemos elucidar cómo se anudan ambos entre sí. Y, para ello, Lacan propone entender el síntoma como una función cuya variable es lo que del inconsciente puede traducirse por medio de una letra. Si es inconsciente el lazo entre un significante amo (S1) y el significante que lo interpreta (S2), esa variable será un S1. Para escribir S1 por medio de una letra, haría falta una convención –aclara Lacan–, pero el síntoma lo hace salvajemente, sin consideración para con el Otro.
¿Y cuál era el problema doctrinario que Lacan procuró resolver mediante este planteo? Lo singular, norte del análisis, no hallaba sitio ya donde alojarse en lo imaginario, ni en lo simbólico, ni en lo real, de modo que era necesario inaugurar otra dimensión. Proponer la ex-sistencia del síntoma respecto del inconsciente posibilitó alojar lo singular en un cuarto elemento añadido a los tres registros. De ese elemento brotó luego el sinthome –lugar de lo singular al final de la enseñanza de Lacan. (20)
Si designamos con Icc el inconsciente, con la función singular del síntoma, y con la letra, y graficamos la ex-sistencia mediante vectores divergentes, la solución propuesta puede representarse así: (21)
En este esquema hay dos lugares para el analista: el de objeto a en el inconsciente, (22) y el de síntoma que ex-siste al inconsciente. (23) Más adelante señalaremos la conveniencia de modificar algunos de sus aspectos, pero ya podemos ponderar la ganancia que entraña combinar, con el planteo de la ex-sistencia del síntoma, la noción de une-bévue introducida por Lacan en la clase inaugural de su vigesimocuarto seminario. (24)
La expresión une-bévue (una-pifia), pseudotraducción de la alemana Unbewusste (inconsciente) empleada por Freud, nada tiene que ver con la falta de conciencia, y resulta útil porque, cuando no se presupone el principio de placer, no hace falta hipotetizar una represión (como defensa) o un no-querer-saber (de la sexualidad o de lo que sea). (25) Sustituir el inconsciente por una pifia en el nivel de lalengua(26) –una pifia carente de primeras o segundas intenciones e incluso de porqué, un equívoco que no hace más que producir un cambio de vía– torna innecesario apelar a nada que dependa de esa dinámica bélica, tan cara a Freud, que supone la existencia de fuerzas en conflicto.
La combinación entre ambas propuestas de Lacan, la de un síntoma cuya función ex-siste al inconsciente y la de une-bévue con “mayor alcance que el inconsciente”, (27) tiene la potencia necesaria para sacudir el mundo de sentido construido sobre la base del modo en que la rêverie freudiana dio forma a la estructura de su experiencia. Pero no suscribiremos estas propuestas movidos por una elección estética ni por un afán de innovar, sino como efecto del cruce entre, por un lado, la revisión crítica de la manera en que esa rêverie se plasmó en la doctrina y moldeó la concepción del descubrimiento que la había inaugurado, y, por otro lado, un cuestionamiento de la noción de intencionalidad inconsciente. De este cuestionamiento nos encargaremos en primer lugar.
Miller ha dicho que, en el fondo, toda interpretación es: “Te digo que dijiste algo diferente de lo que querías decir”. (28) Es así aun si consiste en repetir algo dicho por el analizante, ya que, como el significante nunca es idéntico a sí mismo, la segunda vez no es igual a la primera. (29) Cada lapsus –prosigue– testimonia el cruce entre la intención de significación (el querer decir) y la intención de “un Otro más poderoso” e inextirpable que actúa en nosotros, y de ahí nacen los primeros grafos de Lacan, que dan forma a ese cruce. (30)
Pero, ¿acaso esto no supone un hombrecito-dentro-del-hombre que hace de las suyas y que altera el curso “normal” de nuestro pensamiento? Es una hipótesis tácita que Lacan encuentra y critica en Henri Ey, Anna Freud, Jean-Paul Sartre y otros. (31) Dado que ella implica una regresión al infinito, la idea de que nos habita un Otro que hace de las suyas y provoca nuestras pifias, haciéndonos cometer une-bévue, es filosófica y epistemológicamente inaceptable. No obstante, esta idea de que algo perturba nuestro buen pensamiento y tuerce el curso de nuestras rectas intenciones fue explorada por Descartes. Sus Meditaciones metafísicas lo inclinan a pensar que debe de haber un Dios que no engaña, ya que podría existir un genio maligno y engañador que, cuando intentemos articular correctamente una cadena de pensamientos, se burle de nosotros y nos conduzca al error. (32) De ahí surge su necesidad de imponerse la duda como método, ya que ese Otro podría alterar intencionalmente nuestro pensamiento y hacernos tropezar –tal es su maligna astucia.
La une-bévue de Lacan, en cambio, no requiere hipostasiar intención alguna, gracias a algo que él mismo muestra antes del giro de los sesenta. Durante la segunda clase de su seminario La identificación, (33) discute esa reflexión cartesiana desde la perspectiva analítica y dice que, en ese punto del dios engañador lleno de malignas intenciones, toda la batería de significantes se confronta con un einziger Zug, un rasgo unario por el cual cada uno de ellos puede ser sustituido. En vez del significante que debería aparecer, el genio es capaz de introducir otro y así empujarnos a pensar algo que no queríamos, a cometer una pifia, une-bévue. ¿Debemos suponer esto, como Descartes, o más bien considerar que allí el discurso científico que él pretende sostener es alterado por ese discurso del amo (religioso) de cuya influencia quiere prescindir? (34) ¿No convendría hacer caso omiso de cualquier recurso a una intención, y aceptar la existencia del error sin porqué, (35) de esa une-bévue capaz de introducir un cambio de vía no achacable a intención alguna?
Lacan concluye que la identificación del sujeto al rasgo unario posibilita que ese sujeto no sepa. Con ello caracteriza parte de lo que luego llamará discurso del amo (o sea, el discurso del inconsciente),
donde es el sujeto vacío resultante de esa identificación con el S1. (36) A eso agrega la tesis de que ese rasgo está totalmente despersonalizado, y así evita suponer otra intención o un hombrecito-dentro-del-hombre.
El relato freudiano, que tan profundas huellas dejó en nuestra cultura, nos inclina, por el contrario, a concebir la función de la une-bévue en términos casi personales. ¡Inconsciente traidor!, decimos, y con ello hacemos de él la encarnación del genio maligno de Descartes, que nos hace decir lo que no teníamos intención de decir. ¿Cómo librarnos de semejante modo de abordar el síntoma y el inconsciente? ¿Cómo dejar de instilar en ellos esa dudosa intención?
No es fácil, sobre todo debido al estrecho lazo, que discutiremos luego, entre el sentido y la intención de significar (el querer decir). Sin embargo, en el caso del sentido es innecesario suponer un agente de esa intención. Decimos que una cadena significante tiene dos sentidos (o más) cuando puede ser leída de dos (o más) modos. Y, dado que el equívoco en la relación entre significante y letra puede introducir una pifia en el discurso, cabe pensar el síntoma como sitio de la sustitución de un significante por una letra, sin poner en juego un querer-decir del Otro: eso se escribe salvajemente.
No deja de ser curioso el hecho de que la intención adjudicada al Otro se lea bajo el signo de la malignidad. (37) Einstein supone que Dios es astuto pero no maligno, (38) pero sólo porque lo cree desprovisto de intenciones. La idea de Descartes, en cambio, es que el genio es astuto y maligno, pues emplea su arte para engañarnos –tan maligno es, que está a un paso del Dios de Paul. En Aristóteles, lo que no engaña es la naturaleza, pero ésta no carece de intenciones. (39) Sin embargo, apostar a que ella no nos engañará adrede es algo tácito pero esencial en la constitución de la ciencia. (40)
Cuando Lacan diga, al final de su enseñanza, que el psicoanálisis mismo puede ser una estafa, sus dardos apuntarán al sentido, y no por azar los lanzará en medio de una serie de comentarios sobre formas de la intención. (41) Dado que el significante anticipa el sentido (y significa a posteriori), (42) sin el sentido no habría sorpresa, y la interpretación analítica sólo es eficaz si sorprende como una pifia, cuando rompe la promesa del sentido. Tal es la estafa que Lacan define: el S1 promete un S2 que adquiere un sentido inesperado porque la interpretación, como la poesía, violenta el uso cristalizado del significante y provoca un cambio de vía, (43) el mismo que está en la raíz de las formaciones del inconsciente y del síntoma.