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Lacan dijo que el psicoanálisis es una vía práctica para sentirse mejor. Este libro puede considerarse como una explicación de esta afirmación. Sobre la base de dos seminarios dictados en San Francisco (EE. UU.), explica cómo el psicoanálisis mejora y realza nuestro estilo de disfrutar la vida. Un estudio detallado de las diferentes formas en que las palabras impactan en el cuerpo permite comprender mejor la dinámica de interpretaciones que anima la economía de los goces en un tratamiento psicoanalítico. Estructurado como la mayoría de los seminarios en el Campo Freudiano, este estudio es autónomo, no presupone una formación previa y, en poco tiempo, lleva al lector al estado actual de la cuestión. Tras un preámbulo que puede parecer introductorio, estas páginas ordenan una multiplicidad de problemas que atañen a la doctrina y la práctica analíticas. Ese ordenamiento no pretende resolver las dificultades teóricas y clínicas, sino que se nos ofrece como un modo de estimular un trabajo que el lector puede proseguir, si lo desea. Gustavo Dessal Este libro es un soplo de aire fresco, su estilo expositivo es claro y sencillo, rubricado con la elegancia de no dejar cabos sueltos ni esconder bajo la alfombra de las citas de autoridad los asuntos espinosos. Apoyado en una sólida base teórica, cuyos referentes son Freud y Lacan, a medida que avanzamos en sus desarrollos captamos su originalidad. José María Álvarez
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UNA VÍA PRÁCTICA PARA SENTIRSE MEJOR
Introducción a la clínica lacaniana
GERARDO ARENAS
Prólogo de Gustavo Dessal
Epílogo de José María Álvarez
Colección + Otra
Colección + Otra
Dirigida por José María Álvarez, Juan de la Peña y Kepa Matilla
Título original:A Practical Way to Feel Better
© Gerardo Arenas, 2020
© Del Prólogo: Gustavo Dessal, 2020
© Del Epílogo: José María Álvarez, 2020
© De esta edición: Pensódromo SL, 2020
Diseño de cubierta: Lalo Quintana
Esta obra se publica bajo el sello de Xoroi Edicions.
Editor: Henry Odell
ISBN print: 978-84-122116-0-3
ISBN e-book: 978-84-122116-1-0
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El principio de placer siempre fue para Freud un quebradero de cabeza, pese a ser la ley primaria a partir de la cual se explicaba el funcionamiento psíquico. Denominado en los inicios «principio de constancia» (tendencia a reducir a cero el nivel de carga), el principio de placer supone la necesidad del aparato psíquico de mantener su tensión en un nivel bajo. El aumento de la tensión se experimenta como displacer, mientras que su descenso (por ejemplo mediante una descarga) es vivida como placentera. De inmediato surgen las dificultades. Por una parte, Freud mismo se interroga sobre cómo establecer el criterio de un nivel «bajo». Al ser la libido una energía metafórica, que no admite la cuantificación ni la medida (por lo tanto una energía que es casi una licencia poética), resulta imposible determinar ese nivel. Por otra parte, el principio de placer debe asegurar que un mínimo de tensión se conserve, puesto que su desaparición supondría la muerte del aparato psíquico, algo así como un coma libidinal. A eso cabe añadir que en los Tres ensayos de teoría sexual, Freud advirtió que la asimilación del placer a la reducción de la tensión no es una ley que siempre se cumpla. El ejemplo que él mismo aporta en una nota es la erección fálica, una reacción somática cuya traducción subjetiva desmiente la equivalencia entre placer y bajo nivel de tensión. A partir de 1920, y con la introducción de un nuevo principio que contradice la soberanía del principio de placer, este último concepto se vuelve aún más incómodo.
A partir de una clasificación que ordena las distintas modalidades de interpretación (la que aporta sentido, la que lo desactiva, y la que conmueve el goce implicado en el síntoma), este seminario de Gerardo Arenas nos ofrece una introducción crítica a la dimensión económica (correspondiente a los avatares de las pulsiones y la libido) que junto a la dinámica y tópica constituyeron el modelo freudiano sobre el que se edificó la doctrina y el método psicoanalíticos. Arenas es un autor experimentado, que posee una cualidad no muy frecuente en nuestro medio, y que me atrevo a nombrar como valentía intelectual. Pensar por fuera de la doxa, sin forzar los límites del respeto a la comunidad que comparte esa doxa, requiere inteligencia en los dichos y elegancia en el decir. Sin duda, se trata de una posición que entraña sus riesgos, porque no todos los lectores admiten con serenidad que el discurso pueda incluir un movimiento sincopado. Pero aquellos que estén dispuestos a aventurarse por algunos senderos sugerentes, ni siquiera están obligados a compartir todos los puntos de vista del autor para beneficiarse de su manera de hablar del psicoanálisis.
Al avanzar gradualmente en su recorrido, el paisaje cambia. Si creíamos que se trataba de un libro introductorio, veremos que va adentrándose en un terreno complejo mediante una lectura propia, una lectura que interpreta alguno de los puntos más oscuros de la teoría lacaniana de los goces. Gerardo Arenas la aborda a partir de la perspectiva económica, que sin duda tiene más de poesía que de física. Su propuesta de «una economía de los goces» procura dar cuenta de las diversas modalidades de goce, así como la manera en que se combinan, se trasvasan y se distribuyen en el ser hablante. La investigación no es meramente teórica, sino que está al servicio de deducir los instrumentos interpretativos que se requieren para abordar la especificidad de cada goce. De eso, en última instancia, depende que la experiencia analítica se salde para el analizante con la conquista de una mejoría. Aunque pueda parecer asombroso, muchos psicoanalistas consideran que el beneficio terapéutico es algo superfluo. Nuestro autor, en cambio, no tiene ningún empacho en suscribir la idea de Lacan de que el psicoanálisis sirve para sentirse mejor. ¿De qué manera? Sustrayéndole el goce al síntoma, y poniéndolo al servicio de otra satisfacción, que Arenas interpreta como goce de la vida.
Siguiendo minuciosamente la forma tortuosa y perseverante con la que Lacan construye su concepto de goce, el autor nos demuestra las semejanzas y diferencias con respecto al concepto freudiano de libido. Del mismo modo que la libido freudiana está presente en todos los registros de la vida humana, el goce lacaniano también. O tal vez deberíamos decir —conforme a lo que este libro nos indica— los goces recubren, se intersectan, se oponen y se suplementan como resultado del choque traumático entre cuerpo y lengua. En este sentido, recordemos que el propio Freud aventuró en su ensayo El yo y el ello la hipótesis de que la libido podría ser originariamente una energía neutra, capaz de adoptar diversas modalidades entre las cuales lo sexual sería una de ellas. Mediante el trazado de un arco preciso, hacia el final de su seminario Arenas vuelve a la interpretación, y propone una distinción clave para el manejo de la cura analítica: la interpretación que apunta a la significación gozosa del fantasma, y la interpretación que busca conmover el goce del síntoma. Prueba del delicado esfuerzo por articular la teoría freudiana y la enseñanza de Lacan, es el hecho de que la reflexión final del libro desemboque en la expresión «metapsicología de los goces», que sustituye la inicial «economía de los goces» y que reúne dos significantes amo, uno de Freud, el otro de Lacan. Convengamos, entonces, que este libro podría también haberse titulado así: «Metapsicología de los goces». Tras un preámbulo que puede parecer introductorio, estas breves pero condensadas páginas ordenan una multiplicidad de problemas que atañen a la doctrina y la práctica analíticas. Ese ordenamiento no pretende resolver las dificultades teóricas y clínicas, sino que se nos ofrece como un modo de estimular un trabajo que el lector puede proseguir, si lo desea.
Gustavo Dessal
Madrid, septiembre 2020
Las iniciativas de Ana Inés Bertón para traducir A Practical Way to Feel Better al castellano y de Henry Odell para publicarla, aliadas con los pedidos de un gran número de colegas, derrotaron mi inicial determinación contraria, basada en que la mitad de las páginas corresponde a desarrollos ya incluidos en obras anteriores —sobre todo, en Estructura lógica de la interpretación y en Pasos hacia una economía de los goces—. El argumento principal esgrimido por amigos españoles y mexicanos, en virtud del cual esta obra podía desempeñar, fuera de la Argentina, el útil oficio de una introducción a la clínica lacaniana, logró prevalecer e incluso motivó el remplazo del subtítulo original por el que ahora lleva. Así, menos de tres meses después de haber visto aparecer el libro escrito en lengua inglesa, me vi envuelto en la increíble tarea de revisar su traducción a mi propia lengua. Confieso que, en medio del horror y el estupor causados por la actual pandemia, la insólita situación y el vertiginoso curso de los hechos me arrancaron algunas sonrisas de incredulidad. Así, enriquecidos por las bellas plumas de Gustavo Dessal y de José María Álvarez, los dos seminarios que, hace apenas seis meses, dicté en San Francisco (California), pasan a estar, con el auxilio de un atípico concurso de circunstancias favorables, a disposición del lector hispanohablante.
Ojalá el libro que este tiene ahora en sus manos cumpla dignamente el cometido que decidió su aparición. Agradezco por ello la vivacidad, el rigor y la delicadeza con que la traductora y el editor llevaron a cabo sus respectivas tareas, a Gustavo Dessal por su generoso prólogo, y a José María Álvarez por el epílogo y por incluir este libro en la colección +Otra.
Buenos Aires, septiembre 2020
Es un placer para mí estar aquí hoy y tener la oportunidad de disfrutar de unas horas de trabajo compartido con ustedes. Les pido tolerancia para con mi manera de hablar inglés, idioma que he usado muy poco desde que dejé mi trabajo de físico nuclear, hace casi treinta años, para dedicarme de lleno al psicoanálisis, que es mi pasión. En ese momento, soñaba con venir a Estados Unidos porque era el lugar que estaba a la vanguardia de la investigación científica. Hoy, sin embargo, vengo a hablar de psicoanálisis, que no es una ciencia, en un país donde es difícil practicar el psicoanálisis y, más difícil todavía, ganarse la vida con ello.
¿Cómo llegué hasta aquí? Déjenme contarles una breve tragicomedia, pero no como un desvío, sino como una manera de entrar en tema, al modo de los metálogos creados por el famoso y admirado residente de San Francisco, Gregory Bateson1. La tragicomedia es la historia de tres inolvidables cupcakes.
En cierta ocasión, durante una ajetreada reunión en la Escuela de la Orientación Lacaniana (EOL) en Buenos Aires donde cientos de personas estaban reunidas para un seminario, una amiga me presentó a Maria Liza Ahearne, quien en medio de la multitud me dijo algo acerca de una entrevista. Incapaz de prestarle mucha atención, le di mi número de teléfono y me despedí. Luego coordinamos un horario para encontrarnos en mi consultorio.
Quienes conocen a Maria Liza convendrán que la cortesía y la amabilidad se destacan entre las virtudes que la caracterizan. Una mañana, en el horario acordado, llegó a mi consultorio y, al entrar, me entregó un bonito paquete que contenía tres cupcakes. Sorprendido por esto, dejé el paquete sobre el escritorio, la invité a pasar, y le dije: «La escucho». Creo que ella también se sorprendió, pero no lo demostró. Con la mayor delicadeza, me preguntó si podía grabar la entrevista. Aún más desconcertado, le dije firmemente que no. Y ella, decidida a sortear cualquier obstáculo de la manera más educada posible, tomó un cuaderno y una lapicera y se preparó para escribir. Yo estaba perplejo. Había entendido todo mal: ella no esperaba hacer una entrevista para iniciar un análisis, sino que más bien pensó que yo había aceptado ser entrevistado como parte de su estudio etnográfico sobre el psicoanálisis en Argentina. Y me di cuenta de esto recién cuando ella sacó unos papeles y se dirigió a mí con una larga lista de preguntas.
No deben de haber pasado más de dos minutos entre que ella llegó y que yo me di cuenta de mi enorme malentendido basado en la polisemia del término «entrevista», pero esos dos minutos de repente se hicieron eternos, y el escritorio, sobre el cual había dejado los deliciosos cupcakes que tan amablemente había traído Maria Liza, parecía a años luz de distancia. Yo mismo me había convertido en un hombre grosero y desagradecido, incapaz de ofrecerle siquiera una taza de café a la amable entrevistadora. Me sentía tan perturbado, tan avergonzado, que no sabía cómo revertir la situación y, ya que inevitablemente había quedado como un bicho raro y un impresentable ante sus ojos, decidí deshacer mi descortesía inicial redoblando mi generosidad a la hora de las respuestas. Me urgía compensar mi rudeza involuntaria, y supongo que lo logré, al menos hasta cierto punto, ya que creo no haber sido invitado a San Francisco como un espécimen de zoológico para que ustedes vean cuán maleducados y antipáticos pueden ser los psicoanalistas argentinos (algo que no debe ser descartado necesariamente), sino porque la conversación que siguió al contratiempo inicial no debe de haber sido demasiado carente de interés.
Sea como fuere, cuando Maria Liza se fue, sus tres cupcakes me miraron con una expresión de reproche acaso similar a la de la lata de sardinas que miraba a Lacan…
Esta introducción no tiene solo el propósito de hacer públicas mis disculpas. Resulta que, para bien o para mal, esta y otras clases de interpretaciones tejen nuestros lazos sociales, incluido el lazo analítico, y por eso el malentendido es una parte esencial, no contingente, de las relaciones humanas. De hecho, es una de sus partes más creativas. Aquellos que piensan que el lenguaje es una mera sofisticación añadida a un sistema creado sobre todo para nombrar cosas, están equivocados. En realidad, las palabras no están destinadas a referirse a las cosas, como lo ha explicado Michel Foucault.
Para desesperación y disgusto de quienes se dedican al empirismo lógico o a la ontología formal —dos disciplinas muy importantes para la filosofía analítica anglosajona—, la referencia del lenguaje es esencialmente vacía, como lo demostró, tres décadas atrás, Jacques-Alain Miller durante una de sus visitas a los Estados Unidos, en una conferencia titulada: «Language: Much Ado About What?»2. El escritor argentino Jorge Luis Borges ilustró ese vacío esencial al mostrar que la frase aparentemente descriptiva «Un viento frío sopla del lado del río» está lejos de referir a una realidad, a diferencia de lo que había escrito el famoso escritor uruguayo Horacio Quiroga. ¿Cómo pudo Borges afirmar eso de una frase tan objetiva? Digámoslo así: sentimos que el aire se mueve, y llamamos a eso «viento», tras lo cual comparamos su temperatura con el recuerdo de la temperatura de otras cosas que hemos considerado frías. Pero reconozcamos que el viento no existe como tal, y que no es frío, y por supuesto no puede «soplar», ni desde el río ni desde ninguna parte y, por último, notemos que «del lado del río» indica una dirección tan ambigua y mal definida que podría ser de cualquier lado. En resumen, «Un viento frío sopla del lado del río» tiene tanto que ver con la realidad o con la referencia que fuere como podría tenerlo cualquier frase del Finnegans Wake de Joyce.
Las palabras, pues, no están hechas para nombrar cosas. ¿Están hechas para que podamos comunicarnos? Como medio de expresión o transmisión, no sirven de nada. Por ejemplo, si estoy con alguien y digo la frase de Quiroga «Un viento frío sopla del lado del río» estoy lejos de haber trasmitido información meteorológica relativa al mundo o de haber expresado algo sobre mí. Lo demuestra la gran variedad de respuestas que mi frase podría provocar con toda lógica. He aquí algunas posibilidades:
—Un viento frío sopla del lado del río.
—Si quieres un abrigo, búscatelo tú.
—Un viento frío sopla del lado del río.
—Sí, querido, este lugar es muy romántico.
—Un viento frío sopla del lado del río.
—¿Estás deprimido otra vez?
—Un viento frío sopla del lado del río.
—¡No cambies de tema!
—Un viento frío sopla del lado del río.
—Yo también estoy cansada del viento.
—Un viento frío sopla del lado del río.
—Sí, me pregunto dónde podríamos «conseguir un soplo»3.
Busquen en cualquier diccionario los significados del verbo «comunicar», y verán qué difícil es hacer entrar esos diálogos, perfectamente posibles y comunes, en cualquiera de esos sentidos. Estos ejemplos deberían bastar para desmantelar la idea de que las palabras sirven como un medio de expresión, ya que es claro que el significado de lo que decimos siempre depende del modo en que el Otro lo lee, y esa es la razón última por la cual Lacan inventó el matema
s(A)
donde s es el significado y A es el Otro: el significado depende del Otro. La frase «Un viento frío sopla del lado del río» no dice nada acerca del mundo ni expresa nada acerca de mí, no se refiere a cosas ni a la persona que la pronuncia.
En resumen, las palabras no están hechas para nombrar cosas, ni para comunicar ni para expresar, y aun así están aquí, en nuestro universo y entre nosotros. O, mejor dicho, nosotros estamos ahí, en el universo de las palabras. Ellas constituían nuestro mundo mucho antes de que entremos en escena. Las palabras, esas cosas extrañas cuya función es tan difícil definir, nos preexisten e incluso nos forjan como somos —esas cosas raras que Lacan llamó «cuerpos hablantes»—.