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Una auténtica joya en su género. Uno de los grandes libros de viajes del siglo XX. El tiempo de los regalos narra la primera etapa de la aventura emprendida por Patrick "Paddy" Leigh Fermor a finales de 1933, cuando solo tenía dieciocho años, y que lo llevó desde su Londres natal hasta Constantinopla, hoy Estambul, cruzando a pie una Europa milenaria por la que ya empezaba a extenderse la sombra del nazismo. Cuarenta años después de aquel viaje legendario, Leigh Fermor recuerda y reflexiona, con el prisma de la cultura adquirida, sobre las lenguas, las artes, las religiones, la geografía y la historia que descubrió cuando era un joven inquieto y rebelde, retoño de la clase alta británica convertido en mochilero. Las páginas de este libro extraordinario hablan de todo cuanto el autor ha atesorado de su periplo por disímiles gentes y paisajes: regalos espirituales que nunca olvidó, como tampoco los olvidará el lector.
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Seitenzahl: 623
El tiempo de los regalos
Patrick Leigh Fermor
Traducción de Jordi Fibla
Título original: A Time of Gift. On Foot to Constantinople: from the Hook of Holland to the Middle Danube.
© del texto: Patrick Leigh Fermor, 1977.
© de la traducción: Jordi Fibla Fleito, 2001.
© de esta edición: RBA Libros y Publicaciones, S.L.U., 2024.
Avda. Diagonal, 189 - 08018 Barcelona.
rbalibros.com
Primera edición: septiembre de 2024.
ref: obdo368
isbn: 978-84-1132-830-2
aura digit • composición digital
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Carta proemial a Xan Fielding
1 Los Países Bajos
2 Remontando el Rin
3 Por la alta Alemania
4 «Winterreise»
5 El Danubio: estaciones y castillos
6 El Danubio: aproximación a la Kaiserstadt
7 Viena
8 El borde del mundo eslavo
9 Praga bajo la nieve
10 Eslovaquia: por fin un paso adelante
11 La raya de Hungría
Cubierta
Portada
Créditos
Epígrafe
Índice
Comenzar a leer
Notas
Colofón
Linque tuas sedes alienaque litora quaere,
o juvenis: major rerum tibi nascitur ordo.
Ne succumbe malis: te noverit ultimus Hister,
te Boreas gelidus securaque regna Canopi,
quique renascentem Phoebum cernuntque cadentem
major in externas fit qui descendit harenas.
tito petronio arbiter
I struck the board and cry’d: «No more;
I will abroad».
What, shall I ever sigh and pine?
My life and lines are free; free as the road,
Loose as the wind.
george herbert
For now the time of gifts is gone—
O boys that grow, O snows that melt,
O bathos that the years must fill—
Here is dull earth to build upon
Undecorated; we have reached
Twelfth Night or what you will... you will.
louis macneice
Abandona tu hogar, y busca costas extranjeras, oh joven: para ti nacerá un estado más grande de las cosas. No cedas al infortunio: el lejano Danubio te conocerá, el frío viento boreal y los tranquilos reinos de Canopo y quien contempla el renacer de Febo y su ocaso haga que, más grande, descienda en arenas extrañas.
tito petronio arbiter
Golpeé la mesa y grité: «Basta, / me iré al extranjero». /¿Es que siempre voy a suspirar y languidecer? / Libres son mi vida y mis versos, libres como el camino, / desatados como el viento.
george herbert
Ya ha pasado el tiempo de los regalos... / oh, muchachos que crecen, oh, nieve que se funde, / oh, desengaño que taparán los años... / He aquí la insulsa tierra sobre la que edificar. / Sin adornos; hemos llegado / a la Noche de Reyes o lo que queráis... lo que queráis.
louis maneice1
Querido Xan:
Puesto que acabo de componer el relato de estos viajes, la época de la que me he ocupado está muy fresca en mi memoria, y los acontecimientos posteriores parecen incluso más recientes. Por ello me resulta difícil creer que han pasado más de tres décadas desde que nos conocimos en Creta, aquel año de 1942, ambos enturbantados, con botas y faja negras, dagas de plata y marfil, blancos mantos de pelo de cabra y cubiertos de mugre. Muchas reuniones y aventuras siguieron a nuestro primer encuentro en las laderas del monte Kedros y, por suerte, la clase de guerra irregular que librábamos nos concedía largos períodos de inactividad en las montañas que nos cobijaban. Casi siempre a alturas propicias para la nidificación de las águilas, con ramas o constelaciones por encima de nuestras cabezas o, en invierno, con estalactitas goteantes, yacíamos entre las rocas y hablábamos de nuestras vidas antes de la guerra.
Ciertamente, la indiferencia a la sordidez de las cuevas y la celeridad cuando se aproximaba el peligro podrían haber parecido las cualidades más idóneas para vivir en la Creta ocupada, pero una circunstancia inesperada, tratándose de una guerra moderna, fue lo que realmente nos llevó a los roquedales calizos: nuestra obsoleta elección de la lengua griega en la escuela secundaria. Con una perspicacia en otro tiempo considerada excepcional, el ejército comprendió que la lengua antigua, por muy imperfecto que fuese su dominio, era un atajo para aprender la moderna, y de ahí que aparecieran de súbito no pocas figuras extrañas entre los peñascos escarpados tanto en el continente como en las islas. Y digo extrañas porque el griego, desde mucho tiempo atrás, había dejado de ser obligatorio en los centros docentes donde todavía se enseñaba: no era más que la ilusionada elección, sospecho que estimulada inconscientemente por haber escuchado en la infancia la lectura de Los héroes de Kingsley, de una minoría perversa y excéntrica, cuyos tempranos anhelos imprimieron un sello vago pero simpático a todos aquellos improvisados habitantes de las cavernas.
Resultó que nuestros respectivos estudios no habían seguido su curso normal: los tuyos quedaron bruscamente interrumpidos por un percance familiar, los míos porque me expulsaron de la escuela, y ambos tuvimos que arreglárnoslas solos a una edad más temprana que la mayoría de nuestros coetáneos. Esas primeras peregrinaciones, sin blanca, útiles para no criar moho, desaprobadas por nuestras familias y tan agradables, habían seguido unos cauces muy similares, y mientras reconstruíamos nuestras vidas de preguerra para entretenimiento mutuo, pronto convinimos en que los desastres que nos habían puesto en camino no fueron en absoluto tales desastres, sino más bien fantásticos golpes de buena suerte.
Esta obra es un intento de completar y poner en orden, con tanto detalle como sea capaz de rememorar, el más temprano de aquellos viajes contados de manera inconexa. El relato, que debería finalizar en Constantinopla, se ha alargado más de lo que había esperado. Lo he dividido en dos partes, y este primer volumen se interrumpe en medio de un puente, importante pero arbitrario, que se extiende sobre el curso medio del Danubio. El resto seguirá... Había pensado dedicártelo desde el principio, y así lo hago ahora con placer y algo de esa formalidad del torero que lanza su montera a un amigo antes de la corrida. ¿Puedo aprovechar la oportunidad y convertir esta carta en una especie de introducción? En cuanto comience el relato, me propongo entrar en materia sin entretenerme mucho en dar explicaciones, pero creo que es necesario presentar un breve esbozo de las motivaciones de estos viajes.
Debemos retroceder un poco.
En el segundo año de la Primera Guerra Mundial, meses después de que yo naciera, mi madre y mi hermana viajaron a la India (donde mi padre era funcionario del gobierno), y me dejaron en casa, a fin de que uno de nosotros sobreviviera si un submarino enemigo hundía el barco. Alguien me llevaría allá cuando los océanos fuesen más seguros y, de no ser así, permanecería en Inglaterra hasta el final rápido y victorioso de la guerra. Pero el conflicto se prolongaba y los barcos eran escasos. Transcurrieron cuatro años, y durante ese intervalo, en una situación provisional que se alargaría forzosamente, estuve al cuidado de una familia muy amable y sencilla. Este período de separación fue todo lo contrario de la penosa experiencia que describe Kipling en «La oveja negra». Me permitían hacer cuanto me venía en gana. Nunca me veía ante el dilema de desobedecer las órdenes o no, puesto que no me daban ninguna, y tampoco me dirigían jamás una palabra severa ni acompañaban una advertencia con un cachete. Esta nueva familia, y un entorno con granero, almiares y cardenchas, lleno de matorrales, lomas onduladas y tierras aradas, fueron las primeras cosas en las que recuerdo haberme fijado, y pasé esos años importantes, de los que se dice que son tan formativos, más o menos como el hijo pequeño asilvestrado de un agricultor. El poso que han dejado en mi memoria es de una felicidad pura y completa. Pero cuando mi madre y mi hermana por fin regresaron, eché a correr por los campos y repelí su avance con el áspero acento de Northamptonshire. Ellas se percataron de que tenían a un pequeño salvaje entre las manos, y no precisamente amistoso; la alegría del encuentro quedó aguada por la consternación. Sin embargo, lo cierto era que en secreto me sentía atraído por aquellas hermosas desconocidas que se hallaban desmedidamente más allá de cuanto yo era capaz de conjeturar. Me fascinaban los zapatos de piel de cocodrilo que calzaba una y el vestido marinero de la otra, cuatro años mayor que yo: la falda plisada, las tres franjas blancas en el cuello azul, el pañuelo de seda negra, que tenía estampados un cabo y un silbato en blanco, y el gorro con una cinta y las letras doradas, para mí todavía indescifrables, H. M. S. Victory. Entre las dos, un pequinés negro, cuyas patas parecían polainas cortas, caminaba con tropiezos y daba saltos por la alta hierba, sacando la lengua como un lunático.
Parece ser que aquellos años tan espléndidamente anárquicos acabaron por completo con mi tolerancia a cualquier clase de sujeción, por mínima que fuese. Mi madre, haciendo gala de tacto, encanto y habilidad, apoyada por mi repentina traición, por Londres, Peter Pan, Donde termina el arco iris y Chu Chin Chow, logró un cambio completo de mis inclinaciones, así como domarme, más o menos, para la vida familiar. Pero mis tempranas experiencias escolares, primero en el jardín de infancia, luego en la escuela de mi hermana, que también aceptaba alumnos varones, y finalmente en una horrible escuela preparatoria cerca de Maidenhead, a la que habían puesto el nombre de un santo celta, acabaron todas ellas en una catástrofe similar. Parecía un muchacho inofensivo, era más presentable que antes y mis modales tenían una desenvoltura placentera, todo lo cual me valía al principio unas opiniones sobre mí excelentes. Pero en cuanto empezaban a revelarse las influencias anteriores, aquellas efímeras virtudes debían de parecer un cruel barniz de Fauntleroy, adoptado con cinismo para enmascarar al desalmado personaje de Charles Addams que acechaba debajo. Coloreaban con una tonalidad todavía más oscura la suma de fechorías que pronto empezaron a acumularse. Hoy en día, cuando tengo un atisbo de algún niño parecido al que fui, experimento un sentimiento de afinidad y de pavor.
Primero causaba aturdimiento y luego desesperación. Hacia los diez años, mi fracaso escolar era muy preocupante, y me llevaron a dos psiquiatras. He leído emocionado, en una biografía reciente, que el primero y más simpático había atendido a Virginia Woolf, y por un momento pensé que tal vez había visto a la autora delante de mí, en la sala de espera. Por desgracia, esas visitas tuvieron lugar antes de que yo naciera. El segundo, de aspecto más severo, recomendó que me matricularan en una escuela mixta y muy avanzada para niños difíciles, cerca de Bury Saint Edmunds.
Salsham Hall, en Salsham-le-Sallows, era una casa solariega inclasificable pero cautivadora, rodeada de bosque y con un lago de aguas a menudo encrespadas en las cercanías de Suffolk, donde ancho era el cielo y abundantes los campanarios. El director era un hombre de cabello gris y mirada huraña a quien llamaban Comandante Veraz, y cuando divisé dos barbas (muy infrecuentes en aquel entonces) entre el personal variopinto y de aspecto excéntrico, los pesados brazaletes, el ámbar, las borlas y el tejido de confección casera, y conocí a mis condiscípulos, unos treinta chicos y chicas desde los cuatro años de edad hasta casi los veinte, todos con chaquetas marrones y sandalias: a los músicos, casi geniales, pero que sufrían ataques esporádicos; al sobrino del millonario que, armado de un palo, perseguía los automóviles por las carreteras rurales; a la hija del almirante, guapa y un tanto cleptómana; al hijo del persevante, que sufría pesadillas y tenía una pasión heredada y contagiosa por la heráldica; a los atrasados, a los sonámbulos, a los mitómanos (me refiero a quienes tienen una capacidad inventiva más pronunciada que los demás, lo cual era totalmente inocuo, puesto que nadie nos creía) y, por último, a los pilluelos como yo que tan solo eran muy traviesos... Sabía que aquello iba a gustarme. Al principio la euritmia en adoración de la naturaleza que se realizaba en un granero y los bailes rurales en los que el comandante dirigía tanto al personal como a los niños eran un poco desconcertantes, porque todo el mundo iba desnudo. Ágil y seriamente, con el ritmo marcado por un piano y un fonógrafo, ejecutábamos velozmente las figuras de «recolectar guisantes», la «ronda de Sellinger», la «recogida de palos» y el «viejo topo».
Mediaba el verano. Cerca de nosotros había jardines vallados, con grosellas silvestres gigantes, rojas y doradas; y las redes que cubrían los arbustos cuajados de grosellas engañaban a los estorninos, pero no a nosotros. Más allá, en las pendientes, árboles y agua descendían en tenues y atractivas perspectivas. Comprendí en seguida lo que significa el paisaje, la vida bajo el árbol del bosque frondoso. Elegir a una mujer corpulenta y una banda, hacer que las chicas tejan metros de tela verde oliva en los telares terapéuticos, y entonces confeccionar rudas capuchas con cuellos almenados, tallar arcos y colocarles las cuerdas, recoger tallos de frambueso para utilizarlos como flechas y echarse al bosque fue cuestión de días. Nadie nos detuvo: Fais ce que voudras era toda su ley. En cuanto las escuelas inglesas se apartan de la senda convencional, se convierten en oasis de novedad y diversión, y quedarse en ellas resulta tentador. Pero cierta incorrección vagamente adivinada entre los miembros del personal y los chicos mayores o tanto en unos como en otros (cosas de las que sabíamos poco en nuestras guaridas del bosque) ocasionaron la disolución del centro, y pronto me vi de regreso, para tener «una segunda oportunidad», un exiliado del bosque entre los cinturones de piel de serpiente y el jarabe de palo de la horrible escuela preparatoria. Pero, como era predecible tras haber disfrutado de aquella embriagadora libertad, no fue por mucho tiempo.
Mi madre tenía que hacer frente a esos trastornos. Yo me presentaba a mediados de curso: una vez, en nuestra casa de campo en Dodford, una aldea de casas con tejado de paja, al pie de un empinado monte cuajado de digitales y muy visitado por los zorros, con un arroyo a modo de única calle, donde ella se dedicaba simultáneamente a escribir obras teatrales y aprender a pilotar un biplano Moth en un aeródromo situado a sesenta kilómetros de distancia; en otra ocasión en los estudios de Primrose Hill, cerca de Regent’s Park, desde donde se oían de noche los rugidos de los leones del zoo. Allí ella había persuadido a Arthur Rackham, un vecino de aquel claustro, para que pintara unas escenas asombrosas (nidos de ave capaces de navegar impulsados por un viento tormentoso, transacciones entre trasgos bajo raíces sobresalientes y ratones que usaban bellotas como recipientes para beber) en la superficie interior de una puerta. Y más de una vez me presenté en el número 213 de Piccadilly, adonde nos mudamos más adelante. Una escalera muy empinada llevaba a un piso que parecía una maravillosa cueva de Aladino, desde cuyas ventanas se veían largas líneas de farolas callejeras y los letreros acrobáticos de la plaza en lo alto de los edificios. Aguardaba a que abrieran la puerta, intimidado en el felpudo de la entrada, con un profesor a mi lado que tenía una deprimente historia que contar. Aunque enfadada, mi madre estaba dotada de una imaginación y un humor desbordantes como para abandonarse durante demasiado tiempo al abatimiento. Sin embargo, esos contratiempos me llenaban durante cierto tiempo de una desesperación suicida.
Pero este desastre en particular coincidió casualmente con una de las infrecuentes vacaciones que, como director de la Geological Survey of India, concedían a mi padre. Por entonces mis padres se habían separado, y puesto que esos permisos solo llegaban cada tres años, apenas nos conocíamos. De repente, como si hubieran agitado una varita mágica, me encontré a gran altura por encima del lago Mayor y luego del Como, tratando de ir a su paso, aunque daba unas zancadas gigantescas, por las montañas cubiertas de genciana. Mi padre era todo un naturalista, y podía enorgullecerse con razón de ser miembro de la Royal Society. Incluso había descubierto en la India un mineral al que pusieron su nombre, un gusano con ocho cerdas en el lomo y, ¡quebradizo hallazgo!, una formación peculiar de copo de nieve. (Mucho más adelante, cuando los copos blancos remolineaban en los Alpes, los Andes o el Himalaya, me preguntaba si alguno de ellos era el suyo.) Era muy alto y delgado, vestía chaqueta de Norfolk de color sal y pimienta y pantalones bombachos, e iba por el monte cargado de cachivaches. Yo llevaba sus gemelos de campaña y su red cazamariposas, y retenía el aliento mientras él golpeaba con un martillito el cuarzo y la hornablenda en las laderas de monte Rosa, y abría una lente de bolsillo para inspeccionar los fósiles e insectos en el monte della Croce. En tales momentos su voz era al mismo tiempo cavernosa y entusiasta. Plantaba con sumo cuidado, en una caja de lata forrada de musgo, flores silvestres para su clasificación posterior, y a veces hacía un alto para trazar un boceto, las acuarelas en equilibrio sobre una roca. Yo reflexionaba en el cambio radical, desde los elefantes y la jungla llena de monos y tigres que imaginaba, no del todo erróneamente, como su medio habitual de transporte y su residencia. En tierra llana, recorrí con él la mitad de las pinacotecas del norte de Italia.
Siguieron tres años apacibles. Gilbert y Phyllis Scott-Malden, con tres hijos y media docena de chicos a los que preparaban para el examen de ingreso, vivían en Surrey, en una amplia casa con un jardín enmarañado. (No puedo pensar en ellos, como tampoco en Josephine Wilkinson, la hermana de la señora Scott-Malden, quien más adelante, y por separado, ejerció sobre mí una profunda influencia, sin la mayor gratitud y afecto.) Gilbert era un excelente estudioso de los clásicos, un maestro versátil, amable y paciente, y ella revestía el firme armazón de su marido con un gran amor a la literatura, la poesía y la pintura. Yo seguía siendo un fastidio, aunque ahora de manera intermitente, pero empecé a llevar una existencia más sosegada y me entregué con entusiasmo a las asignaturas que me interesaban, es decir, todas, con excepción de las matemáticas, para las que mi ineptitud parecía rayana en la imbecilidad. Componíamos obras teatrales, representábamos escenas de Shakespeare, nos tendíamos en la hierba, bajo una encina, con un plato de ciruelas, y escuchábamos al señor Scott-Malden que nos leía la traducción que Gilbert Murray había hecho de Las ranas. Pasaba al original para darnos explicaciones y resaltar los pasajes cómicos y las onomatopeyas. Habíamos construido una choza en un enorme nogal, con escalas de cuerda que llegaban a medio camino, mientras que el resto era preciso recorrerlo mano sobre mano, y me permitieron dormir en aquel lugar durante el último verano que pasé allí. A pesar de las matemáticas, logré aprobar el examen de ingreso y aguardé la vida que me esperaba en la escuela privada con una confianza infundada.
Las abundantes lecturas sobre la Alta y la Baja Edad Media habían coloreado vivamente mi visión del pasado, y la King’s School de Canterbury despertó en mí unas emociones muy opuestas a las de Somerset Maugham en el mismo entorno, más próximas a las de Walter Pater setenta años atrás, y me gustaba pensar que probablemente idénticas a las de Christopher Marlowe todavía antes. No podía olvidar que la escuela se fundó a comienzos del cristianismo anglosajón, es decir, antes de que finalizara el siglo vi: las astillas de las imágenes de Thor y Woden apenas habían dejado de arder en los bosques de Kent, y vistas desde ese ángulo las partes más antiguas de los edificios eran modernas, pues solo databan de unas pocas décadas después del desembarco normando. Sumirse en esa antigüedad producía la embriagadora sensación que se experimenta en un sótano penumbroso y con telarañas, una atmósfera noble y oscura que convertía a las sedes del aprendizaje, fundadas ochocientos o mil años después, en una especie de hongos llamativos, y parecía dotar a esos recintos más venerables, así como a las grandes extensiones de césped más allá de ellos, a los olmos enormes, el «portal oscuro», a los arcos en ruinas y a los claustros (y, ya que estaba en ello, a los pináculos resonantes y llenos de cornejas de la misma catedral angevina, al fantasma de santo Tomás Becket y a los huesos del Príncipe Negro) de un aura de mito casi prehistórico.
Aunque a la postre resultó un amor unilateral, durante cierto tiempo las cosas fueron bien. Me gustaba casi todo el mundo, del director y el profesor encargado de mi clase abajo, y progresé de una manera errática en el estudio de las lenguas vivas y muertas, de la historia y la geografía; todo, una vez más, excepto las matemáticas. Mi mente divagaba mientras me entregaba a los deportes. El boxeo me encantaba y lo practicaba con destreza, y en verano, tras haber preferido el remo al críquet, me tendía apaciblemente al lado del Stour, río arriba y lejos del ruido de los remos y las exhortaciones, leía Lily Christine y la obra de Gibbon y chismorreaba con soñadores afines bajo las ramas de los sauces. Segregaba versos como si fuesen ectoplasma, de imitación y malos, pero de todos modos publicados en las revistas escolares. Escribía y leía intensamente, cantaba, intervenía en debates, dibujaba y pintaba. Coseché pequeños éxitos como actor, director teatral y diseñador de decorados, y trabé amistad con muchachos dotados y emprendedores. Uno de ellos, un año mayor que yo, era Alan Watts, brillante estudioso de la cultura clásica, uno de cuyos aspectos más notables fue que escribió y publicó un importante libro sobre el budismo zen años antes de que la secta se pusiera de moda, y cuando todavía estudiaba en la escuela. (En su autobiografía In My Own Way, publicada poco antes de su muerte prematura, hace pocos años, se refiere con cierta extensión a mis problemas escolares, y en especial a su brusco fin, con el afectuoso espíritu de un defensor; y si en uno o dos lugares revela que no acaba de comprenderme, no es por su culpa.)
¿Qué fue lo que salió mal? Creo que ahora lo sé. El intento libresco de forzar la vida para que tuviera un mayor parecido con la literatura fue instigado, irremediablemente, por la resaca de la anarquía anterior: transformar las ideas con la mayor rapidez posible en acciones me impedía por completo pensar en el castigo o el peligro, y puesto que mi actividad e inquietud eran desmesuradas, el caos era la consecuencia inevitable. Esta situación me desorientaba y dejaba perplejos a los demás. «¡Estás loco!», exclamaban prefectos y monitores, mirándome ceñudos y furibundos, a medida que salían a la luz nuevas fechorías. Los frecuentes confinamientos en el centro docente se sumaban a las ingentes cantidades de hexámetros latinos cuya copia me imponían como castigo, y conflictos menores llenaban las lagunas entre las riñas más serias: distracción, olvido y confusión acerca del lugar donde debería estar, y pérdidas constantes: «olvido de los libros de texto bajo los arcos» eran una causa recurrente. Hubo algunas peleas muy violentas, y un comportamiento errático que fue interpretado, tal vez acertadamente, como tendencia a alardear. A esto solían denominarlo «cualquier cosa para hacer reír» e, incluso cuando lo lograba, decían que «intentaba ser divertido». ¡Siempre aguaban mis logros rebajándolos a la categoría de simple intento! Los monitores, ediles y lictores que portaban las fasces, guardianes de un código inflexible, me censuraban a menudo. Toda infracción era objeto de rápidas y flexibles sanciones que llegaban silbando a la altura del hombro, a través de gabinetes con las paredes forradas de madera, y golpeaban con una fuerza considerable. Pero, por muy espectaculares que fuesen los resultados, dejaban la psique indemne, y a pesar de que eran desagradables y, en este caso, de una frecuencia que superaba todos los récords, no parecían surtir efecto desde los puntos de vista clínico y moral. Si la víctima se muestra en esas reuniones premeditadamente imperturbable, empieza a rodearle una fama oscura y malsana, y al final se convierte en un fastidio insoportable. Todo iba mal, y el penúltimo informe del profesor encargado de mi clase, durante el tercer curso, tenía un tono amenazante. Decía que había hecho «... algunos intentos de mejora, pero sobre todo para evitar que le descubran. Es una mezcla peligrosa de sofisticación y temeridad que le hace a uno temer por su influencia sobre los demás muchachos».
Las circunstancias evitaron la catástrofe durante unos meses. Como creían que me había lesionado cuando esquiaba en la Oberland de Berna, poco antes de que cumpliera los dieciséis años, me eximieron temporalmente de los deportes, y así, cuando todos salían en tropel con las pelotas oblongas bajo el brazo, yo podía recorrer Kent en bicicleta, visitar las iglesias normandas en Patrixbourne o Barfrestone y explorar los lugares más remotos de Canterbury. Este regalo inesperado de ocio y libertad no tardó en coincidir con una época en que todas las buenas impresiones se desmoronaron a causa de una última serie de infracciones. Una persona más profética habría visto que la paciencia en las alturas por fin se había terminado y que cualquier otro problema sería acogido como la liberación pendiente desde hacía largo tiempo.
Las relaciones amorosas entre alumnos surgen y prosperan en los centros docentes, pero cierta exótica chiripa psicológica dirigió mi mirada más allá de los muros escolares y, una vez más, fuera de los límites permisibles. Era esa época en la que uno se enamora locamente y a menudo, y mis nociones estéticas, formadas en su totalidad por los cuentos de hadas ilustrados de Andrew Lang, se habían decantado años atrás por las muchachas prerrafaelitas, de cuello longilíneo y grandes ojos que aparecen en las ilustraciones de Henry Ford, toda una gama permutable de hijas de reyes, patinadoras en hielo, cuidadoras de gansos y espíritus fluviales, y mis últimos vagabundeos me habían llevado, al final de una cueva verde y bienoliente, penumbrosa y adornada con flores, frutas multicolores y verduras (es decir, la frutería de su padre en la que ella trabajaba), al encuentro con uno de tales seres. El efecto fue instantáneo. Tenía veinticuatro años, era una belleza arrebatadora e inspiradora de sonetos, y todavía puedo verla y oír ese acento tierno y profundo de Kent. Mi súbita e incongruente adoración podría haber sido un incordio para ella, pero era demasiado generosa para mostrarlo, y tal vez le desconcertaban los versos que recibía sin cesar. Yo sabía que semejante asociación en la ciudad, por inocente que fuese, atentaba contra una serie de tabúes demasiado bien arraigados y comprendidos para que hubiera necesidad de cualquier veto explícito. No obstante, cada vez que tenía ocasión de salir, me dirigía a la tienda que estaba más allá del mercado de ganado, pero el uniforme negro que llevábamos, aquel rígido cuello doblado y el ancho y moteado sombrero de paja con las cintas azul y blanca era tan patente como esas anchas puntas de flecha indicadoras de que algo es propiedad del gobierno británico. Seguían discretamente mis pasos, conocían mis estratagemas, y al cabo de una semana me sorprendieron con las manos en la masa: tomando la mano de Nellie, que es lo más lejos que llegó jamás ese galanteo. Estábamos sentados en la trastienda, sobre cestos de manzanas puestos del revés... y mi época escolar había terminado.
El capitán Grimes estaba en lo cierto. Unos meses después de que sufriera ese revés escolar, la idea de seguir una carrera militar, que desde hacía algún tiempo flotaba nebulosamente en la atmósfera, empezó a tomar cuerpo, y la perspectiva de ingresar en Sandhurst apareció como un obstáculo lejano que debería vencer. Pero ¿qué decir de mi expulsión? Cuando recurrieron a él, el encargado de la subdivisión escolar a la que había pertenecido mi clase, un hombre extraño y brillante, redactó y envió la necesaria carta de recomendación, y, como la del capitán, fue una carta excelente. (No me guardaba rencor. Las autoridades del centro no solo se habían sentido aliviadas por mi marcha, sino también decepcionadas. Pero les estaba agradecido porque habían basado mi expulsión en motivos más confesables que la acusación de que era un estorbo intolerable. El auténtico pretexto se podía amañar de manera que pareciese fogoso y romántico.)
Aún no me había presentado al examen para obtener el certificado escolar, el cual, debido a las matemáticas, con toda seguridad habría suspendido, y como era indispensable para los aspirantes a cadete, no tardé en hallarme en Londres, a los diecisiete años, estudiando apresuradamente para someterme a un examen de convalidación que me facilitaría el llamado «certificado de Londres». Pasé la mayor parte de los dos años siguientes en Lancaster Gate y luego en Ladbroke Grove, con habitaciones propias desde las que veía las copas de los árboles, bajo la égida tolerante y amistosa de Denys Prideaux, quien me enseñaba matemáticas, francés, inglés y geografía. Lawrence Goodman, por su parte (un hombre nada convencional, un poeta que me llevaba a ver todas las obras de Shakespeare que se representaban), me daba clases de latín, griego, inglés e historia, a menudo en sillas extensibles en los jardines de Kensington. Durante el primer año llevé una vida bastante juiciosa, hice varios amigos, me invitaron a estancias en el campo, me dediqué a actividades rurales y leí más libros que nunca en un período de tiempo similar. Aprobé el examen para el certificado de Londres, con unas notas respetables en la mayor parte de las asignaturas y ni siquiera de una manera vergonzante en las que eran temibles para mí.
Pero aún tenía por delante un largo interregno.
Uno de los primeros capítulos de este libro se ocupa con cierta extensión de los cambios que empezaron a producirse en mi vida: cómo pasé de la compañía bastante predecible de los camaradas que aspiraban a ser cadetes a unos círculos cuyos miembros eran de más edad y, al mismo tiempo, más mundanos, más bohemios y disolutos, más o menos el resto del grupo llamado «Jóvenes Alegres», pero diez años y veinte mil whiskies dobles después de su mejor época, y a quienes su régimen de vida parecía darles muy buen aspecto. Ese mundo nuevo y cautivador parecía brillante y bastante perverso. Yo era el más joven, y gozaba de ello, sobre todo durante los disipados vagabundeos nocturnos que tenían lugar a diario. («¿Qué es lo que trama ese muchacho tan bullicioso? No hay razón para que no le llevemos».) Había llegado a una etapa en la que los cambios son muy rápidos: un solo año contiene un centenar de vicisitudes, y mientras estos cambios pasaban velozmente como en un caleidoscopio, la idea de mi ineptitud para ser soldado en tiempo de paz había empezado a causar efecto. Más importante todavía era que la aceptación de dos poemas y la publicación de uno de ellos (cierto que solo trataba de la caza del zorro) me habían hecho acariciar la posibilidad de dedicarme a la literatura.
A fines del verano de 1933, con permiso del señor Prideaux, cometí la imprudencia de instalarme en una casa vieja y algo inclinada de Shepherd Market, donde varios amigos ya habían fijado su residencia. Aquel rincón tranquilo con arcadas, tiendecitas y tabernas georgianas y victorianas tenía el encanto, hoy evaporado por completo, de un villorrio aislado en los esplendores todavía intactos de Mayfair. Al mudarme allí, me imaginaba escribiendo con una tenacidad y diligencia casi trollopianas. Sin embargo, sucedió algo que acabaría por ser perjudicial pero que de momento era placentero: la casa se convirtió en el escenario de continuas fiestas desenfrenadas. No pagábamos casi nada por el alojamiento a la señorita Beatrice Stewart, nuestra amable casera, y siempre lo hacíamos con retraso. A ella no le importaba, pero nos rogaba una y otra vez que no hiciéramos tanto ruido a altas horas de la noche. Había sido amiga y modelo de famosos pintores y escultores, y estaba acostumbrada a la bohemia más decorosa de generaciones anteriores. Había posado para Sargent, Sickert, Shannon, Steer, Tonks y Augustus John, y las paredes de su casa estaban llenas de recuerdos de aquellos años. Pero la pérdida de una pierna en un accidente de tráfico había reducido cruelmente su movilidad. Mucho más adelante, un amigo me dijo que la señora Stewart había sido la modelo de la estatua de bronce de Adrian Jones, que representa la paz, en la cuadriga del arco de Wellington, obra de Decimus Burton. Y desde entonces nunca puedo pasar por Constitution Hill sin pensar en ella y contemplar a la diosa con alas y guirnalda que surca el cielo, la cual se hallaba en línea recta a menos de un minuto desde el alféizar de su ventana.
Mi proyecto no estaba saliendo bien. Aquella imprevista huida de las habitaciones, las comidas y todo lo que las acompañaba en casa de mi tutor habían reducido mis fondos a una libra por semana y, tal como iban las cosas, parecía que la opulencia gracias a la escritura se retrasaría algún tiempo. Me las arreglaba de alguna manera, pero a comienzos del invierno empecé a sentirme desalentado y perplejo. Hasta entonces mi vida había estado marcada por promesas que aparecían a intervalos, apuros y trastornos, y todavía continuaban, pero ahora tenía la sensación de que flotaba hacia la desintegración en una maraña de arrecifes sumergidos y mal señalizados. El panorama era cada vez más oscuro, con más nubarrones. Al final de un húmedo día de noviembre, cuando los relámpagos surcaban el cielo, contemplaba taciturno las páginas manoseadas sobre mi mesa de escritura y luego, a través de los cristales, los trémulos reflejos de Shepherd Market, pensando, mientras Night and Day sucedía a Stormy Weather en el gramófono de la habitación de abajo, que Lazybones no podía estar muy lejos, cuando casi con la brusquedad de los versos de Herbert al comienzo de estas páginas, tuve una inspiración. Un plan se desplegó con la rapidez y la integridad de una flor de papel japonés en un vaso.
Cambiar de escenario, ¡abandonar Londres e Inglaterra y recorrer Europa como un vagabundo o, como me decía a mí mismo de una manera tan característica, como un peregrino o un palmero, un sabio errante, un caballero arruinado o el héroe de The Cloister and the Hearth! De repente, eso no era tan solo lo que se imponía con toda evidencia, sino lo único que podía hacer. Viajaría a pie, durante el verano dormiría en almiares, cuando lloviera o nevara me refugiaría en graneros y solo me relacionaría con campesinos y vagabundos. Si me mantenía a base de pan, queso y manzanas, y pasaba con cincuenta libras al año, como lord Durham eliminando algunos ceros, incluso me quedaría algún dinero para papel, lápices y una jarra de cerveza de vez en cuando. ¡Una nueva vida! ¡Libertad! ¡Algo sobre lo que escribir!
Incluso antes de que mirase un mapa, dos grandes ríos habían trazado ya el itinerario en mi mente: el Rin se extendía por aquel espacio, los Alpes se alzaban y entonces aparecían las vertientes de los Cárpatos, donde mora el lobo, y las cordilleras de los Balcanes. Y allí, en el extremo de los meandros del Danubio, el mar Negro empezaba a extender su forma misteriosa y asimétrica. Ni por un instante dudé de cuál era mi destino principal: la silueta levitante de Constantinopla erizada con gavillas de delgados cilindros y semiesferas que emergían de la niebla. Más allá se cernía el monte Athos, y el archipiélago griego, todas aquellas islas esparcidas por el Egeo, como los papelitos que señalan el camino en cierto juego. (Estas certezas se debían a la lectura de los libros de Robert Byron. Vislumbraba la Bizancio verde dragón, donde anidaban las serpientes y se oía el sonido de los gongs. Incluso, por un momento, me encontré con el autor en un club nocturno en cuya oscuridad, semejante a la del Tártaro, vibraban las notas de un saxofón.)
Al principio me pregunté si debería buscar un compañero de viaje, pero sabía que la empresa debía ser solitaria y la ruptura completa. Quería pensar, escribir, quedarme o seguir adelante a mi ritmo y libre de trabas, contemplar las cosas con una mirada distinta, escuchar nuevas lenguas que no estuvieran manchadas por una sola palabra conocida. Con un poco de suerte, las humildes circunstancias del viaje no ofrecerían oportunidades para que me topara con el inglés o el francés. Bandadas de sílabas desconocidas penetrarían pronto en unos oídos purificados y atentos.
De entrada, la idea tropezó con obstáculos: ¿por qué no esperaba hasta la primavera? (Por entonces Londres se estremecía bajo las cortinas de la lluvia de diciembre.) Pero cuando comprendieron que todo estaba decidido, la mayoría de los objetores se convirtieron en aliados. Tras su renuencia inicial, el señor Prideaux se encariñó con el proyecto y escribió a la India, presentando mi empresa bajo una luz favorable. Me proponía anunciar el fait accompli por carta cuando estuviese en camino y no pudieran detenerme, tal vez desde Colonia... Entonces planeábamos el envío de aquellas libras semanales (cada vez, a ser posible, cuando hubieran ascendido a un total mensual de cuatro) por medio de cartas certificadas dirigidas a postes restantes convenientemente espaciadas. (Múnich sería la primera. Desde allí comunicaría por carta cuál podría ser la segunda.) A continuación tomé quince libras prestadas por el padre de un compañero de la escuela, en parte para comprar equipo y en parte para disponer de algún dinero cuando iniciara el viaje. Telefoneé a mi hermana Vanessa, quien había regresado de la India unos años atrás y se había casado y establecido en Gloucestershire. Al principio mi madre estaba llena de aprensión. Examinamos juntos el atlas y, poco a poco, las posibilidades cómicas empezaron a desplegarse en escenas imaginarias absurdas, hasta que nos desternillábamos de risa. Y a la mañana siguiente, cuando tomé el tren de Londres, ella se había contagiado de mi entusiasmo.
Durante los últimos días me apresuré a reunir mi equipo. En su mayor parte procedía de la tienda de excedentes militares de Millet, en el Strand: un viejo abrigo militar, varios jerséis, camisas de franela gris y un par de ellas blancas para vestir, una cazadora de cuero flexible, polainas, botas claveteadas, un saco de dormir (que perdería al cabo de un mes y ni lo echaría en falta ni lo sustituiría), cuadernos de notas y blocs de dibujo, gomas de borrar, un cilindro de aluminio lleno de lápices Venus y Golden Sovereign, un viejo libro de poemas ingleses editado en Oxford (también lo perdí y, para mi sorpresa, pues había sido una especie de Biblia, no lo añoré mucho más que el saco de dormir). La otra mitad de mi muy convencional biblioteca de viaje era el Horacio, volumen I, de Loeb, que mi madre, tras preguntarme qué deseaba, había comprado y enviado por correo desde Guildford. (Había anotado la traducción de un breve poema de Petronio en la guarda. Más adelante me dijo que la había encontrado por casualidad en otro volumen del mismo estante y la había copiado: «Abandona tu hogar y busca costas extranjeras, oh joven... No cedas al infortunio: el lejano Danubio te conocerá, el frío viento boreal y los tranquilos reinos de Canopo y quien contempla el renacer de Febo y su ocaso...». Era una gran lectora, pero la poesía de Petronio no entraba en sus preferencias habituales, y hacía poco que figuraba entre las mías. Estaba impresionado y conmovido.) Finalmente adquirí un pasaje en un pequeño vapor que cubría la ruta entre el puente de la Torre y la costa holandesa. Todo esto consumió buena parte del dinero que me habían prestado, pero todavía me quedaba un fajo de billetes.
Por fin llegó el gran día y, con cierto dolor de cabeza tras una fiesta de despedida, me levanté de la cama, me puse mi nuevo atuendo y eché a andar hacia el sudoeste bajo un cielo encapotado. Tenía una inexplicable sensación de ligereza, como si ya estuviera lejos y flotara cual genio escapado de su lámpara a través de la atmósfera deslumbrante mientras Europa se desplegaba ante mí. Pero las chirriantes suelas claveteadas no me llevaron más lejos de la plaza Cliveden, donde recogí una mochila que me había dejado allí Mark Ogilvie-Grant, el cual, al inspeccionar mi equipo, sintió lástima al ver la que yo había comprado. (La suya, una espléndida Bergen que descansaba sobre un semicírculo metálico lumbar, y se apoyaba en un armazón triangular, le había acompañado, aunque admitía que, en general, cargada en un mulo, por el monte Athos, en compañía de Robert Byron y David Talbot-Rice, cuando escribían The Station. Curtida y desvaída por el sol de Macedonia, estaba repleta de mana.) Entonces compré, por nueve peniques, en el estanco que se hallaba en la esquina de Sloane Square, un bastón de fresno bien equilibrado y encaminé mis pasos por Victoria Street y Petty France para recoger mi nuevo pasaporte. El día anterior, mientras rellenaba el impreso (nacido en Londres, el 11 de febrero de 1915; altura: 1,80; ojos: marrones; cabello: castaño; rasgos distintivos: ninguno), tuve que dejar en blanco el espacio superior, pues no sabía qué poner. ¿Profesión? «Bueno, ¿qué diremos?», me preguntó el funcionario de la oficina de pasaportes, señalando la casilla, pero mi mente permaneció en blanco. Unos años antes había sido muy popular una canción de azotacalles americanos titulada Halleluja, I’m a Dum («¡Aleluya, soy un vagabundo!») Durante los últimos días, esa tonada había acudido a mi mente como un leitmotiv particular, y sin darme cuenta debía de haberla tarareado mientras reflexionaba, pues el funcionario se echó a reír. «Me temo que no puedes poner eso», me dijo, y al cabo de un momento añadió: «Yo me limitaría a poner “estudiante”», y así lo hice. Con el nuevo y rígido documento en el bolsillo, que ahora tenía estampada la fecha «8 de diciembre de 1933», me dirigí al norte a través del Green Park, bajo una acumulación de nubes oscuras. Cuando, tras cruzar Piccadilly, entré en la sinuosa sima de White Horse Street, cayeron unas gotas dispersas y vi que, en el extremo de la calle, Shepherd Market relucía en la atmósfera húmeda. Tenía el tiempo justo para una comida de despedida con la señorita Stewart y tres amigos, dos inquilinos, como yo, y una joven. Luego me iría. La lluvia arreciaba.
El siguiente paso que di fue mi primer acto independiente y, con una racha de suerte, resultó ser el primer acto juicioso. El resto, querido Xan, lo conoces de una manera inconexa, por lo que aquí te lo cuento de nuevo, tratando de ser coherente. Espero que las menciones de Creta te recuerden con tanta lucidez como a mí los bosques de encinas, las cuevas y los rediles donde intercambiamos por primera vez nuestras experiencias más tempranas.
p.
Kardamyli,1977.
—¡Una tarde espléndida para partir! —exclamó uno de los amigos que habían acudido a despedirme, mientras miraba la lluvia y subía la ventanilla.
Los otros dos se mostraron de acuerdo. Refugiados en el arco de Shepherd Market que daba a Curzon Street, por fin habíamos encontrado un taxi. Por Half Moon Street todos los transeúntes llevaban alzado el cuello del abrigo. En Piccadilly, un millar de paraguas relucientes estaban ladeados sobre un millar de bombines. Las tiendas de Jermyn Street, distorsionadas por la lluvia torrencial, se habían convertido en una galería submarina, y los miembros de los clubes de Pall Mall, pensando en el té chino y las tostadas con anchoas, subían a toda prisa los escalones de sus clubes. El viento incidía lateralmente en los surtidores de Trafalgar Square, que se agitaban como cabelleras desgreñadas, y nuestro taxi, tras sufrir un retraso en Charing Cross a causa de una multitud de viajeros que iban precipitadamente de un lado a otro bajo el aguacero, llegó por fin al Strand y avanzó despacio entre el tráfico. Pasamos chapoteando por Ludgate Hill y la cúpula de San Pablo se hundió más en sus hombros apoyados por columnas. Los neumáticos giraron, alejándose de la catedral que se ahogaba, y al cabo de un minuto la silueta del Monumento se reveló a través de la cortina de lluvia. Parecía haber perdido la perpendicularidad, licuado de una manera tan convincente que la calle ladeada podría haber estado a cuarenta brazas de profundidad. El taxista, mientras giraba, alzando un abanico de agua lateral, para enfilar Upper Thames Street, volvió la cabeza y comentó: «Un tiempo estupendo para los patitos».
Percibí por un instante olor a pescado. Las campanas de Saint Magnus the Martyr y Saint Dunstans-in-the-East daban la hora, ordenando que nos apresurásemos. Entonces se alzaron cortinas de agua desde las ruedas delanteras, mientras el taxi vadeaba entre The Mint y la Torre de Londres. Las oscuras construcciones almenadas, las torrecillas y las copas de los árboles formaban una masa débilmente iluminada a un lado, y delante se alzaban los pináculos y las parábolas metálicas del puente de la Torre. Nos detuvimos en el puente poco antes de llegar a la primera barbacana, y el taxista indicó el tramo de escalones de piedra que llevaban al muelle de Irongate. Bajamos en seguida, y más allá de los adoquines y los noráis, con la húmeda bandera tricolor holandesa que ondeaba en la popa y emitiendo un irregular abanico de humo que se extendía sobre el río, el Stadthouder Willem cabeceaba al ancla. En el extremo de varias brazas de cadena, la marea remolineante había alzado la embarcación hasta dejarla casi al nivel de las losas: reluciente bajo la lluvia mientras soltaba todo el vapor lista para zarpar, flotaba rodeada de gaviotas chillonas. La prisa y el mal tiempo abreviaron la despedida y los abrazos, y me apresuré por la plancha de portalón, aferrando la mochila y el bastón, mientras los demás volvían raudos a los escalones, cuatro perneras de pantalón empapadas y dos tacones altos que saltaban por encima de los charcos, y los subían hacia el taxi que aguardaba. Al cabo de medio minuto estaban allá arriba, en la barandilla del puente, estirando el cuello y agitando los brazos desde las cuatrifolias de hierro forjado. Para protegerse el cabello de la lluvia, la portadora de los tacones altos llevaba en la cabeza una capucha impermeable que le daba el aspecto de un carbonero. Yo les respondía agitando el brazo con frenesí, mientras soltaban las estachas y embarcaban la plancha de portalón. Entonces se marcharon. La cadena del ancla matraqueó a través de las portas y, con un gemido de la sirena, el barco avanzó por la corriente. Mientras me refugiaba en el pequeño salón, sintiéndome de improviso abandonado, pero solo por un momento, ¡qué extraño me parecía partir desde el corazón de Londres! Nada de riscos que se proyectan en el aire, ningún roce de guijos arnoldianos. Podría dirigirme a Richmond, o a cenar gambas y boquerones en Gravesend, en vez de ir a Bizancio. El camarero comentó que solo los barcos holandeses de mayor calado atracaban en Harwich, mientras que las naves más pequeñas, como el Stadthouder siempre anclaban en las inmediaciones: barcos del Zuider Zee habían descargado anguilas entre el puente de Londres y la Torre desde el reinado de la reina Isabel.
Tras diluviar implacablemente durante varias horas, cuando cesó la lluvia fue como si se hubiera producido un milagro. Por encima de las nubes de humo tuve un atisbo, que se desvaneció en seguida, de palomas inquietas, algunas cúpulas, numerosos chapiteles y unos cuantos campanarios al estilo de Palladio, de color blanco hueso y que, azotados por la lluvia, se recortaban contra el cielo broncíneo, plateado y cobrizo deslucido. Los durmientes elevados enmarcaban la forma cada vez más oscura del puente de Londres; más arriba, los espectros de Southwark y Blackfriars cruzaban las caudalosas aguas del río. Entretanto, el St. Katharine Dock se deslizaba entre bastidores y río arriba, y a continuación Execution Dock, las antiguas escaleras de Wapping y la perspectiva de Whitby, y para cuando tuvimos esos hitos a popa, el sol se ponía con rapidez y las fisuras entre los bancos de nubes en el oeste pasaban del carmesí oscuro al violeta.
En los abismos salvados por pasarelas entre los almacenes también se iba concentrando la noche, y las hileras de aberturas de carga bostezaban como cavernas. De las paredes sobresalían elevadores sobre goznes, de los que pendían cadenas y cables lastrados con plomo, y las gigantescas letras blancas que formaban los nombres de los fieles de muelle, tiznadas por el hollín de un siglo, eran menos descifrables a cada segundo que pasaba. Olía a barro, algas, légamo, sal, humo, escoria y desechos indeterminados, mientras que las gabarras semihundidas y las palizadas anegadas emitían un olor general a madera putrefacta. ¿Notaba una vaharada de especias? Era demasiado tarde para corroborarlo, pues el barco se apartaba de la orilla, adquiría velocidad y los detalles, aparte de la creciente anchura del río y el revoloteo de las gaviotas, se difuminaban cada vez más. Rotherhithe, Millwall, Limehouse Reach, los muelles de la West India, Deptford y la isla de los Perros iban quedando atrás, reducidos a masas oscuras. Chimeneas y grúas se sucedían en las orillas, pero el número de campanarios disminuía. Una guirnalda de luces parpadeaba en una colina. Era Greenwich. El observatorio estaba suspendido en la oscuridad, y el Stadthouder avanzaba vibrando inaudiblemente y cruzaba el meridiano cero.
Las luces de la orilla reflejadas depositaban espirales y zigzags en el agua, desbaratados de vez en cuando por las siluetas de los portillos iluminados de los barcos que pasaban, las formas fúnebres de las gabarras que se distinguían por sus luces a babor y estribor y las lanchas de la policía fluvial que cortaban las olas con la resolución y la celeridad de lucios. Cedimos el paso a un buque de línea que se alzó del agua como un festivo bloque de pisos. Mientras se deslizaba por nuestro lado, el camarero dijo que procedía de Hong Kong, mientras las distintas notas de las sirenas mugían río arriba y abajo como si los mastodontes todavía merodeasen por las marismas del Támesis.
Sonó un gong y el camarero me condujo al salón. Yo era el único pasajero.
—Tenemos muy pocos en diciembre —me dijo—. Ahora hay mucha tranquilidad.
Cuando el hombre se marchó, saqué de la mochila un diario nuevo y muy bien encuadernado, lo abrí sobre el tapete verde, bajo una lámpara de pantalla rosada, y efectué la primera anotación mientras las vinagreras y la botella de vino tintineaban sin cesar en sus salvillas. Entonces salí a cubierta. Las luces de cada manga habían disminuido, pero solo se distinguía la iluminación tenue de otros barcos y las poblaciones del estuario que la distancia había reducido a leves constelaciones. Había varias boyas luminosas diseminadas y el haz escudriñador de un faro. Londres, precintada ahora más allá de una veintena de meandros, se había desvanecido y una tenue y difusa luminosidad era la única indicación de su paradero.
Me pregunté cuándo regresaría. Estaba demasiado excitado para poder conciliar el sueño, y me parecía que aquella noche tenía una importancia capital. (Y en muchos aspectos, así resultó ser. Finalizaba el 9 de diciembre de 1933, y no regresé hasta enero de 1937, al cabo de toda una vida, me pareció entonces. Me sentía como Ulises, plein d’usage et de raison, y, para bien o para mal, totalmente cambiado por mis viajes.)
Pero debí de adormilarme, a pesar de esas emociones, pues cuando desperté no se vislumbraba nada más que nuestro propio reflejo en el oleaje. El reino se había deslizado al oeste, sumiéndose en la oscuridad. Un fuerte viento sacudía el aparejo y el continente europeo se encontraba a menos de la mitad de la noche.
Aún faltaba un par de horas hasta el amanecer cuando anclamos en la costa de Holanda. Todo estaba cubierto de nieve y los copos volaban lateralmente a través de los conos luminosos de las lámparas, difuminando los círculos brillantes espaciados en el muelle sin transitar. No sabía que Rotterdam se encontraba a varios kilómetros tierra adentro. También en el tren era el único pasajero, y mi entrada solitaria, en plena noche y cuando la nieve amortiguaba todos los sonidos, me hacía experimentar la ilusión de que me estaba deslizando por Rotterdam y Europa a través de una puerta secreta.
Deambulé, exultante, por los callejones silenciosos. Los edificios de pisos voladizos casi se unían en la parte superior; entonces los aleros se separaban y los canales congelados discurrían a través de una serie de puentes jibosos. La nieve se amontonaba sobre los hombros de una estatua de Erasmo. Había grupos de árboles y mástiles dispersos, y la torre poligonal de un enorme y recargado campanario gótico se alzaba sobre los tejados en pendiente. Mientras lo contemplaba, dieron lentamente las cinco.
Los callejones desembocaban en el Boomjes, un largo muelle bordeado de árboles y cabrestantes, que a su vez cedía el paso a un ancho brazo del Maas y una infinidad de barcos cuyas siluetas se distinguían vagamente. Las gaviotas chillaban, volaban en círculos, se lanzaban en picado bajo la luz de las farolas, esparcían las pequeñas huellas de sus patas por los adoquines nevados y, al posarse en los aparejos de los barcos anclados, causaban leves explosiones de nieve. Los cafés y las tabernas de marineros, al otro lado del muelle, estaban todos cerrados con excepción de uno que mostraba una prometedora línea de luz. Se alzó una persiana y un hombre robusto, calzado con zuecos, abrió una puerta de vidrio, depositó un gato atigrado en la nieve, regresó al interior y se puso a encender una estufa. El gato volvió a entrar en seguida. Lo seguí, pedí por señas algo de comer y los huevos fritos y el café que me sirvieron fueron los mejores que he tomado en mi vida. Efectué una segunda y larga anotación en mi diario, tarea que me apasionaba cada vez más, y mientras el patrón abrillantaba las copas y tazas y las disponía en hileras relucientes, amaneció y vi que la nieve seguía cayendo contra el fondo de un cielo cada vez más claro. Me puse el abrigo, me colgué la mochila a la espalda, tomé el bastón y me encaminé a la puerta. El patrón me preguntó adónde iba, y cuando le dije que a Constantinopla enarcó las cejas y me hizo una seña para que esperase. Entonces puso sobre el mostrador dos vasitos y los llenó con el líquido transparente de una larga botella de loza. Brindamos, él vació su vaso de un trago y le imité. Con sus deseos de buena suerte resonando en mis oídos, una hoguera de Bols en las entrañas y una mano dolorida por su apretón de despedida, me puse en marcha. Aquel era el comienzo formal del viaje.
No había ido muy lejos antes de que las puertas abiertas de la Groote Kirk, la catedral que tenía aquel enorme campanario, me invitaran a entrar. La primera y tenue luz de la mañana penetraba en la concavidad de sillería gris y muros encalados, cuyos arcos puntiagudos convergían a gran altura, y el suelo de la larga nave formaba un tablero de ajedrez de losas blancas y negras.
El ámbito del templo coincidía de una manera tan convincente con una veintena de cuadros flamencos semiolvidados, que al instante poblé el vacío con aquellos grupos del siglo xvii que deberían haber estado sentados o paseando por allí: burgueses de rubias barbas en punta, a cuyos pies permanecían desobedientes perros de aguas que se negaban a quedarse en el exterior, conversando seriamente con sus esposas e hijos, inmóviles como fichas de ajedrez, vestidos de velarte negro y con idénticas gorgueras en forma de panal bajo las enormes columnas con escudos de armas. Al cabo de pocos años, la hermosa ciudad sería bombardeada hasta dejarla reducida a fragmentos, y solo se salvaría aquella iglesia. De haberlo sabido, me habría quedado allí más tiempo.
Apenas había transcurrido una hora cuando mis briosas pisadas hacían crujir las gélidas rodadas de una carretera a lo largo de un dique, y las afueras de Rotterdam ya se habían desvanecido bajo la nieve. La carretera, elevada y bordeada de sauces, se extendía en una perfecta línea recta hasta donde alcanzaba la vista, pero no tan lejos como se podía ver con buen tiempo, pues los sauces que me escoltaban pronto se volvieron espectrales a ambos lados, hasta que terminaron por diluirse en la palidez circundante. De vez en cuando aparecía un ciclista con zuecos, gorra de visera y negras orejeras circulares para no congelarse los apéndices auditivos, y en ocasiones su cigarro dejaba en el aire una vaharada flotante de tabaco de Java o Sumatra, mucho después de que el fumador hubiera desaparecido. La mochila pendía equilibrada y cómoda a mi espalda, y el cuello subido del gabán de segunda mano, sujeto con una pieza que se podía desprender parcialmente y que acababa de descubrir, formaba un túnel acogedor. Con mis viejos pantalones de pana, sus trabillas flexibilizadas por el largo uso, las polainas grises y las pesadas botas con chapas de hierro en las suelas, mis piernas y pies estaban protegidos tras una armadura impenetrable con grebas, canilleras y calzado, sin la menor abertura por donde pudiera penetrar el gélido viento. Pronto la parte superior de mi cuerpo estuvo cubierta de nieve y empezaron a escocerme las orejas, pero estaba decidido a no rebajarme jamás hasta el punto de usar aquellas terribles orejeras.
Cuando dejó de nevar, la brillante luz de la mañana reveló una espléndida geometría plana de canales, pólderes y sauces. Las aspas de innumerables molinos giraban impulsadas por un viento que también movía las nubes... y no solo las nubes y los molinos, pues pronto los patinadores en los canales, ocultos hasta entonces por la nevada, se diseminaron de súbito mientras un prodigio transportado por el viento acortaba velozmente la distancia y pasaba entre ellos como un dragón alado. Era un «yate del hielo», una balsa sobre cuatro ruedas con neumáticos de caucho y una tensa vela triangular, y estaba tripulada por tres muchachos temerarios. El artilugio viajaba literalmente a la velocidad del viento, mientras uno de ellos halaba la vela y otro pilotaba con una barra. El tercero apoyaba todo su peso en un freno parecido a una mandíbula de tiburón que despedía rociadas de fragmentos. Pasó zumbando, entre gritos desaforados, mordiendo el hielo y con un sonido como el de un centenar de camisas de algodón rasgadas, que se multiplicó por diez cuando la balsa giró en brusco ángulo recto para tomar un canal secundario. Al cabo de un minuto era una mota lejana y el paisaje silencioso, con sus patinadores brueghelianos que giraban lentamente en los canales y los pólderes, pareció más domesticado tras su paso. Una capa destellante de nieve cubría el paisaje y la tonalidad gris pizarra del hielo solo era visible allí donde los arabescos circulares de los patinadores la dejaban al descubierto. Las líneas de sauces, a lo largo de los blancos paralelogramos, se empequeñecían a lo lejos, insustanciales como emanaciones de vapor. La brisa que impelía a las nubes apresuradas no topaba con ningún obstáculo en una extensión de mil seiscientos kilómetros, y el viajero que recorriera a pie el lomo porcino de un dique, por encima de las sombras de las nubes y la campiña lisa, experimentaría una intensa sensación de espacio ilimitado.