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Los primos Ben Raddle y Summy Skim viven en Montreal (Canadá), y viajan al Yukón para conocer la última voluntad de su fallecido tío Josias Lacoste. Una vez en Dawson City, un terremoto sepulta sus esperanzas. Entristecidos, los dos primos descubren - gracias al francés Jacques Laurier - la existencia de una mina de oro que, casualmente, está en el cráter de un volcán.
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El Volcan De Oro
PRIMERA PARTE
SEGUNDA PARTE
Julio Verne
Copyright (CC BY-SA 3.0)
Editions Livros
I
El legado de un tío{1}
El 18 de marzo, en el antepenúltimo año de este siglo, el cartero que cumplía sus funciones en la calle Jacques-Cartier en Montreal entregó en el número veintinueve una carta dirigida al señor Summy Skim. La carta decía: “El señor Snubbin saluda al señor Summy Skim y le ruega pasar sin tardanza a su estudio por un asunto que le interesa”.
¿Con qué propósito quería ver el notario al señor Summy Skim? Este lo conocía, como todo el mundo en Montreal. Era un hombre excelente, un consejero seguro y prudente.
Canadiense de nacimiento, dirigía el mejor estudio de la ciudad, el mismo que sesenta años antes tenía por titular al famoso señor Nick, cuyo verdadero nombre era Nicolás Sagamore, huronés de origen, patrióticamente implicado en el terrible asunto Morgaz, cuya resonancia fue muy considerable hacia 1837. {2}
El señor Summy Skim se sorprendió mucho al recibir esta carta, pues no tenía ningún asunto en el estudio de Snubbin. Acudió sin embargo al llamado. Media hora después llegaba a la plaza del mercado Bonsecours y era introducido en el gabinete del señor Snubbin, que lo esperaba.
-Buenos días, señor Skim dijo el notario levantándose-, y permítame presentarle mis saludos.
-Y yo los míos -respondió Summy Skim, sentándose cerca de la mesa.
-Usted es el primero en llegar, señor Skim. -¿El primero, señor Snubbin? ¿Entonces somos varios los convocados?
-Dos -respondió el notario-: el señor Ben Raddle, su primo, ha debido recibir una carta invitándole, como a usted, a venir.
-Entonces no hay que decir “ha debido recibir” sino “recibirá” -declaró el señor Summy Skim-, pues Ben Raddle no está en Montreal en este momento.
¿Regresará pronto? -preguntó el señor Snubbin.
-Dentro de tres o cuatro días.
-Lo lamento.
¿Lo que usted tiene que comunicamos es algo urgente?
-En cierto modo, sí -respondió el notario-. Pero, después de todo, voy a ponerlo a usted al corriente y, cuando regrese, usted le dirá al señor Ben Raddle lo que yo estoy encargado de comunicarles.
El notario se caló las gafas, hojeó algunos papeles esparcidos sobre la mesa, tomó una carta que sacó del sobre y, antes de leer el contenido, dijo:
-El señor Raddle y usted, señor Skim, son los sobrinos del señor tosías Lacoste…
-En efecto, mi madre y la madre de Ben Raddle eran sus hermanas. Pero, desde el fallecimiento de ellas, hace siete u ocho años, hemos perdido toda relación con nuestro tío.
Dejó Canadá para ir a Europa. Cuestiones de interés nos separaron. Desde entonces, nunca ha dado noticias e ignoramos lo que ha sido de él.
-Pues bien -respondió el señor Snubbin-, yo acabo de recibir la noticia de su deceso, fechada el 25 de febrero último.
Aunque toda relación estuviera desde hacía tiempo interrumpida entre el señor Josías Lacoste y su familia, esta información no dejó de impresionar vivamente a Summy Skim.
Su primo Ben Raddle y él no tenían padre ni madre, y ambos, hijos únicos, se encontraban reducidos a esta relación de parentesco que una estrecha amistad hacía aún más fuerte.
Summy Skim bajó la cabeza, los ojos húmedos, pensando que de toda su familia no quedaban más que Ben Raddle y él. En varias ocasiones habían tratado de averiguar noticias de su tío, lamentando que él hubiera roto toda relación con ellos. Quizás esperaban que el futuro les reservara el placer de volverse a ver. Pero he aquí que la muerte venía a destruir esta esperanza.
Además, Josías Lacoste había sido siempre bastante lacónico y de carácter aventurero.
Su partida de Canadá para ir a hacer fortuna corriendo mundo se remontaba a una veintena de años. Soltero, poseía un modesto patrimonio que esperaba acrecentar dedicándose a la especulación. ¿Se había realizado esta esperanza? ¿No se había arruinado más bien a causa de ese bien conocido temperamento que tenía, que lo llevaba a arriesgar el todo por el todo? ¿Les correspondería a sus sobrinos, únicos herederos suyos, una pequeña parte de
su herencia? Hay que decir que Summy Skim y Ben Raddle jamás habían pensado en eso, y ahora que su tío había muerto, menos pensarían en algo semejante. Sólo sentirían dolor por la pérdida de su último pariente.
El señor Snubbin dejó a su cliente entregado a sí mismo, esperando que le hiciera algunas preguntas que estaba preparado para responder. Por lo demás, no ignoraba nada de la situación de esta familia, conocida como muy honorable en Montreal, y tampoco ignoraba que los señores Summy Skim y Ben Raddle eran sus últimos representantes desde la muerte de Josías Lacoste. Como era a él a quien el gobernador del Klondike había hecho notificar el deceso del propietario de la parcela 129 del Forty Miles Creek, había invitado a los dos primos a su estudio para que tomaran conocimiento de los derechos que les venían del difunto.
-Señor Snubbin -preguntó Summy Skim-, ¿la muerte de nuestro tío se produjo el 17 de febrero?
-El 17 de febrero, señor Skim.
-¿Hace ya entonces veintinueve días?
-Veintinueve, en efecto, y ha sido necesario todo este tiempo para que la noticia llegara a mí.
-¿Nuestro tío estaba entonces en Europa, en el interior de Europa, en alguna región apartada? -continuó Summy Skim, convencido de que Josías Lacoste jamás había vuelto a poner los pies en América.
-De ninguna manera -respondió el notario.
Y le pasó una carta con los sellos canadienses.
-¿Así que se encontraba en Canadá sin que nosotros lo supiéramos?
-Sí, en Canadá, pero en la parte más retirada del Dominion, casi en la frontera que separa nuestro país de la Alaska americana y con la cual las comunicaciones son lentas y difíciles.
-Klondike, supongo, señor Snubbin.
-Sí, Klondike, donde su tío fue a instalarse hace unos diez meses.
-Diez meses -repitió Summy Skim- y, atravesando América para ir a esa región de las minas, no se le ocurrió la idea de venir a Montreal a estrechar la mano de sus sobrinos…
la última vez que hubiéramos podido verlo.
Ello no dejó de afectar vivamente a Summy Skim.
-Qué quiere usted -respondió el notario-. Sin duda el señor Josías Lacoste tenía urgencia de llegar a Klondike, como tantos miles de hombres semejantes a él, enfermos, diría yo, poseídos de esta fiebre del oro que ha hecho y hará todavía tantas víctimas. De todos los lugares del mundo viene una invasión hacia los nuevos yacimientos. Después de Australia, California, después de California, Transvaal, después de Transvaal, Klondike, después de Klondike otros territorios auríferos y así será hasta el día del juicio, quiero decir, del yacimiento final.
El señor Snubbin dio a conocer a Summy Skim las informaciones que contenía la carta del gobernador. En efecto, a principios del año 1897 Josías Lacoste había llegado a Dawson-City, la capital de Klondike, con el equipo de prospector que se requería. Desde julio de 1896, después del descubrimiento de oro en el Gold Bottom, un afluente del Hunter, el distrito de Klondike había despertado interés. El año siguiente, Josías Lacoste, como tantos otros mineros, llegaba a esos yacimientos. Quería dedicar a la adquisición de una parcela el poco dinero que le quedaba, seguro de hacer fortuna en ese lugar. De acuerdo con las informaciones, se convirtió en propietario de la parcela 129, situada a orillas del Forty Miles Creek, un tributario del Yukon, la gran arteria alasko-canadiense.
El señor Snubbin añadió:
-No parece que esta parcela haya dado todavía todos los beneficios que esperaba de ella el señor Josías Lacoste. Sin embargo, no parece estar agotada, y puede ser que vuestro tío haya obtenido los beneficios que esperaba. Pero a cuántos peligros se exponen los desdichados emigrantes en esa lejana región, los fríos terribles del invierno, las enfermedades endémicas, las miserias a las que sucumben tantos infortunados, y cuántos regresan más pobres que cuando partieron…
-¿Será, pues, la miseria la que mató a nuestro tío? -preguntó Summy Skim.
-No -respondió el notario-, la carta no dice que se haya visto reducido a esa situación.
Sucumbió al tifus, tan temible en ese clima y que hace tantas víctimas. Alcanzado por los primeros síntomas de la enfermedad, el señor Lacoste abandonó la parcela, volvió a Dawson-City y allí murió. Como se sabía que era originario de Montreal, a mí me informaron de su deceso para que yo diera parte a la familia.
Summy Skim había adoptado una actitud de recogimiento. Pensaba en lo que había podido ser la situación de este pariente suyo durante una explotación que, sin duda, no fue fructuosa. ¿No había empleado sus últimos recursos después de haber comprado esa parcela, tal vez a un precio exorbitante, como lo hacían tantos prospectores sin prudencia?
¿No habría muerto incluso insolvente, endeudado con los trabajadores que había contratado? Hechas estas reflexiones, Summy Skim dijo al notario:
-Señor Snubbin, es posible que nuestro tío haya dejado tras él una situación muy difícil. Pues bien, y yo garantizo que mi primo no me desautorizará, nosotros jamás dejaremos que el nombre de los Lacoste, ese nombre que han llevado nuestras madres, se desprestigie, y si hay que hacer sacrificios, los haremos sin vacilar. Será necesario, pues, y cuanto antes, establecer un inventario…
-Perdón, pero tengo que detenerlo, querido señor -respondió el notario-. Yo lo conozco a usted y esos sentimientos no me sorprenden, pero no creo que sea necesario prever los sacrificios de los que usted habla. Que vuestro tío haya fallecido sin fortuna, es probable.
Sin embargo, no olvidemos que era propietario de esa parcela de Forty Miles Creek, y esa propiedad tiene un valor que permitirá hacer frente a cualquier necesidad. Y bien, esta propiedad ahora es vuestra, suya y de su primo Ben Raddle, de modo indivisible, ya que vosotros sois los únicos parientes del señor Josías Lacoste con derecho a sucesión.
De todos modos el señor Snubbin convino en que habría que actuar con cierta
prudencia. Esta sucesión sólo debería ser aceptada bajo beneficio de inventario. Se establecerían el activo y el pasivo, y entonces los herederos decidirían sobre esta herencia.
-Yo me voy a ocupar del asunto, señor Skim -añadió- y me informaré del mejor modo.
En suma, ¿quién sabe? Una parcela es una parcela. Incluso si hasta ahora no ha producido nada o casi nada, todavía no lo sabemos todo. Basta un feliz golpe de piqueta para que los bolsillos se llenen, como dicen los prospectores.{3}
-Entendido, señor Snubbin -respondió Summy Skim-, y si la parcela de nuestro tío tiene algún valor, nos apresuraremos a venderla en las mejores condiciones.
-Sin duda -respondió el notario-, pero usted deberá estar de acuerdo en eso con su primo…
-Estoy seguro -replicó Summy Skim-, y no pienso que jamás se le pase por la mente a Ben explotarla él mimo.
-¿Quién sabe, señor Skim? El señor Ben Raddle es ingeniero. Quizás, tentado… Si, por ejemplo, él descubriera que la parcela de vuestro tío está situada sobre una buena veta…
-Yo le aseguro, señor Snubbin, que no irá ni siquiera a verla. Por lo demás, debe regresar a Montreal dentro de dos o tres días. Lo consultaremos al respecto, y le rogamos entretanto tomar las medidas necesarias, ya para vender la parcela de Forty Miles Creek al mejor postor, ya, lo que es posible y es lo que yo temo, para cumplir con los compromisos de nuestro tío en el caso de que hubiera estado endeudado.
Concluida la conversación, Summy Skim se despidió del notario, fijando su próxima visita para dentro de dos o tres días. Regresó a la casa de Jacques-Cartier, donde habitaba junto con su primo.
Summy Skim era hijo de un hombre de origen anglosajón y de una madre francocanadiense. Esta antigua familia del país se remontaba a la época de la conquista de 1759. Establecida en el Bajo Canadá, distrito de Montreal, poseía un dominio de bosques, tierras y praderas, su principal fortuna.
De treinta y dos años de edad por entonces, de talla por encima de la media, la fisonomía agradable, la constitución robusta del hombre habituado al aire de los campos, los ojos de un azul oscuro, la barba rubia, Summy Skim ofrecía el tipo tan personal y simpático de los francocanadienses, que había heredado de su madre. Vivía en su propiedad sin preocupaciones, sin ambición, la existencia envidiable de un caballero hacendado en este privilegiado distrito del Dominion. Su fortuna, sin ser considerable, le permitía satisfacer sus gustos, poco dispendiosos por lo demás, y jamás hubiera sentido el deseo o la necesidad de acrecentarla. Amaba la caza y podía entregarse con toda libertad a ella en medio de las vastas llanuras del distrito, de los bosques llenos de animales que lo cubren en gran parte. Amaba la pesca y tenía a su disposición toda esa red hidrográfica de los tributarios y subtributarios del río Saint-Laurent, sin hablar de los extensos lagos tan numerosos en las latitudes septentrionales de América.
La casa que poseían los dos primos, sin lujo, pero cómoda, estaba situada en uno de los barrios más tranquilos de Montreal, lejos del centro industrial y del comercio. Allí ambos pasaban, no sin esperar impacientes el retorno de la primavera, esos inviernos tan duros de
Canadá, aunque el país esté situado en el mismo paralelo que el Mediodía de Europa. Los vientos terribles, que no detiene ninguna montaña, las borrascas cargadas del frío de la región ártica, se desencadenaban allí con extraordinaria violencia.
Montreal, sede del gobierno desde 1843, habría podido ofrecer a Summy Skim la ocasión de intervenir en los asuntos públicos. Pero, muy independiente de carácter, se relacionaba poco con la alta sociedad de los funcionarios y sentía un santo horror por la política. Además, se sometía
de buena gana a la soberanía de Gran Bretaña, más aparente que efectiva. Jamás había tomado posición entre los partidos que dividen el Dominion.{4} Desdeñoso del mundo oficial, era, en suma, un filósofo que hacía simplemente su vida, sin ambiciones de ningún tipo.
A su juicio, cualquier modificación en su existencia sólo le traería contratiempos, preocupaciones y disminución de su bienestar.
Se comprenderá, pues, que este filósofo jamás hubiera pensado en el matrimonio y que tampoco pensara ahora en eso, aunque treinta y dos años hubieran pasado ya sobre su cabeza. Quizás si su madre no le hubiera sido arrebatada -ya se sabe cómo las madres quieren perpetuarse en sus nietos-, tal vez le habría dado la satisfacción de tener una nuera. En este caso, no tengamos la menor duda al respecto, la mujer de Summy Skim habría compartido sus gustos. Entre esas numerosas familias de Canadá en que los niños sobrepasan a menudo las dos docenas, se le habría encontrado, ya en la ciudad, ya en el campo, la heredera que le hubiera convenido, y en tales condiciones esta unión habría sido feliz. Pero la señora Skim había muerto hacía cinco años, tres años después de su marido, y si desde hacía tiempo ella pensaba en una mujer para su hijo, éste no pensaba lo mismo, y con toda seguridad, ahora que su madre había desaparecido, jamás la eventualidad del matrimonio se le vendría a la mente.
Cuando la temperatura de este duro clima empezaba a suavizarse, cuando el sol, más matinal, anunciaba el próximo retomo de la buena estación, Summy Skim se preparaba para abandonar su casa de la calle Jacques Cartier, sin haber logrado todavía que su primo se decidiera a retomar tan pronto la existencia rural. Se dirigía entonces a la hacienda de Green Valley, a una veintena de millas en el norte del distrito de Montreal, en la ribera izquierda del Saint-Laurent. Allí reencontraba la vida campestre, interrumpida por los rigores del invierno, que hiela todas las corrientes de agua y cubre todas las planicies con un espeso tapiz de nieve. Se veía en medio de sus campesinos, buenos hombres que desde hacía medio siglo estaban al servicio de la familia. ¿Y cómo estos hombres no habrían sentido un cariño sincero y una devoción a toda prueba por este amo bueno, servicial, dispuesto a hacerles cualquier servicio, aun a costa de sus intereses? No le escatimaban manifestaciones de alegría a su llegada, como no dejaban de manifestar su tristeza cuando partía.
La propiedad de Green Valley proporcionaba, fuera el año bueno o malo, unos veinte mil francos que se repartían los dos primos, pues el dominio tenía la calidad de indivisible, lo mismo que la casa de Montreal. Los cultivos se hacían en grande. El suelo era fértil en forraje y en cereales, y su rendimiento se añadía al de esos magníficos bosques que cubren todavía los territorios del Dominion, principalmente en su parte oriental. La hacienda
comprendía un conjunto de construcciones bien acondicionadas y mantenidas; caballerizas, graneros, establos, patios, cobertizos; y poseía un material muy completo, muy moderno, como lo exigen hoy las necesidades de la agricultura. La casa del amo era un pabellón situado a la entrada de un vasto recinto tapizado de césped, a la sombra de unos árboles, y su sencillez no excluía la comodidad.
Tal era la residencia en que Summy Skim y Ben Raddle pasaban la primavera, y que el primero, por lo menos, no hubiera querido cambiar por ningún castillo señorial como los de los opulentos americanos. Modesta como era, su casa le bastaba y no pensaba ni en agrandarla ni en embellecerla, satisfecho de lo que la naturaleza ofrece por sí misma. Ahí transcurrían sus días, ocupados en ejercicios cinegéticos, y sus noches, favorecidas por un buen sueño.
Conviene insistir en el hecho de que Summy Skim era bastante rico con el producto de sus tierras. Las hacía producir con método y con inteligencia. Pero, aunque no permitía que su fortuna decayera, no se preocupaba en absoluto de acrecentarla, y por nada del mundo se hubiera lanzado en los negocios, que son tan variados en América, en las especulaciones comerciales e industriales, ferrocarriles, bancos, minas, sociedades marítimas y otras. No. Este hombre sabio sentía horror por todo lo que presenta riesgos o tan sólo dificultades.
Vivir siempre calculando las buenas y las malas oportunidades, sentirse a merced de eventualidades que no se pueden impedir ni prever, despertarse por la mañana con el pensamiento “¿Soy ahora más rico o más pobre que ayer?” le hubiera parecido horrible.
Hubiera preferido no dormir o no despertar jamás.
Allí residía el muy marcado contraste entre los dos primos, del mismo origen canadiense. Que los dos hubieran nacido de dos hermanas, y que tuvieran sangre francesa en sus venas, no ofrecía ninguna duda. Pero si el padre de Summy Skim era de nacionalidad anglosajona, el padre de Ben Raddle era de nacionalidad americana, y existe con seguridad una diferencia entre el inglés y el yanqui, diferencia que se acentúa con el tiempo. Jonathan y John Bull, si son parientes, no lo son más que en un grado lejano, que no da derecho a la sucesión, y este parentesco, al parecer, terminará por desvanecerse enteramente.
Así pues, los dos primos, muy unidos por lo demás, si bien no imaginaban nada que pudiera separarlos en el futuro, no tenían los mismos gustos ni el mismo temperamento.
Ben Raddle, de menor talla, moreno de cabellos y de barba, dos años mayor que Skim, no consideraba la existencia bajo el mismo ángulo que él. Se apasionaba por el movimiento industrial y científico de su época. Había hecho estudios de ingeniero y participado en algunos de esos prodigiosos trabajos en los cuales el americano busca triunfar por la novedad de las concepciones y la audacia de la ejecución. Al mismo tiempo, ambicionaba ser rico, muy rico, aprovechando esas ocasiones tan extraordinarias pero tan contingentes que no son raras en Norteamérica, sobre todo la explotación de las riquezas mineras. Las fabulosas fortunas de los Gould, de los Astor, de los Vanderbilt, de los Rockefeller, y de tantos otros que habían llegado a ser multimillonarios, sobreexcitaban su cerebro. De este modo, mientras Summy Skim sólo se desplazaba para sus frecuentes excursiones a Green Valley, Ben Raddle había recorrido los Estados Unidos, atravesado el Atlántico, visitado
una parte de Europa sin haber podido convencer jamás a su primo de que lo acompañara.
Acababa de llegar de un viaje bastante largo a ultramar, y, desde su regreso a Montreal, esperaba alguna ocasión, o más bien algún enorme negocio en el cual participar. Summy Skim podía temer, pues, que su primo fuera arrastrado a algunas de esas especulaciones por las que él sentía horror.
Por otra parte, hubiera sido lamentable que Summy Skim y Ben Raddle se hubieran visto obligados a separarse, pues se querían como hermanos, y si Ben Raddle lamentaba que Summy Skim no quisiera lanzarse con él en una empresa industrial, a Summy Skim le apesadumbraba que Ben Raddle no limitara su ambición a explotar el dominio de Green Valley, ya que éste les aseguraba independencia y, con la independencia, la libertad.
II
Los dos primos
De regreso en su casa, Summy Skim se ocupó de ciertas disposiciones que le imponía la muerte de Josías Lacoste, de los partes que debía enviar a los amigos de la familia y del duelo que convenía hacer. No olvidó ordenar un servicio religioso en la iglesia de la parroquia. Este servicio sería celebrado por el descanso del alma del difunto, pero sólo cuando Ben Raddle hubiera regresado de su viaje, pues tendría que asistir.
En cuanto al arreglo de los asuntos personales de su tío, a la aceptación de esa herencia que parecía reducirse a la propiedad de la parcela de Forty Miles Creek, ya habría ocasión de conversar más seriamente con el señor Snubbin cuando los dos primos se hubieran puesto de acuerdo. El notario solamente tomó la precaución de enviar al gobernador de Klondike, en Dawson-City, un telegrama informándole que los herederos de Josías Lacoste decidirían sobre la aceptación de esta herencia después de que un inventario estableciese la situación financiera de su tío.
Ben Raddle sólo volvió a Montreal cinco días más tarde, en la mañana del 21 de marzo, después de una estancia de un mes en Nueva York. Allí había estudiado con otros ingenieros el gigantesco proyecto de tender un puente sobre el Hudson, entre la metrópoli y New Jersey, gemelo del que comunicaba Nueva York con Brooklyn.
Se comprenderá fácilmente que el estudio de este trabajo haya apasionado a un ingeniero. Ben Raddle se había identificado con él de todo corazón, e incluso había ofrecido entrar al servicio de la compañía Hudson-Bridge. Pero no parecía que la construcción del puente pudiera realizarse pronto. Se hablaba mucho de ella en los diarios, se la estudiaba en el papel. El invierno no había terminado, y en esas latitudes de los Estados Unidos se prolonga hasta mediados de abril. Quién sabe si el verano vería comenzar los trabajos. Así, pues, Ben Raddle se decidió a regresar.
Su ausencia había parecido larga y penosa a Summy Skim. Cómo lamentaba no poder
inculcar a su primo sus propias ideas y hacerle compartir su indolente existencia. Además, este asunto del Hudson-Bridge no cesaba de causarle inquietud. Si Ben Raddle participaba en tal empresa, ¿no permanecería largo tiempo, años quizás, retenido en Nueva York?
Entonces Summy Skim quedaría solo en la casa que compartían, solo en la hacienda de Green Valley. Pero en vano había tratado de retener a Ben Raddle. La diversidad de caracteres de los dos primos era tan grande que ninguno de ellos ejercía mucha influencia sobre el otro.
En cuanto el ingeniero estuvo de regreso, su primo le comunicó la muerte de su tío Josías Lacoste. Si no le había telegrafiado a Nueva York dándole la noticia era porque lo esperaba de un momento a otro.
La noticia afligió sinceramente a Ben Raddle. El tío Lacoste era el único que quedaba de toda la familia. Aprobó las medidas que había tomado su primo para la ceremonia fúnebre y, al día siguiente de su llegada, los dos asistieron al oficio celebrado en la iglesia de la parroquia.
Sólo ese día Ben Raddle se enteró de los negocios de su tío. El nombre de Klondike era muy resonante entonces, y que su tío poseyera una parcela allí sólo podía sobreexcitar los instintos de un ingeniero. Sin duda, ser el heredero de un yacimiento aurífero no dejaría a Ben Raddle tan indiferente como a Summy Skim, y tal vez entrevió allí un negocio. No que había que liquidar, sino que había que proseguir, contrariamente a lo que pensaba su primo.
Sin embargo, Ben Raddle no quiso decir nada todavía. Con su hábito de estudiar seriamente las cosas, deseaba reflexionar antes de pronunciarse. Parece que veinticuatro horas le bastaron para sopesar la situación, pues al día siguiente, desayunando con Summy Skim, que lo encontraba singularmente absorto, dijo:
-¿Y si habláramos un poco de Klondike?
-Ya que se trata sólo de hablar un poco, mi querido Ben, hablemos…
-Un poco… a menos que no sea mucho, Summy.
-Di lo que tengas que decir, Ben.
-¿El notario no te ha comunicado los títulos de propiedad de esa parcela 129?…
-No -respondió Summy Skim-, aunque los recibió, pero yo no creo que sea útil tomar conocimiento de eso…
-Ya veo -dijo Ben Raddle-; sin embargo yo no miro este asunto con tanta indiferencia, y mi opinión es que merece una atención seria y un estudio profundo.
Al principio, Summy Skim no contestó a este preámbulo, pero cuando su primo se hubo manifestado más claramente, dijo:
-Mi querido Ben, me parece que nuestra situación es muy sencilla: o esta herencia tiene algún valor, y nosotros la liquidaremos del modo más conveniente para nuestros intereses, o no tiene ninguno, lo que es infinitamente probable, pues nuestro tío no era un hombre hábil para enriquecerse, y nosotros no la aceptaremos.
-Eso será sensato -declaró Ben Raddle-. Pero no habrá que apresurarse. Con esos
yacimientos hay tantas contingencias… Se los cree pobres, se los cree agotados, y un golpe de piqueta puede dar una fortuna.
-Y bien, mi querido Ben, eso es precisamente lo que deben saber los exploradores, los que explotan en este momento los famosos yacimientos de Klondike. Si la parcela de Forty Miles Creek vale algo, trataremos de deshacemos de ella al precio más ventajoso…
Pero, lo repito, es de temer que nuestro tío se haya lanzado en un mal negocio del cual nosotros pagaremos las consecuencias. El jamás ha triunfado en su vida y no imagino que haya abandonado este mundo en el momento de hacerse millonario.
-Es lo que queda por determinar -respondió Ben Raddle-. El oficio de prospector es fecundo en sorpresas de este tipo. Se está siempre en vísperas de descubrir una dichosa veta, y con esta palabra, “veta”, no quiero decir “suerte”, sino filón aurífero donde las pepitas abundan. En fin, entre estos buscadores de oro hay algunos que no han tenido de qué lamentarse.
-Sí -respondió Summy Skim-, uno entre cien, y al precio de cuántas preocupaciones, cuántas fatigas, y cuántas miserias…
-En fin -respondió Ben Raddle-, no pienso contentarme con una hipótesis. Hay que hacer comprobaciones serias antes de decidirse.
Summy Skim se dio cuenta de adónde quería llegar su primo, y, si esto lo afligió, no podía causarle sorpresa. Se aferró, pues, al tema que le era familiar:
-Mi amigo, ¿no es suficiente la fortuna que nos ha dejado nuestra familia? ¿No nos asegura nuestro patrimonio independencia y bienestar? Te hablo así porque me doy cuenta de que das a este asunto más importancia que la que yo le he dado, que la que a mi juicio merece. ¿Sabemos los sinsabores que nos reserva? Veamos, ¿no somos bastante ricos?
-Nunca se es bastante cuando se puede ser más.
-A menos que uno lo sea demasiado, como ciertos multimillonarios que tienen tantos problemas como millones, y que hacen más sacrificios para conservarlos que los que hicieron para conseguirlos.
-Vamos, vamos -respondió Ben Raddle-, la filosofía es algo muy bonito, pero no hay que llevarla al exceso, y no me hagas decir lo que no digo. Yo no espero encontrar toneladas de oro en la parcela de nuestro tío Josías, pero repito que es prudente informarse.
-Nos informaremos, entendido, mi querido Ben, y quiera el cielo que una vez informados no nos encontremos en una situación embarazosa, a la cual tendríamos que hacer frente por respeto a nuestra familia. Quién sabe si allá, en la explotación de esa parcela 129, los gastos de adquisición, de instalación, de explotación no han sobrepasado los medios de nuestro tío. En ese caso, yo he asegurado al señor Snubbin…
-Y has hecho bien, Summy, y yo lo apruebo -respondió sin vacilar Ben Raddle-. Pero en cuanto a eso que dices…, ya lo sabremos cuando tengamos un conocimiento profundo del asunto. He leído todo lo que se ha publicado sobre las riquezas de esos territorios, aunque la explotación se remonta apenas a dos años. Después de Australia, después de California, después de África del Sur, se podía creer que los últimos yacimientos de
nuestro globo se habían agotado… Y, precisamente, he aquí que en esta parte de Norteamérica, en los confines de Alaska y el Dominion, el azar ha permitido descubrir nuevos yacimientos… Parece, además, que estas regiones septentrionales de América son privilegiadas en este aspecto… Y no solamente existen minas de oro en Klondike, sino que se han encontrado en Ontario, en Michipicoten, en la Columbia británica, minas como War Eagle, Standard, Sullivan Group, Álhabarca, Fern, Syndicate, Sans-Poel, Caribú, Deer Trail, Georgie Reed y tantas otras cuyas acciones están en plusvalía, sin hablar de las minas de plata, de cobre, de manganeso, de hierro, de carbón… Pero, en lo que concierne a Klondike, piensa, Summy, en la extensión de esa región aurífera. Doscientas cincuenta leguas de largo por alrededor de cuarenta de ancho, y no cito los yacimientos de Alaska.
Sólo los que están en el territorio del Dominion. ¿No representa eso un campo inmenso por descubrir?… El más vasto que se ha encontrado en la superficie de la Tierra. Y quién sabe si no es por millones sino por miles de millones como se contarán un día los productos de esta región.
Ben Raddle habría podido hablar largo sobre el asunto, y Summy Skim vio que lo conocía a fondo. Se contentó con decir:
-Vamos, Ben, es evidente, tú tienes la fiebre.
-Cómo que tengo la fiebre…
-Sí, la fiebre del oro, como tantos otros, y esta fiebre no se cura con sulfato de quinina, porque no es intermitente.
-Tranquilízate, mi querido Summy -respondió Ben Raddle riendo-, mi pulso no late más rápido que de ordinario… Yo no querría exponerte al contacto de un afiebrado.
-¡Oh, yo! Yo estoy vacunado -respondió en el mismo tono Summy Skim- y no tengo nada que temer. Pero vería con pena que tú te lances…
-Querido amigo, no se trata de lanzarse, se trata simplemente de estudiar un negocio y, en suma, de sacar provecho si se puede. Tú dices que nuestro tío no ha tenido éxito en sus especulaciones… Lo creo, en efecto, y es muy probable que esta parcela de Forty Miles Creek le haya producido más barro que pepitas… Es posible… Pero tal vez él no tenía los recursos necesarios para explotarla, tal vez no operaba con experiencia y método, como habría podido hacerlo…
-Un ingeniero, ¿verdad, Ben?
-Sin duda, un ingeniero.
-Tú, por ejemplo.
-Yo, ciertamente -respondió Ben Raddle-. En todo caso, actualmente no es ésa la cuestión. Antes de deshacerse de la parcela cuya propiedad tenemos por herencia, será conveniente, lo confesarás, pedir algunas informaciones en Klondike.
-Es razonable, en efecto -respondió Summy Skim-, aunque yo no me hago ninguna ilusión sobre el valor de esa propiedad…
-Lo sabremos después de habernos informado -replicó Ben Raddle-. Es posible que tengas razón como es posible que estés en un error. Para concluir, vamos a ir al estudio del
señor Snubbin, le encargaremos todas las gestiones. Hará venir las informaciones de Dawson-City por el medio más rápido posible, y cuando sepamos a qué atenernos sobre el valor de la parcela, veremos lo que convendrá hacer.
La conversación acabó allí. Summy Skim no podía objetar nada a lo que proponía su primo. Es natural informarse antes de tomar una decisión. Que Ben fuera un hombre serio, inteligente, práctico, no podía ser puesto en duda por Summy Skim. Pero no estaba menos afligido e inquieto al ver con qué ardor encaraba su primo el porvenir, con qué avidez se lanzaba sobre esta presa que tan inesperadamente se ofrecía a su ambición. ¿Conseguiría retenerlo? Sin duda, Summy Skim no se separaría de Ben Raddle. Sus intereses serían siempre los mismos en este asunto. Persistía en creer que todo se arreglaría pronto, y era de desear que las informaciones pedidas a Dawson-City fueran de tal naturaleza que no justificaran seguir adelante.
Pero qué idea, qué mala idea había tenido el tío Josías de ir a buscar fortuna en Klondike, donde sólo había encontrado la miseria y, seguramente, la muerte.
Por la tarde, Ben Raddle fue al estudio del notario, en el que tomó conocimiento de los documentos enviados de Dawson-City.
Estos documentos establecían categóricamente la situación de la parcela 129, propiedad del señor Josías Lacoste, ya fallecido. La parcela se emplazaba en la orilla derecha del Forty Miles Creek, en el distrito de Klondike. El caudal afluía a la orilla izquierda del gran río Yukon, que atraviesa Alaska después de regar los territorios occidentales del Dominion. Sus aguas, inglesas en su curso alto, se convirtieron en americanas cuando esta vasta región de Alaska fue cedida por los rusos a los Estados Unidos.
Un plano permitía determinar con exactitud la
situación de la parcela 129. Se encontraba a (…){5}
kilómetros de Fort Cudahy, una aldea fundada en la orilla izquierda del Yukon por la compañía de la bahía de Hudson.
Durante la conversación, al señor Snubbin no le costó mucho comprender que el ingeniero consideraba este asunto de modo muy diferente que su coheredero. Ben Raddle estudió los títulos de propiedad con el mayor cuidado. No podía apartar los ojos del gran mapa extendido ante sus ojos, que comprendía el distrito de Klondike y la parte vecina de Alaska. Remontaba con el pensamiento ese Forty Miles Creek que atravesaba el meridiano 140, escogido como línea divisoria entre los dos países. Se detenía allí, cerca de esta frontera, precisamente en el lugar donde se indicaban los jalones de la parcela de Josías Lacoste. Contaba las otras parcelas de ambas riberas del río cuyo nacimiento se ocultaba en alguna región aurífera de Alaska. ¿Por qué no podían ser estas parcelas tan favorecidas como las del río Kiondike, de su afluente el Bonanza, de sus subafluentes el Victoria, el Eldorado y otros ríos, tan productivos entonces, tan buscados por los mineros? Devoraba con la mirada esta maravillosa comarca cuya red hidrográfica arrastra con profusión el precioso metal. El oro valía (precio de DawsonCity) dos millones trescientos cuarenta y dos mil francos la tonelada.
Cuando el señor Snubbin lo vio tan absorto en sus reflexiones que no pronunciaba
palabra, creyó su deber decirle
-Señor Raddle, ¿puedo preguntarle si su intención sería conservar y explotar la parcela del difunto Josías Lacoste?
-Tal vez -respondió Ben Raddle.
-Sin embargo, el señor Skim…
-Summy no tiene que pronunciarse, y yo mismo reservo mi opinión, hasta el momento en que haya verificado que estas informaciones son exactas y haya visto todo yo mismo.
-¿Piensa usted emprender ese largo viaje a Klondike? -preguntó el señor Snubbin, sacudiendo la cabeza.
-¿Por qué no? Y sea lo que sea lo que pueda pensar Summy, el negocio, a mi juicio, merece que uno se tome alguna molestia. Aunque sólo sea para vender la parcela, usted estará de acuerdo, señor Snubbin, lo mejor es visitarla.
-¿Es absolutamente necesario? -interrogó el señor Snubbin.
-Indispensable -afirmó Ben Raddle-. Y además, no basta con querer venderla. Hay que encontrar un comprador.
-Si no es más que eso -respondió el notario-, usted puede evitarse las fatigas de tal viaje, señor Raddle.
-¿Por qué?
-Tenga, he aquí el despacho que acabo de recibir hace una hora y que me disponía a enviarle cuando usted me hizo el honor de venir a mi estudio.
El señor Snubbin tendió a Ben Raddle un telegrama fechado hacía ocho días, que había llegado a Montreal después de haber sido trasmitido de Dawson-City a Vancouver.
Había un sindicato americano que ya poseía ocho parcelas en Klondike, cuya explotación dirigía el capitán Healy, de la Angloamerican Transportation and Trading Co.
(Chicago y Dawson).
Este sindicato hacía una oferta firme por la adquisición de la parcela 129 del Forty Miles Creek: cinco mil dólares, que serían enviados a Montreal en cuanto se recibiera el telegrama de aceptación.
Ben Raddle había tomado el papel y lo leía con el mismo cuidado con que acababa de estudiar los títulos de propiedad.
-He aquí, pues, señor Raddle -observó el notario-, lo que lo dispensará de hacer el viaje.
-No sé -respondió el ingeniero-. ¿Es suficiente el precio que nos ofrecen? ¡Cinco mil dólares por una parcela en Klondike!
-Yo no puedo responderle sobre eso.
-Usted ve, señor Snubbin: si ese sindicato ofrece cinco mil dólares por la parcela 129, es que vale diez veces más si se quiere continuar su explotación.
-Teniendo en cuenta ese precio, no parece que vuestro tío haya tenido éxito con su parcela, señor Raddle. Conviene saber, pues, si en lugar de lanzarse en ese tipo de negocios tan azarosos, no sería preferible ahorrarse preocupaciones y guardarse los cinco mil dólares.
-No es mi opinión, señor Snubbin.
-Ya veo, pero puede que sea la del señor Summy Skim.
-No después que haya conocido este telegrama; yo le explicaré mis razones y él es demasiado inteligente para no comprenderlas. Luego, cuando yo lo haya convencido de la necesidad de emprender este viaje, se decidirá a acompañarme.
-¿El? -exclamó el señor Snubbin-, el hombre más feliz, más independiente que jamás un notario haya encontrado en el ejercicio de su profesión…
-Sí, a este hombre feliz, a este hombre independiente quiero yo darle el doble de felicidad y de independencia. ¿Qué arriesgamos, en suma, si siempre podemos aceptar el precio ofrecido por ese sindicato?
-Bueno, señor Raddle, le hará falta a usted mucha elocuencia.
-No, me bastará con tener razón. Déme ese telegrama, señor Snubbin. Voy a mostrárselo a Summy y hoy mismo se habrá tomado una decisión.
-¿Conforme a su deseo?
-Conforme a mi deseo, señor Snubbin, y habrá que ponerlo en ejecución lo antes posible.
El notario podía pensar cualquier cosa, pero Ben Raddle no dudaba de poder convencer a Summy Skim de la necesidad de hacer ese viaje.
Después de haber abandonado el estudio, optó por lo más corto. Regresó a la casa de la calle Jacques-Cartier y subió inmediatamente a la habitación de su primo.
-¿Y bien? -le preguntó éste-. Has visto al señor Snubbin. ¿Hay algo nuevo?
-De nuevo, sí, Summy. Bastantes noticias.
-¿Buenas?
-Excelentes.
-¿Viste los títulos de propiedad?
-Los vi. Están en regla. En calidad de herederos de nuestro tío, somos propietarios de la parcela de Forty Miles Creek.
-Así que se va a acrecentar nuestra fortuna -respondió riendo Summy Skim.
-Es probable -declaró el ingeniero- y, sin duda, más de lo que tú piensas.
-¿Y qué novedades has sabido para hablar así?
-Simplemente lo que dice este telegrama, que llegó esta-mañana al estudio del señor Snubbin y que contiene una oferta de compra de la parcela 129. Summy Skim leyó el telegrama.
-Perfecto. Vendamos la parcela lo más pronto posible.
-¿Vender en cinco mil dólares lo que sin duda vale mucho más?
-Mi querido Ben…
-Tu querido Ben te responde que los negocios no se hacen así. No hay nada como haber visto las cosas con los propios ojos.
-¿Todavía sigues con eso?
-Más que nunca. Reflexiona, Summy. Si nos hacen esta proposición de compra, es que conocen el valor de la parcela, saben que su valor es infinitamente mayor. Hay otros terrenos a lo largo de los ríos o en las montañas de Klondike.
-¿Lo sabes tú?
-Yo lo sé, Summy, y si una sociedad que ya posee terrenos quiere adquirir precisamente la parcela 129, es que tiene no cinco mil razones para ofrecer cinco mil dólares, sino diez mil, cien mil…
-En verdad, Ben, tú juegas con las cifras.
-Pero las cifras son la vida, mi querido Summy, y tú no haces bastantes cifras.
-No tengo condiciones para las matemáticas.
-No se trata de matemáticas, Summy. Créeme, te hablo muy en serio y después de haber reflexionado mucho. Tal vez yo hubiera vacilado en partir para Dawson-City, pero ahora, con este telegrama, estoy decidido a llevar mi respuesta en persona.
-¿Qué? ¿Quieres ir a Klondike?
-Es indispensable.
-¿Y sin tener más información?
-Voy a informarme allá mismo.
-¿Me vas a dejar solo entonces?
-No, tú me acompañarás.
-¿Yo?
-Tú.
Jamás.
-Sí, pues el negocio nos interesa a los dos.
-Yo te daré amplios poderes.
-No, yo te llevo.
-Pero si se trata de un viaje de dos mil leguas.
-Pongamos ciento cincuenta más.
-¿Y cuánto durará?
-Lo que tenga que durar… Sí, no tenemos interés en vender nuestra parcela, sino en explotarla.
-¿Cómo? ¿Explotarla? -exclamó Summy Skim-. Pero… Eso representará todo un año.
-Dos, si es necesario.
-Dos años, dos años -repetía Summy Skim.
-Cada mes acrecentará nuestra fortuna.
-No, no -exclamaba Summy Skim, acurrucán
dose, hundiéndose en el sofá, como resuelto a no abandonarlo jamás.
Ben Raddle hizo un último esfuerzo para convencerlo. Retornó al asunto en todos sus aspectos. Le probó con las más poderosas razones que su presencia era indispensable en la parcela de Forty Miles Creek, que no podía vacilar, y concluyó:
-En cuanto a mí, Summy, estoy decidido a partir para Dawson-City y no creo que tú puedas rehusar acompañarme.
Summy Skim habló de la perturbación que ese viaje traería a su existencia. Antes de dos meses
debería dejar Montreal para cazar y pescar en Green Valley.
-Bueno -replicó Ben Raddle-, la caza no falta en las planicies ni los peces en los ríos de Klondike, y tú cazarás y pescarás en un país nuevo, que te reservará sorpresas.
-Pero nuestros campesinos, nuestros buenos campesinos que nos esperan…
-Ya tendrán ocasión de lamentar nuestra ausencia cuando regresemos lo bastante ricos como para comprar todo el distrito. Además, Summy, tú has llevado hasta ahora una vida demasiado sedentaria. Hay que correr el mundo un poco.
-Podría visitar otras regiones de América o Europa si quisiera. Lo que no haría es empezar mis viajes hundiéndome en el corazón de ese abominable Klondike.
-Que te parecerá encantador cuando hayas comprobado por ti mismo que está sembrado de polvo de oro y empedrado con pepitas.
-Ben, mi querido Ben, me das miedo. Sí, me das miedo. Quieres embarcarte en un negocio en el que sólo encontrarás penas y desilusiones.
-Penas, tal vez. Desilusiones, jamás.
-Comenzando por esa maldita parcela que sin duda no vale un arriate de repollos o de papas de Green Valley.
-¿Por qué entonces esa compañía ofrecería, para empezar, miles de dólares?
-Cuando pienso, Ben, que hay que ir a explorar un país donde la temperatura cae a cincuenta grados bajo cero…
-Excelente, el frío. Lo conserva sano a uno.
Finalmente, después de mil réplicas, Summy Skim debió declararse vencido. No. No dejaría a su primo partir solo a Klondike. Lo acompañaría, aunque sólo fuera para traerlo
de regreso lo más pronto posible.
Ese día, un telegrama que anunciaba la próxima partida de los señores Ben Raddle y Summy Skim fue enviado al capitán Healy, director del sindicato angloamericano Transportation and Trading Company, Dawson-City, Klondike.
III
De Montreal a Vancouver
Si toman el Canadian Pacific Railway, turistas, comerciantes, emigrantes y buscadores de oro pueden transportarse directamente, sin cambiar de línea, sin dejar el Dominion o la Columbia británica, de Montreal a Vancouver. Desembarcados en esta metrópoli, no tienen más que elegir entre diferentes rutas, terrestres, fluviales o marítimas, entre diversos modos de transporte, barcos, caballos, coches, e incluso pueden viajar a pie en la mayor parte de los recorridos.
Resuelta ya la partida, Summy Skim confió en su primo Ben Raddle para todos los detalles del viaje, la adquisición de material y la elección de la ruta. Todo era responsabilidad de este ambicioso pero inteligente ingeniero, único promotor de la empresa.
En primer lugar, Ben Raddle observó con toda razón que había que partir antes de quince días. Los herederos de Josías Lacoste debían estar en Klondike antes del retorno del verano, un verano, se entiende, que no calienta más que cuatro meses esa región hiperbórea, situada casi en el límite del círculo polar ártico. En efecto, cuando consultó el código de las leyes mineras canadienses que regía en el distrito de Yukon, leyó un cierto artículo 9, que decía así:
“Volverá a pertenecer al dominio público toda parcela que permanezca sin ser trabajada más de setenta y dos horas durante la buena estación (definida por el comisario), a menos que se cuente con un permiso especial de este último”.
El comienzo de la buena estación, por poco precoz que sea, tiene lugar en la segunda mitad de mayo. En esta época, si la parcela 129 quedara sin trabajar más de tres días, la propiedad de Josías Lacoste volvería al Dominion, y era muy verosímil que el sindicato americano no perdiera la ocasión de comprarla al Estado a un precio probablemente mucho más ventajoso que el que ofrecía a los dos herederos.
-Tú comprendes, Summy, que no podemos dejar que se nos adelanten, y que tenemos urgencia de ponernos en camino -declaró Ben Raddle.
-Comprendo todo lo que tú quieres que comprenda, mi querido amigo -respondió Summy Skim.
-Lo que es perfectamente razonable, por lo demás -añadió el ingeniero.
-No lo dudo, Ben, y no me molesta dejar Montreal lo más pronto posible si eso nos permite regresar lo más pronto posible también.
-No nos quedaremos en Klondike más de lo necesario, Summy.
-Entendido, Ben. ¿Cuándo partimos?
-El dos del mes próximo -respondió Ben Raddle-, esto es, dentro de dos semanas.
Summy Skim, con los brazos cruzados y la cabeza inclinada, sintió ganas de exclamar:
“¿Qué? ¿Tan pronto?”. Pero no dijo nada, porque no hubiera servido de nada. Se había jurado a sí mismo que no se le escaparía tampoco ninguna recriminación durante el viaje.
Por lo demás, Ben Raddle actuaba atinadamente al fijar el dos de abril como fecha límite de la partida. Con el itinerario a la vista, se embarcó en una serie de observaciones, tapizadas de cifras que manejaba con incontestable competencia.
-Por el momento, Summy -dijo-, no tenemos que elegir entre dos rutas para ir a Klondike, porque no hay más que una. Quizás un día, para ir al Yukon, se tomará el camino de Edmonton, de Fort Saint John, de Peace River, que atraviesa el noreste de la Columbia inglesa, pasando por el distrito de Casiar…
-Una región ideal para la caza, he oído decir -observó Summy Skim, abandonándose a sus sueños cinegéticos-. ¿Y por qué no seguir ese camino?
-Porque nos obligaría, al dejar Vancouver, a hacer un recorrido de mil cuatrocientos kilómetros por tierra, después de haber hecho ochocientos por agua -respondió Ben Raddle. {6}
-Entonces, ¿qué dirección piensas seguir, Ben?
-Nos decidiremos cuando lleguemos a Vancouver, y según las ventajas que veamos en el lugar. En todo caso, aquí hay cifras muy exactas sobre la longitud del itinerario: de Montreal a Vancouver, cuatro mil seiscientos setenta y cinco kilómetros; de Vancouver a Dawson-City, dos mil cuatrocientos ochenta y nueve.
-O sea, en total -dijo Summy, haciendo la operación-: cinco y nueve, catorce, y guardo uno; siete y cuatro, once, y guardo uno; cinco y dos, siete, esto es, siete mil ciento sesenta y cuatro kilómetros.
-Exactamente, Summy.
-Bien, Ben, si traemos tantos kilos de oro como kilómetros haremos…
-Sacaremos las cuentas. Con la tasa actual de dos mil trescientos cuarenta francos el kilo, a dieciséis millones setecientos sesenta y tres mil setecientos sesenta francos…
-Perfecto -replicó Summy Skim-, y nos resarciremos estupendamente de nuestro gastos.
-¿Y por qué no? -replicó Ben Raddle-. {7} El geógrafo John Muir ha declarado que Alaska produciría más oro que California, cuyo rendimiento ha sido sin embargo de cuatrocientos cinco millones, sólo en el año 1861. ¿Por qué Klondike no añadiría su buena
parte a los veinticinco mil millones de francos que componen la fortuna aurífera de nuestro globo?
-Tú tienes respuesta para todo, Ben.
-El porvenir confirmará mis respuestas. Summy Skim hubiera querido no dudar de ello.
-Por lo demás -añadió-, no vamos a volver sobre lo que ya hemos convenido.
-En efecto -respondió Ben Raddle-, es como si ya hubiéramos partido.
-Preferiría decir: como si ya hubiéramos regresado.
-Hay que comenzar por ir, Summy -respondió Ben Raddle-, antes de regresar.
-Tu lógica es perfecta, Ben. Ahora, pues, pensemos en los preparativos… No se va allá, a ese país increíble, con una camisa y un par de calcetines.
-No te preocupes por nada, Summy. Yo me encargo de todo. Tú sólo tienes que subir en el tren en Montreal para bajar en Vancouver. En cuanto a los preparativos, no haremos como un emigrante, que se aventura en un país lejano llevando todo su equipaje consigo.
El nuestro ya está enviado. Lo encontraremos en la parcela del tío tosías. Es el que le servía para explotar su parcela. Nosotros sólo tendremos que ocuparnos de nuestras personas.
-Pero eso ya es algo -respondió Summy Skim-. Nuestras personas merecen que tomemos ciertas precauciones… sobre todo contra el frío. ¡Brrr! Me siento ya helado hasta la punta de las uñas.
-Vamos, Summy, cuando lleguemos a Dawson-City el verano estará en su apogeo.
-Entonces, si pudiéramos regresar antes del invierno…
-No te preocupes -respondió Ben Raddle-. Incluso en invierno no te faltará nada.
Buena ropa, buena alimentación. Volverás más gordo que cuando partiste.
-No, yo no pido tanto -respondió Summy Skim, que había optado por resignarse-, y te prevengo que si voy a engordar, aunque sea dos libras, me quedo.
-Bromea, Summy, bromea todo lo que quieras, pero ten confianza.
-Comprendido, la confianza es obligatoria. El 2 de abril nos pondremos en camino en calidad de eldoradores, ¿no es así?
-Sí, el 2 de abril; eso me bastará para todos nuestros preparativos.
-Y bien, Ben, ya que faltan quince días, podría pasarlos en el campo.
-Sea -respondió Ben Raddle-, pero todavía no hace buen tiempo en Green Valley.
Summy Skim hubiera podido responder que, en todo caso, el tiempo sería mejor que en Klondike.
Además, aunque no hubiera terminado el invierno, estaría feliz de encontrarse durante unos días entre sus campesinos, de ver sus campos aunque estuvieran blancos de nieve, los hermosos bosques cargados de escarcha, los arroyos de los alrededores cubiertos de hielo.
Y, por fin, cuando hace mucho frío, no le falta al cazador la ocasión de abatir algunas soberbias piezas, sea de pelo o de pluma, sin hablar de las fieras: osos, pumas y otros animales que rondan por los alrededores… Era como un adiós que Summy Skim quería dirigir a todos los habitantes de la región. Partía a un viaje largo. ¿Quién podría decir cuándo regresaría?
-Deberías acompañarme, Ben -le dijo.
-¿Se te ocurre? -respondió el ingeniero-. ¿Quién se ocuparía de los preparativos de la partida?
Al día siguiente, Summy Skim tomó el tren, encontró en la estación de Green Valley un lugar adecuado para descansar y por la tarde descendió a la hacienda.
Los campesinos, ya se puede imaginar, se sorprendieron con esta llegada, y no quedaron menos sorprendidos que satisfechos. Como de costumbre, Summy Skim se mostró muy sensible a la afectuosa acogida que recibió. Pero cuando los campesinos se enteraron del motivo de esta visita anticipada, cuando supieron que pasarían el verano sin su amo, no pudieron ocultar su pena.
-Sí, mis amigos -dijo Summy Skim-. Ben Raddle y yo partimos a Klondike, un país del diablo, un país que el diablo tiene en su poder, y que está tan lejos que se tarda cuatro meses sólo para ir y otros tantos para volver.
-¡Y todo eso para recoger pepitas! -dijo uno de los campesinos, alzando los hombros.
-Y eso cuando se las recoge -añadió un viejo filósofo que movía la cabeza con gesto poco alentador.
-Y aún hay que tener cuidado de no caer -dijo Summy Skim-, porque el que cae no se levanta. Qué queréis, amigos, es como una fiebre o más bien como una epidemia que de tiempo en tiempo atraviesa el mundo y hace muchas víctimas.
-Pero, ¿por qué ir allá, amo? -preguntó el decano de la hacienda.
Entonces Summy Skim explicó a sus campesinos cómo su primo y él acababan de heredar una parcela tras la muerte de su tío Josías Lacoste, y por qué razón Ben Raddle estimaba que su presencia era necesaria en Klondike.