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Esta obra reúne a autores de nivel internacional junto a líderes de opinión hispanoparlantes para ofrecer propuestas locales y globales, asumibles por todo el mundo, dirigidas a integrar en la política la dimensión espiritual así como a insuflar de sentido práctico a los movimientos espirituales de la actualidad. Se trata de aunar el arte de vivir (espiritualidad) con el arte de convivir (política), con un claro mensaje de pacifismo y no violencia. Nuestra relación con el dinero, la integración cultural, el desarrollo sostenible, la participación en la vida pública, el servicio a la comunidad, la crisis de valores, son algunos de los temas tratados con profundidad y con un enfoque totalmente práctico. En las páginas del libro desfilan autores consagrados mundialmente como Ken Wilber, Leonardo Boff, Ervin Laszlo o Tariq Ramadan junto a destacadas personalidades del mundo hispanoparlante como Federico Mayor Zaragoza, Vicente Merlo, Jordi Pigem o Antoni Melé.
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ESPIRITUALIDAD Y POLÍTICA
Edición a cargo de Cristóbal Cervantes
Introducción de Cristóbal Cervantes
1. Una revolución todavía por hacer. Leonardo Boff
2. La teología de la liberación frente a la crisis de la globalización neoliberal. Benjamín Forcano
3. El otro mundo posible que anhelamos. Federico Mayor Zaragoza
4. Un mundo nuevo quiere nacer. Jordi Pigem
5. Espiritualidad y política. Independencia completa y relación profunda. Marià Corbí
6. El espíritu de la política. Antoni Gutiérrez-Rubí
7. Emergencia global. Ervin Laszlo
8. Espiritualidad y política para el siglo xxi. Ken Wilber
9. Poner conciencia a la política. Raquel Torrent
10. Espiritualidad y economía. Joan Melé
11. Espiritualidad socialmente comprometida. Pablo de la Iglesia
12. La política, un elevado servicio a la comunidad. Koldo Aldai
13. Trascendencia e inmanencia respecto a los asuntos públicos. Dokushô Villalba
14. De lo profano a lo sagrado. María Elena Ferrer
15. Política Zen. Miguel Aguado
16. Metapolítica y supramentalidad. Vicente Merlo
17. La intuición. Ángeles Román
18. Manifiesto por un desarrollo responsable. Andrés Schuschny
19. Eso. Francisco Traver
20. Manifiesto por un nuevo nosotros. Tariq Ramadan
Bibliografía
Durante mucho tiempo se ha querido separar la espiritualidad de la política. Una cosa es la irrenunciable y atinada separación entre la Iglesia y el Estado, pero otra muy distinta es el distanciamiento entre la religiosidad y la polis, entre lo espiritual y lo secular. Este libro invita a trascender semejante dualismo. Lo dijo Ken Wilber: «En el ámbito de lo interpersonal, en el reino de cómo tú y yo nos relacionamos con el otro como seres sociales, no hay áreas más importantes que las de la espiritualidad y la política.» Esta frase tan simple como lúcida insufla muchas de las páginas de este libro. Porque nada hay más importante en la vida que la espiritualidad y la política.
Vivimos un momento muy especial de la historia, la humanidad está de parto y todos los partos son dolorosos, es un momento de mucha oscuridad y sufrimiento, pero al final el resultado es un nuevo ser humano que ve la luz y una madre completa de felicidad. Como dice el escritor y filósofo de la ciencia Jordi Pigem, desde la inmensa sabiduría que desprende su capítulo «Un nuevo mundo quiere nacer». Sigue Leonardo Boff: «Desde un punto de vista reflexivo, se presentan dos interpretaciones básicas de la crisis: se trata de los estertores de un moribundo o de los dolores de parto de un nuevo ser».
Hay luz al final del túnel, el mundo está viviendo ahora un momento de mucho sufrimiento y oscuridad, y este libro pretende ser modestamente una fuente de luz y esperanza, una luz y esperanza renovada por el encuentro entre espiritualidad y política. Ha llegado la hora de integrar la conciencia y la espiritualidad en la política, y de que los grupos y personas conscientes se integren en la política, en la gestión de la vida en común, buscando la armonía, la justicia y la paz.
«Éste es el reto que hoy la humanidad tiene ante sí, el reto de salir de la barbarie y redescubrir la dimensión espiritual de la existencia, una dimensión que le debe llevar a la “experiencia” de que todos somos uno. Esa nueva espiritualidad, basada en la libertad y el amor, nos conducirá a una nueva economía que pasará del yo al nosotros, y que liberándonos del consumismo generará recursos para todos y los espacios necesarios para que desarrollemos esa creatividad que nos hace tan humanos, que nos hace tan únicos. Sólo el miedo nos induce a pensar que eso son utopías, pero el entusiasmo, el coraje y el compromiso hacen que las utopías se conviertan en realidad.» Estas entusiastas palabras de Joan Melé, subdirector del primer banco ético de Europa, Triodos Bank, son la clave.
Señala María Elena Ferrer, de Humanity’s Team: «Interpreto la política como un campo natural de responsabilidad de alguien que, como ciudadana del mundo, tiene sensibilidad ética»; y Raquel Torrent insiste desde la “visión integral”: «Resulta necesario y vital desarrollar la conciencia política individual. El desdén, rechazo o indiferencia de nuestro papel como responsables de los designios de un país es una de las peores formas de corrupción personal y social». Necesitamos ya una “espiritualidad socialmente comprometida”, como apunta nuestro amigo argentino Pablo de la Iglesia desde su experiencia personal.
En definitiva: «La política, en cuanto a gobierno y administración de las cuestiones públicas, nos implica a todos», desvela Koldo Aldai desde su casa de madera en el paraíso.
Hace casi 2.500 años Sócrates afirmó: «No soy ciudadano ateniense, ni un griego, sino ciudadano del mundo». Esa conciencia planetaria la han desarrollado muy pocas personas en la historia de la humanidad, pero desde los años 60 hasta la actualidad no para de crecer y expandirse.
Mi sabio amigo Francisco Traver habla de “Eso”. Suelo definir la espiritualidad de manera sencilla como la experiencia de sentir que formas parte de algo más grande y más profundo que tú mismo, algo que te conecta a todo y a todos, que te hace ver a todos los seres humanos como hermanos y al planeta como la casa común que tenemos que cuidar. Esta definición incluye “el arte de vivir” (espiritualidad) y “el arte de convivir” (política). Todos somos uno, todas y todos somos hermanos, ése es el gran cambio, la conciencia planetaria.
Nos encontramos en un momento de aceleración de la historia. La crisis que vivimos en el primer mundo la llevan sufriendo el 80% de la población del planeta desde hace más de un siglo. Pero en el mercado global ahora tenemos que competir con ellos dispuestos a hacer nuestro trabajo por mucho menos dinero, es el bumerán de la pobreza en la que occidente ha mantenido a una gran parte de la humanidad.
Por otro lado las nuevas tecnologías han facilitado las transacciones financieras a la velocidad de la luz, un movimiento incontrolado de movimientos de capital que ha favorecido la especulación y las burbujas económicas que ahora padecemos. Además, estos nuevos modos de producción basados en las tecnologías de la información suponen un cambio tan enorme que todavía no se han producido aún los cambios culturales y sociales necesarios para adaptarse a la nuevas tecnologías.
Vivimos una “emergencia global”, como asegura el ex candidato al Premio Nobel de la Paz Ervin Laszlo. «Con ello queremos decir que el sistema, como es, ha dejado de ser sostenible y ha entrado en un estado tal de inestabilidad que, para no colapsarse, se ve obligado a cambiar.»
Federico Mayor Zaragoza, que ha sido director general de la Unesco, nos advierte: «Es tiempo de cambios apremiantes. Es tiempo de acción. La mayoría de los diagnósticos y análisis han sido ya realizados y están disponibles: ha llegado el momento de aplicarlos resueltamente, audazmente […]. Como nunca antes en la historia, el destino común reclama a la humanidad buscar un nuevo comienzo».
Ángeles Román, poeta y filósofa, lo define a la perfección, como todo lo que escribe: «La historia de la humanidad ha sido una sucesión de razones impuestas, hoy el mundo se encuentra en un momento de extrema tensión, producto del desequilibrio interior del ser humano, el conceder al dinero el valor de bien supremo y el ansia de su acumulación hacen girar una rueda marcada de injusticias contra todos los sistemas de la vida».
«Nos queda una revolución por hacer», advierte Leonardo Boff. Una nueva revolución cultural y social ha comenzado para adaptarse a esas nuevas posibilidades. Una revolución ética guiada por tres principios universales:
1. Vida digna para todas y todos, garantizar a toda la población las necesidades básicas. Como expone nuestro amigo y teólogo de la liberación Benjamín Forcano: «Una economía humana globalizada debe estar supeditada a las necesidades básicas de la población y no a los intereses de unas minorías que, envueltas en el egoísmo de su opulencia, viven de espaldas a la sociedad».
2. Democracia real, participativa, transparente y justa. «Los ciudadanos deben trabajar a largo plazo, más allá de los objetivos electorales que paralizan a los políticos e impiden la elaboración de proyectos valientes e innovadores. Cuando el elegido se encuentra en un callejón sin salida, cuando carece de los medios para llevar a cabo sus ideas, corresponde al elector, es decir, al ciudadano, reivindicar y apropiarse de los medios que le permitan alcanzar sus ideales», nos propone Tariq Ramadan, conocido como el “portavoz” de los musulmanes en Europa.
Según palabras de nuestro amigo chileno Andrés Schuschny, «Tal vez como nunca en la historia estamos siendo testigos de una tremenda paradoja, la creciente inseguridad que experimentamos frente al futuro es percibida como una consecuencia del desarrollo económico, o sea precisamente del esfuerzo colectivo cuyo sentido no es otro que proporcionarnos dicha seguridad.
»Es necesario confirmar que las pretensiones de legitimidad de los intereses particulares pueden dirimirse en un espacio democrático, compartido y participativo. Esta estrategia sólo puede consolidarse mediante una verdadera transformación cultural que comience en las personas.
»Se trata de que cada uno de nosotros, los sujetos del “desarrollo responsable”, reinvente una relación comprometida con la realidad en su propio ámbito».
3. Y por último, guiada por el principio de sostenibilidad, una nueva cultura de cuidado y respeto a todo lo que nos rodea, de lo que formamos parte y estamos en permanente interactuación.
Son propuestas locales y globales, asumibles por todo el mundo, no son propuestas ideológicas sino éticas, están más allá de la derecha y la izquierda, son las tres necesidades básicas para que nuestro planeta tenga un futuro mejor y todos los seres humanos puedan desarrollar todo su potencial.
«El axioma “nadie quiere ser infeliz” es aceptado por todos, pero nos parece que es algo individual; cuando hablamos de grupo, de sociedad, de la gestión y mejora de ésta, es decir, de la política, ponemos en valor aspectos contrarios. Debemos valorar la situación de una sociedad con otros ojos, con otros valores que los meramente economicistas. Tenemos que introducir como valor la política, el corazón, en la hoja de cálculo.» Este párrafo de nuestro amigo Miguel Aguado expresa muy bien cuáles deben ser los valores que impregnen lo político.
En este momento histórico hay mucha gente perdida. «Hay una nueva oportunidad. Sea en la interpretación de la sociedad del riesgo (Ulrich Beck) o en la de la sociedad líquida (Zygmunt Bauman), lo cierto es que nos sentimos perdidos, atrapados por el miedo. Y, sin las amarras de los valores morales, vamos a la deriva», es el clamor inquietante de Antoni Gutiérrez-Rubí, y sabe muy bien de lo que habla.
Muchas personas y grupos espirituales, que son las semillas del nuevo mundo que quiere nacer están desconectadas, y debatiendo ahora la necesidad de implicarse en la gestión de la vida en común, que es el significado de la palabra política, vivimos tiempos de cambios profundos, de grandes oportunidades, pero también de grandes retos, hoy más que nunca es necesario que esas semillas del nuevo mundo se encuentren, se unan, para germinar en buena tierra y permitir que emerja el nuevo mundo.
«En las nuevas circunstancias culturales, la política no necesita para nada de la religión como sistema de creencias», tal es la atrevida propuesta de Marià Corbí, director del Centro de Estudios de las Tradiciones de Sabiduría, y continúa: «resulta ser más bien un estorbo para la flexibilidad que requiere la política en esas nuevas formas de vivir colectivas. Por el contrario, necesita de la cualidad humana que le podrían proporcionar las grandes tradiciones religiosas y espirituales para poder crear y ofrecer proyectos de vida colectiva que provoquen la adhesión voluntaria de ciudadanos y grupos».
Vicente Merlo, desde la visión de Aurobindo, mantiene que «es urgente ya integrar la preocupación y la acción, política, metapolítica, transpolítica, en una concepción genuinamente espiritual e integral de la existencia».
Por otro lado, hay intentos de acercamiento desde la política a una nueva visión del ser humano y de la vida, se están dando cuenta de que la necesidad de integración de conciencia y política, de que el esquema en el que se han movido izquierdas y derechas durante los siglos anteriores ya no funcionan en el siglo XXI. Y que además la visión materialista y economicista de la vida, que comparten izquierda y derecha ya no es útil, ahora hay que integrar en la política valores inmateriales; no sólo hablar de sueldos, sino de la felicidad de las personas, por ejemplo.
El maestro Zen Dokushô Villalba, desde su centro entre pinos, señala: «El culto al dinero constituye la religión secular de los tiempos que corren. El culto al dinero se ha convertido en una religión porque la compulsión por el dinero es generada por nuestra necesidad religiosa de redimirnos de nuestro sentimiento de separatividad.
»La mera transformación de las estructuras económicas y políticas externas, sin la imprescindible transformación de los individuos, sólo conduce a cambios de decorados. Las revoluciones sociales que han priorizado la transformación de los marcos políticos y económicos exclusivamente han terminado en fracaso».
Como propone la cita de Gandhi que aparece en la cubierta del libro: «Sé tú el cambio que quieres ver en el mundo».
Antes de terminar, me gustaría decir que hace apenas unos meses este libro era sólo un sueño en mi cabeza y ahora lo estás leyendo, una prueba de que los sueños se pueden convertir en realidad con un poco de entusiasmo y esfuerzo. Y si tienes la ayuda de tu familia y amigos, todo será más fácil, les doy las gracias públicamente porque sin ellos esta obra no habría sido posible.
Tengo la suerte de ser amigo de la mayoría de las personas que escriben en estas páginas, pero cuando hice la lista de los veinte autores que me gustaría que participarán en este proyecto, no podía imaginar que los veinte iban a aceptar desinteresadamente; ha sido un pequeño milagro, yo sólo he sido el “pegamento” que los ha unido, gracias a todos los autores y autoras que han hecho posible este proyecto.
Confieso que para mí ha sido una experiencia personal maravillosa y he aprendido mucho coordinando este libro, estoy convencido de que también puede ser muy enriquecedor para ti y para muchas personas leerlo; estás invitado a “entrar”.
No puedo terminar sin dar gracias a Dios por todo.
CRISTÓBAL CERVANTES
LEONARDO BOFF
Nació en Concordia, estado brasilero de Santa Catarina, el 14 de diciembre de 1938. En 1970 se graduó como doctor en Teología y Filosofía en la Universidad de Múnich, Alemania. Durante años trabajó como profesor en varias universidades brasileras y fue profesor invitado de las universidades de Lisboa (Portugal), Salamanca (España), Basilea (Suiza) y Heidelberg (Alemania). Es autor de más de sesenta libros y fue uno de los “padres” fundadores de la teología de la liberación, lo que le valió una primera sanción de las autoridades católicas romanas en 1985. Ante una nueva amenaza de sanción por parte del Vaticano, Leonardo Boff renunció a sus actividades sacerdotales en 1992 y se autoproclamó al estado laico. En la actualidad, continúa sus aportes teológicos, con un particular acento en la temática ecológica. Es asesor del Movimiento de los Trabajadores Rurales sin Tierra (MST) y de las Comunidades Eclesiales de Base (CEB) de Brasil (http://www.leonardoboff.com).
La situación actual de la Tierra y de la humanidad nos hace pensar. La aldea global se ha consolidado. Ocupamos prácticamente todo el espacio terrestre y explotamos el capital natural hasta los confines de la materia y de la vida, a través de la razón instrumental-analítica.
La pregunta que se plantea ahora es: ¿cuál será el próximo paso?, ¿más de lo mismo? Pero eso es muy arriesgado porque el paradigma actual está asentado sobre el poder como dominación de la naturaleza y de los seres humanos. No debemos olvidar que el ser humano ha creado la máquina de muerte que puede destruirnos a todos y destruir la vida de Gaia. Ese camino parece haberse agotado. Del capital material tenemos que pasar al capital espiritual. El capital material tiene límites y se agota. El espiritual es ilimitado, inagotable. No hay límites para el amor, la compasión, el cuidado, la creatividad; realidades intangibles que configuran el capital espiritual.
Éste ha sido bastante poco explorado por nosotros, pero puede representar la gran alternativa. La centralidad del capital espiritual reside en la vida, la alegría, en la relación inclusiva, en el amor incondicional y en la capacidad de trascendencia. No significa que tengamos que prescindir de la tecnociencia. Sin ella no atenderíamos las necesidades humanas, pero ella ya no destruiría la vida. Si en el capital material la razón instrumental era su motor, en el capital espiritual es la razón cordial y sensible la que organizará la vida social y la producción. En la razón cordial están radicados los valores; de ella se alimenta la vida espiritual, pues produce las obras del espíritu que mencionamos antes: el amor, la solidaridad y la trascendencia.
Si en el tiempo de los dinosaurios hubiera habido un observador hipotético que se hubiera preguntado por el próximo paso de la evolución, probablemente habría dicho: la aparición de especies de dinosaurios todavía mayores y más voraces. Pero se habría engañado. Nunca habría podido imaginar que de un pequeño mamífero que vivía en la copa de los árboles más altos, alimentándose de flores y de brotes y temblando de miedo de ser devorado por los dinosaurios irrumpiría, millones de años más tarde, algo absolutamente impensado: un ser de conciencia y de inteligencia −el ser humano−, con una cualidad de vida totalmente distinta a la de los dinosaurios. Fue un paso diferente.
Creemos que ahora, de otro paso, podrá surgir un ser humano marcado por el inagotable capital espiritual inagotable. Ahora será el mundo del ser más que el mundo del tener.
El próximo paso, entonces, sería exactamente éste: descubrir este capital espiritual inagotable y empezar a organizar la vida, la producción, la sociedad y la cotidianidad a partir de él. Entonces la economía estará al servicio de la vida y la vida se empapará de los valores de la alegría y la autorrealización, una verdadera alternativa al paradigma vigente.
Pero este paso no es mecánico. Es voluntario, es decir, es algo que se ofrece a nuestra libertad. Podemos acogerlo o podemos rechazarlo. No se identifica con ninguna religión. Es algo anterior, que emerge de las virtualidades de la evolución consciente. Quien lo acoge vivirá otro sentido de vida, vivenciará también un nuevo futuro. Los otros seguirán sufriendo los impases del actual modo de ser y se preguntarán angustiados por su futuro y hasta por la eventual desaparición de la especie humana.
Estimo que la actual crisis mundial nos abre la posibilidad de un paso nuevo rumbo a este modo de ser más alto. Se dice que Jesús, Francisco de Asís, Gandhi y tantos otros maestros del pasado y del presente habrían dado ya anticipadamente este paso.
¿Por qué la crisis actual es una crisis de humanidad? Porque subyace en ella un concepto empobrecido de ser humano que sólo considera una parte de él, su parte de ego. El ser humano está habitado por dos fuerzas cósmicas: una de autoafirmación, sin la cual desaparece. En ella predomina el ego y la competición. La segunda es de integración en un todo mayor, sin el cual también desaparece. En ella prevalece el nosotros y la cooperación. La vida sólo se desarrolla saludablemente en la medida en que se equilibra el ego con el nosotros, la competición con la cooperación. Dando rienda suelta a la competición del ego, anulando la cooperación, nacen las distorsiones que presenciamos y que han llevado a la crisis actual. Por el contrario, dando espacio sólo al nosotros sin el ego se generó el socialismo despersonalizante, y la ruina que provocó. Errores de esta gravedad, en las condiciones actuales de interdependencia de todos con todos, nos pueden liquidar. Como nunca antes tenemos que orientarnos por un concepto adecuado e integrador del ser humano; por un lado, individual-personal, con derechos, y por otro, social-comunitario, con límites y deberes. De no ser así, nos empantanaremos siempre en crisis, que serán menos económico-financieras y más de humanidad.
Hay un inmenso sufrimiento en todos los estratos sociales, sean ricos o pobres, producido por la actual crisis económico-financiera. Más que el asombro, es el sufrimiento el que nos hace pensar. Es el momento de ir más allá del aspecto económico-financiero de la crisis y descender hasta los fundamentos que la provocaron. De no hacerlo así, las causas de la crisis seguirán produciendo crisis cada vez más dramáticas, hasta que se conviertan en tragedias de dimensiones planetarias.
Lo que subyace bajo la actual crisis es la ruptura de la cosmología clásica que perduró durante siglos, pero que ya no explica las transformaciones ocurridas en la humanidad y en el planeta Tierra. Esa cosmología surgió hace por lo menos cinco mil años, cuando empezaron a construirse los grandes imperios, ganó fuerza con el iluminismo y culminó con el proyecto contemporáneo de la tecnociencia. Partía de una visión mecanicista y antropocéntrica del universo. Las cosas están ahí las unas al lado de las otras, sin conexión entre sí, regidas por leyes mecánicas. No poseen valor intrínseco, sólo valen en la medida en que se ordenan al uso humano. El ser humano se sitúa fuera y encima de la naturaleza, como su dueño y señor que puede disponer de ella a su gusto. Esa cosmología partía de un falso presupuesto: que el hombre podía producir y consumir de forma ilimitada dentro de un planeta limitado, que esta abstracción ficticia llamada dinero representaba el valor mayor y que la competición y la búsqueda del interés individual producirían el bienestar general. Es la cosmología de la dominación.
Esta cosmología llevó la crisis al ámbito de la ecología, de la política, de la ética y ahora de la economía. Las ecofeministas nos hicieron notar la estrecha conexión existente entre antropocentrismo y patriarcalismo, el cual ejerce violencia sobre las mujeres y la naturaleza desde el Neolítico.
Felizmente, a partir de mediados del siglo pasado, proveniente de varias ciencias de la Tierra, especialmente de la teoría de la evolución ampliada, se está imponiendo una nueva cosmología, más prometedora y con virtualidades capaces de contribuir a superar la crisis de forma creativa. En vez de un cosmos fragmentado, compuesto de una suma de seres inertes y desconectados, la nueva cosmología ve el universo como el conjunto de sujetos relacionales, todos inter-retro-conectados. Espacio, tiempo, energía, información y materia son dimensiones de un único gran Todo. Incluso los átomos, más que partículas, son entendidos como ondas y cuerdas en permanente vibración. Antes que una máquina, el cosmos, incluyendo la Tierra, se muestra como un organismo vivo que se autorregula, se adapta, evoluciona y eventualmente, en situación de crisis, da saltos buscando un nuevo equilibrio.
La Tierra, según renombrados cosmólogos y biólogos, es un planeta vivo –Gaia– que articula lo físico, lo químico, lo biológico de tal forma que el resultado es siempre favorable a la vida. Todos sus elementos están dosificados de una forma muy sutil, como sólo un organismo vivo puede hacerlo. Solamente a partir de los últimos decenios, y ahora de manera inequívoca, da señales de estrés y de pérdida de sostenibilidad. Tanto el universo como la Tierra se muestran guiados por un propósito que se revela por la emergencia de órdenes cada vez más complejas y conscientes. Nosotros mismos somos la parte consciente e inteligente del universo y de la Tierra. Por el hecho de ser portadores de estas capacidades, podemos enfrentarnos a las crisis, detectar el agotamiento de ciertos hábitos culturales (paradigmas) e inventar nuevas formas de ser humanos, de producir, consumir y convivir. Es la cosmología de la transformación, expresión de la nueva era, la era ecozoica.
Necesitamos abrirnos a esta nueva cosmología y creer que aquellas energías (expresión de la suprema Energía) que están generando el universo desde hace más de trece mil años están también actuando en la presente crisis económico-financiera. Ellas ciertamente van a forzarnos a un salto de calidad rumbo a otro modelo de producción y de consumo, que efectivamente nos salvaría, pues sería más conforme a la lógica de la vida, a los ciclos de Gaia y a las necesidades humanas.
La conjunción de las distintas crisis, unas coyunturales y otras sistémicas, obliga a todos a trabajar en dos frentes: uno, intrasistémico, buscando soluciones inmediatas a los problemas para salvar vidas, garantizar el trabajo y la producción y evitar el colapso; otro, transistémico, haciendo una crítica rigurosa a los fundamentos teóricos que nos han llevado al actual caos y trabajando otros fundamentos que propicien una alternativa que permita en otro nivel la continuidad del proyecto planetario humano.
Cada época histórica necesita un mito que congregue personas, galvanice fuerzas e imprima un nuevo rumbo a la historia. El mito fundador de la modernidad reside en la razón, que, desde el tiempo de los griegos, es el eje estructurador de la sociedad. La razón crea la ciencia, la transforma en técnica de intervención en la naturaleza y se propone dominar todas sus fuerzas. Para esto, según Francis Bacon, el fundador del método científico, se debe torturar a la naturaleza hasta que entregue todos sus secretos. Esta razón cree en el progreso ilimitado y crea una sociedad que se quiere autónoma, de orden y progreso. La razón promovía la pretensión de prever todo, manejar todo, controlar todo, organizar todo y crear todo. Ocupaba todos los espacios. Envió al limbo otras formas de conocimiento.
Y he aquí que, después de más de trescientos años de exaltación de la razón, asistimos a la locura de la razón, pues sólo una razón enloquecida organiza una sociedad en la cual el 20% de la población posee el 80% de toda la riqueza de la Tierra. Las tres personas más ricas del mundo poseen activos superiores a toda la riqueza de los cuarenta países más pobres donde viven seiscientos millones de personas; 257 individuos acumulan ellos solos más riqueza que 2.800 millones de personas, equivalente al 45% de la humanidad; en Brasil cinco mil familias detentan el 46% de la riqueza nacional. La demencia de la razón productivista y consumista ha generado el calentamiento global que traerá desequilibrios ya visibles y diezmará millares de especies, incluida la humana.
La dictadura de la razón ha creado la sociedad del mercado con su cultura típica, un cierto modo de vivir, de producir, de consumir, de hacer ciencia, de educar, de enseñar y de moldear las subjetividades colectivas. Éstas deben afinarse a su dinámica y valores, procurando siempre maximizar las ganancias, mediante la mercantilización de todo. Ahora, esta cultura, llamada moderna, capitalista, burguesa, occidental y, hoy, mundializada, ha entrado en crisis. Se manifiesta a través de las distintas crisis actuales, que son todas expresión de una única crisis, la de los fundamentos. No se trata de abdicar de la razón, sino de combatir su arrogancia (hybris) y de criticar su estrechez de miras. Lo que más necesita la razón en este momento es ser urgentemente completada con la razón sensible (M. Maffesoli), con la inteligencia emocional (D. Goleman), con la razón cordial (A. Cortina), con la educación de los sentidos (J. F. Duarte Jr.), con la ciencia con conciencia (E. Morin), con la inteligencia espiritual (D. Zohar), con el concern (D. R. Winnicott) y con el cuidado, como yo personalmente vengo proponiendo desde hace tiempo.
Es el sentir profundo (pathos) que nos hace escuchar el grito de la Tierra y el clamor desgarrador de millones de hambrientos. No es la razón fría, sino la razón sensible la que mueve a las personas para bajarlos de la cruz y hacerlos vivir. Por eso es urgente someter el modelo de ciencia dominante a la crítica, impugnar radicalmente las aplicaciones que se hacen de ella más en función del lucro que de la vida, desenmascarar el modelo de desarrollo actual que es insostenible por ser altamente depredador e injusto.
La sensibilidad, la cordialidad, el cuidado, llevados a todos los niveles, con la naturaleza, en las relaciones sociales y en la vida cotidiana pueden cimentar, junto con la razón, una utopía que podemos tocar con las manos porque es inmediatamente practicable. Éstos son los fundamentos del paradigma civilizatorio naciente que nos da vida y esperanza.
Curiosamente, no son pocos los que ven la crisis actual más allá de sus distintas expresiones (energética, alimentaria, climática, económico-financiera) como una crisis de la ética. “Crédito” viene del latín credere que significa “tener fe y confianza”. Ésa es una actitud ética. Nadie confía ya en los bancos, en las bolsas, en las medidas convencionales. La economía necesita créditos para funcionar, es decir, las instituciones y las personas necesitan medios en los cuales puedan confiar y que no sean víctimas de los Madorff que pecaron contra la confianza.
Aunque la crisis exija un nuevo paradigma para ser sostenible a largo plazo, es urgente encontrar medidas inmediatas para que el sistema completo no zozobre, arrastrando todo consigo. Sería irresponsable no tomar medidas todavía dentro del sistema, aunque no sean una solución definitiva.
Veo dos valores éticos fundamentales que deben estar presentes para que la situación encuentre un equilibrio aceptable. Dos filósofos alemanes pueden iluminarnos: Immanuel Kant (1724-1804) y Martin Buber (1878-1965). El primero se refiere a la buena-voluntad incondicional y el segundo a la importancia de la cooperación.
Dice Kant en su Fundamentos para una metafísica de las costumbres (1785): «No existe nada en ningún lugar del mundo ni fuera de él que pueda ser considerado bueno sin reservas, excepto la buena voluntad». ¿Qué quiere decir con esto? Que la buena voluntad es la única actitud solamente buena por naturaleza a la cual no cabe poner ninguna restricción. O la buena voluntad es buena, o no hay buena voluntad. Es el presupuesto primero de toda ética. Si se desconfía de todo, si se pone todo en duda, si no se confía ya en nadie, no hay modo de establecer una base común que permita la convivencia entre los humanos.
Vale decir: cuando los G-7 y los G-20, la Comunidad Europea, el Mercosur, el BRIC y las articulaciones políticas, sindicales, sociales (pienso en el MST y en la Vía Campesina y otras) se encuentren para pensar salidas para la crisis, hay que presuponer en todos la buena voluntad. Si alguien va a la reunión sólo para garantizar lo suyo, sin pensar en el todo, acabará no pudiendo siquiera garantizar lo suyo, dado el entrelazamiento que existe hoy de todo con todo. Repito una vieja metáfora: esta vez no hay un arca de Noé que salve a unos cuantos, o nos salvamos todos o pereceremos todos.
Entonces, la buena voluntad, como valor universal, debe ser reclamada a todos. De lo contrario, no hay modo de salvaguardar las condiciones ecológicas de reproducción de la vida y asegurar razones para que vivamos juntos. En realidad, vivimos en un estado de permanente guerra civil mundial. Con la buena voluntad de todos, podemos alcanzar una paz posible.
No menos significativa es la contribución del filósofo judío-alemán Martin Buber. En su libro Yo y tú (1923), muestra la estructura dialogal de toda existencia humana personal y social. Es a partir del tú como se conforma el yo. El “nosotros” surge por la interacción del yo y del tú en la medida en que refuerzan el diálogo entre sí y se abren a todos los demás otros, hasta el totalmente Otro.
Es paradigmática esta afirmación suya: si vivimos uno al lado del otro (nebeneinander) y no uno junto con el otro (miteinander), acabaremos estando uno contra otro (gegeneinander).
Esto se aplica a la situación actual. Ningún país puede tomar medidas político-económicas al lado de otros sin estar junto con los otros. Acabará estando contra los otros. O todos colaboran para alcanzar una solución incluyente o no habrá solución para nadie. La crisis se profundizará y acabará en tragedia colectiva. El proteccionismo es el peligro mayor porque provoca conflictos y, en último término, la guerra. No podrá ser mundial porque ahí sí sería el fin de la especie humana, sólo regional, pero devastadora. La crisis de 1929, mal digerida, ocasionó el nazifascismo y la eclosión de la Segunda Guerra Mundial. No podemos repetir semejante tragedia.
¿Hay una economía profunda? Aunque no sea la economía dominante, creo que existe, y que debe existir. En los inicios de la década de 1970, el filósofo noruego, recientemente fallecido, Arne Naess, introdujo una distinción, hoy muy aceptada en los medios ambientalistas, entre ecología superficial y ecología profunda. La superficial sería aquella que separa al ser humano de la naturaleza y lo coloca fuera, y por encima de la misma, presuponiendo que las cosas sólo tienen sentido cuando le son útiles a él. La profunda ve el entrelazamiento ser humano-naturaleza, afirma el valor intrínseco de cada ser, y se da cuenta de que todo está inmerso en un tejido de relaciones, que forma la comunidad de la vida. Hay un Todo orgánico y lleno de propósito, y el ser humano es capaz de identificar el hilo conductor que lo liga y religa todo, y lo llama Fuente Originaria de todo el ser, base de valores infinitos (veneración, amor, justicia) que llenan de sentido la vida humana. La economía profunda ayuda a la superficial a autolimitarse y a no ser destructiva.
Apliquemos estas reflexiones al campo de la economía. La economía superficial sería aquella que se centra solamente en ella misma, en los capitales, los mercados, las inversiones, el lucro, en una palabra, en el PIB, sin preocuparse por la dilapidación de la naturaleza, ni la ruptura de la autorregulación de la Tierra, ni la creciente distancia entre ricos y pobres. Eso serían externalidades, factores que no entran en el cálculo económico.
Su lógica es la de un sistema cerrado, como si la economía fuese todo en la sociedad. En efecto, como fue ampliamente denunciado por la Escuela de Fráncfort, especialmente por Polaniy, en el capitalismo avanzado la economía ha absorbido todas las instancias sociales (política, ética, estética, ciencia, etc.), transformándolo todo en mercancía, en oportunidad de lucro. Se ha establecido como el eje articulador de todo lo social. Y eso ha tenido como consecuencia el exceso malsano de la voluntad de enriquecimiento a toda costa, y nos ha conducido al caos socioeconómico actual. Es la locura de la racionalidad económica superficial.
¿Qué sería la economía profunda? Sería la vuelta al sentido originario de la economía como “técnica y arte de atender a las necesidades de la casa” –hoy, de la Casa Común, la Tierra viva, respetando sus ciclos y su capacidad de aguante–. Se inscribiría en todo lo que constituye una sociedad. En ella habría una base que, en última instancia, aseguraría la vida material: la economía. Habría una forma de organización, de distribución del poder, y leyes que permitieran a todos vivir juntos sin demasiados conflictos. Habría un conjunto de valores morales, éticos e ideales que darían sentido a la vida social y que humanizarían las relaciones siempre tensas entre las diferencias. Y, por fin, habría un horizonte de sentido mayor, que vincularía la historia a una instancia más alta y diseñaría el cuadro final del universo: la espiritualidad.
Así, idealmente, tendríamos una sociedad que podríamos considerar verdaderamente humana, porque tendría una visión integradora de la complejidad humana.
Aquí emergería la economía profunda, aquella que sabe su lugar en el conjunto de la estructuración social, y que respondería a la cuestión: ¿cómo producir lo suficiente, de modo decente, conservando el capital natural y en armonía con toda la comunidad de la vida?
El economista profundo, ante la crisis actual, pensaría: ¿cómo podemos resolver los problemas de la humanidad?, y no: ¿cómo salvar el sistema económico que está en crisis?
El cambio de pregunta implica un cambio de respuesta. Y ésta solamente vendrá si hay una quiebra del paradigma antiguo –la dictadura de la economía– y volvemos a poner la economía en su debido lugar, en el conjunto de la sociedad. Ése sería un nuevo paradigma, sostenible a largo plazo. Entonces, la economía sería parte de la política, que sería parte de la ética, que a su vez sería parte de la espiritualidad. La economía superficial sería incorporada dentro de la profunda. Y el futuro sería diferente.
La actual crisis económica está colocando a la humanidad ante una terrible bifurcación: o sigue al G-20 que insiste en revitalizar a un moribundo –el modelo vigente del capitalismo globalizado– que ha provocado la actual crisis mundial y que, si continúa, podrá llevarnos a una tragedia ecológica y humanitaria, o intenta un nuevo paradigma que coloque a la Tierra, la vida y la humanidad en el centro y a la economía a su servicio, y entonces hará nacer un nuevo estadio de civilización que garantizará más equidad y humanidad en todas las relaciones, comenzando por las productivas.
La sensación que tenemos es la de estar siguiendo un vuelo ciego y todo puede suceder.
Desde un punto de vista reflexivo, se presentan dos interpretaciones básicas de la crisis: se trata de los estertores de un moribundo o de los dolores de parto de un nuevo ser.
Me alineo con la segunda alternativa, la del parto. Me niego a aceptar que después de algunos millones de años de evolución sobre este planeta, seamos expulsados de él en las próximas generaciones. Si miramos hacia atrás, al proceso antropogénico, constatamos indudablemente que hemos caminado hacia formas más altas de complejidad y órdenes cada vez más interdependientes. El escenario no sería de muerte, sino de crisis, que nos hará sufrir mucho, pero que nos purificará para un nuevo ensayo civilizatorio.
No se puede negar que la globalización, incluso en su actual edad de hierro, ha creado las condiciones materiales para todo tipo de relaciones entre los pueblos. De hecho, ha surgido una conciencia planetaria. Es como si el cerebro comenzase a crecer fuera de la caja craneal por causa de las nuevas tecnologías y penetrase más profundamente en los misterios de la naturaleza.
El ser humano está hominizando toda la realidad planetaria. Si la Amazonia permanece en pie o es derribada, si las especies continúan o se extinguen, si los suelos y el aire se mantienen puros o contaminados, depende de decisiones humanas. Tierra y humanidad están formando una única entidad global. El sistema nervioso central está constituido por los cerebros humanos cada vez más en sinapsis y llenos de un sentimiento de pertenencia y de responsabilidad colectiva. Buscamos centros multidimensionales de observación, de análisis, de pensamiento y de gobierno.
En otro tiempo, a partir de la geosfera surgió la litosfera (rocas), después la hidrosfera (agua), luego la atmósfera (aire), posteriormente la biosfera (vida) y por último la antroposfera (ser humano). Ahora la historia ha madurado hacia una etapa más avanzada del proceso evolutivo, la de la noosfera. Noosfera, como dice la propia palabra (nous en griego significa “mente” e “inteligencia”), expresa la convergencia de mentes y corazones, originando una unidad más alta y más compleja. Es el comienzo de una nueva historia, la historia de la Tierra unida con la humanidad (expresión consciente e inteligente de la Tierra).
La historia avanza a través de tentativas, aciertos y errores. En los días actuales estamos asistiendo a la fase naciente de la noosfera, que no consigue todavía alcanzar la hegemonía debido a la fuerza de un tipo de globalización excluyente y poco cooperativa, muy fragilizada ahora por causa de la crisis sistémica.
Pero estamos convencidos de que para esta nueva etapa –la de la noosfera– conspiran las fuerzas del universo, que están siempre produciendo nuevos acontecimientos. Nuestra galaxia, y quién sabe si el propio universo, está moviéndose en función de esta convergencia en la diversidad emergente. En el planeta Tierra, minúsculo punto azul-blanco perdido en una galaxia irrisoria, en un sistema solar marginal (a 27.000 años luz del centro de la galaxia), se ha cristalizado para nosotros la noosfera. Todavía es frágil, pero trae con ella el nuevo sentido de la evolución. Y no se excluye la posibilidad de otros mundos paralelos.
La crisis actual hace necesaria una salida salvadora y ésta es la noosfera. Entonces prevalecerá la comunión de mentes y corazones de los seres humanos entre sí, con la Tierra, con todo el universo y con el Atractor de todas las cosas.
Todo cambio de paradigma civilizatorio está precedido de una revolución en la cosmología (visión del universo y de la vida). El mundo actual surgió con la extraordinaria revolución que introdujeron Copérnico y Galileo al comprobar que la Tierra no era un centro estable, sino que giraba alrededor del Sol. Esto generó una enorme crisis en las mentes y en la Iglesia, pues parecía que todo perdía centralidad y valor. Pero poco a poco se fue imponiendo la nueva cosmología que fundamentalmente perdura hasta hoy en las escuelas, en los negocios y en la lectura del curso general de las cosas. Sin embargo, el antropocentrismo, la idea de que el ser humano continúa siendo el centro de todo y que las cosas están destinadas a su disfrute, se ha mantenido.
Si la Tierra no es estable, por lo menos el universo –se pensaba– es estable. Sería como una inconmensurable burbuja dentro de la cual se moverían los astros celestes y todas las demás cosas.
Y he aquí que esta cosmología comenzó a ser superada cuando en 1924 un astrónomo aficionado, Edwin Hubble, comprobó que el universo no es estable. Constató que todas las galaxias, así como todos los cuerpos celestes, están alejándose unos de otros. El universo, por lo tanto, no es estacionario como creía todavía Einstein. Está expandiéndose en todas las direcciones. Su estado natural es la evolución y no la estabilidad.
Esta constatación sugiere que todo comenzó a partir de un punto extremadamente denso de materia y energía que, de repente, explotó (big bang) y dio origen al actual universo en expansión. Esta idea, propuesta en 1927 por el astrónomo y sacerdote belga George Lemaître, fue considerada esclarecedora por Einstein y asumida como teoría común. En 1965 Arno Penzias y Robert Wilson demostraron que de todas las partes del universo nos llega una radiación mínima, tres grados Kelvin, que sería el último eco de la explosión inicial. Analizando el espectro de la luz de las estrellas más distantes, la comunidad científica concluyó que esta explosión habría ocurrido hace 13,7 billones de años. Ésta es, pues, la edad del universo y la nuestra, ya que un día estábamos, virtualmente, todos juntos allí, en aquel ínfimo punto llameante.
Al expandirse, el universo se auto-organiza, se autocrea y genera complejidades cada vez mayores y órdenes cada vez más altos. Es convicción de los más notables científicos que, al alcanzar cierto grado de complejidad, en cualquier parte, la vida emerge como imperativo cósmico. Así también la conciencia y la inteligencia. Todos nosotros, nuestra capacidad de amar y de inventar, no estamos fuera de la dinámica general del universo en cosmogénesis. Somos partes de este inmenso todo.
Una energía de fondo insondable y sin márgenes –abismo alimentador de todo– sustenta y pasa a través de todas las cosas activando las energías fundamentales sin las cuales no existiría nada de lo que existe.
A partir de esta nueva cosmología, nuestra vida, la Tierra y todos los seres, nuestras instituciones, la ciencia, la técnica, la educación, las artes, las filosofías y las religiones deben ser dotadas de nuevos significados. Todo y todas las cosas son emergencias de este universo en evolución, dependen de sus condiciones iniciales y deben ser comprendidas dentro del interior de este universo vivo, inteligente, auto-organizativo y en ascendente rumbo hacia órdenes aún más altos.
Esta revolución todavía no ha provocado una crisis semejante a la del siglo XVI, pues no ha penetrado lo suficiente en las mentes de la mayor parte de la humanidad, ni en la de los intelectuales, y mucho menos en las de los empresarios y los gobernantes. Pero está presente en el pensamiento ecológico, sistémico, holístico y en muchos educadores, fundando el paradigma de la nueva era, el ecozoico.
¿Por qué es urgente que se incorpore esta revolución paradigmática? Porque ella nos proporcionará la base teórica necesaria para resolver los actuales problemas del sistema-Tierra en proceso acelerado de degradación. Nos permite ver nuestra interdependencia y mutualidad con todos los seres. Formamos, junto con la Tierra viva, la gran comunidad cósmica y vital. Somos la expresión consciente del proceso cósmico y responsables de esta porción de él, la Tierra, sin la cual todo lo que estamos diciendo sería imposible. Porque no nos sentimos parte de la Tierra, la estamos destruyendo. El futuro del siglo XXI y de todas las COP dependerá de que asumamos o no esta nueva cosmología. Verdaderamente, sólo ella nos podrá salvar.
BENJAMÍN FORCANO
Benjamín Forcano (Anento, Zaragoza, 1935) es sacerdote y teólogo de la Iglesia católica y lleva más de cuarenta años en la brecha de la liberación. Ejerció una labor teológica puntera al frente de la revista Misión Abierta, que dirigió durante trece años. Comparte la creación y dirección del Centro Evangelio y Liberación, y dentro de él la de la revista Éxodo, creada por él y otros compañeros en 1989. Es director de la Editorial Nueva Utopía y cofundador en 1980 de la Asociación de Teólogos Juan XIII. Profesor durante más de veinticinco años en diversos centros, ha escrito bastantes libros y por causa de uno de ellos, Nueva ética sexual, sufrió un proceso extraordinario que duró diez años. De él ha escrito el obispo Pedro Casaldáliga: «Benjamín Forcano aborda los temas actuales como especialista en moral. Con rigor científico, pero dentro de ese rigor humanizado que la moral y la ética exigen para no dejar de ser humanas».
Previo a la exposición que voy a hacer, considero importante señalar la actualidad y oportunidad del tema. Porque si bien es cierto que, desde antiguo, en el llamado “régimen de cristiandad” existía una teología legitimadora de los poderes imperialistas y colonizadores, también es verdad que en esas situaciones existían raíces y semillas de una teología cuestionadora y profética, liberadora, que adquirió carta de ciudadanía en los años inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II. Podemos señalar como propio de la teología de la liberación el período que va de la década de 1960 hasta nuestros días.
Probablemente, no ha existido en el período postconciliar, un fenómeno religioso tan fuerte y novedoso y que haya suscitado tanta preocupación en las esferas del poder religioso y político. Políticamente, se lo vio enseguida como un hecho peligroso y religiosamente se catalogó como sospechoso de herejía.
En 1968, Rockefeller, después de una gira por Latinoamérica, dijo: «Si la Iglesia latinoamericana cumple los acuerdos de Medellín, los intereses de Estados Unidos están en peligro en América Latina». Y, en tiempos del presidente Regan, la alarma se tornó en toque de guerra en el Documento de Santa Fe: «La política exterior de Estados Unidos debe comenzar a enfrentar (y no simplemente a reaccionar con posterioridad) la teología de la liberación, tal como es utilizada en América Latina por el clero de la teología de la liberación».
Eclesiásticamente, el movimiento de la teología de la liberación cobró impulso con el Concilio Vaticano II y recibió consagración oficial en la reunión del episcopado latinoamericano en Medellín. Pero no tardó en llegar la restauración y comenzaron a sonar voces de la curia romana y de la alta jerarquía que veían peligros y errores en la teología de la liberación. Fue Ratzinger, hoy Papa, pero entonces teólogo y cardenal de la Congregación para la Doctrina de la Fe, quien en 1984 escribe un documento en el que señala graves errores en la teología de la liberación. Lógicamente fueron muchos los teólogos que contestaron a este documento mostrando la falsedad de sus observaciones y argumentos.
No ha sido, pues, casual que la teología de la liberación haya suscitado alarma. Naciendo en las periferias sociales cristianas de América Latina, traía el clamor de millones de pobres, de pueblos enteros dominados y explotados. Y a su lado contaban con teólogos que, solidarios con su situación, elaboraban una teología nueva, que acogía su grito, alentaba el despertar de sus conciencias y patrocinaba el levantamiento de su dignidad con un nuevo modo de actuar en la sociedad en conformidad con el Evangelio.
Está aquí, creo, la clave para el que quiera entender la teología de la liberación. Desmontaba el viejo edificio del sistema opresor, construido por una teología cómplice, legitimadora de clases, de monopolios, de privilegios y de imperios.
La religión cristiana daba un giro radical: en lugar de seguir ejerciendo de opio, de resignación, de humillación y de fatalismo, pasaba a ejercer de inteligencia, de rebeldía, de solidaridad, de emancipación y de esperanza. La teología de la liberación ponía al descubierto las complicidades del poder eclesiástico y político. ¡Y eso no se perdona!
Esta posición ha sido común en los teólogos de la liberación. Como muestra, traigo unas palabras del famoso teólogo J.B. Metz, inspirador de la teología política y que pronunció en 1981, en Nicaragua: «Yo vengo de una cultura cristiana y teológica en la que los procesos revolucionarios se han hecho o contra la Iglesia y la Religión, o sin ellas, como la Reforma, la Ilustración, la Revolución Francesa y la Revolución Rusa… Entre nosotros, la identidad cristiana está marcada, no exclusivamente, pero sí fundamentalmente, por lo que llamaría la religión burguesa. Nosotros sólo tenemos experiencia de una Iglesia que ha legitimado y apoyado a los poderes estatales […]. El tiempo en el cual la Iglesia legitima a los poderosos habría pasado y habría llegado la época de la liberación y de la función subversiva de la Iglesia. El tiempo de la legitimación estaría superado y habría empezado la época de la liberación» (Servicio del Centro Ecuménico Valdivieso, entrevista sobre La Iglesia en el proceso revolucionario de Nicaragua, Managua, 1981).
No es de extrañar que, en este contexto, la reacción tratase de organizarse para neutralizar sino obstruir el camino de esta nueva teología.
En este sentido, la teología de la liberación estaba sentenciada, se la iba a denigrar bárbaramente y conocería la persecución dentro y fuera de la Iglesia. Han sido centenares y aun miles los mártires de la teología de la liberación en los continentes de la miseria: campesinos, maestros, educadores, líderes sindicales, catequistas, religiosos y religiosas, sacerdotes, obispos, etc.
En el año 1978, a las ocho de la mañana, en la catedral de El Salvador, escuchaba yo, en medio de centenares de campesinos, la voz profética de monseñor Romero, que denunciaba los desmanes de los gobernantes contra su pueblo. Fue una hora y cuarto de homilía y el pueblo aplaudía. Aquella voz, unos meses después, el 24 de marzo, quedaba enmudecida por una bala mientras celebraba la santa misa. Y el golpe más brutal de esta persecución se asestó contra los jesuitas de El Salvador, adalides de la teología de la liberación. Cayeron acribillados por las balas de un ejército y de un gobierno apadrinado por la política del Pentágono.
¡Era muy peligrosa, cómo no, la teología de la liberación! Aquella religión no casaba con la religión tradicional, justificadora de los intereses de los ricos, de los latifundistas, de las familias adineradas, de la burguesía, acostumbradas a que les bendijera sus conciencias y sus mansiones.
Pero ¿qué es la teología de la liberación?
Entiendo perfectamente que Leonardo Boff haya escrito: «La teología de la liberación es la primera teología moderna que ha asumido este objetivo global: pensar el destino de la humanidad desde la condición de las víctimas. En consecuencia, su primera opción es comprometerse con los pobres, la vida y la libertad para todos».
Y sigue: «La pobreza entendida como opresión revela muchos rostros: el de los indígenas que desde su sabiduría ancestral concibieron una fecunda teología de la liberación indígena; la teología negra de la liberación que se resiente de las marcas dolorosas dejadas en las naciones que fueron esclavistas; el de las mujeres sometidas desde la era neolítica a la dominación patriarcal; el de los obreros utilizados como combustible de la maquinaria productiva. A cada opresión concreta corresponde una liberación concreta».
Ya hoy es común admitir que la pobreza no es fruto del azar o del fatalismo, sino de la lógica del sistema neoliberal, hoy predominante y globalizado.
Se trata en primer lugar de concebir la pobreza no como un elemento individual, separado de la historia y de la colectividad, sino como un elemento comunitario. La pobreza es un fenómeno colectivo generado por factores socioeconómicos y culturales.
En largos sectores de la sociedad se ha mantenido por mucho tiempo la idea de que el hecho de la pobreza era irremediable, efecto de causas extrañas o misteriosas, y que inducía a pasiva resignación.
Religiosamente se puede confirmar con cantidad de documentos este estado de cosas bastante generalizado.
El interés de la teología por los pobres es relativamente reciente y todavía hoy no es compartido por todos los teólogos. En las décadas anteriores al Concilio Vaticano II se hablaba mucho de la “pobreza espiritual”, pero nada de los pobres sociológicos.
La irrupción de los pobres en la teología se realiza de verdad en el ámbito de los países del Tercer Mundo, concretamente en América Latina, a partir de 1968 (Medellín y Puebla), bajo los auspicios de la teología de la liberación. (Véase Víctor Codina, Congreso de Teología y Pobreza, La irrupción de los pobres en la teología contemporánea, en Misión Abierta, noviembre, 1981.)