Europa, 1939 - Varios autores - E-Book

Europa, 1939 E-Book

Varios autores

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El 1 de abril de 1939 terminaba oficialmente la Guerra Civil española con la victoria de los militares sublevados contra la legalidad republicana. Cinco meses después, las tropas alemanas cruzaban la frontera polaca dando inicio a una guerra que, pronto, se transformaría en la Segunda Guerra Mundial. Setenta años más tarde, era un buen momento para reflexionar sobre 1939, sus antecedentes y consecuencias. En 2009 el Centre d'Estudis sobre les Èpoques Franquista i Democràtica de la UAB, en colaboración con otras instituciones, organizó el congreso internacional '1939. El año de las catástrofes'. Fruto de esta reunión académica son los trabajos que se reúnen en este libro, donde tanto el régimen franquista como el exilio republicano enlazan con las transformaciones políticas e ideológicas que marcaron el conjunto de Europa a fines de los años treinta.

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EUROPA, 1939:

EL AÑO

DE LAS CATÁSTROFES

Francesc Vilanova i Vila-Abadal

Pere Ysàs i Solanes

(eds.)

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.

© Del texto, los autores, 2010

© De esta edición: Publicacions de la Universitat de València, 2010

Publicacions de la Universitat de València

http://puv.uv.es

[email protected]

Ilustración de la cubierta: Reichstag, octubre 1939. Bundesarchiv

Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Realización ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-370-7834-2

ÍNDICE

UN AÑO REALMENTE CATASTRÓFICO. PRESENTACIÓN A UNAS REFLEXIONES SOBRE 1939, SETENTA AÑOS DESPUÉS

EL AÑO 1939. MOMENTUM DE LA GUERRA CIVIL EUROPEA

LAS GUERRAS DE 1939

FRANCO Y EL FRANQUISMO ANTE LA NUEVA GUERRA DE 1939

LOS INTELECTUALES EUROPEOS FRENTE A LA NUEVA GUERRA: EL CASO DE FRANCIA

LA NUEVA INTELLIGENTSIA FRANQUISTA Y EUROPA

EUROPA 1939: LAS DERECHAS*

DISCURSOS Y PROYECTOS ESPAÑOLES SOBRE EL NUEVO ORDEN EUROPEO

LA DERROTA DEL FRENTEPOPULISMO EUROPEO

LA SUBLEVACIÓN POLÍTICO-MILITAR DEL CORONEL SEGISMUNDO CASADO, 5 DE MARZO DE 1939

LOS EXILIADOS. UNA CRISIS PROTEIFORME EN LA FRANCIA DE LOS AÑOS TREINTA

EL EXILIO ESPAÑOL Y LA EUROPA DE 1939

BIBLIOGRAFÍA

UN AÑO REALMENTE CATASTRÓFICO. PRESENTACIÓN A UNAS REFLEXIONES SOBRE 1939, SETENTA AÑOS DESPUÉS

Francesc Vilanova i Vila-abadal y Pere Ysàs i Solanes

Universitat Autònoma de Barcelona

Checoeslovaquia era un islote perturbador del que irradiaban, desde el mismo corazón de Europa, las más siniestras consignas del Komintern. Como españoles, es decir como ciudadanos del país que ha realizado el esfuerzo más gigantesco contra el comunismo, nos satisface la operación cesárea llevada acabo por el Reich alemán. Consideramos que la desaparición del núcleo comunista de Praga es un bien para Europa y para la civilización europea, y que Alemania ha efectuado una operación del mismo sentido que la que se está llevando a cabo en España («Ante la conmoción europea. La operación cesárea del Reich, las nacionalidades, y el comunismo en derrota», la Vanguardia Española, 18 de marzo de 1939).

El día 1 de abril de 1939, la radio –franquista, evidentemente– difundía el «Parte de la Victoria», culminación del III Año Triunfal, momento seminal del Año de la Victoria y anuncio definitivo del triunfo por las armas de los sublevados de julio de 1936. La Guerra Civil española había terminado. Cinco meses más tarde, día por día, las tropas alemanas cruzaban la línea fronteriza con Polonia, tras unos oscuros episodios de provocación y engaño. Empezaba una nueva guerra europea que, pronto, se tornaría en la Segunda Guerra Mundial. Entre las dos fechas fundacionales –Año de la Victoria y arranque de la Nueva España; guerra en Polonia y principio del Nuevo Orden Europeo–, aún hubo tiempo de destruir hasta sus cimientos el Estado checoslovaco superviviente de la traición de Múnich y que el mundo comunista temblara hasta sus raíces más profundas tras la firma, el 23 de agosto, del pacto de no agresión entre la Alemania nazi y la Unión Soviética.

Setenta años más tarde era un buen momento para reflexionar sobre 1939, sus antecedentes y sus consecuencias. A veinte de la caída del muro de Berlín y del cambio de un mundo político y estratégico de bloques (heredado del conflicto de 1939-1945) por un «desorden en equilibrio», todavía sigue viva la memoria del año de arranque de una nueva guerra europea que, pronto, se convirtió en mundial y provocó una cesura brutal en el siglo XX. Con estas perspectivas, en abril de 2009, el Centre d’Estudis sobre les Èpoques Franquista i Democràtica (UAB-CEFID), en colaboración con el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB) i la Fundació Carles Pi i Sunyer, y el apoyo del ministerio de Ciencia e Innovación, Agència de gestió d’Ajuts Universitaris i de Recerca (generalitat de Catalunya), la Direcció general de la memòria Democràtica (generalitat de Catalunya) y grup 62-Ediciones Península, organizó el congreso internacional 1939. l’any de les catàstrofes (1939. El año de las catástrofes). El comité organizador estuvo formado por los profesores manuel Aznar Soler (UAB), montserrat Baras (UAB), maria Campillo (UAB), martí marín (UAB), Carme molinero (UAB), Borja de Riquer (UAB), manel Risques (UB), Joan m. Thomàs (Universitat Rovira i Virgili), Francesc Vilanova (UAB), Ricard Vinyes (UB) y Pere Ysàs (UAB).

Tras la celebración del congreso y los debates que le dieron contenido y valor, el paso siguiente y necesario era la publicación de las aportaciones principales de los ponentes. Los lectores interesados tienen en sus manos una serie de textos que ponen de relieve, en primer lugar, el punto actual de las reflexiones de algunos de los mejores especialistas europeos acerca del año 1939. Abre el fuego Enzo Traverso, con un análisis de lo que denomina el «momentum» de 1939, es decir, la condensación y aceleración de acontecimientos en una ruta de colisión inevitable, en el contexto de una Guerra Civil europea, cuyos orígenes debemos remontar a 1914 y que no llegaría a su fin hasta 1945; entre una fecha y otra, debemos sumar tres guerras principales para los europeos: la gran guerra, la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial. En este marco, el profesor Traverso nos dibuja una cruda realidad, elaborada con ingredientes siniestros: los exilios europeos, las migraciones forzosas, los campos de concentración, los proyectos para imponer un «nuevo orden» político, ideológico, económico; las crisis del antifascismo, el imperialismo, etc. Todo ello dibuja un cuadro general, en el que el autor no reduce la diálectica de la tensión a una lucha entre democracias y totalitarismos, o fascismos y antifascismos; su referencia a la confrontación entre Luces y anti-Luces, nos lleva a un plano analítico un poco diferente: una guerra entre la oscuridad filosófica, cultural, moral, más absoluta, o la permanencia de los valores que hicieron posible la civilización contemporánea, con sus desequilibrios, pero también con su capacidad de progresar y ganar en libertad e igualdad. Y completando el análisis, la concepción de una guerra que anidaba varias guerras y que, en palabras del autor, «toman con frecuencia la forma de guerras contra los civiles».

El profesor Francisco Veiga ofrece un sintético análisis de la coyuntura del año 1939, en el que plantea una advertencia previa muy pertinente: no caer en la tentación de explicar los acontecimientos históricos partiendo de su resultado final y en un relato dogmáticamente lineal y unidireccional. En este sentido, el profesor Veiga enfatiza el grado de complejidad del escenario y de los orígenes el conflicto, y reclama una atención merecida a los que llama «actores secundarios», pero que pueden acabar teniendo los papeles decisivos «en los guiones de final inesperado que suelen ser las grandes crisis en las relaciones internacionales».

En «Franco y el franquismo ante la nueva guerra de 1939», Ángel Viñas analiza con detalle los presupuestos que permiten entender la actitud de la dictadura española ante el estallido del conflicto bélico, desde la voluntad de crear un Estado autoritario «en sintonía con las corrientes ideológicas y organizativas que parecían dominantes en la Europa de la época», es decir las fascistas, hasta el peso de las relaciones establecidas con las potencias del Eje, cuya ayuda había sido esencial para derrotar a la República. A partir de ese arranque, Viñas explica el camino inequívocamente pro-nazi adoptado en los meses finales de la guerra española, y el posicionamiento ante la precipitación de los acontecimientos hasta el estallido bélico de septiembre. Si la Guerra Civil había forjado «una comunidad de destino entre el “nuevo Estado” y las potencias del Eje», con el inicio de las hostilidades, «solo faltaba pasar a la acción».

¿Y los intelectuales? Estos nuevos actores de los tiempos modernos, que habían alcanzado una preponderancia social y pública insospechada, también se pronunciaron ante los acontecimientos que alimentaron 1939. La Guerra Civil española los había movilizado, pero también las tensiones francesas de los años treinta –en esto, la Segunda República española y la Tercera República francesa se hermanaron en ofrecer a los intelectuales un aparador privilegiado para manifestarse– y lo que parecía –no sin razón– el ascenso imparable de los fascismos. El congreso analizó dos casos ejemplares: por un lado, y de la mano del profesor José Carlos Mainer, la situación de los «nuevos intelectuales» españoles, eclosionados a la sombra del triunfo franquista. Por otra parte, el profesor Jean François Sirinelli nos acerca el caso de los intelectuales franceses de los años treinta. Precisamente, Sirinelli advierte en el inicio de su texto sobre el peligro de una doble generalización; por una parte, de un colectivo, los intelectuales, y, por otra, de la atribución a los intelectuales europeos del papel jugado por los franceses y, en todo caso, por los que actuaron en democracias. Los años treinta, nos dice Jean Francois Sirinelli, constituyeron «una época de grandes causas que movilizan y al mismo tiempo dividen a los intelectuales franceses». En la cuestión de la paz y la guerra, se pasará de un pacifismo ampliamente extendido entre los intelectuales y ampliamente compartido en la sociedad, producto de la carnicería de la Primera Guerra Mundial, a una actitud de defensa de las democracias en peligro, ejemplificada por la actitud Romain Rolland, en un contexto de confrontación entre antifascismo y anticomunismo. La actitud de Jean-Paul Sartre, examinada en el texto con cierto detalle, es para Sirinelli reveladora de la evolución hacia posiciones más firmes pero sin neutralizar el «viejo fondo pacifista».

El caso de España es la máxima expresión del papel del intelectual en ausencia de libertad en esa coyuntura histórica. Para José-Carlos Mainer, en la España de 1939 ni existían las condiciones para el «ejercicio intelectual clásico» ni tampoco había intelectuales que pudieran ejercerlo, lo cual le lleva a hablar de «falsos intelectuales»; unos, «agraviados y marginales dispuestos a cobrarse viejas deudas», y, otros, los que habían engrosado las filas del reaccionarismo monárquico y del joven fascismo. Para todos ellos se trataba según Mainer, en primer lugar, de afirmar la victoria de la «España eterna» frente a todos sus enemigos, incluido el «europeismo», que bien podía sintetizarlos. Y, a la vez, se dirigía la mirada hacia otra Europa, hacia una nueva Europa, la Europa de las «naciones amigas», encabezada obviamente por Italia y Alemania. De la invasión de Albania a la invasión de Polonia, el aplauso entusiasta fue la actitud de esos publicistas franquistas, absolutamente simétrica a la crítica de unas decadentes democracias a las que se enviaba con plena convicción al basurero de la historia.

Luciano Casali e Ismael Saz se ocupan en sus respectivos textos de derechas europeas y españolas. El profesor Casali inicia su explicación contraponiendo la existencia de un amplio y profundo deseo de paz en las sociedades europeas después de la gran guerra con la extensión de discursos y grupos que mitificaban la guerra y al «guerrero», visto este como homo ideal. Por otro lado, considera indispensable partir de una noción de Europa que no excluya el este y sudeste de la región. Y nos muestra una interrelación más profunda entre ambas Europas de la que a veces se considera a partir del seguimiento del viaje del concepto de «Estado corporativo», desde la Italia fascista a la Hungría de Horthy, siguiendo por el Portugal salazarista, la Francia de Vichy, para volver nuevamente a la Italia de Saló. Recorridos menos claros pueden, sin embargo, reseguirse de nociones como «Patria» o «Imperio». Luciano Casali analiza también la progresiva extensión desde 1920, tanto en la Europa oriental como en la occidental, de regímenes dictatoriales nacionalistas, que mezclaban «elementos del fascismo con elementos del autoritarismo y del conservadurismo», sin olvidar la actividad de aquellos grupos que nunca alcanzaron el poder. En la última parte del texto, hace un recorrido por las distintas experiencias dictatoriales en puertas del estallido del conflicto dedicando una especial atención a los distintos fascismos.

Ismael Saz señala una paradoja ciertamente interesante y, a la vez, inquietante: el franquismo llevó al país a uno de los períodos de ostracismo más duros y taxativos en relación a Europa. Pero no ocurrió por voluntad propia; el franquismo no quería ser aislacionista; quería tener un papel fundamental en el nuevo orden que se avecinaba: «Como intentaremos demostrar en esta exposición, las cosas fueron mucho más complejas, que el régimen –o sectores muy importantes de él– no sólo querían estar en Europa, sino que, además, querían estarlo para mandar. más aún, en el terreno que aquí nos interesa, esa voluntad debería ir acompañada –y de hecho lo fue– de la existencia de una serie de discursos sobre Europa que no eran antieuropeístas tout court, que podían expresar un cierto –otro– europeísmo y que, en fin, tampoco es este terreno el franquismo significó paréntesis alguno. Porque si bien es cierto que nos estamos refiriendo aquí a un periodo muy limitado –el terrible año 1939, o, en un sentido más amplio, los primeros años de la Segunda Guerra Mundial– lo cierto es que las culturas políticas que confluyeron en el franquismo, tenían en España, en la existencia de ciertos europeísmos poco democráticos, buenos nutrientes para la elaboración de los discursos del momento. En este sentido, es absolutamente necesario volver la vista a lo que en mi opinión bien puede denominarse los dos grandes síndromes de la cultura española del siglo XX, el síndrome regeneracionista y el síndrome Ortega». Así pues, aunque Ernesto Giménez Caballero gritara aquello de que por fin había Pirineos, Ismael Saz desmenuza las tentaciones europeistas-totalitarias de un buen nombre de sujetos, que entendieron la victoria fascista en la época com una oportunidad de oro para incorporar, definitivamente, España al concierto de las nuevas naciones europeas que, elevadas por encima de las decadentes y derrotadas democracias, y a punto de enfrentar el desafío final –la destrucción del comunismo soviético–, veían llegar su hora. Y también la de la nueva España.

Cuando comenzó la Segunda Guerra Mundial, el antifascismo estaba en una situación de crisis profunda, junto con el frentepopulismo, «su expresión política propositiva», en palabras de Ricard Vinyes «la propuesta política más relevante que había generado la izquierda europea a mitad de los años treinta», frente a la extensión de dictaduras y del fascismo. En la primera parte del texto, Vinyes explica de forma sintética los orígenes del frentepopulismo, más allá de la recurrente asignación de la propuesta al VII Congreso de la Internacional Comunista, y destaca la extensión en el movimiento obrero de la opción de defensa de la democracia y su revaloración. El triunfo electoral del Frente Popular francés, la experiencia española y la Guerra Civil constituyeron el punto álgido del frentepopulismo. Pero, de los acuerdos de Munich al pacto germano-soviético, pasando por la derrota de la República española, la crisis del frentepopulismo resultó irreversible. Para Ricard Vinyes, el pacto Molotov-Ribentropp tuvo efectos «devastadores por el desconcierto que generó, por las divisiones que promovió i porqué el antifascismo perdió toda autoridad pública».

No puede ser más claro, ni contundente, el profesor Ángel Bahamonde en el arranque de su intervención: «Sigo pensando que el golpe de Casado no puede entenderse únicamente como una respuesta de última hora ante una situación calamitosa tras la derrota republicana de Cataluña. El golpe de Casado lo inscribo en un amplio periodo de tiempo que enraíza directamente con la crisis política de abril de 1938, que se alimenta a lo largo de 1938, principalmente tras la derrota republicana del Ebro, y que se resuelve, durante este arco temporal, en un doble frente, lo que denomino el antinegrinismo político y el antinegrinismo militar, como dos formas de oposición a la política seguida por Juan Negrín, que acabarían por confluir a finales de 1938. En sentido estricto resultaría exagerado suponer que el golpe de Casado trae consigo la fracturación definitiva del Frente Popular. Como alternativa de gobierno el Frente Popular no llegó a funcionar en España. Se resolvió como coalición electoral en febrero de 1936, fue incapaz de generar un proyecto de gobierno provisto de una mínima acción unitaria en la primavera de 1936. Y durante la Guerra Civil, quizás haciendo la salvedad del segundo semestre de 1937 por lo que supuso el gobierno denominado de la Victoria, tampoco cuajó en un ordenamiento político que se tradujera en una plataforma sólida contra la sublevación militar y sus aparatos políticos. Insisto en el mantenimiento de la hipótesis de la doble ramificación política y militar entendida a largo plazo, que desembocó en el golpe del 5 de marzo de 1939». No pueden añadirse muchos comentarios a unos planteamientos tan claros y precisos. Arrancando de esta premisa, el profesor Bahamonde despliega un minucioso análisis del último tramo de la España republicana, desde la formación del primer gobierno Negrín hasta el fin representado por el golpe del coronel Casado; un análisis político, ideológico y de las interioridades y equilibrios de fuerza del campo republicano, que enriquece de forma notable las lecturas històricas e historiográficas del último año de la Segunda República española.

Uno de los avances más notables de la investigación histórica y la reflexión historiográfica de los últimos años, ha sido la insistencia en la complejidad de los fenómenos migratorios europeos de entreguerras. Detrás de la expresión «fenómenos migratorios» hay una referencia precisa a uno de sus aspectos más cruciales: los exilios políticos, que nos desvelan las diferentes caras de la realidad histórica europea de vigilia de 1939. Francia fue el escenario privilegiado, el lugar de acogida preferente de miles de personas provinientes de toda Europa, que reflejaban, en sus vivencias, el lado más oscuro de la historia continental: la persecución política y racial, la derrota republicana española, el ascenso de los fascismos, etc. Denis Peschanski, uno de los grandes especialistas europeos, lo sintetiza, para el escenario francés, de forma muy precisa: «El tema no es simple, dado que las relaciones dialécticas entre estas poblaciones desplazadas, el Estado, la sociedad civil en el país de acogida y la opinión pública fueron complejas. Dichas relaciones se convirtieron en una cuestión central en las políticas de Estado, los comportamientos y las representaciones en el contexto de crisis proteiforme que caracterizó la Francia de los años treinta. Crisis económica, política y moral, pero asimismo crisis internacional en el contexto del ascenso de los peligros. Las problemáticas esenciales nacen de una tensión extrema: en el preciso momento en que el exilio hacia Francia llega a un punto culminante, las condiciones de acogida resultarán las peores, con la excepción de los dos años del Frente Popular». «En medio de la tormenta», señala el profesor Peschanski para definir la manera como Francia deberá enfrentar el problema y su magnitud, crecida exponencialmente en el invierno de 1939, cuando el fin de la Guerra Civil española, provoca un alud de casi medio millón de personas –civiles y militares– sobre las tierras rosellonesas.

Finalmente, la profesora Alicia Alted no se limita a un análisis descriptivo del exilio español de 1939. Por el contrario, sitúa la tragedia español en un período de largo recorrido, marcado por las migraciones forzosas, las primeras deportaciones de población o los terribles intercambios vinculados a conflictos armados en diferentes rincones de Europa. 1939 fue una primera culminación de un fenómeno histórico moderno, vinculado al salto cualitativo y cuantitativo de los conflictos de los treinta primeros años del siglo pasado.

Largo recorrido, visiones amplias y multidisciplinarias: de la alta política internacional al frentepopulismo, de las actitudes de los intelectuales, a las consecuencias de la Guerra Civil española y su impacto a nivel europeo. El año 1939 fue europeo y español, sin duda alguna. Cerró la puerta a la aventura democrática de la Segunda República y abrió las del infierno de la guerra europea, primero, y mundial después. Las democracias vivieron en el filo de la navaja, y alguna de ellas perecería sin pena ni gloria. Y parecía, sobretodo en aquel año, la hora de los fascismos, del «hombre nuevo» fascista y el inicio de nuevo orden –político, social, ideológico, cultural, económico– europeo. Ante él, el espectro inquietante del comunismo soviético se alzaba en las fronteras orientales, esperando, quizá, el definitivo hundimiento del mundo capitalista. Fascismo y antifascismo, comunismo y anticomunismo, cruzaron sus armas dialécticas –y no tan dialécticas– hasta agotar los recursos oratorios y escritos. Pero el final de los debates de los años treinta, la conclusión del terrible y catastrófico 1939, estaba escrito en la orden para empezar la invasión de Polonia, el 1 de septiembre de aquel año.

EL AÑO 1939. MOMENTUM DE LA GUERRA CIVIL EUROPEA

Enzo traverso

Université de Picardie Jules Verne, Amiens

En física, la palabra de origen latino momentum designa la velocidad adquirida por una masa en movimiento. En algunas lenguas se ha convertido en una metáfora para indicar un arranque, un impulso, una aceleración. Dialécticamente –momentum es un concepto ampliamente empleado por Hegel–, marca un umbral, una condensación de elementos formados con anterioridad cuyo peso acumulativo da un arranque cualitativamente nuevo, abriendo una situación inédita. El año 1939 no es un simple momento en el desarrollo cronológico del siglo XX; constituye más bien un momentum que acelera la precipitación hacia una conflagración mundial. En este texto se analizará como un año-bisagra de la Guerra Civil europea, es decir, de la crisis internacional –cuyo epicentro fue el viejo mundo– nacida en 1914 y acabada en 1945. Los acontecimientos de este año crucial no se inscriben en ninguna teleología histórica, sino que dibujan una constelación de la que es posible, a posteriori, captar los orígenes y los desenlaces.

I

A principios de febrero de 1939, algunos días después de la caída de Barcelona, una primera oleada de refugiados republicanos llega a Francia, cruzando la frontera de los Pirineos. Este movimiento pronto alcanzará dimensiones considerables, hasta el punto de registrarse en la memoria colectiva como un verdadero éxodo bíblico. A lo largo de los meses siguientes, serán alrededor de 450.000 personas las que abandonen España, no únicamente combatientes, sino familias enteras, con ancianos, mujeres y niños. Las autoridades francesas –cuya política de «no intervención» decidida tres años antes, durante el Frente Popular, contribuyó al aislamiento internacional de la República– se enfrentan a este flujo masivo de refugiados de un modo acelerado e improvisado, colocando a combatientes y civiles en unos centros de acogida creados en pocos días, esencialmente a iniciativa de los poderes públicos locales, con los medios de que se disponía, a menudo en las playas. Argelès contará con 77.000 internados, Saint-Cyprien con 90.000, Arles-sur-Tech con 46.000, Barcarès con 13.000. Estos centros fueron la base para numerosos relatos de memorias y reconstrucciones históricas que describen las condiciones materiales espantosas, siempre incapaces de satisfacer las necesidades más elementales de las personas internadas.[1] Lo que hay que subrayar aquí es su carácter híbrido, a medio camino entre centros de ayuda humanitaria y campos de concentración. Por un lado, responden a una demanda urgente y traducen un ímpetu solidario que brota de la opinión democrática y de las asociaciones antifascistas (se crean varios centros a iniciativa de ayuntamientos socialistas o comunistas). Por otro lado, prueban la desconfianza –incluso la hostilidad– de las autoridades francesas ante la perspectiva de acoger a una masa de refugiados políticos que podrían convertirse en un factor de inestabilidad (más allá de las repercusiones diplomáticas de esta opción). Este carácter híbrido y contradictorio está vinculado no obstante a la naturaleza de los lugares. Corresponden a la definición de campo propuesta por Giorgio Agamben: un lugar cercado que toma forma de un espacio de no derecho.[2] Las personas internadas están asistidas, pero pueden también ser perseguidas, según el capricho de las autoridades que deciden sobre su suerte. Son una masa de parias, según la definición formulada por Hannah Arendt en los orígenes del totalitarismo: un grupo de seres humanos privados de existencia política, por tanto excluidos de todo derecho, a los cuales les es «negado el derecho a tener derechos».[3]

El carácter de «campos» de estos centros de acogida alcanzó rasgos cada vez más claros a lo largo de los meses, lo cual vino a confirmar temores difusos. El 19 de mayo de 1939, el filósofo judío alemán Walter Benjamin escribía a Max Horkheimer, director del Instituto de Investigaciones Sociales, entonces instalado en Nueva York, que, en caso de una nueva Guerra Mundial, lo que esperaba a los extranjeros refugiados en Francia era «el campo de concentración».[4] Esta sombría previsión debía concretarse algunos meses más tarde. En septiembre de 1939, tras la firma del pacto germano-soviético y al principio de la Segunda Guerra Mundial, los gobiernos francés y británico anuncian el internamiento de todos los «extranjeros naturales de los territorios que pertenezcan al enemigo». En gran Bretaña son 30.000 los que se internan, especialmente en los campos creados en Kent y en la Isla de man. En Francia son alrededor de 20.000. A la mayoría se los envía a campos que habían sido puestos en marcha en febrero para acoger a los refugiados republicanos españoles. Esta «quinta columna» potencial está formada esencialmente de exiliados antifascistas, en su mayoría judíos, que han tenido que abandonar el III Reich y a los que se ha despojado a menudo de la ciudadanía alemana. En septiembre, se interna a Walter Benjamin y a Hannah Arendt en Nevers, donde permanecen hasta noviembre, cuando se los pone en libertad gracias a la intervención de un parlamentario francés. A Arthur Koestler se le interna en el campo de Vernet, en los Pirineos Orientales, del que escribirá en la lie de la terre (1941).

Ahora bien, la historia de estos campos no se detiene en 1939. En junio de 1940, tras la derrota francesa, se transfieren a la autoridad del nuevo régimen de Vichy. En virtud de la legislación antisemita promulgada por el gobierno petainista a principios de otoño, en 1941 el Estado francés comienza a agrupar a los judíos. Desde verano de 1942, estos campos se convierten en centros de tránsito desde donde se organiza la deportación de los ex refugiados políticos hacia los campos de concentración y de los judíos hacia los campos de exterminio nazis. Dicho de otro modo, los campos de acogida de los republicanos españoles se convirtieron en la antecámara de Auschwitz. Hannah Arendt resumió este recorrido en términos claros: «El exterminio de los judíos –escribe– había comenzado por privarlos de estatuto jurídico […]; antes de hacer funcionar las cámaras de gas, los nazis habían estudiado cuidadosamente la cuestión y descubierto para su gran satisfacción que ningún país iba a reclamar a esta gente. Lo que hay que saber muy bien es que se había creado una condición de completa privatización de derechos mucho antes de que el derecho de vivir fuera contestado».[5] Es comprensible el apelativo con el que se ha grabado el recuerdo de estos lugares en la memoria europea: «los campos de la vergüenza».[6]

Los «campos de la vergüenza», sin embargo, no son los únicos en este año de 1939. La Alemania nazi dispone de muchos, mucho más duros que sus homólogos franceses o británicos. Desde la llegada de Hitler al poder, seis años antes, su número se multiplicó en el conjunto del Reich. Están reservados esencialmente a los oponentes políticos y absorbieron a varias decenas de millares de alemanes. Algunos cuadros del Partido Comunista murieron en ellos. [7] Estos campos prefiguran, bajo una forma aún embrionaria, el sistema de concentración que se convertirá en uno de los aspectos característicos de la Alemania nazi durante la Segunda Guerra Mundial, cuando el número de deportados (prisioneros de guerra, opositores políticos, forzados al trabajo, «asociales», judíos, etc.) alcance la cifra de 7,5 millones de personas. En el otoño de 1939, tras la invasión de Polonia, su número aumenta considerablemente, en paralelo a la creación de los guetos donde se concentra a los judíos de las ciudades conquistadas. En la URSS, por otra parte, el sistema del Gulag ya se ha institucionalizado desde 1930. Su población aumentó considerablemente durante la oleada represiva que acompañó a los procesos de Moscú, entre 1936 y 1938. Con el estallido de la guerra, el sistema de concentración soviético conocerá una expansión ulterior; su población ya no se contará en centenares de miles, sino en millones de deportados (al menos 15, entre los años 1930 e inicios de los años 50).[8] Ya en 1939 el gulag cumple con una función económica importante, en una sociedad soviética lanzada a un proceso de industrialización y de modernización autoritaria, incluso totalitaria.

Durante mucho tiempo, los campos nazis y soviéticos llamaron la atención de los historiadores de forma casi exclusiva. Más recientemente, no obstante, otros campos de este año 1939 comienzan a salir del olvido y a ser objeto de investigaciones amplias. Es el caso de los campos creados por el fascismo italiano en Etiopía o en Libia: dispositivos coloniales de represión política y de persecución racial que son centros de muerte lenta. A partir de 1941 la Italia fascista creará otros, igualmente mortíferos, en los Balcanes.[9] En España es en febrero de 1939, antes incluso del final de la Guerra Civil, cuando el franquismo institucionaliza, gracias a la «ley de responsabilidades políticas» (retroactiva y aplicable a los «crímenes» cometidos desde 1934), su propio sistema de concentración. Los prisioneros de guerra sometidos a los trabajos forzados son ya 60.000, entre una población carcelaria que supera las 270.000 personas.[10]

Este conjunto de campos es bastante heterogéneo: presentan unas características y cumplen unas funciones a menudo diferentes que van de la recepción de refugiados al internamiento de prisioneros de guerra y de opositores políticos. Son centros de tránsito, de ayuda humanitaria, de privación provisional de derechos, de trabajo forzado o de anulación gradual. En 1939 los campos de exterminio todavía no han sido concebidos, pero esta constelación heteróclita aparece, a posteriori, como su premisa indispensable.

II

Los «campos de la vergüenza» franceses de 1939 se inscriben por tanto, con sus especificidades, en una tendencia general. No sólo revelan las contradicciones y las debilidades, la impotencia y la cobardía de las democracias occidentales ante la ascensión del fascismo en Europa, sino que tejen una continuidad –un vínculo físico, según muchos actores de la época– entre la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial. Es muy difícil disociar estas dos guerras, la represión política que las acompaña, los campos de concentración y los genocidios nazis. Podemos ciertamente separarlos en el plano conceptual y analítico, pero su aprehensión histórica sólo puede hacerse a partir de su imbricación en un mismo proceso global. En otros términos, la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial no son más que dos etapas de una única crisis europea cuyos orígenes se remontan a 1914 y de la cual el año 1939 constituye un momentum, una transición crucial. Ciertamente la Guerra Civil española presenta unos rasgos singulares y nadie podría seriamente poner en duda sus propias causas, vinculadas a las contradicciones sociales y culturales del proceso de modernización, a las tensiones políticas que acompañaron el advenimiento de la Segunda República, a la reviviscencia de una cuestión nacional siempre abierta. Pero esta Guerra Civil, cuya conclusión no hace más que anunciar una deflagración más extensa que va a afectar a todo el continente durante seis años, pertenece a un ciclo de conflictos, de guerra y de violencia que, como una segunda guerra de Treinta Años, se extiende entre 1914 y 1945. Si la gran guerra fue el inicio, el año 1939 marca la conclusión de su segunda etapa (española) y el tránsito hacia la tercera, la cual sólo encontrará su propia forma a partir de 1941, con la agresión nazi contra la URSS; en resumen, final de la segunda e inicio de la tercera etapa de una única guerra civil europea.[11] La dimensión internacional de la Guerra Civil española es evidente a los ojos de todos los contemporáneos que perciben la «no intervención» anglo-francesa como la expresión palpable de la impotencia de las democracias liberales frente al ascenso del fascismo. Para Mussolini y Hitler, que deciden enviar sus tropas con el fin de apoyar a los generales golpistas –este apoyo será decisivo por varios motivos–, el carácter ideológico y europeo de este conflicto no tiene ninguna duda. Sin la aviación alemana y sin la presencia sobre el terreno de 70.000 soldados italianos muchas de las victorias del ejército franquista no hubieran sido posibles, del mismo modo que sin las armas soviéticas el frente republicano se habría hundido mucho antes. No hay duda tampoco de que para los 35.000 combatientes de las Brigadas Internacionales llegados a España después de 1936 se trataba de proseguir una lucha antifascista comenzada por todas partes, especialmente en Italia y en Alemania. Para un gran número de observadores, entre 1936 y 1939 es en España donde se juega el destino de Europa.

Mucho antes de que Ernest Nolte lo vulgarizara –en el marco de una interpretación apologética del nazismo que fue objeto de numerosas críticas muy conocidas[12]–, el concepto de Guerra Civil europea fue empleado por un gran número de sus actores, hombres de Estado o intelectuales, pertenecientes prácticamente a todas las corrientes de la cultura política de entreguerras. Del fascismo al comunismo, del nacionalismo al marxismo, pasando por el liberalismo, este concepto atraviesa en efecto todos los campos políticos, tomando en cada ocasión unas connotaciones, si no unas significaciones, diferentes. Fue muy utilizado tanto por los bolcheviques –es así como Trotsky analizaba la situación internacional abierta por la guerra y la revolución rusa– como por los «revolucionarios conservadores» alemanes, de Ernest Jünger a Carl Schmitt, pero también por intelectuales o responsables políticos liberales como John Maynard Keynes o Winston Churchill.[13] No coincidían ciertamente sus concepciones políticas, pero todos manifestaban la aguda conciencia de vivir una época en la que se jugaba, de la manera más trágica, el porvenir de Europa. Dicho de otro modo, era mediante una guerra fratricida como Europa se estaba forjando como comunidad de destino.

El concepto de guerra civil europea no designa un acontecimiento o una guerra, en singular, sino más bien una época situada por entero bajo el signo de la guerra, una época labrada por un ciclo de conflictos y de guerras. Durante el periodo que va de 1914 a 1945, Europa es el teatro de un enredo extraordinario de guerras interestatales, de revoluciones y de contrarrevoluciones, de guerras de liberación nacional, de conflictos de clase y de genocidios. Violencia e ideología se mezclan radicalizando estos conflictos hasta el paroxismo. Uno de los rasgos de este periodo reside en efecto en el surgimiento de conflictos políticos e ideológicos que trascienden los Estados, hasta el punto de romper su unidad y de dividir profundamente a las poblaciones. En otros términos, la guerra entre los Estados soberanos desemboca a menudo en guerras civiles. En el plano historiográfico, el concepto de Guerra Civil europea es sin duda el más apropiado para aprehender el sentido de esta secuencia de violencias extendidas a lo largo de treinta años.

Las razones que justifican el uso del concepto de guerra civil son múltiples. En primer lugar, los conflictos del periodo 1914-1945 ya no admiten ser aprehendidos mediante la concepción clásica de la guerra elaborada por Clausewitz en el siglo XIX, tras la derrota de Napoleón I: la guerra como correlación del Estado, el ejército y el pueblo, en el marco de una confrontación entre unos enemigos legítimos que respetan un conjunto de normas compartidas (ius in bello). Los conflictos de la segunda guerra de Treinta años están manejados como guerras civiles. La anomia jurídica que los caracteriza es típica de las guerras civiles, en las que el derecho de la guerra ya no tiene ningún valor y cada uno de los contendientes quiere destruir al enemigo. La Segunda Guerra Mundial, que marca el clímax en este ciclo de conflictos, se acaba en efecto como una Guerra Civil, mediante la anulación del enemigo que no firma un tratado de paz sino una «rendición incondicional». En 1945 el III Reich no está en la posición de un Estado soberano vencido y por tanto sometido a una ocupación transitoria (como Francia en 1871); en mayo de 1945, el III Reich ha dejado simplemente de existir, del mismo modo que la Confederación sudista al final de la Guerra Civil americana o la República al concluir la Guerra Civil española.

Por otra parte, el concepto de Guerra Civil europea alcanza toda su significación a la luz de una simple constatación: los conflictos de los años 1914-1945 implican profundamente a las poblaciones civiles y toman con frecuencia la forma de guerras contra los civiles, que conforman una parte considerable de las víctimas. Guerra contra los civiles significa bloqueo económico, bombardeos masivos de las ciudades, internamiento de los ciudadanos de los países enemigos, desplazamientos forzados de poblaciones, campañas de colonización y depuración étnica, masacres planificadas y genocidios. El éxodo de los republicanos españoles, en febrero-marzo de 1939, fue precedido por el exilio de los antifascistas italianos, de los antinazis y de los judíos alemanes y austriacos, éxodos más escalonados en el tiempo pero de dimensiones análogas. Fue precedido, tras la Revolución de Octubre y la guerra civil sangrante que la siguió en la URSS, por el éxodo de dos millones de rusos blancos. Se verá seguido, al final de la Segunda Guerra Mundial, por tránsitos de población mucho más masivos, comenzando por el de quince millones de alemanes residentes desde hacía siglos en las zonas orientales del Imperio prusiano y en el conjunto de la Europa central. Una vez más, desde este punto de vista, el año 1939 sólo es una etapa de un proceso más amplio.

III

Volvamos ahora a la caída de Barcelona, el 26 de enero de 1939. El 4 de febrero, el Heraldo de Aragón saluda la entrada de las tropas franquistas en la capital catalana con un artículo del nacionalista Víctor Ruiz Albéniz que termina con las siguientes palabras: «Un castigo bíblico (Sodoma y Gomorra)… para purificar la ciudad roja, la sede del anarquismo y del separatismo… como único remedio para extirpar esos dos cánceres mediante el termocauterio destructor implacable».[14]

Este pasaje, cuya prosa sobrecoge por su violencia, no tiene en realidad nada extraordinario. Es completamente representativo, incluso con su estilo enardecido, de la retórica contrarrevolucionaria, de tonos a menudo apocalípticos, del franquismo, tanto en su vertiente falangista como en su vertiente nacionalcatólica. Julián Casanova, que cita este pasaje en su historia de la Guerra Civil, explica que, en España, fascismo y catolicismo se revelaron compatibles.[15] Sería posible sin duda prolongar su reflexión. A pesar de sus especificidades –un peso del catolicismo sin parangón en el fascismo italiano o el nazismo alemán, una ideología más conservadora que totalitaria, etc.[16]–, el franquismo presenta ciertos rasgos típicos de los fascismos europeos de entreguerras: una fusión entre la cultura de las antiluces y el cientificismo, entre un antimodernismo oscurantista y una propensión muy moderna a emplear la violencia como medio de profilaxis social, de política higienista, incluso a veces eugenista. Diríamos hoy, adoptando el léxico foucaultiano, que el franquismo se inscribe en una tendencia más general consistente en reorganizar la sociedad según un modelo biopolítico.[17] Como revolución conservadora, el franquismo presenta los rasgos de una «cruzada moderna» que articula un discurso reaccionario y tradicionalista con una dominación biopolítica. No se contenta con instaurar un nuevo orden político, puesto que pretende reorganizar la sociedad, modelar los territorios y a las poblaciones. En nombre de la España eterna y de sus valores ancestrales, hay que extirpar el «cáncer» del bolchevismo y del anarquismo con el fin de sanar el cuerpo de la nación.

Desplacémonos ahora hacia la Alemania nazi. En el diario de Josef Goebbels –un texto valioso para penetrar en el paisaje mental del fascismo– se lee en la entrada del 30 de marzo de 1939: «Madrid conquistada, así como Valencia. Exaltación extraordinaria en toda España. Se trata de nuestra victoria (das ist auch ein Sieg von uns). Tenemos buenas razones para felicitarnos».[18] Algunos meses más tarde, cuando el ejército alemán ha invadido Polonia occidental, Goebbels visita el gueto de Lodz, apenas recién creado. En su diario describe la visita en los siguientes términos: «Es indescriptible. Ya no se trata de hombres, sino de animales. ésa es la razón por la cual nuestra tarea no es humanitaria, sino quirúrgica (chirurgische Aufgabe). Hay que cortar, de manera radical. De otro modo, Europa será arruinada una vez más por la enfermedad judía (jüdischen Krankheit). Paseo por las calles polacas. Ya es Asia. Tenemos mucho que hacer para germanizar este territorio».[19]

Las palabras de Goebbels no corresponden a una retórica abstracta, puesto que las sigue la adopción de medidas bien concretas. La ciudad de Lodz queda rebautizada como Litsmanstadt. Desde las primeras semanas de ocupación se toman decisiones cuya aplicación contempla abiertamente eliminar a la élite política, militar e intelectual polaca. Un único ejemplo basta para demostrar el alcance de esta política: en noviembre de 1939 todos los profesores de la universidad de Cracovia, una de las más antiguas del país, son deportados al campo de concentración de Sachsenhausen, donde la mayoría morirá.[20] Se concibe la campaña militar contra Polonia como un Volkstumkampf, «un combate racial» cualitativamente diferente del expansionismo pangermanista clásico (y también de la guerra de conquista que llevará a cabo Alemania al año siguiente en el frente occidental).[21] La Polonia ocupada es anexionada al III Reich (Dantzig y la Posnania) o se transforma en protectorado alemán (el «Gobierno General» dirigido por Hans Frank, que incluye ciudades como Varsovia, Lublin, Cracovia, Radom o Lemberg). No habrá en Polonia régimen colaboracionista. El proyecto nazi contempla, a largo plazo, la colonización alemana de Polonia (donde sólo residen en 1939 un millón de alemanes), lo que implica la expulsión de los polacos residentes en los territorios anexionados al Reich. La eliminación de la élite polaca, así como la guetización de los judíos y la instauración de una estricta separación entre eslavos y alemanes son medidas indispensables para alcanzar este objetivo. Este trabajo de «limpieza» se confía a unas unidades especiales (Einsatzgruppen) que se distinguirán dos años más tarde, durante la operación Barbarroja contra la URSS, en el exterminio de los judíos y en la eliminación de los comisarios políticos del Ejército Rojo. En efecto, como ha subrayado el historiador Ian Kershaw, en 1939 Polonia fue un campo de experimentación de la política de agresión y de colonización que después el nazismo llevará a cabo en el frente oriental.[22] El bombardeo masivo de Varsovia prefigura la Blitzkrieg de 1940 contra Francia, Bélgica y Holanda. Los tránsitos masivos de población prefiguran la reorganización demográfica (el hambre planificada) de Ucrania y de los países bálticos después de 1941.

Los sabios de la Alemania nazi se movilizan con el fin de legitimar dicha política de conquista del «espacio vital» (Lebensraum) en el Este de Europa. En abril de 1939, poco después de la anexión de los Sudetes al III Reich y la transformación de Checoslovaquia en protectorado alemán, el filósofo del derecho Carl Schmitt publica un ensayo titulado Grossraum gegen Universalismus.[23] Opone la idea de «gran espacio» (Grossraum) –«creador» y modelado por la fuerza vital del Volk, el grupo étnico que lo ocupa– a la idea «normativista» de espacio, codificado por el derecho internacional e inspirado ante sus ojos por una forma de universalismo de origen judío. A finales de agosto, justo antes del estallido de la guerra, se desarrolla en Bucarest un congreso internacional de sociología en el que dos jóvenes investigadores alemanes destinados a una brillante carrera en la República Federal Alemana, Thomas Schieder y Werner Conze, en la época especialistas del Ostforschung, presentan una comunicación sobre el problema de la «sobrepoblación» en Europa oriental, preconizando entre otras medidas su «desjudeización». En septiembre, en el momento del estallido de la guerra, presentan a Himmler un memorandum en el que resumen los resultados de su reflexión.[24]

Podemos ahora precisar, a la luz de estas consideraciones generales, la comparación esbozada más arriba entre el editorial del Heraldo de Aragón y el diario de Goebbels. No se trata de establecer una homología histórica entre dos acontecimientos tan diferentes como la Guerra Civil española y la ocupación alemana de Polonia. Lo que los une, no obstante, va más allá de la simple correspondencia en el plano cronológico. Los pasajes del periódico de Zaragoza y del diario del ministro nazi de Propaganda son síntomas que revelan un universo mental y unas categorías analíticas compartidas. Se halla en los dos la misma metáfora médica: «purificar la ciudad roja», «extirpar dos cánceres», sanar la «enfermedad judía» que afecta Europa, «cortar de manera radical», llevar a cabo una «tarea quirúrgica». En los dos casos, la violencia se presenta como un medio de saneamiento de la sociedad, como una operación quirúrgica necesaria para curar un cuerpo enfermo.

IV

Otros síntomas igualmente reveladores se manifiestan en el transcurso del año 1939. El 30 de Enero, Hitler pronuncia en el Reichstag un discurso célebre, que él mismo califica de profético: en el caso de una nueva Guerra Mundial, afirma, el resultado no será «la bolchevización de la tierra y, por tanto, la victoria de los judíos, ¡sino la aniquilación de la raza judía en Europa!».[25] Esta proclamación debe resituarse en su contexto. En 1939, los nazis no han elaborado ningún plan de extermino de los judíos. Hasta el estallido de la guerra, el III Reich lleva a cabo una política de terror y de persecución antisemita con el fin de empujar a los judíos a abandonar su territorio. La «Solución final» no comenzará hasta 1941, con la invasión de la URSS. Durante esta campaña militar de dimensiones titánicas y de una violencia extrema, la conquista del «espacio vital», la colonización del mundo eslavo, la destrucción del bolchevismo y el exterminio de los judíos –considerados como el corazón de la URSS y el cerebro del comunismo– se vuelven un único objetivo. En enero de 1939, sin embargo, el régimen nazi contempla aún deportar a los judíos a un territorio alejado (la metáfora de Madagascar) y su política está todavía orientada hacia su expulsión. El discurso de Hitler revela por tanto un estado de ánimo y una disposición mental. muestra claramente la propensión a adoptar las medidas más radicales, de las deportaciones masivas a la masacre a gran escala. En el contexto de la guerra, todo se volverá posible.

En octubre de 1939, Hitler firma una directiva –no una ley, puesto que esta decisión debe permanecer secreta– que anuncia la Operación T4, es decir, la política de eutanasia que aspira a eliminar a los enfermos mentales, las «vidas indignas de vivir» (lebensunwerte Leben).[26] En diciembre, se crea en Berlín un Instituto de Eutanasia, Tiergaten 4 (del que procede la denominación de esta política). En el transcurso de las semanas siguientes, se pone en marcha la eliminación de cinco mil enfermos mentales en varios hospitales psiquiátricos tanto en Alemania como en Polonia. El dispositivo técnico de la Operación T4 –el principio de las cámaras de gas– se adaptará más tarde, a partir de la primavera de 1942, en los campos de exterminio reservados a los judíos. En 1939, escribe el historiador Saul Friedländer a propósito del antisemitismo nazi, «la posibilidad de la aniquilación flotaba en el aire».[27]

V

El año 1939 marca un momento de crisis en la historia del antifascismo. Primero la derrota republicana en la Guerra Civil española y luego la firma del pacto germano-soviético lo afectan en profundidad. En primavera, la victoria franquista lo desmoraliza; en agosto, el pacto de no agresión firmado por los ministros de Asuntos Exteriores del III Reich y de la URSS, molotov y Ribbentrop, lo trastorna, cuestionando sus convicciones y sus compromisos. La Segunda Guerra Mundial se inicia en un clima de desconcierto de la opinión internacional y del movimiento antifascista. El trauma precede la previsible derrota polaca. Las consecuencia del pacto – la partición de Polonia y de los países bálticos– resultan de inmediato evidentes, incluso si algunas de sus cláusulas secretas particularmente abyectas (el intercambio de prisioneros políticos) no son aún conocidas. En el transcurso del otoño de 1939, un gran número de dirigentes e intelectuales, de Arthur Koestler a Willi Münzenberg, de Leo Valiani a Umberto Terracini, de Manès Sperber a Paul Nizan, abandona los partidos comunistas.[28]

El pacto germano-soviético parece de repente legitimar un concepto aparecido en Italia durante los años veinte, después adoptado en el seno del léxico político occidental, cuya posición sigue siendo no obstante vaga e incierta: el totalitarismo. Es en noviembre de 1939 cuando la American Philosophical Society organiza en Filadelfia, bajo la dirección del historiador de la Universidad Columbia de Nueva York, Carlton Hayes, el primer coloquio internacional consagrado a este tema. En el transcurso del otoño, Franz Borkenau, historiador austriaco, exmilitante comunista y exmiembro de la Escuela de Frankfurt, escribe su obra The Totalitarian Enemy, donde califica el comunismo como «fascismo rojo» y el nazismo de «bolchevismo pardo». En París, Raymond Aron interpreta fascismo y comunismo como dos formas distintas pero complementarias de un mismo «maquiavelismo moderno».[29]

Es por tanto en esta coyuntura histórica donde nace un paradigma destinado a imponerse durante la guerra fría y defendido aún recientemente por numerosos politólogos e historiadores, de Martin Malia a François Furet.[30] Este paradigma consiste en identificar fascismo y comunismo como dos manifestaciones paralelas de un solo fenómeno político, dos regímenes íntimamente similares y que, en el fondo, participan de una misma naturaleza a pesar de sus discrepancias ideológicas. Según los teóricos del totalitarismo, el pacto germano-soviético no habría sellado una alianza provisional y contradictoria, sino que revela la afinidad profunda, incluso la naturaleza análoga de quienes lo suscriben. Este diagnóstico se convertirá en el caballo de batalla del liberalismo posbélico (y sigue siendo en gran medida uno de los tópicos del discurso memorial y de la vulgata postotalitaria de este principio del siglo XXI).

La intuición fulgurante que muchos observadores creen tener ante las fotos de molotov estrechando la mano de Ribbentrop, en un decorado sorprendente en el que en segundo plano aparecen la hoz y el martillo al lado de la cruz gamada, es pese a todo engañosa. Observado bajo este ángulo, el año 1939 fue el año del malentendido. La alianza entre la URSS y el III Reich tiene unas motivaciones contingentes y transitorias: Hitler no quiere llevar una guerra en dos frentes, repitiendo el fracaso del imperio de Guillermo durante la guerra de 1914; Stalin considera que el Ejército Rojo –cuyas jerarquías han quedado decapitadas por las purgas de los años anteriores– no está todavía preparado para una nueva guerra, aun cuando sepa que será inevitable. En efecto, la duración de este pacto será efímera. Dos años más tarde, el enfrentamiento entre la Wehrmacht y el Ejército Rojo tomará unas dimensiones literalmente apocalípticas.

El 22 de septiembre de 1939 se desarrolla una parada militar germano-soviética en la ciudad de Brest-Litovsk, nueva frontera entre el III Reich y la URSS tras la partición de Polonia. Una foto nos muestra el encuentro entre las dos principales personalidades de dicho acontecimiento: el general alemán Heinz guderian y el coronel ruso Semyon mosseyevitch Krivotschein. Firmes en sus uniformes, sonríen ante las cámaras para una foto de recuerdo. Resulta muy interesante comparar las trayectorias de los dos altos mandos.[31]Nacido en Kulmhof, en Prusia Oriental, guderian participó en la Primera Guerra Mundial y, durante un breve período, intervino al frente de una unidad militar alemana cerca de Kazán, en tiempos de la Guerra Civil rusa. Teórico de la Blitzkrieg, dirigirá el ataque de las Ardenas en 1940 y luego, al año siguiente, al mando del segundo ejército mecanizado de la Wehrmacht, será uno de los actores de la operación Barbarroja contra la Unión Soviética. Krivotschein es un judío ruso. Se adhirió al Partido Bolchevique en 1917, a los dieciocho años, y al año siguiente se enroló en el Ejército Rojo, y combatió en la célebre caballería de Budionny. Acudió voluntario a España como experto militar soviético durante la Guerra Civil y, en otoño de 1936, dirigió la unidad mecanizada republicana durante la batalla de Madrid. Nombrado general en 1940, en el momento de introducirse dicho grado en el Ejército Rojo, participará en la Segunda Guerra Mundial y se convertirá en el estratega de la victoria soviética en la batalla de Kursk y posteriormente de la reconquista de Bielorrusia, incluida la ciudad de Brest-Litovsk. En 1945, Krivotschein será uno de los principales colaboradores del general Zukhov en la ofensiva que conducirá al Ejército Rojo a Berlín. Si se comparan los itinerarios de esos dos generales, el uno prusiano y pangermanista, el otro judío y bolchevique, se puede apreciar mejor el significado de su encuentro del 22 de septiembre de 1939: no la convergencia lógica y coherente entre los representantes de dos regímenes totalitarios, sino un episodio excepcional y efímero que posee, a posteriori, una dimensión absurda y surrealista.

El perfil que adopta la época de la Guerra Civil europea, cuando se presenta a nuestra mirada retrospectiva, no es el de una alianza o una coalición entre totalitarismos; es más bien la de un enfrentamiento radical, irreconciliable y terriblemente mortífero entre el fascismo y el comunismo. Tomada en su conjunto, la Segunda Guerra Mundial no opuso la democracia al totalitarismo. Se terminó mediante la victoria de una coalición entre las democracias liberales (gran Bretaña y los Estados Unidos) y el comunismo (la URSS) contra el fascismo (las fuerzas del Eje). A pesar de sus rasgos similares –dictadura, ideología de Estado, partido único, sistema de campos de concentración, jefe carismático, etc.–, la Alemania nazi y la Unión Soviética defendían visiones del mundo y se apoyaban sobre bases sociales completamente antinómicas. En 1939, esta diferencia de naturaleza estaba oscurecida, el tiempo de un malentendido. El antifascismo recupera su impulso y reaparece en escena a partir del verano de 1941. Los partidos comunistas recuperan su influencia y se imponen en el seno de los movimientos de Resistencia. En el corazón de la experiencia antifascista se halla la alianza entre la democracia y el comunismo, los herederos de las Luces (de las que el estalinismo es la versión paroxística y totalitaria, hasta el punto de cuestionar sus premisas, pero no la negación).[32]En el plano filosófico, la Segunda Guerra Mundial podría resumirse en un conflicto entre Luces y anti-Luces, no entre democracia y totalitarismo (puesto que dicha lectura sólo podría realizarse al precio de negar la dimensión totalitaria del estalinismo).

VI

En el año 1939 aparece uno de los grandes clásicos de la sociología del siglo XX: es en Basilea, en Suiza, donde el joven Norbert Elias, en ese momento exiliado en gran Bretaña, publica El proceso de civilización (Über den Prozess der Zivilisation).[33]En la obra elabora un concepto de civilización muy marcado por la influencia de Max Weber y Sigmund Freud. El monopolio estatal de la violencia y el autocontrol de las pulsiones unidos a la racionalidad moderna, explica a lo largo de sus páginas, conducen a una sociedad pacificada, «civilizada». La civilización de la que habla Elias no es la Zivilisation técnica opuesta a la Kultur de la que Thomas Mann se había vuelto el flagelador al final de la gran guerra en sus Consideraciones de un apolítico. Se trata más bien de una fusión de cultura y de modernidad. Su libro –que en la época pasa desapercibido– constituye en efecto el apogeo, en el seno de las ciencias sociales, de una idea de Progreso que las Luces habían forjado durante el siglo XVIII en su impulso de optimismo antropológico y que la cultura occidental había luego adoptado, durante el siglo siguiente, como una especie de «ley» que rigiera el movimiento de la historia.

En un pasaje desconcertante de este libro, Elias compara las costumbres pacíficas de los pueblos europeos civilizados con la «agresividad» (Kampflust) y con el «furor» guerrero del «combatiente abisinio». Comparada con este salvajismo «impotente ante el aparato técnico de un ejército civilizado», se apresura a precisar, «la agresividad de las naciones más belicosas del mundo civilizado parece moderada». En este mundo, concluye, «la fuerza bruta y desencadenada» sólo sobrevive bajo una forma «patológica».[34]

Este pasaje sorprendente –publicado a tres años de distancia de una guerra realizada en Etiopía por el ejército italiano con la ayuda de armas químicas, con unos soldados «civilizados» que exhibían como trofeos de guerra las cabezas cortadas de los jefes de las tribus «salvajes»– no muestran solamente la ceguera y la ingenuidad de Elias. Revela los límites y las contradicciones de una cultura que es también la matriz del antifascismo.

Salvo algunas figuras aisladas, los antifascistas son incapaces de captar la «dialéctica de la Ilustración»;[35]no ven en el fascismo más que una regresión, una recaída de la civilización en la barbarie, según la fórmula habitual en la época. muy pocos son los que comprenden que el nazismo no es solamente hijo de las antiluces, sino también el producto de una dialéctica que transformó el racionalismo occidental de fuerza emancipatoria en dispositivo de dominación, el progreso técnico en regresión social. Es a finales de 1939 cuando Walter Benjamin, exiliado en París, emprende la redacción de sus célebres «Tesis» en las que la historia está representada por un ángel que contempla asustado el pasado, extendido bajo sus ojos como un paisaje de ruinas antaño llamado «progreso». milagrosamente salvado al año siguiente, este texto sólo se descubrirá y comprenderá algunos decenios más tarde.

Traducción de Juan A. Herrero Díez

[1] Sobre la historia de estos campos, cf. Denis Peschanski, La France des camps. L’internement 1938-1946, París, Gallimard, 2002 ; Geneviève Dreyfus-Armand y Émile Témime, Les camps sur la plage. Un exil espagnol, París, Éditions Autrement, 2008.

[2] Giorgio Agamben, «Che cos’è un campo?», en Mezzi senza fine. Note sulla politica, Turín, Bollati-Boringhieri, 1996, pp. 35-41.

[3] Hannah Arendt, The Origins of the Totalitarianism