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Cuatro semanas no son demasiado para encontrar a alguien dispuesto a acompañarte a la boda de tu hermana al otro lado del Atlántico, y menos aún si tiene que fingir que te ama. Suena ridículo, sí, pero lo es aún más que Aaron Blackford, el compañero de trabajo al que Catalina no soporta, se ofrezca a hacerlo. Pero Lina está desesperada, y deberá sopesar qué es peor: aguantar a Aaron, con su aire petulante y sus ojos de hielo, o admitir a su familia que ha mentido y que es todo una farsa. Como diría su abuela: que Dios nos pille confesados.
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Helen Hoang, autora best seller de El test del amor
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Para quienes persiguen sus sueños, no os rindáis nunca.
No somos de los que se dan por vencidos, ¿me oís?
—Iré contigo a la boda.
Nunca (ni en mis sueños más descabellados, y eso que tengo mucha imaginación) pensé que escucharía esas palabras en ese tono firme y ronco.
Bajé la mirada hacia mi café y entrecerré los ojos, intentando detectar indicios de alguna sustancia alucinógena en el aire. Al menos, eso hubiera explicado lo que acababa de pasar. Pero no.
Nada. Solo lo que quedaba de mi café americano.
—Si tan desesperada estás, yo te acompañaré. —De nuevo esa voz.
Levanté la cabeza, con unos ojos como platos. Abrí la boca y volví a cerrarla de golpe.
—Rosie… —logré decir. Las palabras salieron como un susurro—. ¿Está aquí de verdad? ¿Puedes verlo o estoy flipando?
Rosie (mi mejor amiga y compañera de trabajo en InTech, la consultora en ingeniería de Nueva York en la que nos conocimos y donde seguimos trabajando a día de hoy) asintió despacio con la cabeza. Vi como sus rizos castaños rebotaban con el movimiento y una expresión de desconcierto se apoderaba de sus facciones, en general, bastante relajadas.
—Nop. Está aquí —dijo en voz baja mientras estiraba el cuello para espiar lo que sucedía a mi espalda—. Hola. ¡Buenos días! —saludó, simpática, y volvió a mirarme—. Justo detrás de ti.
Con los labios separados, miré fijamente a mi amiga. Estábamos al final del pasillo del undécimo piso de las oficinas de InTech. Nuestros escritorios quedan bastante cerca, así que, en cuanto entré al edificio (situado en el corazón de Manhattan, delante de Central Park) fui directamente hacia ella.
Mi plan consistía en echarnos un rato en los sillones de madera que habían puesto en recepción para que se sentaran los clientes mientras esperaban y que solían estar vacíos a esta hora de la mañana. Pero no lo conseguimos. Dejé caer la bomba antes de que pudiéramos sentarnos. Necesitaba los consejos de Rosie con urgencia. Y entonces… él se materializó de la nada.
—¿Tengo que repetirlo una tercera vez? —Su pregunta provocó una nueva ola de desconfianza y me congeló la sangre.
No me creía lo que estaba pasando, lo que estaba diciendo no tenía ningún sentido. No en nuestro mundo. En el que…
—De acuerdo, bien —suspiró—. Puedo acompañarte. —Hizo una pausa que volvió a llenarme de una aprensión heladora—. A la boda de tu hermana.
Puse la espalda recta, con los hombros rígidos. Sentí como la blusa de satén que llevaba por dentro de los pantalones beige se estiraba con el movimiento.
«¿Se está autoinvitando a la boda de mi hermana? ¿Cómo mi acompañante? ¿Por qué?»
Pestañeé mientras sus palabras retumbaban en mi cabeza.
Algo se liberó en mi interior. La situación absurda y la broma perversa que este hombre, en el que sabía que no podía confiar, se traía entre manos hicieron que un bufido me trepara por la garganta, fuerte y claro, como si no pudiera esperar ni un segundo más.
Sentí un gruñido a mis espaldas.
—¿Qué es tan gracioso? —Su voz parecía más fría—. Lo digo en serio.
Volví a reprimir la carcajada. No lo creí. Ni por un segundo.
—Las posibilidades de que esté hablando en serio —le dije a Rosie—, son equiparables a que Chris Evans salga de la nada y me confiese que lleva toda la vida enamorado de mí. —Hice una mueca mirando a ambos lados—. Ninguna. Así que, Rosie, me estabas contando algo acerca de… el señor Frenkel, ¿no?
El señor Frenkel no existía.
—Lina —dijo Rosie con una sonrisa falsa, mostrando todos los dientes, la que sabía que usaba cuando no quería ser maleducada—. Creo que sí habla en serio —dijo, sin relajar la sonrisa de loca e inspeccionando al hombre de pie a mi espalda.
—Nop. No puede ser. —Sacudí la cabeza, me resistía a darme la vuelta y ver que existía una mínima posibilidad de que mi amiga tuviera razón.
No podía ser. Era imposible que Aaron Blackford, con quien peor me llevaba en la oficina, propusiera algo así. De. Ninguna. Manera.
Un suspiro impaciente me llegó desde atrás.
—Estamos entrando en un círculo vicioso, Catalina. —Una pausa larga. Otro suspiro, más fuerte y mucho más largo. Pero no me di la vuelta. Me mantuve firme—. Por mucho que me ignores, no voy a desaparecer. Lo sabes bien.
Lo sabía.
—Pero eso no significa que no pueda seguir intentándolo —murmuré.
Rosie me fulminó con mirada y volvió a espiar a mis espaldas, sin que le flanqueara la sonrisa.
—Lo siento, Aaron. No te estamos ignorando. —Su sonrisa seguía tensa—. Estamos… debatiendo.
—Sí que lo estamos ignorando. No tienes que preocuparte por sus sentimientos. No tiene.
—Gracias, Rosie —le dijo Aaron a mi amiga con un tono menos frío. ¿Estaba siendo amable? No creía que fuera una definición que entrase en su diccionario personal. Eso sí, siempre había sido menos… severo con Rosie. Obviamente, no era mi caso—. ¿Podrías decirle a Catalina que se dé la vuelta? Me gustaría hablarle a la cara y no a la nuca. —Su tono descendió a temperaturas bajo cero—. Eso, claro, si no se trata de uno de esos chistes que nunca entiendo y que tampoco me hacen gracia.
El calor me subió por el cuerpo hasta la cara.
—Claro —respondió Rosie—. Creo… Creo que puedo hacerlo. —Movió la mirada desde ese punto a mis espaldas hacia mi cara y levantó las cejas—. Lina… a Aaron le gustaría que te dieras la vuelta, siempre y cuando este no sea uno de tus chistes…
—Gracias, Rosie. Lo he escuchado —dije con los dientes apretados. Podía sentir el fuego en las mejillas, pero me resistía a darme la vuelta porque eso significaría dejarle ganar esta partida, sea cual sea el juego al que estuviera jugando. Además, acababa de decir que no era graciosa. Él—. Si no te importa, dile a Aaron que no creo que sea posible reírse y mucho menos entender un chiste si no se tiene sentido del humor, por favor. Nada más. Gracias.
Rosie se rascó el costado de la cabeza y me miró pidiendo clemencia. Parecía que me gritaba con los ojos: «No me hagas esto».
Abrí mucho los míos para ignorar su petición y rogarle que me siguiera la corriente.
Lanzó un soplido y volvió a mirar a mi espalda.
—Lina cree que…
—Gracias, Rosie, la he escuchado.
Estaba tan en sintonía con él (con esto) que noté el ligero cambio en su tono. Iba a usar la voz que solo ponía conmigo. Era igual de seca y fría, pero con una capa de desdén y distancia. Esa que pronto se convertiría en un ceño fruncido. No necesitaba darme la vuelta para saberlo. Siempre estaba presente cuando se trataba de mí y de esta… cosa que había entre nosotros.
—Estoy seguro de que mis palabras le están llegando a Catalina allí abajo, pero te agradecería que le dijeras que tengo que trabajar y que, por favor, no alargue esto mucho más.
¿Allí abajo? Este tío es gilipollas, además de un armario empotrado.
No soy bajita, estoy un poco por encima de la media, de la media española, claro. Mido algo más de metro sesenta, casi sesenta y cinco. Rosie volvió a fijar sus ojos verdes en mí.
—Aaron tiene que trabajar y te agradecería…
—Si… —Me detuve cuando escuché que mi voz sonaba aguda y chillona. Me aclaré la garganta y volví a intentarlo—. Si tan ocupado está, por favor, dile que es libre de privarme de su presencia. Puede volver a su oficina y seguir con su obsesión por el trabajo que, sorprendentemente, ha interrumpido para meter las narices en un asunto que ni le va ni le viene.
Mi amiga abrió la boca, pero el hombre que tenía a la espalda habló antes de que ella pudiera pronunciar una palabra.
—Bueno, ya has escuchado lo que he dicho. Mi propuesta. Así que, bien… —Una pausa. Lo maldije por dentro—. ¿Cuál es tu respuesta?
Rosie volvió a poner expresión de sorpresa. Seguí mirándola y me imaginé cómo el tono marrón de mis ojos debía estar adquiriendo un matiz rojo por la rabia.
¿Mi respuesta? ¿Qué mierda sacaba él de esto? ¿Era una nueva y creativa manera de jugar con mi mente, con mi cordura?
—No tengo ni idea de qué habla. No he escuchado nada —mentí—. Puedes decírselo. —Rosie se puso un rizo detrás de la oreja, alternando la mirada entre Aaron y yo.
—Creo que se refiere a cuando se ha ofrecido a acompañarte a la boda de tu hermana —explicó Rosie con dulzura—. Ya sabes, después de que me dijeras que las cosas habían cambiado y que tenías que encontrar a alguien (a cualquiera, creo que fueron tus palaras exactas) para que te acompañara a España y fuera contigo a la boda porque, si no, te morirías de forma lenta y dolorosa…
—Ya, ya, lo pillo. —Me apresuré a interrumpirla y sentí cómo me ardía la cara al darme cuenta de que Aaron lo había escuchado todo—. Gracias, Rosie, no hace falta que sigas con el resumen. —O me moriría de una forma lenta y dolorosa en ese mismo momento.
—Creo que la palabra exacta que has usado es «desesperada» —aportó Aaron. Me ardieron las orejas cuando lo escuché, es probable que tuvieran cinco tonos de rojo radioactivo.
—No. —Exhalé—. No he usado esa palabra.
—Tú… Lo has hecho, cariño —confirmó mi mejor amiga (bueno, mi ex mejor amiga a partir de ese momento).
—¿Qué ha sido eso, traidora? —murmuré por lo bajo.
Pero ambos tenían razón.
—De acuerdo. Bien. Lo he dicho. Pero no estoy desesperada.
—Eso es exactamente lo que diría una persona desamparada. Pero si duermes más tranquila pensando que no, Catalina…
—No es asunto tuyo, Blackford, pero no estoy desamparada, ¿de acuerdo? —Lo insulté por dentro y perdí la cuenta de cuántas veces lo había hecho esa mañana. Entrecerré los ojos—. Y duermo muy bien. Es más, nunca había dormido mejor.
¿Qué más daba sumar otra mentira a todas las que ya había dicho? Sí que estaba desamparada y desesperada por encontrar a alguien que me acompañase a esa boda. Pero eso no significaba que…
—Lo que tú digas.
Es irónico que, de todas las malditas palabras que Aaron Blackford le dijo a mi nuca esa mañana, fueran esas las que echaran por tierra mi falsa pose de indiferencia.
Esa aclaración condescendiente, aburrida y despectiva, tan de Aaron.
«Lo que tú digas».
Me hervía la sangre.
Era una reacción tan impulsiva y desproporcionada para una frase de cuatro palabras, que, dicha por cualquier otra persona, no hubiese significado nada, que no me di cuenta de que me estaba dando la vuelta hasta que fue demasiado tarde.
Debido a su altura sobrenatural, me recibió un ancho pecho cubierto por una camisa blanca y ajustada que me hizo desear apretar la tela en un puño y arrugarla porque, ¿quién va por la vida tan pulcro y planchado todo el puñetero tiempo? La respuesta es Aaron Blackford.
Recorrí los hombros definidos y el cuello fuerte con los ojos hasta llegar a la línea recta de la mandíbula. Los labios apretados formaban una línea, justo como había imaginado que harían. Mis ojos siguieron subiendo y llegaron a los suyos (de un azul que me recordaba a las profundidades del océano, donde todo es frío y mortal) y me di cuenta de que me estaba mirando. Levantó una ceja.
—¿«Lo que tú digas»? —siseé.
—Sí. —Esa cabeza, llena de pelo negro, asintió solo una vez, sin dejar de mirarme—. No quiero perder más tiempo discutiendo algo que sé que nunca admitirás porque eres demasiado cabezota. Así que, sí: lo que tú digas.
Ese exasperante hombre de ojos azules que se debe pasar más tiempo planchando que relacionándose con otros seres humanos no me haría perder la paciencia antes de la hora del desayuno.
Mientras luchaba por mantener mi cuerpo bajo control, inhalé largo y profundo, y me puse un mechón de pelo detrás de la oreja.
—Si esto es una pérdida de tiempo, no entiendo qué sigues haciendo aquí. Por favor, desaparece de mi vista… y de la de Rosie.
Para no verse involucrada en esta decisión, la señorita Traidora lanzó un ruidito distraído.
—Lo haría —dijo Aaron en un tono más conciliador—. Pero sigues sin responder a mi pregunta.
—No era una pregunta —dije, y las palabras me supieron amargas—. Lo que sea que hayas dicho, no era una pregunta. Pero eso da igual, no te necesito, muchas gracias.
—Lo que tú digas —repitió y me enervó aún más—. Aunque creo que sí me necesitas.
—Crees mal.
—Y, sin embargo, sonabas como si me necesitaras de forma desesperada. —Alzó la ceja aún más.
—Me temo que sufres un serio problema de audición porque, como ya te he dicho, lo has escuchado mal. No te necesito, Aaron Blackford. —Tragué saliva para intentar quitarme la sequedad de la boca—. Si lo necesitas, te lo doy por escrito. O te envío un correo, lo que prefieras.
Lo pensó durante un segundo, sin ningún tipo de interés. Sabía que no me iba a dejar ganar sin pelear. Lo confirmó cuando volvió a abrir la boca.
—¿No has dicho que la boda es dentro de un mes y que no tienes acompañante?
—Puede ser. No lo recuerdo con exactitud. —Presioné los labios en una línea recta. Es justo lo que había dicho. Palabra por palabra.
—¿Acaso Rosie no te ha respondido que si te sentabas en el fondo e intentabas no llamar la atención quizá nadie se daría cuenta de que habías ido sola?
La cabeza de mi amiga apareció de golpe en mi campo de visión.
—Sí, es lo que he dicho. También le he sugerido que usara un color que no llamase mucho la atención y no el despampanante vestido rojo…
—Rosie —interrumpí—. No me estás ayudando.
Los ojos de Aaron no vacilaron mientras continuaba su diatriba.
—¿No le has recordado a Rosie que eras la jodida (tu palabra) dama de honor y que, de todos modos, te iba a ver Dios y su madre (tus palabras textuales, otra vez)?
—Lo ha dicho —confirmó la señorita Traidora. Giré la cabeza en su dirección—. ¿Qué? —Se encogió de hombros y firmó su sentencia de muerte—. ¿Qué voy a hacer yo si lo has dicho, cariño?
Necesito nuevos amigos. Para ayer.
—Lo ha dicho —corroboró Aaron y volvió a atraer mi atención y mi mirada—. ¿Y no has dicho que tu exnovio es el padrino y que, de solo pensar en tener que verlo cuando tú eres una tonta patéticamente soltera (de nuevo, tus palabras), querías arrancarte la piel?
Sí. Es justamente lo que he dicho. Pero no pensé que Aaron fuera a escucharme. De lo contrario, nunca lo hubiera admitido en voz alta.
Pero parece que había estado ahí toda la conversación. Ahora lo sabía. Me había escuchado admitir todo eso y había decidido echármelo en cara. Y, por mucho que quisiera convencerme de que no me importaba (de que no debería importarme), el dolor seguía ahí. Me hacía sentir todavía más sola, tonta y patética.
Me tragué el nudo que se me había formado en la garganta e intenté desviar la mirada, que posé cerca de su nuez. No quería ver qué expresión ponía. Burla. Lástima. No me importaba. No era el primero que tenía ese concepto de mí, podía vivir con ello.
Su garganta se movió. Lo supe porque era lo único que me permitía mirar.
—Estás desesperada.
Exhalé, dejando pasar el aire por los labios que mantenía presionados. Un gesto afirmativo con la cabeza: eso fue todo lo que le concedí. Y no entendí por qué lo había hecho. Yo no era así. Solía pelear hasta que mi contrincante sangrara. Era lo que hacíamos los dos. No nos preocupaban los sentimientos del otro. No era nuestra primera pelea.
—Entonces llévame. Iré contigo a la boda, Catalina.
Levanté la mirada poco a poco y me invadió una extraña combinación de cautela y vergüenza. Que lo hubiera presenciado todo ya era bastante malo, pero que, encima, ¿intentara sacar ventaja? ¿Sacar lo peor de mí?
A menos que no fuera eso lo que buscaba. A menos que hubiera otra respuesta, un motivo que explicara por qué se estaba ofreciendo para ser mi cita.
Le estudié la cara, analicé todas las opciones y posibles motivaciones, pero no logré llegar a ninguna conclusión razonable. No encontré ninguna respuesta que me pudiera ayudar a entender por qué estaba tan empecinado en acompañarme.
Solo la verdad. La realidad. No éramos amigos. Aaron Blackford y yo apenas nos tolerábamos. Éramos crueles el uno con el otro, nos señalábamos los errores, nos criticábamos la forma de trabajar, pensar y vivir. Acentuábamos las diferencias. Incluso hubiese sido capaz de arrojarle dardos a una diana con su foto. Y estoy casi segura de que él hubiera hecho lo mismo, porque yo no era la única que conducía por la Ruta del Rencor. Era una carretera de doble sentido. Sin tener en cuenta que todo esto había sido cosa suya. Yo no era la culpable de la distancia. Entonces, ¿por qué quería ayudarme y por qué debería considerarlo?
—Puede que esté desesperada por encontrar una cita, pero no tanto —repetí—. Como ya he dicho.
—Piénsatelo. Sabes que no tienes ninguna otra opción. —Suspiró, cansado. Impaciente. Enfurecido.
—No hay nada que pensar. —Sacudí la mano. Después sonreí, imitando la sonrisa falsa con dientes de Rosie—. Preferiría llevar un chimpancé con traje antes que a ti. —Levantó las cejas, pude ver en sus ojos que mi comentario le había parecido ocurrente.
—Sabes tan bien como yo que no. Aunque algún chimpancé podría estar a la altura de las circunstancias, tu ex estará allí. Tu familia. Has dicho que querías impresionarlos y yo causaría ese efecto. —Ladeó la cabeza—. Soy tu mejor opción.
—Tú no eres mi mejor nada, Blackford. —Lancé un bufido. Era peor que un grano en el culo—. Y tengo muchas más opciones —contraataqué, encogiéndome de hombros—. Puedo buscar a alguien en Tinder. Incluso publicar un anuncio en The New York Times. Ya encontraré a alguien.
—¿Con tan poco tiempo? Permíteme dudarlo.
—Rosie tiene amigos. Seguro que alguno está dispuesto a acompañarme.
Era lo que tenía en mente desde el principio. La razón por la que había ido a hablar con Rosie a primera hora. Me di cuenta de que había cometido un error de principiante. Debería haber esperado y haber llevado a Rosie a un lugar seguro, lejos de Aaron, para hablar. Pero después de la llamada de mi madre… Bueno, digamos que las cosas habían cambiado, o al menos mi situación. Había llegado a un punto en que me conformaría con cualquiera. Con cualquiera menos con Aaron, claro. Rosie era de Nueva York de toda la vida, tenía que conocer a alguien.
—¿No, Rosie? Seguro que tienes algún amigo disponible. —Su cabeza volvió a aparecer.
—Marty quizá esté disponible. Le encantan las bodas.
—¿Marty no fue el que se emborrachó en la boda de tu primo, le quitó el micrófono a la banda y cantó My Heart Will Go On hasta que tu hermano lo bajó del escenario? —La fulminé con la mirada.
—Ese mismo. —Hizo una mueca.
—Mejor no. —No podía llevar una persona así a la boda. Mi hermana le arrancaría el corazón y nos lo serviría de postre—. ¿Y Ryan?
—Felizmente comprometido.
—No me sorprende. Es un partidazo. —Se me escapó un suspiro.
—Lo sé. Por eso os monté tantas encerronas, pero tú… —Me aclaré la garganta para interrumpirla.
—No estamos discutiendo por qué sigo soltera. —Le eché una mirada rápida a Aaron. Seguía mirándome con los ojos entrecerrados—. ¿Y… Terry?
—Se mudó a Chicago.
—Maldita sea. —Sacudí la cabeza y cerré los ojos un instante. Estaba andando en círculos—. Entonces contrataré a un actor. Le pagaré para que tenga una cita conmigo.
—Eso te saldrá muy caro —dijo Aaron sin expresión—. Y los actores no han estudiado para que los contraten para mentir o para que las solteronas les paguen para que les hagan de acompañante. —Frunció los labios, como suele hacerlo cuando algo le fastidia.
—Entonces contrataré a un acompañante profesional. —Lo fulminé con una mirada exasperada.
—¿Preferirías llevar un prostituto a la boda de tu hermana antes que a mí?
—Estoy hablando de un acompañante, Blackford, por Dios —murmuré mientras veía como movía las cejas hasta formar un ceño fruncido—. No estoy buscando esa clase de servicio. Solo necesito que alguien me acompañe. Y eso es lo que hacen los acompañantes. Te acompañan a sitios.
—No es lo que hacen, Catalina. —Su voz era profunda y helada. Me juzgaba.
—¿Nunca has visto una comedia romántica? —Frunció aún más el ceño—. ¿Ni siquiera El día de la boda? —No respondió, pero me sostuvo la mirada—. ¿Ves películas o solo… trabajas? —Existe la posibilidad de que ni siquiera tenga televisor. Su expresión no cambió. «Dios, no tengo tiempo para esto. No tengo tiempo para él»—. ¿Sabes qué? Da igual, no te preocupes. —Levanté las manos y las entrelacé—. Gracias por… esto. Lo que sea que haya sido. Gran aportación. Pero no te necesito.
—Creo que sí.
—Creo que eres un poquito pesadito. —Pestañeé.
—Catalina. —Me miró fijamente y la forma en que dijo mi nombre me exasperó aún más—. Estás loca si crees que vas a poder encontrar a alguien en tan poco tiempo.
Una vez más, Aaron Blackford tenía razón. Quizá estaba un poco loca. Y él ni siquiera se imaginaba la mentira. Mi mentira. Y nunca se la contaría. Pero eso no cambiaba los hechos. Necesitaba a alguien, a cualquiera, (pero no a Aaron) que me acompañara a la boda de Isabel en España. Porque (A), yo era la hermana de la novia y la dama de honor. (B), mi ex, Daniel, era el hermano y padrino del novio, y el día anterior me había enterado de que estaba felizmente comprometido, algo que mi familia me había ocultado. (C), dejando de lado un par de citas que acabaron en desastre, llevaba casi seis años soltera. Desde que dejé España y me mudé a Estados Unidos, poco después de que la única relación que había tenido me explotara en la cara. Todos los invitados lo sabían (porque no hay secretos en familias como la mía, y mucho menos en un pueblo pequeño como el que me había visto nacer) y sabía que les daba pena. Y (D), estaba mi mentira.
La mentira.
La que le di de comer a mi madre y, por extensión, a todo el clan Martín (porque, en lo que a nosotros respecta, no existen los límites ni la privacidad). Seguro que a estas alturas mi mentira ya había aparecido en el periódico local.
«Catalina Martín ya no está soltera. Por fin. Su familia se alegra de anunciar que traerá a su novio estadounidense a la boda. Estáis todos invitados a venir y presenciar el milagro de la década».
Porque eso era justamente lo que había hecho. Justo después de que la noticia del compromiso de Daniel saliera de los labios de mi madre y me llegara a los oídos, a través del auricular del teléfono, dije que yo también iría con alguien. No, esas no fueron mis palabras. Dije (mentí, engañé, declaré en falso) que llevaría a mi novio.
Quien, técnicamente, no existía. Todavía.
De acuerdo, quizá no lo haría nunca. Porque Aaron tenía razón. Encontrar a alguien en tan poco tiempo era una tarea imposible. Creer que alguien aceptaría fingir ser mi novio probablemente era una locura. Pero ¿admitir que Aaron era mi única opción y aceptar su oferta? Eso directamente era un delirio.
—Veo que empiezas a procesarlo. —Las palabras de Aaron me llevaron de vuelta al presente y vi que me observaba con esos ojos azules—. Te dejaré en paz para que termines de entrar en razón. Avísame cuando hayas acabado.
Apreté los labios y volví a sentir el calor en las mejillas. ¿Tanta pena le daba que se había ofrecido a acompañarme? Me crucé de brazos e intenté evitar su mirada implacablemente azul.
—Oh, se me olvidaba, ¿Catalina?
—¿Sí? —dije con suavidad.
Puaj, patética.
—Intenta no llegar tarde a la reunión. Ya no tiene gracia.
No pude evitar mirarlo, un bufido se me atascó en la garganta.
Imbécil.
Juré, en ese lugar y en ese momento, que algún día encontraría una escalera lo suficientemente alta como para subir y arrojarle un objeto contundente directamente a esa cara tan odiosa que tenía.
Un año y ocho meses. Ese era el tiempo que llevaba aguantándolo. Llevaba la cuenta de mi condena.
Entonces, con un simple movimiento de cabeza, se dio la vuelta. Vi cómo se alejaba hasta próximo aviso.
—Eso ha sido… —Escuché la voz de Rosie, pero no acabó la frase.
—¿Una locura? ¿Insultante? ¿Raro de narices? —arriesgué con las manos en la cara.
—Inesperado —dijo—. E interesante.
La miré por entre los dedos y vi que se le curvaban los labios en una sonrisa.
—Te revoco todos tus derechos de amistad, Rosalyn Graham.
—Sabes que eso es mentira —dijo entre risas.
Tenía razón. En la vida se desharía de mí.
—Así que… —Rosie enroscó su brazo con el mío y me arrastró por el pasillo—. ¿Qué vas a hacer?
—No… No tengo ni la más mínima idea —dije con la voz temblorosa, usando toda la energía que me quedaba.
Pero sí estaba segura de algo: no aceptaría la oferta de Aaron Blackford. No era mi única opción y, sin lugar a duda, tampoco era la mejor. De hecho, no era nada. Y menos mi pareja para la boda de mi hermana.
No llegué tarde a la reunión.
Llevaba un año y ocho meses sin llegar tarde. Desde ese día.
¿Por qué?
Aaron Blackford.
Una vez. Solo había llegado tarde una vez desde que conocía a Aaron y, sin embargo, seguía echándomelo en cara cada vez que podía.
Nunca lo atribuyó a que fuera española o mujer, los estereotipos típicos cuando se hablaba de impuntualidad.
Aaron no hacía esas cosas. Él señalaba los hechos; identificaba las verdades. Se debía a su formación, como era el caso de todos los ingenieros de la empresa de consultoría en la que trabajábamos, yo incluida. Técnicamente, sí había llegado tarde. Una sola vez, y ya hacía muchos meses. Vale, me había perdido los primeros quince minutos de una presentación importante. Y que fue la primera que lideró Aaron durante su primera semana en InTech. Y quizá había entrado haciendo demasiado ruido, tirando una jarra de café por accidente. Encima de las carpetas que Aaron había preparado para la presentación. Y en sus pantalones.
No es la mejor manera de presentarse a un compañero, pero qué más da. Son cosas que pasan. Pequeños incidentes sin maldad que están a la orden del día. Las personas los superan y siguen con sus vidas.
Pero no si se trata de Aaron.
Al contrario. Semana tras semana y mes tras mes, me repitió como un loro: «Intenta no llegar tarde a la reunión de las diez. Ya no tiene gracia».
Cada vez que entraba a una sala de reuniones y me veía allí, antes de tiempo, miraba el reloj y levantaba una ceja, sorprendido.
También ponía las jarras de café a buen recaudo y ladeaba la cabeza en señal de advertencia.
Eso era lo que Aaron hacía en lugar de olvidarse del incidente.
—Buenos días, Lina. —La voz de Héctor me llegó desde la puerta. Supe que estaba sonriendo mucho antes de girarme. Siempre estaba sonriendo.
—Buenos días, Héctor —respondí en la lengua materna que compartíamos.
—¿Todo bien, mija? —El hombre que me había dado la bienvenida a su familia y a quien consideraba un tío apoyó una mano en mi hombro y lo apretó suavemente.
—No puedo quejarme. —Le devolví la sonrisa.
—¿Vendrás a la barbacoa? Es el mes que viene, Lourdes no para de insistirme en que te lo recuerde. Preparará ceviche y sabe que eres la única dispuesta a comértelo —dijo entre risas.
Era verdad; a nadie de la familia Díaz le gustaba ese plato tan típico de Perú, aunque no entendía por qué.
—La duda ofende, viejo. —Sacudí la mano en el aire con una carcajada—. Por supuesto que iré.
Héctor se sentó a mi derecha mientras el resto iba llegando, murmurando los buenos días.
Aparté la mirada de la sonrisa relajada de Héctor para fijarme en el hombre que, en ese momento, estaba rodeando la mesa para unirse al grupo.
Frente a mí apareció Aaron con las cejas levantadas. Su mirada se cruzó con la mía un segundo. Vi como curvaba los labios hacia abajo mientras corría una silla.
Puse los ojos en blanco y me centré en Gerald: su calva brillaba bajo la luz fluorescente mientras buscaba una posición cómoda. Por último, pero no menos importante, estaba Kabir, a quien hacía poco que habían ascendido a líder de equipo del departamento de soluciones, que prácticamente reúne todas las disciplinas, menos ingeniería civil. Eso va aparte.
—Buenos días a todos —comenzó Kabir con el entusiasmo que solo puede tener alguien que lleva un mes en un trabajo—. Esta semana me toca liderar la reunión y ocuparme de los protocolos así que, por favor, confirmad asistencia cuando os nombre.
Un gruñido exasperado y muy familiar invadió la sala. Miré al hombre de ojos azules que tenía delante y encontré la expresión irritada que solía acompañar ese sonido.
—Por supuesto, Kabir —dije con una sonrisa, aunque estuviera de acuerdo con el señor del ceño fruncido—. Por favor, empieza.
Esos ojos del color del océano me dispararon una mirada gélida.
Me topé con ella mientras escuchaba a Kabir repasar nuestros nombres, recibir la confirmación de Héctor y Gerald, un «presente» demasiado efusivo de mi parte y otro gruñido del señor Cascarrabias.
—De acuerdo, gracias —dijo Kabir—. Lo primero que tenemos que hacer es actualizar el estado de los proyectos. ¿Quién quiere empezar?
La única respuesta fue el silencio.
InTech se ocupaba de dar servicio técnico a cualquier entidad que no tuviera los conocimientos o la capacidad para diseñar y ejecutar sus propios proyectos. A veces este requería una sola persona, pero, muchas otras, se necesitaba un equipo de cinco o seis ingenieros. Así que los cinco líderes de equipo en nuestra división siempre estaban trabajando y supervisando varios proyectos a la vez para diferentes clientes, los cuales nunca dejaban de avanzar y alcanzar objetivos sopesando los problemas e imprevistos. Teníamos videoconferencias con clientes y accionistas todos los días. Los proyectos eran tan complejos y cambiaban tan rápido que era imposible que los otros líderes pudieran ponerse al corriente en pocos minutos. Por eso la pregunta de Kabir no tenía respuesta. En realidad, la reunión era bastante innecesaria.
—Em… —Kabir se acomodó en su asiento, nervioso—. Empiezo yo. Sí, mejor empiezo yo. —Hojeó la carpeta que había traído—. Esta semana le presentaremos a Telekoor el nuevo presupuesto. Como bien sabéis, es una pequeña empresa que lleva tiempo desarrollando un servicio de almacenamiento remoto para mejorar la conexión en el transporte público. Bueno, los recursos disponibles son limitados y…
Escuché a mi compañero de fondo mientras repasaba la sala con la vista. Héctor asentía con la cabeza, aunque sospecho que estaba prestando tanta atención como yo. Gerald, por su parte, no se molestaba en disimular que estaba con el móvil. Maleducado. Muy maleducado. Pero tampoco esperaba más de él.
Por último, Aaron Blackford, que llevaba todo el rato mirándome fijamente.
Estiró los brazos en mi dirección, sosteniéndome la mirada. Sabía lo que iba a hacer. Lo sabía. Envolvió el objeto que tenía delante con esos dedos largos y la enorme palma. La jarra de café. Entrecerré los ojos.
La arrastró por toda la mesa de roble.
Muy despacio. Después, asintió con la cabeza.
«Rencoroso de mierda».
Le dediqué una sonrisa forzada porque la otra opción era tirarle todo el contenido de la jarra encima. De nuevo. Pero, esta vez, a propósito.
Para no acabar haciéndolo, alejé los ojos y me concentré, con furia, en escribir una lista de tareas en mi agenda.
Preguntarle a Isa si el ramo que encargó para mamá es de peonías o lirios.
Encargar un ramo de peonías o lirios para la tía Carmen.
Si no, nos lo recordaría a las tres, a mi madre, a Isa (la novia y mi hermana) y a mí hasta el día de su muerte, o la nuestra.
Enviar a papá los detalles del vuelo para que venga buscarme al aeropuerto.
Decirle a Isa que le recuerde a papá que tiene que venir a buscarme al aeropuerto.
Me llevé el bolígrafo a la boca con el horrible presentimiento de que me estaba olvidando de algo. Entonces, una voz que estaba condenada a no olvidar jamás retumbó dentro de mi cabeza: «Estás loca si crees que encontrarás a alguien en tan poco tiempo».
Volví a mirar al hombre que tenía sentando delante, y me encontré con sus ojos. Como si me hubiera pillado haciendo algo que no debía (como pensar en él), el calor me subió a las mejillas antes de volver a centrarme en la lista.
Encontrar novio.
Lo taché.
Encontrar un novio de mentira. No tiene que ser real.
—…y eso es todo por mi parte. —La voz de Kabir me llegó de fondo.
Seguí trabajando en mi lista.
Encontrar un novio de mentira. No tiene que ser real. Y QUE NO SEA ÉL.
Por supuesto, tenía otras opciones. Pero esas no pasaban por contratar a un acompañante. Una rápida búsqueda en internet demostró que Aaron tenía razón. Otra vez. Parece que Hollywood me había mentido y que Nueva York está llena de hombres y mujeres que ofrecen un amplio abanico de servicios que no se limitan a acompañar.
Hice una mueca y mordí el bolígrafo con más fuerza. Nunca admitiría que tenía razón. Prefería dejar de comer chocolate durante un año antes que eso.
Pero estaba desesperada. También había acertado en eso. Necesitaba encontrar a alguien dispuesto a fingir que estaba locamente enamorado de mí delante de toda mi familia. Y no solo durante el día de la boda, también los dos días previos. Eso significaba que estaba perdida. Estaba…
—… y será Lina.
Mi nombre interrumpió mi diálogo interior e hizo que todo se desvaneciera. Dejé caer el bolígrafo y me aclaré la garganta.
—Sí, aquí. —Intenté reinsertarme en la conversación—. Escuchando. Estoy escuchando.
—Eso es exactamente lo que diría alguien que no estaba escuchando.
Miré al hombre que tenía sentado delante. Juraría que vi una sombra de alegría en ese par de ojos azules, pero sabía que su dueño era incapaz de sentir como un humano normal.
Enderecé la espalda y pasé la hoja.
—Necesitaba apuntar algo antes de que se me fuera de la mente y he perdido el hilo de la conversación —mentí—. Lo siento, era importante.
Aaron asintió con la cabeza. Por suerte, lo dejó pasar.
—Retrocedamos un poco, así todos tendremos presente dónde nos encontrábamos —ofreció Kabir de forma gentil.
Iba a tener que comprarle un muffin a modo de agradecimiento.
—Gracias, Kabir —dije con una gran sonrisa. Se puso rojo y me dedicó una sonrisa insegura.
Un bufido impaciente me llegó desde la otra punta de la sala.
En cambio, a ese, ni agua.
—Entonces —dijo Kabir finalmente—, Jeff quería sumarse a la reunión de hoy para decírtelo personalmente, pero ya sabes que los jefes de departamento suelen tener la agenda muy apretada. Se les solapan muchas reuniones. Se encargará de hacerte llegar toda la información necesaria, pero he pensado en informarte por adelantado.
—Te lo agradezco, Kabir. —Pestañé. ¿A qué se refería?
—De nada, Lina. —Asintió—. Creo que la comunicación entre nosotros cinco es la clave…
—Kabir —interrumpió Aaron. Su voz llenó la sala—, ve al grano. —Este se sobresaltó un poco mientras lo miraba.
—Sí, gracias, Aaron. —Tuvo que aclararse la garganta dos veces antes de poder continuar—. InTech organizará un Día de Puertas Abiertas dentro de un par de semanas. Vendrá mucha gente, sobre todo potenciales clientes que querrán saber qué podemos ofrecerles, pero también nuestros principales clientes ahora mismo. Jeff mencionó que acudirán los peces gordos. La verdad es que tiene mucho sentido porque, en el fondo, es una iniciativa para expandir y fortalecer nuestra red de clientes. Quiere que InTech tenga proyección. Que sea atractiva, moderna. Que demostremos que estamos al día con las tendencias del mercado, pero, a su vez, que no todo se reduce al trabajo. —Se rio, nervioso—. Por ese motivo, el Día de Puertas Abiertas empezará a las ocho de la mañana, cuando les daremos la bienvenida a las oficinas, y durará hasta medianoche.
—¿Medianoche? —murmuré, sin poder evitar el tono de sorpresa.
—Sí. —Kabir asintió con entusiasmo—. ¿Verdad que suena fantástico? Será el evento de la temporada. Talleres sobre nuevas tecnologías, sesiones de intercambio de conocimiento, actividades para conocer mejor a nuestros clientes y sus necesidades. Y no hace falta mencionar que habrá desayuno, almuerzo y cena. Oh, y copas. Ya sabéis, para alegrar un poco la cosa.
A medida que Kabir enumeraba todo lo que se esperaba de ese día, mis ojos se iban abriendo más y más.
—Eso… —comenzó Héctor—. Parece diferente a lo que estamos habituados.
Era verdad. Y con las pocas semanas que teníamos, no podíamos planificar un evento tan ambicioso.
—Sí —respondió Gerald, sospechosamente pagado de sí mismo—. Nos hará ganar la liga.
—Esa es la idea. —Kabir asintió y me miró—. Y Jeff quiere que te encargues de todo, Lina. ¿Verdad que es genial?
—¿Quiere que lo organice yo? ¿Todo? —Pestañeé y apoyé la espalda en el asiento.
—Sí. —Mi compañero me sonrió, como si acabase de darme una buena noticia—. Y que seas la anfitriona. De los cinco, eres la opción más atractiva.
Pestañeé muy despacio. Vi cómo las comisuras de los labios se le doblaban hacia abajo, probablemente se había dado cuenta de mi expresión.
Atractiva.
Respiré hondo e intenté calmarme.
—Me halaga que me consideréis la opción más atractiva —mentí, intentando no centrarme en que me hervía la sangre—. Pero no tengo ni el tiempo ni la experiencia necesaria para organizar algo así.
—Pero Jeff ha insistido en que quiere que lo hagas tú —contraatacó Kabir—. Y que alguien como tú sea la cara de la compañía es importante para InTech.
Debería haber preguntado a qué se refería con «alguien como tú», pero sabía que la respuesta no iba a gustarme. Se me formó un nudo en la garganta, me costaba tragar.
—¿No crees que cualquiera podría obtener los mismos resultados? Si se trata de un evento tan importante, ¿no debería organizarlo alguien con experiencia en Relaciones Públicas?
—Jeff dijo que no ibas a tener problema para organizarlo. —Kabir cambió de tema sin responder a mi pregunta—. Que no hace falta gastar recursos en contratar a alguien externo. Además, eres… —Fue perdiendo énfasis, estaba gritando «tierra trágame» con todo el cuerpo—. Sociable, desenvuelta.
—Claro —respondí entre dientes, apretando el puño por debajo de la mesa para intentar ocultar que me hervía la sangre. ¿A quién no le gusta que su jefe la clasifique como «desenvuelta»?—. Pero tengo mi propio trabajo. Algunos proyectos ya los estamos trabajando a contrarreloj. ¿En qué momento este… evento es más importante que mi compromiso con los clientes?
Me quedé en silencio, esperando que mis compañeros me apoyaran.
Me daba igual de qué forma.
Pero nada. Solo el silencio que normalmente seguía a estas conversaciones.
Me acomodé en la silla y sentí como se me encendían las mejillas por la frustración.
—Kabir —dije con tanta calma como pude—. Aunque Jeff haya sugerido que debía hacerme cargo yo, entendéis que no tiene sentido, ¿verdad? Yo… no sabría ni por dónde empezar.
No me habían contratado para encargarme de los eventos. Pero nadie iba a admitirlo, porque eso sería aceptar la verdadera razón por la que me habían asignado esta tarea.
—Ya estoy cubriendo a dos compañeras, Linda y Patricia. Me faltan horas. —Odiaba quejarme y rogar por un poco de comprensión, pero ¿qué opción me quedaba?
Gerald bufó, captando toda mi atención.
—Eso es lo que pasa cuando contratas a mujeres que ya están en la treintena.
Tosí, incapaz de creerme lo que acababa de decir. Pero lo había dicho. Abrí la boca, pero Héctor habló antes de que pudiera decir algo.
—¿Y si te ayudamos? —sugirió. Lo miré y vi la resignación en su cara—. Creo que todos podemos aportar algo.
Lo quería, pero su gran corazón y su tendencia a huir de los problemas no me estaban ayudando. Estaba andando de puntillas alrededor del verdadero problema.
—Esto no es el instituto, Héctor —estalló Gerald—. Somos profesionales y, además, no aportaremos nada. —Cerró la frase con otro bufido y negó con esa cabeza calva y grasienta que tenía.
Héctor cerró la boca.
—Te reenviaré la lista de invitados, Lina —insistió Kabir. Sacudí la cabeza y sentí el calor en las mejillas. Tuve que morderme la lengua para no decir algo de lo que después me iba a arrepentir—. Oh —agregó Kabir—, Jeff también tiene algunas sugerencias para el catering. Recuérdame que también te reenvíe ese correo. De todos modos, quiere que investigues un poco. Quizás hasta puedes pensar en una temática. Dijo que sabrías qué hacer.
Abrí los labios en un insulto mudo que haría que mi abuela me llevara a la iglesia de la oreja.
«¿Que yo sabría qué hacer? ¿Como leches se supone que voy a saberlo?»
Cogí el bolígrafo con ambas manos para poder liberar algo de frustración, que no paraba de crecer. Respiré hondo.
—Hablaré con Jeff —dije con los dientes apretados y una sonrisa rígida—. No suelo molestarlo, pero…
—¿Puedes dejar de hacernos perder el tiempo? —dijo Gerald, haciendo que el alma se me cayese a los pies—. No veo la necesidad de comentarlo con tu jefe. —Gerald sacudió sus dedos regordetes en el aire—. Deja de poner pegas y hazlo. ¿Tanto te cuesta sonreír y ser más simpática de lo normal durante un día?
Las palabras más y simpática resonaron en mi cabeza mientras lo miraba con unos ojos como platos.
Ese hombre sudoroso, embutido en una camisa de vestir diseñada para alguien con una elegancia que en la vida conseguiría, no desperdiciaría la oportunidad de pisar a alguien. Sobre todo si ese alguien se trataba de una mujer. Lo sabía bien.
—Gerald. —Suavicé la voz y aumenté la presión en el bolígrafo, rezando para que no se rompiera, delatándome—. El objetivo de esta reunión es discutir cuestiones como esta. Lo siento, pero tendrás que escuchar todo…
—Cariño —interrumpió Gerald con un gesto de burla—, piensa que es una fiesta. A las mujeres os encanta organizar fiestas, ¿no? Prepara algunas actividades, encarga algo de comida, ponte un vestido bonito y cuenta algunos chistes. Eres joven y guapa; ni siquiera tendrás que usar el cerebro. Dos palabras amables y los tendrás en el bote —dijo entre risas—. Estoy seguro de que sabes cómo hacerlo, ¿no?
Me atraganté con mis palabras. El aire se me había atascado en los pulmones.
No podía controlar mi cuerpo y sentía como las piernas se me tensaban para levantarme. Corrí la silla hacia atrás con un chirrido. Golpeé el escritorio con ambas manos y la mente se me quedó en blanco por un segundo. La ira me cegaba. Literalmente. En ese preciso momento, entendí de dónde venía esa expresión. Lo veía todo rojo, como si tuviera un velo sobre los ojos.
A mi derecha, escuché a Héctor exhalar con fuerza y murmurar algo por lo bajo.
Después, silencio. Solo el latido de mi corazón.
Ahí estaba. La verdad. La verdadera razón por la que me habían elegido a mí, entre todas las personas sentadas en esta sala, para esta maldita tarea. Era mujer (la única del departamento, la única que dirigía un equipo) y, por esta razón, tenía encantos. Les daba igual si tenía curvas o no. Desenvuelta, guapa, femenina. Era la opción atractiva, aparentemente. Me harían desfilar delante de los clientes como la llave dorada que demuestra que InTech no vive estancada en el pasado.
—Lina. —Deseé que mi voz se mantuviera calma y firme, y me odié al no conseguirlo. Odié el deseo que me invadía de darme la vuelta y abandonar la sala—. Nada de «cariño». Me llamo Lina. —Volví a sentarme, muy despacio, me aclaré la garganta y me tomé un momento para procesar lo que iba a decir. «Puedo con esto. Tengo que poder»—. La próxima vez asegúrate de llamarme por mi nombre, por favor. Y dirígete a mí con el mismo respeto y profesionalidad que usas con el resto. —El tono que usé no me gustó en absoluto. Era una versión débil que no quiero ser. Pero, al menos, había conseguido no romperme o correr—. Gracias.
Empecé a sentir la humedad en los ojos, producto de la ira y la frustración. Pestañeé varias veces para que no me lo vieran en la cara. Deseé que el nudo que tenía en la garganta no fuera por vergüenza, aunque sabía que sí lo era. Era lo suyo, avergonzarme por cómo había explotado. Aunque no era la primera vez que me pasaba.
—No te lo tomes tan a pecho, Lina. —Gerald puso los ojos en blanco y me miró de un modo condescendiente—. Era una broma. ¿Verdad, chicos?
Miró a nuestros compañeros en busca de apoyo.
No lo encontró.
—Gerald… —Por el rabillo del ojo, vi a Héctor desplomarse en su silla—. Vamos, hombre.
Mantuve la mirada fija en Gerald e intenté que la impotencia no me oprimiera el pecho, resistiéndome a mirar a Kabir y a Aaron, que seguían en silencio. Probablemente pensaron que no se estaban poniendo de parte de nadie, pero su silencio hizo la elección por ellos.
—¿Vamos qué? —bufó Gerald—. No he dicho nada que no fuera verdad. No necesita…
Antes de que pudiera juntar el coraje para detenerlo, intercedió la persona que menos esperaba.
—Suficiente.
Giré la cabeza en su dirección y vi cómo miraba a Gerald de un modo tan profundo y helado que hubiese jurado que la temperatura de la sala había descendido varios grados.
Sacudí la cabeza y miré a Aaron. Podría haber dicho algo los diez minutos que había durado la situación, pero había decidido no hacerlo. ¿Por qué había hablado ahora?
—Sí, definitivamente es suficiente. —respondió Gerald, sin ninguna expresión, mientras recogía sus cosas. Arrastró la silla y se incorporó—. No tengo tiempo para esto. De todos modos, ya sabe lo que tiene que hacer.
Después de soltar esa perla, Gerald se dirigió a la puerta y abandonó la sala.
El corazón me seguía latiendo a toda velocidad.
Kabir también se levantó, me miró, como pidiendo disculpas, y lo siguió.
—No estoy de acuerdo con nada de lo que ha dicho. —Pasó la mirada entre Aaron y yo—. Ha sido idea de Jeff; es él quien quiere que hagas esto. No lo pienses demasiado. Tómatelo como un cumplido.
Ni me molesté en responder.
El hombre que me había abierto las puertas a su familia me miró y negó con la cabeza. Dijo «qué pendejo» entre dientes, lo que me provocó una pequeña sonrisa porque, aunque en España no solemos usar esa expresión, sabía exactamente a qué se refería.
Héctor tenía razón. Gerald era un pendejo.
Y ahí estaba Aaron. No había vuelto a mirarme. Recogió sus cosas de forma metódica y no pude evitar fijarme en sus largos dedos, y sus, todavía más largas, piernas, que empujaron la silla y le permitieron desplegar toda su altura.
Mientras lo miraba, intentando procesar todo lo que había pasado, vi cómo su mirada subía de sus manos hacia mí. Los ojos, que se calmaron y volvieron a su habitual indiferencia, me miraron durante un segundo antes de volver a apartarse.
Como siempre.
Observé como atravesaba la puerta y se alejaba por el pasillo. El corazón se me aceleró y se detuvo, todo al mismo tiempo.
—Vamos, mija —dijo Héctor, que se había quedado mirándome—. Tengo una bolsa de chicharrones en la oficina. Ximena me la metió en la bolsa del portátil el otro día y los he estado guardando para el momento indicado. —Me guiñó el ojo.
Yo también me incorporé y me reí, despacio. Cuando la viese, le iba a dar un abrazo de oso a la hijita de Héctor.
—Tienes que subirle la paga a esa niña. —Lo seguí e hice un esfuerzo para devolverle la sonrisa.
No pude evitar notar que, a los pocos pasos, las comisuras de los labios me vacilaron en un gesto que no pude descifrar.
Nunca imaginé que iba a pasar la noche de ese modo.
Era tarde, las oficinas de InTech estaban casi vacías y a mí aún me quedaban cuatro o cinco horas de trabajo por delante. El estómago me hacía tanto ruido que sospeché que iba a empezar a digerirse a sí mismo.
—Estoy jodida —dije entre dientes, sabía que no estaba exagerando.
Primero, porque lo último que había ingerido había sido una triste ensalada verde. Grave error; aunque en el momento parecía la opción más sensata, ya que solo faltaban cuatro semanas para la boda. Segundo, porque no tenía nada para comer a mano ni monedas para usar en la máquina expendedora de la planta baja. Tercero, el PowerPoint que tenía abierto seguía mirándome fijamente, a medio hacer.
Dejé caer las manos sobre el teclado, dudando durante un minuto entero.
Un mensaje apareció en la pantalla del móvil y atrajo mi atención. La pantalla se iluminó con el nombre de Rosie. Lo desbloqueé y apareció una imagen.
La foto de un exuberante café con leche coronado con espumita. A su lado, un brownie de tres chocolates brillaba sin pudor.
Rosie:¿Estás?
No hacía falta que especificara el plan ni que me enviara la dirección. Ese festín solo podía ser de Around the Corner, nuestra cafetería favorita. Se me hizo la boca agua al pensar en ese oasis de cafeína en la avenida Madison.
Ahogando un gemido, respondí:
Me encantaría, pero sigo en la oficina.
Tres puntos en la pantalla.
¿Estás segura? Te he reservado un sitio.
Antes de que pudiera volver a escribir, llegó otro mensaje.
Me he llevado el último brownie, pero no me importa compartir. Eso sí, tienes que venir rápido, la carne es débil.
Suspiré. Definitivamente, lo que me ofrecía Rosie era mejor que quedarme a hacer horas extra, pero…
No puedo. Estoy con lo del Día de Puertas Abiertas. Y quiero que sepas que borraré esa foto. No puedes tentarme así.
Oh, no. Solo me dijiste que te habían colgado el marrón, pero nada más. ¿Cuándo será?
Al volver de España.
Sigo sin entender por qué tienes que hacerlo tú. Como si no tuvieras suficiente trabajo.
Sip. Eso es exactamente lo que tendría que estar haciendo, el trabajo por el que me pagaban, no organizando un Día de Puertas Abiertas en el que tendría que alimentar, cuidar y ser «más simpática de lo normal» con un grupo de hombres con traje. Lo que sea que eso signifique. Pero quejarme no me llevaría a ningún lado.
Es lo que hay.
Ahora mismo, Jeff no me cae bien.
¿No habías dicho que era un madurito sexy?
Objetivamente, lo es. Pero puede conservarse muy bien para un cincuentón y seguir siendo un imbécil. Sabes que esa clase de hombres me resultan particularmente atractivos.
Lo sé, Rosie. Ted era un gilipollas rematado. Me alegro de que lo dejarais.
Cómo no llegó ningún mensaje más, di la conversación por acabada. Bien. Necesitaba trabajar en esa mierda de…
El móvil volvió a sonar.
Lo siento, ha venido el marido de la dueña y me he distraído #desmayada
Qué buena planta. Le trae flores una vez a la semana.
Rosalyn, estoy intentando trabajar. Sácale una foto y me la enseñas mañana.
Perdón, perdón. Por cierto, ¿has hablado con Aaron? ¿Sigue esperando?
No me enorgullecía admitir que el estómago me había dado un vuelco ante la mención inesperada de un tema que había estado evitando.
«Mentirosa».
Los últimos dos días habían sido como la cuenta atrás de una bomba antes de estallar.
Aaron llevaba sin mencionar la boda desde el lunes. Rosie tampoco lo había hecho, habíamos estado tan ocupadas que casi no habíamos tenido ocasión de vernos.
No sé a qué te refieres. ¿Espera algo?
…
¿Quizá un trasplante de corazón? Creo que no tiene.
Ja, muy graciosa. Deberías guardarte los chistes para vuestra conversación.
Que no tendremos.
Tienes razón. Estáis demasiado ocupados mirándoos en secreto.
Me invadió un rubor inesperado.
¿Qué significa eso?
Ya sabes qué significa.
¿Que quiero que arda en la hoguera como la bruja que es? Entonces sí.
Es probable que siga trabajando.
¿Y?
Y… podrías ir a su oficina y mirarlo como siempre haces, estoy segura de que le encanta.
¿Qué cojones?
Me acomodé en la silla, incómoda, mientras miraba horrorizada la pantalla del móvil.
¿Qué dices? ¿Te has vuelto a poner fina de chocolate? Te pone espitosa.
Puedes cambiar de tema todo lo que quieras.
No estoy cambiando de tema, estoy verdaderamente preocupada por tu salud.
Esto era nuevo. Nunca lo había dicho de forma directa, solo había soltado algunos comentarios aislados cada tanto.
La última vez lo describió como «temita no resuelto».
Cuando la escuché, solté un bufido tan fuerte que me salió un poco de agua por la nariz.
Sus observaciones eran así de ridículas.
En mi humilde opinión, tenía que dejar de ver tantas telenovelas. Y eso que la española era yo. Había crecido viendo telenovelas con mi abuela. Al menos yo sabía que no vivía en una. No había ningún «temita no resuelto» entre Aaron Blackford y yo. Sabía que no le gustaba la forma en que lo miraba. A Aaron no le gustaba nada, básicamente porque no tenía corazón.
Tengo trabajo. Te dejo seguir con tu café, pero aléjate del mostrador de los dulces. Me preocupas.
Vale. Pararé… por ahora. ¡Buena suerte!
Bloqueé el móvil y lo dejé boca abajo sobre la mesa. Respiré hondo para recuperar la energía.
«Que continúe el espectáculo».
Pero no podía parar de pensar en el brownie.
Me acosaba.
«No, Lina».
Pensar en brownies (o comida en general) no me permitía concentrarme. Necesitaba convencerme de que no tenía hambre.
—No tengo hambre —dije en voz alta mientras me recogía el pelo en un moño—. Tengo el estómago lleno. A rebosar de comida deliciosa. Tacos. Pizza. Brownies. Café…
Me rugió el estómago, ignorando mi ejercicio de visualización y llenándome la mente con imágenes de Around the Corner. El delicioso olor de los granos de café recién tostados. El tremendo estímulo sensorial que supone morder un brownie de tres chocolates. El sonido de la máquina de café al espumar la leche.
Otro rugido de mi estómago.
Suspiré e intenté alejar esas imágenes enrollando las mangas del cárdigan que me veía obligada a usar todo el verano porque ponían el aire acondicionado a tope.
—A ver, estómago, pon un poco de tu parte, por favor —murmuré, como si esas palabras fueran a cambiar algo—. Mañana iremos a Around the Corner. Ahora tienes que callarte y dejarme trabajar. ¿De acuerdo?
—De acuerdo.
Las palabras retumbaron en la oficina, como si mi estómago hubiese respondido.
Pero no tenía tanta suerte.
—Eso ha sido muy raro —dijo la misma voz ronca—. Pero supongo que forma parte de tu personalidad.
No tuve que levantar la cabeza para saber de quién se trataba. Cerré los ojos.
«Maldita seas, Rosalyn Graham. Has invocado a esta entidad diabólica y lo pagarás con chocolate».
Lo insulté por lo bajo (porque, por supuesto, de todas las personas que podrían haberme escuchado hablando sola, tenía que ser él). Puse una expresión neutra y levanté la vista del escritorio.
—¿Raro? Prefiero pensar que es adorable.
—No —respondió a toda prisa, demasiado rápido—. A partir de las dos palabras, ya es perturbador. Y tú estabas teniendo una conversación entera.
Cogí la primera cosa que tenía al alcance de la mano (un subrayador). Inhalé, exhalé.
—Lo siento, Blackford, pero ahora mismo no tengo tiempo para corregir mis imperfecciones —dije, agitando el subrayador en el aire—. ¿Necesitas algo?
Estaba en el umbral de la puerta, así que lo invité a pasar. Entró con el portátil bajo el brazo y una ceja levantada.
—¿Qué es Around the Corner? —preguntó, mirándome fijamente.
Exhalé despacio e ignoré su pregunta mientras lo miraba avanzar con largos pasos hacia mi escritorio. Lo rodeó y se detuvo a mi izquierda.
Giré la silla para quedar cara a cara.
—Disculpa, ¿necesitas algo?
Miró la pantalla de mi ordenador, con el cuerpo inclinado hacia delante.
Noté lo cerca que me quedaba su pecho de la cara y lo alto que parecía de cerca. Me incliné hacia atrás en la silla.
—¿Hola? ¿Qué haces? —tartamudeé más de lo que me gustaría admitir.
Apoyó la mano izquierda en el escritorio y me bufó en toda la cara.
—Blackford —dije, despacio, mientras miraba cómo analizaba la diapositiva que contenía un borrador del itinerario que estaba planificando para el Día de Puertas Abiertas de InTech.
Sabía lo que estaba haciendo. Pero no sabía por qué. O por qué me ignoraba (más allá del hecho de que quería molestarme).
—Blackford, te estoy hablando.
Perdido en sus pensamientos, volvió a hacer ese maldito sonido grave y masculino.
«Y molesto», me recordé.
Me tragué el nudo que, mágicamente, me había aparecido en la garganta.
—¿Eso es todo lo que tienes? —dijo, finalmente.
Sin inmutarse, dejó su portátil en el escritorio. Justo a mi lado. Entrecerré los ojos.
—Ocho de la mañana. Llegada de los invitados y bienvenida. —Un brazo fornido entró en mi campo de visión, señalando la pantalla. Me pegué al respaldo de la silla y contemplé cómo los bíceps se le flexionaban bajo la camisa. Aaron siguió leyendo y señalando cada uno de los puntos que había apuntado—. Nueve de la mañana. Introducción a las estrategias comerciales de InTech. —Mis ojos viajaron hasta sus hombros—. Diez de la mañana. Café… hasta las once de la mañana. Vamos a necesitar muchos litros de café. Once de la mañana. Actividades. Sin especificar. —Me sorprendió cómo sus brazos rellenaban la manga perfectamente, cómo sus músculos se contraían bajo la fina tela sin dejar nada a la imaginación—. Mediodía. Almuerzo… hasta las dos de la tarde. Un banquete. Oh, y otro café a las tres de la tarde. —El brazo en el que me estaba concentrando se levantó y luego se desplomó. Ruborizada, me recordé a mí misma que no me pagaban para mirarlo embobada. Ni a él ni a los músculos que escondía esa aburrida camisa—. Es peor de lo que pensaba. ¿Por qué no has dicho nada?
—Perdona, ¿qué? —Salí del trance y lo miré fijamente.
Aaron ladeó la cabeza, como si algo hubiese captado su atención. Me fijé en su mano, que se movía por el escritorio.
—Un evento como este —dijo. Cogió uno de los bolígrafos que había desparramados sobre la mesa—. Nunca has hecho algo así. Y parece que tampoco tienes claro cómo hacerlo. —Lo dejó en mi cubilete con forma de cactus.
—He organizado un par de seminarios —murmuré mientras veía como seguía con el siguiente bolígrafo—. Pero siempre para compañeros, nunca para potenciales clientes. —Un tercero—. Disculpa, ¿qué crees que estás haciendo?
—De acuerdo —respondió sin más, cogió mi bolígrafo favorito, uno rosa con plumas en la punta, lo miró con extrañeza y arqueó las cejas—. No es ideal, pero es un comienzo. —Me señaló con el bolígrafo—. ¿En serio?
—Es cuqui. —Se lo arrebaté y lo deposité en el cubilete—. ¿No está a la altura de sus estándares estéticos, señor Robot?
Aaron no respondió. Cogió unas carpetas que yo había apilado (más bien tirado) a mi derecha.