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Esta monografía aborda las relaciones entre las identidades de género y las culturas políticas que se sucedieron en la España del siglo XX. Sus autoras han profundizado en cuestiones vinculadas a prácticas y representaciones simbólicas en torno al género, y analizado aspectos relativos a los cambios sociales y culturales, y a la transformación del espacio político-público.
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FEMINISMOS Y ANTIFEMINISMOS
CULTURAS POLÍTICAS E IDENTIDADES DE GÉNERO EN LA ESPAÑA DEL SIGLO XX
Ana Aguado
Teresa M.ª Ortega (eds.)
UNIVERSITAT DE VALÈNCIA
UNIVERSIDAD DE GRANADA
Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, fotoquímico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el permiso previo de la editorial.
© De los textos: Las autoras, 2011
© De esta edición: Universitat de València
Universidad de Granada, 2011
Coordinación editorial: Maite Simón
Diseño de la cubierta: Celso Hernández de la Figuera
Realización ePub: produccioneditorial.com
Corrección: Communico C.B.
ISBN: 978-84-370-7892-2 (Universitat de València)
ISBN: 978-84-338-5205-2 (Universidad de Granada)
«Aspiración generosa, instinto depravado, impulso ciego, deseo razonable, sueño loco.
Bajo todas estas formas se presenta la igualdad,
ya matrona venerable con la balanza equitativa de la justicia,
ya furia que agita en sus manos rapaces tea incendiaria».
CONCEPCIÓN ARENAL, La igualdad social y política
y sus relaciones con la libertad.
Madrid, 1898.
A las mujeres del siglo XX que abrieron
caminos de igualdad, de ciudadanía y de libertad,
para las mujeres del porvenir.
ÍNDICE
PORTADA
PORTADA INTERIOR
CREDITOS
CITA
INTRODUCCIÓN
FEMINISMO LAICISTA: VOCES DE AUTORIDAD, MEDIACIONES Y GENEALOGÍAS EN EL MARCO CULTURAL DEL MODERNISMO
INSTRUCCIÓN Y MILITANCIA FEMENINA EN EL REPUBLICANISMO BLASQUISTA (1896-1933)
DEVOTAS MOJIGATAS, FANÁTICAS Y LIBIDINOSAS. ANTICLERICALISMO Y ANTIFEMINISMO EN EL DISCURSO REPUBLICANO A FINES DEL SIGLO XIX
IMÁGENES Y PERCEPCIONES DE LAS MUJERES TRABAJADORAS EN LA SOCIEDAD LIBERAL Y EN LA CULTURA OBRERA DE FINALES DEL SIGLO XIX Y PRINCIPIOS DEL XX
LÍMITES DE LA DEMOCRATIZACIÓN E INCLUSIÓN DE LAS MUJERES: LAS PROPUESTAS DE LAS DERECHAS A COMIENZOS DE LOS AÑOS VEINTE
POLITIZACIÓN FEMENINA Y PENSAMIENTO IGUALITARIO EN LA CULTURA SOCIALISTA DURANTE LA SEGUNDA REPÚBLICA
¡COSA DE COSER... Y CANTAR! LA DERECHA ANTILIBERAL Y EL ADOCTRINAMIENTO POLÍTICO DE LA MUJER DE CLASE MEDIA EN LA SEGUNDA REPÚBLICA
LAS MUJERES DE LA SECCIÓN DE FALANGE: UNA AFIRMACIÓN ENTRE EL ACTIVISMO POLÍTICO Y LA SUMISIÓN PATRIARCAL, 1934-1939
TRABAJO, MATERNIDAD Y FEMINIDAD EN LAS MUJERES DEL FASCISMO ESPAÑOL
LA CONSTRUCCIÓN DE UNA CULTURA POLÍTICA FEMENINA DESDE EL ANTIFASCISMO (1934-1950)
LA CONSTRUCCIÓN DE UNA CULTURA POLÍTICA DESDE LA LEGITIMIDAD FEMINISTA DURANTE LA TRANSICIÓN POLÍTICA DEMOCRÁTICA
FEMINISMO, ANTIFEMINISMO, CATOLICISMO Y ANTICLERICALISMO EN LA TRANSICIÓN POLÍTICA A LA DEMOCRACIA
PRÁCTICAS POLÍTICAS Y MOVIMIENTO FEMINISTA EN EL PAÍS VALENCIANO (1976-1982)
PERFIL DE LAS AUTORAS
INTRODUCCIÓN
En las últimas décadas, las investigaciones y propuestas historiográficas en torno a las identidades de género y las especificidades de la presencia femenina en los procesos de cambio social, han conseguido un progresivo reconocimiento y una creciente legitimidad teórica y metodológica en el debate historiográfico internacional.[1] No obstante, esta afirmación precedente debemos matizarla, e incluso a veces «rebajarla», cuando fijamos nuestra atención en la situación que presenta la historiografía española de los siglos XIX y XX. En este sentido, hemos de indicar que aún suele ser bastante frecuente encontrar, en aquellos trabajos que abordan de forma genérica la historia contemporánea de España, un notable desconocimiento y omisiones incomprensibles al respecto. Sin duda, son todavía escasas las monografías que dedican atención a aspectos tan esenciales como son, por ejemplo, las prácticas políticas y cívicas desarrolladas por las mujeres en la construcción del nuevo Estado liberal, y su evolución posterior. Como escasas son, asimismo, las investigaciones centradas en el papel determinante jugado por la politización o por la difusión de las diferentes culturas políticas entre las mujeres en España, y sus repercusiones en la movilización y acción colectiva femenina. Sería necesario, en una perspectiva de historia comparada, analizar en qué medida su desarrollo discurrió a través de vías paralelas a las existentes en el caso de otros estados europeos, pero a la vez, en qué medida se dieron también características específicas en tales procesos. Y sin embargo, aún persisten en las investigaciones históricas de carácter generalista, tal y como acabamos de señalar, significativas ausencias relativas a estas cuestiones que las convierten en recopilaciones parciales, sesgadas o insuficientes.
Partiendo de esta constatación, puede afirmarse que la universidad española aún está lejos de alcanzar la «normalidad» existente en otros países y universidades, en lo relativo a la integración y reconocimiento académico de la historia de las mujeres y la historia del género.[2] Llama la atención que en nuestro país, todavía hoy, sus propuestas explicativas y aportaciones teóricas sigan sufriendo, hablando en términos globales, una clara desa tención. Desatención que sorprende más aún cuando comprobamos que a lo largo de las últimas cuatro décadas, tal historia, lejos de mostrar el aspecto de un terreno baldío, ha dado lugar a fértiles y fructíferos trabajos de investigación, y ha favorecido el desarrollo de novedosos planteamientos metodológicos para el análisis histórico. Un desarrollo que, mucho más allá de iniciales y superados planteamientos «militantes» –o simplemente vinculados a una historia «contributiva»–, ha producido fecundas aportaciones y propuestas explicativas en torno a la reformulación de conceptos claves en la historia contemporánea: discurso, lenguaje, acción colectiva, experiencia, o identidad, entre otros. En definitiva, propuestas explicativas y referentes conceptuales de amplia proyección social y política colectiva que han abierto, y siguen abriendo, nuevas perspectivas para una historia global.[3]
Así, la historia de las mujeres ha venido dando cuenta de la diversidad histórica de las identidades de género, así como de los diferentes contextos en los que las mujeres han vivido y en los que han actuado. El concepto de género –entendido como construcción cultural de la diferencia sexual–,[4]y el análisis de las relaciones de género como relaciones sociales, construidas social y culturalmente, históricamente cambiantes y campo primario de relaciones de poder, son instrumentos metodológicos enormemente operativos.[5] No casualmente, desde estas perspectivas metodológicas se ha producido una amplia reflexión sobre los nuevos significados de la historia social y cultural. Reflexión vinculada tanto a la complejización teórica y temática de la historia social, como a las nuevas aportaciones derivadas de la historia cultural.[6]
Hoy en día es clara la importancia de todas estas cuestiones en la historia de España, y muy especialmente en su etapa contemporánea.[7] Ciertamente, contamos ya con multitud de excelentes trabajos sobre historia de las mujeres, sobre las prácticas políticas y socioculturales desarrolladas por éstas en muchos de los procesos e hitos históricos de los siglos XIX y XX, así como sobre la presencia del pensamiento feminista y antifeminista en distintas culturas políticas.[8] Trabajos que han realizado un esfuerzo encomiable en la investigación, y que han analizado modelos y discursos de género, identidades, experiencias y prácticas desarrolladas por las mujeres en la historia contemporánea de este país.[9] En una elevada proporción, los aludidos trabajos han incorporado, de manera gradual y harto dificultosa, innovadores utillajes teóricos, consiguiendo colocar en una posición preeminente las expresiones políticas, culturales, alegóricas y ritualizadas que rodearon las vivencias, las experiencias y las acciones colectivas femeninas. Las conclusiones a las que han llegado muchas de esas investigaciones permiten y obligan a reorientar las explicaciones relativas a la caracterización de los distintos contextos y procesos de cambio social de la reciente historia de España.[10] Y sin embargo, como apuntábamos anteriormente, estas explicaciones siguen sin incorporarse, en la mayoría de las ocasiones, a manuales y lecturas de carácter general.
Por todo ello, nos planteamos los objetivos de este libro en una perspectiva global. Una perspectiva que pretende integrar la pluralidad de enfoques que aporta la historia de las mujeres y la historia del género, al tiempo que pretende, asimismo, contribuir a ir llenando los todavía abundantes «vacíos» existentes en nuestra reciente historiografía. Desde este interés, hemos diseñado la elaboración de la presente monografía con el fin de profundizar y avanzar en el estudio de las relaciones entre identidades de género, culturas políticas, y feminismos/antifeminismos[11] en la sociedad española del siglo XX. Desde las perspectivas de análisis comparado que aportan las nuevas herramientas de la historia del género nos planteamos analizar diferentes aspectos vinculados a prácticas y representaciones simbólicas en torno al género, así como aspectos relativos a género y espacio político-público (en distintas claves: nacionales, de ciudadanía, de culturas políticas, etc.). En este sentido, hemos querido plantear interrogantes sobre las formas en que los individuos y los grupos sociales gestionan las propuestas o imposiciones, en términos de roles e identidades de género, que implican su pertenencia a una comunidad nacional o política determinada. También, sobre cómo se producen sus adaptaciones o resistencias a nivel individual o colectivo. Y finalmente, sobre cómo aparecen propuestas alternativas que tratan de romper los esquemas predeterminados por las culturas nacionales o los sistemas de género.
En consecuencia, con la culminación de este ambicioso trabajo hemos querido incorporar, en una visión globalizadora y panorámica, las más novedosas aportaciones que, sobre todas esas cuestiones, se han ido planteando de manera dispersa en los últimos años.[12]Perseguimos, pues, la utilización de nuevas lentes teóricas y metodológicas con las que auscultar detalladamente las claves de modelos, representaciones y prácticas de género, de propuestas políticas, y de actitudes y comportamientos culturales de mujeres y hombres en la sociedad española de finales del siglo XIX y del siglo XX.
Y para conseguir estos objetivos, consideramos enormemente útil el empleo transversal de las aportaciones metodológicas y herramientas interpretativas provenientes tanto de la nueva historia política; como de la nueva historia social, la historia cultural y la historia del género. Entre ellas, las teorizaciones sobre el protagonismo de las construcciones simbólicas y los lenguajes en la gestación de las culturas políticas movilizadoras de los grupos sociales.[13]En definitiva, recientes útiles hermenéuticos que ayudan a dilucidar el protagonismo de las recreaciones simbólicas de la realidad en todo el proceso de autorepresentación experimentado por los/las actores sociales, y en la gestación de identidades colectivas. En este caso, de las identidades de género y el desarrollo de los discursos feministas y antifeministas en las culturas políticas contemporáneas.[14]
Partimos de la constatación de que conceptos como «culturas políticas» e «identidades de género», de reiterada utilización en la explicación histórica actual, centran algunos de los debates más relevantes de la historiografía internacional de las últimas décadas.[15]Y también de la constatación paralela de que han sido precisamente las aportaciones teóricas realizadas desde la historia del género, las que han conseguido una mayor renovación de los objetos de estudio y de los análisis de la diversidad de mecanismos y formas de construcción de las identidades. Aportaciones que han permitido avanzar en la comprensión histórica de las articulaciones discursivas de las identidades de género, y sus vinculaciones con las diferentes y muy variadas culturas políticas, el espacio público y el poder.[16]Por cuanto distintas propuestas interpretativas sobre «culturas políticas» provenientes de la historia del género, aunque también de la historia sociocultural, han ido superando y cuestionando el carácter «idealista» con el que alguna historiografía ha utilizado este concepto. Una utilización que partía de «tipos ideales», y no de la reinterpretación prioritariamente contextual y de la historicidad de los conceptos empleados por los sujetos para definirse a sí mismos. Conceptos quizás más imprecisos pero más demostrativos de la ambigüedad de las fronteras de lo que se denominan «culturas políticas».[17]La historia del género pone de manifiesto cómo los lenguajes políticos disponibles ofrecen un marco simbólico desde el que las/los ciudadanas/os interpretan políticamente sus experiencias y actúan en la esfera pública. Y a la vez, cómo el proceso de aprendizaje por medio del cual se adquieren las identidades de género es paralelo a la incorporación de los significados culturales desde los que se produce la participación en una determinada cultura política.[18]
Vinculada a las culturas políticas, también la conceptualización de la «ciudadanía femenina» y su evolución histórica ha sido una cuestión clave en investigaciones, ensayos y reflexiones que han integrado la historia del género y la nueva historia política. Trabajos como el dirigido por George Duby y Michelle Perrot, así como el efectuado por Françoise Thebaud para el caso de Francia,[19]o los análisis de Danièle Bussy Genevois, Marie Aline Barachina o Mercedes Yusta para el caso de España,[20]han puesto en evidencia el carácter supuestamente neutral del concepto de «ciudadanía»,[21]incorporando la perspectiva de género. Es decir, el análisis de los derechos de las mujeres en tanto que derechos individuales, en tanto que derechos humanos, y, en definitiva, en tanto que derechos ciudadanos. Siguiendo el ejemplo de los estudios citados, parte de los capítulos que conforman este libro se han ocupado de analizar cómo se fueron construyendo demandas igualitarias y ciudadanas dentro de las diferentes culturas políticas, y cómo éstas contribuyeron a la construcción de identidades de género. Identidades que no existen ahistóricamente, ni preexisten a sus invocaciones políticas o estratégicas.[22]Y por tanto, identidades conformadas de manera cambiante y discontinua, desde propuestas discursivas, prácticas y formas de acción colectiva muy diversas. Y que, a pesar de su diversidad, muestran en el caso de las mujeres una amplia y no siempre normativa concepción de la política, bien en las estrategias de difusión empleadas, bien en las representaciones y elementos simbólicos presentes en sus discursos, o bien en los espacios de sociabilidad, formales o informales.[23]
Así, una de las vías primordiales para estudiar la formación de las identidades de género consiste precisamente en analizar el papel de las culturas políticas en este proceso, y concretamente, la formación en su seno del pensamiento feminista o antifeminista. Un pensamiento que ha creado en la historia contemporánea «fantasías» identitarias múl tiples –como ha señalado J. Scott– que debemos analizar y explicar, a su vez, históricamente.[24]De esta historicidad de los feminismos/antifeminimos parte también nuestra propuesta: analizar la formación y evolución histórica de múltiples identidades «feministas», que lejos de establecerse como un continuum, nos permiten refl exionar sobre la historicidad del propio feminismo como cultura política en sí misma, con sus propios lenguajes y prácticas discursivas. Una historicidad que debe explicarse, pues habitualmente este proceso queda enmascarado, y la identidad aparece como algo «natural» y estable. En concreto, debe explicarse por qué y cómo, las culturas feministas y antifeministas se fueron conformando en el seno de distintas culturas políticas. Y cómo los cambios en el contexto político y discursivo, así como las políticas de género impulsadas desde el poder y el Estado, afectaron a las identidades de género y a sus prácticas. En resumen, y más allá del binomio dominación/resistencia, hay que analizar los procesos que posibilitan las propuestas y acciones desarrolladas por mujeres y hombres como sujetos, y que a la vez ponen límites a las mismas.[25]
Y para complejizar estas explicaciones, consideramos de utilidad distintas revisiones críticas que han ido reformulando algunos de los paradigmas más clásicos de la historia social, y que han permitido repensarla más allá de lo considerado como perteneciente a sus «territorios» tradicionales, en términos de «significados culturales». Debe tenerse presente que la subjetividad reguladora del proceso de gestación de decisiones individuales se encuentra, asimismo, reglamentada por un complejo sistema de valores y percepciones culturales socialmente edificado. Un sistema que se expresa en cada periodo histórico mediante el revestimiento de una específica formulación «discursiva» y «lingüística». El estudio de los discursos, o si se quiere, del lenguaje y su importancia en la instancia política, se ha convertido para un elenco de relevantes historiadores en el epicentro de la investigación histórica.[26]El lenguaje no hay que entenderlo –según aclaran los partidarios de esta corriente historiográfica– como un medio de comunicación, sino como el entramado sistematizado y secuencial de conceptos, a través de los cuales se organiza significativamente la realidad misma. En consecuencia, todo discurso contiene una determinada concepción de la sociedad o «imaginario social», que opera a través de una secuencia de protocolos conceptuales de percepción de la realidad, o mediante la gestación de patrones normativos que regulan la práctica de los individuos.[27]
La interiorización que de la realidad hace el individuo se torna fundamental, pues, para entender su aproximación o alejamiento con respecto a un movimiento socio-político, a un proyecto de acción o a una violenta reacción contrarrevolucionaria. Quede claro, pues, que partimos de la existencia de una reglada sistematización de creencias y valores compartidos por cada generación de actores, dotada de una poderosa funcionalidad estructurante del imaginario, y de la que se sirven los sujetos particularizados para dar sentido a su propia percepción de la realidad, o para obtener respuestas en la búsqueda de explicaciones personalizadas acerca de «su mundo». Todo ello adquiere así una especial significación, si aceptamos la premisa de que los actores particulares y sociales ejecutan sus propias decisiones –e intervienen conscientemente en medio de un escenario histórico que les es dado– mediatizados por un denso entramado de percepciones culturales, trabajosamente edificadas por el constante flujo experimental de generaciones previas. Esto equivale a decir que las personas en tanto que sujetos históricos actúan sensiblemente imbuidas de un denso entramado de recreaciones mentales altamente idealizadas de la realidad, heredado del pasado, y del que son, al mismo tiempo, sus hacedores y criaturas.[28]
De todo lo indicado debe inferirse que cuantos sujetos, mujeres y hombres, se adhirieron activa y libremente a lo largo del siglo XX, a las distintas culturas políticas –liberales, republicanas, socialistas, anarquistas, conservadoras, católicas, fascistas, dictatoriales, antidemocráticas– lo hicieron sometiéndose, consciente o inconscientemente, a toda una serie de idealizaciones que contenía una fuerte carga simbólica. Asumieron, pues, la supuesta veracidad de todo un conglomerado de razonamientos, prejuicios y postulados «culturalmente» cimentados, que traducía de forma alegórica e idealizada la realidad y el mundo circundantes, y facilitaba la gestación mental de una determinada imagen sublimada y mitificada del pasado y del presente. La adición de todos los trazos «discursivos» y «lingüísticos» que definieron esa «idealizada visión» del momento histórico que les tocó vivir, se configuró en un vigoroso instrumento de movilización política.
Así pues, la construcción cultural colectiva de estas diferentes visiones de la realidad llegó a adquirir un carácter condicionante en la persuasión de muchos hombres y muchas mujeres. Evidentemente, no existe expresión lingüística, discursiva, idealizadora o cultural desligada de la vivencia material y social de los actores sociales e individuales que la configuran y comparten, y mediante la que dan significado a su existencia misma. Pero no es menos cierto que la experimentación social de las conductas únicamente se hace viable y perceptible, alcanzando su forma más depurada y naturalizada, a través de la decodificación de los lenguajes y las culturas interpretativas de la realidad y el mundo que llevan a cabo en todo momento los sujetos, en una permanente justificación de sus propias obras.
Por tanto, a través del estudio de los componentes lingüísticos y culturales, de los discursos interpretativos de la realidad predominantes en cada etapa histórica, es posible, desde la historia, analizar el modo en que los diferentes sujetos –mujeres y hombres– experimentaron figuradamente su propio mundo. En cada momento, en cada contexto histórico, lenguajes y culturas se convierten en los únicos vehículos expresivos y significativos por los que de manera inexcusable discurre la acción de los individuos en toda sociedad históricamente configurada. Porque todo conocimiento existe a partir de unos significados culturales, pero también todo conocimiento existe en un contexto histórico específico, en la cambiante organización social que lo enmarca. Y no hay conocimiento posible que esté estructurado al margen del poder.[29]
En síntesis, son éstas las perspectivas teóricas, metodológicas y temáticas que han guiado nuestras preguntas y nuestros objetivos al reunir las distintas aportaciones recogidas en el presente libro, más allá de esquemas interpretativos reduccionistas –escasamente adecuados y ya superados como señalábamos al principio– relativos bien a la llamada «victimización» de las mujeres, bien a la «lucha feminista» de las mujeres frente a su subordinación. Por tanto, más allá de la clásica y restrictiva dialéctica subordinación-liberación.
Hemos reunido para ello a excelentes especialistas en historia de las mujeres y del género, y en la nueva historia política y cultural, de diversas universidades españolas e internacionales. Nuestro objetivo ha sido conectar investigaciones, articular un espacio de encuentro con un denominador común, así como establecer un diálogo y un fructífero debate entre las propuestas y análisis presentes en sus trabajos e investigaciones. No partimos de cero, sino que avanzamos en un camino ya iniciado, en proyectos de investigación, seminarios, coloquios y reuniones anteriores. Entre ellos, el Seminario sobre Ciudadanía Femenina y Culturas Políticas desarrollado en la UIMP de Valencia en octubre del 2008,[30]o las Jornadas organizadas por el Grupo de Investigación Consolidado de la Universitat de Bacelona, «Multiculturalisme i Gènere», sobre La consecución de la igualdad de las mujeres en España: el movimiento feminista durante la Transición.[31]
Estos encuentros sirvieron como punto de partida para el desarrollo académico y el avance teórico conjunto de una red de investigación histórica, trabajo académico e intereses intelectuales compartidos en torno a todas las cuestiones que acabamos de exponer. Por todo lo dicho, esperamos que este libro sirva como un nuevo punto de infl exión, para poder continuar avanzando en la reflexión histórica, en la explicación y comprensión de, y por, una historia global.
Ana AGUADO
Teresa María ORTEGA
[1] Gisela Bock, Arlette Farge, Karen Offen y Mary Nash: «Historia de las mujeres, Historia del género», Historia Social, 9 (1991), pp. 55-161; Mary Nash: «Dos décadas de historia de las mujeres en España: una reconsideración», Historia Social, 9 (1991), pp. 137-191; Ana Aguado (coord.): «Les dones i la història», Afers, 33/34 (1999), pp. 298-567; Ana Aguado: «La historia de las mujeres y del género», en Teresa María Ortega López (ed.): Por una historia global. El debate historiográfico en los últimos tiempos, Granada-Zaragoza, Universidad de Granada-Prensas Universitarias de Zaragoza, 2007, pp. 111-134.
[2] Véase Françoise Thébaud: «La història de les dones a França, avui», en Ana Aguado (coord.): «Les dones i la història», Afers: fulls de recerca i pensament, vol. 14, 33-34 (1999), pp. 415-425; e igualmente Maura Palazzi: «Dones i història: el cas italià», ibíd., pp. 427-457.
[3] Elena Hernández Sandoica: «Joan Scott y la historiografía actual», en Cristina Borderías: Joan Scott y las políticas de la historia, Barcelona, Icaria-AEIHM, 1996, pp. 259-281; Teresa María Ortega López (ed.): Por una historia global...
[4] Joan W. Scott: «El género una categoría útil para el análisis histórico», en James S. Amelang y Mary Nash (ed.): Historia y Género: Las mujeres en la Europa Moderna y Contemporánea, Valencia, Edicions Alfons el Magnànim, 1990, pp. 23-56.
[5] Arlette Farge: «La historia de las mujeres. Cultura y Poder de las Mujeres: Ensayo de Historiografía» Historia Social, 9 (1991), pp. 79-101.
[6] Justo Serna y Anaclet Pons: La historia cultural, Madrid, Akal, 2005; Françoise Thébaud: Écrire l’histoire des femmes, París, Ens Editions, 1998.
[7] Mary Nash: «Dos décadas de historia de las mujeres en España: una reconsideración», Historia Social, 9 (1991) pp. 137-161; Ana Aguado (coord.): «Les dones i la història», Afers, 33/34 (1999), pp. 298-567
[8] Mary Nash: «Experiencia y aprendizaje: la formación histórica de los feminismos en España», Historia Social, 20 (1994), pp. 151-172; Ana Aguado: «Los feminismos: Movimientos sociales y teorías críticas en la construcción de la ciudadanía femenina en España», en Manuel Redero, Manuel y M.ª Dolores de La Calle: Movimientos sociales en la España del siglo XX, Salamanca, Universidad de Salamanca-Fundación 27 de marzo, 2007, pp. 157-167.
[9] Véase, entre otros, Mary Nash: «Dos décadas de historia de las mujeres en España....»; Ana Aguado (ed.): Mujeres, regulación de conflictos sociales y cultura de la paz, Valencia, Institut Universitari d’Estudis de la Dona-Universitat de València, 1999.
[10] M.ª Dolores Ramos: «Arquitectura del conocimiento, historia de las mujeres, historia contemporánea. Una mirada española. 1990-2005», Cuadernos de Historia Contemporánea, 28 (2006), pp. 17-40.
[11] Por antifeminismo entendemos lo apuntado por Christine Bard, es decir, las reacciones y las angustias reales que, desde finales del siglo XIX, despertaron entre amplios colectivos de la población (hombres y mujeres) la emancipación de la mujer, los nuevos papeles reivindicados por aquélla, y la demanda de no diferenciación de los sexos. Cf. Christine Bard: «Para una historia de los antifeminismos», en Christine Bard (ed.): Un siglo de antifeminismo, Madrid, Biblioteca Nueva, 2000, pp. 25-39.
[12] Aún así, recientemente han visto la luz monográficos que han sido publicados en revistas especializadas, que caminan por la dirección que nosotras señalamos. Este es el caso del contenido del dossier dirigido por Ana Aguado: Culturas políticas y feminismos, publicado en Historia Social, 67 (2010); del dirigido por M.ª Dolores Ramos: «República y republicanas en España», Ayer, 60 (2005), pp. 11-224; del número 7 de la revista Pasado y Memoria. Revista de Historia Contemporánea correspondiente a 2008, coordinado por M.ª Dolores Ramos y Mónica Moreno, y titulado Mujeres y culturas políticas; y del dirigido por Mónica Bolufer y Mónica Burguera: Género y modernidad en España. De la Ilustración al Liberalismo, Ayer, 78 (2010).
[13] Véase en este sentido, entre otros trabajos, Mary Nash y Diana Marre (coord.): El desafío de la diferencia: representaciones culturales e identidades de género, raza y clase, Bilbao, Universidad del País Vasco, 2003.
[14] Ana Aguado: «Du sens des cultures politiques et des identités de genre dans l’Espagne contemporaine», en Marie-Claude Chaput y Christine Lavail (eds.): Sur le chemin de la citoyenneté. Femmes et cultures politiques. Espagne XIX-XXI siècles, París, Université París 8-Université París Ouest Nanterre La Défense, 2008, pp. 195-214.
[15] Serge Berstein (dir.): Les cultures politiques en France, París, Seuil, 1999.
[16] Joan Scott: «El eco de la fantasía: la historia y la construcción de la identidad», Ayer, 62 (2006), pp. 111-138.
[17] Miguel Ángel Cabrera: «De la historia social a la historia de lo social», Ayer, 62 (2006), pp. 165192. También el capítulo de este mismo autor: «La historia postsocial: más allá del imaginario moderno», pp. 41-72, y el de Teresa María Ortega López: «Sobre historia y posmodernidad. La historiografía en los últimos tiempos», pp. 13-40, ambos insertos en el libro Teresa María Ortega López (ed.): Por una historia global...
[18] Margaret R. Sommers: «¿Qué hay de político o de cultural en la cultura política y en la esfera pública? Hacia una sociología histórica de la formación de conceptos», Zona Abierta, 77/78 (1996-97), pp. 31-94; Keith Michael Baker: Inventing the French Revolution: Essays on French Political Culture in the Eighteenth Century, Cambridge, CUP, 1990; «El concepto de cultura política en la reciente historiografía sobre la Revolución francesa», Ayer, 62 (2006), pp. 89-110.
[19] Entre otros, véase Elisabeth G Sledziewski: «Revolución Francesa. El giro», en George Duby y Michelle Perrot (dirs.): Historia de las mujeres en Occidente, Madrid, Taurus, 1993, vol. 4, pp. 44-45; En el mismo volumen, Dominique Godineau: «Hijas de la libertad y ciudadanas revolucionarias», pp. 23-39; Françoise Thébaud: «Mujeres, ciudadanía y Estado en el siglo XX», en Ana aguado (coord.): Las mujeres entre la historia y la sociedad contemporánea, Valencia, Generalitat Valenciana, 1999, pp. 13-32.
[20] Marie-Aline Barrachina, Danièle Bussy Genevois y Mercedes Yusta (coords.): Femmes et démocratie. Les Espagnoles dans l’espace public (1868-1978), Éditions du Temps, 2007. Véase también: M.ª Dolores Ramos: «Identidad de género, feminismo y movimientos sociales en España», Historia Contemporánea, 21. Dossier: Estudios de Género, 2000 (II), pp. 523-552.
[21] Sobre consideraciones teóricas del concepto de «ciudadanía», consúltense los siguientes trabajos: Thomas Humphrey Marshall: «Ciudadanía y clase social», en Thomas Humphrey Marshall y Tom Bottomore: Ciudadanía y clase social, Madrid, Alianza, 1998, pp. 15-82; Manuel Pérez Ledesma: «Ciudadanos y ciudadanía. Un análisis introductorio», en Manuel Pérez Ledesma (comp.): Ciudadanía y democracia, Madrid, Ed. Pablo Iglesias, 2000, pp. 1-35; y también Manuel Pérez Ledesma (dir.): De súbditos a ciudadanos. Una Historia de la ciudadanía en España, Madrid, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, 2007.
[22] Julián Casanova: «Ficción, Historia, Verdad, Historia. Presentación», Historia Social, 50 (2004), pp. 3-6; Geoff Eley y Keith Nield: «Volver a empezar: el presente, lo postmoderno y el momento de la his toria social», Historia Social, 50 (2004), pp. 47-58.
[23] Marie-Claude Chaput y Christine Lavail (eds.): Sur le chemin de la citoyenneté. Femmes et cultures politiques...
[24] Joan Scott: «El eco de la fantasía...», p. 123. También Miguel Ángel Cabrera: Historia, lenguaje y teoría de la sociedad, Madrid, Cátedra, 2001.
[25] M.ª Dolores Ramos: «Feminismo y acción colectiva en la España de la primera mitad del siglo XX», en Manuel Ortiz Heras, David Ruiz González e Isidro Sánchez (coords.): Movimientos sociales y Estado en la España contemporánea, Cuenca, Ediciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, 2001, pp. 379-403. De la misma autora, véase la coordinación del Dossier «Laicismo, identidades y culturas políticas: mujeres fragmentadas», Arenal. Revista de Historia de las Mujeres (Universidad de Granada-Ministerio de Asuntos Sociales), 11, 2 (2004), pp. 5-111.
[26] Keith Michael Baker et alii.: The French Revolution and the creation of modern political culture, 4 vols., Oxford-Nueva York, Pergamon Press, 1987-1994, y Patrick Joyce (ed.): The social in question. New bearings in history and the social sciences, Nueva York, Routledge, 2002.
[27] Véanse al respecto las siguientes aportaciones consideradas como algunas de las que mejor recogen las premisas teóricas de la historia postsocial: Miguel Ángel Cabrera: Historia, lenguaje y teoría de la sociedad...; y «La crisis de la historia social y el surgimiento de una historia Postsocial», Ayer, 51 (2003), pp. 201-224.
[28] Miguel Ángel Cabrera: «De la historia social a la historia de lo social», pp. 165-192.
[29] Elena Hernández Sandoica: «Joan Scott y la historiografía actual», en Cristina Borderías (ed.): Joan Scott y las políticas de la historia, Barcelona, Icaria-AEIHM, 1996, pp. 259-281.
[30] Seminario Internacional Ciudadanía femenina y Culturas Políticas, dirigido por Ana Aguado y Danièle Bussy Genevois, Valencia, UIMP, 2008.
[31] Las ponencias de estas Jornadas pueden consultarse en la siguiente publicación: Mary Nash y Gemma Torres (eds.): Feminismos en la Transición, Barcelona, Grup de Recerca Consolidat Multicultura lisme i Gènere, Universitat de Barcelona, Ministerio de Cultura, 2009.
FEMINISMO LAICISTA: VOCES DE AUTORIDAD, MEDIACIONES Y GENEALOGÍAS EN EL MARCO CULTURAL DEL MODERNISMO
María Dolores Ramos
Universidad de Málaga
SOBRE FEMINISMO, MODERNIDAD Y MODERNISMOS
Paso a la mujer...
AMALIA CARVIA
Quiero iniciar estas líneas recurriendo a la metáfora como forma de conocimiento. Para abordar el tema me serviré de un juego de espejos donde van a verse reflejadas identidades, ideas, relaciones, prácticas políticas, voces de autoridad, genealogías femeninas y circunstancias plurales. Las imágenes proyectadas contribuirán a iluminar con sus reflejos, de manera directa o indirecta, determinados aspectos de la realidad. A veces lo conocido en un espejo alumbra lo desconocido en otro, y viceversa. Este recurso ya fue utilizado por Iris Zavala en su ensayo La otra mirada del siglo XX. La mujer en España, donde invitaba al público lector a recorrer los espejos del madrileño callejón del Gato con la finalidad de contemplar las identidades femeninas desde perspectivas diferentes. Fue utilizado, así mismo, por Juan Sisinio Pérez Garzón en el libro colectivo Isabel II. Los espejos de la reina para recrear, igual que en los juegos de imágenes refractantes del film La dama de Shangai, numerosas visiones y estudios sobre este personaje histórico, su reinado y la sociedad de su tiempo.[1]
El juego de espejos reflejará la otredad –las otredades, más bien– del período comprendido entre 1890 y 1914, sus límites políticos y culturales y también algunas claves identitarias de unos años que fueron, dentro y fuera de España, particularmente intensos y complejos. No en vano la gestación de la sociedad burguesa durante la segunda mitad del siglo XIX había producido la irrupción de nuevos sujetos históricos definidos en términos de clase, sexo-género, raza y etnia, sujetos marcados por las consecuencias de la revolución industrial, la configuración de la familia nuclear y las intersecciones entre los espacios públicos y privados. Estos dispositivos originaron también, conforme se aproximaba el cruce de los siglos, numerosas contradicciones. Así, aunque el liberalismo postulaba la libertad esencial del individuo, cuya voluntad, sumada o enfrentada a otras voluntades, constituía la base de gobierno y subrayaba la neutralidad del yo –un falso argumento, evidentemente–; aunque negaba las redes de privilegios como «cosas del pasado», marginaría de la vida política a amplios sectores, entre ellos a la población femenina, cuyos cometidos sociales y culturales había regulado previamente.[2]
En realidad, las mujeres permanecieron inmersas en sus funciones reproductivas, fieles al papel de esposas abnegadas y madres bondadosas que la cultura burguesa les hacía representar, mientras los hombres –no todos, desde luego– eran considerados su jetos políticos capaces de acometer grandes empresas, preparados para vincular su in terés personal al bien universal. Con el objetivo de superar esta dicotomía algunos sujetos liberales –mujeres y hombres–, obviando pautas de conducta interiorizadas y claves de autocontrol, potenciaron la crítica del espacio político, cultural e ideológico y desarrollaron diferentes movimientos sociales reclamando prácticas políticas democráticas y derechos sociales igualitarios para los excluidos y las excluidas del escenario político. Así, las mujeres se consideraron a sí mismas –y pasaron a ser consideradas, aunque con reticencias– sujetos reguladores de los dispositivos éticos de la sociedad, engranajes fundamentales en la conquista y desarrollo de la ciudadanía social, proceso al que contribuyeron los feminismos históricos durante la segunda mitad del siglo XIX y las dos primeras décadas del siglo XX, básicamente los vinculados a las culturas políticas fourieristas, republicanas, socialistas y ácratas.
El cruce de los siglos certificó que había llegado la hora de que las multitudes –y en cierta medida, las mujeres– «entraran» en la Historia. Esa irrupción dio lugar a la difusión de nuevos productos culturales, contribuyó a la creación de un lenguaje propio y promovió un conjunto de pautas de conducta y expresiones reivindicativas a las cuales no resultó ajena la guerra colonial de 1895-1898. En cualquier caso, el profundo malestar suscitado por el conflicto funcionó como un revulsivo social e impregnó los anhelos de cambio y las prácticas regeneracionistas en una etapa que ha sido calificada como la «edad de plata» de la cultura española y que se extiende hasta los inicios de la guerra civil española. En este periodo los intelectuales, guiados por la idea de compromiso surgida en Francia a raíz del asunto Dreyfus, intentaron reformar sin éxito la vida pública española, muy crispada por el progresivo desgaste del sistema canovista y por los aires políticos y culturales de signo anticlerical procedentes de Europa.
La modernidad, acelerada con la segunda revolución industrial –electricidad, turbinas, bombillas, nuevas maquinarias–, debilitó la división «natural» del trabajo entre hombres y mujeres, diluyó la frontera entre familia y sociedad, entre vínculo sexual y vínculo social, aun cuando el desigual valor otorgado a los espacios privados lastrara gravemente los intentos de redefinir el matrimonio, la familia y las relaciones sociales de género desde bases más igualitarias. Buena parte de las polémicas finiseculares se centraron en despejar el «enigma de la feminidad». Los modernos estaban obsesionados por averiguar qué era la mujer, qué querían las mujeres.[3]Pero el interés que mostraron en relación con este asunto fue bastante ambiguo, contradictorio e instrumental, de acuerdo con sus intereses privados y sus afanes públicos, esforzándose en definir los rasgos de la identidad femenina desde el punto de vista del erotismo y la sexualidad, al margen del edificio simbólico de las instituciones, las leyes y los reglamentos, mientras las modernas propiciaban una reconstrucción del sujeto femenino, en lucha por su emancipación y, consecuentemente también, la expansión de los movimientos finiseculares de mujeres que tendrían continuidad en las primeras décadas del siglo XX.[4]Los círculos políticos radicales no quedaron al margen del debate y mostraron su preocupación por establecer un modelo de feminidad acorde con sus ambiciones regeneradoras.[5]En estos ámbitos se encontraban republicanos y librepensadores, quienes otorgaban a sus compañeras de filas un papel socializador, secularizador, cívico, social, «público» en el sentido restringido del término. Al hacerlo tuvieron que reconocer un hecho consumado: la condición de agentes sociales y culturales que ellas habían demostrado en círculos políticos y ateneos populares, cuando no en sus propios domicilios, donde algunas habían tenido la oportunidad de asistir –por lo general desempeñando el rol de testigos mudos– a tertulias y conspiraciones políticas, leer libros racionalistas y periódicos radicales como Las Dominicales del Librepensamiento, El Motín, El País, La Tramontana, La Campana de Gracia o El Diluvio, antes de crear su propia prensa política, feminista y anticlerical.
Tales comportamientos se situaban en las antípodas de lo que había aconsejado el Padre Claret en sus devocionarios y catecismos; de lo que postulaban los manuales de urbanidad, la «novela doméstica», la prensa femenina, dirigida a ensalzar la belleza exterior e interior de las mujeres, los textos constitucionales y jurídicos del siglo XIX, que sancionaron, a partir de 1812, una ciudadanía sesgada, una división sexual de esferas, trabajos y funciones, así como una moral social, muy estricta para las mujeres, que en España estaba fuertemente impregnada, como en otros países mediterráneos, por la educación católica. En particular, el Código Civil de 1889 «envileció a las mujeres», cuyo débil estatuto salió reforzado con la separación de los planos político y civil, hecho que facilitó la dominación masculina e incrementó «el malentendido entre los sexos». En Francia, Víctor Hugo lo había captado con absoluta precisión: «Resulta doloroso decirlo. En la civilización actual, hay una esclava. La ley tiene eufemismos... El Código Civil la llama “menor de edad”; esta menor, según la ley, esta esclava según la realidad es la mujer».[6]
La modernidad, recorrida por pautas sexualizadas, no mejoró la situación femenina desde el punto de vista normativo, pero dio paso a discursos, opiniones, visiones apocalípticas y prácticas de vida asociadas al radicalismo, la rebeldía vital, la bohemia, la civilidad y la barbarie, según las imágenes proyectadas en nuestro particular juego de espejos. Evidentemente, las transformaciones socioculturales encontraron cauces de representación en las pautas de vida y también en narrativas, ensayos, artículos y editoriales, de acuerdo con el carácter diversificado de los papeles de género y la jerarquización de las relaciones de poder. En esta polifonía de voces y objetos culturales algunos colectivos femeninos intervinieron, como he explicado en otro lugar,[7]en el proyecto moderno/modernista mientras construían, desde diversas culturas políticas, sus propios proyectos de emancipación y, con ellos, una nueva subjetividad, desenmascarando el contrato simbólico que las excluía de la esfera pública y el lenguaje.
No hay que olvidar que en el periodo de entresiglos se multiplicaron los discursos y las iniciativas que insistían en la necesidad de formar intelectualmente a las mujeres de las clases medias para facilitar su entrada en el mercado laboral: las Sociedades de Amigos del País promovieron círculos con esta finalidad, el Estado impulsó la creación de Escuelas Normales de Maestras dispensadoras de títulos y de saber, la Institución Libre de Enseñanza organizó una rama femenina que tuvo en María de Maeztu y la Residencia de Señoritas a dos de sus grandes representantes, y las escuelas laicas, en muchos casos vinculadas al proyecto educativo de Ferrer Guardia, se extendieron con la finalidad de arrancar a las mujeres de las garras de la Iglesia y conducirlas por el camino de la razón y el progreso. De manera destacada, los liberalismos radicales trataron de combatir la ignorancia y el tedio de las mujeres burguesas y pequeñoburguesas, sumidas en «vanas futilidades», y reivindicaron una formación intelectual femenina que cumpliera como mínimo tres objetivos: el primero se sustentaba en la necesidad de construir una sociedad más armónica, regida por la conciencia del cumplimiento del deber; el segundo proclamaba la necesidad de que las mujeres ejercieran un oficio o una profesión, hecho que pondría las bases materiales de su autonomía y emancipación –La habitación propia de Virginia Wolf adquiere pleno sentido en otro de sus textos: Tres guineas–[8]; el tercero reivindicaba el desarrollo en los hogares de una pedagogía materna dirigida a la formación de hijas e hijos. Pues bien, los dos últimos objetivos contribuyeron a que se reconociera la importancia que tenía el ejercicio de una maestría ligada al concepto de maternidad social, cívica e intelectual, y a la noción de autoridad, elemento constitutivo del primero de los dos ejes –el vertical– de un orden cultural «propio» desde el que las mujeres se resignificaron y transformaron sus realidades; el segundo eje, horizontal, les desveló el interés de la práctica política derivada de las relaciones de mediación, factor de vital importancia para marcar las genealogías femeninas canceladas en la sociedad por los códigos normativos, el contrato social y el contrato sexual, que implicaban una heterosexualidad obligatoria.
La educación se enraizará, pues, en la modernidad; permitirá formular preguntas y posibilitará las respuestas, contribuirá a abrir nuevos espacios socioculturales y será uno de los principales motores de los cambios detectados en el primer tercio del siglo XX. La apertura de las aulas universitarias a las mujeres en 1910 (sin permiso de los rectores, sin carabinas ni disfraces), así como la revolución demográfica y los cambios económicos crearon un ambiente favorable a la incorporación femenina a los espacios públicos.[9]Insistiendo en estos aspectos, la masonería había señalado que las dos condiciones necesarias para que las mujeres se remodelaran a sí mismas y pudieran incidir en la sociedad civil eran la autoestima, que devendría luego en amor a la humanidad, y la educación. A partir de ahí se impulsaría su disposición y actitud hacia las instituciones, se regularían las relaciones de poder y los comportamientos colectivos, y se incidiría en el conjunto de creencias, experiencias, rituales y símbolos que requieren pautas de socialización formales e informales. En este sentido, la presencia o ausencia de valores como la tolerancia, la racionalidad y la civilidad solían conformar un nosotras/nosotros, unas formas de conciencia y actuación que tropezaban frecuentemente con formas de conciencia y actuación diferentes defendidas por otras/otros. Desde esta perspectiva, las posiciones clericales y anticlericales se perfilarían como subculturas políticas y originarían conocimientos y productos culturales elaborados por mujeres y hombres, si bien los dispositivos femeninos, debido al lastre de la sociedad patriarcal, resultan históricamente menos conocidos que los masculinos. En todo caso, lo fundamental es reconocer que las mujeres han contribuido a forjar las culturas políticas y han creado redes formales e informales, además de espacios propios, para enmarcar sus objetivos e intereses, promoviendo, en función de las circunstancias, oportunidades y estrategias utilizadas, asociaciones femeninas, acciones colectivas y rituales cívicos.[10]
Así las cosas, quiero resaltar que en la última década del siglo XIX, más concretamente en el marco de la primera etapa modernista, un núcleo de maestras, periodistas, escritoras, propagandistas y activistas forjaron un linaje femenino iniciador de «otras tradiciones». Este inspirado grupo de «cartógrafas de la liberación»,[11]objeto de estudio en el presente trabajo, no sólo manifestó su talante rupturista en la esfera pública, organizando los primeros núcleos del feminismo laicista en España y adhiriéndose a los planteamientos republicanos, sino también en la esfera privada. Figuraron en sus filas mujeres «divorciadas», antes que el derecho de familia normalizara su situación en el código civil; mujeres solteras por elección, que optarían en ciertos casos por compartir su existencia, y mujeres acogidas en comunidades amplias como ocurría en la «gran familia espiritista».[12]Mujeres modernas. En tanto que activistas, se movilizaron, viajaron, cambiaron de residencia y de ciudad, incluso de país, dejando una estela de discursos, enseñanzas, asociaciones, periódicos y correspondencia en su empeño por eliminar la monarquía, el clericalismo y el patriarcado, tres poderosos símbolos del siglo que acababa.[13]Mujeres doblemente «raras» por ligar su trabajo intelectual, su fortaleza moral, su libertad de pensamiento, su autonomía y su impugnación del utilitarismo burgués –rasgos atribuidos por Rubén Darío a modernos, rebeldes, bohemios, radicales y vanguardistas en su libro Los raros–[14]a su condición femenina.
El fin de siglo fue, pues, una encrucijada en la que confluyeron modernidad y modernismos. Éstos elevaron la esfera del arte y la cultura como un valor supremo, posibilitaron la crítica de las viejas ideologías, promovieron el auge de los cosmopolitismos, la difusión de la literatura social filoanarquista y anarquista, y un concepto de república revolucionaria, social y radical, en un período donde confluían el ansia de renovación estética y una conciencia revolucionaria inclinada a subvertir de raíz el orden político y social. Este hecho contraviene la creencia de que los modernismos fueron globalmente apolíticos.[15]
En este sentido, la modernidad constituyó el espacio/tiempo de emergencia de las ocultas, semiocultas y difusas voces, experiencias y prácticas sociales femeninas, que ejemplifican el avance de los feminismos –y concretamente del feminismo laicista– en el marco de los procesos históricos finiseculares. En consecuencia, las mujeres –no todas– irrumpieron en el ámbito civil y político y combatieron los discursos hegemónicos relacionados con la institución monárquica, la iglesia, el trabajo, la prostitución y el matrimonio, como demostró Carmen de Burgos en sus encuestas sobre el divorcio publicadas en El Diario Universal el año 1904 y recogidas después en el libro El divorcio en España.[16]Por otra parte, las prácticas culturales feministas, entre las que cobraría especial relieve la fundación de periódicos, la publicación de artículos, ensayos, narrativas, traducciones y otros textos escritos, contribuyeron a que la circulación de las ideas fuera cada vez más rápida e intensa. Al hilo de estas actuaciones, el «germen de la modernidad» impregnó las relaciones entre las esferas pública y privada, sacando a relucir una de las grandes contradicciones que sustentaban las relaciones sociales de género: la existencia de una justicia fraternal para la sociedad y de una justicia patriarcal para la familia.[17]De acuerdo con esta dualidad, lo que estaba en juego no sólo era estipular qué hacer con las mujeres, uno de los grandes dilemas de «entresiglos», sino el hecho de aceptar o rechazar sus prácticas de vida, discursos, actos cívicos y proyectos civilizadores.
LAS CONTRADICCIONES DEL MODELO DE FEMINIDAD REPUBLICANA: LAS MUJERES-GUÍA
Salvo excepciones, las trayectorias femeninas ubicadas en los márgenes de la ideología de la domesticidad se consideraban un «festival de desorden femenino», el testimonio de un «mundo patas arriba» por el que deambulaban mujeres heterodoxas, radicales y rebeldes, dispuestas a reivindicar su emancipación, luchar por la República y cuestionar el modelo confesional vigente en la sociedad de la Restauración. Ahora bien, si se examina la cuestión desde la óptica del espejo invertido, ese aparente desorden femenino obedecía a un plan firme, coherente y bien trazado. Su caldo de cultivo era la libre conciencia, su proyecto político, derrocar la Monarquía, y su primer objetivo secularizar la sociedad y destruir el poder social, moral, cultural y político de la Iglesia.[18]Por otra parte, estas expectativas se extendieron a otros ámbitos, como el feminismo, en tanto que pensamiento crítico y movimiento social, y contribuyeron a remodelar las identidades colectivas y subjetivas. En consecuencia, la sociedad bienpensante tuvo que hacer frente a una laicidad basada, a partir de la celebración del Congreso Universal de Librepensadores de París en 1889, en dos presupuestos: por un lado, la fe en la razón y la ciencia, y por otro, la acción anticlerical, a los que se sumó un tercero: la emancipación femenina promovida por las asociaciones de mujeres librepensadoras. Estos presupuestos fermentaron en un marco político de izquierdas, teñido, sobre todo, de republicanismo, socialismo y anarquismo, y crecieron al amparo de un encuadre social interclasista y unas pautas culturales dominadas por los discursos y representaciones de las primeras revoluciones liberales, la influencia del organicismo social, el ideario de agnósticos y ateos, los códigos de la masonería y las huellas deístas-espiritualistas de la teosofía, el espiritismo y la teofilantropía, consideradas como el vestigio de una «religión romántica» –al fondo Jean Jacques Rousseau, Charles Fourier y Víctor Hugo– o como el fruto de las corrientes irracionalistas ligadas a los neoespiritualismos de fin de siglo.[19]
En estos medios la «cuestión femenina» se medirá, ante todo, en términos aconfesionales y, en gran medida, utilitarios. No obstante, siguiendo las huellas dejadas por el pensamiento socialista utópico de mediados del siglo XIX, en sus filas surgió el denominado «feminismo de hombres», que otorgaba a las mujeres un papel basado en la excelencia de su función maternal y socializadora, impregnada, en muchos casos, por matices visionarios, proféticos, místicos, no exentos de acción civilizadora, a tono, también, con las paradojas de la modernidad.[20]Un paso más allá acechaba, sin embargo, el peligro de la «mujer libre», autónoma, excesiva, desvinculada de la figura referencial del padre, el marido o el hermano, la mujer soltera o separada, incluso viuda, que contradice los papeles de género y el modelo de feminidad hegemónico. Una mujer a la que la ley «concedía» derechos y poderes que no alcanzaban a las casadas, definidas como seres dependientes y en continua minoría de edad. Solteras, separadas y viudas, salvo si disponían de una buena herencia o bienes patrimoniales, debían procurarse su propia subsistencia, lo que las predisponía a desempeñar un repertorio de oficios cada vez más numerosos a medida que transcurrían las dos primeras décadas del siglo XX. Conscientes de su autonomía, secretarias, telefonistas, mecanógrafas, enfermeras, tenedoras de libros, contables, bibliotecarias y funcionarias mostraron abiertamente en público sus habilidades para funcionar con ciertas pautas de libertad. Más aun, decidieron inscribir el signo de la modernidad en su rostro, sus gestos, ropajes, modales y movimientos.[21]Quizá por ello despertaban los resortes del miedo en el imaginario colectivo y, con ellos, la penalización, ante la posibilidad de que se asociaran en los espacios públicos y privados. Esta última opción, centrada en la intimidad, se consideró sumamente peligrosa, avivó las críticas a la «comunidad de las mujeres» y suscitó el escándalo de quienes temían que emergiera el «fantasma de la promiscuidad» y las «relaciones peligrosas».
Críticas que se extendían también –lo personal es político– a las acciones desarrolladas en la esfera pública, cuyas protagonistas fueron tildadas, en numerosas ocasiones, de «petroleras», «vesubianas», «agitadoras» e «incendiarias». Si además las mujeres constituían familias monomarentales o comunales, otra huella de las culturas utópicas a la vez que un vestigio de la modernidad y del cruce entre el pasado y el futuro, la zozobra crecía. La otredad entonces, más que doblarse, se multiplicaba. Al hecho de ser mujeres y de actuar desde los márgenes, se sumaba el de resultar excesivas por sus planteamientos doctrinarios y por sus formas de vida, por ir a contracorriente y aportar un ethos femenino, emancipador, filantrópico, mediador, secularizador y pacifista al espacio público, que, según Helena Béjar,[22]había sido diseñado como un espacio político pero no moral. Examinadas desde este punto de vista, las representantes del feminismo laicista podían llegar a ser demoledoras, ya que derrochaban valentía –en el imaginario, una virtud masculina– y generosidad –una virtud femenina–. Ambas cualidades, cuando se daban asociadas, suponían una amenaza para los defensores del orden patriarcal. Desde esta perspectiva, las librepensadoras fueron mujeres/otras, que se contemplaban a sí mismas como miembros de una hermandad ideológica, cultural, regida por creencias, ideas, valores y prácticas de vida basados en la sororidad, la solidaridad, las mediaciones y los pactos de ayuda mutua. Más adelante me detendré en estos aspectos.
Ahora quiero examinar la cualidad de «heterodoxas» que conformaba su subjetividad. Desde la que se considera madre simbólica, pionera y referente de todas ellas, Rosario de Acuña Villanueva (1851-1923), según admitía la autorizada voz de Amalia Carvia (1861-?),[23]hasta una de sus representantes más desconocidas: Soledad Areales Romero (1850-?), maestra de Villa del Río (Córdoba), que firmaba sus escritos con el seudónimo «Una andaluza».
La primera reunía en su persona todos los ingredientes para ser considerada una mujer «peligrosa»: separada, desclasada, laica, republicana, feminista, masona y ecologista avant la lettre. Nacida en una familia noble de la que heredó el título de condesa de Acuña, que nunca utilizaría, tuvo que hacer frente desde niña a una enfermedad de la vista que logró superar gracias a su poderosa voluntad y a su fuerte complexión física. Pero, si en el espacio público destacó por su compromiso ideológico, su curiosidad intelectual, su feminismo y su fama de mujer viajera, –llegó a residir en Italia y conoció el destierro en Portugal, enriqueciéndose, en un sentido iniciático, con estas experiencias–, en el ámbito privado su concepción de la moral entre los sexos, que, a su juicio, debía ser igualitaria, la llevó a romper su matrimonio tras conocer las infidelidades de su marido, y a recorrer en libertad nuevos caminos. Con este gesto hizo trizas el conformismo de las mujeres de su tiempo. Su entrada en la masonería en 1886,[24]adoptando el significativo nombre de Hipatia, y su adhesión a las filas del librepensamiento hicieron el resto. Rosario de Acuña adquirió, para bien y para mal, un inusitado protagonismo en la época que le tocó vivir; fue un ejemplo a seguir para sus compañeras, el espejo-retrato en el que las preguntas de unas encontraban respuesta en otras, y viceversa:
Su nombre –admitiría Amalia Carvia– fue una bandera bajo la cual nos agrupamos las que oyendo cánticos de alondra mañanera sacudimos nuestro letargo y nos apresuramos a bañar nuestras almas en plena luz. Aquella mujer sublime, que desde niña entregó el corazón al amor a la libertad, fue un genio portentoso y con su pluma, piqueta demoledora del pasado y cincel delicado que esculpía las nuevas almas, creó un ambiente de saludables influencias en el pueblo español, dispuesto a sacudir el yugo de la teocracia. Ya comprenderéis lo que sería la vida de esta propagandista del libre examen; de la que sin tregua ni reposo luchaba contra la opresión del clero y el fanatismo de las beatas.[25]
En estos medios prevaleció su condición de mujer «excesiva», politizada, libre y heterodoxa. Por esta razón fue hostigada por el poder y sufrió varios atentados organizados a manos de «elementos descontrolados», de los que salió ilesa.[26]Sin duda padeció un auténtico «calvario», como muchas de sus compañeras, y lo denunció en la prensa:
Para casi todos los españoles, un librepensador es un ser malvado, un cualquiera, un incapaz de ninguna obra buena, por lo menos un chiflado; y si el sujeto es mujer entonces la hidrofobia llega al máximo contra ella; no puede ser ni buena madre, ni buena hija, ni buena prostituta. ¡Nada, nada se le concede! Está incapacitada para vivir entre los seres humanos, es una cosa nefanda de quien hay que huir y ante quien hay que escupir al pasar. ¡Una mujer sin religión, horror! El calvario con todas sus consecuencias es lo que espera a la mujer que sigue el camino de su propia redención y cuando se busca además la redención de las otras, entonces... a una mujer suelta y apóstola sería de justicia matarla.[27]
La maestra cordobesa Soledad Flora Areales Romero (1850-?) –el segundo nombre le fue impuesto en honor de la feminista utópica francesa Flora Tristán–, nació en un pueblo de la Sierra de los Pedroches, concretamente en Villaviciosa, en el seno de una familia de maestros republicanos; fue la mayor de una familia numerosa formada por diez hermanos casi todos dedicados al magisterio, salvo dos chicos, uno militar y otro procurador. Todas las hermanas, excepto la menor, de salud muy delicada, ejercieron la enseñanza, posiblemente la profesión más feminizada de su época, siendo Soledad quien las preparó para entrar en la Escuela de Magisterio. El fallecimiento del padre en 1873 repercutió en la vida de la primogénita y le acarreó unos deberes añadidos a su responsable forma de ser. Tras su ingreso como maestra oficial en una escuela de niñas de Villa del Río, influenciada por la Institución Libre de Enseñanza y por la herencia ideológica republicano-laicista de sus padres, puso en práctica sus ideas racionalistas. Amiga personal de Belén de Sárraga, a la que acompañó en algunos mítines por la provincia de Córdoba, militó en Unión Republicana, formó parte del equipo de redactoras de La Conciencia Libre, escribió en Las Dominicales del Librepensamiento y colaboró con la sociedad libertaria cordobesa Los Amigos del Progreso. Así mismo, redactó unas memorias que, lamentablemente, fueron destruidas, lo mismo que su correspondencia con Salmerón y Sárraga, por un familiar en la posguerra. Permaneció soltera por elección, igual que cuatro de sus cinco hermanas, las cuales, inducidas por ella, se juramentaron para no cambiar de estado civil como medio de conservar su independencia y su libertad, juramento que sólo rompió una de las Areales.[28]Su libertad de conciencia y el hecho de destaparse públicamente como librepensadora, le dieron argumentos a las fuerzas vivas de Villa del Río para propiciar su linchamiento moral y profesional. Lo que ella consideró el «Gólgota de una librepensadora»[29]comenzó en 1899 con el primer expediente administrativo que se abrió contra ella, al que siguió un segundo en 1905 y, finalmente, su separación definitiva de la enseñanza tras la sentencia emitida por el Tribunal Supremo en 1909, bajo la acusación de que no enseñaba Moral y Religión Católica. Esta disposición administrativa supuso para Soledad Areales una auténtica «muerte civil». Tenía 59 años, de los cuales casi la mitad los había pasando formando a sus alumnas en la libertad y la tolerancia. Según Catalina Sánchez:
Con esta piedra fue sepultada. Sepultada por creer que la Constitución española no era papel mojado y amparaba por igual a todos los españoles. Sepultada por defender, amparándose en esa Constitución, la libertad de pensamiento, conciencia y religión. Sepultada por defender con la pluma y con las palabras, y desde su condición de mujer, los sagrados principios de libertad, igualdad, justicia y fraternidad entre los hombres.[30]
Estas subjetividades femeninas tienen mucho en común. Las librepensadoras de «entresiglos», igual que las socialistas utópicas, de cuyas manos habían recibido el testigo, fueron conscientes de su condición sexuada y de la necesidad de buscar referentes en los que poder reflejarse y sancionar su experiencia. Flora Tristán fue un ejemplo singular para ellas. A partir de él y basándose en sus propias vivencias, construyeron un mundo relacional autónomo y se transformaron en mujeres-guía para las demás. En esta escala de referentes materno-sociales, cívicos y culturales, heredados del pasado y modificados en el presente que les tocó vivir, las influencias se trasladaban en un sentido ascendente y descendente, constituyendo una genealogía femenina. En ella las figuras de Amalia Domingo Soler y Ángeles López de Ayala resaltan como creadoras de «empresas de mujeres», empresas políticas en el sentido amplio y restringido del término, empresas vitales en tanto que mujeres rebeldes,[31]representantes de lo Otro, empresas culturales recreadas en sus narrativas, divulgadas mediante la palabra escrita en la prensa, en libros, folletos y artículos, y mediante la palabra hablada, viva, en mítines y conferencias. En este mundo referencial autónomo se institucionalizaron relaciones femeninas ubicadas en los márgenes del poder, sin dejar por ello de incidir en él, y voces de autoridad de hondo contenido simbólico.
Así, Amalia Domingo Soler (1835-1909), otro ejemplo para las seguidoras del feminismo laicista, proyectó en sus escritos y en su labor propagandística un modelo de feminidad cuyo principal referente es la Maestra o Mujer-Guía comprometida con las luchas sociales y las tareas espirituales, moviéndose en una amplia pero imprecisa franja ubicada entre el «más allá y el más acá»,[32]fruto del equilibrio alcanzado entre los dos planos de conocimiento que la filosofía ilustrada había separado: razón e intuición; fruto también de una identidad social que dejaba traslucir la fidelidad a un proyecto político basado en el igualitarismo –bastante difuso, desde luego– entre clases y sexos.
Amalia Domingo Soler, mujer llena de «afanes celestiales», en opinión de las lectoras de La Conciencia Libre, un «ser angélico», según reconocían sus admiradores en Las Dominicales del Librepensamiento,[33]había quedado huérfana en su juventud sufriendo desventuras, enfermedades y graves penalidades económicas. Dejó Sevilla, su ciudad natal, y se trasladó a Madrid con la idea de desempeñar el oficio de costurera, pese a sus problemas de visión. No quiso casarse por conveniencia, ni tampoco entrar en un convento, como le aconsejó una amiga de su madre. Ni «ángel del hogar» ni «novia de Dios». Amalia Domingo Soler consideraba que el contrato matrimonial burgués era la base de la infelicidad femenina, situándose entre las mujeres que querían hablar por sí mismas, sin intermediarios, dado el interés suscitado en los cenáculos masculinos de izquierda por incidir en el modelo de feminidad, en la instrucción de las mujeres y la reproducción social.[34]Por lo tanto, pasó a ser una «mujer libre», desvinculada de la figura referencial del padre, el marido o el hermano, una «heterodoxa». Se sumó a los seguidores de la doctrina espiritista en 1874 y dos años después se trasladó a Gracia (Barcelona), donde desarrolló una intensa labor publicística –redactó más de dos mil libros, folletos y otros escritos–, dirigió el centro La Buena Nueva, participó en la fundación de la Sociedad Autónoma de Mujeres y la Sociedad Progresiva Femenina, las dos entidades punteras del feminismo laicista en Barcelona, y fundó el periódico La Luz del Porvenir, de larga trayectoria (1879-1898) y amplias resonancias fourieristas. Colaboró con republicanos y anarquistas, aunque no era mujer a la que sedujeran las etiquetas, y rechazó entrar en la masonería espiritista porque no entendía «sus cavilaciones para establecer Consejos, expedir Patentes y Diplomas, formar Delegaciones, otorgar Grados y formular Consignas»:[35]
Si Rosario de Acuña hablaba a la razón, Amalia Domingo Soler hablaba al sentimiento. La pluma de esta noble propagandista era un bello reflejo de la de nuestra inmortal Concepción Arenal. ¡Cuántas almas desesperadas debieron su salvación a los sugestivos escritos de la inolvidable Amalia Domingo! En los tugurios de la miseria, en donde se cebaba el dolor de la vida, en cárceles y presidios, en donde criminales impulsivos lloraban sus errores, La Luz del Porvenir, esta célebre revista de Amalia Domingo, llevaba [...] hacia unas nuevas doctrinas, que no eran las rancias de la religión católica, que eran las que habían de crear una sociedad de paz y justicia para todos.[36]