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Los días 12 a 14 de noviembre de 2019 tuvo lugar en la sede del Ateneo Universitario Sant Pacià (AUSP), de Barcelona, el congreso internacional dedicado al análisis y visión de «La aportación del papa Francisco a la teología y a la pastoral de la Iglesia», con la pretensión de entrar en una mayor comprensión y recepción de sus intuiciones teológico-pastorales. Se subraya la estrecha relación entre el campo de la reflexión y el de la acción, teología y pastoral. El papa Francisco es un hombre lleno del Espíritu -y, por tanto, lleno de intuiciones- que no hacen de la pastoral algo cercano a la improvisación ni hacen de la teología un sistema cerrado o completo en sí mismo.La capacidad de lectura de la realidad es aguda, precisa, sesgada inicialmente por la propia trayectoria vital, pero complementada por esos ya siete años y algo más de su pontificado. El deseo de relación de diversos datos y realidades humanas marcadas por la esperanza, pero también el dolor del inocente, hacen de estas intuiciones un atento aviso a no construir la reflexión y comprensión de la realidad humana desde lo alto, desde lo abstracto.
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Los días 12 a 14 de noviembre tuvo lugar en la sede del Ateneu Universitari Sant Pacià (AUSP), de Barcelona, el congreso internacional dedicado al análisis y visión de «La aportación del papa Francisco a la teología y a la pastoral de la Iglesia».
Con la publicación de todas las intervenciones de aquellos días se ponía de relieve no solo el carácter indiscutiblemente internacional de la figura del papa Francisco, sino el deseo de entrar en una mayor comprensión y recepción de sus intuiciones teológico-pastorales. Como podrá observarse en el mismo título del congreso, hablamos de «aportación», esto es, de la contribución que el papa ofrece con su magisterio a incrementar, por un lado, el progreso, léase, el despliegue y el desarrollo de sus propias intuiciones heredadas de su propia biografía, recibidas y vividas en la tradición de la Iglesia. Se trata de agudizar nuestra capacidad de observación para descubrir propiamente los retos del presente y las urgencias evangelizadoras de este cambio epocal. Por otro lado, se subraya la estrecha relación entre el campo de la reflexión y el de la acción, teología y pastoral. El papa Francisco es un hombre lleno del Espíritu –y, por tanto, lleno de intuiciones– que no hacen de la pastoral algo cercano a la improvisación ni hacen de la teología un sistema cerrado o completo en sí mismo.
La capacidad de lectura de la realidad es aguda, precisa, sesgada inicialmente por la propia trayectoria vital, pero complementada por esos ya siete años y algo más de su pontificado. El deseo de relación de diversos datos y realidades humanas marcadas por la esperanza, pero también el dolor del inocente, hacen de estas intuiciones un atento aviso a no construir la reflexión y comprensión de la realidad humana desde lo alto, desde lo abstracto. Pero, a su vez, el Espíritu es quien interpela a vivir cada instante desde la confianza en Dios y desde la esperanza, que no es huida del presente, sino recepción y aceptación de él. Y es este mismo Espíritu de Dios el que permite crecer en el ejercicio del discernimiento, a través de momentos de desolación y de consolación. Hoy, como siempre, y por eso la insistencia del papa Francisco, pastor de pastores, es necesario crecer en la intención y la capacidad de «abrir los ojos» ante la realidad, tal como se manifiesta, y reducir la distancia entre lo creído, lo esperado y lo vivido.
Ese deseo se traduce en una aportación significativa, comprensible y cercana, potenciando en el proceso evangelizador una escucha atenta, activa, y una sensibilidad generosa y creíble. Actitudes de gran exigencia espiritual que los ponentes del congreso vivido en Barcelona tuvieron la capacidad de recoger y transmitir de manera diversa, complementaria y rica en datos biográficos del Bergoglio de Buenos Aires y del Francisco de Roma, que, sin ser un antes y un después, marcan una trayectoria muy clara y definida hacia el deseo evangelizador de nuestro mundo. Los mismos ponentes fueron quienes alcanzaron a los asistentes con sus propias reflexiones, para poner de relieve términos no complejos, pero sí llenos de referencias en la misma tradición eclesial, para ahondar en esas intuiciones convencidas y convincentes del mismo Francisco. Nos referimos a términos tan oídos como deseables para nuestra vida eclesial y nuestra renovación misionera: alegría, santidad del pobre, discernimiento, pueblo fiel de Dios, misericordia, conversión misionera, piedad popular, sinodalidad, María...
El congreso se desarrolló en tres días, con tres bloques diferenciados. A la manera de un retablo barroco, se empezó contemplando el panel central, «La Iglesia, principio de unidad del género humano», con las aportaciones, y por este orden, del cardenal Luis F. Ladaria, precedida de las palabras inaugurales del cardenal de Barcelona J. J. Omella, siguiendo con el cardenal de Bolonia, M. Zuppi, y los profesores M. Bofarull, religiosa del Sagrado Corazón de Jesús, y el biblista y rector del AUSP, A. Puig i Tàrrech. El segundo panel se centró algo más en la aportación de los subrayados teológicos, «Una teología en el corazón de la vida y del mundo», con las intervenciones del cardenal W. Kasper, el arzobispo J. Planellas, los profesores M. Gronchi y C. M. Galli, y el laico A. Tornielli, para finalizar con el profesor P. Xalxo. El tercer y último panel de nuestro retablo focalizó su deseo en exponer las intuiciones pastorales de Francisco, «Dios habita en la ciudad», con las aportaciones de J. Mbarga, arzobispo de Yaundé, el obispo F. Anthony Machado, de Vasai, la profesora C. Cornielle, de Boston, el obispo A. González Montes, de Almería, y el cardenal C. Osoro, de Madrid. Cada una de las intervenciones nos remite esencialmente, como podrá leerse, a las aportaciones magisteriales del papa Francisco, empezando por Evangelii gaudium hasta llegar a Querida Amazonía, pasando por todos los textos mayores, Amoris laetitia,Laudato si’,Gaudete et exsultate,Veritatis gaudium,Christus vivit, y sin renunciar a tantas otras formulaciones y referencias del día a día, destacado el ámbito homilético de Francisco y sus discursos en viajes apostólicos diversos.
Las quince ponencias, protagonizadas por hombres y mujeres, pastores y expertos, han llevado a término una síntesis del pensamiento y acción del papa Francisco, y estas actas, publicadas en español, catalán e italiano, no son sino una aportación más, indiscutiblemente necesaria para posteriores análisis.
Agradecemos el trabajo de organización y gestión realizado desde el equipo de secretaría del AUSP, Begoña Palau, Adela Serra, Dolors Cerdán, Cristina Godoy, así como al equipo de comunicación durante los días del congreso, Óscar Bardají, Montse Rovira y Jordi Massegú. Que la publicación de estas actas sean el estímulo para recentrar en todo momento y en todo lugar la misión de la Iglesia en este mundo nuestro, obra de Dios.
DANIEL PALAU VALERO
director de la Cátedra de Teología Pastoral
«Arquebisbe Josep Pont i Gol»
Mons. JUAN JOSÉ OMELLA
Barcelona
Señores cardenales, señor arzobispo de Tarragona, arzobispos, obispos, ponentes, profesores y profesoras, alumnos y alumnas del Ateneu Universitari Sant Pacià, hermanos y hermanas:
Es un honor para nuestro Ateneo y para mí mismo tener entre nosotros personas venidas de todo el mundo para reflexionar sobre el pensamiento del papa Francisco y su praxis. El estrecho vínculo entre teología y pastoral caracteriza su ministerio al servicio de la Iglesia católica. Este servicio se ensancha e incluye a las Iglesias hermanas y a las comunidades eclesiales, a las religiones mundiales, empezando por el judaísmo y el islam, y a todos los hombres y mujeres de buena voluntad. El pontificado del papa Francisco, obispo de Roma, no se limita a la Iglesia católica, que encuentra en él el principio de la unidad y de la comunión, sino que posee un alcance universal.
En un mundo caracterizado por la disolución de las utopías, por la falta de visión y por un dominio creciente del «yo» sobre el «nosotros», el papa Francisco instaura una forma de actuar en la que se reconocen muchos habitantes del planeta. Son, sobre todo, los que habitan en la periferia los que han visto y ven en él a alguien que los defiende y que los representa ante los poderes fácticos de la política y la economía.
Vivimos en unos tiempos de repliegue identitario, en el que proliferan los populismos y fundamentalismos intransigentes. Muchos están convencidos de que es necesario levantar muros y reforzar fronteras, sobre todo mentales. Quienes razonan y actúan de esta manera hacen un flaco favor a la humanidad, ya que evitan que se construya un mundo más fraterno que promueva la comunión entre personas y culturas. En cambio, el papa Francisco propone con tenacidad encomiable un modelo personal y social abierto, en el que el tiempo es superior al espacio, la unidad prevalece por encima del conflicto, la realidad es más importante que la idea y el todo es superior a la parte, como afirma él mismo en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, el documento programático de su pontificado (EG 217-237).
No es, pues, casual que el papa Francisco imagine una Iglesia dispuesta a salir, que no esté encerrada en sus esquemas y su confort, en el «siempre se ha hecho así» y en la desconfianza hacia el mundo. El papa Francisco sueña con una Iglesia que abra procesos y que no se refugie en la búsqueda de seguridades. Una Iglesia que es madre y habla al corazón de sus hijos, los que viven heridos o quedan olvidados en medio de las múltiples coyunturas de un mundo complejo. El papa Francisco habla al corazón de la gente con un lenguaje directo y personal, cargado de imágenes y sugerencias, y emplea expresiones que provienen de la vida de cada día, como hace Jesús en sus parábolas. De hecho, el lenguaje metafórico consigue hablar más acertadamente de Dios y de su Reino.
Pero el papa Francisco también habla con los gestos. Habla con el abrazo a los nuevos leprosos de nuestro tiempo. Habla con su atención a los jóvenes, que son a menudo ovejas sin pastor. Habla con sus visitas a los países periféricos, de donde provienen tantos emigrantes y refugiados que llaman a la puerta de las sociedades ricas. Habla con su atención a los enfermos y a los que son víctimas del comercio y trata de personas. Habla con su preocupación por los «sin techo», empezando por los que están cerca del Vaticano. La Iglesia es madre de misericordia y amiga de los pobres, y no puede marginar de su círculo de afecto a ningún excluido ni descartado. El papa Francisco nos recuerda que nadie sobra en la Iglesia de Dios, porque, como dice la carta a los Efesios, hay «un solo Dios y Padre de todos, que está sobre todos, actúa por medio de todos y está en todos» (Ef 4,6). La profecía del papa Francisco se extiende a la humanidad entera, sin discriminación de personas o, mejor dicho, discriminando positivamente a aquellos que Jesús proclama bienaventurados en el Sermón de la montaña (Mt 5,1-12) y llama «mis hermanos más pequeños» en el juicio final (Mt 25,40).
El núcleo de este congreso es la teología y la pastoral, consideradas como un todo, en el magisterio del papa. El pensamiento del papa Francisco no es solo teológico ni puede ser calificado solamente de pastoral. Se trata de un pensamiento unificado, cohesionado, que no se siente cómodo con una «teología de escritorio» (teologia da tavolino), encerrada en una especulación realizada al margen de la historia, sino que quiere ser una «teología de rodillas» (teologia in ginocchio), llena de experiencia y vigor espirituales. El papa Francisco es un papa que se mantiene sólidamente arraigado en la doctrina de la Iglesia como primer guardián de la fe. Y al mismo tiempo es un papa que no puede dejar de dar una respuesta a las urgencias pastorales que se presentan en la Iglesia, sensible a las situaciones y circunstancias que provocan sufrimiento a muchas personas y piden una curación.
El papa Francisco hace teología desde la realidad, que él lee a la luz de la Palabra y la Tradición, valiéndose del rico tesoro magisterial de la Iglesia, al que él contribuye con su ministerio de obispo de Roma. Y, al mismo tiempo, el papa Francisco hace pastoral desde la teología, ya que la vida no puede ser nunca banalizada ni mediatizada, sino que debe ser interpretada a la luz del misterio divino, del designio del Padre, la donación del Hijo y la comunión del Espíritu Santo.
Las verdades de la fe, por tanto, no son un cuerpo hermético que solo habría que repetir, sino las expresiones normativas de un sentido creyente que atraviesa todo el pueblo santo de Dios y que deben ser jerarquizadas, interpretadas y explicadas según los contenidos de las mismas verdades. Por otra parte, como dijo el teólogo Karl Rahner, la pastoral no es solo una disciplina aplicativa, sino que es una dimensión teológica de la teología. Por ello, como se afirma en el proemio de la Constitución apostólica Veritatis gaudium, no hay teología, no hay pensamiento cristiano sin diálogo con la filosofía, las ciencias humanas y experimentales, las religiones y las artes.
El papa Francisco inicia el segundo posconcilio, es decir, aquella fase de la historia de la Iglesia en la que hay que asumir de manera nueva, en el marco de un más que notorio cambio de época, la relación Iglesia-mundo. Esta relación fue una de las puntas de lanza del Concilio Vaticano II y, en las diócesis con sede en Cataluña, del Concilio Tarraconense de 1995. Los siete años de pontificado del papa Francisco, que se cumplirán, si Dios quiere, en marzo de 2020, permiten verificar que el papa ha sido el impulsor de una nueva manera de ejercer el ministerio petrino. La reforma de la Iglesia no se visualiza necesariamente en determinadas decisiones, casi mediáticas, sino que se practica, sobre todo, mediante una nueva sensibilidad que debe atravesar todo el cuerpo eclesial y que se podría concretar en tres expresiones, centrales en el pensamiento del papa: «misericordia», «conversión pastoral y misionera» y «diálogo con todos».
Hago notar que, en cierta manera, estos tres ejes se corresponden con las tres partes de nuestro congreso: la Iglesia, articulada sinodalmente, como pueblo santo de Dios, madre de misericordia y amiga de los pobres (primer día); el Evangelio de Cristo, propuesto y comunicado en el corazón de la vida, fuente de conversión tanto del hombre como de la creación (segundo día); el diálogo como instrumento esencial de una Iglesia profética, construida desde las periferias y dócil a la libertad del Espíritu, que promueve el desarrollo humano integral y la cultura de la paz, y que construye el futuro del mundo, atenta a los demás cristianos y a las otras religiones (tercer día). Así pues, la misericordia como camino de la Iglesia, la conversión pastoral y misionera como manera de vivir el Evangelio y el diálogo sin fronteras como instrumento privilegiado para la construcción del mundo son las tres vías que proponemos como guía de nuestra reflexión en torno al pensamiento teológico-pastoral del papa Francisco. Y todo eso envuelto o bañado por la alegría, que es manifestación de la esperanza.
Los retos de nuestro tiempo son enormes. Las nuevas tecnologías acentúan la aparición de un mundo interconectado en el que la persona estará cada vez más relacionada mediante la Red, pero, a la vez, experimentará con más agudeza la propia soledad, agravada por el anonimato y la explosión del mundo virtual. Por otra parte, la nanotecnología y la física cuántica, las técnicas de «mejora» humana y la robótica, la neurociencia y la inteligencia artificial llevan a imaginar un mundo cada vez más tecnificado y a la vez más vulnerable.
El magisterio del papa Francisco se sitúa a nivel de las preguntas fundamentales sobre el sentido, las condiciones y las expresiones de la vida humana y de la creación. La misericordia evangélica como principio de las relaciones interpersonales y el diálogo con todo el mundo como instrumento para fijar el alcance y el «peso ético» de las innovaciones constituyen dos elementos de gran interés para el mundo que está llegando. El papa Francisco mira al futuro con una mirada de fe y de amor, cuya clave propositiva es la alegría del Evangelio. Esta mirada, que todos queremos compartir, preserva a la Iglesia del miedo y de la autorreferencialidad, y constituye una invitación a ir al encuentro de los hombres y las mujeres de nuestro tiempo con una palabra de esperanza.
Esta es la esperanza que despierta en los discípulos la aparición de Jesús el día mismo de su resurrección (cf. Jn 20,19-29). Los discípulos han decidido cerrar las puertas del lugar donde se encuentran, se han aislado del mundo, dominados por el miedo. Les parece que no tienen salidas. El mismo miedo les atenaza y los hace ser autorreferenciales. Pero Jesús les saca de la confusión y de la angustia ante el futuro, los libera de un sentimiento que los inmoviliza. Se hace reconocer por ellos y les pone ante los ojos un proyecto grandioso: les da su paz para que sean hombres y mujeres de paz, les da el Espíritu recreando el aliento primordial y los envía a la misión confiándoles el perdón y la misericordia.
Queridos asistentes, quisiera agradeceros la participación en este congreso sobre el papa Francisco por lo que representa de adhesión y afecto a la persona de quien preside la Iglesia y las Iglesias en la caridad. El papa es y se siente un pastor a quien el Señor ha encargado guiar a su rebaño y dirigirse por igual a otras ovejas que no son de este redil, pero que también escucharán la voz de Jesús, y así habrá un solo rebaño y un solo pastor (cf. Jn 10,16). Este es el sueño de la unidad de la familia humana, que marca igualmente los primeros compases de la Constitución conciliar Lumen gentium.
Hemos querido visibilizar la proyección universal de nuestro congreso invitando a ponentes provenientes de América del Norte y del Sur, de África, de Asia y de Europa, sobre todo de Roma. Agradecemos hoy, de una manera especial, la presencia entre nosotros del cardenal Luis F. Ladaria, prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe.
Agradecemos también la participación de todos los pastores y los expertos que hablarán en este congreso. Pertenecen en gran parte a diversas instituciones académicas que han querido unirse oficialmente a este encuentro. Me refiero a la Pontificia Universidad Gregoriana, al Boston College, a la Universidad Católica Argentina (Buenos Aires) y a la Universidad Católica de África Central (Yaundé) –cuyo Gran Canciller, el arzobispo Jean Mbarga, se encuentra entre nosotros–. Saludo igualmente con afecto a los obispos de las diócesis con sede en Cataluña aquí presentes, miembros del Consejo del Gran Canciller de nuestro Ateneo.
Este congreso constituye una ocasión para escuchar voces diversas, armónicamente conjuntadas, exponiendo e interpretando los primeros siete años de pontificado del papa Francisco y explorando las rutas que el papa ha abierto. Este es uno de los méritos de esta reunión académica, de impronta netamente pastoral, que se propone construir una síntesis teológico-pastoral sobre el pensamiento y la acción del papa Francisco.
Mons. LUIS F. LADARIA
Roma
Introducción
Decía Pablo VI que existe siempre «un espontáneo deseo de comparar la imagen ideal de la Iglesia –tal como Cristo la vio, la quiso y la amó como esposa suya, santa e inmaculada (Ef 5,27)– y el rostro real que hoy la Iglesia presenta: fiel, por una parte, con la gracia divina a las líneas que su divino Fundador le imprimió y que el Espíritu Santo vivificó [...], pero jamás suficientemente perfecto, jamás suficientemente bello, jamás suficientemente santo y luminoso como la querría aquel divino concepto animador. Brota, por tanto, un anhelo generoso y casi impaciente de renovación» 1. En esta renovación y reforma ha jugado un papel fundamental, como se sabe, el Concilio Vaticano II, y en la aplicación de este evento eclesial ha tenido un gran peso tanto el pontificado de Pablo VI como el de sus sucesores. Encontramos al papa Francisco en el surco de estos esfuerzos de renovación de la Iglesia.
Hay, sin embargo, un aspecto específico de este pontífice que lo distingue de los inmediatamente anteriores: es el primer papa posconciliar que no participó en el Vaticano II. A la vez hay que decir que se trata de un papa conciliar. Las Constituciones Lumen gentium y Gaudium et spes están constantemente en sus palabras. La «orientación de la Iglesia hacia una nueva etapa evangelizadora», de la que se habla en su programática Exhortación apostólica Evangelii gaudium (EG 17), se desarrolla «sobre la base de la doctrina de la Constitución dogmática Lumen gentium». Junto a esto, conviene añadir inmediatamente que no estamos ante una mera repetición de los textos conciliares, sino de una nueva fase de recepción de los mismos 2. Es sabido que la eclesiología posconciliar ha conocido diversos vaivenes, no libres de extremismos, particularmente respecto al modo de entender la Iglesia pueblo de Dios. Con Francisco se ha retomado con fuerza esta imagen, pero en gran armonía con la eclesiología de comunión, la cual fue calificada en el Sínodo de obispos de 1985 como «la idea central y fundamental de los documentos conciliares» 3.
Por otra parte, y en continuidad con lo anterior, en el magisterio de Francisco emerge más de un elemento implícitamente contenido en el Vaticano II, pero desarrollado ahora plenamente a la luz de lo entonces explicitado. Es este el caso de la sinodalidad de la Iglesia.
En esta intervención me propongo poner de manifiesto la compenetración de la noción de Iglesia pueblo de Dios con la eclesiología de comunión (primera parte), sus consecuencias respecto a la componente cultural de la imagen «pueblo de Dios» y respecto al sensus fidei (segunda y tercera parte), la raigambre de la sinodalidad de la Iglesia en el capítulo II de Lumen gentium (cuarta parte) y algunas consecuencias de esta hermenéutica (quinta parte), con lo que concluiremos estas reflexiones.
1. La Iglesia, misterio de comunión y pueblo de Dios
No se puede dudar sobre la centralidad que la categoría «pueblo de Dios» tiene en el pensamiento del papa al hablar de la Iglesia. Más exactamente, él mismo ha declarado que «la imagen de la Iglesia que más me gusta es la del santo pueblo fiel de Dios. Es la definición que uso frecuentemente, y es la que encontramos en el Vaticano II (LG 12). La pertenencia a un pueblo tiene un fuerte valor teológico: Dios, en la historia de la salvación, ha salvado a un pueblo. No existe identidad plena sin pertenecer a un pueblo. Nadie se salva solo, como individuo aislado, sino que Dios nos atrae teniendo en cuenta la compleja trama de relaciones interpersonales que se realizan en la comunidad humana» 4.
Esta especial sintonía con la Iglesia pueblo de Dios viene de lejos y hunde sus raíces en la «teología del pueblo», característica de su tierra natal, de la cual su pensamiento eclesiológico está profundamente imbuido 5. Según sus propias palabras, «evocar al santo pueblo fiel de Dios es evocar el horizonte al cual somos invitados a mirar y desde el cual debemos reflexionar. Los pastores estamos continuamente invitados a contemplar, proteger, acompañar, sostener y servir al santo pueblo fiel de Dios» 6.
Es en este punto donde se puede apreciar la especial fidelidad del pontífice a la doctrina genuina del Vaticano II, en el surco de una recepción viva que profundiza enérgicamente en lo sustancial y desarrolla lo que entonces se encontraba solo in germine. Su percepción de los contenidos del capítulo II de Lumen gentium gira sobre una noción de «pueblo» lejana de un cierto «populismo» extendido durante el período inmediatamente posconciliar, cuando el concepto «pueblo» era frecuentemente entendido en clave de lucha de clases, según una óptica marxista, o siguiendo una tendencia sociológica y democratizadora.
Lo que evita estos extremos es una aproximación y penetración de la categoría «pueblo de Dios» desde la perspectiva de la comunión. Se ha subrayado, justamente, que, en Francisco, la eclesiología del pueblo de Dios del capítulo II de Lumen gentium está bien enmarcada por la Ecclesia de Trinitate del capítulo I, sobre la Iglesia como misterio de comunión 7. Conviene recordar, en este punto, un aspecto de la génesis de este texto conciliar no siempre tenido debidamente en cuenta. Es frecuente hacer referencia a la novedad que significó la nueva ordenación de los capítulos de la Constitución durante las discusiones en el aula conciliar. De la secuencia Iglesia, misterio, jerarquía, laicos, religiosos se pasó a la secuencia definitiva misterio, fieles, jerarquía, laicos, religiosos, separando del capítulo sobre los laicos del primer esquema lo que corresponde a la general condición cristiana (fieles) y anteponiéndolo al de la jerarquía. De este modo, se hablaba primero de lo que es sustancial y común a todos y luego de las diversas categorías de fieles.
Son, en cambio, menos conocidas las vacilaciones que hubo en el aula conciliar respecto a lo que en la versión definitiva son los capítulos I y II. El conjunto de este material podría haber constituido un único capítulo; ello no se realizó simplemente porque se quiso evitar –como se lee en las actas del Concilio– que moles huius capitis nimis excresceret 8. Quedó constancia, sin embargo, de la preocupación de los padres conciliares respecto a que haec materia [el actual capítulo II] de intima Ecclesiae natura et fine separari nequit 9. Se impuso, pues, una lectura de la Iglesia pueblo de Dios a la luz de la Ecclesia de Trinitate, donde encontramos la eclesiología de comunión en su forma más sustancial. De ahí la importancia de la cita de De Dominica oratione (n. 23) de san Cipriano, al final de LG 4: «Y así toda la Iglesia aparece como “un pueblo reunido en virtud de la unidad del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”». Lo que mantiene unida a la Iglesia-pueblo es su participación en la comunión trinitaria. Es también por esto por lo que en el texto central de Lumen Gentium, sobre el pueblo de Dios, no se deja de recordar que a «este pueblo mesiánico» Cristo «lo instituyó para ser comunión de vida, de caridad y de verdad» (LG 9). El pueblo de Dios, en definitiva, ha sido instituido para ser comunión.
La mencionada separación de capítulos, aunque legítima, no ha estado libre del peligro de la separación de los conceptos, abriendo las puertas a un entendimiento de la Iglesia-pueblo en paralelo con la Iglesia-comunión, llegando a veces a la divergencia. Es, por tanto, muy apreciada en el magisterio de Francisco la convergencia entre pueblo y comunión. En la Exhortación apostólica Evangelii gaudium, el documento programático de este pontificado, leemos: «Es el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, quien transforma nuestros corazones y nos hace capaces de entrar en la comunión perfecta de la Santísima Trinidad, donde todo encuentra su unidad. Él construye la comunión y la armonía del pueblo de Dios» (EG 117). La comunión eclesial del pueblo de Dios es así pensada como don pneumatológico.
2. Pueblo, cultura y comunión
En sintonía con la «teología del pueblo», para Francisco, el elemento cultural es determinante en la noción de pueblo 10. Más aún, es esto justamente lo que en su pensamiento se distingue del pueblo entendido sociológicamente como clase, en contraposición con el gobierno o con las clases pudientes. De ahí su especial resonancia con el contenido de GS 53 sobre la conformación de las comunidades humanas: «La cultura humana presenta necesariamente un aspecto histórico y social [...]. Las costumbres recibidas forman el patrimonio propio de cada comunidad humana. Así también es como se constituye un medio histórico determinado, en el cual se inserta el hombre de cada nación o tiempo y del que recibe los valores para promover la civilización humana».
Aunque la palabra «cultura» está presente en el capítulo II de Lumen gentium, solo hacia el final (LG 17), su significado y contenido impregnan abundantemente LG 13, sobre la catolicidad del pueblo de Dios, no en vano situado en una posición central del capítulo, como bisagra entre los elementos fundamentales que constituyen el pueblo de Dios y la misión a la que está destinado entre católicos, cristianos, otras religiones y entre todos los hombres en general. No pasa inadvertido aquí el nexo entre comunión y cultura, y, en ella, su conexión con la categoría de «pueblo». El pueblo de Dios es un pueblo de pueblos, pues «está presente en todas las razas de la tierra» (LG 13). Las diversas culturas de los pueblos no pierden sus identidades específicas al integrarse en el único pueblo de Dios; pero esto es posible en un contexto de comunión, donde unidad, diversidad y comunicación se exigen recíprocamente. Por eso el texto señala más adelante que «dentro de la comunión eclesiástica existen legítimamente Iglesias particulares, que gozan de tradiciones propias», dentro de la asamblea universal de la caridad, presidida por el sucesor de Pedro, añadiendo luego: «De aquí se derivan finalmente, entre las diversas partes de la Iglesia, unos vínculos de íntima comunión en lo que respecta a riquezas espirituales, obreros apostólicos y ayudas temporales» (cf. LG 13).
También estas ideas están bien presentes en Evangelii gaudium, explícitamente referidas a la cultura. En la sección sugestivamente titulada «Un pueblo con muchos rostros», se comienza diciendo: «Este pueblo de Dios se encarna en los pueblos de la tierra, cada uno de los cuales tiene su cultura propia» (EG 115). Emulando la fórmula escolástica gratia supponit naturam, el papa la propone como «la gracia supone la cultura», en contexto plural, llegando así a la catolicidad: «En los distintos pueblos, que experimentan el don de Dios según su propia cultura, la Iglesia expresa su genuina catolicidad y muestra “la belleza de este rostro pluriforme”» (EG 116). Explica inmediatamente: «Bien entendida, la diversidad cultural no amenaza la unidad de la Iglesia» (EG 117), y pone su fundamento en la acción del Espíritu Santo, quien «construye la comunión y la armonía del pueblo de Dios» (EG 117), como ya fue dicho. El único pueblo de Dios subsistente en los diversos pueblos y culturas conserva su unidad en virtud del don de la comunión, insuflado por el Espíritu. Asoman nuevamente aquí las componentes horizontal y vertical de la comunión, y su compenetración con la noción de pueblo aplicada a la Iglesia: como sujeto histórico. Ella vive y obra en las diversas culturas, a la vez que, como «pueblo santo de Dios» (LG 12) o «santo pueblo fiel de Dios» (EG 125 y 130), está constantemente impregnada por la unción del Espíritu Santo, que «la unifica en la comunión» (LG 4), en la cual la diversidad se resuelve en unidad.
3. Pueblo, sensus fidei y comunión
Una idea especialmente amada por Francisco es que, en este santo pueblo fiel de Dios, todos somos igualmente «discípulos misioneros». No se trata solo de una idea exhortativa, sino de algo bien arraigado en la doctrina conciliar sobre el sensus fidei. Leemos nuevamente en Evangelii gaudium:
En todos los bautizados, desde el primero hasta el último, actúa la fuerza santificadora del Espíritu, que impulsa a evangelizar. El pueblo de Dios es santo por esta unción, que lo hace infalible in credendo. Esto significa que, cuando cree, no se equivoca, aunque no encuentre palabras para explicar su fe. El Espíritu lo guía en la verdad y lo conduce a la salvación. Como parte de su misterio deamor hacia la humanidad, Dios dota a la totalidad de los fieles de un instinto de la fe –el sensus fidei– que los ayuda a discernir lo que viene realmente de Dios. [...] En virtud del bautismo recibido, cada miembro del pueblo de Dios se ha convertido en discípulo misionero (EG 119-120).
En el discurso con ocasión del 50º aniversario de la institución del Sínodo de los obispos, Francisco dará un paso más al afirmar: «El sensus fidei impide separar rígidamente la Ecclesia docens y la Ecclesia discens, pues también la grey posee su propio “olfato” para discernir los nuevos caminos que el Señor presenta a su Iglesia» 11.
En esta sede nos interesa nuevamente subrayar el entramado existente entre las nociones de pueblo y comunión, ahora respecto al sensus fidei. El Concilio, y Francisco con él, afirma que «el pueblo santo de Dios participa también de la función profética de Cristo [...], y esta prerrogativa peculiar suya la manifiesta mediante el sentido sobrenatural de la fe» (LG 12). En este texto de la Constitución no se habla explícitamente de comunión eclesial, sino que se recuerda que esta prerrogativa del pueblo de Dios es ejercitada cuando el pueblo es «guiado en todo por el sagrado Magisterio», y esto supone la comunión eclesial entre fieles y pastores. De ella, en cambio, se habla de modo explícito en el documento de la Comisión Teológica Internacional sobre El «sensus fidei» en la vida de la Iglesia, publicado en el año 2014, ya en este pontificado: aquí hay una presencia continua de la comunión eclesial como humus y como contexto imprescindible para la autenticidad del sensus fidei del pueblo de Dios. Se habla del«vínculo intrínseco con el don de la fe recibido en la comunión de la Iglesia» 12, de«la aptitud personal del creyente en la comunión de la Iglesia para discernir la verdad de la fe» 13, y se recuerda que «los fieles están continuamente en relación los unos con los otros, como con el magisterio y los teólogos, en la comunión eclesial» 14.
En este momento no podemos ir más lejos. Pero lo dicho es suficiente para percibir la modalidad usada por Francisco al hablar de la Iglesia pueblo de Dios. Al hacerlo en armonía con la categoría de «comunión», el sentido genuinamente conciliar de la imagen «pueblo de Dios» se despliega en todo su esplendor.
4. Una Iglesia constitutivamente sinodal
El Vaticano II, es sabido, menciona el Sínodo de los obispos, pero no habla de sinodalidad en sentido general. Aunque no hay que minusvalorar el hecho de que al final de todos los documentos conciliares se dice que las cosas de las que se ha hablado synodaliter statuta sunt. Como tampoco conviene olvidar que la palabra latina más usada en los documentos conciliares para decir «concilio» es synodus. Cabe recordar que la institución del Sínodo de los obispos fue realizada por Pablo VI durante el período conciliar, con el motu proprio«Apostolica sollicitudo», de 1965, y es esto lo que, aunque sin desarrollar, la Comisión Teológica Internacional sintetiza diciendo acertadamente: «Aunque el término y elconcepto de sinodalidad no se encuentren explícitamente en las enseñanzas del Concilio Vaticano II, se puede afirmar que la instancia de la sinodalidad está en el corazón de la obra de renovación promovida por el mismo Concilio» 15.
Después de cincuenta años, Francisco ha publicado la Constitución apostólica Episcopalis communio (2018), contemplando el sínodo bajo una nueva óptica. Quizá lo más decisivo es que se llega al Sínodo de los obispos desde la sinodalidad de la Iglesia 16. Se trata de una profundización importante que no deja relegada la sinodalidad a la categoría de un simple procedimiento operativo 17, sino que, para Francisco, se trata verdaderamente de una «dimensión constitutiva de la Iglesia» 18 que le permite decir, tomándolo de san Juan Crisóstomo, que «Iglesia y sínodo son sinónimos» 19. En el citado documento de la CTI, publicado pocos meses antes de Episcopalis Communio, se aclara que con sinodalidad se «indica el específico modus vivendi et operandi de la Iglesia pueblo de Dios, que manifiesta y realiza en concreto su ser comunión caminando juntos, reuniéndose en asamblea y por la participación activa de todos sus miembros en la misión evangelizadora» 20. No pasemos por alto, en continuidad con lo dicho anteriormente, cómo desde la Iglesia pueblo de Dios se llega a la sinodalidad –al «caminar juntos»– a través de la comunión («manifestación y realización concreta de su ser comunión»).
Varios son los elementos del Vaticano II que han confluido en este desarrollo. Tenemos, en primer lugar, la corresponsabilidad de todos los fieles en la misión evangelizadora de la Iglesia, una idea madre de Lumen gentium. Podríamos decir que corresponsabilidad y sinodalidad son como las dos caras de la misma realidad eclesial. A ello se suma la doctrina sobre el sensus fidei contenida en LG 12, la cual fue también objeto de estudio por parte de la CTI el año 2014. Francisco hace suyos estos desarrollos y los enfoca hacia la sinodalidad, como ya hemos recordado citando su discurso a propósito del 50º aniversario del Sínodo de los obispos, cuando habla sobre el «“olfato” [de la grey] para discernir los nuevos caminos que el Señor presente a su Iglesia». Un tercer elemento esencial en este desarrollo es la relación entre sacerdocio común y sacerdocio ministerial, abordada en LG 10. Esta relación está en la base de la circularidad existente entre el sensus fidei del pueblo y el magisterio de los pastores en el seno de la sinodalidad, e impide resbalar hacia indebidos extremismos democráticos.
Estos parámetros eclesiales configuran los elementos fundamentales de la sinodalidad impulsada por el actual pontífice. El primero de ellos es la actitud de escucha. Volviendo nuevamente al discurso del aniversario de la institución del Sínodo, allí Francisco advierte:
Una Iglesia sinodal es una Iglesia de la escucha, con la conciencia de que escuchar «es más que oír». Es una escucha recíproca en la cual cada uno tiene algo que aprender. Pueblo fiel, colegio episcopal, obispo de Roma: uno en escucha de los otros; y todos en escucha del Espíritu Santo, el «Espíritu de verdad» (Jn 14,17), para conocer lo que él «dice a las Iglesias» (Ap 2,7).
Esta «escucha» se realiza en diversos ámbitos, de manera que, sigue diciendo Francisco, «el Sínodo de los obispos es el punto de convergencia de este dinamismo de escucha llevado a todos los niveles de la vida de la Iglesia».
El segundo elemento depende del primero y se refiere a las funciones generales de los diversos sujetos implicados en la sinodalidad, que pueden encuadrase en las categorías de profecía, discernimiento y actuación. La profecía pertenece al entero pueblo de Dios y está en la base de la necesaria consulta a los fieles, pues no se puede saber lo que el Espíritu dice a la Iglesia si no se escucha al pueblo de Dios. El discernimiento compete a los pastores, que no son, naturalmente, solo receptores y ejecutores de lo que dice el pueblo. Vale aquí lo que el Vaticano II afirma respecto a los carismas: «El juicio de su autenticidad y de su ejercicio razonable pertenece a quienes tienen la autoridad en la Iglesia, a los cuales compete ante todo no sofocar el Espíritu, sino probarlo todo y retener lo que es bueno» (LG 12) 21. La actuación de lo discernido sinodalmente corresponde a toda la Iglesia, naturalmente según diversos niveles y funciones: pero si la escucha y el discernimiento han sido genuinos, la actuación será eficaz 22.
El tercer elemento pone en evidencia nuevamente la incidencia de la componente comunional en el entramado sinodal. Encontramos una buena síntesis de esta incidencia en el ya citado documento de la CTI, que vale la pena reproducir por entero:
La dimensión sinodal de la Iglesia expresa el carácter de sujeto activo de todos los bautizados y al mismo tiempo el rol específico del ministerio episcopal en comunión colegial y jerárquica con el obispo de Roma. Esta visión eclesiológica invita a desplegar la comunión sinodal entre «todos», «algunos» y «uno». En diversos niveles y de diversas formas, en el plano de las Iglesias particulares, sobre el de su agrupación en un nivel regional y sobre el de la Iglesia universal, la sinodalidad implica el ejercicio del sensus fidei de la universitas fidelium (todos), el ministerio de guía del colegio de los obispos, cada uno con su presbiterio (algunos), y el ministerio de unidad del obispo y del papa (uno). Resultan así conjugados, en la dinámica sinodal, el aspecto comunitario que incluye a todo el pueblo de Dios, la dimensión colegial relativa al ejercicio del ministerio episcopal y el ministerio primacial del obispo de Roma 23.
Como puede fácilmente observarse, la sinodalidad se vive en diversos niveles, pero de un modo u otro encontramos siempre esta dinámica comunional entre «todos», «algunos» y «uno». Existe entre ellos, a su vez, un entrelazamiento con las actitudes de escucha, discernimiento y actuación, recién mencionadas, y la tendencia hacia el consensus general, fruto final de esta dinámica. Es esta la singularis antistitum et fidelium conspiratio 24 que caracteriza la sinodalidad, muy distinta de la toma de decisiones por simple votación, característica de muchos organismos en el ámbito civil.
5. Aspectos conclusivos
Acercándonos al final de estas reflexiones, quisiera subrayar algunas pocas ideas a modo de conclusión. En primer lugar, la importancia de conjugar bien las nociones de pueblo y comunión a la hora de impulsar con vigor la actividad misionera de toda la Iglesia. Mientras la noción de «pueblo» comporta diversos vínculos entre los individuos que lo componen, la categoría de «comunión» aplicada a la Iglesia contiene intrínsecamente un componente ontológico, que arraiga la categoría de «pueblo» en su perspectiva propiamente teológica. Se trata de una comunión en el ser y en el amor de Dios, los cuales son, por sí mismos, expansivos. De ahí que en EG 23 se cite un texto de Juan Pablo II, que en su versión completa dice: «La comunión genera comunión, y esencialmente se configura como comunión misionera» (ChL 32). Además, Francisco no duda en proponer la sección sobre los carismas con el título «Carismas al servicio de la comunión evangelizadora» (EG 130).
Mientras la noción de «pueblo» nos llama a la concreción y a la fidelidad histórica de este con los designios salvíficos de Dios, relacionando el nuevo pueblo de Dios con el qahal Yahvé del Antiguo Testamento, la palabra «comunión» revela la sustancia de la cual estos designios están hechos, a saber, una íntima y difusiva unidad de Dios con los hombres y de los hombres redimidos entre sí y con el mundo.
El término «sinodalidad», igualmente, aunque no está presente en el lenguaje del Concilio Vaticano II, resulta coherente con la sustancia de la enseñanza continua de la Iglesia, porque expresa su intrínseco carácter peregrinante, que es ser una calzada común (synodos) ofrecida a los hombres en el camino de la salvación que Dios ofrece en Cristo a través de su Espíritu.
El significado propiamente cristiano de «pueblo», «comunión» y «sinodalidad», y su intrínseca e inseparable conexión, así como la hemos configurado a la luz de un sano sensus fidei, nos dirige en modo analógico, pero pertinente a la lógica y dinámica trinitarias, que pertenecen al mismo corazón de Dios. El Padre, con sus dos inseparables manos, Jesucristo y el Espíritu Santo, crea el mundo –allí donde encuentra corazones de hombres y mujeres disponibles–transformándolos de muchos individuos dispersos en un pueblo peregrinante y misionero, llamado a recapitular todo el mundo en los planes salvíficos de Dios, que es amante del destino bueno de todo hombre.
Este es el fascinante horizonte de la Iglesia que el papa Francisco nos propone incansablemente como propuesta renovada y como tarea. Esta invitación y esta tarea son también la calzada que cada día todos nosotros buscamos recorrer, siguiendo, pobres como somos, las pistas con las que el Dios Uno y Trino nos conduce, por los caminos, a través de la historia.
Mons. MATTEO ZUPPI
Bolonia
Introducción
Tratamos en esta ocasión, como han hecho otras tantas generaciones en diferentes circunstancias, de entender cuál es el kairós en que nos encontramos y así alcanzar a desvelar el sentido de lo que nosotros estamos viviendo como miembros de la Iglesia de Cristo, como pueblo santo de Dios, como pueblo elegido que vive en este momento de la historia.
Para escuchar el kairós, y entenderlo, partimos de la premisa que la Iglesia como tal es siempre la Iglesia de Cristo 1. Una Iglesia que ha vivido, vive y vivirá distintos momentos a lo largo de la historia. Una Iglesia que vive oportunidades nuevas, la de nuestra actualidad es una oportunidad particular, que nos exige detenernos, intentar entender, pensar y profundizar para poder seguir nuestro camino en la historia.
1. La Iglesia, pueblo de Dios
Francisco utiliza con frecuencia esta expresión, «pueblo de Dios», desde su primer día como pontífice 2. El papa Francisco pidió, como elección pastoral personal, inicial y programática, la bendición del pueblo de Dios, y esto no deja de ser una fuerte imagen teológica. El papa Francisco desea unir a todos los pueblos en un solo pueblo de Dios, único, en el que todos puedan descubrir su propio lugar, más allá de los límites aparentemente lógicos que nos separan. A pesar de las dificultades iniciales, más allá del deseo de definir los rasgos característicos de este pueblo, el papa Francisco desea recordar que nos pertenece el pueblo de Dios y que nosotros pertenecemos al pueblo de Dios, único, no dividido por castas, por grupos, por segmentos o por el clericalismo. Una de las divisiones más feroces, denunciada por el magisterio de Francisco, es el clericalismo 3.
Esta denuncia constante del clericalismo afecta a la imagen distorsionada que se ha desarrollado de una de las novedades más sugerentes del Concilio Vaticano II, y que el mismo papa Francisco y la Iglesia han recibido con el propósito y la misión de custodiarla 4. Todos, por razón de nuestro bautismo, somos parte de este pueblo y por eso estamos llamados a una implicación sincera en el amor que nos une y no a dividirnos en sectores o especializaciones diversas. Además, es del todo imprescindible recordar que una parte natural del pueblo de Dios son los pobres, y nadie tiene derecho a olvidarlos, menos aún desde un ambiente académico. El contacto del mundo universitario con la realidad más sufriente no puede ser objeto de renuncia, eliminación o exclusión. Más aún, el parágrafo inicial del segundo capítulo del texto eclesiológico Lumen gentium se expresa de la siguiente manera:
En todo tiempo y en todo pueblo es grato a Dios quien le teme y practica la justicia (cf. Hch 10,35). Sin embargo, fue voluntad de Dios santificar y salvar a los hombres, no aisladamente, sin conexión alguna de unos con otros, sino constituyendo un pueblo que le confesara en verdad y le sirviera santamente. Por ello eligió al pueblo de Israel como pueblo suyo, pactó con él una alianza y le instruyó gradualmente, revelándose a sí mismo y los designios de su voluntad a través de la historia de este pueblo, y santificándolo para sí. Pero todo esto sucedió como preparación y figura de la alianza nueva y perfecta que había de pactarse en Cristo y de la revelación completa que había de hacerse por el mismo Verbo de Dios hecho carne. «He aquí que llegará el tiempo, dice el Señor, y haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá [...] Pondré mi Ley en sus entrañas y la escribiré en sus corazones, y seré Dios para ellos y ellos serán mi pueblo [...] Todos, desde el pequeño al mayor, me conocerán, dice el Señor» (Jr31,31-34). Ese pacto nuevo, a saber, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Cor 11,25), lo estableció Cristo convocando un pueblo de judíos y gentiles que se unificara no según la carne, sino en el Espíritu, y constituyera el nuevo pueblo de Dios. Pues quienes creen en Cristo, renacidos no de un germen corruptible, sino de uno incorruptible, mediante la palabra de Dios vivo (cf. 1 Pe 1,23), no de la carne, sino del agua y del Espíritu Santo (cf. Jn 3,5-6), pasan, finalmente, a constituir «un linaje escogido, sacerdocio regio, nación santa, pueblo de adquisición [...], que en un tiempo no era pueblo y ahora es pueblo de Dios» (1 Pe 2,9-10) 5.
Todos los miembros del pueblo de Dios somos responsables de la necesaria inclusión en él de toda persona.
2. «Nosotros y ellos»
El papa Francisco formula en su pensamiento una radical convicción: en el pueblo de Dios, todos son llamados a una pertenencia verdadera, a pesar de las dificultades pastorales, algunas de ellas de tipo cultural, otras de tipo social y otras de carácter económico. Aun así, lanza una pregunta incisiva para nuestro presente: «¿Quiénes somos nosotros?, ¿quiénes son ellos?». Para el papa Francisco se hace difícil observar una distinción, una separación, un ad intra y un ad extra. En el pensamiento bergogliano, esta posición no nos remite, ni mucho menos, a una cuestión nostálgica de un cristianismo de otras épocas de la historia 6, en la que estas preguntas se respondían con mucha claridad, sino a una visión esperanzada de la gran cantidad de frutos que Dios invita a recoger, cultivar y acompañar 7. Desde una perspectiva realista, pero llena de entusiasmo, de la misión nace una actitud evangelizadora de respeto, siempre de inclusión y proximidad con cualquier persona. Se desvela una nueva lógica del cristianismo de aceptación de la diversidad ante la cual uno puede pensar que se trata de un nuevo ardor misionero, o simplemente de una fuerte debilidad, por cesión a una mundanización de la misión cristiana y de la Iglesia, o bien a una simple estrategia de mercado para recabar un mayor número de fieles 8.
Para el papa Francisco hay que concebir el pueblo de Dios en una visión amplia de inclusión, en la que todos pertenecen –o, si queremos ser más pulcros, todos pueden pertenecer– al pueblo de Dios. De esa manera de pensar nace una actitud pastoral de relación personal con cada persona, una atención personalizada que intenta buscar siempre un camino que desemboque en la unión.
a) Buscar la oveja perdida
Para Francisco se hace necesaria una real actitud de atención hacia los que están más lejos. Acercándonos a la parábola lucana de la oveja perdida 9, Francisco no define de quién se trata. Cabe decir que aquella oveja perdida no está condenada a ninguna calamidad, sino que es objeto de una misericordia plena, una misericordia absoluta, no condicionada, no juzgada, una misericordia limpia y transparente. El pensamiento bergogliano desemboca en un lenguaje directo, fruto de una experiencia espiritual exigente fundada en los ejercicios espirituales ignacianos, los cuales desean aterrizar en la vida concreta y alejarse de espiritualidades desencarnadas, y que muy a menudo derivan en opciones pastorales y de vida llenas de abstracciones.
Esta manera de desarrollar el pensamiento en Francisco conduce a la petición rotunda y exigente de una conversión pastoral misionera decidida y clara. Una conversión que reclama no confundir la acción pastoral personal con la acción misionera de la Iglesia, indicada por el mismo papa Francisco, en la que se pide a todo el pueblo de Dios una acción corresponsable y compartida, desde el rol irrenunciable de cada miembro.
b) El mecanismo del hermano mayor
Muy a menudo, en este proceso de conversión aparece el mecanismo del hermano mayor de otra conocida parábola lucana 10.Este mecanismo se ve sujeto a la experiencia del descubrimiento de un «amor mayor» que remitía al propio sujeto, desvalorizando el propio sentido de lo vivido por uno mismo. Así, el hecho de caer en el mecanismo de un deseo de no implicación personal en la propia existencia acaba por reducir también el valor del sentido y significado de este «amor mayor», que es propio de Dios mismo.
El pensamiento de Francisco intenta buscar aquello que complete la propia existencia, y por eso se trata de un pensamiento dirigido a crecer en la audacia, superando los propios límites, hablando así de procesos antes que de resultados o eficacia 11.
La capacidad de generar procesos significa básicamente crecer en la confianza, crecer en la fe y la convicción de que la Palabra de Dios tiene su propia fuerza, su propia capacidad incisiva en la realidad de la persona y, por tanto, del pueblo de Dios.
Como pueblo de Dios a veces deseamos encontrar más «navegadores» que «brújulas» 12, esto es, fórmulas pastorales de última generación antes que instrumentos de formación y acompañamiento de procesos. ¿Cuántas veces hemos convertido en «difícil» aquello que compete a todos y en «fácil» aquello que solo unos pocos pueden alcanzar? El lenguaje de Francisco es accesible, comprensible, tanto a creyentes como a no creyentes. Francisco desea «acariciar» este mundo nuestro haciéndose entender, y por eso utiliza imágenes surgidas de la misma Palabra de Dios, a la vez que elementos de la cultura contemporánea. Este recurso icónico se precisa básicamente por el fácil acceso al mensaje y al contenido del mensaje, rompiendo así las barreras propias del lenguaje de los diversos pueblos, para facilitar la construcción de caminos diversos y alcanzar la unión del único pueblo de Dios. Francisco rechaza un lenguaje solo para iniciados o expertos, para comunicarse más allá de lo previsto y así recuperar muchas relaciones que parecían estar perdidas, para recuperar a muchas personas que estaban alejadas 13. El planteamiento misionero de Francisco sitúa la inquietud de poner a la persona en el centro del interés pastoral y, como consecuencia, imaginar la construcción y reconstrucción del pueblo de Dios, como un pueblo grande, plural, rico en carismas, diversidades, perspectivas y concreciones del Evangelio.
Al final, lo más decisivo es entender que el «navegador» no sirve, y esto no es fácil de entender. La mayoría de pastoralistas entiende la oportunidad de utilizar recursos adecuados, precisos para alcanzar una mayor difusión del mensaje evangélico. Esto no sucede de la misma manera en el planteamiento de Francisco, que no mide los diversos elementos en función de una estrategia pastoral, ya que no precisa de un tipo de solución prefabricada, ni mucho menos preconcebida con anterioridad. La pastoral que vive Francisco no es algo cocinado en un laboratorio 14, sino que se trata de una exigencia vital de «salir» de nuestros laboratorios para comunicar, discurrir, entender la profundidad del anuncio del Evangelio y observar su belleza en la aventura apasionante de su vivencia, y esto exige un compromiso personal de ir más allá de uno mismo. Entonces surge una nueva pregunta: ¿deseamos un pueblo grande?, ¿tenemos miedo de un pueblo grande que va más allá de nuestros propios límites, de nuestros propios prejuicios?, ¿deseamos ir más allá de la imagen de un cristianismo situado en ciertas seguridades?, ¿qué pensar de un cristianismo de pequeñas realidades, de minoría?, ¿seríamos capaces de aceptarlo?
La «opción de Benedicto» 15 –cito un texto publicado hace aproximadamente un año– desarrolla comprensiones en algunos sectores, de reducción, de limitación, de defensa, de un cristianismo reductivo. En este caso, la experiencia pastoral de ciertas realidades nos impide observar con nitidez la distinción entre lo que comúnmente se ha denominado como «los de dentro» y «los de fuera». Cuestión que nos invita a reaccionar y repensar sobre qué tipo de evangelización, qué manera de predicación se ha desarrollado, qué estilo de experiencia cristiana se ha transmitido con los que frecuentaban nuestros templos. ¿Cómo hemos proporcionado elementos suficientes para que el mismo pueblo de Dios se convierta en un pueblo misionero, capaz de comunicar, transmitir y vivir la aventura de la fe? Hoy en día no podemos, ni debemos, dar por supuesto ningún tipo de situación; se hace imprescindible afrontar la realidad, y de ahí nos cuestionamos con un profundo respeto y una exigente sinceridad: ¿deseamos hablar con todos?, ¿deseamos comunicar lo profundo y esencial de nuestro corazón, de nuestra fe?, ¿deseamos redescubrir lo esencial de nuestro kerigma?, ¿nos interesa recuperar «el hermano menor» que ha vuelto a la vida, de una manera totalmente cambiada a como nosotros mismos lo habíamos conocido con anterioridad, o bien aquel era simplemente un «hijo más del Padre» con el que nosotros no teníamos ningún tipo de relación, y con el que, además, debíamos diferenciarnos radicalmente?
3. Un pueblo protagonista
Así pues, nos encontramos ante el reto de construirnos como un pueblo protagonista de la misión, nunca pasivo de la construcción del reino de Dios. Una misión vivida no de manera extraordinaria en su actividad, sino radicalmente de una manera permanente, espiritual, un pueblo que se concibe «para y hacia los otros». Se trata de una Iglesia absolutamente fijada en la perspectiva misionera, en oposición a cualquier forma de clericalismo, ya sea en los clérigos, ya sea en los laicos.
Se presenta, pues, la imagen de un pueblo grande ante el cual somos invitados a desarrollar una pertenencia real 16 y de tipo afectivo, personal, familiar y, al final, universal. No a hundir nuestras convicciones en una experiencia o en un planteamiento de tipo populista, porque no hay nada más lejano de la imagen del pueblo de Dios que una visión uniforme o una visión difuminada. El pueblo no puede observarse como un conjunto de realidades diversas yuxtapuestas ante las cuales surjan respuestas o soluciones prefabricadas y fáciles en tiempos de incertidumbres, como este momento de globalización contemporáneo.
4. Dios promete un pueblo
La experiencia de san Pablo ante la comunidad de Corintio 17 resulta una imagen precisa de esta configuración del pueblo que Dios ha diseñado, más allá de la suma individual de sujetos. Dios ha prometido y da a Pablo un pueblo. La situación de la ciudad de Corintio no respondía a la configuración de una convivencia fácil, agradable, próspera. La concepción y aceptación de una propuesta de tipo evangélica, en la que se incluye el reto de construcción de una comunidad, no es ideal.
También hoy, en nuestra experiencia más reciente, observamos las dificultades, las confusiones y los cansancios ante el reto de una verdadera conversión misionera y espiritual. Descubrimos con mucha mayor facilidad la ausencia del pueblo que deseamos encontrar. Vivimos situaciones de ambigüedad y de dualismos, y ante estas situaciones la respuesta pastoral del papa Francisco va más allá de las tensiones entre verdad y diálogo, entre identidad y misión, entre transformación y kerigma, entre doctrina y pastoral. Hay quien se ejercita para polarizar fuertemente estos binomios, porque así es mucho más fácil reducir la realidad e intentar entenderla con mayor rapidez, apropiarse de la verdad y no escuchar verdaderamente el Evangelio. En el fondo, así se manifiesta poco interés por formar parte del «pueblo», de un «pueblo grande». Es imprescindible una verdadera conversión pastoral que valore de nuevo la existencia, que exija destinar tantos sujetos como sea posible a anunciar el Evangelio y a vivir la pertenencia al «pueblo de Dios». Una conversión exige una mayor entrega, más espíritu que organización y, sobre todo, pide ser padres, hijos, hermanos, pastores. Esto es «el pueblo» y no una respuesta que se aplica sin más, según lo que pensamos o deseamos que sea el pueblo. Francisco retoma toda la herencia del Concilio Vaticano II, y sus inquietudes, preocupaciones y anhelos se concentran en el sueño de reencontrar en la Iglesia una madre y, por eso, maestra, y justamente en ese orden, y no al contrario 18.
La Iglesia es primero madre. Así, siguiendo el deseo inicial del papa Juan XXIII en la inauguración del Concilio, el papa Francisco descubre la importancia de la medicina de la misericordia antes que retomar las armas del rigor. La visión del Concilio sobre la Iglesia como «pueblo de Dios» permite a Francisco hundir las raíces de su pensamiento en la herencia más genuina del mismo Concilio, para exponer el valor de sus enseñanzas antes que condenar a nadie, para entender a la Iglesia como una madre que se dispone a acoger a todos en un único pueblo. Así, la Iglesia se manifiesta como aquella madre amantísima, bondadosa, paciente, imagen de la verdadera misericordia hacia todos sus hijos alejados. El reto es este, ni más ni menos: mostrar el verdadero rostro de la Iglesia como madre capaz de hacer más humana la vida de las personas, como aquella que es realmente eficaz para mostrar el sentido de la vida.
Esta sería una verdadera profecía que nace del Concilio, a la cual el papa Francisco se une, situando su persona y su magisterio obviamente en el curso de los «profetas de esperanza» de nuestro tiempo presente, muy a pesar de otros, que son propiamente «profetas del desánimo». Estos últimos son aquellos que creen, con mayor insistencia, más en su propio celo pastoral que en el amor gratuito y desbordante de Dios mismo, más en sus propias convicciones que en el mismo pueblo de Dios, en el que está presente el Espíritu de Dios 19