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El grupo de investigación en Justicia Constitucional del Departamento de Derecho Constitucional de la Universidad Externado de Colombia se complace en publicar el libro Introducción al Derecho procesal constitucional en Colombia. Esta obra forma parte de la serie Garantías judiciales de la Constitución. Con esta serie, la Universidad busca contribuir al estudio y examen crítico del régimen procesal de los distintos mecanismos judiciales de protección de derechos fundamentales y de control de constitucionalidad previstos por el ordenamiento jurídico colombiano. En este libro encontrarán un estudio de algunos conceptos y cuestiones útiles para la comprensión del Derecho procesal constitucional en Colombia. En concreto, esta obra contiene cinco artículos que analizan si se puede hablar de una ciencia del Derecho procesal constitucional, el origen del control de constitucionalidad en Colombia, la estructura y las competencias de la jurisdicción constitucional en el país; y algunos conceptos transversales a ella, como el bloque de constitucionalidad y la sustitución de la Constitución. De esta manera, se da cuenta de algunos elementos conceptuales para el estudio procesal del control de constitucionalidad en Colombia.
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Garantías judiciales de la Constitución. Volumen I, Introducción al Derecho procesal constitucional en Colombia / Andrés Mauricio Gutiérrez Beltrán [y otros] ; Humberto Antonio Sierra Porto, Paula Robledo Silva y Diego Andrés González Medina, editores académicos ; Daniel Rivas-Ramírez, coordinador editorial. Bogotá : Universidad Externado de Colombia. Departamento de Derecho Constitucional, 2023.
230 páginas : ilustraciones (Garantías judiciales de la constitución ; 1)
Incluye referencias bibliográficas al final de cada capítulo.
ISBN: 9786287620933 (impreso)
1. Derecho procesal -- Aspectos constitucionales -- Colombia 2. Función judicial -- Colombia 3. Control de constitucionalidad -- Historia -- Colombia 4. Acción pública -- Colombia 5. Acción de inconstitucionalidad -- Colombia 6. Colombia -- Derecho constitucional I. Gutiérrez Beltrán, Andrés Mauricio II. Sierra Porto, Humberto Antonio, editor III. Robledo Silva, Paula, editora IV. González Medina, Diego Andrés, editor V. Rivas-Ramírez, Daniel, coordinador editorial VI. Universidad Externado de Colombia VII. Título VIII. Serie
342.11 SCDD 15
Catalogación en la fuente -- Universidad Externado de Colombia. Biblioteca. MRJ
agosto de 2023
ISBN 978-628-7620-93-3
© 2023, HUMBERTO A. SIERRA PORTO, PAULA ROBLEDO SILVA Y DIEGO GONZáLEZ MEDINA (EDITORES ACADéMICOS)
© 2023, UNIVERSIDAD EXTERNADO DE COLOMBIA
Calle 12 n.° 1-17 Este, BogotáTeléfono (+57) 601 342 [email protected]
Primera edición: agosto de 2023
Diseño de cubierta: Departamento de PublicacionesCorrección de estilo: Alfonso Mora JaimeComposición: Karina Betancur OlmosImpresión y encuadernación: Xpress Estudio Gráfico y Digital S.A.S. - Xpress KimpresTiraje: de 1 a 1.000 ejemplares
Prohibida la reproducción o cita impresa o electrónica total o parcial de esta obra, sin autorización expresa y por escrito del Departamento de Publicaciones de la Universidad Externado de Colombia. Las opiniones expresadas en esta obra son responsabilidad de los autores.
Diseño epub:Hipertexto – Netizen Digital Solutions
ANDRÉS MAURICIO GUTIÉRREZ BELTRÁN
GERMÁN LOZANO VILLEGAS
ALEXEI JULIO ESTRADA
NÉSTOR OSUNA PATIÑO
DIEGO LÓPEZ MEDINA
GONZALO ANDRÉS RAMÍREZ CLEVES
DANIEL RIVAS-RAMÍREZ
CONTENIDO
Presentación
Humberto Antonio Sierra Porto
Paula Robledo Silva
Diego Andrés González Medina
¿Puede haber una “ciencia” del Derecho procesal constitucional?El debate Chiovenda-Pound sobre método y propósito en la “ciencia del proceso judicial”
Diego López Medina
El origen del control de constitucionalidady su evolución en la historia colombiana
Néstor Osuna Patiño
Daniel Rivas-Ramírez
Una aproximación general a la jurisdicción constitucionalen Colombia
Alexei Julio Estrada
Germán Lozano Villegas
El bloque de constitucionalidad: análisis de sus elementos y de sus desafíos actuales
Andrés Mauricio Gutiérrez Beltrán
Principios estructurales y requisitos para el ejerciciode la acción pública de inconstitucionalidad en las demandas por sustitución de la Constitución
Gonzalo Andrés Ramírez Cleves
Notas al pie
PRESENTACIÓN
El grupo de investigación en Justicia Constitucional del Departamento de Derecho Constitucional de la Universidad Externado de Colombia se complace en publicar el libro Introducción al Derecho procesal constitucional en Colombia. Esta obra forma parte de la serie Garantías judiciales de la Constitución. Con esta serie, la Universidad busca contribuir al estudio y examen crítico del régimen procesal de los distintos mecanismos judiciales de protección de derechos fundamentales y de control de constitucionalidad previstos por el ordenamiento jurídico colombiano.
En este libro encontrarán un estudio de algunos conceptos y cuestiones útiles para la comprensión del Derecho procesal constitucional en Colombia. En concreto, esta obra contiene cinco artículos que analizan si se puede hablar de una ciencia del Derecho procesal constitucional, el origen del control de constitucionalidad en Colombia, la estructura y las competencias de la jurisdicción constitucional en el país; y algunos conceptos transversales a ella, como el bloque de constitucionalidad y la sustitución de la Constitución. De esta manera, se da cuenta de algunos elementos conceptuales para el estudio procesal del control de constitucionalidad en Colombia.
Con esta publicación, el Departamento de Derecho Constitucional rinde tributo a la idea de una jurisdicción constitucional, a través de la cual se ha logrado garantizar mecanismos judiciales determinantes para la protección de derechos fundamentales. Este tributo anhela servir, además, como estímulo a la comunidad académica y a la administración de justicia –tanto a quienes forman parte de esta como a quienes reclaman la protección y garantía de sus derechos en sede judicial–, para reflexionar acerca de las virtudes, las deficiencias y las oportunidades de ajustes normativos y de prácticas judiciales con incidencia en el diseño procesal de este mecanismo.
Por último, los editores agradecemos a quienes, con entusiasmo y rigurosidad, decidieron participar de este proyecto con sus magníficos artículos. Y, de manera especial, al rector de la Universidad Externado de Colombia, doctor Hernando Parra Nieto, al área de Investigación y Publicaciones del Departamento de Derecho Constitucional y al Departamento de Publicaciones. Esta publicación también contó con el apoyo incondicional de Daniel Rivas-Ramírez y Manuela Losada Chavarro.
Humberto Antonio Sierra PortoPaula Robledo SilvaDiego Andrés González Medina
En el presente texto quiero discutir la encrucijada a la que llegó el Derecho1, a comienzos del siglo XX, sobre cuál debería ser el camino metodológico adecuado para la constitución de una ciencia moderna del Derecho procesal. Esta decisión fundacional tiene amplias repercusiones que nos alcanzan hoy en día y que afectan nuestra concepción especializada del Derecho procesal constitucional, tema de este libro. La disciplina del “Derecho procesal” es el lugar donde la ciencia jurídica crea y transmite el conocimiento que tiene y acumula relacionado con la gestión formal de conflictos ante jueces estatales.
Esta encrucijada fundacional se puede conocer y reconstruir mediante el contraste de dos textos programáticos que establecieron alternativas sobre la manera de pensar, investigar y actuar en el mundo de la justicia estatal: de un lado, el profesor italiano Giuseppe Chiovenda (1872-1937) pronunció una “prolusión”2 en el año de 1903 bajo el título de “La acción en el sistema de los Derechos” al asumir la cátedra de procedura civile en la histórica Universidad de Bolonia3; y, del otro lado, el profesor Roscoe Pound (1870-1964), de la Universidad de Harvard4, disertó en 1906 ante la convención anual de la American Bar Association en St. Louis (Missouri) sobre “Las causas de la insatisfacción popular con la administración de justicia”.
L’azione y “The Causes”5 son dos de los textos más comentados del Derecho procesal6: son textos “canónicos”, parte de las “sagradas escrituras” de la disciplina, porque crearon un camino (tanto en contenido como en método) que muchos otros han seguido con posterioridad. Pero son “escrituras sagradas” de religiones diferentes, que no han sido puestas a dialogar entre sí, aunque cada una tenga, por su propia cuenta, una exégesis y una apologética más que copiosas.
La ruta señalada por Chiovenda en L’azione sigue siendo la dominante en Italia, España y América Latina en el proceso de construir una ciencia procesal moderna desde la concepción dogmática; la ruta de Pound en “The Causes” ejemplifica, a su vez, la ruta seguida por juristas y formadores de políticas de justicia en Estados Unidos y, luego, en otros países de la órbita angloamericana desde una ciencia sociológica y empírica. Conviene evaluar cuál de esas propuestas de “ciencia” resulta más interesante y productiva frente a los retos contemporáneos.
Chiovenda y Pound nunca llegaron a entablar un debate directo7, aunque posiblemente tuvieron alguna noticia de sus respectivas obras (algo perfectamente factible para dos académicos bien informados de su época). Chiovenda tenía reconocimiento académico en Europa, pero estaba demasiado aislado (y escondido) dentro del nicho especializado de la tradición procesal germano-italiana8: era fundamentalmente un germanista que pensaba que la Rechtswissenchaft descubierta y proclamada en el siglo XIX por los alemanes como ciencia jurídica universal podía ayudar a la sistematización de un “Derecho procesal” italiano, como forma de superar la exégesis procedimentalista y otras formas “menores” de mero parafraseo del Derecho judicial positivo que impedían la formación de “conceptos bien construidos” y se restringían a las contingencias y minucias de los usos forenses locales o de las disposiciones legislativas que, sin método, aparecían por doquier.
Chiovenda quería superar así los cursos superficiales de procedura civile y procedura penale, en un esfuerzo por poner a la ciencia procesal a la par de las sólidas ciencias jurídicas dogmáticas de la época. Su principal aporte consistió en ofrecer un resumen, una reconstrucción y una solución a los debates que los académicos de la órbita centro-europea germánica (Windscheid, Muther, von Bulow y Wach, entre otros9) le estaban dando a la construcción de la jurisdicción estatal en la segunda mitad del siglo XIX. Chiovenda era así un jurista culto de la hegemonía científica europea, pero parroquial frente al tamaño creciente de un mundo entero que despertaba lentamente al saber globalizado10. El trabajo de Chiovenda sigue disfrutando hoy de un notorio culto de nicho donde sus discípulos hablan de él con delectación inocultable como fundador indisputado de la moderna ciencia del “Derecho procesal”, especialmente, créase o no, en América Latina.
A Roscoe Pound, a contrapelo, le gustaba mostrarse como el muchacho campechano de Nebraska (originalmente botánico de formación)11 que, sin embargo, estaba accediendo genuinamente a una comprensión universal del Derecho. Pound resultaba así menos parroquial que Chiovenda porque ya se movía en el espacio geográfico del nor-atlántico occidental que desafiaba ya por aquel entonces la hegemonía económica, militar, cultural y jurídico-institucional de la vieja Europa. Pound era un estadounidense que seguía con mucha atención la ciencia jurídica europea y, por esa razón, era altamente reconocido por su amplia erudición teórica transcontinental, que él puso al servicio de la reconstrucción disciplinar del Derecho procesal. Su foco de atención se dirigía a las altas cúspides de la teoría jurídica donde sus principales contertulios europeos eran, entre muchos otros, Bentham, Austin, Savigny, Ihering, Kohler y Berolzheimer12. Pero el propósito de la comprensión teórica de Pound era más bien práctico: quería darle forma a una “jurisprudencia sociológica” general que sirviera de base a la reconstrucción de las disciplinas jurídicas individuales desde un ideal empírico, pragmático y sociológico en rechazo de la dogmática jurídica.
Pound fue, posiblemente, uno de los primeros expertos globales de teoría jurídica con la capacidad de comparar y poner en juego la interacción compleja de la tradición europea continental, los aportes ingleses de la jurisprudencia analítica y utilitarista, y las nuevas orientaciones específicamente norteamericanas (pragmatistas, sociológicas y realistas)13. Por estas razones, Pound terminó siendo considerado por sus propios colegas estadounidenses el gran especialista en el espíritu jurídico paneuropeo y, por consiguiente, la principal antena de recepción y traducción de las dinámicas teóricas del viejo continente14.
Mientras que Estados Unidos se estaba afirmando como una nueva potencia económica y militar, su academia estaba encontrando al mismo tiempo su propia puerta de entrada a la “historia universal” que el espíritu europeo había monopolizado hasta ese entonces. Así, por ejemplo, el pragmatismo (de James y Dewey) forcejeaba por lograr carta de ciudadanía dentro de la tradición filosófica que dominaban los europeos (principalmente alemanes y franceses)15; y, por otro lado, la “jurisprudencia sociológica” de Pound luchaba también por definir su espacio específico en “la disputa sobre el método” (Methodenstreit) que dividía a los europeos entre juristas ortodoxos (romanistas que buscaban ampliar su saber histórico y conceptual para darle una utilidad analítica más universal y permanente en la modernidad legis-faciente) y antiformalistas heterodoxos (que buscaban quebrar con la hegemonía del “legocentrismo” y del “conceptualismo” a través de propuestas críticas y novedosas como la jurisprudencia de intereses, la libre investigación científica y la escuela del Derecho libre).
De igual manera, las universidades de los Estados Unidos (Harvard y Yale, en especial) ya tenían la potencia intelectual para pretender compararse con las históricas universidades de Boloña (como representante del antiguo mos italicus de los glosadores del siglo XIII), de Bourges (del mos gallicus de los pos-glosadores y humanistas jurídicos del siglo XIX) y de Berlín (del mos germanicus de historicistas y conceptualistas del siglo XIX) para proponer, quizás, la aparición, si no de un mos americanus, sí de una teoría jurídica American style.
Para desarrollar estas ideas, el presente artículo buscará presentar y comparar las dos “ciencias del Derecho procesal” que propusieron Chiovenda y Pound. Empezaré con la dogmática de Chiovenda para luego contrastarla con la ciencia sociológica, empírica y antidogmática de Pound. La metodología del presente texto proviene de las formas de reflexión que utilizan con frecuencia los filósofos del Derecho: haré una exégesis crítica de las obras “programáticas” de estos dos autores para tratar de presentar, a grandes rasgos, las dos vías metódicas de “ciencia procesal” por las que ellos recomendaban encaminar el trabajo científico y práctico subsiguiente. La conclusión del ensayo invitará a los lectores a que adopten una posición reflexiva entre las opciones teóricas presentadas. Las mías propias se presentan de forma específica en el acápite I.D (donde hago una evaluación de los méritos de la dogmática procesal); y, finalmente, en el acápite III (donde cierro el ensayo con una comparación final entre “las ciencias procesales” de Chiovenda y Pound), y en las conclusiones generales.
Revisemos, en primer lugar, la ciencia del proceso propuesta por Chiovenda. En breve resumen, Chiovenda busca tomar y reelaborar los resultados de una tradición jurídica europea multisecular para darles una presentación sistemática y funcional frente a las exigencias del Estado y del mercado de comienzos del siglo XX. Esta apuesta de “ciencia” ciertamente buscaba adaptarse al siglo XX, pero provenía de una tradición más antigua que despuntó en el Derecho y la teología en la Edad Media en el llamado “renacimiento” de los siglos XII y XIII16. Esta tradición continuó su larga presencia en el Derecho elegante europeo y recibió acabada y final expresión en el historicismo alemán del siglo XIX. Para estos autores, arropados bajo el método histórico-sistemático que convirtiera en bandería Carlos Federico von Savingy (1779-1861), un Derecho moderno y funcional solo sería posible después de un estudio riguroso del Derecho romano clásico, de su recepción y transformación en el medioevo europeo y de la interacción de estas fuentes “cultas” con los Derechos propios de los pueblos germánicos que invadieron Europa. Sin esta historia del Derecho en tiempos largos, sin este descubrimiento y adaptación de la “tradición”, no era posible construir el nuevo Derecho de la sociedad moderna. La alternativa de crear Derecho por “codificación” (como proponía Napoleón y su ejército invasor) era arbitraria y abstracta para los historicistas porque negaba y destruía el Derecho realmente existente. Para los alemanes que resistían la invasión militar y cultural francesa, la tradición romanista de estudio del Derecho europeo, iniciada por diversas generaciones de escolásticos y continuada por los historicistas, fue el núcleo esencial de una nueva “ciencia del Derecho” que se tornaría dominante en Occidente. Según Chiovenda, “el Derecho procesal de gran parte de las naciones modernas se debe sustancialmente a Bolonia, lo mismo que el Derecho civil a Roma; ya que una exposición sistemática del instituto del proceso, aunque con materiales en gran parte romanos, fue, si no intentada por primera vez, ciertamente consolidada […]” en los estudios de los maestros tardomedievales: Bulgaro, Otón de Pavía, Piacentino, Trancredi, Duranti y Alciato17.
A este proyecto de ciencia jurídica se sumaron autores italianos, españoles, ingleses y luego latinoamericanos en búsqueda de nuevas síntesis científicas de los materiales del Derecho. En lo que interesa para este artículo, el italiano Giuseppe Chiovenda adhirió con entusiasmo a esta tradición romanistaescolástica-historicista en búsqueda de explicarles a sus compatriotas el nuevo Derecho italiano de procedimientos, unificado para todo el país luego de la integración nacional en los sucesos constitucionales de 1877.
Esta mezcla de escolástica tradicional e historicismo alemán culminó en una apoteosis metodológica para la ciencia jurídica de los siglos XIX y XX: la diversidad de fuentes, reglas y “materiales” del Derecho europeo (variados, ambiguos, contradictorios y muy desordenados) no podía simplemente desecharse. Correspondía ahora estudiarlos, explicarlos, ordenarlos y “sistematizarlos” mediante una investigación histórica preparatoria que los alistara para la “construcción” lógica de “conceptos” superiores. El “concepto” es una idea lógica de amplia extensión, matriz de un campo de sentido y práctica: en el marco de la lógica aristotélica, es el género próximo común a varios individuos que se diferencian18. Este procedimiento constituye una “ciencia” que conoce por vía de definir, clasificar y jerarquizar el mundo y el conocimiento. La determinación del género y de la diferencia específica (en la “definición”) posibilita las labores de clasificación, distinción y formación de grupos; es importante también en la comprensión del sentido y propósito de ese sector de la experiencia porque la definición con frecuencia incluye la causa final del definiendum19. Se trata, pues, de la definición común de individuos que no serían comprensibles ni agrupables ni distinguibles sin ese esfuerzo de clarificación conceptual superior.
Sin conceptos, pues, el Derecho sería para Chiovenda –y sus compañeros de escuela– tan solo un recuento de reglas contingentes. Los conceptos ofrecen un mapa general de las reglas y permiten establecer, en la abstracción, las conexiones lógicas entre estas categorías superiores ordenadoras. Con los conceptos ya se posibilita la tarea de pensar “sistemáticamente”20. Sin ellas el Derecho procesal sería meramente “exégesis”, “comentario”, “práctica” o “procedimentalismo”, pero nunca podría aspirar a ser una ciencia sistemática. Así aparecen tres grandes conceptos-síntesis como firmes candidatos para la formación de una santísima trinidad disciplinar. En primer lugar, un concepto cercano al individuo que experimentan la iniuria o la violación del Derecho: la idea de “acción”. En segundo lugar, un concepto cercano a la autoridad estatal que se abroga la competencia para recibir y mover la “acción” del accionante: la “jurisdicción”. Y, en tercer lugar, la interacción dinámica del elemento privado de la acción y el público de la jurisdicción en el “proceso”. Estos tres conceptos pueden ser presentados a su vez en un esquema dialéctico de tesis, antítesis y síntesis con sus respectivas encarnaciones documentales: demanda, contestación y sentencia.
Para la época de Chiovenda, los juristas académicos ya tenían un creciente consenso en reorganizar totalmente la materia de “los juicios” entorno al concepto del “proceso”: este concepto permitía formar una síntesis general de las preocupaciones del campo. Uno de los aportes que se le acreditan a Chiovenda, de hecho, fue bautizar a la disciplina bajo el rubro de “Derecho procesal”, en vez del nombre existente de “procedimientos civiles” que revelaba su falta de sistematicidad y analítica. La paternidad de Chiovenda se afirmó frente a las propuestas de otros académicos: para la época se propuso el nombre de “Derecho judicial”, pero el “juez” y la “jurisdicción” eran tan solo elementos, no la totalidad de la materia. El objeto de estudio, en su totalidad, era el “proceso”, aunque “la acción” de las partes y “la jurisdicción” del juez fueran partes esenciales, aunque unilaterales, de su despliegue. El mundo del conflicto y su gestión estatal ya no era el “sistema romano de las acciones”21, ni el “Derecho judicial” o los “procedimientos civiles y penales”, sino que ahora nacía para la modernidad occidental con el nombre de “diritto proccesuale” (“Derecho procesal”, “procedural law”, “Verfahrenrechts”).
Pero, en Chiovenda, todavía había que lidiar con la clave de bóveda que los romanos habían utilizado en su justicia civil: la noción de “acción”. En el siglo XIX, empero, el “proceso” ya se estaba imponiendo sobre la “acción” como concepto general del campo. De otra forma: la “acción” del demandante ya no era el todo esencial de la justicia civil y, por lo tanto, no podía servir como cumbre conceptual del sistema. En Roma, como ha mostrado la historiografía contemporánea22, incluso hasta el momento final de la ejecución forzada del Derecho declarado dependía de la “acción” del demandado. Todo el “proceso” era “acción” del accionante: en este sentido básico, el accionante se elevaba al papel de domini litis, desde la demanda hasta la ejecución. En Roma, por ejemplo, el demandante iba a la casa del demandado con otros hombres a ejecutar al fallo del juez. Y podía encontrar resistencia que tendrían que disuadir o vencer. La sublimación de la violencia en el Derecho romano era, por esa razón, más dependiente de los niveles correlativos de fuerza social existentes. El reclamante de un Derecho tenía que resolverse por la “acción”, tenía que actuar, tenía que tomar cartas en el asunto, porque sin ello su derecho se perdería en la “inacción”, por falta de fuerza, por pusilanimidad. Y su pertenencia a una gens (o linaje) era, con frecuencia, fundamental en su capacidad de acción. El Estado romano hacía poco por igualar las jerarquías sociales efectivamente existentes entre linajes. Barnes ha afirmado con particular lucidez que “el sistema jurídico no es una computadora, donde se meten agravios y salen derechos. Es parte del proceso social en el que grupos e individuos luchan entre ellos para conseguir diferentes fines”23.
El proceso romano era, fundamentalmente, acción del accionante. De ahí que la “acción” fuera la clave de la bóveda de todo el edificio que recibió la Edad Media en Bolonia y que se extendió sorprendentemente hasta la ciencia jurídica del siglo XIX que la ha conservado. Así se demuestra de manera convincente que el Derecho ha sido una ciencia histórica que preserva, más que otras ciencias sociales, la impronta de las formas de organización y comprensión del saber de la escolástica medieval. Pero la conservación de la noción de “acción” no es caprichosa, ni se trata exclusivamente de un órgano vestigial, como el lóbulo de la oreja, que subsiste sin función en espera de que la adaptación evolutiva lo termine de eliminar. Cuando en la dogmática procesal se pone énfasis en el concepto de “acción” se está subrayando el elemento privado de la justicia, la relación inmediata de un individuo que le reclama a otro, de frente, aunque el Estado esté presente, en variada medida, en el medio de esa confrontación directa.
En un vertiginoso resumen de Derecho romano, la intervención del pretor romano le daba una cierta disciplina y contención emocional al conflicto para que no se convirtiera en “guerra” entre los ciudadanos, pero, más allá de esa intervención escueta, no había justicia civil sin la “acción” permanente del demandante. La actio era principalmente la fuerza, potencia, actividad e iniciativa del reclamante, del accionante. La actio en Roma no es primordialmente un concepto jurídico técnico, sino la palabra ordinaria que nosotros también conocemos: para proteger un derecho hay que “actuar”, “accionar”, desplegar “acción”. Es lo contario de la inacción. Por esta razón, la “acción” era un buen concepto sistémico para el conjunto de la justicia civil. Los procedimientos de demanda, respuesta, prueba, adjudicación y ejecución en el Derecho romano se organizaban entorno a este concepto. Pero, por esa misma razón, la “acción” se vuelve insuficiente cuando la gestión del conflicto dependió menos de la iniciativa privada y pasó a recibir un tratamiento estatal más comprehensivo y activo en la modernidad europea. Con la aparición del Estado moderno24 los conceptos de “jurisdicción” y “proceso” pasaron a ser mejores candidatos para lograr una sistematización completa del campo porque, en parte, desplazaban a la “acción” del demandante de los terrenos que todavía ocupaba.
Reconociendo este origen histórico, los juristas alemanes e italianos del siglo XIX (de quienes Chiovenda ofrece una síntesis) arrancan por discutir y reconstruir el concepto de actio a partir del Derecho romano justinianeo y de la reelaboración universitaria elegante de los romanistas de Boloña. Los juristas del siglo XIX no desean repetir el concepto romano a pie juntillas, pero sí quieren construir un concepto moderno que estuviese en todo caso arraigado, fundamentado y justificado en la historia de la institución. La actio, para ellos, es la misma esencia romana que se desdobla en el presente: nova et vetera, donde la investigación se empeña en mantener un hilo histórico que asegure continuidad en los esfuerzos de la escuela. Así, se encamina a encontrar las modificaciones o adaptaciones requeridas para que la vieja actio del sistema formulario romano sirviese como concepto nodal de los procedimientos de la jurisdicción civil del Estado moderno al despuntar el siglo XX. Nunca se llega a creer que sea solo una homonimia contingente entre un concepto viejo que es retomado para ser abusado y canibalizado por una nueva época. Chiovenda y sus colegas no optan por una hermenéutica de la ruptura; implementan, más bien, una hermenéutica de la continuidad multisecular: ellos creen sinceramente que hay una identidad sustancial entre la vieja actio del imperio romano y la nueva actio del Estado moderno, a pesar de todas las asimetrías institucionales que existían entre esas dos formas políticas25. Y su creencia es parcialmente justificada: el Derecho romano llegó a construir formas o figuras que luego usó el estado moderno como inspiración de, al menos aparentes, isomorfismos institucionales.
Inscrito en la médula de la escolástica y del historicismo está el sentido de continuidad: no se trata de innovar o reemplazar el concepto romano clásico, sino de “construirlo” en continuidad de esfuerzo y de escuela. La academia es, en ese sentido, histórica: a manera de “revisión de literatura”, pasa por los esfuerzos conceptuales de los juristas del pasado, pero no los considera “historia” antigua o superada, sino que se inserta en ellos como antecesores lógico-analíticos que trabajan en el mismo esfuerzo por perfilar la definición del concepto. Se trata de “autoridades” y la autoridad pesa en la elaboración académica26. Es un trabajo de precisión, como si estuviéramos haciendo la difícil calibración de un complejo aparato de métrica construido en otra época. La comparación no es desatinada: el concepto construido (de acción, por ejemplo) sirve también como patrón universal de medida. Se pone a su lado una acción concreta prescrita por el legislador moderno y se le mide según el patrón universal: sabremos así si es, o no, una acción en su esencia científica y tendremos ahora un fundamento científico de exposición, crítica, integración e interpretación del Derecho positivo.
Pero el historicismo del conceptualismo jurídico tiene ciertas paradojas: la ciencia jurídica conceptual se construye así en el seguimiento histórico detallado de la literatura en cercanía de propósito y método con académicos que vivieron ya hace muchos siglos. Este historicismo académico genera, sorpresivamente, un efecto “antihistórico” sobre el “concepto” mismo construido. El concepto, la actio, se revela firme y sustancial a lo largo del tiempo, como si estuviera por fuera del tiempo y del espacio. No es una historia de los cambios de la justicia civil: es una historia de las continuidades esenciales en los conceptos que subyacen a la justicia civil27. Hay así algo firme, subyacente y permanente en la esencia del concepto que se busca: hay una sustancia removida de la contingencia de la historia que permite unir los esfuerzos de juristas a lo largo de siglos que serían impensables, por ejemplo, para la ciencia natural moderna, donde la tasa de recambio del saber convierte rápidamente en vejestorios a lo que, hace poco, eran verdaderas novedades. La “acción” es un concepto marcadamente sociológico y político, aunque el Derecho lo quiera consolidar en un concepto abstracto: es un martillo, pero el martillo no se mueve por sí solo. Necesita de toda una descripción del hombre, del brazo y de la mano que lo empuña y lo usa. La ciencia jurídica chiovendana describe el martillo con preciosismo, pero no al hombre que lo empuña28.
¿Cuál es, en últimas, la tesis de Chiovenda sobre la acción? Es una construcción más o menos personal en la que vuelve a abordar la definición romana de actio que Chiovenda repite, como verdad sabida, sin atribución clara de origen: “Nihil est actio quam ius quod sibi debeatur iudicio persequendi”, es decir, “La acción no es sino el derecho de perseguir en juicio lo que se nos debe”. El brocardo antiguo le permite a Chiovenda iniciar un diálogo con el trabajo de cuatro prestigiosos doctrinantes alemanes, Bernhard Windscheid (1817-1892), Theodor Muther (1826-1878), Adolf Wach (1843-1926) y Oskar von Bulow (1837-1907), a quienes se les abona el haber promovido la especialización y autonomización de una ciencia jurídica de los procesos que, desde Roma, era apenas otro capítulo más del ius civile. La “acción” es un concepto jurídico complejo que se construye intelectualmente encontrando los “nexos ocultos” que permiten llegar a las características fijas y universales de muchos particulares. Es un típico trabajo conceptual de abducción, que von Savigny consagró como metodología dominante de la ciencia del Derecho alemana del siglo XIX29. Chiovenda, desde Italia, se sumerge de manera consciente y entusiasta en este proyecto intelectual que ayudará a transmitir, casi como ningún otro, a América Latina. Con este esfuerzo conceptual, la “ciencia procesal” se distingue de los “prácticos” que habían tomado las formas exteriores de las “acciones judiciales”. Para Chiovenda “la doctrina del proceso estrictamente entendido cae en mano de los prácticos, y “prácticas” se les llama a los escritos que estos le dedican”30. El proceso se había convertido así en una “jurisprudencia inferior” que los juristas verdaderamente “científicos” criticaban: Chiovenda menciona, no sin humor, cómo el gran Alciato31 “protesta con desdén, no solo por la atribución de una obra que no es suya [se refiere aquí a un Compendium processus iudiciarii32 de 1542], sino y principalmente por la atribución de una tal obra” dedicada a meras fruslerías procesales. Pero tal situación de desprestigio disciplinar habría de cambiar. Según Chiovenda “[h]oy la ciencia procesal ha ocupado de nuevo un lugar eminente entre las jurídicas: y a muchas de éstas les discute territorios nuevos o que antes les pertenecieron, el primero, entre todos, la doctrina de la acción, la cual, de cincuenta años a esta parte, se ha querido renovar completamente en Germania, suscitando también entre nosotros cuestiones y problemas […]”33. Chiovenda construye su obra, pues, comentando las obras académicas que marcaron el renacimiento y la autonomización disciplinar del proceso en el ámbito jurídico alemán de la segunda mitad del siglo XIX34.
Bernhard Windscheid, el primero en el tiempo de los cuatro autores alemanes, representa el romanismo más tradicional donde la acción no es más que un momento del Derecho civil sustantivo. Windscheid representa así el momento de la indiferenciación y de la falta de especialización disciplinar que parece ya producto de un cierto amateurismo. Su posición está condenada y sus colegas ejecutan la sentencia. Para Windscheid la acción es el Derecho sustantivo en movimiento, en pie de lucha para lograr su reconocimiento o su cumplimiento. Los jóvenes juristas Muther, Wach y von Bulow critican la tesis de Windscheid. Para ellos, el maestro no puede tener la razón por dos argumentos: en primer lugar, por razones estrictamente lógicas, “ya que si a la acción se le da por contenido una obligación cualquiera del sujeto pasivo del Derecho, se cae inútilmente en una duplicación inútil del concepto mismo del Derecho [sustantivo]”35; y, en segundo lugar, por razones históricas, porque en la acción judicial del Estado moderno (a diferencia de la romana, de lo que sabemos) hay un activismo institucional cada vez más decisivo del poder político, que no aparece ni en el negocio civil entre las partes ni en la gestión romana de conflictos. La acción judicial moderna ya no es sostenida por la sola fuerza e iniciativa del demandante privado, sino que depende ahora de una densa institucionalidad judicial-policiva del Estado que los romanos nunca conocieron. Chiovenda imputa este desarrollo doctrinal a los juristas alemanes que (por conocer tanto el Derecho romano como el germánico) podían distinguir entre (1) la actio romana donde un individuo se dirigía directamente a la persona que incumplía su derecho y (2) el Klagerecht (o queja/derecho de quejarse) donde, ante el incumplimiento de la obligación civil, el reclamante acudía, en primer lugar, ante la comunidad tribal (Sippe y clan) y, luego, ante el Estado para que intervinieran en el conflicto y que, desde su superioridad política, lo resolviera. La actio original tenía, pues, una estructura diádica profunda, aunque el pretor apareciera en precisos y acotados momentos del drama, casi como orientador de las partes en los ritos de concesión de la fórmula; la acción moderna, en cambio, ya luce marcadamente triádica, con un tercero superior político porque se sitúa “por encima” del demandante y del demandando. Un par de esquemas pueden ayudar a ver la diferencia (véase p. 31).
La diferencia básica entre la actio clásica y la “queja ante la autoridad” es clara: hoy en día hablaríamos de la actio clásica como una forma mínimamente intervenida de “reclamación directa” y, por el otro lado, la Klage germánica como “queja ante autoridad” que los autores de novecientos utilizaron para prefigurar el activismo judicial moderno. Para el viejo romanista Windscheid es claro que la actio no constituye un derecho autónomo de queja ante un tercero. Se trata más bien de un movimiento directo del acreedor ante el obligado con una Anspruch (que designa al mismo tiempo la “razón” y la “pretensión” del accionante). En esta configuración romanista de la gestión del conflicto el “juez” existe, pero es una presencia más bien pasiva, superficial y subsidiaria a la relación entre las contrapartes donde el demandante “actúa” directamente sobre el demandado. En mi opinión, el papel ideológico fundamental de una posible recuperación de la actio romana en el Derecho moderno del siglo XIX (desde Windscheid hasta Chiovenda) tenía como objetivo fundamental establecer y defender la esfera de autonomía privada del demandante frente al poder de un nuevo Estado jurisdiccional que buscaba controlar el proceso en una tónica más centralizada36. La ciencia del Derecho ítalo-germana del siglo XIX pretende, precisamente, elaborar este espacio intermedio: en el pensamiento de Chiovenda se acepta, por un lado, el nuevo papel ampliado del Estado en la gestión de los conflictos, pero por el otro se hace un pacto con los individuos y los mercados en el sentido de que el papel fundamental del Estado en la jurisdicción consiste en dotar con eficacia y realizabilidad formal las pretensiones expresadas por la libertad individual. Esta estructura del Derecho moderno resultó crucial para el desarrollo del modelo capitalista y se extendió del Derecho civil al Derecho procesal civil en la manera como Chiovenda (y muchos procesalistas conservadores de hoy en día) defienden la idea según la cual la voluntad del demandante sigue siendo la fuerza motriz decisiva del proceso contemporáneo. Así, pues, Windscheid hace una descripción fundamentalmente individualista de la actio que rescata del Derecho romano y que ahora resulta apropiada para la constitución del individuo liberal europeo al que se le encarga la vigilancia y defensa (dentro de las instituciones estatales) de sus propios derechos. Esta conceptualización se incorporaría luego como un elemento adicional de la vasta y cada vez más dominante corriente de legalismo liberal privatista que, dentro de su ideología, pretendía alinear la actividad del Estado con los intereses y las voluntades de los individuos.
ESQUEMA 1. ACCIÓN CIVIL ROMANA(EN LA INTERPRETACIÓN DE WINDSCHEID)
ESQUEMA 2. ACCIÓN MODERNA COMO QUEJA ANTE EL ESTADO(EN EL MODELO WACH/MUTHER/BULOW)
Pero esta definición y supervivencia de la actio romana ya no podía convencer a finales del siglo XIX frente a nuevas configuraciones judiciales donde el conflicto se gestionaba claramente como una “queja” ante el Estado. Esta idea de la acción moderna como “queja-denuncia” apareció de forma clara en el Derecho penal donde la investigación y la acusación privada se han abandonado casi que totalmente37; y en el Derecho civil la noción de “demanda” tiene ahora la doble tonalidad de ser, primero, “reclamo” directo ante el deudor pero también, y cada vez con mayor fuerza, “queja” de un incumplimiento ante el Estado para que actúe e imponga su autoridad.
De estas dos concepciones aparecen, a su vez, dos estilos procesales. En el primero de ellos, de la “reclamación” directa al obligado, el proceso se concibe entonces como una contienda privada entre las partes presenciada por el Estado con el fin de evitar excesos, abusos u otras formas de violación del “juego limpio”. Juego con reglas monitoreadas por un árbitro de los procesos, pero, en últimas, competencia directa entre las partes que depende de sus múltiples habilidades y capitales38.
En segundo lugar, de la idea de “queja-denuncia” al Estado surge el proceso como función pública donde el Estado tiene interés en investigar las rupturas de la paz social y donde su intervención proactiva, incluso oficiosa, garantiza la expedición de sentencias justas donde se restablece el orden social que ha sido quebrantado. Esta noción de orden social se expande incluso al terreno de la justicia civil donde el Estado ya no es indiferente a los resultados del conflicto y no se contenta con el resultado “privado” de la interacción directa entre demandante y demandado. La justicia civil adquiere así visos de una justicia económica más general donde el Estado puede imponer conductas, soluciones y políticas públicas. Se trata, por tanto, de un proceso judicial que sirve para imponer la normatividad estatal y donde la queja del particular activa a un Estado presente e interesado, garante universal de la paz social y de la estructura económica subyacente39.
Hay que reconocer, de otro lado, que estos dos estilos o sensibilidades de gestión judicial del conflicto no son completamente incompatibles entre sí. Responden a configuraciones socio-psico-políticas diversas que se han vuelto parte de nuestras ideologías. “Reclamar” es un gesto fundamentalmente individualista que tiene afinidades con la capacidad de defender autónomamente el Derecho; y el papel del “juez” tiene que ver con confirmar o con negar las narrativas y el derecho que las partes presentan; de otro lado, en un gesto más comunitarista y estatalista, “quejarse” revela una dependencia común de los litigantes frente a un tercero al que reconocen autoridad y que puede intervenir en su conflicto con poderes más amplios para averiguar la verdad y para restablecer el cumplimiento de derechos como considere adecuado. El modelo del reclamo directo (aunque esté mediado por una intervención judicial de superficie) es individualista y tiene como paradigma básico a dos comerciantes que han contratado y se hacen reclamos ante la presencia de un “árbitro” pasivo; el modelo de la queja, por el otro lado, es paternalista/ solidarista y tiene ilustraciones históricas en (1) el comunero que acude ante la autoridad tribal a denunciar el ilícito (civil o penal), (2) a los miembros de familia que se quejan ante el paterfamilias por el comportamiento de un agnado o, finalmente, (3) al ciudadano que demanda o denuncia a otro por la comisión de un ilícito civil, penal o laboral y que espera que el Estado restituya la justicia.
La suerte final de la dogmática individualista de la acción fue mixta: mientras que Windscheid tuvo un triunfo clamoroso en la teoría del negocio jurídico y en su explicación de la autonomía de la voluntad como fuente de las obligaciones, su teoría procesal terminó siendo rechazada de manera contundente. Las razones del fracaso son variadas: de un lado, se oponía a una dinámica clara de especialización y diferenciación del trabajo y del conoci-miento en todas las ciencias europeas por lo que su teoría, en la que el derecho de acción era el mismo Derecho civil en movimiento, fue instintivamente rechazada por los profesores de “procedimientos”, por los jueces profesionales y especializados y por la consolidación de un aparato y de una doctrina judicial cada vez más articulada, explícita y diferenciada40; y, por el otro lado, el Estado alemán moderno se auto-recomponía como una sociedad capitalista de libre mercado, pero también, cada vez más, como un poder jurídico y judicial obligatorio y dirimente de los conflictos, y armado de un estructura pública de funcionamiento centralizada, especializada y burocratizada. Esta comprensión de lo jurídico apuntaba a la celebración de una ideología de mercados y contratación libre y autónoma aún enmarcada dentro de la lógica del Derecho privado, pero con la presencia más autoritaria de un Estado judicial intervencionista en el proceso que imponía su soberanía jurisdiccional a las partes en dinámicas de Derecho público. La teoría de Chiovenda terminaría encerrada en esta contradicción entre “liberalismo individualista”, de un lado, e “intervencionismo jurisdiccional” y “capitalismo de Estado”, del otro. Así, en este contexto ideológico el contrato queda ubicado en el mundo del Derecho privado (con Windscheid como actor dogmático principal); pero el proceso y, con él, la acción se reubican, para sorpresa y horror de los romanistas y privatistas, en el mundo del Derecho público en plena expansión.
Este cambio de ubicación del proceso, del terreno del Derecho privado y de la acción del demandante al terreno del Derecho público y de la jurisdicción del Estado, se da también por el escalamiento del dominio territorial del Estado: con el pasar del tiempo, el Estado europeo llega más fuerte y más rápido, no solo a los habitantes urbanos sino a los rurales que empiezan a integrarse a la institucionalidad moderna. La idea de que la acción es, ante todo, una queja ante el Estado (ahora efectivamente presente) empieza a tener mayor sentido en las múltiples prácticas institucionales y sociales de un Estado jurisdiccional que copa el territorio. El paso de la “reclamación privada” a la “queja ante el Estado” tiene también que ver con el crecimiento muy marcado de competencias y capacidades estatales. Su voluntad de dominio se extiende decisivamente a los conflictos de la ciudadanía.
Theodor Muther es de los primeros que empiezan la crítica al concepto privatista de actio41. Acepta sin problemas que en la raíz de todo conflicto existe una obligación insatisfecha (una cuestión intensamente “privada”), pero la “actio” quedaría mejor conceptualizada como el derecho que tienen las personas de quejarse de esa insatisfacción civil ante el poder del Estado. La actio no es la insatisfacción del negocio incumplido, sino más bien un derecho diferente y autónomo de queja ante el juez. Esta distinción no es clara si no existe una institucionalidad pública robusta frente ante la cual pueda uno acudir y donde se puedan revelar y ventilar los derechos e intereses vulnerados y los fuertes sentimientos individuales que acompañan la insatisfacción del crédito (como la molestia, la discordia, el enfado, la desilusión, la inseguridad, la preocupación y el estrés, entre otros). En la actio estos sentimientos negativos se dirigen de frente al obligado en una interacción social “cara a cara”; en la queja, en cambio, son canalizados por medio del tercero estatal que interviene en su transformación. La diferencia psicosocial entre los dos gestos es importante y depende de constelaciones sociológicas y culturales más amplias que los procesalistas no han estudiado con la debida atención42.
Estas circunstancias históricas e intelectuales causaron el declinar de las teorías procesalistas de Windscheid. Theodor Muther asumió al interior de los procedimientos civiles la idea de que las personas tienen también “derechos públicos subjetivos”, es decir, derechos autónomos frente al Estado y no solo frente al obligado. Uno de ellos es el “derecho de acción”, que luego se convertirá, en formulaciones más teleológicas y modernas, en el “derecho a la tutela jurídica efectiva” o, más contemporáneamente, en el “derecho de acceso a la justicia”. Estos derechos públicos subjetivos son la contrapropuesta ordenada y metódica del Derecho público alemán de finales del XIX (con un toque de marcado autoritarismo) que habrían de enriquecer, desde esta perspectiva, el listado de derechos constitucionales básicos reconocidos por el Estado moderno.
A esta altura de la exposición, el texto de Chiovenda asume una forma naturalista-sustancialista de presentar la “doctrina germana”: Windscheid había ya “aislado el elemento” del “derecho subjetivo” como emanación de la voluntad y se le reconoce esta contribución esencial a la teoría del proceso43. Esta comparación del análisis jurídico con el laboratorio químico es recurrente y tiende a “reificar” los conceptos jurídicos volviéndolos, aunque fuera imaginariamente, “sustancias materiales”, “cosas”, que la ciencia debía “identificar” y “aislar”. Esta creencia ingenua conduciría posteriormente a errores ontológicos fundamentales contra los cuales juristas más constructivistas44 advertirían (von Ihering de forma temprana o, en el Derecho procesal reciente, Taruffo). En efecto: Windscheid intentó “aislar químicamente” el derecho subjetivo sustantivo, pero fue incapaz de ver los “nuevos elementos” que estaban apareciendo. En efecto: cuando demando, ¿no estoy, en realidad, afirmando un nuevo y autónomo derecho ante el juez donde él tiene la obligación de prestar su concurso y autoridad en la solución del conflicto con autoridad? Pero el aislamiento del “elemento” de la participación judicial (siguiendo con la metáfora química) probó ser muy difícil: tan pronto se atisbaba la molécula en el microscopio, inmediatamente “se volatilizaba”. Para Chiovenda, los esfuerzos tempranos de fijación del elemento en la obra de Windscheid habían fallado, aunque él sí compartía la hipótesis de que tal elemento de la participación judicial en un derecho subjetivo público autónomo existía verdaderamente, aunque fuese difícil de “fijar” e “identificar”.
El jurista Theodor Muther emprendió el esfuerzo de complementar la dogmática de Windscheid para aislar y fijar el nuevo elemento de forma definitiva. Para ello, Muther toma la construcción teórica que el jurista Carl Friedich von Gerber (1823-1891) había hecho al identificar la existencia de “derechos subjetivos públicos”. Bajo esta concepción, la noción de derecho subjetivo que había servido en la analítica de las relaciones privadas en la teoría de las obligaciones es importada ahora al terreno del Derecho público y, por esa vía, se transforma el análisis de las posiciones relativas entre Estado e individuo. En la tradición soberanista del Derecho público, las personas son súbditos que no tienen derechos individuales, sino que disfrutan de las ventajas graciosas y providentes que implica vivir dentro de un Estado que, por su soberanía, puede garantizar la paz civil. Pero el mantenimiento de esa paz implica, hasta cierto punto, que los individuos no puedan oponerse a la fuerza del Estado con el pretexto de defender sus derechos individuales. The King can do no wrong. Pero con la importación del concepto de derecho subjetivo al campo del Derecho público, los súbditos que disfrutaban de un estatus como mero privilegio o concesión reclaman ahora ser ciudadanos con derechos subjetivos frente al Estado que, además, puede ser responsable por su incumplimiento o violación. Esta nueva analítica de los derechos tendrá consecuencias inmensas en la teoría europea del Derecho público y la comprensión fundamental del mundo social45.
Dentro de esta teoría general de Gerber, Muther llegó a concebir la actio como un derecho de acción frente al Estado cuyo contenido era el de ser un “derecho a la tutela jurídica efectiva”. Cuando una persona es titular de un Derecho privado no satisfecho existe una particular posición jurídica. Para Muther “[e]sta posición consta, pues, de dos elementos, el derecho originario privado, que queda sin modificación, salvo las naturales metamorfosis que la lesión produce en los derechos absolutos y en las obligaciones de no hacer; y el derecho a la tutela jurídica correspondiente al individuo contra el Estado. Pero puesto que este segundo derecho tiene por presupuesto el primero, el Derecho procesal de accionar tiene, como se ve, una base de Derecho privado”46.
La dirección de Muther era la correcta, pero incompleta, porque aún no independizaba suficientemente el Derecho civil insatisfecho del Derecho público a la acción. De ahí se desprendieron nuevas elaboraciones dogmáticas en los años subsiguientes: para Oskar von Bulow47 el proceso queda mejor concebido como una “relación jurídica” autónoma y con ello aparece el juez en la ecuación con más facilidad y se clarifican sus deberes de Derecho público en una relación que ya no es primordialmente diádica (entre reclamante y reclamado) sino en la que se acude a un tercero con autoridad para conformar la estructura triádica prototípica del Derecho procesal moderno.
Adolf Wach culmina el camino hacia la publicización del proceso y, en apoyo de Muther, estabiliza la idea de la acción como un derecho público subjetivo de acceder a la tutela jurídica. Esta construcción dogmática terminó recibiendo el nombre en alemán de Rechtsschutzanspruch (traducible al español como “reclamo de protección estatal” o, luego, en la traducción que fue más convincente como “tutela jurídica” y al inglés, manteniendo su propia construcción histórica, como right to bring an action o como right to a remedy y ya no solamente como actio48). Para Wach, “el derecho a la tutela es satisfecho por el Estado y no por el particular, y se consuma en un acto de tutela, mientras el Derecho privado puede sobrevivir […] en conclusión, el derecho a la tutela jurídica pertenece, según Wach, al Derecho público, y al Derecho procesal le corresponde regular su presupuesto, esto es, el interés jurídico en accionar”49.
En un trabajo posterior, Bulow pretende dar un paso adicional para la completa publicización de la acción porque le parece que en Wach subsiste una cierta dependencia del Derecho privado y de la obligación insatisfecha. Chiovenda reporta el punto: “[A Bulow] le ha parecido que en la teoría de Wach el proceso esté todavía demasiado subordinado al Derecho privado, y que el concepto de un derecho a la tutela jurídica [el cual en el mismo proceso no puede corresponder más que a una de las partes] sea demasiado unilateral y de todos modos meramente hipotético: Bülow […] busca un concepto fundamentalmente autónomo del proceso, que responda a una consideración imparcial de los derechos de ambas partes, [y para eso propone] la idea de un derecho a la sentencia justa”50. Este argumento es criticado por la mayoría, quienes consideran ya excesiva una construcción que nos obliga a realizar un acto de prestidigitación jurídica: debemos convencer al perdedor del pleito de que en el proceso también se le ha vindicado a él un derecho, un pretendido derecho bilateral (de demandante y demandado, de la parte victoriosa y de la parte vencida) a la “sentencia justa”.
Pero esta construcción dogmática de Bulow choca con realidades psicojurídicas más fundamentales: “¿Se puede reconocer este derecho precisamente en aquella de las partes a la que la sentencia justa no dará la razón? Nosotros debemos concebir el Derecho como algo que al actuarse favorezca a su sujeto; y no comprendemos “el derecho de no tener razón”, de la misma manera que no comprenderíamos el derecho del culpable a ser condenado y el derecho del condenado a la ejecución de la condena”51. La estrategia de Bulow pretendía lograr que se aceptara que tanto el demandante como el demandado, el victorioso y el vencido, tuviesen un derecho genérico y común a la justicia. Esta idea igualitarista, sin embargo, no tuvo acogida en este momento histórico. El derecho unilateral de “tutela judicial efectiva” parecía ser una mejor construcción dogmática de las prácticas judiciales que su propuesta de un derecho bilateral “a la sentencia justa”.
Para Chiovenda, empero, esta línea de la doctrina alemana había ya exagerado el gesto de reubicar la gestión estatal de conflictos dentro del terreno del Derecho público. La dirección teórica de Muther y de Wach se había vuelto dominante para la época en que Chiovenda profesa su conferencia de 1903: “El concepto de que el proceso sea una relación jurídica (de Derecho público, autónomo, formal) es […] aceptado por los más”52. Frente a este consenso emergente, Chiovenda mantiene todavía una posición altamente civilista, privatista y romanista, comparada con el modelo Muther-Wach. La posición de Chiovenda busca así un punto medio entre lo privado y lo público, aunque a veces se le ha presentado, equivocadamente, como vocero indiscutible de la publicización de la acción y de la autonomización del Derecho procesal53:
Pero no es el derecho a la tutela jurídica frente al Estado pacíficamente satisfecho por éste mediante el ordenamiento judicial […], la potencia que nosotros sentimos animar el proceso civil. La misma es más bien el derecho de provocar la actividad del órgano jurisdiccional contra el adversario; tan cierto es esto, que Wach (como también antes Muther), debe concebir su derecho público de accionar como un derecho también contra el adversario, para que preste la tolerancia de los efectos de la tutela jurídica […]. Nosotros concebimos la acción precisamente como un derecho contra el adversario, consistente en el poder de producir frente a éste el efecto jurídico de la actuación de la ley. Ya que donde un ciudadano, valiéndose de los medios que el ordenamiento jurídico pone a su disposición, ya sea la ley, ya sea la actividad de los órganos del Estado, puede con un acto de su voluntad producir determinados efectos jurídicos frente al ciudadano, allí nosotros vemos una relación de poder entre ciudadano y ciudadano […] Pero esta relación del titular del derecho con la ley y con los poderes del Estado actúa como medio en sus manos respecto a su relación con el adversario54.