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Seitenzahl: 230
Cuatro vestidos para Carlota, de Mercedes Alonso
Alea Iacta Est, de Rosana Briel
El fuego envuelve tu nombre, de Lydia Leyte
Eve, de Caludia Velasco
El amor está de moda, de Arwen Grey
El seductor, la chica y el coche, de Lola Valladolid
Un sombrero en el corazón, de Beatriz Manrique
Amando a un duque, de Claire Phillips
Como arena nevada, de Dori Torres
La concha de nácar, de Olalla Pons
Escándalo, de Ada Martin
Regálame otro mundo, de Mina Vera
Más fuerte que el engaño, de Lorraine Murray
Las noches contigo, de Mita Marco
El agua templada, de María de Castro
Mientras me recuerdes, de Raquel Arias Suárez
Tan nosotros, de Ana María Draghia
Viento del Norte, de Arlette Geneve
Pregúntame mañana, de Erika Fiorucci
Pescando salmones en Alaska, de Caridad Bernal
Alma, de Menchu Garcerán
Mi nombre es Pecado, de Adriana Rubens
—¿Qué te parece, Charlotte? ¿Te gusta? —me pregunta Lolo con una sonrisa de oreja a oreja.
—Pues… pues… —balbuceo.
No sé qué decir. El vestido que Karl Ludolff, diseñador e íntimo amigo de Lolo, ha diseñado para mi boda es, simplemente, horroroso y no parece un vestido de novia, sino el de una actriz de cine porno o el de una burbuja de las del anuncio de Freixenet.
La tela de color plateado zigzaguea alrededor de mi cuerpo como si se tratara de una enorme serpiente, dejando la mayor parte de la piel a la vista entre los zig-zags, que están unidos por un tul transparente.
Temo decirle a Lolo lo que pienso porque ha puesto toda la ilusión en mi boda y en este vestido. Y, también, porque confía plenamente en su amigo Karl, cuyo verdadero nombre es Paco Utrera, aunque esa es otra historia. Pero Lolo y yo somos amigos y debo ser sincera con él a pesar de que es muy posible que hiera sus sentimientos.
—¡Es horrible! —exclamo, y me llevo la mano a la boca como si acabase de decir un pecado inconfesable.
—¿Qué acabas de decir, Charlotte? —pregunta él en voz baja, pronunciando cada sílaba muy despacio.
—Este vestido es… es… No tengo palabras para describirlo, o quizá tenga demasiadas. Horroroso, abominable, atroz, horripilante…
—¡Cállate! —me ordena estirando la mano hasta situarla sobre mis labios—. No es necesario que sigas.
—Pero si apenas me cubre los pezones —farfullo porque Lolo aún tiene la mano sobre mi boca.
Me doy media vuelta, quedándome de espaldas a él, con la intención de que eche un vistazo a mi trasero, que puede apreciarse perfectamente entre el zigzagueo de la tela plateada.
—No puedo ir así vestida el día de mi boda.
—Es un vestido divino, nena. Divertido, original, exquisito y glamuroso entre otros muchos adjetivos. No estarías pensando que ibas a ir vestida como una novia cualquiera, ¿verdad?
No sé que me da más miedo si la pregunta o responder algo que no sea de su agrado. Tenía que haber previsto algo así, he visto los desfiles de Karl y conozco los gustos de Lolo, ¿cómo he podido pensar que juntos diseñarían un sencillo vestido de novia?
—¿Por qué no? ¿Qué tiene de malo un vestido… normal? Jorge y tú llevabais smoking el día de vuestra boda, eso es normal, ¿no?
—Yo llevaba corbata y chaleco azul turquesa, Charlotte, entre otros detalles que por lo visto no supiste apreciar, pero ahora eres tú quien va a casarse y Karl ha diseñado en exclusiva para ti este maravilloso vestido.
—Y se lo agradezco, de verdad, pero no es esta la idea que tenía de un vestido de novia —digo mirándome de nuevo en el espejo— .Por cierto, deberíamos llamarle Paco, Karl suena…
—¿Crees que Paco Utrera sería buen nombre para un diseñador de fama internacional? —me interrumpe—. Estaría bien para un torero o incluso para un cantante de rap, Charlotte, pero no para un hombre que pretende ganarse la vida diseñando ropa.
—De acuerdo, quizá tengas razón en cuanto al nombre, pero no en lo referente a este vestido y no pienso ponérmelo para casarme con Pablo. ¿Qué pensarían sus padres? —le pregunto—. Su madre me odia, cree que soy poca cosa para su único hijo y que debería aspirar a algo más.
—Charlotte, eres tan dramática… Pues claro que su madre te odia, a ti y a cualquiera que pretenda casarse con su hijo, es algo normal en una madre. —Lolo se encoge de hombros y se coloca a mi lado— Mírate, nena, estás, simplemente, divina.
Intento verme a través de los ojos de Lolo, pero lo único que veo es un vestido, de muy mal gusto, que deja a la vista más de lo que tapa y que resulta muy poco apropiado para una dulce y beatífica novia.
—Lo siento, Lolo, pero no estoy divina —respondo volviéndome hacia él—. Quiero ser una novia normal, de apariencia dulce y serena y no de actriz porno. Lamento las molestias que se ha tomado Karl, pero no puedo vestirme así para casarme.
—Está bien, hablaré con él —me dice en tono neutro—. Y ya que lo tienes tan claro, ¿podrías describirme ese vestido que tienes en mente?
—¿No vas a gritarme? —pregunto sorprendida.
—Tú eres la novia, Charlotte, y a ti te corresponde elegir el vestido.
—Me gustaría algo sencillo, de corte medieval, como esos…
—¿Has dicho medieval?
—Sí, eso he dicho.
—¿Qué me dices de tu larga melena roja trenzada y diminutas flores blancas diseminadas por ella?
—Eso sería genial —sonrío.
—Charlotte, me has decepcionado.
—Pero…
—Nada de peros, tienes un gusto horrible, siempre lo he sabido, pero creía que habías aprendido algo en todo este tiempo que llevamos siendo amigos —me dice moviendo la cabeza de un lado a otro.
—Me haces creer que tengo algo que decir en todo esto cuando en realidad tú ya has tomado una decisión, ¿no es así? —le digo indignada, y siento unas enormes ganas de arrancarme el vestido de víbora y tirarlo por la ventana.
Lolo es un gran estilista. Él y su marido Jorge, que es fotógrafo, son dos profesionales que todas las agencias de publicidad se rifan y en sus agendas no hay un solo hueco hasta dentro de al menos un año, pero cuando se trata de mí Lolo es capaz de tomar las peores decisiones. No es la primera vez que esto sucede y mucho me temo que no será la última.
—¡Quítate el vestido! —ordena Lolo—. Karl y yo trabajaremos en un nuevo diseño.
—¿Podré dar mi opinión o debo sentarme a esperar vuestra próxima ocurrencia? Tal vez lo siguiente sea un par de cocos para tapar los senos y una hoja de parra para…
—Charlotte, a veces eres una maleducada. Yo me encargaré personalmente de tu vestido y el día de la boda serás la novia más glamurosa y perfecta que jamás puedas imaginar.
—Supongo que podré verlo y comprobarlo por mí misma antes casarme.
—Por supuesto, nena —me dice en tono condescendiente—. Y mientras te cambias de ropa voy a por una botella de champán.
—¿Qué celebramos?
—Nada, Charlotte, pero o me emborracho o tú y yo pasaremos a palabras mayores.
Veo a Lolo salir del dormitorio y me quedo un rato frente al espejo pensando en todas las cosas que han sucedido desde que Pablo y yo decidimos casarnos. En cuanto Lolo se enteró de la noticia se emocionó muchísimo y sin decirle nada comenzó con los preparativos haciendo y deshaciendo a su antojo. He aceptado cosas increíbles para no decepcionarle, cosas que jamás se me habrían ocurrido, como fuegos artificiales a media noche que dibujen el nombre de Pablo y el mío en el cielo, una coctelería acrobática, una máquina de burbujas de jabón en lugar del tradicional lanzamiento de arroz y otras muchas ideas descabelladas con las que me estoy volviendo literalmente loca. Pero en cuanto al vestido hay unos límites que no estoy dispuesta a traspasar y este vestido es uno de ellos
De vuelta a casa aún voy pensando en mi conversación con Lolo. Afortunadamente, adoro mi barrio situado en el centro de Madrid, muy cerca de la puerta del Sol, y siempre me pone de buen humor pasear por sus concurridas calles.
Como cada noche, Pablo está en la cocina haciendo la cena. Lleva puesto un delantal azul que combina perfectamente con sus ojos, una camisa blanca remangada hasta los codos y un pantalón gris oscuro. Hace ya más de un año y medio que estamos juntos, pero aún siento como me palpita el corazón al mirarle y no puedo dejar de pensar en la suerte que tuve cuando nuestros caminos se cruzaron aquella terrible mañana de verano en la que mi vida era un auténtico caos.
Durante todo este tiempo he aprendido a interpretar su miradas, sus gestos y sus silencios y he podido comprobar que, tal y como pensaba, es generoso, inteligente y divertido, además de guapísimo. Tanto que no me canso de mirarle y cuando pienso en él no puedo dejar de suspirar. Y, por si todo eso no fuese suficiente, es un experto cocinero, algo con lo que no contaba y que hace que mi ajetreada vida sea mucho más sencilla.
Pablo está picando verduras sobre la tabla de madera y cuando levanta la vista y nuestros ojos se encuentran, su cara se ilumina con una sonrisa y pienso en lo mucho que me gusta regresar a casa desde que estamos juntos.
—Hola, cariño —me saluda dándome un apasionado beso que me deja sin respiración—¿Qué tal tu cita con Lolo?
—Ha sido horrible y decepcionante a partes iguales —respondo—. El vestido es… es… No tengo palabras para describirlo y aunque Lolo me ha asegurado que no estaba enfadado sé que lo está.
—Ahora siéntate y relájate —me dice mientras me sirve una copa de vino blanco—. Lolo solo quiere ayudar y para él lo más importante es que tú estés contenta.
—Ya no sé qué pensar. Karl o Paco o como sea que se llame, ha diseñado un vestido muy poco apropiado para una novia, deja a la vista más de lo que tapa y lo peor es que a Lolo le gusta —le explico con una mueca de desagrado mientras me siento en una banqueta junto a la encimera.
—A veces Lolo es demasiado creativo, pero acabará entrando en razón y si ese vestido no te gusta, él y su amigo diseñarán uno que encaje con tus preferencias.
—Yo no estaría tan segura. Aún recuerdo cuando me obligó a vestirme como un mamarracho para mi cita con Hugo. Es tan cabezota…
Pablo se coloca detrás de mí, posa las manos sobre mis hombros y comienza a masajearlos. El contacto de sus manos sobre mi cuerpo consigue relajarme y cierro los ojos exhalando un largo suspiro.
—¿Te gusta? —me susurra al oído.
—Mmmmmmmmmmmmm.
Pablo me da un beso en el cuello y me estremezco al sentir sus labios sobre mi piel desnuda. Son estos momentos por los que merece la pena todo el estrés que últimamente me está generando la boda y mis continuas peleas con Lolo.
Al principio, nuestra relación estuvo llena de malentendidos y situaciones surrealistas debido en gran medida a Hugo, mi ex novio, a mis miedos y a la difícil situación que atravesaba cuando nos conocimos, pero una vez que todo se aclaró y decidimos que había llegado el momento de irnos a vivir juntos, descubrimos que encajábamos perfectamente en todos los sentidos y que estábamos mejor juntos que separados.
Cuando sus manos descienden por mi espalda hacia la cintura y se cuelan bajo mi camisa, el deseo y el placer que experimento erizan mi piel y consiguen que deje la mente en blanco.
—Deberíamos cenar primero —dice Pablo haciéndome girar hacia él—. Siento decir esto, pero esta semana hemos tomado la cena fría en tres ocasiones.
—Yo no tengo la culpa de ser tan deseable —bromeo.
Le rodeo con los brazos y le atraigo hacia mí. Nuestros rostros quedan muy cerca y solo unos pocos centímetros separan nuestros labios. Pablo tiene razón, deberíamos cenar y dejar lo demás para después, pero me cuesta separarme de él y antes de hacerlo acerco mis labios a los suyos buscando un pequeño premio de consolación.
—Cenemos —consigo decir apartándome de él—. Te ayudaré a cortar esas verduras.
Pablo no dice nada, pero va a por un delantal que me ayuda a ponerme mientras cojo un cuchillo e intento concentrarme únicamente en cortar las verduras que tengo delante. Sé que si le miro y nuestros ojos vuelven a encontrarse terminaré tirando por la borda mi escasa fuerza de voluntad y la cena volverá a enfriarse o a quedarse a medio hacer.
Me consuelo y sonrío al pensar que solo son las nueve y aún nos queda toda la noche por delante.
A través del estrecho sendero de grava que conducía desde la puerta de entrada a la propiedad hasta la escalera de acceso a la casa, una larga fila de lujosos vehículos esperaba ordenadamente el turno para tomar posesión de las plazas de aparcamiento acondicionadas bajo la espaciosa carpa.
Marcela, con el maletín colgado al hombro que contenía los útiles necesarios para desempeñar su trabajo, caminaba a paso lento junto a los coches detenidos a su izquierda. Se había visto obligada a estacionar el suyo fuera del recinto, ya que el guardia de seguridad de la puerta —un tipo que debería haber pasado por la ducha para no ofender el olfato del prójimo y de paso lavarse la boca con jabón— le había vetado, con pésima educación, el acceso a la finca por asistir en calidad de corresponsal en lugar de invitada.
El día que salió con su licenciatura en Ciencias de la Información bajo el brazo no imaginó que la intrépida reportera de investigación que soñaba ser acabaría persiguiendo celebridades de prensa rosa. Pero de algún modo había que sufragar el feo vicio de comer tres veces al día y pagar las facturas.
Al llegar a la explanada, una mansión impresionante se perfiló ante su vista. El edificio tenía un aspecto engañosamente antiguo. La hiedra, que crecía descontrolada, trepaba por la fachada de piedra gris sorteando los grandes ventanales de cristales cuadriculados. Poseía un ligero aire renacentista en las estilizadas líneas rectangulares que invitaba a rememorar la distinción de la antigua nobleza. Si en lugar de vehículos modernos hubiese elegantes carruajes tirados por altivos caballos, se podría asegurar que el tiempo se había quedado suspendido durante varios siglos en aquel espléndido paraje. Aunque la realidad era que se trataba de una reproducción moderna, fruto del capricho de un exitoso empresario.
Los invitados —de riguroso chaqué los caballeros y las damas ataviadas con elegantes trajes de cóctel acompañados de vistosos sombreros— se dirigían a la parte trasera.
Marcela fue tras ellos.
La ornamentación del jardín, dispuesta con celosa pulcritud, brillaba al sol. Una larga alfombra roja conducía al altar, ubicado bajo la pérgola de piedra. A ambos lados del tapiz, un par de centenares de sillas vestidas con faldones blancos y lazos de color rosa destacaban alineadas en impecables filas sobre el verdor del cuidado césped. Mostradores repletos de cava, bebidas alcohólicas, refrescos, zumos, copas y vasos salpicaban el jardín junto a mesas redondas engalanadas igual que las sillas, a la espera del aperitivo los primeros y del banquete nupcial las segundas.
Diminutas rosas de pitiminí le conferían al aire una aromática fragancia unida al perfume especiado del clavero y los árboles frutales.
Faltaban treinta minutos para iniciar el rito y la celeridad del servicio manifestaba una cierta excitación en la urgencia por ultimar detalles.
—¿Señorita Cobo?
Marcela se giró en busca de aquel sonido delicadamente musical.
—Soy Silvia Almazán; encargada de organizar la ceremonia. La estaba esperando.
La rubia propietaria de tan argentina voz lucía una atractiva sonrisa acorde con el resto de su aspecto. Enfundada en un vestido color aguamarina que dibujada su silueta como un trazo perfecto, tendió la mano a modo de saludo.
—Mucho gusto, señorita Almazán. —Marcela estrechó los finos dedos rematados por afiladas uñas esmaltadas de blanco.
—Encantada de tenerla aquí —añadió la otra sin dejar de sonreír—. ¿Desea tomar algo?, ¿un café?, ¿un tentempié?
—No, no, gracias, ahora mismo no me apetece nada.
La rubia asintió conforme.
—Como se pactó con su agencia, tiene libertad absoluta para moverse por donde guste. Los novios solo desean que las imágenes muestren su felicidad al compartir con el público este día tan especial.
«Sí, claro, y con la venta de la exclusiva se comprarán la licuadora, no te fastidia».
—Estupendo —convino, sin que su rostro delatara semejante reflexión—. ¿Dónde puedo dejar esto?
Silvia Almazán miró a su alrededor.
—Teo, por favor —alzó la voz.
El tal Teo —un hombre regordete y bajito con el pelo teñido de un espantoso amarillo chillón y una levita roja que hacía daño a la vista— se disculpó ante el individuo con el que mantenía una distendida charla.
El tipo, de gesto sutilmente amanerado, se encaminó hacia ellas.
—Dime, bella dama.
—¿Podrías acompañar a la señorita Cobo al pabellón para que deje sus pertenencias?
—Por supuesto —dijo él asintiendo con la cabeza al tiempo que lanzaba a Marcela una sucinta mirada.
Ella soportó el descarado análisis y a punto estuvo de preguntar si debía regresar a casa para vestirse de payaso. Se había puesto un traje pantalón de color negro y una camisa de fina organza blanca. Un atuendo que consideró sobrio y cómodo. Con el pelo negro recogido en un moño y maquillada discretamente, reprimió las ganas de soltarle un sopapo a aquella especie de plumífero si se atrevía a realizar el mínimo gesto de desaprobación.
—Teodoro es mi ayudante —aclaró Silvia—. No dude en solicitarle cualquier cosa que precise.
—Gracias.
—El señor Martí preguntaba por ti —intervino Teo, señalando al hombre con el que conversaba unos minutos antes.
—Ahora mismo voy a hablar con él. Nos vemos más tarde; un placer, señorita Cobo.
—Lo mismo digo.
—Acompáñeme, por favor —dijo el sujeto.
Marcela le siguió cuando se internó en el bosque que rodeaba la finca. A menos de ochenta metros se alzaba el pabellón de caza, un edificio bajo y redondo con la fachada pintada de un suave tono melocotón y tejado de madera, de aspecto acogedor, pese a que resultaba evidente que no guardaba relación con la cacería. No era más que otro capricho.
—Qué desordenada es la gente —exclamó Teo con cara agria.
Esa vez tenía razón.
Los muebles habían desaparecido prácticamente bajo la montaña de ropa, bolsos y mochilas que, sospechó, pertenecían al diverso personal foráneo contratado para la ocasión. Calzado de todo tipo podía distinguirse esparcido aquí y allá. Un sujetador de vivo color azul con corazoncitos rojos desentonaba tirado sobre un viejo arcón. La bolsa de plástico de un conocido supermercado yacía olvidada en la alfombra de piel de tigre.
Se negó a preguntar si era auténtica o una imitación. Francamente prefirió desconocer la respuesta mientras extraía la cámara y colocaba el maletín en un rincón.
De regreso al jardín, Teodoro se despidió con el pretexto de retomar su tarea. Ella examinó la zona a la captura de un sitio con buena perspectiva. Se echó la videocámara al hombro y comenzó a grabar a modo de ensayo, desplazándose hacia la derecha unos cincuenta o sesenta pasos sin abandonar el límite de la arboleda.
Inesperadamente, la hermana de la novia pasó junto a ella a paso ligero con pinta malhumorada. Pese a no ser un objetivo habitual de la prensa, todo el mundo la conocía, al igual que al resto de la familia.
Los invitados ya habían ocupado los asientos.
La orquesta, con piano y todo, interpretaba la suave melodía del Sueño de amor de Liszt en el lugar que habían dispuesto para ella sobre una delgada tarima de madera.
El sacerdote se hallaba tras el altar ojeando la Biblia.
El novio, vestido de chaqué y visiblemente inquieto, permanecía muy tieso al pie de la pérgola. De reojo, acechaba la puerta por la que aguardaba la salida de la que en breve habría de convertirse en su flamante esposa.
A su lado, el padrino sonreía con ese aire pícaro de la gente que se lo toma todo a broma.
Las damas de honor hicieron su aparición portando graciosas cestas de mimbre cargadas de blancos pétalos de rosa que derramaban a su paso.
La Marcha Nupcial de Wagner anunció la comparecencia de la novia.
Erguida y con las mejillas arreboladas bajo el velo caminó del brazo de su orgulloso progenitor hacia el altar. La diminuta pedrería prendida en el ajustado corpiño atrapaba fugaces destellos al compás del suave balanceo de las caderas ceñidas dentro del blanco satén. Radiante en su protagonismo, recorrió la alfombra sin apartar la mirada del hombre que la esperaba.
El novio avanzó un paso y la recibió con una reverencia conmovedora.
Un rumor sensiblero se alzó entre los presentes.
A Marcela se le hizo un nudo en la garganta.
Tarraco, capital de la Hispania Citerior. Año 107 d. C.
Tarraco, fundada por los Escipiones en el año 218 a. C. en el marco de la Segunda Guerra Púnica; la ciudad a la que Julio César concedió el título oficial de Colonia Iulia Urbs Triumphalis Tarraco, y de la que el poeta Lucio Anneo Floro dijo: «De todas las ciudades para descansar, Tarraco es para mí la más agradable y preferida», presentaba ese día su habitual aspecto dinámico.
La mañana lucía radiante. No se veía ni una sola nube que enturbiara el cielo azul claro. La temperatura, perfecta.
Cayo Varo —Varo para todo el mundo, excepto cuando su madre se enfadaba con él y le regañaba con un «¡¡¡Cayo!!!» en tono contundente— paseaba por el mercado igual que un patricio ocioso.
El Foro de la Colonia, presidido por el templo destinado al culto de la Tríada Capitolina —Júpiter, Juno y Minerva— y centro neurálgico de la ciudad, se hallaba en pleno apogeo.
Bajo los pórticos de la Basílica, hombres ataviados con toga discutían de negocios. Dentro, en la sala más espaciosa, algún magistrado impartía justicia en ese mismo instante.
Prestamistas, ladronzuelos, borrachos y charlatanes, altivos soldados y mujeres hermosas, plebeyos, esclavos y libertos coincidían en aquel lugar esa calendas de mayo.
Los habitantes de la urbe iban de un lado a otro en busca de cebollas, queso de oveja, coles, huevos, aromático vino especiado, aceite y fruta que los vendedores ambulantes del mercado semanal anunciaban a gritos. Virtuales compradores curioseaban entre las tiendas de vidrio, telas, cerámica, calzado y perfumes que, más tarde, las sirvientas pulverizarían sobre sus señoras a través de la boca. La gente se acercaba a tabernas cuyos mostradores, repletos de bebida y comida caliente, llamaban su atención o entraba en cesterías, barberías y lavanderías.
Varo, vagando con aire distraído, espiaba los movimientos de un cuestor sospechoso de malversar las arcas de la provincia.
Cualquiera que invirtiera un minuto en observarle pensaría que ese hombre moreno y enjuto, vestido con una túnica marrón y unas sandalias, se dedicaba a perder el tiempo de forma indolente a costa de algún dueño tolerante, cuando en realidad se mantenía alerta y su humor no era precisamente festivo.
Como buen ciudadano supersticioso se había levantado con el pie derecho, había salido de casa con el pie derecho después de rendir culto a lares, manes y penates y de desayunar un delicioso trozo de pan con miel. Pero ni siquiera eso había logrado apaciguar su mal humor.
Le irritaba no progresar en la investigación.
El tipo al que acechaba era listo, medía con cuidado cada uno de sus movimientos y no resultaba fácil pillarle en falta.
No obstante, por su experiencia como frumentario de la Legio VIIGemina, cuya función consistía en el espionaje político, la vigilancia y denuncia de asuntos turbios o el seguimiento —como en el presente caso— de burócratas relacionados con la administración susceptibles de cometer algún delito, sabía sin temor a equivocarse, que tarde o temprano el tramposo cometería un error y entonces le atraparía.
El sujeto en cuestión conversaba ahora con un hombrecillo entrado en carnes y con el pelo pintado en un intento por disimular la calva que despejaba su coronilla. La envarada postura del archivero encargado de organizar documentos sugería disgusto ante la diatriba acompañada por petulantes aspavientos del cuestor.
De pronto, a Varo pareció dejar de interesarle el puesto de frutas que fingía ojear y echó a andar tras su objetivo.
Atento a no perderle entre el gentío se vio obligado a utilizar los codos de manera pretendidamente sutil.
Ya en el Decumanus Maximus esquivó una litera escoltada por un cortejo de esclavos que se abría camino a la voz de «paso a mi señora». Un carro de mercancías cargado de ánforas se detuvo en el paso de peatones. El bramido de uno de los bueyes puso de manifiesto su malestar; los seis metros de anchura de la calle aparentaban ser insuficientes ante semejante despliegue humano, y el animal se quejaba de ello.
El cuestor, ajeno al acoso, avanzaba a buen ritmo sobre las empedradas calzadas de fuerte pendiente que caracterizaban la ciudad debido al declive del terreno.
Dos travesías más allá, en un pequeño espacio arbolado, una panda de niños jugaba a guerrear en una imitación de las famosas legiones. Nubes de polvo se levantaban del suelo y sus gritos de lucha solapaban el sonido de las espadas de madera. Cerca, a la sombra de un ciprés, dos niñitas sentadas muy juntas alimentaban a una muñeca de trapo con la imaginaria comida elaborada en una cocinita de juguete y servida en una diminuta vajilla.
Al doblar la esquina, perseguido y perseguidor tropezaron con una procesión fúnebre.
«Por todos los dioses, ¿hoy se ha echado todo el mundo a la calle?», se dijo impaciente.
El difunto, limpio, embalsamado con aceites y perfumes, y amortajado se dirigía en una parihuela a su último lugar de descanso en el cementerio situado extramuros, acompañado por una vistosa multitud. Reposaría en la orilla de la calzada para que los viajeros contemplasen su tumba y él pudiera saber quién entraba y salía de la ciudad.
Varo advirtió que se trataba del famoso y apreciado auriga cuya cuadriga se había estrellado contra la espina en la última de las siete vueltas que debía recorrer sobre la arena del Circo. Plañideras, músicos y familiares seguían la pompa, lo que denotaba la posición social de su amo. Supuso que él mismo sería el encargado del discurso que ensalzaría las virtudes y gestas del difunto para, acto seguido, participar en un banquete honorífico alrededor de la tumba.
Mientras un Varo respetuoso aguardaba a que la comitiva pasara, el sospechoso aprovechó la ocasión para escabullirse por un callejón. Cuando logró llegar no quedaba ni rastro del cuestor. Examinó las fachadas en busca de algún indicio que le indicara dónde podría haberse metido, y dado que se trataba de un callejón sin salida, la única opción plausible era el lupanar.
Ahora tendría que quedarse allí esperando. Frustrado, descargó su rabia sobre una inocente piedra.
No. No está en nuestras manos.
Sabed que las Moiras son la personificación de Destino. Ellas dirigen la existencia de los seres humanos y, a veces, la de los propios dioses.
Cloto, la menor, hila en la rueca los hilos que conformarán el tapiz de nuestra existencia.
Láquesis, la mediana, mide con su vara la longitud del hilo de nuestras vidas, y en eso, por fortuna, se toma su tiempo. Así que mientras lo piensa, para matar el tedio, suele entretenerse jugando con la vida de los humanos. Y entonces… hace de las suyas.