Incursiones Ontológicas IV - Varios autores - E-Book

Incursiones Ontológicas IV E-Book

Varios autores

0,0
8,99 €

-100%
Sammeln Sie Punkte in unserem Gutscheinprogramm und kaufen Sie E-Books und Hörbücher mit bis zu 100% Rabatt.
Mehr erfahren.
Beschreibung

Pensar ontológicamente no es pensar de cualquier manera, aunque en él participen múltiples formas de pensar. Hay principios, hay criterios, que conforman un pensar diferente. No accedemos a ellos de manera espontánea. Ello implica que es necesario aprender a pensar ontológicamente. Se trata de una forma de pensar que, por lo general, arranca de nuestras experiencias personales y muchas veces de nuestros dolores y desgarramientos. Nuestras heridas son, por lo general, puertas de entrada a las profundidades de nuestra alma. Ellas no sólo nos proveen sufrimientos, sino posibilidades para conocernos mejor y para orientar futuras transformaciones. Este tercer volumen de la serie "Incursiones Ontológicas" fue escrito por participantes de nuestro Programa de Avanzado de Coaching Ontológico, en su versión del año 2014. Los trabajos que presentamos, de alguna manera, llevan esta marca. Ellos expresan, muchas veces, un acto de gran generosidad al compartir con otros lo que resultó de ese recorrido. En ese sentido, son una invitación a suspender el miedo que nos tenemos frecuentemente a nosotros mismos y de participar de una experiencia reflexiva que puede proporcionarnos, al final del camino, grandes satisfacciones. El lector juzgará. Entre estos trabajos hay algunas más logrados, otros quizás algo menos. Pero los hemos seleccionado por cuanto creemos que todos ellos nos aportan algo de valor.

Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:

Android
iOS
von Legimi
zertifizierten E-Readern

Seitenzahl: 1472

Bewertungen
0,0
0
0
0
0
0
Mehr Informationen
Mehr Informationen
Legimi prüft nicht, ob Rezensionen von Nutzern stammen, die den betreffenden Titel tatsächlich gekauft oder gelesen/gehört haben. Wir entfernen aber gefälschte Rezensionen.



INCURSIONES ONTOLÓGICAS IV

Editado por: RAFAEL ECHEVERRÍA

© Rafael Echeverría

© NewField Consulting

Octubre, 2015

ISBN 978-956-9946-65-3

   

Diagramación digital: ebooks Patagonia

[email protected]

Con las debidas licencias. Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en las leyes, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamos públicos.

ÍNDICE

Las máscaras del miedo

El silencio: aproximaciones ontológicas

Al abrigo de la palabra

Dignidad, tierra sagrada

Emociones y conductas en mujeres con baja autoestima

Abriendo caminos: adiós al abandono

Sufrir por haber sufrido (Aprendiendo a reinterpretar la vida)

El sufrimiento que generan las expectativas idealizadas

Decido sentir y gozar

La dragona que devino garza

Contándome como uno diferente entre otros diferentes

El callar invalida mi ser

Sombras de abandono

Atre-viendo-me a amar desde lo femenino

Recuperando el valor de ser

En la puesta de sol, puedo dedicar compasión por mi oscuridad.

El hombre invisible

El centro: Desde donde podemos construir el juicio de Ser nuestra mejor versión

Un apredizaje transformacional: de la culpa a la legitimidad; de la resistencia a la serenidad.

La vergüenza como camino de transformación

De la Autoexigencia y Perfeccionismo a la Libertad

El Miedo a los Juicios Negativos

Libertad de elegir

Desde el Miedo: Una Mirada a la Destrucción y Construcción

Atrapada en los juicios, con poco espacio para la dignidad

Emociones dolorosas y sufrimiento

La vergüenza que me in-digna

Sobre el editor

Sobre Newfield Consulting

LAS MÁSCARAS DEL MIEDO

Autor: Ricardo A. Roy

“Decimos que el ser humano, el Homo sapiens, es un bípedo implume que pertenece a la especie de los mamíferos bimanos del orden de los primates, dotado de razón y de lenguaje articulado. Faltaría agregar -y lo recomiendo- “creador de máscaras”. Porque le son inherentes, y nos diferencian de los animales a la vez que nos asemejan y nos aúnan a ellos”.(Valenzuela, 2014)

1. INTRODUCCIÓN

“Todo lo que es profundo ama la máscara; las cosas más profundas de todas sienten incluso odio por la imagen y el símil. ¿No sería la antítesis tal vez el disfraz adecuado con que cambiaría el pudor de un dios?”(Nietzsche, 2012)

“La máscara es… un puente entre los mundos, el palpable y el imaginario… un intermediario para hablar con los dioses, un escudo ante lo desconocido”. (Valenzuela, 2014)

La palabra persona, en su acepción más profunda, significa “máscara”; ¿somos entonces o creemos ser una máscara, muchas máscaras? Cuando nos manifestamos, ¿estamos interpretando a la/las máscaras que nos identifican?, a través de la cuales nos presentamos al mundo y lo interpretamos. ¿Qué emociones se ocultan detrás de esas máscaras, que sentimientos se disfrazan y conforman las estructuras de coherencia que nos acompañan en nuestro devenir?

Pretendo, en este trabajo, mostrar el miedo, emoción primaria detrás de la cual aparecen otras emociones o juicios que metafóricamente las designo como máscaras del miedo.

Recorreré la fenomenología y experiencias de mi historia en busca de patrones emocionales y juicios que estuvieron presentes en ellas: control, miedo al rechazo, falta de entrega, inseguridad y otras emociones como la timidez y la vergüenza, que contribuyen a esas máscaras. Me referiré a mis experiencias, cómo las viví, cómo me fueron transformando, y cómo la propuesta ontológica me marcó un camino diferente que puede ser de utilidad para los que llevan máscaras parecidas.

Profundizaré sobre cómo empecé a distinguir estos juicios y emociones, cómo los estoy incorporando, y desplazando, con qué acciones en este proceso transformacional, bajo la mirada ontológica. Buscando esas máscaras donde el miedo se disfraza y esconde, constituyendo mi estructura de coherencia, revisando mis experiencias, mi sombra, mi historia y los sistemas que me rodearon a través del tiempo, distinguiendo patrones y coincidencias. Quizás este recorrido pueda servir de alguna manera a alguien que transite por los mismos caminos.

En EL ORIGEN DE LAS MÁSCARAS me remitiré a los estudios y teorías sobre el desarrollo de los miedos en la infancia, los miedos aprendidos, cómo puede afectar el sistema familiar y otros sistemas cercanos, los acontecimientos traumáticos y los tipos de personalidad. En MIRANDO DETRÁS DE LAS MÁSCARAS profundizaré sobre ciertas emociones, los límites entre las fobias leves y las patológicas y desarrollaré más en detalle la timidez y la vergüenza. En LA MIRADA ONTOLÓGICA desplazaré lo visto en el apartado anterior hacia las distinciones ontológicas, el OSAR, su réplica en los tres dominios y el diseño de nuevas máscaras utilizando el DEI. En EL COACHING ONTOLÓGICO, hablaré sobre la práctica en particular, su aporte a lograr el desplazamiento del observador y las distintas intervenciones para enfrentar a los miedos y sus máscaras. En las CONCLUSIONES, reflexionaré sobre lo que significó esta investigación para mi desarrollo, el aporte a la disciplina del coaching ontológico y la distinción de los miedos, tratando de hacerlo desde el claro.

2. EL ORIGEN DE LAS MÁSCARAS

Cuántas máscaras que uno lleva cargando en su vida; en mi caso puedo mencionar algunas: obediente, serio, aplicado, enojado, estructurado, responsable, previsible, aburrido. Pienso que de chico me puse estas máscaras para poder ganar quizás la voluntad de mis padres, que no me pesaran tanto sus exigencias. ¿Qué había detrás de ello, miedo a enfrentarlos?, ¿a quedarme solo?, ¿a ser excluido? Respetar esos mandatos sociales que pretendían imponerme, quizás como recurso para compensar sus frustraciones y sus propios miedos, lo que se esperaba de mí era mucho más ambicioso que su manera de enfrentar la vida, por lo menos eso era lo que percibía. Creo que también era un auto rechazo, si yo no me podía aceptar, cómo me iban a aceptar mis padres, no estaba a la altura de sus expectativas.

Mi grupo familiar cercano estaba constituido por mis padres, ambos trabajadores de clase media, y dos hermanas, una mayor y la otra diez años menor que yo. Mi infancia transcurrió en un marco de protección y exigencia, una dinámica constante en el accionar de mis padres. Esta protección, que vista desde otra perspectiva podría tomarse como una muestra de cuidado, de cariño, de consejos para la defensa ante determinados riesgos, se manifestaba por ejemplo en actitudes de no dejarme solo en ningún momento, de no soltarme la mano al caminar por la calle, de estar siempre abrigado y con ropa adecuada, por temor a contraer algún resfrío o gripe, de no permitirme ingresar a una pileta o al mar, por miedo a ahogarme. Esta protección de mis padres y sus actitudes y juicios: “La calle es peligrosa, no hay que confiar en la gente, hay que estar en alerta constantemente”, interpreto que infundieron en mí un sentimiento de inseguridad y desconfianza hacia todo lo externo a nuestro grupo familiar. Recién al iniciar mi adolescencia pude generar vínculos y amistades, no muchas, pero duraderas, con mucha dificultad para relacionarme socialmente, para salir al mundo. Jamás asistí a una fiesta de cumpleaños de algún compañero de colegio; además, como grupo familiar salíamos muy poco, no viajábamos de vacaciones y tampoco recibíamos visitas en nuestra casa.

En cuanto a la exigencia de mis padres, debía traer las mejores calificaciones de la escuela, debía ser el alumno que mejor se comportaba, el más aplicado, el más estudioso y obediente, basada quizás en expectativas y valores que consideraban importantes para mí desarrollo y como una manera de estimularme para que diera lo mejor, a partir de creencias arraigadas en ellos de lo que era bueno. Lo primero que debía hacer al regresar de la escuela eran las tareas, para luego, si quedaba tiempo, tener un momento de juego o diversión. Si traía como calificación un “bueno”, era motivo suficiente para redoblar el esfuerzo en busca del “muy bueno” o “excelente”. Todo esto bajo un estricto control de mi madre, principalmente, y con un fuerte mandato religioso como telón de fondo. Todo lo que hacía mal sería castigado en algún momento, “los pecadores terminan siendo castigados, al paraíso se llega transitando por una vida de sufrimiento y devoción”.

Reflexionando sobre lo expuesto, interpreto que esta dinámica fue generando en mi persona una sensación de inseguridad, una ansiedad constante ante el riesgo de fracasar, de ser agredido, de no cumplir con las expectativas de mis padres y con el mandato divino, de ser excluido. Por aquella época, al comparar mi situación con la del resto de mis compañeros, con mi entorno, me enojaba, experimentaba una sensación de impotencia y a su vez de aburrimiento, por sobre todas las cosas un anhelo de cambiar algo en mi vida, de sobrevivir, de encontrar otra vida más amigable. Hoy creo que todas estas emociones encontradas tenían un denominador común: el miedo. Un miedo disfrazado, enmascarado, travestido, transformado, disimulado, oculto detrás de muchas máscaras. Y esas máscaras, como recurso necesario, quizás imprescindible, construidas como defensa automática o como deseo de sobrevivir son las que me convocan a reflexionar sobre él, a profundizar y distinguir.

Fui transcurriendo la adolescencia de manera bastante solitaria, mirando al mundo desde la distancia, con desconfianza, desafiándolo, pero desde la lejanía, no involucrándome, controlando emociones, midiendo las consecuencias, me refugiaba en la música, en los libros, me gusta mucho leer, con poca vida social, tratando de controlar todo, disimulando mis afectos, mis emociones, mis miedos, enmascarándolos. Logré algunos amigos, terminé la universidad, pude desarrollarme laboralmente en mi profesión, me casé y tuve un hijo. Todas estas situaciones las fui enfrentando con angustia, ansiedad, incertidumbre que limitaron mi capacidad de gozo y disfrute. Aparecieron nuevas responsabilidades, nuevos desafíos, las máscaras se fueron transformando un poco, cambiaron de color, de textura, pero no de forma: seguían ocultando al miedo.

Sigo llevando alguna de esas máscaras y ellas constituyen parte de mi estructura quizás porque todavía no me sigo aceptando. ¿Cuánta energía me consume llevarlas, seguir cumpliendo esos roles? ¿Me queda energía para el disfrute? ¿Vale la pena seguir ese camino? Las máscaras ocultan aspectos de mi personalidad, de ese ser que lucha por desarrollarse y salir, pero que teme a las consecuencias. Y otra vez el miedo tocando a la puerta, rondando en mis acciones, en mis decisiones, cómo podría aligerar esa mochila, transitar mi camino con mayor liviandad. Las máscaras están ocultando, pero no hacen desaparecer las luchas entre las luces y las sombras del alma. ¿Cómo me fortalezco en esa lucha, cómo elijo la máscara que me identifique hoy, la que quiero llevar? Ese es mi gran desafío.

Uno de los grandes y agradables descubrimientos que incorporé en el discurso ontológico y sus propuestas, fue la capacidad de aprendizaje y transformación que tenemos, y esto me resulta esperanzador, es algo que ilumina mi existencia y le da un nuevo sentido. Es el camino para detectar esas máscaras e ir retirándolas, una a una, entrando en contacto con la sombra de mi alma. Este camino estoy aprendiendo a transitarlo progresivamente, visualizando el proceso como objetivo y no un resultado como objetivo. ¿Adónde me llevará este proceso?, seguramente a otro lugar privilegiado para encontrar nuevas máscaras que desentrañar, para quitarlas o aceptarlas. Hoy me permite reflexionar sobre el miedo, sobre mis máscaras, desde otro lugar, con otra mirada más amplia, más profunda.

Para empezar a distinguir el miedo y sus máscaras, podemos decir que el miedo restringe posibilidades, también habilita otras; muchas veces, bajo esta emoción, hacemos cosas que nos sorprenden, es decir aumentamos nuestra capacidad de acción, desarrollamos acciones que nos parecen heroicas, pero en general la capacidad de acción se restringe por esta emocionalidad en acciones rutinarias, en la habitualidad en la falta de capacidad para asumir riesgos. Es ahí donde aparece la duda, la brecha del deseo a la acción y acá es donde aparecen las fundamentaciones, los argumentos para esquivar el camino de la acción: timidez, vergüenza, inseguridad, indiferencia, rabia, resignación, culpa, todas máscaras que acercan al deseo y que protegen del miedo. Estos mecanismos de defensa, que surgen inconscientemente, irracionalmente, muchas veces cuesta detectarlos, se ponen en evidencia después de mucho tiempo, por eso algunas máscaras aparecen en forma automática, son tan impenetrables como una fortaleza contra las amenazas externas y uno las lleva sin darse cuenta, acostumbrados, seguros de su contención.

Revisando algunas experiencias de mi vida, por ejemplo mis exámenes y evaluaciones como estudiante, eran situaciones que me resultaban realmente traumáticas, no solo debía aprobarlas , sino que debía traer la mejor calificación, la mejor distinción, de lo contrario en mi casa me esperaba el castigo, la desvalorización: “no vas a salir a jugar hasta que mejores la nota, vas a ser un fracasado en la vida si no te esfuerzas, se van a provechar de vos, un muy bueno no es suficiente, vos debes que ser sobresaliente, tienes capacidad pero sos haragán, etc”. Esto desembocó en el miedo al fracaso y constituyó un patrón de mi conducta. Al fracaso de un resultado que a la vista de otro no pudiera ser satisfactorio. Acá aparece la búsqueda de un resultado para evaluarlo rápidamente ante la mirada de los otros, sin disfrutar el proceso como un camino de aprendizaje, independientemente de los eventuales fracasos o de los juicios que generen un resultado no esperado.

La religión formó parte también de mi repertorio de mandatos familiares. Me bautizaron y a los seis años tomé la comunión, no fui a misa demasiadas veces ni tampoco practiqué intensamente la religión, pero reconozco, a la luz de mis reflexiones actuales, que transité mi adolescencia y parte de mi vida adulta pensando que mi falta de fe religiosa sería merecedora de un castigo, una desobediencia que en algún momento iba a pagar. El hecho de no seguir comulgando, por ejemplo, terminaría seguramente en algún tipo de castigo divino. Creo que este temor también se sumó a mi falta de confianza en general. Cuál fue la máscara que cubrió mis pecados, mi miedo a ser castigado: la de la obediencia, la de la sumisión.

Desentrañando en mi inmersión en el discurso ontológico el protagonismo de la religión presente en mi historia, en el mandato de mis padres, básicamente de mi madre, muy beata y creyente, mostrándonos lo bueno de conseguir una vida eterna de excelencia en el más allá, transitando la vida terrenal sin pecado y en penitencia. Me impresionó mucho, y siempre recuerdo, la explicación de Rafael Echeverría desde el discurso ontológico ante la pregunta si ¿“Dios existe”? que le hicieran dos participantes de uno de sus cursos. Reflexionando con todo el respeto que merece el tema, expresaba Rafael, se podía responder a esta pregunta de dos maneras: “Dios existe”, “Dios no existe”… Estando en el terreno de las afirmaciones, ninguna de las dos respuestas puede ser verificada como verdadera o falsa. Entonces ¿cuál es la respuesta correcta?: “la que da sentido a tu vida”. Tomo a ese relatocomo un punto de inflexión en mi conversación con el misterio de la vida. Mi conversación al respecto se transforma en una pregunta: ¿Qué da sentido a mi vida? En este camino indagativo trato de despojarme entonces de todos los mandatos y me calzo la máscara de la inocencia infantil, de la curiosidad. Considero que lo interesante no es definir la existencia de nuestro Dios, sino distinguir cómo lo interpretamos, cómo llevamos a la acción su misterio.

Recorriendo un poco otro período de mi vida, bastante reciente, entre el año 2000 y el 2005 me ocurrieron algunos hechos que me llevaron a un estado de angustia, tristeza y desesperanza. Fallecimiento de mis padres, separación, inestabilidad laboral. Estuve a punto de perder mi trabajo y mi situación económica se deterioró rápidamente. Llegué por lo tanto a tocar fondo en todos los aspectos, mi existencia tomaba un rumbo distinto e inesperado. Estos duelos sucesivos que debí elaborar, fueron encarados con los estándares de toda mi vida: en solitario, con responsabilidad, desconfianza, desamparo, sin llanto, con la convicción de haber sido un sobreviviente que arrastraba miedos y temores pero que de alguna manera, con tiempo, progresivamente podría superarlos.

Nuevamente las máscaras de mi vida, las que escondían el miedo al fracaso, el miedo a ser excluido, miedo a no poder reinventarme, a no sobreponerme,se ponían en evidencia, acentuadas por sucesos trascendentales. Tomaban la forma de la fatalidad, de la mala suerte, de la víctima elegida por el destino para ensañarse una y otra vez. Si me costaba demostrar mis sentimientos y disfrutar en mi vida habitual, durante este período quedó descartada toda posibilidad de disfrute, de expresión de alegría, de empatía con otras personas. Fueron muy pocas las personas en quienes me apoyé , y quizás no tan cercanas, cuya presencia me resultó en algunos casos inesperada, por ejemplo amigos circunstanciales o compañeros de trabajo.

Sin embargo, este tocar fondo en varios aspectos de mi vida me obligó a replantearme ciertos temas existenciales: qué es lo que da sentido a mi vida, cómo estoy parado en este mundo, qué decisiones tengo que tomar en busca de ese sentido, sin mucha claridad, pero sintiéndolos presentes. Empecé a detectar esas máscaras y a evaluar su conveniencia, o su inutilidad. Esto no fue de un día para otro, ni tampoco fue un camino lineal y ascendente, pero sí el comienzo de muchas idas y venidas que finalmente me llevaron a desembocar en la propuesta ontológica. Hoy sigo transitando ese camino, cada vez con más herramientas y distinciones para seguir profundizando y diseñando -repito nuevamente- un futuro esperanzador.

Pero volviendo al origen de estos miedos y emociones enmascaradas, cómo se gestan, ¿cómo se generan y se van transformando? La infancia, el sistema que nos recibe y nos acompaña en nuestros primeros años por un lado, nuestros genes y aprendizajes por otro colaboran de distintas maneras en la construcción de las máscaras, profundizaremos a continuación sobre el particular, con la intención de poder ampliar nuestra reflexión.

2.1 LA INFANCIA

El recién nacido es recibido por un mundo del que nada sabe, como pocos recursos para sobrevivir pero con muchos para desarrollarse y aprender, con diversas etapas evolutivas de todos sus sistemas que los conforman, su aparato cognitivo se empieza a desarrollar con velocidad, ruidos, sonidos, gestos a medida que sus sentidos y su psiquis va creciendo, comienzan a ser receptores de los estímulos externos, de las acciones, de las habitualidades, de los recursos de adaptación. El infante está ahí para hacerlos propios, para nutrirse de ellos, para imitarlos primero, para incorporarlos después por distintos canales de aprendizajes, conscientes o inconscientes, progresivos o abruptos, como las situaciones traumáticas. Aparecen así los mandatos, las rutinas funcionales, los primeros elementos para conformar máscaras, para gestar sobre un terreno virgen las consecuencias de numerosos factores que rodean al recién nacido.

Lowen, (El Gozo, 2005) expresa:

“Los sentimientos profundos, enterrados son los que pertenecen al niño que fuimos, al niño inocente y libre que conoció la alegría hasta que su espíritu fue quebrantado cuando se lo hizo avergonzar y sentir culpa por sus impulsos naturales. Ese niño continúa viviendo en nuestro corazón y en nuestras entrañas, pero hemos perdido contacto con él, o sea, con la parte más profunda nuestra. Para encontrarnos, para hallar al niño sepultado, debemos entrar en esas zonas oscuras de nuestro ser, en las tinieblas de lo inconsciente. Debemos hacer frente a los temores y peligros que implica ese descenso”.

Debemos mirar detrás de nuestras máscaras.

Desde la mirada ontológica, podemos decir que ese niño ya no está, somos otros, devenimos, incorporamos aprendizajes, nos transformamos. Traemos el recuerdo de ese niño desde el observador en que nos transformamos. El escuchar estas voces con aquél que fuimos, y ya no somos, con nuestro sistema de entonces, nuestra manera de contactar ese recuerdo en términos de aceptación, reconciliación y armonía, posibilita una apertura a otra interpretación de nuestra narrativa, a cambiar nuestros juicios. Uno de los caminos en la práctica del coaching ontológico es indagar en la historia, en un intento de escuchar esas voces que ocupan un lugar en nuestra memoria lejana o cercana, para poder así refundar nuestros juicios y diseñar un nuevo observador. En definitiva, miramos detrás de nuestras máscaras, para validarlas o rediseñarlas en consecuencia.

¿Es posible que padres que quieren lo mejor para sus hijos, sean capaces de dar mandatos dañinos contra ellos? Muchas veces no hace falta darlos, solo hay que actuarlos. Aquellos padres que sufren con sus miedos y temores, o con síntomas de fobia o pánico, viven y están allí junto a sus hijos y estos copian sus conductas de miedo o sus conductas sobreprotectoras, las que en el fondo son manifestación de sus propias angustias e inseguridades.

La sobre exigencia para la obtención de resultados, la rigidez de las reglas familiares, la enseñanza para la no expresión de los sentimientos, la desvalorización constante, las críticas permanentes, las amenazas de abandono, el castigo físico, el abuso psicológico, la ausencia de aprendizaje sobre ejercicio de responsabilidades, de autovalimiento y autonomía o de asunción de riesgo, son mandatos más sutiles que van modelando una personalidad: rígida, perfeccionista, dependiente, con escasa capacidad para expresar afectos, con pobre o nula autoestima, temerosa e insegura.

2.2 EL SISTEMA

Somos arrojados al mundo, nos recibe un sistema: padres, hermanos, familiares. Un sistema necesario, porque nuestros recursos son muchos, pero nuestras competencias para usarlos en el mundo que nos recibe son nulas. Nosotros, en sí mismos, somos un sistema, lloramos, empezamos a respirar y estamos preparados para recibir alimentos y otros estímulos que permitan desarrollarnos. Necesitamos esos estímulos, necesitamos esa ayuda, porque de lo contrario moriríamos rápidamente. No llegamos preparados para este mundo, nos tienen que preparar, nos tienen que acondicionar. Esta preparación no nos es gratis, nos cuesta caro, tan caro que a veces sobrevivimos a este acondicionamiento para la vida de una manera complicada, vamos absorbiendo lo útil y lo deseado y también lo no deseado para muestra supervivencia.

Lowen, (El Gozo, 2005) expresa:

“Cuando un niño pequeño percibe odio y violencia en un progenitor, no puede evitar que su vida esté en peligro. Al experimentar esa amenaza, sufre un shock del cual su organismo tal vez nunca se recupere por completo. En realidad existen dos maneras de amenazarlo: una la posibilidad de la violencia, la amenaza de muerte, que envía una onda de terror por el cuerpo del niño. En el nivel corporal, ese recuerdo nunca se borrara por completo. La otra amenaza es el rechazo y el abandono que, para un niño, también constituye una amenaza de muerte. Estas amenazas no se llevan a la práctica, pero el niño no puede imaginar que son sólo una forma de asustarlo. El niño que teme a sus padres no tiene escapatoria, por consiguiente debe hacer algo para superar su estado de parálisis. Tiene que negar y suprimir el temor. Moviliza su voluntad en contra de ese sentimiento”.

Su fuerza de voluntad en muchos casos lo transforma en un sobreviviente, apropiado de alguna máscara resultante de la necesidad o la imposición de la circunstancia.

En los primeros años de vida, la dinámica de este sistema familiar es la fuente de nutrición de nuestro desarrollo, la figura materna o su sustituto, el entorno más cercano, los roles que cumple cada uno, sus valores, sus emociones, sus miedos van afectando casi con exclusividad la construcción de ese nuevo ser que llegó al mundo. Luego viene la etapa de absorber cultura, valores sociales más abarcables, la escuela, la instrucción, la universidad, el trabajo.

Según expresa Echeverría, (El observador y su mundo;vol.II, 2009):“Un sistema es una totalidad integrada que se caracteriza por una red dinámica de relaciones entre componentes que están en interacción con los demás componentes del sistema, y que son, por lo tanto, interdependientes unos con otro”.

En el modelo OSAR (observador-sistema-acción-resultados), en el capítulo correspondiente, ampliaremos sobre el particular los condicionantes ocultos del comportamiento humano, que son el observador y el sistema. El sistema y toda identidad que lo constituye remite a su estructura, una entidad solo hace lo que su estructura le permite. La dinámica de las relaciones, la manera de relacionarse entre los sistemas y su entorno, por lo tanto al examinar a un individuo tenemos que remitirnos además a los sistemas donde se desarrolló, ya que estos afectan los tres factores representados en el OSAR: observador, acción y resultado. Los sistemas y las relaciones que los configuran nos constituyen el tipo de ser que somos. Como personas somos el resultado de lo que tales relaciones hicieron de nosotros. Nuestra alma lleva la marca de todas las relaciones que tuvimos, y por lo tanto contribuye a la creación de nuestras máscaras. El tercer principio ontológico nos habla de la estructura del sistema de una determinada entidad, donde se define el ámbito de acciones posibles y donde suele estar la capacidad de transformación de ambas estructuras. Podemos modificar los sistemas donde nos desenvolvemos y los sistemas nos pueden modificar y de hecho lo hacen.

2.3 LO HEREDADO

Existen variadas evidencias que los miedos y la ansiedad que estos provocan tiene componentes hereditarios significativos.Rosen & Schulkin,(1999) explican que la acción de ciertos neuropéptidos, asociados con la sobreproducción de hormonas liberadoras de cortisol es la base de los estados nerviosos que caracterizan a niños temerosos en extremo e hiperexcitables. La amígdala juega un papel importante para constituirse en un elemento que predispone a reaccionar de manera elusiva y con signos de malestar frente a eventos no familiares. Esta constitución fisiológica, el funcionamiento de nuestras glándulas de secreción interna, tienen un desempeño fundamental e imprescindible en nuestra vida. La biología es, por lo tanto, un factor determinante en la constitución de nuestra conducta, y posee un componente hereditario significativo. Seguramente mis máscaras fueron usadas por mis padres y abuelos en algunas circunstancias. Fueron diseñadas con los mismos patrones genéticos que intervinieron en mi desarrollo.

Echeverría, (Escritos sobre aprendizaje, 2010) expresa:

“Después de que la genética se constituyera como la rama más destacada de la biología durante la segunda mitad del siglo XX, a partir de las últimas décadas de ese siglo y ya entrados en el siglo XXI, este lugar pasa a ser ocupado por las neurociencias. Una de sus líneas de investigación se realiza en torno a las locaciones cerebrales asociadas con el lenguaje. Solo podemos ser y hacer lo que nuestra biología nos permite”.

André, (2012) expresa:

“Podemos hablar de una trasmisión genética a una vulnerabilidad fóbica en el conjunto de la especie humana. En el plano individual los estudios también nos han permitido sospechar de una trasmisión genética en ciertas fobias”. “Muchas de estas investigaciones se han realizado con gemelos. Los gemelos interesan a los genetistas por la hipótesis de que en general reciben la mima educación, no obstante, no necesariamente llevan los mismos genes”.

Se han detectado mayor vulnerabilidad a los miedos y las fobias en alguno de los gemelos sometidos a estudios, lo que demuestra en parte que hay algún factor genético afectando esta predisposición. Se detectaron también algunas fobias sociales específicas en el estudio de gemelos, lo que reafirma lo expuesto anteriormente.

A veces se asocia a las personas hipersensibles e hiperemotivas con su genética y su predisposición a las fobias. Posiblemente exista una predisposición genética según el primer concepto, pero esto no tiene necesariamente que ver con una situación fóbica. Al indagar en la historia, la descendencia directa puede llegar a mostrar algún indicio sobre la aparición de algún miedo o fobia, aunque no necesariamente esto deba suceder. Muchas veces nos parecemos en algún aspecto a nuestros padres o abuelos, quizás con nuestras máscaras puede suceder lo mismo o pueden aparecer otras parecidas, perfeccionadas y adaptadas a nuevas circunstancias.

2.4 LO APRENDIDO

Nuestra capacidad cognitiva se empieza a desarrollar a una edad muy temprana. La manera como elaboramos la información que nos llega del exterior va delineando una conducta, una manera de hacer sentido a las cosas. Esta información puede llegar en forma constante y recurrente, casi en forma imperceptible, y esto ocurre muchas veces. También esta información nos puede llegar como consecuencia de un hecho o situación traumática, repentina, que nos marca y nos condiciona fuertemente. Podemos decir que el miedo forma parte de un proceso cognitivo, de una evaluación intelectual de un estímulo amenazante. Puede haber una primera reacción instantánea, primitiva ante la percepción de un estímulo peligroso, sobre esto ampliaremos más adelante, pero el pensamiento distorsionante de ese estímulo amenazante que aparece después y que puede generar una fobia es un proceso intelectual. El que sufre una fobia sufre una distorsión y una desproporción entre su miedo y el objeto que lo origina, según lo expresaMarina, (2006).

A lo largo de la vida aparecen muchos miedos; en los años de colegio el miedo a la burla de los otros chicos, porque soy gordo, porque soy flaco, porque soy petiso. Es frecuente en la adolescencia el miedo a quedarse solo, a no conseguir compañeros o compañeras de ruta, miedo a no ser felices, miedo a fracasar. Empiezan a aparecer entonces las máscaras para disimular lo que nos pasa, para ocultar a los otros ese sentimiento.

Como dijimos, el miedo nos protege, gracias al miedo somos prudentes, tomamos conciencia de nuestras limitaciones; podríamos llamar a este miedo “de vida”, pues nos permite crecer, aprender y desarrollarnos. Cuando el miedo se magnifica, cuando sobrepasa nuestra capacidad de manejar la situación, o resolver un problema, cuando nos reconocemos vulnerables, dejamos de razonar para solo sentir displacer, este miedo se transforma en “miedo de muerte”. Nuestra manera de razonar se distorsiona y aparecen conductas defensivas, desproporcionas, acompañadas por síntomas corporales que no guardan relación con la amenaza. Según explica Marina, (2006):“El miedo se desplaza entonces a la aparición de ese síntoma y uno vive pendiente no solo de la amenaza sino de la aparición del síntoma que lo antecede”.

Los hechos traumáticos, aquellos que se producen en forma puntual y que causan situaciones inesperadas, graves, que producen daño físico y/o moral, o los que se producen en forma reiterada, graves por su recurrencia más que por su intensidad, generan una fuente de aprendizaje. Sean o no procesados intelectualmente y la manera de cómo lo hacemos pueden afectar nuestra madurez y dejarnos fijos en una etapa de nuestra vida. Diversas corrientes psicoanalíticas parten de estos supuestos para desarrollar sus teorías. Puede ser que estas situaciones traumáticas nos impidan hacernos cargo de nuestras decisiones y quedemos estancados en cuestiones del pasado que fueron aprendidas en un contexto que, a lo mejor, hoy no existe y que quizás resultan inútiles. Construimos así máscaras en el pasado y las llevamos casi por costumbre, sin replantearnos la utilidad actual de su portación. En la práctica del coaching, reconstruir el proceso de armado de esas máscaras es un camino interesante de indagación para armar la estructura de coherencia del coachee, un proceso que sirve para desenmascarar los miedos.

3. MIRANDO DETRÁS DE LAS MÁSCARAS

Antes de seguir avanzando con las reflexiones sobre el tema de la investigación, explicaré brevemente los condicionantes de la acción humana a través del modelo OSAR. Esto nos permitirá reconstruir ontológicamente los aportes de otras fuentes sobre los conceptos desarrollados en la investigación.

La manera como observamos las cosas, define el observador que somos:“No vemos las cosas como son, sino de acuerdo como somos”dice el Talmud. Vivimos en mundos interpretativos. Somos observadores diferentes que traemos mundos distintos a nuestras manos. La propuesta ontológica ofrece una interpretación de lo que significa ser humano y se coloca en la vereda opuesta de la metafísica, que propone la inmutabilidad del ser y la noción de verdad fuera del mundo.

La propuesta de la Ontología del Lenguaje se desarrolla a través de ciertos principios que pretenden una interpretación del ser humano. Así, su primer principio nos dice: “No sabemos cómo las cosas son. Sólo sabemos cómo las observamos o como las interpretamos. Vivimos en mundos interpretativos.”Somos observadores diferentes, nuestra historia y nuestra estructura de cómo dar sentido a las cosas nos constituye en el tipo de observadores que somos. Nuestra biología es el marco que delimita el observador que somos y podemos identificar tres dominios primarios dentro de nuestra biología: el lenguaje, la emocionalidad y la corporalidad.

Con este breve marco referencial, el modelo OSAR nos muestra los condicionantes de la acción humana, de los factores que inciden en ella. Este gráfico se lee partiendo desde la derecha, desde los resultados, sosteniendo que tanto nuestras acciones como nuestras interpretaciones sobre el acontecer requieren ser evaluadas en función de los resultados que alcanzamos con ellas. Una evaluación desfavorable sobre los resultados obtenidos, llevará en primera instancia a corregir acciones en busca de los resultados deseados, incorporando aprendizajes que llamaremos de primer orden y que permitirá encarar otras acciones correctivas en pos de nuevos resultados.

Buscamos resultados satisfactorios modificando acciones, estamos limitados así a lo que llamaremos condicionantes visibles de la acción humana: herramientas, condiciones biológicas, adquisición de competencias, entre otros. Pero existen otros dos condicionantes, que llamaremos ocultos y que afectan también nuestras acciones: primero, el observador que somos, ya que las acciones no provienen de la nada y remiten al tipo de observador que somos; y, segundo, el sistema, ya que somos seres sociales y nos desenvolvemos en sistemas sociales que nos condicionan y que en ciertas circunstancias también podemos condicionar. Si en lugar de modificar ahora las acciones, actuamos sobre el observador, tratando de modificar su mirada con lo que llamaremos aprendizaje de segundo orden, estaremos también modificando las acciones que este nuevo observador genere. Este cambio de observador puede desarrollarse en distintos niveles de profundidad, cuando se pongan en juego sus juicios maestros y se llegue al núcleo duro de su estructura estaremos hablando de aprendizaje transformacional.

Retomando ahora el tema de la investigación, André explica en su libro sobre los miedos que existen tres dimensiones: Emocional (no tener otra sensación en el cuerpo que la opresión), psicológica (ver el mundo como un lugar lleno de peligros) y conductual (no hacer otra cosa que vigilar para huir en cualquier momento). En la lucha contra estos miedos, debemos pasar de la comprensión al dominio progresivo de las situaciones.

Llevándolo al modelo OSAR, si observamos en un primer momento las acciones, trataremos primero de comprender, de reflexionar sobre estos miedos y empezar a hacer frente a las situaciones que se temen, aun sintiendo angustia y sensación de peligro. La repetición de estos enfrentamientos puede generar, poco a poco, otros resultados que permitirán valorar la situación de manera distinta. Entendemos que la modificación de las acciones (aprendizaje de primer orden), no necesariamente genera un desplazamiento del observador, pero sí un cambio en los resultados que no nos satisfacen. La angustia y la sensación de peligro muchas veces son desproporcionadas respecto de la amenaza, son irracionales. El desplazamiento debería producirse de tal forma que esa brecha se achique, tomando contacto con la amenaza, revalidando o soltando los juicios que se tiene del objeto o situación amenazante, con progresividad, modificando algunas acciones que revaloricen los recursos del observador, por ejemplo enfrentando situaciones parecidas a la situación amenazante pero en contextos cuidados, menos agresivos, donde el observador se sienta más seguro de sí. Al modificar las acciones, estamos creando nuevos hábitos y aprendizajes de primer orden, que, siendo novedosos y recurrentes pueden generar aprendizajes transformacionales o de segundo orden que logren desplazar al observador a otra posición. La habitualidad de la acción puede modificar nuestros juicios, nuestra opinión sobre el objeto o situación amenazante que nos generaban ansiedad, disolviendo así la conjetura que habíamos construido sobre ella. Podemos decir entonces que la “acción mata al juicio”.

Algunas de las conductas habituales para enfrentar situaciones amenazantes son la conducta “elusiva” y la postergación de acciones. Con buenos argumentos y justificaciones, se puede enmascarar los miedos. Con esto limitamos nuestra capacidad de acción y nuestro mundo, por eso es importante detectar en esas máscaras el miedo oculto. Indagar sobre las situaciones que evito, las que me generan ansiedad, las que postergo, pueden mostrarme el camino para desenmascarar ese miedo. Como dije anteriormente, es habitual durante la práctica del coaching, dirigir la indagación en este sentido. La comprensión de estas situaciones de temor no es otra cosa que detectar esas máscaras del miedo que ocultan nuestras angustias y ansiedades.

Marina, (2006) explica que hay miedos que traemos ancestralmente en nuestra evolución como persona y otros que son aprendidos. Para esos últimos determina cuatro situaciones de generación: 1) los sucesos traumáticos: un accidente, una violación, una separación un fracaso amoroso. 2) sucesos penosos y repetidos: sufrir pequeños traumas, agresiones, humillaciones de manera regular, sin posibilidad de control y defensa, que erosionan los recursos de una persona. 3) aprendizaje social por imitación de modelos. 4) asimilación de mensajes alarmantes, en general repetitivos, educación que insiste demasiado en los peligro de cualquier escenario. Analizando estas situaciones de aprendizaje, me hacen mucho sentido las dos últimas. Podríamos decir que alguno de los miedos lo aprendí y experimenté en familia, no precisamente enfrentando problemas, sino evitando las situaciones conflictivas de un mundo amenazante, a través de un discurso que acentuaba los peligros del entorno; creo que lo importante no era resolver los problemas para insertarse en ese mundo, sino amortiguar el miedo que los problemas provocaban.

En otro párrafo, Marina, (2006) dice que el miedo es la anticipación de un peligro, aparece la amenaza, como una acción o palabras con la que se da a entender el peligro; como una anticipación del daño o castigo latente, aparece entonces una etapa de evaluación del riesgo que antecede a la decisión de evitación o enfrentamiento. Acá vemos asociado al miedo al juicio del peligro, a la situación peligrosa, también al juicio sobre nuestra vulnerabilidad, nuestra capacidad y nuestras posibilidades de enfrentarla. En ese juicio de posibilidades, donde se evalúa el poder de la amenaza y los recursos para enfrentarlos, se juegan las futuras acciones para dominarlo, apaciguarlo o para que se transforme en un miedo extremo, incontrolable. Todo juicio está asociado con un estándar particular que llevamos incorporado en nuestra estructura de coherencia, en nuestra particular forma de dar sentido a determinadas situaciones. Una máscara habitual para enfrentar este tipo de situaciones es la de la indiferencia, la de la facticidad: esto es así y no puedo cambiarlo, la máscara metafísica.

3.1 DE MIEDOS Y FOBIAS

Si hablamos de personas estamos hablando entre otras cosas de su biología, del sistema autosuficiente y autorregulado para mantener las condiciones vitales básicas. Ese continente, con todos sus circuitos y funciones complejas, aporta definitivamente a la manera de ser que somos. También somos máscaras, formando parte de esa biología, nutriéndose de sus sistemas, volviéndose vitales con ellos. Qué aporta nuestra biología a las máscaras del miedo, qué descubrió la ciencia sobre los mecanismos involucrados en su gestación, en su transformación; miremos un poco el devenir científico sobre el particular.

Así como en el campo científico se ha avanzado en el tratamiento de las angustias y depresiones, a través de la utilización de medicamentos para regular los niveles de determinadas sustancias en el organismo, la neurociencia ha tenido muchos avances en el conocimiento del miedo, en detectar qué partes del cerebro se activan y cuáles son los circuitos neuronales que acompañan los estímulos exteriores. Lo anterior permite realizar dos reflexiones: una vez desenmascarado el miedo, qué hacemos con él, cómo lo enfrentamos; para ello profundizaremos un poco en la anatomía del miedo. La segunda reflexión es sobre la utilización de fármacos y medicamentos. Este es un tema muy delicado y que excede este trabajo, sólo diré que muchas veces resulta difícil detectar la gravedad del trastorno, la frontera entre un temor justificado y un miedo patológico. La utilización irresponsable de medicamentos puede generar nuevas máscaras no deseadas y tan nocivas o peores que aquellas que queremos desplazar.

Si hablamos del miedo, al activarse, nos pone en una actitud de alerta y esto se traduce en una atención concentrada y focalizada en la situación que nos amenaza. De concretarse esta amenaza, seremos afectados física, psíquica o socialmente. El miedo, por lo tanto, es una emoción que nos protege. Deberíamos ser capaces, entre otras cosas, de dilucidar si esta amenaza está correctamente evaluada y este es un punto que merece analizarse cuidadosamente. Si evaluamos nuestros recursos y los comparamos con los recursos que suponemos tiene la amenaza, de este análisis surgirá la decisión de enfrentarla o salir corriendo o elegir alguna otra alternativa; es importante entonces reflexionar sobre los estándares que tenemos para evaluar esa amenaza. Desde el marco ontológico podemos decir que esta evaluación forma parte de nuestro mundo, son juicios que emitiremos sobre la amenaza, esto nos lleva al dominio de los juicios y todo lo que ello implica, su validación y la vigencia que ellos tienen o tuvieron en cada momento de nuestra vida.

Analizando la anatomía del miedo, la percepción de la amenaza, se genera en el Sistema Nervioso Central (SNC), siendo el cerebro su principal órgano. Las neuronas y las conexiones que se forman entre ellas integran un circuito cuya respuesta dependerá, entre otros factores, del número de conexiones que se establezcan. Esto dependerá básicamente de la cantidad de estímulos que recibe el recién nacido en los primeros años de su vida desde el entorno.Suarez, (2013), expresa: “Es en ese tiempo, en los primeros años de vida, donde se preparan los resistentes y los vulnerables. Estímulos insuficientes determinan personas vulnerables, con pocas conexiones, es decir con escasos recursos, menos plásticos, menos adaptables y poco aguantadores”.

Una de las teorías más difundidas sobre el funcionamiento del cerebro es el modelo de cerebro triuno. Divide este órgano en tres partes, que se corresponden con su evolución y con su función: el cerebro reptileano, el cerebro límbico y el neocortex o corteza cerebral pre-frontal. El reptileano es el más primitivo, regula las funciones básicas: respirar, alimentarse, mantener la circulación, el equilibrio y reproducirse. Es el cerebro de los reptiles y seres primitivos. A medida que evolucionaron los seres vivos, a este cerebro se le agregó una capa más desarrollada, el cerebro límbico, evolucionando hasta los mamíferos y el mono. Este cerebro permite distinguir lo que nos gusta de lo que no, tener memoria para repetir lo que nos da satisfacción y rechazar lo que no nos da satisfacción y prepararnos para la lucha o la huida ante la percepción de un peligro, de una amenaza. Con este cerebro se vive un eterno presente, sin conciencia de futuro, de vejez ni de muerte, solo interesados en los placeres de la comida y la sexualidad y rechazando su carencia y el dolor. Esta evolución se desarrolló durante millones de años.

Tuvo que pasar mucho tiempo más de evolución hasta que se incorporará una nueva capa sobre el cerebro límbico, la corteza cerebral pre-frontal, desarrollando un sistema neuronal más complejo y con más conexiones. Aparece así el hombre primitivo, hace aproximadamente 250.000 años, y se empieza a desarrollar lo que hoy conocemos por inteligencia, con el pensamiento, la razón y la capacidad de imaginar o crear situaciones no vividas. Ningún ser vivo del planeta ha desarrollado un Sistema Nervioso Central tan complejo y maravilloso como el de los seres humanos.

La incorporación de la corteza pre-frontal nos permite la capacidad de tener conciencia de nosotros mismos, poder prever y resolver situaciones reales o imaginarias, comprender y formular conceptos abstractos, es decir comprender dualidades, el bien y el mal por ejemplo, conceptos éticos, lo bello y lo feo, así como también crear herramientas que nos faciliten la vida y adoptar en cada caso la conducta más adecuada para resolver la situación que se nos presente, aun cuando ella no nos resulte familiar o conocida. Tener voluntad y deseo de superación y sentir que somos nosotros quienes decidimos, y que no somos llevados por impulsos desconocidos como los animales. En definitiva, disponemos de la capacidad para reflexionar sobre los otros, pero también sobre nosotros mismos.

El ser humano es el único ser viviente que porta estos tres cerebros, podemos decir que desde el punto de vista anatómico convive con las estructuras primitivas del cerebro del reptil, del mono y del humano. Es en esta estructura donde podemos buscar el origen más primitivo de los miedos. El cerebro reptileano, hoy llamado hipotálamo, tiene las funciones que permiten que la vida se desarrolle en forma automática, desde allí se comanda la respiración, la circulación, el metabolismo, la temperatura corporal. Siguiendo con la evolución, el cerebro límbico es el responsable de nuestra memoria y nuestras emociones; en este cerebro se encuentra la amígdala, que funciona como receptor de estímulos y los traduce en emociones: enojo, miedo, satisfacción. Estos estímulos afectan en primera instancia al hipotálamo y es así como se altera nuestra respiración y nuestro metabolismo, por ejemplo, ante una amenaza, un peligro. Esta respuesta casi instantánea es analizada por el cerebro humano, la corteza pre-frontal, quien finalmente ordena las acciones a partir del estímulo-reacción automáticas del hipotálamo y la decisión- razonada de la corteza pre-frontal. La conducta de las personas que tienen miedos, fobias o ataques de pánico se encuentran estrechamente vinculadas con una alteración que los hace actuar en forma primitiva, como los mamíferos que solo tienen cerebro límbico y reptiliano. Dicho de otra forma, se comportan en forma irracional, quedando la corteza pre-frontal relegada a un segundo plano, inhibida. Esta irracionalidad muchas veces lleva a que el miedo o el peligro sean imaginarios; con eso es suficiente para alterar a la persona y hacerla tomar conductas desproporcionadas. En el caso de un peligro, y la aparición del miedo ante la amenaza, el individuo reacciona luchando, huyendo o disociándose de la situación con las consecuencias que llevan implícitas cada una de estas alternativas. Este proceso, que parece sencillo, se desarrolla de maneras muy diferentes según la estructura de coherencia de la persona. Acá entra en juego lo aprendido, su capacidad cognitiva, su entorno, la capacidad y características fisiológicas heredadas. Esto va definiendo una personalidad, una particular manera de enfrentar las situaciones y distintas conductas: elusivas, dilatorias, confrontacionales; en definitiva, nos va construyendo máscaras que definen nuestra identidad pública. Asociado con los miedos y como parte de esta emoción tan amplia, tenemos otras emociones presentes: la ansiedad, la angustia y la inseguridad. La aparición de estas emociones, así como también distintos tipos de fobia y ataques de pánico, dependerá de la personalidad del individuo y su tolerancia a la sobrecarga emocional.

3.1.1 Ansiedad

La ansiedad, en general, anticipa la presencia de una situación amenazante, muchas veces se manifiesta con síntomas visibles, lo que genera todavía más ansiedad, sobre todo en las personas que sufren algún tipo de fobia social. Puede estar asociada con una situación amenazante en progreso, o a la pérdida de control de una situación habitual. La máscara del ansioso es la de una persona sobre ocupada, sin tiempo que lleva una vida llena de imprevistos. Una persona vigilante, inquieta, nerviosa con una máscara con antenas desplegadas, sensores de detección de movimiento, ojos inquietos y bien abiertos.

Podemos decir que la ansiedad es la madre de todos los miedos, es generadora y realimentadora de miedos, es una sensación desagradable y anticipatoria de que algo negativo y molesto puede ocurrir. Esta anticipación nos provoca inquietud y zozobra, nos da miedo y nos impide ser racionales ante la verdadera dimensión del problema o situación respecto a expectativas futuras. Impide que usemos nuestra capacidad de acción a pleno porque nuestra autoestima disminuye y nos sentimos superados por los hechos. Perdemos la posibilidad de evaluar correctamente nuestros recursos. Estamos pendientes de nuestros síntomas y su evolución y distorsionamos la dimensión de lo que está por venir.

Un rasgo de mi personalidad muy marcado es el querer controlar todo. Si bien esto baja mi ansiedad, también impide que disfrute plenamente de las situaciones. Por otro lado, la pérdida de ese control me genera ansiedad y temor a fracasar, a que ocurran situaciones no deseadas. Algunos hechos de mi vida avalan lo dicho. Tomando como ejemplo experiencias de mi desempeño profesional, el cuidado de mi hermana menor cuando tenía once años y ella apenas unos meses, el aprender a manejar, son todas situaciones donde no sentí temor ni el deseo de evadirlas. Lo primero que detecto fue el control o la sensación de control que experimenté sobre ellas. Ya en mi vida adulta, otra situación que se reitera frecuentemente es mi incomodidad de viajar en avión. Es ahí donde se manifiesta recurrentemente mi ansiedad, que relaciono con la imposibilidad de controlar, desde el manejo del avión, hasta las situaciones relacionadas con el viaje. Esto me lleva a pensar en una dificultad para relajarme, para entregarme. Esta situación de temor me hace vigilar permanentemente el entorno y no simplemente mirarlo. Hoy, no dudo en desenmascarar el miedo a perder el control y considerarlo como un generador recurrente de ansiedad.

3.1.2 Angustia

La angustia se la relaciona habitualmente con el miedo, es una de sus máscaras, pero muchas veces tiene relación con el deseo. Se corresponde con el miedo, porque también está presente un juicio de posibilidad, pero en este caso no se limita a la posibilidad de hacer frente a una situación amenazante, sino a la posibilidad de obtener algo deseado. El concepto de angustia es más abarcador. Cuando el objeto deseado es inalcanzable, por miedo a enfrentar una situación, estamos en presencia de una máscara de miedo propiamente dicha, pero cuando el objeto deseado es inalcanzable por alguna otra razón: distancia, falta de tiempo, muerte, imposibilidad económica, etc., estamos en presencia de una situación angustiosa que nada tiene que ver con el miedo.

Dreizzen, (2008) comenta:

“La angustia es completamente diferente del miedo ya que este se refiere a algo determinado, mientras que la angustia es la realidad de la libertad como posibilidad. La angustia es el primer reflejo de la posibilidad. Frente a la angustia, el hombre tiene la posibilidad de persistir en la esfera sensual y llegar inevitablemente a desesperar, o pasar a otro estadio, el ético”.

El fenómeno de la angustia, continúa expresando Dreizzen, (2008), da cuenta de que hay un objeto de deseo en el horizonte, pero que el sujeto está lo suficientemente preso de otro como para abordarlo.

Desde el marco ontológico, estamos en presencia nuevamente del juicio de posibilidad, ante la demostración de que el alma no es uniforme, es impredecible, es caótica y como tal puede reaccionar de muchas maneras. Es pertinente, por lo tanto, ante la sospecha de una situación angustiosa, fundamentar los juicios que surgen relacionados con ese objeto deseado, la máscara de la angustia puede esconder el miedo, pero este será solo una de las tantas posibilidades que podemos encontrar detrás de ella, la máscara de la angustia es una máscara genérica

3.1.3 Inseguridad

El juicio de inseguridad estuvo siempre muy arraigado en el sistema familiar de mi infancia y adolescencia, no solo lo escuché en reiteradas oportunidades, sino también lo experimenté a través de mis experiencias y las experiencias de mis padres y hermanos. Algunas de ellas las relato a continuación.

Mi hermana mayor Adriana, egresó como Doctora en Bioquímica de la Universidad de Buenos Aires, con el promedio más alto de su generación, por ello fue premiada con una beca de perfeccionamiento profesional en Suecia, por tres meses. Adriana la rechazó, porque le daba miedo e inseguridad viajar y vivir sola durante tres meses en un país desconocido. Estaban dadas las condiciones: soltera, sin compromisos laborales, sabía perfectamente inglés y la beca incluía todos los gastos, pasajes, comidas y estadía, por lo tanto no existía impedimento económico. En lugar de ello, acepto ser docente titular de la cátedra de Bioquímica, cargo que desempeñó por mucho tiempo. Esta inseguridad se le manifestó también en otra oportunidad, cuando se le ofreció ser jefa de laboratorio en una prestigiosa clínica del gran Buenos Aires; su argumento fue el mismo que el anterior: no me siento segura para desempeñarlo.

Mi padre trabajó siempre en relación de dependencia, como empleado, en distintas farmacias. A través del tiempo adquirió mucha experiencia en el ramo y llegó a ser el encargado de una importante farmacia en el centro de Buenos Aires. Hubo una época de crisis económica en el país, donde resultaba difícil conseguir trabajo y mi padre, en particular, la sufrió bastante, quedándose en la calle en varias oportunidades. Esa época fue bastante complicada para nosotros, recuerdo que yo tenía siete años y casi no teníamos para comer. Pasada esta crisis, la situación fue mejorando y la economía empezó a crecer. Fue entonces cuando su primo, médico y de buena posición, dueño de una clínica, le ofreció a mi padre asociarse para abrir una farmacia y dejarla bajo su gestión. Mi padre rechazó el ofrecimiento, argumentando que se sentía más seguro trabajando como empleado en relación de dependencia. Recuerdo también otra oportunidad, en que le ofrecieron cambiar la casa por otra más confortable, y esta vez, en acuerdo con mi madre, expresaron que preferían quedarse donde estaban, a sentir la incertidumbre de una deuda para comprar una casa mejor.

El tema de sentirse inseguro lo relaciono con la capacidad de arriesgarse, de hacer ese balance a veces inconsciente del riesgo que asumo en cada acción o decisión.¿Cuánta tolerancia a convivir con riesgo e incertidumbre puedo o estoy dispuesto a aceptar? Estas preguntas no pueden responderse sin realizar también un balance de las competencias que dispongo para enfrentarlos. Esto merece, como dije antes, la revalidación de los juicios que vine desarrollando en torno a los miedos, estados de ánimo y emociones que los acompañan. En mi caso particular, en el ámbito laborar por ejemplo el conocimiento es una herramienta para diluir mi inseguridad. Quizás esto esté reflejando el proceso de construcción de una máscara voluntaria. Aquellos temas que tengo que exponer en público o defender en alguna negociación deben ser perfectamente conocidos, para no sentirme inseguro, me cuesta mucho improvisar. Distinto resulta en los temas donde se pone en juego el afecto; allí, como ya expliqué anteriormente, recurro al control y al servicio para sentirme más seguro de no fracasar o ser rechazado.

Lowen, (La Bioenergética, 2013), habla de procesos que se desplazan entre el pensamiento, los sentimientos o emociones y el cuerpo, generando impulsos que, según el carácter y otros condicionantes del individuo, puede llegar a expresarlos con determinados grados de libertad. Se generan así, para la mirada bioenergética, cinco tipos de estructuras de carácter: esquizoide, oral, psicopático, masoquista y rígido. Me detendré un momento en la primer tipología, esquizoide, porque identifico algunos rasgos de mi estructura de coherencia. Los que presentan rasgos de esta tipología, dice Lowen, (La Bioenergética, 2013), tienden a dividir o escindir el funcionamiento unitario de la personalidad, disociando por ejemplo el pensamiento con el sentimiento, perdiendo contacto con el mundo o la realidad exterior:

“La cara es como una máscara, sus ojos no están vacíos pero les falta vivacidad y no establecen contacto, se observa una fuerte tendencia a evitar relaciones íntimas o sentimentales. A pesar de ello tienen necesidad que lo sostengan, mostrando en cambio una exagerada independencia de carácter”.

Esto condiciona sus niveles de energía, muy en sintonía con el tipo de emoción que está atravesando. A través del relato de mis experiencias, encuentro muchos puntos de contacto con esta descripción, por ejemplo el apego a mis padres y sus mandatos, habiendo iniciado, a partir de mi adolescencia, un camino en solitario y de aparente independencia.

3.2 LAS FOBIAS SOCIALES

Los individuos que padecen cierto grado de fobia social manifiestan ansiedad ante situaciones que experimentan como amenazas a su valoración de parte de los demás. Esto tiene relación con el manejo de nuestro espacio, de nuestro “territorio” y es un rasgo que nos caracteriza. Todas las personas tenemos necesidad de regular la distancia que nos separa de los otros. Podemos realizar una distinción de las fobias sociales partiendo del análisis de la distancia interpersonal y las distintas reacciones de la persona en relación con esta distancia, y el análisis de las situaciones interpersonales involucradas (roles)

Hall, (2009) describe cuatro niveles de distancia interpersonal que involucra reconocimiento mutuo y aceptación, estos son: 1) distancia íntima, incluye contactos físicos, intercambio de información compleja, fuerte acercamientos y estados emocionales profundos, relaciones filiales, fraternas y sexuales se incluyen en esta categoría. 2) distancia personal, acá la información que circula entre los individuos involucrados corresponden a roles secundarios como en el ámbito laboral, ambientes lúdicos o académicos con intercambio emocional menos intensos que el primer nivel. 3) distancia social, la información que circula entre los participantes del sistema es menos personalizada, con identidad pública perteneciente a roles bien definidos y menor carga emocional con patrones estereotipados. 4) distancia pública, acá somos uno más dentro de la sociedad y la distancia física con el otro se vuelve irrelevante, el nivel de activación emocional es casi nulo.

En la práctica del coaching, el experimentar con las reacciones del coachee a base de su “territorio” puede darnos valiosas pistas para reconstruir su estructura de coherencia. En el apartado de las intervenciones plantearé algunos ejercicios. Los roles que adopta el individuo en cuanto a su percepción de poder sobre una situación, es lo que predispone a la persona a sentirse segura para afrontarla. Existen patrones arquetípicos muy comunes en las interacciones sociales que predisponen al individuo a ubicarse en una determinada zona de confort, dentro de su territorio, adoptando roles diferentes, por ejemplo: en lo laboral, en el campo sexual y en el estatus social donde se desenvuelve.

Abriendo la mirada hacia otros aspectos del miedo, André, (2012) habla sobre los miedos y fobias sociales. Haciendo referencia al temor al ridículo, a pasar vergüenza, expresa“Mientras que el miedo es una emoción de peligro, la vergüenza es la convicción de que no se ha sabido hacer frente a ese peligro, bajo la mirada desaprobadora de otras personas”. Si la timidez puede ser el temor a la culpa, la vergüenza es la certeza, la mayoría de los miedos sociales proceden del temor a ser juzgados negativamente. La vergüenza puede erosionar la identidad pública de manera de convertirse casi en un rasgo distintivo de ella. André caracteriza estos miedos como: explosivos, en el caso de hablar en público; moderados, la timidez; y patológicos, fobias sociales propiamente dichas. Nuevamente, analizando nuestras acciones, encontraremos los juicios y emociones que se esconden detrás de ellas.

Las fobias sociales están relacionadas también con los mecanismos de comparación con los demás y sus consecuencias negativas. Hay una predisposición a compararse por debajo de los demás, en algún aspecto importante, y resaltar los déficits y carencias que surgen de esa comparación. Esto puede relacionarse con la distinción de perfeccionismo. El perfeccionista vive comparándose contra estándares elevados en relación con sus propias expectativas, con las creencias distorsionadas sobre las expectativas que tienen los demás sobre él y con el deber social de cumplir con esas expectativas. Aparecen así reocupación por los errores, dudas en cuanto a realizar determinadas acciones, inseguridad permanente, expectativas sobreevaluadas, sobreevaluación de autoridad.

Aparece otra distinción que es importante mencionarla: la evitación. Estos signos y tendencias a rehuir de situaciones sociales, para evitar la exposición social y la ansiedad de ser mal evaluado por otros, es común en estas personas, otra variante es la postergación de actividades donde se exponga el resultado a la mirada del sistema. Aparece acá el concepto de timidez, donde la persona fija límites a su conducta empujándose a zonas muy protegidas, alejadas del centro donde ocurren las cosas, y de toda actividad social en que se vea involucrado. La máscara del tímido puede tener diferentes formas, una fuerte agresividad puede disimular la timidez; la intolerancia es otra manera de enmascarar la timidez. Un rostro enojado, rígido, inexpresivo, adusto puede estar mostrando máscaras sobre las que se esconde una persona tímida. Otras personalidades pueden generar otro tipo de máscaras para disimular la timidez; por ejemplo, el conformismo, la adaptabilidad, la resignación.

3.2.1 Miedo al rechazo

Si analizo mis relaciones afectivas destaco los mismos aspectos: control, falta de entrega y miedo al rechazo. Quizás acá el miedo al rechazo no me impidió seguir buscando el afecto y la comprensión de otra persona con quien compartir la vida, pero siempre con una apertura y una entrega limitada. Este camino aparentemente me resulta más fácil de transitar, pensando en cómo reacciono con mi estructura un poco reactiva a expresar emociones, evitando el enfrentamiento con las vivencias profundas. Lowen, (La Bioenergética, 2013),habla de la tendencia a escindir o dividir el funcionamiento unitario de la personalidad, disociando el pensamiento del sentimiento en cierta estructura de carácter con el ego poco desarrollado, haciendo prevalecer el primero sobre el segundo. En otra parte expresa:“vivir con miedo de estar completamente vivo es el estado de la mayor parte de la gente que vegeta en la sociedad contemporánea”.

Lowen, (Miedo a la vida, 2009) expresa:“La persona neurótica tiene miedo de abrir su corazón al amor, miedo a abrirse, miedo a ser completamente el mismo. Abrir nuestro corazón al amor nos hace vulnerables a ser heridos, exponernos a ser rechazados, exponernos a ser destruidos”.En un momento de mi relato histórico, de mi narrativa, expresé que me sentía un sobreviviente de un sistema familiar que nos mostraba un “mundo peligroso”, con gente mala por naturaleza y de la que había que desconfiar; entiendo que esta circunstancia me llevó a suprimir y reprimir emociones. Quizás este velo emocional no me permitió ver este temor a ser rechazado; es así que reflexionando en mi adultez sobre el pánico escénico, miedo de hablar en público, guardar silencio en las reuniones, etc., encuentro una conexión fuerte con el temor al rechazo. Este rechazo es un juicio que forma parte de mi mundo.

Perez, (2012), identifica tres dominios en la identidad de una persona: Intelecto, sensibilidad y voluntad, y los relaciona con tres maneras o máscaras con que el miedo se expresa en cada uno de ellos: si afecta la mente, es decir el intelecto, el miedo se transforma en rigidez, tienden a ser inmutables, soy así, hay gente que piensa como yo y gente que piensa distinto, esto lo podríamos llamar desde la ontología como una postura metafísica. Si afecta la sensibilidad, las emociones, el miedo se convertirá en apego, en dependencia a algo o alguien. Si afecta la voluntad, la capacidad de acción, el miedo se disfrazará de desconfianza. Mirado desde la propuesta ontológica y partiendo de la no linealidad del alma, de la no uniformidad de su densidad específica, esta particular manera de clasificar los miedos o sus máscaras en los tres dominios en particular me parece limitada o simplista; interpreto que los miedos operan de manera más compleja y que detrás de cada acción existe un dolor, una emoción más complicada, que hay que desentrañar en cada situación particular.

El “no soporto que me digan que no”, y por ello no intentar realizar acciones al respecto para cambiar determinadas situaciones, a pesar que sin el intento no hay posibilidad de cambio, está también presente en mi estructura. Hace poco, interactuando con un coachee, llegamos a este punto y su reflexión fue: “ya sé que no llego a nada y no obtengo lo que quiero quedándome callado, pero por lo menos no me siento rechazado”. Esto me quedó dando vueltas en la cabeza, me vi reflejado en su reflexión, acá siento que aparece un círculo que sigue la línea: miedo a ser rechazado -inseguridad, miedo a perder el control-falta de entrega.Estos juicios son los que finalmente terminan generando máscaras, algunas deseadas: la máscara de la simpatía, de la sumisión, de la empatía y otras automáticas; como medio defensivo, la máscara de persona seria y circunspecta, responsable, dueña del control y de las emociones.

3.2.2 Miedo a la soledad