La caza del meteoro - Julio Verne - E-Book

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Julio Verne

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Beschreibung


La caza del meteoro (La Chasse au météore) es una novela publicada en «Le Journal» desde el 5 de marzo hasta el 10 de abril de 1908, e íntegramente el 30 de abril de ese mismo año en un volumen doble junto con «El piloto del Danubio».Dos astrónomos aficionados estadounidenses residentes en la misma ciudad descubren a la par un meteoroide, y ambos reclaman el derecho del descubrimiento y el de darle su apellido, lo que origina una gran rivalidad entre ellos.
Mientras, otro personaje muy excéntrico (un inventor francés), ha emprendido la tarea de atraer hacia la Tierra, y a un punto en concreto, el dichoso meteoroide, que sería así un meteorito y que además está formado en parte por oro.

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Julio Verne

Julio Verne

LA CAZA DEL METEORO

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-131-8

Greenbooks editore

Edición digital

Octubre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-131-8
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Indice

LA CAZA DEL METEORO

LA CAZA DEL METEORO

CAPÍTULO I

EN EL CUAL EL JUEZ JOHN PROTH LLENA UNO DE LOS MÁS GRATOS DEBERES DE SU CARGO ANTES DE VOLVER AL JARDÍN

No existe ningún motivo que impida decir a los lectores que la ciudad en que comienza esta singular historia se halla en Virginia (Estados Unidos de América). Si les parece bien, llamaremos a esta ciudad Whaston, y la colocaremos en el distrito oriental, sobre la margen derecha del Potomac; pero nos parece inútil precisar más las coordenadas de esta ciudad, que se buscaría en vano aun en los mejores mapas de la Unión.

El 12 de marzo de ese año, aquellos de los habitantes de Whaston que atravesaron Exeter Street en el momento preciso, pudieron ver, en las primeras horas de la mañana, a un elegante caballero que, al paso lento de su caballo, subía y bajaba la calle, muy pendiente, y se detenía por fin en la plaza de la Constitución, casi en el centro de la ciudad.

Este caballero, de puro tipo yanqui, tipo éste que no se halla exento de una original distinción, no debía tener más de treinta años. Era de una estatura algo más que mediana, de bella y robusta complexión, de cabellos negros y barba castaña, cuya punta alargaba su semblante de labios perfectamente afeitados. Una amplia capa le cubría hasta las piernas y caía sobre la grupa del caballo. Guiaba su montura con gran soltura, pero firmemente. Todo en su actitud indicaba al hombre de acción, resuelto, y también al hombre de primer impulso; no debía oscilar jamás entre el deseo y el temor, que es lo que constituye el rasgo de un carácter vacilante. Finalmente, un observador atento habría podido descubrir que apenas lograba disimular su impaciencia natural bajo una apariencia de frialdad.

¿Por qué se hallaba este caballero en una ciudad en que nadie le conocía, en que nadie le había visto jamás? ¿Se limitaba a atravesarla o se proponía permanecer algún tiempo en ella? En este último caso, para encontrar un hotel no habría tenido otra molestia que la de elegir. En ningún otro punto de Estados Unidos, o de cualquier otra parte, el viajero podía encontrar mejor acogida, mejor servicio, mesa, confort tan completo por unos precios tan moderados. Es ciertamente lamentable que los mapas sean tan imprecisos al omitir indicar una ciudad provista de tales ventajas.

No, en manera alguna parecía que el extranjero estuviese en disposición de permanecer en Whaston, y seguramente no harían presa en él las seductoras y atrayentes sonrisas de los hosteleros. Absorto, indiferente a cuanto le rodeaba, seguía la calzada que diseña la periferia de la plaza de la Constitución, cuyo centro ocupaba un vasto terraplén, sin sospechar siquiera que despertaba la

curiosidad pública.

¡Y bien sabe Dios, con todo, si esta curiosidad se hallaba excitada! Desde el momento en que apareció el caballero, hosteleros y sirvientes cambiaban desde las puertas estas y otras frases análogas:

— ¿Por dónde ha llegado?

—Por Exeter Street.

— ¿Y de dónde venía?

—Según dicen, entró por el Faubourg de Wilcox.

—Hace ya media hora bien corrida que su caballo da vueltas a la plaza.

Estará esperando a alguien.

—Es muy probable; y hasta se diría que espera con impaciencia.

—Y no cesa de mirar hacia Exeter Street.

—Por ahí llegará la persona a quien espera.

—Y ¿quién será...? ¿Él o ella?

— ¡Eh, eh...! Pues tiene muy buen talante.— ¿Será entonces una cita?

—Sí, una cita..., pero no en el sentido en que vosotros lo entendéis.

— ¿Usted qué sabe?

—Observad que ya por tres veces el extranjero se ha detenido ante la puerta de Mr. John Proth...

—Y como Mr. John Proth es juez de Whaston...

—Entonces es que ese hombre tiene algún proceso...

—Y que su adversario llega con retraso.

—Tiene usted razón.

— ¡Bien! El juez Proth los conciliará y reconciliará en un santiamén.

—Es un hombre habilísimo.

—Y muy honrado.

Posible era en verdad que éste y no otro fuera el motivo de la presencia de aquel caballero en Whaston. Efectivamente, muchas veces había hecho alto, sin echar pie a tierra, ante la casa de Mr. John Proth. Quedábase mirando a la puerta y a las ventanas y permanecía luego inmóvil, como si esperase que alguien apareciese en los umbrales, hasta el momento en que su caballo, que

piafaba impaciente, le obligaba a emprender nuevamente la marcha.

Ahora bien: al detenerse una vez más, se abrió súbitamente la puerta principal y un hombre apareció en la meseta de la pequeña escalinata que daba acceso a ella desde la acera.

Tan pronto como el extranjero descubrió a este hombre, preguntó quitándose el sombrero:

— ¿Es Mr. John Proth, según creo?

—El mismo —contestó el juez muy amablemente.

—Una sencilla pregunta, que sólo exigirá un sí o un no de su parte.

—Hágala usted, caballero.

— ¿Ha venido alguien esta mañana preguntando por Mr. Seth Stanfort?

—No, que yo sepa.

—Gracias.

Dicho esto, y descubriéndose por segunda vez, tendió la mano y subió por Exeter Street al trote corto de su caballo.

Ahora ya no podía dudarse —al menos tal fue la opinión general— de que el desconocido tenía algún negocio con Mr. John Proth. En el modo de hacer aquella pregunta se conocía que él mismo era Seth Stanfort, el primero en acudir a una cita convenida de antemano. Pero otro problema no menos importante se planteaba ahora. ¿Había pasado la hora de la cita y el caballero desconocido iba a abandonar la ciudad para no volver a ella?

Se creerá sin dificultad, ya que nos encontramos en América, es decir, en el pueblo de este mundo más aficionado a apostar, que en seguida se hicieron apuestas sobre el próximo retorno o la partida definitiva del desconocido. Algunas apuestas de medio dólar o hasta de cinco o seis centavos, entre el personal de los hoteles y los curiosos detenidos en la plaza, nada más, pero apuestas al fin, que serían religiosamente pagadas por los perdidosos y que se embolsarían tan guapamente los afortunados.

En cuanto al juez John Proth, se había limitado a seguir con la mirada al caballero que subía hacia el Faubourg de Wilcox. El juez John Proth era todo un filósofo, un prudente magistrado que no contaba menos de cincuenta años de prudencia y de filosofía, aun cuando no tuviese más que medio siglo de edad —modo éste de decir que al venir al mundo era ya filósofo y sabio prudente—. Añádase a eso que en su calidad de solterón —prueba incontestable de prudencia— jamás había visto perturbada su vida por ningún cuidado; lo cual, fuerza será convenir en ello, facilita en gran manera la práctica de la Filosofía. Nacido en Whaston, ni siquiera en su primera

juventud había abandonado más que muy poco su ciudad natal, y era considerado tanto como querido por sus justiciables, que sabían se hallaba desprovisto de toda ambición.

Un solo derecho le guiaba. Siempre se mostraba indulgente con las debilidades y a veces con las faltas ajenas. Arreglar los asuntos que se llevaban ante él, reconciliar a los adversarios que se presentaban a su modesto tribunal, redondear los ángulos, aceitar las ruedas, suavizar los choques inherentes a todo orden social, por perfeccionado que pueda hallarse: así era como él comprendía su misión.

John Proth disfrutaba de cierta holgura. Si desempeñaba aquellas funciones de juez era por gusto y no soñaba con elevarse a altas jurisdicciones. Gustaba de la tranquilidad para sí mismo y para los otros; consideraba a los hombres como vecinos en la existencia y con los cuales es necesario vivir en buena armonía. Levantábase temprano y acostábase tarde; si bien leía algunos autores favoritos del Antiguo y del Nuevo Mundo, se contentaba en cambio con un honrado diario de la ciudad, el Whaston News, en el que los anuncios ocupaban más sitio que la política. Daba diariamente un paseo de una o dos horas, durante el cual gastábanse los sombreros a fuerza de saludarle, lo cual le obligaba a renovar el suyo cada tres meses. Fuera de esos paseos y salvo el tiempo dedicado al ejercicio de su profesión, permanecía en su casa, tranquilo y confortable, y cuidaba las flores de su jardín, que le recompensaban por sus cuidados encantándole con sus frescos colores y brindándole sus suaves perfumes.

Trazado en estas pocas líneas ese carácter, puesto en su verdadero marco el retrato de Mr. John Proth, se comprenderá fácilmente que dicho juez no quedase demasiado pensativo por la pregunta hecha por el extranjero. Si éste, en vez de dirigirse al dueño de la casa, hubiese interrogado a su anciana sirvienta Kate, tal vez ésta habría deseado saber algo más; habría insistido acerca de aquel Seth Stanfort y habría preguntado lo que debería decírsele en el caso de que acudiera a informarse de su persona. Y asimismo habría agradado a la digna Kate el saber si el extranjero volvería o no a casa de Mr. John Proth, ya aquella misma mañana, o durante la tarde.

Mr. John Proth, en cambio, no se hubiera perdonado esas curiosidades, esas indiscreciones, excusables en su sirvienta, pues por algo pertenecía al sexo femenino. No, Mr. John Proth ni siquiera se dio cuenta de que la llegada, la presencia y la partida después del extranjero habían sido notadas por los mirones de la plaza, y, después de cerrar la puerta, volvióse a regar las rosas, los iris, los geranios, las resedas, de su jardín.

En cambio, los curiosos permanecieron en observación.

El caballero, no obstante, había avanzado hasta la extremidad de Exeter

Street, que dominaba la parte Oeste de la ciudad. Llegado al Faubourg de Wilcox, que une esta calle con el centro de Whaston, detuvo su caballo y, sin desmontar, miró en torno suyo. Desde ese punto sus miradas podían extenderse en una milla aproximadamente y seguir la sinuosa ruta que desciende hasta el pueblecillo de Steel, que perfilaba sus campanarios en el horizonte, más allá del Potomac. En vano sus miradas recorrían esta ruta; era indudable que no descubría lo que buscaba; lo que dio motivo a vivos movimientos de impaciencia que se transmitieron al caballo cuyos fogosos ímpetus hubo necesidad de contener.

Transcurridos diez minutos, el caballero, volviendo por Exeter Street, se dirigió por quinta vez hacia la plaza.

«Después de todo —se decía, no sin consultar su reloj—, aún no hay retraso... Es a las diez y siete minutos y son apenas las nueve y media... La distancia que separa Whaston de Steel, de donde ella debe venir, es igual a la que separa Whaston de Brial, de donde yo vengo, y puede franquearse en veinte minutos escasos... El camino es bueno, el tiempo seco y yo no sé que el puente haya sido arrastrado por una crecida... No habrá, pues, ni impedimento ni obstáculo... De manera que si ella falta a la cita es que así lo habrá querido... Por lo demás, la exactitud consiste en estar a la hora justa y no en presentarse demasiado temprano... En realidad, soy yo el inexacto, ya que me he adelantado más de lo que conviene a un hombre metódico... Cierto que, aun a falta de todo otro sentimiento, la cortesía me obligaba a llegar el primero a la cita...»

Este monólogo duró todo el tiempo que el extranjero tardó en descender de nuevo por Exeter Street y no terminó hasta el momento en que los cascos del caballo golpearon otra vez el piso de la plaza.

Decididamente, quienes habían apostado en favor de la vuelta del extranjero ganaban su apuesta. Así, pues, cuando éste pasó ante los hoteles, ofreciéronle un semblante agradable, en tanto que los perdidosos le saludaron con un alzamiento de hombros.

Las diez sonaron por fin en el reloj municipal; el extranjero contó los golpes, asegurándose en seguida de que el reloj marchaba de perfecto acuerdo con el que sacó de su bolsillo.

Faltaban sólo siete minutos para que fuese la hora de la cita, que pronto habría pasado.

Seth Stanfort volvió a la entrada de Exeter Street. Era claro como la luz del día que ni su montura ni él podían conservar el reposo.

Un público bastante numeroso animaba a la sazón esta calle. Para nada se preocupaba Seth Stanfort de los que subían por ella; toda su atención estaba

puesta en los que la bajaban, y su mirada les distinguía tan pronto como asomaban en lo alto de la pendiente. Exeter Street es lo bastante larga para que un peatón emplee diez minutos en recorrerla, pero sólo tres o cuatro se necesitan para un carruaje que avance rápidamente o para un caballo al trote.

Pues bien; no era a los peatones a los que atendía nuestro caballero; ni siquiera los veía. Su amigo más querido hubiera pasado cerca de él a pie sin que le viera. La persona esperada no podía llegar más que a caballo o en coche.

Pero ¿llegaría a la hora fijada? Sólo faltaban tres minutos, el tiempo estrictamente necesario para bajar Exeter Street, y ningún vehículo aparecía en lo alto de la calle, ni motociclo, ni bicicleta, así como tampoco ningún automóvil que, andando ochenta kilómetros por hora, hubiera anticipado aún el instante de la cita.

Seth Stanfort lanzó una última mirada por Exeter Street. Un vivo relámpago brotó en sus pupilas, mientras murmuraba con un tono de inquebrantable resolución:

—Si a las diez y siete minutos no está aquí no me caso.

Como una respuesta a esta declaración, en aquel momento dejóse oír el galope de un caballo hacia lo alto de la calle. El animal, un ejemplar magnífico, hallábase montado por una joven que le manejaba con tanta gracia como seguridad. Los paseantes se apartaban a su paso, y a buen seguro que no tropezaría con ningún obstáculo hasta la plaza.

Seth Stanfort reconoció a la que esperaba. Su fisonomía volvió a recobrar su impasibilidad. No pronunció una sola palabra, ni hizo el menor gesto; tranquilamente, encaminóse derecho a la casa del juez.

Todo ello era para fastidiar a los curiosos, que se aproximaron, sin que el caballero les prestase la menor atención.

Pocos momentos después desembocaba en la plaza la amazona, y su caballo, blanco de espuma, se detuvo a dos pasos de la puerta.

El extranjero descubrióse y dijo:

—Saludo a Miss Arcadia Walker.

—Y yo a Mr. Seth Stanfort —respondió Arcadia Walker, con un gracioso movimiento.

Se nos puede dar crédito; los indígenas no perdían de vista a aquella pareja que les era a todos absolutamente desconocida. Y decían entre ellos:

—Si han venido para un proceso, es de desear que el proceso se arregle en beneficio de ambos.

—Se arreglará o Mr. Proth no será el hombre hábil que es.

—Y si ni uno ni otro están casados, lo mejor sería que el asunto acabase con un matrimonio.

Así juzgaban las lenguas, así se hacían los comentarios.

Pero ni Seth Stanfort ni Miss Arcadia Walker parecían percatarse de la curiosidad, enojosa más que nada, de que eran objeto.

Seth Stanfort disponíase a echar pie a tierra para llamar a la puerta de Mr.

John Proth, cuando esta puerta se abrió ante él.

El juez apareció en el umbral, y detrás de él mostróse esta vez la anciana sirvienta Kate.

Ambos habían percibido ruido de caballos ante la casa y, abandonando aquél su jardín y dejando ésta su cocina, quisieron saber lo que pasaba.

Quedóse, pues, en la silla Seth Stanfort, y dirigiéndose al magistrado dijo:

—Señor juez John Proth, yo soy Mr. Seth Stanfort, de Boston, Massachusetts.

—Mucho gusto en conocerle, Mr. Seth Stanfort.

—Y he aquí a Miss Arcadia Walker, de Trenton, Nueva Jersey.

—Honradísimo de hallarme en presencia de Miss Arcadia Walker.

Y Mr. John Proth, después de haber fijado su atención sobre el forastero, consagrándola a la extranjera clavando en ella su límpida mirada.

Siendo Miss Arcadia Walker una persona verdaderamente encantadora, no nos desagradará hacer de ella un rápido bosquejo. Edad, veinticuatro años; ojos, azul pálido; cabellos de un castaño oscuro; en la tez, una frescura que apenas alteraba el soplo del viento; dientes de una blancura y de una regularidad perfectas; estatura un poco más que mediana; maravillosa apostura; los movimientos de una rara elegancia, suaves y nerviosos a la vez. Bajo la amazona con que iba vestida, prestábase con gracia exquisita a los movimientos de su caballo, que piafaba como el de Seth Stanfort. Sus manos, finamente enguantadas, jugaban con las riendas, y un conocedor habría adivinado en ella una hábil écuyére. Toda su persona llevaba el sello de una extrema distinción, con un no sé qué peculiar de la clase elevada de la Unión, lo que podría llamarse la aristocracia americana, si esa palabra casara con los instintos democráticos de los naturales del Nuevo Mundo.

Miss Arcadia Walker, nacida en Nueva Jersey, no contando más que con parientes lejanos, libre en sus acciones, independiente por su fortuna, dotada del espíritu aventurero de las jóvenes americanas, llevaba una existencia

conforme con sus gustos. Viajando desde hacía muchos años, habiendo visitado las principales capitales de Europa, se hallaba al corriente de cuanto se hacía y se decía en París, en Londres, en Viena o en Roma. Y lo que había oído o visto en el curso de sus incesantes peregrinaciones, podía hablarlo con los franceses, los ingleses, los alemanes, los italianos en su propio idioma. Era una persona culta, cuya educación, dirigida por un tutor que ya había desaparecido del mundo, había sido muy escogida y cultivada. Ni aun le faltaba la práctica de los negocios, y de ello daba pruebas en la administración de su fortuna, con la inteligencia en manejar sus intereses.

Lo que acaba de decirse de Miss Arcadia Walker puede aplicarse simétricamente —esta es la palabra exacta— a Mr. Seth Stanfort. Libre también, también rico, amando también los viajes, habiendo corrido el mundo entero, residía muy poco en Boston, su ciudad natal. En el invierno era el huésped del Antiguo Continente y de las grandes capitales, en las que había encontrado con frecuencia a su aventurera compatriota. Durante el verano, volvía a su país de origen, hacia las playas en que se reunían en familia los yanquis opulentos. También allí había vuelto a encontrarse con Miss Arcadia Walker.

Los mismos gustos habían aproximado poco a poco a esos dos seres, jóvenes y valerosos, a quienes los curiosos, y sobre todo los curiosos de la plaza, juzgaban nacidos el uno para el otro. Y en verdad, ávidos los dos de viajes, ansiosos ambos de trasladarse allí donde cualquier incidente de la vida política o militar excitaba la atención pública, ¿cómo no habían de convenirse? Nada, pues, tiene de extraño que Mr. Seth Stanfort y Miss Arcadia Walker hubiesen llegado poco a poco a la idea de unir sus existencias, lo cual no cambiaría para nada sus hábitos. No serían ya dos buques marchando en conserva, sino uno solo y, puede creerse, magníficamente construido, maravillosamente dispuesto para cruzar todos los mares del Globo.

¡No! No era un proceso, una discusión, la regulación de cualquier negocio lo que llevaba a Mr. Seth Stanfort y a Miss Arcadia Walker ante el juez de aquella ciudad. ¡No! Después de haber llenado todas las formalidades legales ante las autoridades competentes de Massachusetts y de Nueva Jersey, habíanse dado ellos cita en Whaston para aquel mismo día 12 de marzo y a aquella hora, las diez y siete minutos, para realizar un acto que, al decir de los amateurs, es el más importante de la vida humana.

Hecha, según se ha dicho, la presentación de Mr. Seth Stanfort y de Miss Arcadia Walker al juez, éste no tuvo que hacer otra cosa que preguntar al viajero y a la bella viajera cuál era el motivo de comparecer ante él.

—Seth Stanfort desea convertirse en el marido de Miss Arcadia Walker — respondió el uno.

—Y Miss Arcadia Walker desea convertirse en la esposa de Mr. Seth Stanfort —agregó la otra.

El magistrado se inclinó reverente diciendo:

—Estoy a su disposición, Mr. Stanfort, y a la de usted, Miss Arcadia Walker.

Ambos jóvenes se inclinaron a su vez.

— ¿Cuándo desean que se efectúe ese matrimonio? —preguntó Mr. John Proth.

—Inmediatamente..., si está usted libre —respondió Seth Stanfort.

—Pues abandonaremos Whaston tan pronto yo sea Mrs. Stanfort —declaró Miss Arcadia Walker.

Mr. John Proth indicó, con su actitud, cuánto lamentaba él, y con él toda la ciudad, el no poder conservar más tiempo dentro de los muros de Whaston aquella encantadora pareja, que en tal momento honraba con su presencia la ciudad. Luego añadió:

—Estoy por completó a sus órdenes. —Y retrocedió algunos pasos para dejar libre la entrada.

Pero Mr. Seth Stanfort le detuvo con un gesto.

— ¿Es preciso —preguntó— que Miss Arcadia y yo bajemos del caballo? Mr. John Proth reflexionó un instante.

—En manera alguna —afirmó, por fin—; puede uno casarse a caballo lo mismo que a pie.

Difícil habría sido encontrar un magistrado más acomodaticio, aun en ese original país de América.

—Una sola pregunta —dijo Mr. John Proth—; ¿están llenadas todas las formalidades impuestas por la ley?

—Lo están —contestó Seth Stanfort.

Y tendió al juez un doble permiso en debida forma, que había sido redactado por los escribanos de Boston y de Trenton después del abono de los derechos de licencia.

Mr. John Proth cogió los papeles y, haciendo cabalgar sobre su nariz los lentes con montura de oro, leyó atentamente aquellos documentos, legalizados con toda regularidad y cubiertos con el timbre oficial.

—Los papeles —dijo— se hallan en perfecto orden y estoy dispuesto a

certificar el matrimonio.

Nada tiene de extraño que los curiosos, cuyo número había aumentado considerablemente, rodeasen a la pareja, como otros tantos testigos de una unión celebrada en condiciones que parecían un tanto extraordinarias en cualquier otro país; pero la cosa no era para apurar ni para desagradar a los dos novios.

Subió entonces Mr. John Proth los primeros peldaños de la escalinata y, con una voz que se dejó oír de todos, habló así:

—Mr. Seth Stanfort ¿consiente usted en tomar por esposa a Miss Arcadia Walker?

—Sí.

—Miss Arcadia Walker, ¿consiente usted en tomar por marido a Mr. Seth Stanfort?

—Sí.

Recogióse el magistrado durante algunos segundos y, serio como un fotógrafo en el momento del sacramental «no os mováis», declaró:

—En nombre de la ley, Mr. Seth Stanfort, de Boston, y Miss Arcadia Walker, de Trenton, yo les declaro unidos por el matrimonio.

Ambos esposos se aproximaron y se dieron la mano como para sellar el acto que acababan de realizar.

Luego, cada uno de ellos presentó al juez un billete de quinientos dólares.

—Como honorarios —dijo Mr. Seth Stanfort.

—Para los pobres —dijo Mrs. Arcadia Stanfort.

Y uno y otro, después de inclinarse ante el juez, soltaron las riendas a sus caballos, que se lanzaron en la dirección del Faubourg de Wilcox.

— ¡Muy bien...! ¡Muy bien...! —exclamó Kate, hasta tal punto paralizada por la sorpresa, que, por rara excepción, habíase quedado diez minutos sin hablar.— ¿Qué quiere decir esto, Kate? —preguntó el juez Proth.

La anciana Kate soltó la punta de su delantal, que desde hacía un instante retorcía como un cordelero de profesión.

—Mi opinión, señor juez —dijo—, es que esas gentes están locas.

—Sin duda, venerable Kate, sin duda —aprobó Mr. John Proth, cogiendo de nuevo su pacífica regadera—. Pero ¿qué tiene eso de extraño? ¿No están

siempre un poco locos todos los que se casan?

CAPÍTULO II

QUE INTRODUCE AL LECTOR EN LA RESIDENCIA DE DEAN FORSYTH Y LE PONE EN RELACIÓN CON SU SOBRINO FRANCIS GORDON Y LA BUENA MITZ

— ¡Mitz...! ¡Mitz...!

— ¿Qué, hijo?— ¿Qué es lo que tiene mi tío Dean? ¿Qué le ocurre?

—Nada, que yo sepa.

— ¿Es que está enfermo?— ¡Oh, no! Pero si esto continúa, llegará seguramente a estarlo.

Estas preguntas y respuestas se cambiaban entre un joven de veintitrés años y una mujer de sesenta y cinco en el comedor de una mansión de Elisabeth Street, precisamente, en aquella ciudad de Whaston donde acababa de realizarse la más original de las bodas a la moda americana.

Pertenecía esta casa de Elisabeth Street a Mr. Dean Forsyth. Este señor tenía cuarenta y cinco años y los representaba efectivamente. Cabeza grande, desgreñada, ojos pequeños, con lentes muy gruesos; espaldas un poco encorvadas; cuello poderoso, envuelto en todas las estaciones del año con una corbata que le daba dos vueltas y le subía hasta la barba; levita amplia y arrugada; chaleco flojo, cuyos botones inferiores jamás se utilizaban; pantalón demasiado corto, cubriendo apenas sus zapatos demasiado anchos; casquete, colocado hacia atrás, sobre una cabellera rebelde; cara con mil pliegues y arrugas terminando con la perilla habitual de los americanos del Norte; carácter irascible, a un paso siempre de la cólera: tal era Dean Forsyth, de quien hablaban Francis Gordon, su sobrino, y Mitz, su anciana sirvienta, en la mañana del 21 de marzo.

Francis Gordon, habiendo perdido a sus padres siendo muy pequeño, había sido educado por Mr. Dean Forsyth, hermano de su madre. Aun cuando debía heredar cierta fortuna de su tío, no por eso se había creído dispensado de trabajar, y tampoco lo había creído así Mr. Dean Forsyth. El sobrino, una vez terminados sus estudios de humanidades en la célebre Universidad de Harvard, los había completado con los de Derecho, y era a la sazón un abogado en Whaston, donde la viuda, el huérfano y las paredes medianeras no

tenían defensor más resuelto y decidido. Conocía perfectamente las leyes y la jurisprudencia y hablaba con facilidad, con una voz ardiente y penetrante. Todos sus colegas, jóvenes y viejos, le estimaban y nunca se había creado un enemigo. De muy buena presencia, poseedor de cabellos castaños muy hermosos y de bellos ojos negros, de maneras elegantes, espiritual sin chocarrería, servicial y amable sin ostentación, diestro en los diversos géneros de deporte, a los que se entregaba con pasión la gentry americana, ¿cómo no había de ocupar un puesto entre los más distinguidos jóvenes de la ciudad, y cómo habría podido dejar de amarle aquella encantadora Jenny Hudelson, hija del doctor Hudelson y de su esposa née Flora Clarish?

Pero es demasiado pronto para llamar la atención del lector sobre esta señorita; es más conveniente que no entre en escena sino en medio de su familia, y aún no ha llegado ese momento, que no tardará, por lo demás: conviene, empero, aportar un método riguroso en el desenvolvimiento de esta historia, que exige extrema precisión.

En lo referente a Francis Gordon, añadiremos que Permanecía en la casa de Elisabeth Street, y no la abandonaría, sin duda, hasta el día de su matrimonio con Miss Jenny... Pero dejemos una vez más a Miss Jenny Hudelson donde está y digamos tan sólo que la buena Mitz era la confidente del sobrino de su amo y que le quería como a un hijo, o, mejor aún, como a un nieto, ya que las abuelas son las que generalmente superan la ternura maternal.

Mitz, sirvienta modelo, de la que no se podría hoy encontrar semejante, descendía de esa especie, ya extinguida, que tiene algo a la vez del perro y del gato; del perro, por lo que se adhiere a sus amos, y del gato, por lo que se adhiere a la casa. Como fácilmente puede imaginarse, Mitz hablaba con toda libertad a Mr. Dean Forsyth. Cuando éste se deslizaba, decíaselo aquélla claramente, si bien en un lenguaje extravagante, que sólo de un modo aproximado podría ser expresado en francés. Si él no quería hacerle caso, le quedaba sólo un recurso; abandonar la plaza, encerrarse en su gabinete y dar dos vueltas a la llave.

Por lo demás, Mr. Dean Forsyth no tenía por qué temer encontrarse nunca solo en el gabinete: seguro estaba de hallar siempre allí a otro personaje, que se sustraía de igual modo a las advertencias y sermones de Mitz.

Este personaje respondía al llamamiento de «Omicron», nombre extraño que debía a su mediana estatura, y se le habría apellidado «Omega» si su talla no hubiera sido demasiado pequeña. De cuatro pies y seis pulgadas de alto, desde la edad de quince años no había crecido más. Con su verdadero nombre de Ton Wife, había entrado a esa edad en la casa de Mr. Dean Forsyth, en vida de su padre, en calidad de joven criado, y había rebasado ya el medio siglo; de donde fácil será calcular que hacía ya treinta y cinco años que se hallaba al

servicio del tío de Francis Gordon.

Importa especificar a qué se reducía este servicio. A lo siguiente: Ayudar a Mr. Dean Forsyth en sus trabajos, por los cuales experimentaba una pasión igual, cuando menos, a la de su dueño.

¿Trabajaba, pues Mr. Dean Forsyth?

Sí, como aficionado; pero, con un fuego y un ardor de que pronto podrá juzgarse.

¿En qué se ocupaba el señor Dean Forsyth? ¿En Medicina, en Derecho, en Literatura, en Arte, en negocios, como tantos y tantos ciudadanos de la libre América?

Nada de eso.

¿En qué entonces?, se preguntará el lector. ¿En Ciencias?

No estáis en lo cierto. No en Ciencias, así en plural, sino en ciencia, en singular. Únicamente, exclusivamente, en esa ciencia sublime que se llama Astronomía.

Él sólo soñaba con descubrimientos planetarios o estelares. Nada o casi nada de lo que pasaba en la superficie del Globo parecía interesarle y vivía en los espacios infinitos. Sin embargo, como en ellos no encontraría qué almorzar ni qué comer, forzoso era que bajase por lo menos dos veces al día. Y precisamente aquella mañana no bajaba él a la hora habitual; se hacía esperar, lo cual ponía de muy mal humor a Mitz, quien dando vueltas en torno de la mesa, repetía:

— ¿No vendrá?— ¿No está allí «Omicron»? —preguntó Francis Gordon.

—Siempre está donde está su amo —repuso Mitz—. Yo, sin embargo, no tengo bastantes piernas —sí, así fue realmente como se expresó la estimable Mitz— para encaramarme a su habitual gallinero.

El gallinero en cuestión no era ni más ni menos que una torre, cuya galería superior dominaba en unos treinta pies el techo de la casa, un observatorio, para darle su verdadero nombre. Debajo de la galería existía una cámara circular con cuatro ventanas orientadas hacia los cuatro puntos cardinales. En el interior había algunos anteojos y telescopios de un alcance bastante considerable, y si sus objetivos no se gastaban no era por falta de uso. Lo que era más bien de temer era que Mr. Dean Forsyth y «Omicron» acabasen por perder los ojos a fuerza de aplicarlos a los oculares de sus instrumentos.

En esta cámara era donde ambos pasaban la mayor parte del día y de la noche, relevándose, a la verdad. Miraban, observaban, se sumían en las zonas

interestelares, arrastrados por la perpetua esperanza de hacer algún descubrimiento al que pudiera ir unido el nombre de Dean Forsyth. Cuando el cielo estaba puro, todo marchaba bien; pero no siempre está así por encima de la fracción del treinta y siete paralelo que atraviesa el estado de Virginia; también había nubes, cirros, nimbus, cúmulos, tantos como se quisieran y seguramente más de lo que hubieran deseado el amo y el criado. Así, ¡qué de lamentaciones, qué de amenazas contra aquel firmamento sobre el que la brisa amontonaba densos vapores!

Precisamente durante aquellos últimos días de marzo, la paciencia de Mr. Dean Forsyth se hallaba como nunca sometida a ruda prueba. Desde hacía muchos días obstinábase el cielo en permanecer cubierto, con gran furia del astrónomo.

Aquella mañana, 21 de marzo, un fuerte viento del Oeste continuaba arrastrando casi al ras del suelo todo un mar de nubes de una desoladora opacidad.

— ¡Qué fastidio! —suspiró por décima vez Mr. Dean Forsyth, tras una última e inútil tentativa para vencer la densa bruma—. Tengo el presentimiento de que pasamos al lado de un descubrimiento sensacional.

—Es muy posible —respondió «Omicron»—. Hasta es muy probable, porque hace algunos días, durante un claro, creí yo percibir...