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En un lenguaje sencillo, este libro plantea propuestas concretas para la discusión en torno a los contenidos de una nueva constitución. Su propósito es des-elitizar la "cuestión constitucional".
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© LOM Ediciones Primera edición, diciembre 2019 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN IMPRESO: 9789560012401 ISBN DIGITAL: 978-956-00-1287-6 Las publicaciones del área de Derecho en democracia de LOM ediciones han sido sometidas a referato externo. Edición y Composición LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago. Teléfono: (56-2) 2860 68 [email protected] | www.lom.cl Diseño de Colección Estudio Navaja Tipografía: Karmina Registro n°: 512.019 Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile
Prólogo
Cómo constituir. Asamblea Constituyente y nueva Constitución
Bases constitucionales para un Estado plurinacional
La (re)distribución territorial del poder en la nueva Constitución chilena
Estado Social como fórmula en la Constitución que queremos
Derechos sociales en una nueva Constitución: el constitucionalismo transformador
Constitución, género e igualdad. Sobre la necesidad de redefinir lo público y lo privado en la nueva Constitución
La igualdad en la Constitución que queremos
La tutela judicial y el debido proceso: reflexiones con miras a una nueva Constitución
El derecho a la educación en una nueva Constitución
Dignidad humana, prisión y encarcelamiento masivo
Las libertades expresivas en el imaginario constitucional
Trabajo y Constitución
La administración del Estado en una nueva Constitución
La jurisdicción en una nueva Constitución
Un constitucionalismo débil para Chile
Autoras y autores
El presente libro forma parte de un proyecto desarrollado en dos tiempos. El primero se verificó en 2015, cuando LOM publicó La Constitución chilena, cuya bajada de título da cuenta de nuestro propósito: Una revisión crítica a su práctica política. Quienes hemos participado de este proyecto editorial partíamos de una determinada comprensión acerca de la Constitución: ésta no es solo una norma jurídica, sino que es una determinada forma de regular y ordenar el poder político en una sociedad.
Así, teniendo como inspiración el ensayo de Walter Bagehot, La Constitución Inglesa (1867), quisimos revisar críticamente la Constitución chilena vigente desde categorías de análisis que hicieran posible establecer una distinción que nos parece clave: por un lado, los enunciados normativos del texto jurídico; por el otro, las prácticas políticas que les dan vida. A nuestro juicio, esta distinción permite comprender mejor el impacto que los contextos históricos u otros elementos no jurídicos,en sentido estricto, tienen en la configuración constitucional del poder político y social, lo que posibilitaría, a su vez, revisar críticamente las comprensiones dominantes o hegemónicas en esta materia.
En este contexto, aquel libro publicado en 2015 nos permitió identificar la carga política, histórica y filosófica de las normas constitucionales, poniéndolas en tensión con las aplicaciones y necesidades que demanda la sociedad chilena actual. Ello dejó en evidencia las transformaciones que ha tenido la Constitución chilena en la práctica, a pesar de conservar buena parte del texto originario de 1980, aunque relevando al mismo tiempo las limitaciones que impone al proceso político y las demandas que plantean los ciudadanos.
Esto último es, sin duda, lo más problemático de la Constitución chilena vigente, ya que no es mirada como una norma legítima y compartida que permite a todos los ciudadanos canalizar sus aspiraciones y preferencias en el marco normal del proceso político. Al contrario, importantes sectores de la sociedad ven en esta Constitución una «piedra de tope» para los nuevos requerimientos que impone la vida en comunidad, condicionamiento que se refuerza a causa de la actuación de algunos operadores jurídicos relevantes –el actual Tribunal Constitucional, especialmente– que han devenido en verdaderos guardianes de la estabilidad de un proyecto político partisano. Esta situación nos obliga a replantear el problema de la ilegitimidad de origen del actual orden constitucional y, muy especialmente, de su práctica política.
Es evidente que, hasta la fecha, el problema constitucional chileno no ha sido resuelto. El programa de Gobierno de la presidenta Bachelet tenía como uno de sus principales pilares la elaboración de una nueva Constitución para Chile, nacida en democracia. Se hizo una propuesta metodológica; decenas de miles de compatriotas participaron en encuentros locales en los cuales discutieron (y soñaron) con una nueva Carta a través de encuentros locales autoconvocados. Lo propio se hizo a nivel de provincias y de regiones. De dicho trabajo quedaron interesantes resultados, tanto respecto a los contenidos constitucionales como relativos al procedimiento, los que han sido recogidos en las llamadas Bases Ciudadanas y que se incorporaron, parcialmente, en un proyecto de nueva Constitución Política presentado en las postrimerías de dicho Gobierno. Creemos que ese texto no avanza en producir una Carta que encarne una profundización democrática y una distancia de los mecanismos de neutralización política de la ciudadanía. Por lo demás, el Gobierno del presidente Piñera ya ha señalado que no impulsará ningún proyecto de nueva Constitución, decisión política que, especialmente dada la dubitativa reacción ante el estallido social de octubre de 2019, mantiene abierta la cuestión constitucional.
Este libro avanza en explicitar la importancia de la reflexión crítica propositiva. Nos hemos preguntado qué forma de organización del poder queremos y cómo esas opciones podrían plasmarse en propuestas concretas para una nueva Constitución (es decir, una nueva forma de organización política del poder en la sociedad y no solo un nuevo texto constitucional). A eso se abocan, precisamente, los capítulos que estructuran este libro: contestar la interrogante acerca de la Constitución que queremos.
Enfrentarse a esta pregunta no es una cuestión puramente emocional, aunque podría serlo; incluso, podría llegar a ser concebida algo pasional, en los términos de Chantal Mouffe. Sin embargo, las nuestras son respuestas políticas a una pregunta propiamente constitucional, pero que reclama, precisamente, una perspectiva que no se agote en lo estrictamente jurídico normativo. Habrá opciones políticas, por supuesto, pero especialmente hay compromiso. Un anhelo por contar con una Constitución democrática, una forma jurídica del poder político que no responda a concepciones sesgadas de la sociedad, sino que resulte de la deliberación de nuestro(s) pueblo(s), de modo tal que sus principios, derechos e instituciones sean el reflejo de un sistema democrático que se edifique desde una concepción igualitaria de la ciudadanía.
No obstante lo anterior, no se trata de un ejercicio de imaginería constitucional o de reflexiones teóricas idealizadas, irrealizables e impracticables. Los textos que componen este libro contienen análisis académicos rigurosos, con propuestas reflexionadas y consistentes, que toman en cuenta perspectivas comparadas y muestran las dificultades que se producen con su implementación, aunque destacando las mejores experiencias que existen en esta materia, de las cuales sin duda podemos aprender y corregir. Nuestro país puede transitar de manera pacífica y democrática hacia mejores derechos o instituciones, como lo demuestra el valioso trabajo llevado a cabo en otras latitudes. En este sentido, muchos de aquellos enclaves autoritarios o cerrojos constitucionales diseñados por la dictadura han logrado sobrevivir el paso del tiempo por falta de voluntad o de convicción política en la élite, pues la demanda ciudadana por transitar hacia estadios de profundización de la democracia ha sido permanente.
Desde una perspectiva formal, los artículos que componen este libro están escritos como una reflexión abierta y sencilla, evitando la utilización exagerada de categorías dogmáticas y lenguaje técnico propio de la academia del derecho. Así, metodológicamente no hemos seguido las reglas clásicas de la dogmática jurídica, no solo porque este libro tiene una vocación ciudadana, sino porque se escribe con plena conciencia de su carácter situado en una sociedad determinada y en un momento histórico marcado por un intenso proceso constituyente. No se trata de un libro académico destinado solo a especialistas, sino de un producto cultural abierto a quienes tengan interés en conocer y pensar una nueva Constitución para Chile. Es una invitación a pensar La Constitución que queremos.
En este contexto, nos hemos propuesto hacer un texto cuyos destinatarios fueran los ciudadanos y las ciudadanas que, en lenguaje de Häberle, viven la Constitución todos los días, participan cotidianamente de las relaciones de poder que ésta configura. Hemos querido sacar la reflexión de las estanterías y vidrieras, muchas veces inaccesibles, despojando el monopolio de la discusión constitucional, residenciado tanto en especialistas del derecho público como en profesionales de la política. Esto explica el uso de un lenguaje más convencional y menos técnico, así como el limitado uso de las citas bibliográficas. Además, hemos recurrido a ejemplos, casos o problemas propios del acontecer nacional que han impactado en nuestra comunidad. Será responsabilidad de los lectores juzgar si logramos este cometido.
Asimismo, quisiéramos agradecer sinceramente a todos y todas quienes aceptaron la invitación a participar de este libro, coautores de este libro. Sin el aporte de esta comunidad de pares, el proyecto editorial que hoy ve la luz hubiera sido imposible. No es fácil realizar un libro colectivo, dada la complejidad de acordar temáticas comunes y de leerse recíprocamente. Con todo, gracias a los aportes de evaluadores anónimos que han revisado la propuesta original, hemos logrado construir una propuesta que goza de mayor unidad sistemática. Sabemos que ha sido un esfuerzo importante dedicar tiempo y energía a este trabajo, pero ello nos permite instalar la reflexión constitucional desde una perspectiva crítica, con el anhelo de aportar en el debate constituyente que Chile reclama. Finalmente, agradecemos a LOM ediciones por confiar en nuestro proyecto, así como a quienes lo revisaron y evaluaron, pues sin duda se ha visto mejorado gracias a esas observaciones.
Finalmente, este libro se lo dedicamos a quienes lamentablemente ya no están con nosotros y que se fueron con la esperanza de un país más justo y democrático. En especial a quienes, como Sergio Viera Bustamante, pertenecieron a una generación que vio florecer y morir un Chile democrático que, lamentablemente, no hemos podido recuperar.
Este libro llega a las etapas finales de su edición en medio del estallido social (o revuelta popular) que comienza en octubre de 2019, donde uno de los ejes de la discusión pública ha sido, precisamente, la cuestión constitucional. Luego de décadas de discusión política, el proyecto político plasmado en la Constitución de 1980 parece llegar a su fin, pues se ha abierto una posibilidad histórica de discutir la estructura de un nuevo marco constitucional de convivencia democrática, sin que medie un golpe de Estado o una guerra civil, como ha sido la experiencia chilena de los últimos doscientos años. Las propuestas constitucionales que se recogen en estas páginas hacen eco de este momento histórico, en que el poder constituyente emerge como una posibilidad real, cuya potencia transformadora ya no depende, como fue en los últimos treinta años, de los cerrojos dispuestos en favor de los poderes constituidos. Esperamos que estas reflexiones contribuyan al proceso constituyente actualmente en marcha, que dé paso, finalmente, a una Constitución democrática y plenamente legítima.
Jaime Bassa Mercado1
Chile vive un intenso proceso de reflexión constitucional, motivado por la persistente ilegitimidad de la Constitución aprobada en 1980 por la dictadura militar. Aun cuando el texto constitucional cuenta con decenas de reformas, lo cierto es que la Constitución –la forma jurídica del poder político– sigue siendo la misma. Por eso persiste su ilegitimidad. Hasta ahora, el proceso ha debido enfrentar una serie de dificultades provenientes de la oposición que parte importante de la clase política ha manifestado contra la posibilidad de reemplazar el texto constitucional y, eventualmente, contar con una nueva constitución. El rechazo a la idea de una nuevaconstitución ha significado un obstáculo importante para el proceso constituyente, porque algunos sectores quieren proteger la constitución vigente, pero también porque otros no quieren una nueva.
Ambas oposiciones comparten una adhesión a una determinada forma de acción política configurada por la constitución vigente desde 1980 que, tanto en el diseño como en los hechos, ha separado la expresión de la voluntad popular de las prácticas que caracterizan a la política institucional. Con ello, el ejercicio del poder político ha devenido en un instrumento vehiculizador de privilegios para quienes lo ejercen, no en favor de su titular originario, el pueblo o, en rigor, los pueblos. Dos elementos son necesarios para comprender lo que afirmo. Por un lado, una institucionalidad diseñada para anular el agenciamiento político del pueblo, a través de una serie de mecanismos que convierten los procesos electorales y deliberativos en una mera formalidad, anulando su fuerza transformadora. Por otro lado, la distinción entre texto constitucional y constitución política, clave para comprender cómo se relacionan las diversas dimensiones de lo constitucional, especialmente la normativa con la política.
Junto a estas oposiciones, el proceso constituyente enfrenta una serie de complejos desafíos; su éxito también depende de que estos sean superados satisfactoriamente.
El periplo reformista de la Constitución de 1980 presenta un sinuoso camino con más dudas que certezas, de cara a la garantía del principio democrático. Hemos llegado a un punto en el cual ya no es posible lograr la plena legitimación del ordenamiento constitucional a través de la vía reformista iniciada en 1989. Parte de la academia ha concurrido en que dicha vía se encuentra agotada. La discusión ha sido bastante intensa, pero la diferencia que todavía persiste es política y se explica, como veremos en las páginas que siguen, por la mayor o menor distancia que determinados sujetos tienen con la actual constitución política, antes que con su texto jurídico.
Todo el derecho, todo enunciado normativo, en fin, todo ordenamiento jurídico, es el resultado de una decisión política tomada por un determinado sujeto (individual o no) y en cierto momento histórico. Una ley podrá ser considerada como más o menos justa, más o menos legítima, incluso más o menos coherente con determinados parámetros políticos o morales, pero su origen siempre radica en una decisión política. Toda constitución ha sido redactada por puño y letra de alguien, de una o varias personas de carne y hueso, por un sujeto individual o uno colectivo. Dicha decisión puede ser el resultado de procedimientos autoritarios o democráticos, reflejar el mejor momento de la tradición constitucional del país o impulsar un proyecto constitucional partisano. Pero sigue siendo el resultado de una decisión política. Esta constatación nos permite volver la mirada a ese momento de generación del derecho y escrutar ahí las motivaciones para escribir una constitución en un sentido u otro. El resultado de ese escrutinio se proyecta, para bien o para mal, sobre el ordenamiento jurídico en cuestión.
La que sigue es una respuesta conocida sobre la que no vale la pena profundizar: la Constitución Política de la República de Chile no solo fue redactada en dictadura, sino que fue redactada por funcionarios de la dictadura: profesores de derecho constitucional que habían sido activistas opositores al gobierno de la Unidad Popular. Este dato nos permite identificar su evidente ilegitimidad de origen y comprender por qué su contenido sigue siendo un obstáculo para la legitimación del orden constitucional chileno. Es decir, la ilegitimidad no aqueja solo al texto jurídico de la Constitución, sino a cómo la sociedad chilena se constituyó políticamente.
El diseño constitucional de la dictadura es una reacción al gobierno de Allende. La constitución vigente no es el resultado de la evolución constitucional mundial, occidental, latinoamericana o chilena, sino de la afectación de los intereses de una minoría económica por las políticas redistributivas del Gobierno de la Unidad Popular. No sobre sus derechos. Sobre sus intereses. Así, el diseño institucional tuvo por objetivo garantizar que ese sector tradicional de la clase política chilena, aquel comúnmente identificado con los intereses económicos afectados entre 1964 y 1973, pueda controlar y prevenir intentos similares en el futuro, beneficiándola, en otras palabras, con un poder de veto institucional.
Estos dispositivos normativos de control político no responden a la lógica tradicional de pesos y contrapesos característica del Estado moderno. Se trata de dispositivos antidemocráticos, a través de los cuales una minoría controla la ejecución del proyecto político de la mayoría legítimamente electa, no para proteger derechos de las minorías, sino intereses particulares. De esta manera, los representantes del pueblo se verán impedidos a hacer lo que sí hizo el Gobierno de la Unidad Popular: implementar un proyecto político de transformación social. El agenciamiento político del pueblo será neutralizado por este diseño institucional.
Sobre las instituciones a través de las cuales se neutralizó el agenciamiento político del pueblo se ha escrito bastante en los últimos años (especialmente desde Atria 2013). Con el fin de ilustrar cómo la Constitución Política de la República ha condicionado la constitución de la comunidad política, creo necesario revisar dichas instituciones. Ello permitirá evidenciar la necesidad de comprender la estrecha relación que existe entre esta constitución jurídica y la constitución de la comunidad política, en la medida que el diseño de esas reglas impide que un ejercicio libre y autónomo de la soberanía popular le permita al pueblo(s) configurarse como una comunidad política de iguales.
a. Podemos identificar un primer grupo de instituciones que proyectan la desconfianza de sus redactores (y del sector político que todavía las defiende) hacia el régimen democrático de gobierno y, en última instancia, hacia la institucionalización de la voluntad popular y a la regla de mayoría.
Entre ellas, las que han sido sindicadas como enclaves autoritarios o trampas de la Constitución: i. el sistema electoral binominal para la representación parlamentaria, parcialmente reformado en 2015 (que garantiza un virtual empate entre partidos que, por la fuerza del sistema, terminaron organizados en dos grandes bloques electorales; estos no solo se reparten casi el total de la representación parlamentaria, sino que, además, han proyectado esta lógica binominal a una serie de instituciones cuyos integrantes son designados con el concurso del Congreso, como es el caso del Tribunal Constitucional); ii. los senadores designados por autoridades civiles y militares (quienes integraron los períodos legislativos entre 1990 y 2006, alterando significativamente la composición de las mayorías en el Congreso); iii. el sistema de leyes con quórum contramayoritario (especialmente las leyes orgánicas constitucionales, que regulan importantes instituciones constitucionales, condicionando su configuración institucional y su práctica política; valga señalar que casi todas ellas fueron aprobadas antes de 1990, incluso el mismo mes de marzo de ese año, en los últimos días de la dictadura); iv. las atribuciones de control del Tribunal Constitucional (curiosamente ampliadas en la reforma de 2005); v. las atribuciones originales del Consejo de Seguridad Nacional (reformado en 2005, ahora subordinado al poder civil); vi. la inamovilidad de los comandantes en jefe de las fuerzas armadas (vigente hasta 2005); vii. el llamado dominio máximo legal (que limita las competencias del legislador, invirtiendo la lógica de la Constitución de 1925 en el sistema de distribución de las competencias normativas); viii. las iniciativas exclusivas del Presidente de la República en importantes materias de ley (relativas a tributos, negociación colectiva, seguridad social, sueldo mínimo, remuneraciones del sector público, entre otras).
Todas estas instituciones fueron diseñadas pensando en cómo contener los efectos transformadores de un proyecto político impulsado por un gobierno con mayoría en el Congreso Nacional, ya sea para controlar el contenido de una decisión legislativa, interviniendo en ella, ya sea para obstaculizar su materialización en una ley, profundizando los rasgos presidenciales del régimen o los mecanismos de control contramayoritario. Gracias a este diseño institucional, la mayoría político-electoral no es suficiente para gobernar o para legislar, lo que también ha contribuido a la desafección ciudadana de la actividad política y, en suma, a la creciente deslegitimación de la institucionalidad vigente.
b. En un segundo grupo de instituciones podemos agrupar a aquellas destinadas a proteger intereses específicos que la oposición al Gobierno de Allende vio amenazados.
Entre estos destacan: i. el estatuto constitucional de la propiedad privada y, muy especialmente, de su expropiación (que contiene un nivel de detalle inédito para una norma de rango constitucional); ii. una forma particular de proteger la libre iniciativa económica (que ha sido extendida, incluso, a la garantía y protección de los derechos sociales a través de prestaciones por empresas privadas); iii. un limitado estatuto para la actividad económica del Estado (y una interpretación que lo ha reducido todavía más); iv. el establecimiento de un mercado para los derechos de aprovechamiento de aguas; v. la virtual desprotección de los derechos sociales, débilmente garantizados en el texto constitucional y sin acciones cautelares propias; vi. un régimen minero que vuelve a permitir la explotación privada (donde las concesiones de exploración y explotación minera se han multiplicado desde 1990); vii. una concepción meramente formal de la libertad de información, supuestamente compatible con la altísima concentración económica de los medios de comunicación social; viii. una serie de actores políticos impedidos de participar de la vida política del país en tanto representantes elegidos democráticamente (especialmente, dirigentes sociales y sindicales); ix. un pluralismo político marcado por sus excepciones constitucionales; x. un recurso de protección diseñado para proteger exclusivamente los derechos vinculados a la propiedad privada.
Prácticamente todas estas instituciones son el reflejo de las tensiones políticas que caracterizaron al Gobierno de la Unidad Popular: la propiedad privada, la actividad empresarial privada, la actividad económica del Estado, la expropiación, la actividad minera. La forma en que el ordenamiento constitucional las contempla configura un contexto institucional completamente diferente al que existía hasta el golpe de Estado, consolidando la abrupta transformación de la sociedad chilena y de la institucionalidad que se venía construyendo a lo largo de las décadas anteriores a 1973.
c. Por último, un tercer grupo de instituciones, más sutil y cuya configuración conceptual aparece algo más compleja, ha estado destinado a imponer determinadas lecturas de lo constitucional, principalmente por la vía discursiva, tanto en la academia como en la política contingente.
Se trata de dispositivos de control que han naturalizado una determinada comprensión del ordenamiento constitucional, reprimiendo formulaciones alternativas, tanto institucional como extrainstitucionalmente. Entre ellas, destacan: i. la interpretación constitucional de corte originalista, que configura el contenido normativo del texto recurriendo a las actas de la Comisión de Estudios para la Nueva Constitución como si fueran la voz autorizada del poder constituyente (comisión asesora de la Junta militar, que sesionó entre 1973 y 1978); ii. una concepción cognoscitivista de la interpretación constitucional que pretende despolitizar el proceso de determinación del contenido normativo del texto; iii. la naturalización de una determinada comprensión de lo constitucional, que esconde su propio carácter partisano, como si esta fuera la única interpretación correcta posible (que ha sido utilizada para condenar proyectos de ley o iniciativas gubernamentales como inconstitucionales en sí mismos, cuando solo atentan contra el proyecto político de la dictadura); iv. la consolidación de una forma discursiva de carácter binario –especialmente marcada en la discusión pública, pero con el respaldo de aquel sector de la academia comprometida con el proyecto político de la dictadura– donde parecen no caber matices entre lo constitucional y lo inconstitucional.
En fin, se trata de una serie de dispositivos e instituciones que buscan anular la incidencia del conflicto político y social en la configuración del ordenamiento constitucional, pensados, precisamente, para consolidar un orden constitucional en el cual las diferencias entre los distintos actores políticos fueran cada vez menos significativas. Al anular el conflicto, el sistema político (sus actores, procesos, elecciones e instituciones) fue condenado a la irrelevancia, consolidando una determinada concepción de lo constitucional y, con ella, de la propia sociedad.
De paso, estos dispositivos han operado como verdaderos higienizadores del actual texto constitucional, relativizando el contexto histórico y las circunstancias que le dieron vida, separando su contenido del proyecto político de la dictadura. Se le ha presentado como el resultado de las máximas de la razón constitucional, como una norma constitucional ahistórica, reflejo de ese manto de saber universal que la modernidad ha desplegado sobre (lo que solemos llamar) Occidente, deslocalizando el texto y la constitución de sus particulares contexto, momento histórico y lugar político. Desde sus orígenes, el discurso del constitucionalismo autoritario chileno ha presentado su constitución como una norma universal, manipulando la dicotomía constitucional/inconstitucional en favor de un proyecto político partisano. Para ello, ha aprovechado las categorías teóricas del derecho constitucional para referirse en términos pretendidamente neutros a un texto que, sin embargo, es el reflejo de un proyecto político particular.
La intensidad del malestar social que hemos visto en la última década emana de un complejo tejido de relaciones de poder que, a su vez, responden a un paradigma de sociedad individualista y mercantil. Ese tejido fue configurado durante la dictadura y a través del ordenamiento jurídico, siendo la Constitución Política del Estado el principal instrumento para su imposición. Así, se ha configurado una determinada constitución política de la sociedad, contra la cual parece levantarse el pueblo como sujeto político, reivindicando su derecho a configurar autónomamente su propia constitución política.
Dado que esto es así, la cuestión constitucional no se soluciona con una nueva Constitución Política del Estado, sino que con una nueva constitución política de la sociedad. Quienes estamos por un nuevo momento constituyente deberíamos estar pensando no solo en cómo canalizar la demanda hacia la institucionalidad vigente (en cómo hacer insostenible una decisión institucional contraria al sentir popular), sino en cómo contribuir a que el pueblo, en tanto sujeto político, configure nuevas formas para su propio agenciamiento político. No necesitamos una nueva Constitución que habilite al pueblo; al menos no solamente. Necesitamos un proceso político de (re)configuración del poder político popular, de modo tal que la decisión constituyente emane de prácticas políticas democráticas que le permitan a la comunidad política decidir autónomamente; en definitiva, una decisión autónoma respecto de las reglas de la dictadura.
Nueva constitución política significa reconfigurar las relaciones de poder. Ello solo puede ocurrir si en el proceso constituyente participan sujetos políticos que participen de prácticas políticas libres de los condicionamientos institucionales heredados del diseño constitucional de la dictadura; es decir, prácticas que se verifiquen entre sujetos que se reconocen mutuamente como iguales, que no se construyen desde la dominación y que no desconfíen de las decisiones tomadas por la mayoría. En este sentido, trazar la distinción entre norma jurídica y constitución política es crucial para la comprensión del proceso constituyente.
La solución al problema constitucional lleva décadas de espera. Sin perjuicio de que el sector político más ligado a la dictadura siga defendiendo su proyecto constitucional, lo cierto es que las múltiples encuestas realizadas en los últimos años muestran que la mayoría de la ciudadanía demanda una nueva Constitución, legítima y democrática. Sin embargo, ni la clase política ni los constitucionalistas que la han asesorado en los últimos años han estado a la altura de la reivindicación social. Se han realizado esfuerzos importantes, algunos de ellos incluso con pretensiones constituyentes. El más importante de ellos, sin duda, fue la reforma constitucional de 2005, pero las pretensiones constituyentes de esa época sucumbieron antes de la siguiente elección presidencial de 2009, donde la mayoría de los candidatos propuso nueva constitución o, derechamente, asamblea constituyente.
Las formas discursivas que han acompañado el debate público han defendido una propuesta que no dista de lo ya hecho en 2005, sino que continúa en la senda del reformismo inaugurada en 1989. Hasta ahora, el protagonismo lo ha tenido una ley de reforma constitucional. De hecho, la propuesta del Gobierno de Bachelet (2014-18) para encauzar el proceso constituyente dentro de la institucionalidad vigente supuso la aprobación de dos leyes de reforma constitucional y nada menos que con un quórum de dos tercios de diputados y senadores en ejercicio. Ambos proyectos fracasaron.
Más allá de los matices que han incorporado progresivamente sus actores más relevantes, el rechazo a mecanismos de cambio constitucional que permitan desplegar la potencia constituyente necesaria ha sido constante. La lógica discursiva de denunciar las así llamadas vías no institucionales como inadecuadas o derechamente ilegítimas, da cuenta de cómo se ha consolidado una concepción conservadora y formalista del ejercicio del poder político y, especialmente, un anquilosamiento de las formas clásicas de la democracia representativa.
Qué evidencia lo señalado. Las formas discursivas de que disponen políticos y juristas tradicionales han demostrado no ser suficientes para enfrentar el tipo de exigencias que se levantan desde una sociedad en permanente transformación, más compleja, para quien las formas tradicionales de la democracia representativa se han demostrado insatisfactorias, entre otras cosas, porque la promesa de «un hombre, un voto» se ha visto completamente desfigurada por la concentración del poder económico, pero también por las desigualdades estructurales que aquejan a la sociedad. Enfrentados, nuevamente, a viejas demandas, las formas de representación simbólica de la realidad que políticos y juristas tradicionales pueden formular se encuentran, indefectiblemente, agotadas. Sus reacciones a las propuestas vinculadas con la asamblea constituyente han sido particularmente agresivas. Calificativos tales como atajo (Zapata 2015), caer por la espalda (García 2015), resquicio (Zúñiga 2015, p. 241) y hasta golpe de Estado (Correa 2015, p. 12), solo dan cuenta de la insuficiencia de las viejas formas discursivas para enfrentar la cuestión constitucional, ya sea porque reflejan cierta incapacidad para comprender la complejidad del fenómeno político y social que esta cuestión supone, o bien porque dichas formas discursivas son utilizadas en defensa de las posiciones de privilegio que supone el ordenamiento actual para quienes recurren a ellas. En cualquier caso, el alegato se maquilla como una defensa de la legalidad vigente, tratando de ocultar el carácter político del discurso.
Desde esta perspectiva, el éxito de un proceso constituyente requiere de nuevos discursos constitucionales, capaces de desembarazarse de las lógicas institucionales heredadas de la dictadura y ver el fenómeno desde el autogobierno del pueblo y no solo desde los límites que supone una Constitución. La academia ha sido clave en la configuración de esos discursos en el pasado reciente, tanto en la configuración del orden actual como en su defensa, asumiendo posiciones partisanas comprometidas con la limitación del poder político antes que con el principio democrático. Esos actores deben asumir su responsabilidad histórica en la medida que sus construcciones discursivas permitieron justificar el Golpe, imponer una constitución fraudulenta e impedir su sustitución por una democrática. Hoy necesitamos académicos y académicas capaces de construir herramientas discursivas que justifiquen y faciliten el agenciamiento político del pueblo, y no solamente que lo limiten. Ello supone un compromiso con el valor democrático de los procesos nomogenéticos (constituyente y legislativo, principalmente) y de sus presupuestos asociados a la representación de la voluntad popular. El desafío, por tanto, no es solo pensar en formas institucionales no neutralizadas que habiliten el agenciamiento político del pueblo, sino en concebir un proceso constituyente en virtud del cual esas nuevas formas sean el resultado de procesos deliberativos en los cuales la voluntad popular pueda desplegarse sin las amarras que, por ejemplo, supone aquella neutralización. En otras palabras, que la decisión constituyente responda a una decisión popular, no solo a una decisión institucional no neutralizada.
Sabemos que el modelo institucional vigente obedece al concepto dicotómico de democracia constitucional: la pretensión de garantizar el autogobierno del pueblo, limitada por una Constitución que, en teoría, responde a ese mismo autogobierno. El constitucionalismo chileno que ha devenido en hegemónico en el transcurso de los últimos cuarenta años ha trabajado desde la aproximación normativa del concepto, es decir, desde una constitución entendida como conjunto de reglas que regulan y limitan el ejercicio del poder, postergando la dimensión democrática del binomio conceptual precitado y que le da sentido a este modelo de organización política.
Pareciera que este constitucionalismo poco tiene que decir respecto del componente político del concepto, aquel en virtud del cual las formas de autogobierno tensionan tanto la institucionalidad vigente como las clásicas formas políticas de la democracia representativa. El recambio que se está verificando en la academia –no solo generacional, también metodológico y epistémico– bien podría estar acompañado de uno en las formas discursivas a través de las cuales es analizado el fenómeno constitucional. Este recambio podría permitir, a su vez, mejores explicaciones de los fenómenos políticos y sociales que están detrás de la idea de democracia constitucional y, en consecuencia, sensibilizar las viejas instituciones de representación política ante las nuevas formas de agenciamiento político del pueblo.
El desafío de una nueva Constitución radica en garantizar el libre ejercicio de los derechos políticos y de la autodeterminación de los pueblos, en garantizar su agenciamiento político. Este modelo llamado democracia constitucional supone, por cierto, que una Constitución pueda establecer ciertos márgenes y límites para la deliberación política y democrática. Pero un texto constitucional no puede llegar al absurdo de cercenar dicha deliberación, identificándose con una de las concepciones de sociedad en disputa. Una Constitución debe garantizar la autonomía política de todos los individuos y sujetos políticos que componen una comunidad, para que todas las concepciones políticas en disputa puedan desplegarse libremente y en condiciones de igualdad, sin que la eventual hegemonía de alguna de ellas devenga en la opresión del resto. Es decir, un ordenamiento jurídico que no replique las opresiones estructurales y garantice, por esa vía, el igual ejercicio de los derechos de participación, habilitando la democracia, no solo encauzándola.
Esta discusión –acerca de los límites constitucionales a la democracia que podemos concebir como compatibles con la democracia constitucional– ha estado ausente del constitucionalismo chileno por largas décadas. En el último tiempo se ha visto cómo ciertos sectores de la doctrina nacional han mostrado preocupación por uno de los aspectos de este problema: el sentido que tiene el reconocimiento constitucional del principio democrático, así como la efectiva garantía del ejercicio de los derechos políticos como dimensión de la igualdad. Una línea eventualmente transversal a estos estudios dice relación con la revaloración de la dimensión popular del principio democrático, complementando lo que ha sido la aproximación tradicional hacia su dimensión institucional; es decir, desde la comprensión de que el principio democrático no se agota en su manifestación político-institucional, sino que, por el contrario, su plena realización debe construirse desde las condiciones materiales y normativas de ejercicio de los derechos políticos, especialmente en clave de participación ciudadana.
Desde esta perspectiva, parece claro que la superación de la persistente cuestión constitucional, alimentada por la ilegitimidad de la constitución vigente, solo será posible abriendo radicalmente los canales de comunicación entre la participación ciudadana y la institucionalidad estatal, pues mientras se siga estudiando y observando el fenómeno político solo desde su dimensión institucional, desde las formas jurídicas que regulan el ejercicio del poder, la crisis de legitimidad subsistirá. La superación de esta crisis no depende de la elaboración de reformas constitucionales que se separen del proyecto de la dictadura. Es necesario incorporar en este proceso constituyente la dimensión política de la nueva constitución y comprender que son necesarias nuevas formas de agenciamiento político del pueblo, que modifiquen las actuales relaciones de poder todavía condicionadas por las opciones políticas tomadas en dictadura.
En efecto, es evidente que existe un vínculo entre forma y fondo, entre los contenidos y el mecanismo, en especial cuando la forma que se promueve supone establecer un espacio de participación y deliberación ciudadana inédito. El contenido de la nueva constitución, entendida tanto en su dimensión jurídica como política, depende de los sujetos que participen en el proceso constituyente, de los intereses que estos representen y del grado de incidencia que cada cual tenga a lo largo de todo el proceso. Así, la dimensión jurídica de lo constitucional está caracterizada por la presencia de una serie de enclaves o trampas, cuya desarticulación parece cada vez más necesaria para el despliegue democrático del poder político en su dimensión institucional.
Sin embargo, ello no basta para contar con una nueva constitución, pues también es necesario desarticular aquellas relaciones de dominación que caracterizan a la sociedad chilena actual y que forman parte de la identidad de la constitución actual, pero ahora en su dimensión política. Para la disolución efectiva de esas relaciones de dominación, no es suficiente con reformar la dimensión jurídico-formal de la constitución y esperar a que la política institucional contribuya con lo que, en teoría, le corresponde. Es fundamental que esas relaciones puedan ser reconfiguradas desde el propio pueblo, construyendo nuevas estructuras de poder desde la misma práctica política de estas comunidades.
En razón de lo anterior, me parece claro que la posibilidad de referirnos a una nueva constitución no dependerá de cambios a nivel jurídico formal. Es decir, lo nuevo no puede ser entendido a través de las categorías conceptuales que han configurado la vía reformista desde 1989, donde solo ha tenido cabida la dimensión jurídica de lo constitucional, dejando fuera la dimensión política, especialmente aquella a través de la cual se explica el ejercicio del poder político no institucionalizado. Y no solo porque aquella sea una política (institucional) neutralizada, como ha sostenido Atria (2013) y he respaldado previamente (Bassa y Salgado, 2015), sino porque existe un diseño institucional que, neutralizado o no, sigue siendo beneficioso para cierto tipo de sujetos políticos, en desmedro de aquellos que sostienen la actual reivindicación constituyente.
En efecto, la crisis de legitimidad de lo constitucional no se agota en las trampas que han impedido el gobierno de las mayorías, sino que trasciende a las propias formas de agenciamiento político y, en consecuencia, de representación política que permiten explicar la relación que existe entre el pueblo como sujeto político –con toda la complejidad conceptual que se esconde detrás del término– y sus representantes. En otras palabras, la imposibilidad de la Concertación para encarnar las demandas democratizadoras del pueblo, luego de terminada la dictadura, no se explica solo por el diseño institucional que le daba veto a la derecha y el poder de tutelaje a las fuerzas armadas; se explica, también, por la forma en que el movimiento social sufrió-experimentó un proceso de desarticulación y, luego, por cómo sus intereses y necesidades, especialmente los intereses de los grupos subalternos, fueron postergados por quienes, al menos formalmente, estaban llamados a ser sus representantes, especialmente por los personeros de la Concertación. Su poder político fue significativamente mermado, mientras se consolidaban formas de agenciamiento político que, sin representar la voluntad soberana, proyectaron las estructuras de poder económico, ya existentes en la sociedad, hacia la institucionalidad estatal.
Esta crisis no se agota en la forma como se despliega el poder político en la institucionalidad estatal. La crisis es más profunda, en la medida que el actual diseño institucional permite una representación parcial de los intereses y necesidades de la sociedad, postergando a una serie de sujetos políticos a una relación de subalternidad, respecto de aquellos sujetos que sí encuentran cabida a la protección de sus intereses en la institucionalidad actual; en otras palabras, que sí cuentan con canales de participación y de representación. Esas categorías subalternas no solo son víctimas de las trampas de la constitución; también son víctimas de la estructura de poder político que caracteriza a la sociedad chilena actual. Esas relaciones de dominación no podrán ser disueltas solo reformando la Constitución o eliminando sus trampas, requieren de un momento propiamente constituyente, en el cual esos sujetos subalternos sean protagonistas en la reconfiguración de las relaciones de poder de las que forman parte. Y eso no se consigue con instancias formales de participación dirigidas desde la institucionalidad, sino a través de la rearticulación del poder político de los sujetos subalternos, pilar fundamental para que el proceso constituyente derive en una nueva constitución. En este sentido, la forma en que los grupos subalternos se configuran a sí mismos como sujetos políticos, a través de la articulación de sus diversas demandas sociales, es fundamental para la construcción del poder popular necesario para protagonizar el momento constituyente. Es a través de esa articulación que un sujeto constituyente logra erguirse como tal, a través de esos espacios de reivindicación y resistencia configurados al margen de la institucionalidad vigente (Muñoz 2015, pp. 141 ss).
Desarticular los enclaves autoritarios o las trampas de la Constitución jurídica podría dar paso a cierto tipo de decisiones institucionales que, ahora lejos de las formas neutralizadoras que caracterizaron a la transición, permita a los grupos y clases subalternas desarrollar el agenciamiento autónomo de su poder político. Pero también podría no hacerlo. En este punto del argumento, parece necesario evidenciar que, con o sin trampas, existen importantes sectores de la sociedad que se mantienen en condición de subalternidad, precisamente porque los mecanismos formales de representación política que caracterizan al Estado moderno están construidos sobre criterios que no se verifican por igual en toda la población y que impiden, en definitiva, la adecuada representación de los intereses que constituyen la complejidad de las sociedades contemporáneas. En Chile, una sociedad pequeña y con una cantidad importante de grupos subalternos y postergados, los intereses que llegan a conseguir representación institucional tienen un alto nivel de homogeneidad que contrasta con la diversidad que presenta la propia sociedad; dentro de dicha homogeneidad, las diferencias se evidencian, principalmente, en materias relativas a la moral sexual (la mal llamada agenda valórica) y en el juicio político a la dictadura militar. El resto aparece como un conjunto de materias en las cuales las diferencias parecen ser marginales, como consecuencia de la hegemonía de la política del consenso al centro, tan característica de esta etapa de crisis del Estado social (de Cabo 2010, pp. 79 ss.) o de pospolítica (Mouffe 2003, pp. 71 ss).
En otras palabras, al problema de la neutralización política que emana de los enclaves autoritarios o trampas de la Constitución, hay que agregar la forma en que la institucionalidad ha devenido en un aparato para la representación de intereses (preferentemente) de clase, precisamente como consecuencia de la estructura de relaciones de poder que presenta la sociedad chilena. Una serie de decisiones legislativas tomadas en los últimos años dan cuenta de cómo los intereses de los grupos hegemónicos han prevalecido por sobre los grupos subalternos, desde la tortuosa implementación de la así llamada gratuidad universal de la educación superior, hasta la cuestionada aprobación del control preventivo de identidad, pasando por una reforma laboral cuestionada por los sindicatos y las propuestas de reforma al sistema previsional, que mantienen su esencia capitalista de acumulación individual. Especialmente respecto de los derechos sociales, la mentada gradualidad ha sido utilizada como una excusa para implementar reformas parciales que no suponen un cambio significativo en la estructura de las relaciones de poder en la sociedad. En educación, por ejemplo, una reforma realmente significativa, que contribuya a modificar la estructura social de poder político, debiera tener por objetivo terminar con la acumulación del capital cultural y político que permite el actual modelo de educación. Mientras el diseño legislativo siga siendo funcional a la acumulación individual del capital que genera la sociedad, en favor de grupos minoritarios, en lugar de optar por una distribución justa y equitativa del mismo, la dimensión política del fenómeno –aquella en virtud de la cual es posible explicar o constituir relaciones de poder– seguirá relegando a importantes sectores de la sociedad a una condición de subalternidad.
En este sentido, qué podemos entender por una nueva Constitución. Qué factores propios de lo constitucional deben cambiar para que el resultado pueda ser concebido como algo, en efecto, nuevo. Los cambios que dan paso a una nueva Constitución, ¿se definen en abstracto o a partir de la Constitución chilena vigente, en particular? Ciertamente, no es un asunto que se defina exclusivamente desde la dimensión jurídica de la Constitución. La clave de inteligibilidad radica en la estructura de las relaciones de poder que actualmente sostiene la –y sostienen a la– Constitución, es decir, es necesario cambiar las formas constitucionales del poder, por ejemplo, abriendo espacios de participación radical a los grupos sociales que han estado sistemáticamente marginados y sometidos a relaciones de subalternidad (entre otros, pobres, privados de libertad, mujeres, pueblos originarios, minorías sexuales, migrantes, niños, niñas y adolescentes), con el objetivo de asegurar que cuando sea posible tomar una decisión institucional, libre de las trabas de la neutralización propias de la transición, sean las propias clases subalternas las que puedan decidir autónomamente, sin tener que esperar que representantes generados en instancias ajenas a su participación lo hagan por ellas. Esas nuevas formas de representación –sin la cual es impensable la acción política colectiva– deberán desplegarse libres de relaciones de dominación.
Para que un eventual momento constituyente dé paso a una relación de fuerzas de poder político diferente de la actual, se requiere de la participación de otro tipo de sujetos políticos, no de quienes se ven inmediata y materialmente privilegiados con la actual correlación de fuerzas políticas (como ha sucedido a lo largo de la llamada vía reformista, marcada por los hitos de 1989 y 2005), sino por quienes no ven este orden como fuente de privilegios o, incluso, por quienes son derechamente perjudicados por este. En otras palabras, si el proceso constituyente actualmente en curso lo vuelven a monopolizar quienes son hoy privilegiados por la actual estructura de relaciones de poder, proyectarán su estructura de privilegios sobre el futuro ordenamiento constitucional. Así, tal como en 2005, la decisión no será propiamente constituyente, precisamente porque no permitirá alterar las relaciones de poder que siguen relegando a la subalternidad a la mayoría de la población. Se trata de momentos de cambio constitucional en los cuales no hubo ningún intento por realizar una lucha contrahegemónica destinada a transformar las relaciones de poder (Muñoz habla de momentos de legitimación concertacionista de la Constitución transicional; 2015, pp. 123-139). La clave de la novedad radica en abrir radicalmente los espacios de participación política, para que la futura estructura normativa que regule –y establezca– las nuevas relaciones de poder, tanto al interior de la institucionalidad estatal como entre las personas (por ejemplo, en la forma en que ejercemos los derechos fundamentales), sea coherente con aquella estructura de relaciones de poder en la cual, libremente, estaríamos dispuestos a participar como una comunidad política libre.
Así, puestos a debatir sobre cómo el poder político adquiere forma jurídica a través de una decisión constituyente, la pregunta central debiera ser formulada en clave de sujetos políticos y no solo desde la forma institucional del poder. En otras palabras, qué tipo de sujetos debiera participar de este momento histórico para que pueda ser llamado constituyente, es decir, para que de él surja, efectivamente, una estructura jurídica y política nueva en el sentido de diferente de la actualmente vigente. Ello supone evidenciar que la actual estructura de poder de la sociedad es el resultado de una serie de prácticas contingentes monopolizadas por la élite dirigente que, configuradas desde 1973, ha alcanzado un importante grado de sedimentación.
Para ello, es fundamental pensar el momento constituyente chileno como un proceso político e histórico situado en un determinado contexto, sin limitar la construcción discursiva a las abstractas categorías conceptuales que han acompañado la idea de poder constituyente desde que fuera acuñado durante las revoluciones burguesas del siglo xviii. En Chile, las prácticas políticas que acompañan al modelo institucional denominado Estado de Derecho dan cuenta de una evidente matriz de autoritarismo político, cuyas huellas se pierden en la historia colonial prerrepublicana y se proyectan con fuerza hacia los siglos xix y xx. No solo es posible trazar la construcción de una epistemología autoritaria en la formación de la cultura jurídica chilena (cuestión que he abordado en Bassa 2013), sino que la evolución de nuestra propia institucionalidad se encuentra marcada por una periódica sucesión de guerras civiles, golpes de Estado, intentonas golpistas, alzamientos populares, matanzas obreras, el sometimiento de la Araucanía.
Asimismo, el influjo colonial no se encuentra del todo desarticulado en Chile, tal como lo demuestra la pervivencia del conflicto que el Estado de Chile mantiene con los pueblos originarios, especialmente con el pueblo mapuche. En nuestro país existe una matriz cultural originaria que ha sido sometida a la cosmovisión occidental impuesta durante la colonización de América. Formas originarias de configuración de relaciones de poder fueron desconocidas, suprimidas y reemplazadas, primero por los colonizadores y luego por las élites que impulsaron la construcción de las jóvenes repúblicas, quienes impusieron categorías conceptuales provenientes de un incipiente constitucionalismo moderno, europeizante y androcentrista. Estos dos momentos históricos, en los que las formas culturales originarias fueron desconocidas y perseguidas, son piedras angulares en la actual configuración de las relaciones de poder político en el seno de la sociedad y contribuyen de una manera importante en esa constitución política de la sociedad contra la cual parecen manifestarse importantes sectores de la comunidad política. Este dato es fundamental para enfrentar el debate constituyente en el país, pues esos principios del constitucionalismo liberal no se materializan de la misma forma para todos los sectores de la sociedad, generando estadios de subciudadanía, para quienes los derechos son una promesa incumplida, y estadios de sobreciudadanía, para quienes los derechos devienen en crudos privilegios (Medici 2013, pp. 64-66).
Comprender que constituir significa revisar críticamente las actuales estructuras de las relaciones de poder en la sociedad, para dar paso a una nueva forma jurídico-institucional de organización del poder político, tanto a nivel estatal como social, requiere i. evidenciar el punto de partida desde el cual se enfrenta el desafío constituyente, asumiendo el carácter situado del proceso histórico y de la reflexión política que lo acompaña, y ii. considerar cómo es posible desarticular aquellas relaciones políticas opresivas o de dominación que impiden un agenciamiento político de los pueblos libre y autónomo de las elites dirigentes. Ello supone abordar el desafío, contracultural en un modelo de acumulación capitalista, de terminar con el proceso de acumulación del poder político que favorece a las élites y de avanzar en un modelo institucional que permita la distribución del poder social, especialmente en favor de grupos que llevan décadas y siglos en condiciones de subalternidad.
El momento constituyente se desarrolla en un presente particularmente complejo, que combina una serie de dificultades que amenazan su éxito. Ciertamente, existen ciertos elementos procedimentales asociados a la iniciativa de la actual presidencia, que impulsa un «proceso constituyente» que contempla etapas de participación ciudadana y de su respectiva sistematización, junto a una etapa que lo enlaza con los mecanismos institucionales de reforma constitucional. Esta última tiene una doble dimensión: una reforma habilitante al Capítulo XV de la actual Constitución y un proyecto de reforma total sustitutiva del texto vigente2. El proceso impulsado –con muchísimas dificultades, por el Gobierno de Bachelet– es una de las manifestaciones más sofisticadas que hemos visto de la llamada «vía reformista», que se ha desplegado en Chile desde 1989. Uno podría preguntarse si la mayor sofisticación de esta nueva iniciativa gubernamental tiene la potencia suficiente para subsanar las carencias que la vía reformista ha presentado hasta ahora, especialmente considerando sus manifestaciones más importantes: 1989 y 2005. Ello supone analizar, en conjunto, i. los elementos del itinerario propuesto, ii. las características del actual momento político, y iii. su eventual potencia transformadora/constituyente.
Simplificando el diseño, podemos decir que el itinerario contempla dos grandes etapas: una de participación ciudadana y otra institucional. Mientras el objetivo de la primera fue abrir canales de participación para que la ciudadanía pudiera discutir en torno a los contenidos constitucionales y realizar sus propias propuestas, la segunda pretendía canalizar dichos contenidos dentro de la institucionalidad estatal y materializarlos en una nueva constitución. En un contexto de profunda desconfianza hacia las instancias tradicionales de representación política, que abarcan tanto a los órganos del Estado como a los partidos políticos (entre otros, por cierto), se invitó a la ciudadanía a organizar cabildos locales autoconvocados (que debían funcionar conforme a un formato bastante rígido), cuyas propuestas serían recogidas en cabildos provinciales y luego regionales. A través de plataformas digitales de irregular funcionamiento –y observados por un Consejo Ciudadano cuyo compromiso con la participación ciudadana fue, en el mejor de los casos, errático3–, cada cabildo formuló sus propuestas. En principio, la sistematización de dichos contenidos sería la base de un proyecto de nueva constitución presentado por el Gobierno al Congreso Nacional, cuya concreción depende de lo que decida la instancia constituyente, que, a su vez, depende de lo que el propio Congreso decida respecto de la reforma al Capítulo XV de la Constitución vigente. Al suspenderse esta tramitación a fines de 2017, todo el proceso quedó trunco.
De estas dos últimas decisiones políticas dependía todo el «proceso constituyente» impulsado por el Gobierno de Bachelet: de que el Congreso Nacional decida la reforma al Capítulo XV y habilite un mecanismo de reforma constitucional4 y, en conjunto, se pronuncie respecto del proyecto de sustitución constitucional que le presentará el Ejecutivo. El quórum fijado por la Presidenta de la República es de dos tercios de diputados y senadores en ejercicio, es decir, el quórum de reforma constitucional más alto que contempla el texto constitucional vigente. Dadas las actuales formas de representación política vigentes en Chile, si no hay una virtual unanimidad en los dos grandes bloques con representación parlamentaria, no habrá ninguna reforma significativa al actual texto –que, básicamente, responde al proyecto político de la dictadura, más las modificaciones de 2005, que lo hacen menos vergonzoso para un país democrático–, por lo que seguirá vigente. Así, el desenlace del «proceso constituyente» no dependerá de una decisión tomada por el pueblo soberano, sino de aquellas formas de representación política diseñadas para 1980 y vigentes desde 1990; las mismas formas que no han sido suficientes para salvar el permanente cuestionamiento a la legitimidad de la Constitución, que no han enfrentado con éxito la cuestión constitucional. La historia constitucional reciente ha demostrado que esas formas de representación política no pueden dar más de lo que ya han dado en la solución de la cuestión constitucional, sea porque se encuentran amarradas a un diseño institucional antidemocrático, o bien porque no representan a aquellos sectores de la sociedad que demandan un nuevo ordenamiento constitucional. Es decir, o bien no pueden encabezar un proceso constituyente por estar sometidos a formas institucionales neutralizadoras o simplemente no quieren; pues modificar las actuales estructuras de poder supone cuestionar sus propias posiciones de privilegio, asentadas en esas estructuras. El propio proyecto de reforma constitucional presentado por el Ejecutivo en abril de 2017 da cuenta de ello, ratificado por la decisión del Gobierno de Piñera (2018-2022) de no perseverar en dicho proceso.
Lo anterior configura, al menos, dos tipos de aproximaciones, desde las cuales es posible cuestionar la potencia constituyente que esta nueva versión de la vía reformista podría tener. En primer lugar, se configura una limitación epistémica, dadas las evidentes dificultades que han presentado los actores políticos tradicionales para formular o proponer nuevas representaciones simbólicas de la realidad, para sostener nuevos discursos de lo constitucional que permitan hacer frente a la constante crisis de legitimidad que alimenta a la cuestión constitucional. Las formas discursivas que acompañan la vía reformista son las mismas desde 1989, tanto por parte de quienes han defendido las reformas como por quienes se han opuesto a ellas, pues las condiciones materiales desde la cual son formuladas, así como el tipo de relaciones políticas entre representantes y representados que ellas reflejan, siguen siendo las mismas desde el fin de la dictadura. Las decrecientes tasas de participación electoral, la escasa densidad y renovación ideológica de los partidos políticos, así como la elitización de la actividad política y la ausencia de renovación en las élites gobernantes, dan cuenta de ello.
No hay razones que permitan prever la emergencia de nuevas formas discursivas por parte de quienes i. ya han formulado las que podían formular, y ii. no han incorporado la representación de nuevos sujetos o actores políticos. Así, este problema epistémico se conecta con uno político, precisamente porque existe un agotamiento de las posibilidades que los actores tradicionales tienen para conocer/comprender/representar la realidad, lo que se traduce en una crisis en las formas tradicionales de representación política. En los tiempos que corren, y dado el contexto de sociedades complejas y de masas, ello no implica una renuncia a la representación política, pero sí parece indicar que las clásicas formas de representación de la democracia del siglo xx ya no son capaces de canalizar las demandas que emanan de una sociedad cuyos sujetos políticos se han complejizado radicalmente en las últimas décadas. La crítica ciudadana contra la representación política no se dirige contra toda forma de representación política ni, por cierto, contra ella en abstracto. Dicha crítica ciudadana representa una denuncia contra las actuales prácticas de representación política, que han sido monopolizadas por ciertos sectores minoritarios de la élite y que han subvertido el sentido de las instituciones representativas, poniéndolas a disposición de sus propios intereses particulares.
Así, y en segundo lugar, es posible identificar una limitación política a la potencia transformadora, o propiamente constituyente, de esta nueva vía reformista. Se ha normalizado la idea de que ciertas reformas estructurales requieren de «grandes acuerdos» entre los actores políticos, que les den viabilidad: la famosa política de los consensos, aquella que caracterizó al período de transición o de postdictadura, fenómeno político que implicó algo más que la renuncia a ciertas identidades ideológicas de los partidos de izquierda5 y forzó una suerte de «gran consenso al centro», caracterizando la pretensión del fin de las ideologías. Se ha afirmado que si no hay un tal gran acuerdo, los cambios responderían al mero voluntarismo de la coalición gobernante o, peor, del mandatario «de turno». Este tipo de afirmaciones exige revisar qué quiere decir consenso, respecto de qué materias este puede ser deseable o necesario, y cuál es la finalidad política que podría esconder quien lo invoca (casi siempre como límite a una decisión democrática). En efecto, el consenso puede ser razonable respecto de las instituciones políticas básicas, aquellas que permiten una convivencia democrática. Sin embargo, las especificidades de su implementación, así como los énfasis en la distribución de los costos y riquezas de la vida en sociedad, generalmente están sujetos a la política contingente, aquel espacio de deliberación y disputa entre proyectos políticos alternativos que luchan por la adhesión popular. Es decir, una sociedad puede garantizar estabilidad democrática cuando sus instituciones básicas han sido debidamente consensuadas y se ha garantizado el espacio necesario para la disputa democrática. Cerrar ambas instancias bajo el argumento del consenso genera dos grandes tipos de efectos: i. impone la protección del statu quo (siempre construido sobre la exclusión de alternativas), y ii. debilita la democracia al anular la regla de mayoría para la toma de decisiones (vaciando de contenido tanto el disenso como la propia democracia).
La sedimentación social y cultural de grandes reformas estructurales requiere estabilidad en el tiempo. Para ello, el consenso es fundamental. Sin embargo, esgrimirlo como un requisito habilitante del proceso constituyente no es más que un recurso retórico falaz, que pretende desarticular la reivindicación por una nueva constitución: i. el primer acuerdo necesario para el proceso constituyente no se refiere a los contenidos de una eventual nueva constitución, sino a la necesidad de contar con una. Se trata de una decisión preliminar que le corresponde tomar al pueblo soberano por ejemplo, a través de un plebiscito habilitante6, y ii. ese gran consenso relativo a la necesidad de contar con una nueva constitución podría, eventualmente, faltar en las cúpulas dirigenciales (cuestión que es, por cierto, discutible); sin embargo, la ciudadanía respalda mayoritariamente la necesidad de una nueva constitución, como lo han demostrado todas las mediciones y encuestas realizadas en los últimos años (al menos mientras las encuestas incorporaron dicha pregunta), algunas referenciadas previamente.
Se trata de una limitación política a la potencia transformadora de un proceso constituyente, precisamente porque este recurso retórico ha sido utilizado por quienes, sistemáticamente, se han opuesto a todo cambio constitucional –entorpeciendo la deliberación democrática en torno a la cuestión constitucional y defendiendo, como regla vigente por defecto ante la falta de «acuerdo», el proyecto constitucional de la dictadura–, logrando así contener las iniciativas impulsadas por la vía reformista. Esa capacidad de contención que han mostrado los defensores de la Constitución de Pinochet se mantiene vigente, articulándose a través de instituciones políticamente neutralizadas, por ejemplo, a través del quórum de dos tercios para la reforma constitucional. Incorporar este elemento en el itinerario da cuenta de cómo la vía reformista se agotó y que no es capaz de dar más de lo (poco) que ya dio, pues no es ni ha sido capaz de reconfigurar las relaciones de poder en la sociedad; es más, ni siquiera tiene la capacidad de plantearse dicho objetivo.
Ambas aproximaciones críticas a la vía reformista que se ha seguido desde 1989 y que se presenta como agotada, derivan en la necesidad de una apertura radical de la participación política, a quienes se han visto sistemáticamente postergados de incidir en la solución de la cuestión constitucional. Esa apertura supone viabilizar una participación política decisoria, en los contenidos del proceso constituyente, a quien detenta el poder político originario: el pueblo soberano. Ese pueblo (los pueblos) lleva varios años movilizado en defensa de una serie de demandas ciudadanas, entre las que destaca la asamblea constituyente como una vía de solución a la cuestión constitucional, instancia que podría establecer nuevas formas democráticas para el ejercicio del poder político (tanto el que se ejerce en el plano institucional como en la sociedad).
Llegados a este punto, luego de revisar las relaciones entre la Constitución Política del Estado y la constitución política de la sociedad, es posible concluir que la solución no es un nuevo texto constitucional, sino una nueva forma institucional para el ejercicio del poder político, tanto a nivel de las instituciones del Estado como de la sociedad y su soberanía popular. En definitiva, nuevas prácticas para el ejercicio autónomo de la soberanía popular. Para poder abordar el desafío constituyente que se configura en esta etapa del desarrollo político del país, será necesaria la articulación entre las diversas demandas ciudadanas que, de manera explícita o no, confluyen en la necesidad de una nueva constitución que les dé viabilidad. Muchas de estas reivindicaciones emanan de la radical mercantilización de diversos espacios de la vida –educación, salud, seguridad social, trabajo, medio ambiente–, avalada por el soporte ideológico de la Constitución vigente y sus normas de amarre.
Si llegamos a tener una nueva constitución –donde nueva