0,99 €
Cipriano Meré, un ingeniero francés que vive actualmente en los Campos de Diamantes, Griqualand, Sudáfrica desea casarse con la bella hija del Señor Watkins, quien cuenta con que Alicia se quede en Sudáfrica y se case con uno de los mineros más adinerados de la región.Para situarse en una posición favorable para hacerse con la mano de Alicia, Cipriano compra una porción de tierra y comienza a trabajarla, en busca del preciado tesoro. Sin embargo, Alicia lo convence para que vuelva a la química y retome su teoría de la sintetización del diamante.
El experimento parece cobrar efecto cuando el ingeniero crea un diamante al cual nombra «La estrella del sur».
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
Octubre 2020
LA ESTRELLA DEL SUR
¡Ah, cuán terribles son esos franceses!
—Os escucho, señor.
—Caballero, tengo el honor de solicitar la mano de miss Watkins, vuestra hija.
—¿De Alice?…
—De Alice, señor. Mi demanda parece, sorprenderos. Dispensadme pues si no acierto a explicarme en qué puede pareceros extraordinaria. Como sabéis, me llamo Méré. Bien, actualmente, cuento veintiséis años y soy ingeniero de minas, salido con el número dos de la Escuela Politécnica. Mi familia es sumamente honrada, si bien carece de fortuna. El cónsul de Francia en el Cabo podrá confirmar cuanto os digo, si así lo deseáis, lo mismo que mi amigo Barthés, el valiente cazador que ya conocéis, como todos en Griqualandia. Estoy aquí con una misión científica por cuenta de la Academia de Ciencias y del Gobierno francés. En este último año he conseguido el premio Houdart, en el Instituto, por mis trabajos sobre la formación química de las rocas volcánicas de la Auvernia. Mi memoria acerca de la cuenca diamantífera del Vaal, que casi he concluido, no puede menos de ser bien acogida por el mundo ilustrado. Al dar término a mi misión, seré nombrado profesor adjunto de la Escuela de Minas de París, y he ordenado que alquilasen para mí un piso en la calle de la Universidad, 104, piso tercero. Mi sueldo se elevará a comienzos de enero próximo a cuatro mil ochocientos francos. No es una riqueza, bien yo lo sé; pero con el producto de otros trabajos personales, con visitas periciales, con premios académicos y colaboración en revistas científicas, este sueldo casi ha de doblarse. Agregaré que siendo mis gustos bastante modestos, no se necesita más para ser feliz. Caballero, os lo repito: tengo el honor de pediros la mano de vuestra hija.
Fácil era ver con sólo considerar este breve discurso, que Cyprien tenía la costumbre, ante todo, de marchar directamente hacia su objeto y de hablar con entera franqueza.
Su fisonomía no desmentía la impresión que causaba su lenguaje; era la de un joven ocupado habitualmente en las altas concepciones científicas, que no da a las vanidades mundanas más tiempo que el estrictamente necesario.
Sus cabellos castaños, bien cortados, la sencillez de su traje de viaje, de cutis gris, el sombrero de paja de diez sueldos, que había colocado al entrar sobre una silla, a pesar que su interlocutor permanecía imperturbablemente cubierto, con esa poca aprensión habitual a los tipos de la raza anglosajona,
todo en Cyprien Méré denotaba un espíritu serio, como su mirada límpida revelaba un corazón puro y una conciencia recta.
Es menester agregar también, que este joven francés hablaba el idioma inglés con perfección, como si hubiese vivido largo tiempo en los condados más británicos del Reino Unido.
Mister Watkins le escuchaba fumando una larga pipa, sentado en un sillón de madera, la pierna izquierda extendida sobre un taburete de paja, el codo en el extremo de una mesa rústica, frente a un frasco de ginebra y de un vaso lleno de este licor alcohólico.
Este personaje aparecía vestido con pantalón blanco, una chaqueta de gruesa tela azul, una camisa de franela amarilla, sin chaleco ni corbata. Bajo el gran sombrero de fieltro, que parecía atornillado sobre su cabeza gris, se redondeaba un rostro rojo y abotagado, que se hubiera podido creer inyectado con jalea de grosella. Esta cara poco atractiva, sembrada a intervalos de una barba seca, color de grama, estaba perforada por dos ojillos grises que no respiraban seguramente paciencia ni bondad.
Fuerza es decir, en descargo de míster Watkins, quien sufría terriblemente de la gota, lo que le obligaba a tener su pie izquierdo envuelto en trapos; y la gota, lo mismo en el África meridional que en los demás países, no se ha hecho para dulcificar el carácter de aquéllos cuyas articulaciones muerde.
La escena pasaba en la planta baja de la granja de míster Watkins, situada hacia el 29 grado de latitud Sur y los 22 grados de longitud Este del meridiano de París, en la frontera occidental del Estado libre de Orange, al Norte de la colonia británica del Cabo, en el centro del África austral o anglo-holandesa. En este país, del que la orilla derecha del río Orange forma el límite hacia los confines meridionales del gran desierto de Kalahari, que lleva en las antiguas cartas el nombre de país de los Griquas, es llamado con justicia desde hace unos dos lustros, el Diamondsfield, o sea, campo de diamantes.
La habitación donde se celebraba esta entrevista diplomática, era también notable por el lujo extemporáneo de algunas piezas de su moblaje, cuanto por la pobreza de otros detalles en el interior. Por ejemplo, el suelo era simplemente de tierra batida, pero en cambio, estaba cubierto a trozos con espesas alfombras y pieles preciosas. En aquellas paredes, que jamás habían sido empapeladas, había colgadas una magnífica péndola de cobre cincelado, armas de precio de diversas fabricaciones, láminas inglesas encuadradas en magníficos bordados. Un sofá de terciopelo aparecía junto a una mesa de madera blanca, buena a lo sumo, para las necesidades de una cocina.
Sillones venidos en línea recta de Europa, tendían en vano sus brazos a míster Watkins, que prefería un viejo sitial, labrado en otro tiempo por sus
propias manos. Finalmente, la acumulación de objetos de valor, y sobre todo la mezcla de pieles de panteras, leopardos, jirafas, gato-tigres, que estaban arrojadas sobre todos los muebles, daban a esta sala un aspecto de bárbara opulencia.
La forma del techo evidenciaba que aquella casa no tenía unos pisos superiores, componiéndose sólo de la planta baja. Como todas las del país, estaba construida, parte de tablas y parte de tierra arcillosa, y cubierta por hojas de zinc acanaladas, sentadas sobre su ligera armadura.
Se advertía además que la habitación acababa apenas de terminarse. En efecto, bastaba asomarse a una de las ventanas para percibir a derecha e izquierda cinco o seis construcciones abandonadas, todas del mismo orden, pero de edad diferente y en un estado de decrepitud cada vez más avanzado.
Eran otras tantas casas que míster Watkins había construido sucesivamente, habitadas o abandonadas según el estado de su fortuna, y que marcaban, por decirlo así, los escalones. La más lejana estaba hecha solo con terrones de césped, y no merecía sino el nombre de choza. La siguiente estaba hecha con arcilla. La tercera, con arcilla y planchas; la cuarta, con arcilla y zinc. He aquí la escala ascendente que el incremento de la industria de míster Watkins le había permitido subir.
Todos estos edificios, más o menos arruinados, se levantaban sobre un montículo situado cerca de la confluencia del Vaal y del Modder, los dos principales tributarios del Orange en esta región del África austral. Y hasta donde alcanzaba la vista, en todo el contorno, es decir hacia el Sudoeste y el Norte sólo se veía la llanura triste y desnuda.
El Veld, como dicen en el país, lo forma un suelo rojizo; seco, árido, polvoriento, apenas sembrado de trecho en trecho de una hierba escasa y de algunos ramilletes de arbustos espinosos. La absoluta falta de árboles es el rasgo característico de este triste cantón. Desde luego, teniendo en cuenta el que tampoco existe hulla, así como las comunicaciones con el mar son pocas y difíciles, no se extrañará entonces que falte el combustible y que haya precisión de quemar el estiércol de los ganados para los usos domésticos.
Sobre este fondo monótono, de casi lamentable aspecto, se establece la corriente de los dos ríos, tan anchos, tan poco encajonados, que apenas se comprende cómo no esparcen sus aguas a través de toda la llanura.
Tan sólo hacia el Oriente el horizonte está cortado por los lejanos picos de dos montañas, el Peatberg y el Paardeberg, al pie de las cuales una vista privilegiada puede llegar a distinguir el humo, el polvo, pequeños puntos blancos, que son casas o tiendas, y alrededor de ellas un hormigueo continuo de seres animales de varias clases.
Allí, en el Veld, es donde hallan los placeres de diamantes en explotación, el Du Toit’s Pan, el New Rush, el más rico tal vez de todos ellos, y el Vandergaart Kopje. Estas diversas minas a cielo abierto y casi a flor de tierra, que están comprendidas bajo el nombre general de dry-diggins, o minas en seco, han producido desde 1870 unos cuatrocientos millones de diamantes y piedras finas. Se encuentran reunidas en una circunferencia cuyo radio mide aproximadamente dos o tres mil kilómetros. Se las veía muy distintamente con el anteojo desde las ventanas de la granja Watkins, que no estaba separada de ellas más de cuatro millas inglesas.
La palabra granja es un término impropio si se aplica a un establecimiento de este género, porque era imposible percibir en los alrededores ninguna clase de cultivo. Como todos los pretendidos granjeros de esta región del Sur de África, míster Watkins era más bien un pastor, propietario de rebaños de bueyes, cabras y carneros, que el verdadero gerente de una explotación agrícola.
Entre tanto míster Watkins no había aún respondido a la demanda tan política y a la vez tan claramente formulada por Cyprien Méré.
Luego de haberse consagrado por lo menos tres minutos a reflexionar, se decidió por fin a retirar la pipa de sus labios y emitió la opinión siguiente, que evidentemente no tenía sino una relación muy lejana con la cuestión.
—¡Creo que va a cambiar el tiempo, amigo mío! ¡Jamás mi gota me ha hecho sufrir tanto como desde esta mañana!
El joven ingeniero frunció el entrecejo, volvió un instante la cabeza, y se vio obligado a hacer un esfuerzo sobre sí mismo para no demostrar su descontento.
—Tal vez haría bien en renunciar a la ginebra, míster Watkins —respondió secamente, mostrando la vasija de gres que los ataques del bebedor con presteza vaciaba.
—¡Renunciar a la ginebra! ¡Por Júpiter! ¡Buena es ésa! —gruñó el granjero
—. ¿Acaso la ginebra ha hecho daño jamás a un hombre honrado?… Sí ¡ya sé lo que queréis decir!… ¡Vais a citarme la receta de ese médico a un lord corregidor que padecía de la gota! ¿Cómo se llamaba ese médico?
¡Albernethy, creo! «¿Queréis estar bueno? —le decía a su enfermo— vivid a razón de un chelín día por día, ganadle por un trabajo personal». ¡Todo eso es muy hermoso, muy bueno! Pero ¡por nuestra vieja Inglaterra, si para encontrarse bien fuese preciso vivir a razón de un chelín diario! ¿De qué serviría haber hecho fortuna?… Ésas son tonterías indignas de un hombre de mucho talento como vos, monsieur Méré. ¡No me habléis más de eso, os lo suplico!… ¡Por mi parte prefiero que me entierren! Comer bien, beber bien,
fumar uña buena pipa siempre que tenga ganas; no tengo otra alegría en el mundo: ¿y queréis que renuncie a ella?
—¡Oh! ¡No tengo gran interés! —aseguró Méré con toda franqueza.
—Os recuerdo solamente un precepto de salud que creo justo. Pero dejemos este asunto, si os parece, míster Watkins, y volvamos al objeto especial de mi visita.
Mister Watkins, tan prolijo hacía poco, había vuelto a caer en su mutismo y arrojaba silenciosamente bocanadas de humo de tabaco.
En este momento fue abierta la puerta y una bella joven entró, llevando un platillo cargado con un vaso.
Esta bonita joven, encantadora bajo su gran cofia al estilo de las granjeras del Veld, estaba sencillamente vestida con un vestido cuya tela tenía un dibujo de lindas florecillas. De edad de diecinueve a veinte años, de blanquísima tez, con hermosos cabellos rubios y finos, grandes ojos azules y fisonomía dulce y alegre, era la imagen de la salud, de la gracia, del buen humor.
—Buenos días, monsieur Méré —saludó al entrar. Habló en francés, pero con ligerísimo acento británico.
—Buenos días, miss Alice —respondió Cyprien que se había levantado al entrar la joven, e inclinado ante ella.
—Os he visto llegar, monsieur Méré —hizo saber miss Watkins, dejando ver sus bonitos dientes a través de una amable sonrisa—, y como sé que no sois aficionado a la detestable ginebra de mi padre, os traigo limonada, deseando que la encontréis fresca y agradable.
—¡Cuánta amabilidad, señorita!
—¡Bah! Hablando de otra cosa: no podéis imaginaros lo que Dada, mi avestruz, se ha tragado esta mañana… ¡La bola de marfil que me servía para repasar las medias!… ¡Si, mi bola de marfil!… Es de buen tamaño, ya la conocéis, monsieur Méré, y procedía en línea recta de New Rush… ¿Qué os parece?… Esa glotona de Dada la ha tragado como si fuese una píldora. Estoy segura de que esa pícara bestia me hará morir de un disgusto, tarde o temprano.
Al contar su historia, miss Watkins mostraba en sus azules ojos una expresión tan alegre, que no indicaba un deseo extraordinario de realizar este lúgubre pronóstico, ni aun en mucho tiempo. Pero, de pronto, con la intuición tan viva de las mujeres, observó el obstinado silencio que guardaban su padre y el joven ingeniero, y el embarazo que les causaba su presencia.
—¡Se diría, señores, que os molesto! —manifestó—. Si tenéis secretos que
no pueda escuchar, voy a retirarme… Por otra parte, no tengo tiempo que perder. Precisa que estudie mi sonata antes de ocuparme de la comida…
¡Vamos, decididamente no tenéis hoy gana de hablar!… ¡Os dejo, pues, entregados a vuestras maquinaciones!
Se dirigía ya hacia la puerta, pero de pronto, volvió sobre sus pasos y dijo con graciosa gravedad:
—Monsieur Méré, cuando queráis usted interrogarme sobre el oxígeno, yo estoy enteramente a vuestra disposición. He leído ya tres veces el capítulo de química que me habéis dado como lección y este «cuerpo gaseoso, incoloro, inodoro e insípido», no tiene ya secretos para mí.
Miss Watkins hizo una linda reverencia y desapareció como un ligero meteoro.
Un momento después, los acordes de un excelente piano, resonando en una de las habitaciones más alejadas del gabinete hicieron saber que la joven se entregaba por completo a sus ejercicios musicales con toda brillantez.
—Y bien, míster Watkins —manifestó Méré, a quien esta amable aparición le había recordado sus pretensiones, en el caso de que hubiera podido olvidarlas—; ¿queréis darme una respuesta a la demanda que he tenido el honor de haceros?
Mister Watkins quitóse la pipa de los labios, escupió majestuosamente, levantó bruscamente la cabeza, y lanzando sobre el joven una mirada inquisitorial:
—¿Por casualidad, monsieur Méré, habéis hablado de eso con ella? preguntó.
—¿Hablando de qué?… ¿A quién?
—A mi hija. ¡De lo que me habéis dicho!
—¿Por quién me tomáis, míster Watkins? —protestó el joven ingeniero, con un calor que no podía dejar duda sobre su sinceridad—. ¡Soy francés, caballero! ¡No lo olvidéis! Esto es deciros que jamás me hubiera permitido hablar de casamiento a vuestra hija sin vuestro consentimiento.
La mirada de míster Watkins se había dulcificado, y, por consecuencia, desatado su lengua.
—¡Tanto mejor, excelente muchacho! No esperaba menos de vuestra discreción para con Alice —aseguró en un tono casi cordial—. Pues bien, puesto que se puede tener confianza en vos, vais a darme palabra de no hablar de ello en lo sucesivo.
—¿Se puede saber por qué, caballero?
—Porque ese casamiento es imposible, y lo mejor que podéis hacer, es tacharlo de vuestros proyectos —decidió míster Watkins—. Monsieur Méré, sois un joven honrado, un perfecto caballero, un excelente químico y un profesor distinguido, y aun de porvenir, no lo dudo; pero no poseeréis a mi hija, por la sencilla razón de que he formado para ella planes completamente diferentes.
—No obstante, míster Watkins…
—¡No insistáis!… ¡Sería inútil! —atajó el granjero—. No me convendríais aunque fueseis duque y par de Inglaterra. Pero no sois ni siquiera un súbdito inglés, y acabáis de declarar, con una perfecta franqueza, que carecéis de fortuna. Veamos, de buena fe, ¿creéis seriamente que he educado a Alice como lo he hecho dándole los mejores maestros de Victoria y de Bloemfontein, para enviarla al tener veinte años a morar en París, calle de la Universidad, piso tercero, con un señor del que ni aun el idioma conozco? Reflexionad, monsieur Méré, poneos en mi lugar… Suponed que vos sois el granjero John Watkins, propietario de la mina Vandergaart Kopje, y yo monsieur Méré, un joven sabio francés encargado de una misión científica en el Cabo… Imaginaos también en medio de esta habitación, sentado en este sillón, paladeando vuestro vaso de ginebra y fumando una pipa de tabaco de Hamburgo: ¿admitiríais un momento… por uno solo siquiera, la idea de darme vuestra hija en matrimonio?
—Desde luego, míster Watkins —contestó monsieur Méré—, y sin titubear, si creyese encontrar en vos las cualidades que podían asegurar su felicidad.
—Pues bien, no tendríais razón, querido mío, ningún a razón —aseguró el granjero; obraríais como un hombre que no es digno de poseer la mina de Vandergaart Kopje, o más bien no habríais llegado a poseerla. Porque ¿acaso creéis que me ha caído de las nubes a las manos? ¿Creéis que no he tenido necesidad de inteligencia ni de actividad, primero para descubrirla y después para asegurarme de su propiedad? Pues bien, monsieur Meré, esta inteligencia, de la que he dado prueba en esta circunstancia memorable y decisiva, la aplico a todos los actos de mi vida, y especialmente a todo lo que se relacione con mi hija. Por esto os lo repito: ¡tachad eso de vuestros planes!… ¡Alice no es para vos!
Con esta triunfante conclusión, míster Watkins tomó su vaso y apuró de un trago su contenido.
El joven ingeniero no sabía qué responder, lo que, visto por su interlocutor, le dio nuevos bríos para continuar charlando sin cesar.
—¡Los franceses sois realmente admirables! No dudáis de nada, palabra de
honor. ¡Cómo! Llegáis como si cayeseis de la luna al fondo del Griqualandia, a casa de un buen sujeto que tres meses atrás ni había oído hablar de vos, y que no os ha visto diez veces en estos noventa días; os dirigís a él y le decís:
«John Stapleton Watkins, tenéis una hija tan encantadora, perfectamente educada, universalmente reconocida como la perla del país, lo que nada perjudica, vuestra única heredera para la propiedad del más rico kopje de diamantes de los dos mundos. Yo soy monsieur Cyprien Méré, de París, ingeniero; tengo cuatro mil ochocientos francos de sueldo… Vais, si gustáis, a darme esa joven por esposa a fin de que me la lleve a mi país y que no volváis a oír hablar más de ella sino de tarde en tarde, por el correo o el telégrafo…».
¿Y encontráis todo eso natural? ¡Yo… yo lo encuentro el colmo de la locura!
Cyprien se puso en pie muy pálido. Había tomado su sombrero, y se preparaba a salir.
—Sí… ¡de la locura! —repitió el granjero—. ¡Ah! ¡No!… ¡No doro la píldora! ¡Yo soy un inglés de vieja raza, caballero! Tal como me veis, he sido más pobre que vos, sí, ¡mucho más pobre!… He practicado todos los oficios: he sido grumete a bordo de un buque mercante, cazador de búfalos en el Dacota, minero en el Arizona, pastor en el Transvaal!… He conocido el calor, el frío, el hambre, la fatiga… ¡Por espacio de veinte años he ganado con el sudor de mi frente la galleta que me servía de comida!… Cuando me casé con la difunta mistress Watkins, la madre de Alice, una hija de bóer de origen francés —como vos, dicho sea de paso— no teníamos entre los dos con que alimentar una cabra. Pero he trabajado; ¡no he perdido el valor!… ¡Ahora soy rico y pienso aprovecharme del fruto de mis trabajos!… Pienso conservar a mi hija, sobre todo para cuidar mi gota y hacerme oír buena música por la noche, cuando más fastidio. Si algún día se casa, se casará aquí mismo, con un hijo del país tan rico como ella, granjero o minero como nosotros, y que no hable: de irse a vivir a un tercer piso en un país donde jamás he deseado poner los pies. Ella se casará con James Hilton, por ejemplo, o algún otro mocetón de su temple… Los pretendientes no faltan, os lo aseguro. En fin, un buen inglés que no tenga miedo a un vaso de ginebra y que me haga compañía cuando se trate de fumar una pipa.
Méré tenía ya la mano sobre el pomo de la puerta para abandonar esa habitación en que se ahogaba.
—Sin rencor, ¿eh? —le gritó míster Watkins—. Ya sabéis que os aprecio, monsieur Méré, y que siempre tendré el mayor gusto en veros como locatario y como amigo. Y a propósito, esta noche aguardamos a comer a varias personas. Si queréis ser de los nuestros os…
—No, gracias, caballero —respondió fríamente Méré al tiempo que se disponía a salir de la estancia—. Tengo que dejar lista mi correspondencia
para antes de la hora del correo.
—¡Ah, cuán terribles son esos franceses! ¡Atroces! —repitióse míster Watkins encendiendo su pipa con una mecha que se hallaba siempre al alcance de su mano.
Y se echó al coleto un gran vaso de ginebra.
En los yacimientos diamantíferos
En la respuesta que recibiera de míster Watkins, lo que más le dolía a nuestro joven francés, era que no podía menos de reconocer un gran fondo de razón bajo la rudeza excesiva de la forma.
Al reflexionar sobre ello, se admiraba de que no se le hubieran ocurrido las objeciones que el granjero acababa de hacerle, y haberse expuesto a semejante sofión. Pero lo cierto es que nunca, hasta entonces, había pensado en la distancia que la diferencia de fortuna, de raza, de educación y de estado ponía entre la joven y él. Acostumbrado como estaba, desde cinco o seis años, a considerar los minerales bajo un punto de vista puramente científico, los diamantes no eran a sus ojos más que simples ejemplares de carbono, buenos para figurar en el Museo de la Escuela de Minas. Además, como tenía en Francia una existencia social mucho más elevada que la de los Watkins, no había considerado apenas el valor mercantil del rico placer que poseía el granjero. Ni por un momento se le había ocurrido que pudiera existir desproporción entre la hija del viejo propietario de Vandergaart Kopje y un ingeniero francés. Si esta consideración se hubiera ofrecido a su espíritu, es probable que con sus ideas de parisiense y de antiguo alumno de la Escuela Politécnica, se hubiera creído más bien en peligro de hacer lo que se ha convenido en llamar un mal casamiento.
La agria amonestación de míster Watkins era un doloroso despertar de sus ilusiones. Cyprien tenía bastante buen sentido para no apreciar las razones sólidas, y demasiada honradez para irritarse por una sentencia que, en el fondo, consideraba justa.
Pero el golpe no por eso resultaba menos doloroso y ahora que era preciso renunciar a Alice, comprendía de repente lo muy querida que se había hecho para él en menos de tres meses.
Porque solamente tres meses hacía que Cyprien la conocía, esto es, desde su llegada a Griqualandia.
¡Cuán lejano le parecía ya todo aquello! Él se consideraba llegando, en un terrible día de calor y de polvo, al término de su largo viaje del uno al otro hemisferio.
Desembarcando con su amigo Pharamond Barthés —un antiguo compañero de colegio que venía ya por tercera vez a cazar por afición en el África austral— Cyprien se había separado de él en el Cabo. Pharamond Barthés había partido para el país de los basutos, donde contaba reclutar un pequeño cuerpo de guerreros negros que le sirviese de escolta durante sus expediciones cinegéticas. Cyprien había tomado sitio en el pesado vagón de catorce caballos que sirve de diligencia en los caminos del Veld, y se había puesto en camino para el campo de los diamantes.
Cinco o seis grandes cajas —un verdadero laboratorio de química y mineralogía, del que hubiera deseado no separarse— formaban el material del joven sabio. Pero el coche sólo admitía cincuenta kilos de equipaje por cada viajero, y se vio precisado a confiar estar preciosas cajas a una carreta de bueyes que debía conducirlas al Griqualandia con una lentitud completamente merovingia.
Esta diligencia, de doce asientos, cubierta de una baca de tela, estaba montada sobre cuatro enormes ruedas, incesantemente mojadas por el agua de los ríos que atravesaba por sus vados. Los caballos, enganchados de dos a dos y con frecuencia reforzados por mulas, son conducidos con gran habilidad por una pareja de cocheros, sentados el uno al lado del otro en el pescante; el primero tiene las riendas, mientras el otro maneja un largo látigo de bambú, que recuerda a la gigantesca caña de pescar, del que se sirve, no solamente para excitar, sino también para dirigir los tiros.
El camino pasa por Beaufort, bonita villa construida al pie de los montes Nieuweveld, franquea esta cadena, llega a Victoria y conduce por último a Hopetown en la orilla del río Orange, de allí a Kimberley y a los principales campos de diamantes situados a algunas millas de distancia.
Es un viaje monótono y molesto de ocho a nueve días a través del Veld, árido y desnudo. El paisaje presenta casi siempre un aspecto entristecedor: rojas llanuras, piedras esparcidas en montones, rocas grises a flor de tierra, hierba amarilla y rara, matorrales hambrientos. Ni cultura ni bellezas naturales. De cuando en cuando una granja miserable, cuyo poseedor, al obtener del gobierno colonial su concesión de tierras, ha recibido mandato de dar hospitalidad a los viajeros. Pero esta hospitalidad es llevada a cabo de la manera más elemental. No se encuentra en estas singulares posadas ni lechos para los hombres ni camas de paja para los caballos. Apenas solo algunas cajas de conservas alimenticias que han dado ya unas cuantas vueltas en torno del mundo y que se pagan a peso de oro.
De aquí se sigue que para las necesidades de su alimento, los tiros se dejan en la llanura, donde se ven reducidos a buscar la hierba entre los guijarros. Luego, cuando se trata de volverse a poner en marcha, cuesta un triunfo reunirlos y se pierde un tiempo considerable.
¡Y qué de tumbos hace dar al viajero este coche primitivo marchando sobre estos caminos más primitivos todavía!
Los asientos son simplemente las tapas de cofres de madera usadas para los pequeños bagajes, y sobre las cuales el infortunado a quien llevan durante una interminable semana hace el oficio de martillo pilón. Imposible leer, dormir, y ni siquiera hablar. En revancha, la mayor parte de los viajeros fuma noche y día como las chimeneas de una fábrica, beben hasta perder el aliento, y escupen al transeúnte.
Cyprien Méré se encontraba allí, entre la más genuina representación de esa población flotante que acude de todos los puntos del globo a los placeres del oro o de diamantes en cuanto son señalados. Había un napolitano alto, desgarbado, con largos cabellos negros, rostro apergaminado, ojos poco tranquilizadores, que decía llamarse Annibal Pantalacci; un judío portugués llamado Nathan, gran conocedor en diamantes, que se mantenía muy tranquilo en un rincón y miraba la humanidad como un filósofo; un minero de Lancashire, Thomas Steel, mocetón de barba roja, de riñones vigorosos, que desertaba de la hulla para probar fortuna en Griqualandia; un alemán, Herr Friedel, que hablaba como un oráculo y sabía ya todo lo que se refiere a la explotación diamantífera, sin haber visto jamás un solo diamante en su ganga. Un yanqui de delgados labios, que sólo hablaba con su botella de cuero, y que venía, sin duda, a establecer sobre las concesiones una de esas cantinas que consumen la mayor parte de los beneficios del minero; un granjero de las orillas del Hart; un bóer del Estado libre de Orange; un corredor de marfil, que se dirigía al país de los Namaquas; dos colonos del Transvaal, y un chino llamado Li —como conviene a un chino—, completaban la compañía más heterogénea, la más desarrapada y estruendosa con la que hubiese sido dado encontrarse a un hombre.
Después de haberse distraído un instante con sus fisonomías y sus maneras, Cyprien se cansó pronto. Tan sólo continuaron interesándole Steel, con su naturaleza poderosa, y el chino Li, con sus maneras dulces y felinas. En cuanto al napolitano, sus bufonadas siniestras y su cara patibularia, le inspiraban un invencible sentimiento de repulsión.
Una de las bufonadas más apreciadas de este personaje, consistió durante dos o tres días en atar a la trenza de cabellos que el chino llevaba sobre la espalda, según uso entre sus compatriotas, gran número de raros objetos, bolas de hierba, tronchos de berza, una cola de vaca, un omóplato de caballo
recogido en la llanura y otras cosas más a cual más extrañas.
Li, sin conmoverse, desataba el apéndice que había sido añadido a su larga trenza, pero no demostraba ni por una palabra, ni por un gesto, ni aun por una mirada, que la burla le pareciese traspasar los límites permitidos. Su cara amarilla y sus ojillos oblicuos conservaban una calma inalterable, como si fuese extraño a cuanto pasaba a su alrededor.
Hubiérase podido creer verdaderamente que no comprendía una palabra de cuanto se decía en aquella arca de Noé, en camino para el Griqualandia.
Así es que Annibal Pantalacci no dejaba de agregar en su jerga inglesa, variados comentarios a sus invenciones de burlón de baja estofa.
—¿Creéis —preguntaba en alta voz a su vecino— que su ictericia será contagiosa? —y dirigía una mirada a la amarilla tez del chino.
O bien:
—¡Me gustaría tener unas tijeras para cortarle la trenza! ¡Veríais qué cabeza!
Los viajeros reían, redoblándose su hilaridad por la circunstancia de que, invirtiendo los bóers algún tiempo en acabar de comprender lo que decía el napolitano, se entregaban a una estrepitosa risa con un retardo de dos o tres minutos.
Por fin Méré se irritó con esta persistencia en tomar por monigote al pobre Li, y dijo a Pantalacci que su conducta no era generosa. El otro iba tal vez a responder una insolencia; pero unas palabras de Thomas Steel fueron suficientes para que se tragara prudentemente su sarcasmo.
—¡No, no es leal obrar de esa manera con un pobre diablo que ni aun comprende lo que decís! —agregó el bravo joven, reprochándose haber tomado parte en aquella burla con los demás.
El altercado quedó sin consecuencias. Pero unos instantes después, Méré se sorprendió al ver la mirada fina y algo burlona, una mirada evidentemente llena de reconocimiento que el chino le dirigía.
Entonces se le ocurrió que tal vez Li sabía más inglés de lo que parecía.
Pero en vano, a la parada siguiente trató Cyprien de trabar con él conversación. El chino permaneció impasible y mudo. Desde ahí, este raro individuo continuó interesando al joven ingeniero como un enigma cuya palabra no se conoce, estudiando con atención aquel rostro amarillo e imberbe, aquella boca hendida que se abría sobre sus blancos dientes, aquella nariz corta y abierta, aquella ancha frente, aquellos ojos oblicuos y casi siempre entornados, como para ocultar una expresión maliciosa.
¿Qué edad contaría Li? ¿Quince años, o sesenta? Era imposible decirlo. Si sus dientes, su mirada, sus cabellos de un negro hollín, hacían decidirse por la juventud, las arrugas de su frente, de sus mejillas y de su misma boca, parecían indicar una edad ya avanzada. Era de baja estatura, delgado y ágil en apariencia.
¿Era rico o pobre? Otra cuestión dudosa. Su pantalón de tela gris, su blusa de fular amarillo, su bonete de cuerda trenzada, sus zapatos de suela de fieltro, de los que salían unas medias de inmaculada blancura, podían pertenecer lo mismo a un mandarín de primera clase que a un hombre del pueblo.
Su equipaje se componía de una sola caja de madera roja, con estas señas marcadas con tinta negra:
H. LI
from Cantón to the Cape
lo que significaba: H. Li, de Cantón, hacia El Cabo.
Este chino era limpio hasta el extremo, no fumaba, no bebía nada más que agua, y aprovechaba todas las paradas para afeitarse la cabeza con el mayor cuidado.
Cyprien no pudo saber más, y renunció a ocuparse de este problema viviente.
A todo esto, los días iban pasando, y las millas se sucedían a las millas. A veces los caballos marchaban de prisa; otras, por el contrario, parecía imposible hacerles apretar el paso. Pero poco a poco acortóse la distancia, y cierto hermoso día, el vagón diligencia llegó a Hopetown. Una etapa después a Kimberley, y por último, unas casas de madera se dibujaron en el horizonte.
Era New Rush.
Allí el campo de mineros no difería de lo que son en todos los países recientemente abiertos a la civilización, esas villas provisionales que surgen de la tierra como por encanto.
Casas de madera, en su mayor parte muy pequeñas, y semejantes a las chozas de los camineros de Europa, algunas tiendas, una docena de cafés o cantinas, una sala de billar, una Alhambra o salón de baile, Stores o almacenes generales de artículos de primera necesidad: he aquí lo que saltaba a la vista desde luego.
En tales tiendas había de todo; vestidos y muebles, zapatos y vasos de cristal, libros y sillas, armas y telas, escobas y municiones de caza, mantas y cigarros, legumbres frescas y medicamentos, carretes y jabones de tocador, cepillos para las uñas y leche concentrada, sartenes y litografías, en fin, de
todo, excepto compradores, porque la población del campo estaba aún ocupada en la mina distante trescientos o cuatrocientos metros de New Rush.
Nuestro francés, como todos los recién llegados, se apresuró a dirigirse, mientras le preparaban la comida, a aquella casa pomposamente decorada conocida con el nombre de «Hotel Continental».
Eran aproximadamente las seis de la tarde. Ya el sol se envolvía en el horizonte en un ligero vapor de oro. El joven ingeniero observó una vez más el diámetro enorme que el astro del día, como el de la noche, presenta bajo estas latitudes australes, fenómeno que aún no ha podido ser explicado de una manera satisfactoria. Este diámetro parecía ser, por lo menos, el doble de ancho que en Europa.
Pero un espectáculo más nuevo aguardaba a Cyprien Méré en el kopje, es decir, en el yacimiento de diamantes.
Al principio de los trabajos, la mina formaba un montículo rebajado que levantaba en aquel punto la pradera, llana en los demás sitios, como la mar tranquila. Pero en el momento de nuestra historia una inmensa sima de paredes inclinadas, una especie de circo de forma elíptica de unos cuarenta metros cuadrados de superficie, la agujereaba en aquel lugar.
Esa superficie no contenía menos de trescientos o cuatrocientos claims o concesiones de treinta y un pies de lado, cuyos poseedores hacían valer a su capricho.
El trabajo consistía simplemente en extraer con ayuda del pico y de la pala, la tierra de aquel suelo, que generalmente lo compone una mezcla de arena rojiza y grava. Una vez conducida al borde de la mina, aquella tierra era transportada a las mesas de apartado para ser lavada, cernida, y finalmente, examinada con el mayor cuidado a fin de reconocer si contenía piedras preciosas.
Todos estos claims, para ser abiertos independientemente los unos de los otros, constituían naturalmente fosos de diferentes profundidades. Los unos descendían cien y más metros, los otros tan sólo quince, veinte o treinta.
Para las necesidades del trabajo y la circulación, cada concesionario quedaba obligado, por los reglamentos oficiales, a dejar sobre uno de los lados de su pozo una anchura de siete pies intacta por completo. Este paso, con otro, igual en latitud, reservado por el medianero, establecen una especie de calzada a nivel con el terreno primitivo. Sobre esta banqueta se colocaba de través una continuación o serie de durmientes de madera que volaban un metro por cada lado, y le daban la anchura necesaria para pasar dos carretones sin rozarse.
Desgraciadamente para la solidez de esta vía colgante, y para la seguridad
de los mineros, los concesionarios no dejaban nunca de vaciar gradualmente el pie del muro a medida que los trabajos descendían; de suerte que la calzada, colgada a veces a una altura doble de la de las torres de Nuestra Señora de París, concluía por afectar la forma de una pirámide invertida, apoyada sobre su vértice. La consecuencia de esta mala disposición es fácil de prever: el hundimiento frecuente de estas murallas, bien en la estación de las lluvias, bien por un cambio brusco de temperatura, que determina anchas grietas en el espesor de estas tierras, Pero la continuidad de semejantes catástrofes no impedía a los imprudentes mineros seguir horadando su claim hasta el extremo límite de la pared.
Cyprien Méré, al acercarse a la mina, no vio sino carretones cargados o vacíos que circulaban sobre estos caminos colgantes. Pero cuando estuvo lo bastante cerca de la orilla para poder llegar con su mirada hasta las profundidades de esta especie de cantera, percibió una muchedumbre de mineros de todas razas, colores y trajes que trabajaban con ardor en el fondo de los claims. Veíanse negros, blancos, europeos, africanos, mongoles y celtas, la mayor parte en un estado de desnudez casi completa, o vestidos simplemente con pantalones de paño, camisas de franela, blusas de algodón y cubiertos con sombreros de paja, a menudo adornados con plumas de avestruz.
Todos aquellos hombres llenaban de tierra los cubos de cuero, que subían en seguida hasta el borde de la mina a lo largo de cables de alambre gracias a la tracción de cuerdas hechas con correas de piel de vaca, arrolladas sobre tambores de madera. Una vez allí los cubos, eran vertidos rápidamente en las carretas, y en el acto volvían al fondo del claim, para volver a subir con una nueva carga.
Estos cables de hierro, tendidos diagonalmente en la profundidad de los paralelepípedos formados por los claims, le daban a los dry-diggins, o minas de diamantes en seco, un aspecto especial. Hubiéraseles creído los hilos de una gigantesca tela de araña, en cuya fabricación hubiese quedado repentinamente interrumpida.
Cyprien se divirtió durante un rato contemplando este hormiguero humano. Luego regresó a New Rush, donde sonó bien pronto la campana de la mesa redonda. Allí, durante toda la tarde, escuchó a placer a los unos hablar de hallazgos prodigiosos, de mineros pobres como Job, súbitamente enriquecidos por un solo diamante, en tanto que otros, por el contrario, se lamentaban de su
«mala sombra», de la rapacidad de los corredores, de la infidelidad de los cafres empleados en las minas, que robaban las más hermosas piedras, y otros motivos de conversación técnica, Únicamente se hablaba de diamantes, quilates y centenares de libras esterlinas.
Lo cierto era que toda aquella gente tenía un aire bastante miserable, y para
un digger feliz que pedía ruidosamente una botella de champaña con el fin de celebrar su buena suerte, se veían veinte caras largas, cuyos entristecidos propietarios no bebían más que cerveza común.
A veces, una piedra circulaba de mano en mano alrededor de la mesa para sopesada, examinada y, finalmente, volver a encerrarse en el cinturón de su propietario. Aquel guijarro gris y opaco, sin más brillo que un pedazo de canto rodado, era el diamante dentro de su ganga u obroque.
Al llegar la noche, los cafés se llenaron, y las mismas conversaciones, las mismas discusiones que animaron la comida, continuaron a más y mejor alrededor de los vasos de ginebra y de brandy.