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Entre junio y agosto de 1959, montado en un Fiat 1100, Pasolini recorre «la larga carretera de arena» de Ventimiglia hasta Palmi y de allí, «presa de una especie de obsesión deliciosa», llega hasta el municipio más al sur de Sicilia para luego volver a remontar la costa oriental y llegar a Trieste. En La Spezia, desde donde sale hacia San Terenzo y Lerici, siente que está a punto de empezar uno de los domingos más bonitos de su vida. En Livorno no dejaría nunca «el enorme litoral lleno de jóvenes y marineros libres y felices». Y, finalmente, en el Circeo: «el corazón me late de felicidad, de impaciencia y de orgasmo. Solo con mi 1100 y todo el Sur delante de mí. Comienza la aventura». Es la revista Successo la que encarga a Pasolini este reportaje que finalmente saldrá en tres partes entre julio y septiembre. En su viaje, el poeta encontrará amigos, intelectuales y personajes conocidos, se entusiasma con la gente simple de los pueblos más remotos (en Portopalo «la gente está como loca y es la mejor de Italia, raza purísima, elegante, fuerte y dulce»). Con su entusiasmo por el descubrimiento, con su mirada emocionada y aguda de futuro director toma nota de imágenes e impresiones tan potentes que nos devuelven un cuadro de la Italia de entonces, una Italia donde la explosión económica todavía no prevalece sobre la felicidad y el sueño pasoliniano de inocencia.
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NARRATIVAS GALLO NERO
50
La larga carretera de arena
Pier Paolo Pasolini
Introducción de Paolo Mauri Traducción de David Paradela López
Título original:
La longue route de sable
Primera edición: mayo 2018
Published by arrangement with Éditions Xavier Barral, París, 2005
@2005 Éditions Xavier Barral
© 2024 de la presente edición: Gallo Nero Ediciones, S. L.
© 2024 de la traducción: David Paradela López
© del diseño de colección: Raúl Fernández
Maquetación: Sergi Puyol
Conversión digital: Pilar Torres
La traducción de este libro se rige por el contrato tipo propuesto por Ace Traductores
ISBN: 978-84-19168-32-0
La larga carretera de arena
La primera versión de La larga carretera de arena apareció en 1959 en la revista Successo y posteriormente se incluyó en el volumen Pier Paolo Pasolini. Romanzi e racconti 1946-1961 (Milán, Mondadori, colección I Meridiani, 1988). La presente versión ya había aparecido en 2014, publicada por la editorial Contrasto y ampliada con pasajes inéditos procedentes del mecanoscrito de Pasolini, aunque ausentes en la edición de 1959.
Nos guste o no, la imagen que ha atrapado a Pasolini como a una mosca en el ámbar es la del intelectual corsario y luterano que, con la fuerza de su inteligencia y su pasión, trata de detener el mundo y evitar una uniformización que le habría impedido perpetuar una maravillosa, aunque a menudo dramática, inocencia.
En realidad, lo que perseguía Pasolini era la felicidad. Como poeta, la buscó en el dialecto friulano, en el que las palabras y las cosas se conjugaban a la perfección con una sensación de completitud que nunca volvería a ser tan plena, y, como escritor, la buscó en el mundo, para él nuevo, de los arrabales romanos, donde los muchachos —que, como siempre, viven más acá de la historia— recitaban sus guiones con una autenticidad total de la que Pasolini se erigía en portavoz y casi sacerdote. Luego llegó Accattone, donde el arrabal se traslada ya no a la página, sino a la pantalla: voces y rostros reales, sin filtros. La felicidad consistía en sumergirse en esas experiencias para satisfacer la inspiración poética y el fluir de un eros incendiario, siempre dispuesto a resurgir de sus propias cenizas.
Vincenzo Cerami, que, como sabemos, fue alumno de Pasolini en el instituto de Ciampino, recordaba el «gesto de felicidad, infantil y tierno», de su maestro al ver por vez primera su novela Chicos del arroyo en el escaparate de una librería.
El sueño de Pasolini, y esto es bien sabido, chocó con la moral y la cultura veteroburguesas, tanto en su versión de la derecha católica como en la de la izquierda comunista, partidaria de realismos más ortodoxos. Llegaron los juicios, los tribunales y, no menos duras, las palabras de sus camaradas intelectuales. Sin embargo, excomunión tras excomunión, Pasolini era cada vez más conocido entre el gran público. Se crecía frente al dolor y la rabia. Por eso resulta tan extraño encontrarlo de viaje por las costas italianas en el año de gracia de 1959. Porque es un Pasolini feliz. El encargo del viaje llega de manos de la revista Successo, que publica su reportaje en tres entregas (el 4 de julio, el 14 de agosto y el 5 de septiembre), junto con las fotografías de Paolo di Paolo. Pasolini tiene treinta y siete años y es ya un intelectual famoso. Chicos del arroyo (1955) le ha valido un juicio por obscenidad y, gracias a los testimonios de Carlo Bo, Gianfranco Contini y Alberto Moravia, entre otros, ha sido absuelto. En 1957, el Pasolini poeta ha ganado el Premio Viareggio con Las cenizas de Gramsci, junto con Sandro Penna. En 1959 publica Una vida violenta, algunos de cuyos fragmentos han tenido que ser expurgados para evitarle más problemas a la editorial. No ha ganado el Premio Strega y, a modo casi de resarcimiento, varios de sus prestigiosos amigos (Ungaretti, Debenedetti, Bassani, Gadda y Moravia) le han adjudicado el Premio Crotone. Es en este contexto que tiene lugar su viaje por las playas italianas a bordo de un Fiat 1100 que el escritor conduce personalmente.
Es el mes de junio. Todo comienza en la frontera con Francia, que cruza, algo más allá de Ventimiglia, por el río San Luigi, en ese momento completamente seco. Algo más arriba se divisa la villa de Vóronov, de quien Pasolini no dice nada, ya que por entonces era mucho más conocido que ahora: científico utópico, Serguéi Vóronov aspiraba a restituir el vigor a los ancianos trasplantándoles testículos de chimpancé. Enseguida llegamos a San Remo, donde el escritor visita el casino: «Entro como Charlot, tratando de pasar desapercibido bajo la monumental mirada de los vigilantes». Luego, de nuevo por la costa, intuyendo la alegría de la gente que abarrota las preciosas playas «en una verbena de amor». «En Spotorno es mi deber pararme, y no me paro.» Ahí vive un poeta de verdad con el que Pasolini mantiene correspondencia: Camillo Sbarbaro. Puede que Pasolini crea que es demasiado pronto para hacer una parada literaria, aunque los encuentros no escasearán más adelante. Pasolini le habla de sí mismo al lector y, de vez en cuando, consigna sus reacciones: más que escribir, se diría que «pasea» con un coche liviano cargado a hombros. Playa tras playa, llega a Versilia, a Cinquale. Aquí veranea Bertolucci (el poeta); aquí, añade Pasolini, estuvo D’Annunzio. En Forte dei Marmi, los Agnelli poseen una gran villa y, bajo un toldo de color óxido, el escritor avista a Gianni Agnelli, «gordo, floreciente, bronceado». El fotógrafo se le acerca y le pregunta: «¿Le molesta si le saco unas cuantas fotos?». Y, «con cortesía celestial, Gianni Agnelli responde: “¡Muchísimo!”».
El que escribe es un Pasolini de vacaciones, de vacaciones también de sus propias iras y neurosis. En Fregene, va enseguida a saludar a Moravia, que está escribiendo su nueva novela, La contemplación y el tedio, que luego se convertiría, sencillamente, en El tedio. Después, se va a ver también a Fellini, que está rodando un episodio de La dolce vita. Pasolini debe pedir perdón: tenía que ayudar al cineasta a escribir algunos de los diálogos y, en cambio, se va de paseo por las playas. «Un día —explica—, desde no sé qué ciudad del mundo, Fellini me escribió una postal en la que me llamaba “fidelísimo Paolino” (el poso pascoliano de Fellini lo impele al diminutivo).»
El fragmento sobre Ostia tiene un arranque precioso: «Llego a Ostia bajo un temporal azul como la muerte». Es el mes de julio. La actriz Elsa De Giorgi va con él en el coche: se dirigen al monte Circeo y ella habla sin parar: «Tenían que haberte dado el Strega». Pero a Pasolini le parece que la votación del Premio Strega, que ha tenido lugar pocos días antes, es algo ocurrido hace miles de años. Ese año, por cierto, el premio fue para El gatopardo, publicado de forma póstuma: Tomasi di Lampedusa había fallecido dos años antes. En el Circeo, De Giorgi se baja y Pasolini sigue su camino en solitario: «El corazón me late de alegría, de impaciencia, de orgasmo. Solo con mi 1100 y, por delante, todo el Sur. Comienza la aventura».
La llegada a Nápoles es de cine: el personaje clave sigue siendo Pasolini, que se va a comer a Ciro y, cuatro pasos más adelante, de repente se encuentra acorralado por vendedores de flores y muchachos que le piden dinero: «¡Diez liras! ¡Diez liras!». Él les da cincuenta: «el ejército de pobres piojos me rodea». Enseguida descubre que el cabecilla de toda esa panda es un enano: «¡Que soy pequeño! […] ¡Que soy enano! ¡Toda mi familia somos enanos!». Borracho de Nápoles, el escritor pasa la noche en vela: «Aguardé hasta el alba, vi el Vesubio, tan cercano que podía tocarse con la mano, contra un cielo, ya rojo, inflamado, como si detrás de él se escondiera un paraíso en llamas».
Su entusiasmo es el de un muchacho; su gozo, el del escritor-antropólogo que se aventura en un mundo por descubrir o redescubrir, pero también el del periodista dispuesto a entrevistar a personajes famosos. En Isquia, le dicen que en un hotel se aloja el conde Visconti y Pasolini va en su busca, pero no lo encuentra. Más tarde lo verá en Casamicciola: «¡Me han dicho que me buscaba Pratolini!». Visconti está esperando un barco en el que tiene que llegar un grupo de actores. De pronto, aparece Lorella De Luca, «la pobre, como un corderito, como un ramillete bajo una tempestad […]. Aquí llega Franca Valeri, con un magnífico vestido verde que le da una forma casi cuadrada, con una sonrisa de estatua etrusca y dos limones enormes en la mano». En Maratea, el último descubrimiento de los industriales milaneses, Pasolini se aburre, aunque contempla la costa con cierta admiración. Una vez más, la alegría es lo que da la verdadera medida del viaje, una alegría que crece a medida que se adentra en el profundo Sur: «Siempre he pensado y he dicho que la ciudad donde prefiero vivir es Roma, seguida por Ferrara y Livorno. Pero todavía no había visto ni conocido bien Reggio Calabria, Catania, Siracusa. No cabe duda, no cabe la más mínima duda, de que querría vivir aquí: vivir y morir, y no de paz, como Lawrence en Ravello, sino de alegría».
Y, algo más adelante: «el viaje de Mesina a Siracusa puede hacerlo enloquecer a uno».
En Siracusa, ve un cartel que anuncia que en las Latomías va a representarse El cuento de invierno de Shakespeare y que entre los intérpretes figura su amiga Adriana Asti. Acto seguido, se va a buscarla: «Ahí llega, con una blusa beis y un pantalón blanco, con dos ojos enormes, mayores que ella, por culpa de los cuales la nariz y el mentón, aun siendo pequeños, no hallan acomodo en su cara. Nos abrazamos gritando, subimos al coche y nos vamos al mar de Siracusa».
No cabe duda: el tono, el énfasis, la alegría de estos encuentros nos remiten a un Pasolini joven que no ve la hora de salir al encuentro del mundo, sobre todo en ese Sur donde todo le parece más auténtico. Luego empieza la subida por la vertiente opuesta del litoral italiano. En un solo día, recorre el tramo entre Reggio y Taranto. «El Jónico no es un mar nuestro: asusta.» Igual que asusta Cutro: «es el lugar que más me impresiona de todo este largo viaje. Es, ciertamente, el pueblo de los bandidos, tal y como aparece en ciertos westerns. Ahí están las mujeres de los bandidos; ahí, los hijos de los bandidos». Estas palabras fueron motivo de polémica y, cuando Pasolini fue galardonado con el Premio Crotone, la prensa local se cebó con él: ¡había ofendido a los calabreses! Pasolini respondió con una carta abierta publicada en Paese Sera, en la que recordaba, entre otras cosas, que la polémica contra él era un intento de pescar en río revuelto en un contexto electoral y que no tenía en cuenta la realidad histórica de Calabria, una región en la que el bandidaje era moneda común. Sin embargo, era una polémica demasiado simplona como para que Pasolini se la tomase en serio. Entretanto, el viaje va llegando a su final: tras remontar la costa adriática, poco a poco va acercándose a los lugares de sus vacaciones de infancia. En Venecia —estamos ya en el mes de agosto— se encuentra con dos pintores, Turcato y Santomaso, que se quejan de forma cómica: el mar está hecho un asco, no hay vida nocturna. En Caorle todo se ha ido al traste: «Era uno de los pueblos más bonitos del mundo: lo juro», escribe Pasolini como un niño traicionado, traicionado por sus recuerdos. «Pensiones miserables y tristes, amasadas en un nuevo paseo marítimo que todavía huele a cal fresca, asfixian el pueblo antiguo, monstruo de pureza multicolor.» Y, nuevamente, pasada Trieste, llegamos a la frontera. Esta vez con Yugoslavia. Pasolini consigna las voces de algunos de los bañistas: «¡Préstame el peine!», dice una chica, y otro joven responde: «¡Espera!». «Aquí termina Italia, termina el verano», concluye Pier Paolo.
Mientras buscaba las localizaciones adecuadas para rodar el Evangelio, Pasolini visitó Israel y Jordania, pero la modernidad invadía unos paisajes que él quería que fueran naturales, eternos y fuera del tiempo. Después de eso, se fue a buscarlos al sur de Italia, recordando sin duda los días transcurridos al volante de su 1100 en el verano de 1959. Fue a Matera, en Apulia, y a los alrededores del Etna. Si algo hizo feliz a Pasolini, fue precisamente el contacto con unos lugares y unas gentes aún no corrompidos por el consumismo, siempre al acecho; aún no uniformizados, por usar la palabra-blasfemia que tantas veces trató de exorcizar. El presente reportaje no es un texto menor y ocasional, como podría parecer a primera vista. Es el documento de una extraordinaria pasión por la Italia del pasado y por sus habitantes. Una de las raras veces en que la alegría desborda las palabras y la mirada de un intelectual a menudo incómodo, sobre todo consigo mismo.
La larga carretera de arena
Las partes que aparecen con el texto sangrado son los fragmentos del reportaje de Pier Paolo Pasolini omitidos en la primera versión, publicada en la revista Successo.
La frontera, junio
Cae el sol sobre Francia e Italia. Un montón de rocas y macollas, único: un montón de tierra, con picos, ensenadas, encrespaduras. Al fondo, se encuentra la villa de Coty, una pequeña villa amarilla rodeada por un denso jardín. Un vapor rosado, que humea formando columnas en lo alto, funde aún más este bloque de costa.