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En 1968, Pier Paolo Pasolini recibió en su casa de Roma al crítico de cine Jon Halliday y juntos, durante varias semanas, alumbraron esta serie de entrevistas con las que el intelectual italiano dio forma a su más completo autorretrato personal y artístico. En ellas se desgrana su concepción del cine, la intrahistoria de sus películas, sus impresiones sobre los aspectos técnicos del séptimo arte, su posición frente a la censura, etcétera. Pero la riqueza de la personalidad del entrevistado, la curiosidad del entrevistador y la lucidez de ambos hacen que la conversación discurra por caminos insospechados y vayan apareciendo todos los temas que despertaron el interés y la pasión de Pasolini: la lengua, la religión, la relación entre literatura e ideología, entre cultura y política, entre la Iglesia y la sociedad. Estas páginas reavivan, así, el ardor intelectual de uno de los mayores genios del siglo XX.
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Esta obra ha recibido una ayuda a la edición del Ministerio de Cultura y Deporte
Questo libro è stato tradotto grazie a un contributo del Ministero degli Affari Esteri e della Cooperazione italiano
Este libro ha sido traducido gracias a la Ayuda a la traducción del Ministerio de Asuntos Exteriores y de la Cooperación italiano
A Maurice Béjart
En una carta del 9 de noviembre de 1969 dirigida al autor de estas entrevistas, escribe Pasolini: «El libro ha salido realmente bien (¡cosa que nunca sucede en Italia!); se lo agradezco de corazón…». La frase entre paréntesis, de forma significativa, fue añadida a mano en el texto mecanografiado.
Pasolini según Pasolini es la reproducción íntegra de un volumen publicado originalmente en inglés por Indiana University Press en 1969. En sus respuestas de este libro, Pasolini establece las líneas maestras de ese autorretrato de autor, psicológico y moral, que iría enriqueciendo más tarde con otras experiencias, pero que aquí se presenta ya de manera exhaustiva, sobre todo en los rasgos referidos a los aspectos que atañen a su mundo íntimo y emotivo: la infancia, la madre, el conflicto con el padre, el Friul de su primera vivencia del mundo popular y su militancia en el Partido Comunista. Preguntas y respuestas entrelazan un diálogo que tuvo que lidiar con la imprevisibilidad de la perspectiva de un estudioso extranjero, desconocedor, inevitablemente, de muchas circunstancias relativas a una existencia completamente arraigada en el entorno italiano, como fue la de Pasolini.
A fin de cuentas, esa fue la suerte de todos los entrevistadores de Pasolini: presenciar cómo la inevitable conflictividad, esa especie de antagonismo latente e involuntario que surge entre entrevistador y entrevistado, va transformándose en un diálogo en el que la verdad, o la pasión que conduce hasta esta, se vive entre dos personas, en la complicidad de una paideia de nuevo cuño. Sin sobrecargar en exceso el aspecto pedagógico o incluso didáctico de la personalidad de Pasolini, es ahí, en todo caso, donde debemos buscar el enorme favor del que gozaron sus entrevistadores y el compromiso que asumieron para convertir los encuentros ocasionales en un acuerdo de enriquecimiento recíproco.
Quienes tuvieron la fortuna de escuchar a Pasolini dirigirse a sus alumnos en las aulas de las pequeñas escuelas rurales del Friul (donde se acumulaban todos los estratos de la vida campesina) no pueden olvidar la extraordinaria dramatización (que incluía auténticos coups de téâtre, así como esa vis comica que creaba las pausas de relajación adecuadas) del proceso de aprendizaje, en el que la ignorancia debida a la superficialidad o a la distracción debía perturbar las conciencias individuales antes de que se asignaran las calificaciones en el boletín de notas.
Recuerdo las primeras horas de colegio, imbuidas de un acre y casi lánguido sentido de virginidad, en las que yo empezaba ya a manejar con astucia mi ingenuo entusiasmo, convirtiendo la «emoción» en algo parecido a una figura retórica de nuevo cuño, con la que minar mi discurso con pausas, reverencias y exclamativos secretos. De ello emergía un sosegado tono de escándalo que despertaba en todos los chicos la curiosidad por lo que decía. Mi emoción se comunicaba a los escolares, que sintieron entonces por primera vez el ambiguo sabor de la ironía y, al mismo tiempo, la credibilidad de los hechos y las deducciones rigurosas…2
Con ese mismo tono de voz sosegado y quedamente apasionado era como se dirigía Pasolini a sus numerosos entrevistadores y, más tarde, a las cámaras de televisión. Hacía gala de una excelente disposición para esta clase de encuentros y no tenía prejuicio hacia quienes se acercaban a él; y mientras aclaraba sus opiniones como si fueran el resultado de una intuición del momento o de una emoción recién revelada, estas entrevistas, una tras otra, han ido construyendo un verdadero corpus autobiográfico, de conflictos ideológicos, polémicas y confesiones llevadas al límite de lo inefable. Y también vivazmente in progress, como lo demuestran los numerosos desmentidos a sí mismo, los ajustes, las contradicciones, pero nunca las conciliaciones, contra las cuales Pasolini se pronunció resueltamente como productos de la hipocresía.
La entrevista de Halliday, que tuvo lugar en Roma y se prolongó durante varias sesiones en 1968, tiene la ventaja de ser la primera de esta serie de entrevistas-autorretrato y de poseer, por lo tanto, el fulgor de un género recién descubierto cuyas peculiaridades aún se están explorando.
El lector debe tener en cuenta el período en el que tuvo lugar, que ha de situarse en un momento problemático de la carrera de Pasolini, entre crisis y huidas de la literatura («hace tres o cuatro años dejé de escribir poesía») y tensiones creativas y profundización, teórica incluso, en el trabajo cinematográfico. Además, era el comienzo de su labor teatral: las seis tragedias en verso concebidas todas a la vez en 1966, de las cuales en ese momento solo se había publicado una, Pílades, en un número de la revista Nuovi Argomenti. Sin despertar, por lo demás, gran interés ni entre críticos ni entre lectores: «La verdad es que podría haber publicado incluso cien páginas en blanco…». Un silencio y un desinterés que rodeaban a esas alturas la entera figura literaria de Pasolini, relegada, o más bien reprimida, pero solo a medias de manera inconsciente, entre los casos anómalos del mundo cinematográfico después de que su experiencia literaria pareciera agotada.
Por su parte, las desilusiones y los conflictos con el mundo literario quedaban rápidamente absorbidos en un aceptado distanciamiento, que a su vez daba resalte al trabajo cinematográfico, considerado, más que cual alternativa a la literatura, como su reemplazo en la impetuosa sucesión de ideas y proyectos. Con la idolatrada realidad como meta final. El mundo con sus objetos, la gente, la naturaleza, contemplados con veneración sagrada y no representados ya con los símbolos del lenguaje literario, sino con muestras extraídas directamente de la realidad y dispuestas en los campos y contracampos del lenguaje cinematográfico. De esta manera, todavía podía explotar su amor por la vida, por la realidad física, sexual, objetual, existencial.
El distanciamiento respecto al mundo de la cultura literaria italiana se traducía a menudo en un alejamiento físico facilitado por la filmación de las películas. En 1967 estuvo en Marruecos para Edipo rey, en 1968 en la India para Apuntes para una película sobre la India, en 1970 en Turquía para Medea y en África para Apuntes para una Orestiada africana.
El Tercer Mundo lo atraía como alternativa a un Occidente cada vez más alienado por el desarrollo económico. Por desgracia, los lugares imaginados y buscados no siempre coincidían, sin embargo, con los reales. Por ejemplo, tuvo que renunciar a ambientar El Evangelio según Mateo en Israel porque sus campos ya estaban en plena industrialización; lo mismo ocurrió con Rumanía, imaginada como telón de fondo para Edipo, donde las antiguas aldeas con casas de madera ya habían sido destruidas.
A su regreso a Italia, su mirada captaba nuevos signos de transformación social, en las costumbres y en la mentalidad de la gente: «Italia se encamina a convertirse en una sociedad consumista, en un horrible mundo pequeñoburgués». Pasolini lo sufría como un dolor personal, como una decepción que podría llegar a privarlo de la vitalidad de antaño. Y reaccionaba de manera «inspirada» precisamente porque no era un inventor de ideologías: «No soy un pensador y nunca he aspirado a serlo. A veces, en el contexto de una ideología, se me ocurre alguna intuición, y puede que por eso haya podido preceder a los ideólogos profesionales».
Su sensación de extrañamiento se extendía también al mundo de la política italiana y, en particular, a sus relaciones con el PCI, marcadas por la antigua aversión hacia el «tacticismo» de Togliatti y por la más reciente incapacidad de los intelectuales del Partido para comprender la evolución que estaba produciéndose. En esta entrevista, recuerda su antigua militancia comunista, pero pasando por encima del momento crucial que había marcado como ningún otro su vida: su expulsión del Partido en octubre de 1949 tras una denuncia por delitos sexuales, de los que por otro lado acabó siendo absuelto. Aquí dice, en efecto: «Me uní al Partido durante un año aproximadamente, entre 1947 y 1948, pero cuando me caducó el carné, no me molesté en renovarlo». Mientras que la segunda fecha debe corregirse hasta abarcar buena parte de 1949, la omitida expulsión tal vez haya de explicarse como reticencia a desenterrar un pasado desagradable o bien como una negativa a extender su victimismo también en relación con la izquierda, además de hacia el orden burgués. No, desde luego, como ocultamiento del escándalo.
En cambio, despliega sin cortapisas su entusiasmo por la nueva izquierda católica, encarnada en la figura del padre Milani, y por ese «diálogo» que quizá sea la última utopía del apasionado ruiseñor de la Iglesia católica que había descubierto a Marx.
1992
Una noche de domingo a finales de abril de 1992, en la habitación de mi hotel en Moscú, encendí el televisor. Era Pascua (según el calendario ortodoxo) y era también el primer día desde la época de la Revolución de Octubre en el que las campanas habían sonado a rebato —las oí yo mismo en esa habitación— en la gran catedral encajada dentro de las murallas del Kremlin. Y lo que apareció en la pantalla fue El Evangelio según Mateo de Pasolini.
Me pareció de lo más apropiado que proyectaran esa película en ese lugar y en tales circunstancias; por mucho que, paradójicamente, era probable que ello ocurriera por razones opuestas a las primigenias de su autor. La aparición del Evangelio en la televisión moscovita no respondía, a decir verdad, al deseo de dar a conocer la interpretación crítica e imaginativa del texto cristiano proporcionada por una personalidad fuera de lo común, sino más bien al de ofrecer imágenes críticas del desierto ideológico y moral que habían dejado setenta años de comunismo estéril. Pero supongo que a Pasolini le hubiera alegrado de todas formas, y estoy seguro de que habría aceptado la paradoja con la mayor naturalidad. En cualquier caso, creo que su visión de Cristo debió de parecer bastante radical para el mundo austero e incluso conservador (además de comprometido con el KGB) de la Iglesia ortodoxa rusa, por no hablar del de los antiguos pseudomarxistas del viejo Partido Comunista soviético. Estoy convencido de que le habría encantado entablar acalorados debates con un público al que nunca habría imaginado poder llegar cuando rodó su película.
La aparición del Evangelio en la pantalla de mi televisor, en Moscú, era por otra parte un indicador de la extraordinaria perdurabilidad de la obra de Pasolini: algo que no habría imaginado en el momento en que lo entrevisté en 1968. En su maravilloso libro Retrato de familia con Fidel, el escritor cubano Carlos Franqui describe una escena que tuvo lugar en el Palacio de la Revolución, en La Habana, una noche, ya tarde, de 1964. Franqui había sido convocado para recibir una severa reprimenda. Cuando entra, su interlocutor lo recibe con la frase: «Hombre, ¿qué me cuentas, Accattone?». Quien se lo dice no es otro que Raúl Castro, completamente borracho. El muy romano personaje de Pasolini había entrado en el léxico de la dirigencia cubana. (Para Franqui, que se dirigieran a él con ese nombre no era de buen augurio porque pretendía insinuar que se comportaba como un proxeneta).
La primera vez que vi a Pier Paolo Pasolini, tropezó cuando salía de la cocina de su apartamento en via Eufrate, en el EUR, en abril de 1968. Tenía la boca llena de comida. Me estrechó la mano y se disculpó por no estar completamente preparado para recibirme. Había sido él quien había elegido la hora de nuestra cita: las dos de la tarde, una hora asombrosa para Roma. Pero para él era un buen momento, me dijo, porque todo estaba cerrado, todos estaban comiendo, bebiendo o durmiendo, mientras él estaba inquieto y no tenía otra cosa que hacer.
El British Film Institute me había encargado un libro sobre un director de cine, destinado a una nueva colección titulada Cinema One. Yo había estado viviendo en Italia durante tres años, de 1963 a 1966 (los últimos dieciocho meses en Roma), y quería volver. Sugerí el nombre de Pasolini. No era un autor especialmente conocido en el mundo anglosajón, pero su nombre estaba adquiriendo cierta notoriedad, y mi propuesta fue aceptada. Mi idea era hacer un libro de entrevistas: pensé que sería más fácil que escribir un estudio crítico y tenía el convencimiento, por lo que sabía, de que Pasolini era un buen orador, capaz de explicarse a sí mismo ante el público anglosajón (que probablemente no había leído sus libros de poesía ni de narrativa) mejor de lo que yo podría haberlo hecho. Y, en efecto, no me decepcionó. Bastaba con hacerle una pregunta y la respuesta llegaba con gran facilidad. Una vez, cuando le mencioné un pasaje suyo en el que afirmaba que ponía sus esperanzas en el mundo campesino italiano, que estaba «impregnado por el catolicismo de la Contrarreforma» (una afirmación que a mí me parecía bastante contradictoria), me dijo que no era capaz de recordar el haberlo dicho. Pero no era hombre que rehuyera una ocasión que se le presentara. Así pues, tras la frase citada, hubo una breve pausa y luego sus palabras comenzaron a fluir de nuevo: «Pero vamos a admitir que lo dije, porque ahora que me habla de ello me doy cuenta de que podría haberlo dicho». A lo que siguió una larga y articulada respuesta. Al releerla, me pareció bastante interesante, aunque quizá pecara por exceso de optimismo. También contiene algo que en ese momento se me había pasado por alto, es decir, una comprensión errónea de la Revolución Cultural en China. Pasolini llegaba a conectar la loable actividad del padre Milani con la violencia de la Revolución Cultural. Aunque tales malentendidos eran comunes en ese momento entre las izquierdas en Occidente, hoy me sorprende que Pasolini pudiera compartirlos, dado que sus antenas eran más sensibles que las de muchos otros con respecto a la violencia y la crueldad fomentadas o practicadas por el comunismo. Con todo, al leer esta sección, también observo una curiosa y honesta admisión de Pasolini sobre su ingenuidad pasada con respecto a Stalin, una ingenuidad que, vista retrospectivamente, parece casi increíble.
Este libro es el resultado de una serie de entrevistas que le hice a lo largo de aproximadamente diez días, repartidas en un par de semanas, todas ellas entre las dos y las cuatro de la tarde en la espaciosa sala de estar de su apartamento. Toda la conversación se realizó en italiano y se grabó en cintas. Cuando regresé a Londres, hice transcribir las cintas y traduje el texto mientras lo revisaba. Pasolini me dijo que confiaba plenamente en mí y accedió a permitirme publicar mi versión sin una lectura previa de su parte. (Más tarde me escribió para decirme que había hecho un buen trabajo, estaba convencido de ello, aunque aprovechó la oportunidad para deplorar, un tanto injustamente en mi opinión, que ese tipo de cosas, en su opinión, nunca sucedían en Italia).
Al revisar las entrevistas a veinticuatro años de distancia, encuentro cosas en las que desearía haber profundizado en ese momento. Pero nunca resultaba fácil conducir a Pasolini al lugar que uno quería. Una vez me hizo un suave reproche por haber sacado a relucir ciertos escritos suyos del pasado: «Es usted como una especie de Erinia, recordándome cosas que había olvidado». Como todos los entrevistados de alto nivel, era tan hábil para contestar a las preguntas como para eludir los temas de los que prefería no hablar. Además, como decía a menudo, y era cierto, él no era un pensador «sistemático», sino un poeta y, según su expresión, un pasticheur.
A pesar de que puedo afirmar que nuestra relación era fluida, Pasolini casi nunca llegó a charlar conmigo sobre temas que no tuvieran que ver con el libro que preparábamos. Estaba muy interesado en saber cómo eran sus obras traducidas al inglés. Yo había leído y admirado, en 1959, su novela Chavales del arroyo. Dado mi imperfecto italiano en aquel entonces, la lectura me llevó diez días, pero me impresionó mucho. Llegamos a mantener una discusión interesante pero infructuosa sobre las dificultades de traducir el dialecto romanesco al inglés.
En el período en que conocí a Pasolini, no hacía mucho que me había incorporado al comité de redacción de una revista publicada en Londres llamada New Left Review, comité del que dimití al poco tiempo. «¡Nada menos!» fue la reacción de Pasolini cuando le informé de que formaba parte de la redacción, porque la revista tenía bastante prestigio en esa época. Cuando sus amigos —Alberto Moravia, por ejemplo, o Alberto Carocci, codirector de Nuovi Argomenti— venían a su apartamento, me presentaba como miembro del comité de redacción de New Left Review. Siempre se mostró cortés, pero un poco distante. Yo no me sentía ni rechazado ni aceptado del todo. Nunca comimos juntos, por ejemplo. Una vez, cuando Franco Citti y Ninetto Davoli vinieron a ayudarle a colgar un cuadro nuevo en la pared, noté que se relajaba especialmente con Davoli, quien tenía algo en común con Moravia: ambos disfrutaban metiéndose con Pasolini y gastándole bromas. Una visitante con la que noté que tenía mucha familiaridad era Elsa Morante, quien vino un día a ver la proyección de un cortometraje (Che cosa sono le nuvole? [¿Qué son las nubes?]) que había organizado para mí. Fue la única vez que vi una película de Pasolini acompañado por él. Salimos apresuradamente de su apartamento en el EUR para ir a la proyección, con él al volante de su Mini, conduciendo a bastante velocidad. Elsa Morante observó que me parecía un poco a un primo de Pier Paolo. Pasolini reaccionó de inmediato. «No, qué va», afirmó tajantemente después de echar un vistazo al espejo retrovisor. «No se parece en absoluto a mi primo. Tiene un rostro completamente diferente». (Pasolini nunca me hizo ninguna pregunta acerca de mi origen social o étnico, aunque yo le había dicho que me había criado en la religión católica, en el sur de Irlanda).
También siento ahora no haber profundizado más en la relación de Pasolini con el Partido Comunista Italiano; o, mejor dicho, con toda la tradición del socialismo italiano. Hubo muchos asuntos cuyo trasfondo no fue captado ni por él ni por mí. Pasolini mencionó la muerte de su hermano Guido solo con las palabras: «Mi hermano murió luchando con los partisanos». Y, por lo que recuerdo, su voz no traicionó la menor emoción. En ese momento, yo no sabía que su hermano, que luchaba en una formación partisana, había sido asesinado por otra formación partisana en un trágico —e injustificable— incidente.
Las entrevistas se llevaron a cabo a principios de abril de 1968, poco antes de que Pasolini escribiera ¡¡El pci para los jóvenes!! Este poema ofendió a mucha gente y llevó a algunas interpretaciones extrañas (por ejemplo, el sociólogo estadounidense Seymour Lipset concluyó que una parte de la izquierda italiana apreciaba de corazón a la policía). Un amigo me envió una copia del número de L’Espresso (16 de junio de 1968) que contenía el texto del poema y una discusión entre Pasolini, Vittorio Foa, Nello Ajello y Claudio Petruccioli. También se recogían las vanilocuentes y presuntuosas declaraciones (una de las cuales estaba en gran parte formada por una larga, y poco pertinente, cita de Lenin) leídas por dos representantes del movimiento estudiantil. En ese momento, pensé que Pasolini había sido demasiado duro con los estudiantes, pero ahora, al volver a leer esas declaraciones, me pregunto si no tenía razón.
La última vez que vi a Pasolini fue a finales de 1971, en un hotel tranquilo y bastante triste en la ciudad de Rye, en la costa meridional inglesa, donde estaba filmando Los cuentos de Canterbury. En el sombrío comedor, su apariencia era digna, pero parecía algo desanimado mientras picoteaba un típico y nada apetitoso almuerzo de provincia inglesa. El camarero, que evidentemente había renunciado a aprender ese nombre impronunciable, se dirigía a él llamándolo simplemente «Míster Pas». Fue el propio Pasolini el que empezó a hablar de su poema de 1968 sin que yo hubiera mencionado el tema. Dijo: «Durante cierto tiempo, me hizo extremadamente impopular entre la izquierda italiana. Puede que me expresara mal, pero lo que decía resultó ser cierto, lamentablemente».
Tenía un aspecto cansado y demacrado. En ese momento, yo no sabía que se hallaba en medio de una profunda crisis personal (que ha sido descrita por Enzo Siciliano en Vita di Pasolini), algo que casi estuvo a punto de revelarme cuando me explicó que ahora podía continuar su trilogía porque «se hallaba de repente muy libre sexualmente».
De lo que quería hablar sobre todo era de los diferentes acentos y dialectos ingleses en relación con Los cuentos de Canterbury. Descubrí más tarde que había escrito el guion en Rumanía, donde había ido a una de las clínicas de rejuvenecimiento que florecieron en ese país bajo el régimen de los Ceaușescu, tan narcisistas ellos y obsesionados con el miedo a envejecer. Pasolini parecía algo desconcertado por Inglaterra. A pesar de —o tal vez a causa de— que su padre había sido prisionero de guerra de los ingleses (en Kenia), siempre había sido bastante anglófilo, pero pude darme cuenta de que su anglofilia había sufrido algunos duros reveses. Aunque su inglés era rudimentario, ya había detectado diferencias de clase en el humor británico y parecía haber entendido, al menos en parte, que la burguesía británica no era tan iluminada como había pensado. Poco después, escribió palabras bastante duras sobre la hipocresía británica en una crítica de la novela Maurice de E. M. Forster. En Rye, conversamos durante un par de horas y fue el último contacto que tuve con él.
Los cuentos de Canterbury recibieron una cautelosa acogida en Inglaterra. En este país, la película de Pasolini que parece haber atraído a un público más numeroso ha sido Edipo rey, junto con Accattone,El Evangelio según Mateo y Medea. Siguiendo con Inglaterra, la persona que más me sorprendió con sus comentarios sobre Pasolini fue un psicoanalista sudafricano llamado David Cooper (autor de libros como La muerte de la familia y otros). Había planeado escribir un ensayo con él sobre la psicología del juego, pero Cooper resultó extremadamente poco de fiar, por decirlo suavemente, y terminé escribiendo ese libro con el crítico de arte Peter Fuller (cfr. Jon Halliday y Peter Fuller, The Psychology of Gambling, editado en el Reino Unido por Allen Lane y en Estados Unidos por Harper & Row en 1974). Cooper quería explorar los límites externos (e internos) de lo extremo y estaba obsesionado con la película de Pasolini Pocilga, especialmente con el papel que desempeñan los cerdos. También hablaba de la atracción sexual por los policías (a quienes en ese momento estaba de moda llamar con el epíteto de «cerdos», especialmente por parte de la izquierda estadounidense). Cooper me dio mucho la lata para que le presentara a Pasolini.
Desde 1974 hasta 1976, di clases en la nueva Universidad de Calabria. Fue un buen lugar para verificar la reputación de Pasolini. Lo primero que me llamó la atención cuando llegué a Italia en 1974 fue constatar cuánto perduraba su fama. Pasolini era una estrella de primera magnitud en el firmamento cultural, tal vez el autor más leído entre todos los comentaristas y críticos de la cultura italiana. Los estudiantes en Calabria hablaban a menudo de él y esperaban con ansia su columna en el Corriere della Sera (que llegaba a Castiglione Cosentino Scalo, a pocos kilómetros de la universidad —con sede en Arcavacata—, alrededor de las cinco de la tarde, cuando todo iba bien).
El 2 de noviembre de 1975, me encontraba a miles de millas de distancia, en Nueva York, esperando un avión para Montreal, donde debía dar una conferencia en la McGill University, cuando leí la noticia de que Pasolini había sido asesinado. No lo leí en el Corriere della Sera ni en el Giornale di Calabria, sino en el New York Post. Cuando volví a Calabria, no dejé de notar lo frecuente que era que los estudiantes usaran expresiones como «¿Qué habría dicho Pasolini al respecto?» (que creo que podría haber sido el título de un artículo en Quaderni Piacentini). Eran raras las ocasiones en las que los estudiantes se sentían decepcionados con sus columnas. Casi siempre proporcionaba con sus escritos alimento para el pensamiento, incluso cuando, como ocurrió con un artículo sobre el aborto que escribió poco antes de su muerte, suscitaban gritos de airada desaprobación.
Su fama ha perdurado, y no solo en Calabria. No solo ha perdurado, sino que es probable que haya crecido, tal vez más en Francia, España y Estados Unidos que en Gran Bretaña. Pero incluso aquí, en la Britannia insular, sus películas se siguen proyectando a menudo y sus escritos se traducen con mayor frecuencia. En 1968, yo era muy crítico con algunas de sus opiniones. Pero aquello que interpretaba entonces como pasado de moda y, en ocasiones, «reaccionario», me doy cuenta ahora de que era a menudo un intento de expresar un sentido de pérdida. Cuando lo vi en Rye, la última vez, enfatizó su «añoranza […] por la pérdida del mundo de antaño». «Soy un hombre desencantado», me dijo. Soy consciente ahora de que era capaz a menudo de ver más allá que los demás. Después de su muerte, cada vez que conducía por la arruinada costa de Calabria, antes tan hermosa, se me venían a la cabeza sus continuas llamadas en favor de un equilibrio cultural-ecológico.
Este libro fue traducido al japonés en 1972. Un comentarista lo describió en los siguientes términos: «Director italiano pseudomarxista forzado a someterse a una extraña entrevista por un teórico de la Nueva Izquierda». Un comentario que me gustó bastante en ese momento, aunque era completamente impreciso. Para empezar, Pasolini no era un «pseudomarxista», o un cuasi marxista; era lo que podríamos llamar un ecléctico, pero sabía lo que hacía y no se dejaba influenciar. Aparte de eso, yo no era un teórico y no había «forzado» a Pasolini a esas conversaciones.
El editor japonés añadió una faja roja al volumen con una frase en la que se equiparaba a Pasolini con Mishima, el conocido novelista y cineasta que se suicidó en 1970 cometiendo seppuku