La librería de los recuerdos perdidos - Susan Wiggs - E-Book
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La librería de los recuerdos perdidos E-Book

Susan Wiggs

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Beschreibung

Top Novel 273 Si tuvieras que empezar de nuevo, ¿qué harías y quién serías? Susan Wiggs, autora superventas de The New York Times, explora el significado de la felicidad, la confianza y la seguridad en uno mismo. Su historia está esperando a ser contada… Tras una inesperada tragedia, Natalie Harper hereda una librería con mucho encanto, y muchos problemas económicos, en San Francisco. También se convierte en la cuidadora de su abuelo Andrew, que creció en el histórico edificio de Perdita Street donde se ubica la librería. Su abuelo ha empezado a sufrir pérdidas de memoria y Natalie planea cerrar la librería y vender el edificio para pagar sus cuidados. Solo hay un problema: su abuelo es el dueño y se niega a vender. Natalie se hace cargo de la tienda con reticencias, pero descubre que los libros le proporcionan consuelo para su dolor. Contrata a un exmarine de Georgia, Peach Gallagher, para reparar el viejo edificio. Dorothy, la hija de Peach, es un rayo de luz durante los largos días de Natalie, e incluso logra ponerla en contacto con Trevor Dashwood, un atractivo novelista que se interesa por la pequeña librería. Para su sorpresa, su duelo se convierte en un inesperado viaje de descubrimientos y revelaciones, desde desenterrar objetos antiguos escondidos en las paredes de la librería hasta descubrir la verdad sobre su familia, su futuro y su corazón. «Susan Wiggs escribe con una brillante seguridad, con sentido del humor y con comprensión». Luanne Rice «La narración de Wiggs es conmovedora… clara… para lectoras de cualquier edad de novela romántica y de ficción femenina». Publishers Weekly «El talento de Wiggs se refleja en sus personajes totalmente creíbles, así como en la manera de reconocer la importancia de la familia, biológica o de otro tipo». Library Journal «Los intensos y cautivadores relatos de Wiggs introducen a los lectores en las vidas y las mentes de sus personajes de un modo tal que los hace reales, auténticos e inolvidables». Booklist «Susan Wiggs posee un gran talento (…). Los personajes salen de las páginas para instalarse en tu corazón». Literary Times

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Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO si necesita reproducir algún fragmento de esta obra. www.conlicencia.com - Tels.: 91 702 19 70 / 93 272 04 47

 

 

Editado por HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2020 Susan Wiggs

© 2021 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

La librería de los recuerdos perdidos, n.º 273 - abril 2021

Título original: The Lost and Found Bookshop

Publicado originalmente por HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Traductor: Carlos Ramos Malavé

 

Todos los derechos están reservados, incluidos los de reproducción total o parcial en cualquier formato o soporte.

Esta edición ha sido publicada con autorización de HarperCollins Publishers LLC, New York, U.S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con persona, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, TOP NOVEL y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia. Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

 

Diseño de cubierta: Caroline Young © HarperCollinsPublishers Ltd 2020

Imagen de cubierta: © Shutterstock.com

 

I.S.B.N.: 978-84-1375-434-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Dedicatoria

Prólogo

PRIMERA PARTE

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

SEGUNDA PARTE

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

TERCERA PARTE

Capítulo 16

Capítulo 17

Capítulo 18

Capítulo 19

CUARTA PARTE

Capítulo 20

Capítulo 21

QUINTA PARTE

Capítulo 22

SEXTA PARTE

Capítulo 23

Capítulo 24

Capítulo 25

Epílogo

Agradecimientos

Si te ha gustado este libro…

 

 

 

 

 

 

A los libreros, vendedores de sueños

Prólogo

 

 

 

 

 

La mansión Flood

San Francisco

 

De pie frente a la multitud en el funeral de su madre, Natalie Harper contempló el atril. En la superficie inclinada había una carpeta titulada «Recursos para el dolor», junto con sus notas. La guía era un compendio de consejos, pero había una cosa que no explicaba: ¿Cómo iba a seguir con su vida después de aquello?

Llevaba varios días con las páginas a cuestas, con la esperanza de hallar una explicación a lo inexplicable, o una manera de expresar lo inexpresable. Pero ninguna de las notas y recursos del mundo podían lograr entender la narrativa inacabada de la vida de su madre, que parecía difuminarse en el dolor de la pérdida. Las palabras se convirtieron en un borrón húmedo ante sus ojos.

Trató de recordar lo que quería decir, como si pudiera resumir la vida de Blythe Harper en un discurso de tres minutos. ¿Qué se decía en la despedida final a tu madre? Que había estado a tu lado cada minuto de tu vida desde que naciste hasta hacía una semana, cuando se había ido para siempre. Que era hermosa e inspiradora. Brillante, pero con frecuencia loca. Excéntrica y enervante. Complicada y querida. Que lo era todo: madre, hija, amiga, librera, vendedora de sueños.

Y que, en el momento en el que ella más la había necesitado, Blythe Harper había caído del cielo.

Capítulo 1

 

 

 

 

 

Archangel, Condado de Sonoma, California

Una semana antes

 

Aquel era un momento importante para Natalie. El más importante de su carrera hasta el momento, sin duda. Toda la empresa se había reunido en la sala de recepciones de la bodega Pinnacle Fine Wines para celebrar su ascenso y el contrato de un millón de dólares que había logrado para la empresa. Pero su madre no había aparecido.

Como siempre.

Para ser sincera, el trayecto desde la ciudad hasta Archangel podía ser impredecible por la tarde. Era igualmente posible que Blythe Harper se hubiera olvidado por completo de que había prometido asistir para celebrar el logro de su hija.

Natalie esbozó una sonrisa forzada y se pasó las manos por la chaqueta, una prenda conservadora hecha a medida que vestía sobre una blusa de seda blanca con lazada al cuello que se había comprado para la ocasión. Entre tanto, localizó al dueño de la empresa, Rupert Carnaby, mientras avanzaba hacia el atril situado sobre la tarima, deteniéndose a saludar a compañeros por el camino. Después miró hacia la puerta con la esperanza de que su madre entrase corriendo en el último momento.

Aunque sabía que no sucedería.

Se recordó a sí misma que era una mujer adulta, no una niña que necesitaba que su madre asistiera a una función escolar. Aunque Blythe tampoco había hecho eso.

Aunque no llevaba la cuenta de manera consciente, Natalie sabía que su madre se había perdido muchas cosas en su vida, desde su ceremonia de ingreso de niña exploradora, hasta las olimpiadas de matemáticas de California, pasando por su graduación en la universidad. Siempre había una razón: no podía dejar la tienda, estaba esperando a un representante de ventas, no encontraba un coche que pudieran prestarle, tenía un acto con un autor muy importante… Todas ellas buenas razones, y Natalie se habría sentido mezquina por reprochárselo.

«Da igual», pensó Natalie, cambiando el peso de un pie al otro con sus zapatos de tacón de media altura, muy estilosos, pero bastante incómodos. «No pasa nada». Su madre tendría una excusa y a ella le parecería bien. Así había sido siempre. Y, para ser sincera, su madre —que la había criado sola— rara vez tenía un momento libre lejos de la librería. La había gestionado ella sola casi sin ayuda durante los últimos treinta y tres años, ya que con frecuencia le faltaban recursos para contratar ayuda.

Mandy McDowell, la compañera de Natalie en Logística, pasó por delante con una copa de vino en la mano mientras entretenía a una compañera con otra anécdota sobre sus preciosos aunque mal educados hijos.

Natalie se dio cuenta demasiado tarde de que Mandy no veía por dónde iba. Trató de apartarse, pero no lo logró a tiempo y la copa de vino de Mandy acabó encima de ella.

—Oh, Dios mío, Natalie —exclamó Mandy con los ojos muy abiertos por la sorpresa—. ¡No te había visto! ¡Maldita sea, lo siento mucho!

Natalie se despegó la blusa de seda blanca del cuerpo.

—Genial —murmuró mientras agarraba una servilleta y se secaba la mancha de vino tinto.

—Agua con gas al rescate. —Cheryl, la amiga de Mandy, se acercó corriendo con una servilleta y una botella—. Deja que te ayude.

Mientras Natalie mantenía la blusa apartada del sujetador, también manchado, Mandy y Cheryl empezaron a frotar la enorme mancha.

—Soy una patosa —comentó Mandy—. ¿Podrás perdonarme? Dios, no deberías. Y precisamente hoy, cuando estás a punto de subir a la tarima…

—Ha sido un accidente —respondió Natalie, tratando de restarle importancia, de minimizar la situación.

—Prométeme que me enviarás la factura de la tintorería —le dijo Mandy—. Y, si la mancha no sale, te compro una nueva.

—Me parece justo —murmuró Natalie. Sabía que su compañera no cumpliría su promesa. Mandy, madre soltera, estaba siempre sin blanca. Parecía que siempre le costaba llegar a fin de mes. A juzgar por sus extensiones de pestañas y su manicura, no le importaba despilfarrar en eso. Y siempre andaba mal de efectivo.

«No juzgues», se recordó Natalie a sí misma. «La gente tiene sus razones».

Mandy la miró con una compasión ingenua.

—Ay, oye, pensaba que tu madre iba a venir hoy de la ciudad.

Natalie apretó los dientes y luego se obligó a relajar la mandíbula.

—Sí, no sé qué habrá pasado. Quizá haya sido el tráfico. O a lo mejor ha surgido algo en la librería. Siempre le ha costado alejarse de allí.

—¿Seguro que le dijiste que esta fiesta es en tu honor?

—Lo sabe —murmuró Natalie. Mandy era muy directa, pero sus preguntas no ayudaban.

—¿Y qué pasa con Rick? ¿Tu novio no querría estar aquí en tu gran día?

—Tenía un vuelo de prueba y no podía escaparse —respondió Natalie.

—Ay, qué pena. Imagino que estará ascendiendo en Aviation Innovations. Cuando salíamos juntos, nunca tenía ningún conflicto si yo tenía un gran acontecimiento en el calendario. —Mandy y Rick habían salido juntos antes de que Natalie se mudara a Archangel. Seguían siendo amigos, hecho que a Mandy le gustaba recalcar con demasiada frecuencia. Sacó entonces su teléfono—. Mira, le voy a mandar un mensaje con una foto para que vea lo que se está perdiendo.

Sin darle tiempo a objetar nada, Mandy le sacó una foto en la que aparecía con la boca abierta y la envió antes de que pudiera impedírselo.

«Gracias», pensó. «No es un gran día. Es un trabajo, nada más». Miró a sus compañeros, que devoraban canapés y rellenaban sus copas de vino en la barra. «No es una de las mejores experiencias de la vida».

Justo entonces, el tintineo de una copa dirigió la atención de todos hacia el escenario.

—Buenas tardes a todos —dijo Rupert, inclinándose hacia el micrófono mientras observaba a la multitud con aquella sonrisa infantil tan característica—. Más que buenas, magníficas. Y más que tardes, happy hour.

Un murmullo de risas se extendió entre los asistentes.

—Quería tomarme unos minutos para celebrar el día de hoy. Natalie Harper no necesita presentación porque todos la conocéis, pero me gustaría decir unas palabras. ¡Natalie! —Rupert le hizo un gesto con la mano—. Súbete aquí conmigo.

Natalie sintió el rubor en la cara mientras se abotonaba la chaqueta, sabiendo que la mancha de vino seguiría viéndose por encima de las solapas. Tenía el pecho mojado y pegajoso, apestando a vino de uva zinfandel.

—Una breve anécdota, si me lo permites —empezó a decir Rupert. Una de las cosas que más le gustaban era divagar sobre la tradición familiar del negocio de la distribución de vino—. Cuando mi abuela Clothilde me puso al mando de Pinnacle, me dijo: «Tienes una misión». —Intentó imitar el acento francés de su abuela—. «Darle vino al mundo y que sea excelente». Y la única manera de lograr eso es trabajar solo con compañeros excelentes. —Se echó a un lado y le hizo un gesto a Natalie para que se acercara—. Amigos, Natalie Harper representa ese mandato. Así que hoy os presento a nuestra nueva vicepresidenta de inventario digital.

Una sutil oleada de aplausos la acompañó hasta el escenario. Rupert estaba radiante, con sus dientes blanquísimos y deslumbrantes. En un rincón mezquino de su mente, Natalie creía que Rupert sabía que ella le había mantenido a flote mientras él se codeaba con los proveedores y clientes y jugaba al golf en horas de trabajo. Probablemente ese fuera el verdadero motivo de aquel ascenso.

—Gracias —dijo con timidez, poco acostumbrada a hallarse en el candelero. Pronunciado en voz alta, el nuevo puesto sonaba absurdo, o quizás incluso algo inventado. Imaginaba que esa era la naturaleza de su campo de trabajo. Había escogido aquel trabajo por la estabilidad y por las perspectivas de comercialización. Siempre había un lugar para alguien capaz de gestionar la información y la logística, porque eran cosas que no interesaban al noventa y nueve por ciento de la gente y que a nadie le gustaba hacer.

Gestionar el inventario no era ser diplomática, ni submarinista, ni enóloga, ni librera; trabajos que la gente podría disfrutar.

—Agradezco esta oportunidad —continuó—, y estoy deseando ver lo que podemos lograr.

A decir verdad, ella tampoco soportaba el trabajo, pero esa no era la cuestión. La cuestión era tener una carrera estable que nunca le fallara.

—Otra anécdota —comentó Rupert guiñándole un ojo mientras se hacía con el micrófono—. Hace tiempo, esta joven acudió a mí en busca de un puesto aquí en la empresa, y yo, en mi infinita sabiduría, la contraté de inmediato. —Hizo una pausa—. Y miradla ahora; tiene esos ojitos de cachorrito y el instinto de una barracuda, y probablemente más inteligencia que todos nosotros juntos. Lo que ha hecho con nuestro sistema de inventario es casi un milagro. Gracias a que Natalie se hizo cargo de eso, hemos disfrutado de nuestro mejor año aquí en Pinnacle. —Se rio—. Sí, vale, ya veo que os estoy aburriendo, así que concluiré con un último anuncio. La única hija del gobernador Clements se va a casar con el dueño de Cast Iron. —Cast Iron, una cadena de restaurantes de lujo muy popular, había sido fundada por una estrella de internet también muy popular. Su creativo maridaje de la comida y el vino estaban conquistando el mundo foodie—. Como podéis imaginar, será la boda del año en nuestro estado. —Otra pausa—. ¿Qué tiene eso que ver con nosotros, os preguntaréis? Pues bien, dejaré que lo explique Natalie.

Natalie captó una ráfaga de su propio olor al aceptar el micrófono. Vino derramado y sudor provocado por los nervios. Delicioso.

—Trataré de resumir. Pinnacle Wines ha llegado a un acuerdo exclusivo para suministrar el vino en la boda de Bitsy Clements. Y, después de eso, seremos el proveedor exclusivo para Cast Iron.

Sus palabras no transmitían ni de lejos las tensas y complicadas negociaciones a las que había tenido que enfrentarse. Había llevado a su equipo al límite, elaborando la combinación perfecta de productos y descuentos. El acuerdo multimillonario estaba ya casi terminado.

Tenían que cumplir un último requisito más; conseguir un exclusivo vino blanco alsaciano que había solicitado el novio. Cuando eso estuviera confirmado, se cerrarían los detalles.

—Me gustaría dar las gracias a mi equipo —Mandy, Cheryl, Dave y Lana —por ayudar con el proyecto.

Reconocía que eso era una mentira piadosa. El equipo había sido una carga en todo momento, requiriendo supervisión constante por su parte.

—Así que brindemos todos por eso —dijo Rupert con todo su encanto mientras volvía a arrebatarle el micrófono. Él también había sido un incordio durante todo el proceso. Aunque sus intenciones eran buenas, le faltaban la perspicacia empresarial y financiera necesarias para alcanzar un acuerdo complicado. Sin embargo, estuvo encantado de llevarse el mérito y se mostró dispuesto a recompensarla con un nuevo puesto.

Se alzaron las copas. Natalie miró a su alrededor y se fijó en toda la gente que hablaba y reía, disfrutando de las vistas desde las oficinas superiores del edificio.

Con el ascenso conseguiría también un nuevo despacho bien alejado de la zona de cubículos donde se hallaba el departamento de inventario. Ahora tendría un rincón para ella sola. Había estado ansiosa por mostrárselo a su madre; un ventanal del suelo al techo con una vista infinita del paisaje de Sonoma, un refugio contra la cháchara incesante e improductiva de sus compañeros de trabajo.

Rupert siguió cotorreando sobre el inminente casamiento, que, con un entusiasmo hiperbólico, ya se comparaba con una boda real. Natalie se bajó del escenario y sacó su teléfono. Su afirmación diaria se iluminó en la pantalla: Confío en que voy por el buen camino.

Deslizó el dedo para borrarlo y pulsó el botón de rellamada, pero, como se imaginaba, en el teléfono de su madre saltó el buzón de voz: Has llamado a Blythe Harper, de la Librería de los Objetos Perdidos, en el corazón del distrito histórico de San Francisco. Deja tu mensaje. Mejor aún, ¡ven a verme a la librería!

Natalie no dejó ningún mensaje. Su madre no solía revisar su buzón de voz. Le envió un mensaje de texto: No te has perdido gran cosa, me han tirado vino tinto en la blusa y no sabía qué hacer con el micrófono.

Entonces se fijó en que tenía un mensaje. Salió de la habitación sabiendo que nadie la echaría en falta. Siempre había sido una persona discreta. Recorrió el pasillo en busca de la tranquilidad de su nuevo despacho. Casi todas sus cosas seguían en cajas en el suelo. Había albergado la esperanza de que su madre le echara una mano para organizar el lugar durante su visita. Se detuvo frente al ventanal y sacó una foto del paisaje con el móvil. Luego le envió la foto a su madre. Mejor aún cuando lo veas en persona, escribió.

El mensaje de voz era del número de Rick. Se estremeció un poco al escucharlo. Ey, cariño, siento haberme perdido tu gran día, le decía con su voz profunda y amable. No he podido escaparme del vuelo de prueba. Estoy deseando que llegue este fin de semana. Te quiero.

¿De verdad? ¿La quería de verdad? ¿Lo quería ella a él?

Una parte de ella no quería pensar en la respuesta, pero, si era del todo sincera consigo misma, tendría que admitir que la chispa se había apagado hacía ya tiempo.

En apariencia, Rick y ella eran la pareja ideal; una ejecutiva vinícola ambiciosa y un ingeniero aeronáutico y piloto ajetreado. Él era guapo y de buena familia. Pero, si se rascaba un poco bajo la superficie, existía cierta sensación de predictibilidad. A veces le preocupaba que estuvieran juntos solo porque resultaba cómodo. Sobre todo si «cómodo» significaba tener una relación sin imaginación ni emoción.

Era posible que ambos estuvieran esperando a que el otro pusiera fin a la relación.

El pitido de un nuevo email entrante la sacó de sus pensamientos. Lo más probable era que se tratase de un asunto de trabajo que podría esperar hasta el lunes, pero no pudo evitar mirar el ordenador. Y no pudo evitar ver el asunto del correo en negrita que le produjo un vuelco en el corazón: Urgente: Incumplido el plazo de la concesión.

¿Qué narices era eso?

Se dejó caer en su silla ergonómica y notó que se quedaba pálida. El mensaje era del director ejecutivo social del gobernador Clements. Señorita Harper, siento informarle de que no se ha cumplido el plazo de cesión de la Junta de Compensación y el acuerdo se cancelará según…

Natalie sintió un grito silencioso que le salía del pecho. Incumplir un plazo importante ponía en riesgo todo el acuerdo. ¿Cómo podía haber sucedido algo así?

En el fondo lo sabía. Mandy había sido la encargada de presentar los archivos. Natalie le había insistido una y otra vez en que el plazo de entrega era crucial. Mandy había insistido diciendo que lo tenía controlado. Lo comprobó con ella dos veces.

Pero no lo comprobó una tercera.

Tratando de no dejarse llevar por el pánico, marcó un número en el teléfono. Aquel era un acuerdo en el que había trabajado mucho, compitiendo ferozmente con otros proveedores para los contratos de la boda y de la franquicia.

Si el acuerdo no salía adelante, tendría que hacer frente a la decisión de proteger o no a Mandy para que no la despidieran. Esa mujer cometía un error tras otro, y con frecuencia ella era la que le cubría las espaldas. Mandy era la favorita de todos. La simpática. Era adorable, divertida, encantadora.

Natalie casi estranguló el teléfono con la mano mientras contactaba con la oficina de regulación estatal y el director del distrito. Menos mal que su madre y Rick no habían asistido al evento después de todo. No sería divertido para ellos —ni para nadie —ver cómo se peleaba para deshacer el entuerto de su compañera.

 

 

Una tensa hora después, Natalie había resuelto la situación. Estaba empapada en sudor y vino tinto y totalmente alterada cuando se metió en el cuarto de baño. Había logrado salvarle el culo a Mandy, otra vez. Habían hecho mucho servilismo y otros 10 000 dólares de descuento, que sabía que le descontarían del bonus.

En el retrete, no vomitó, pero le entraron arcadas. Se quitó la chaqueta y la blusa. Ambas echadas a perder. No soportaba llevar puesta la blusa ni un segundo más, así que la tiró a la basura. Después se abotonó la chaqueta sobre el sujetador con manchas de vino.

Estaba a punto de salir cuando oyó una puerta que se abría.

—¿… visto su cara mientras Rupert hablaba sin parar? —La voz era de alguien que entraba en ese momento al cuarto de baño. La voz de Mandy.

Natalie se quedó quieta. Dejó de respirar.

—Sí —respondió otra persona. Cheryl, la amiga de Mandy—. Es su cara de perdonavidas. Gracias a Dios que ya no tendremos que verla todos los días.

—¿Verdad? —dijo Mandy riéndose—. Su supuesto ascenso es lo mejor que nos ha podido pasar.

—¿Tú crees?

—¿Ese despacho del rincón? Recursos Humanos la ha puesto ahí para que nadie tenga que oír sus quejas constantes. Ya no la tendremos todo el día encima. Solo interactuará con una hoja de cálculo. Perfecto. Le he dado las gracias a Rupert personalmente por sacarla de ahí. ¡Por fin libres!

Natalie oyó una risita y el sonido de unas manos al chocar.

—Brindo por eso y brindo por no tener más jefas tóxicas.

Una de ellas empezó a tararear ¡Ding-dong! La bruja ha muerto, mientras ambas entraban en sendos urinarios.

Ahora Natalie sí que tenía ganas de vomitar. En su lugar, huyó en silencio del cuarto de baño, rezando para que no supieran que las había oído.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

Tras ducharse y cambiarse de ropa se sintió algo mejor, pero Natalie aún se encontraba destrozada por lo que había oído. Destrozada aunque, en cierto modo, no sorprendida. Jamás negaría que era una persona precisa. Ordenada. Exigente consigo misma y con los demás.

Contemplando su modesto apartamento, hubo de admitir que tenía cierta obsesión por el orden.

Pero ¿la convertía eso en una persona horrible?

Mientras se peinaba con los dedos la melena, oscura y rizada, posiblemente lo único rebelde que había en ella, pensó en su coche híbrido, ya pagado, en su casita ordenada, en su vida asegurada… y —como le susurró una voz en la cabeza— en el vacío.

No sabía con qué podría llenarlo. Había creado el hogar que le había faltado de niña; predecible, sencillo, ordenado. El apartamento, aunque agradable, carecía de cierto aspecto esencial que no lograba identificar. Estaba ubicado en un edificio de estuco rosa, pequeño y dulce como un cupcake, amueblado con la clase de cosas de las que le gustaba rodearse; sillones cómodos y baldas llenas de libros, y una cama suave en la que acurrucarse a leer.

Debería haber sido el espacio perfecto. Debería sentirse como en casa, un lugar al que pertenecer. Y aun así, pese al idílico entorno de Sonoma, con viñedos y manzanares, sentía aquel vacío. Nunca acababa de sentirse como en casa.

Desde luego el trabajo no ayudaba, pese a su esfuerzo y dedicación a Pinnacle. La mayoría de los días eran rutinarios. En algún momento había llegado a odiar el trabajo. Eso, combinado con la idea deprimente de que Rick y ella estaban a punto de romper, le produjo náuseas de nuevo.

«Para ya», se reprendió a sí misma. El ascenso iba acompañado de un sustancial aumento de sueldo y acciones de la empresa. Si seguía por ese camino, tendría la vida resuelta. Al haberse criado en la librería, con su veleidosa madre al frente, siempre le había faltado la sensación de seguridad y de equilibrio.

Mientras trataba de controlar las náuseas, se dijo a sí misma que en general esa era razón suficiente para conservar su trabajo en Pinnacle.

Terminó de vestirse con unos pantalones capri, una camiseta a rayas y unas deportivas de lona. Miró su teléfono intentando desprenderse de aquella inquietante sensación. Su madre aún no había respondido al mensaje. Al parecer Rick seguía volando hacia alguna parte.

Sin embargo tenía un mensaje de su amiga Tess, que la invitaba a su casa. La única nota positiva en un día, por lo demás, lamentable.

Se montó en su cinco puertas híbrido y se dirigió hacia casa de Tess. Por el camino, se detuvo a comprar un tarro de miel de un puesto que había en el arcén. Jamie Westfall, la dueña, era una apicultora que se había trasladado a la zona hacía algunos años, sola y embarazada. Aunque ya no estaba sola. Ahora tenía a un niño pequeño llamado Ollie.

Mientras Natalie seleccionaba un tarro de medio litro con la etiqueta de SALVAR A LAS ABEJAS y metía cinco dólares en la caja de donativos Ollie salió de la tienda.

—Hola, señorita Natalie —dijo el muchacho.

—Hola, bonito. ¿Qué tal?

Abrazo incómodo. Era un niño tímido y adorable.

—Tengo de deberes leerle a mi madre.

—¿Y qué tal se te da?

Otro abrazo. Su madre salió al porche ataviada con un peto y una camiseta holgada con bordados.

—Se le da bien la lectura, pero es muy selectivo. Le encantó el último que nos regalaste, One Family.

—Ah, bien, me alegra. Ojalá yo hubiera tenido ese libro cuando tenía tu edad, Ollie. En nuestra familia éramos mi madre, mi abuelo y yo, y me habría encantado poder leer sobre todos esos tipos de familia. No solo las familias con una madre, un padre, niños y un perro —dijo mientras contando con los dedos.

Ollie se mordió el labio inferior.

—A mí me gusta leer sobre perros.

—La próxima vez te traeré un nuevo libro. Hay uno muy bueno titulado Smells Like Dog. ¿Te he contado alguna vez que mi madre tiene una librería? Antes yo trabajaba allí y eso me dio un superpoder: elegir el libro adecuado para el niño adecuado.

—¿Cómo es que ya no trabajas allí? —le preguntó Ollie.

—Con el día que he tenido, me pregunto lo mismo —admitió Natalie—. Voy a visitar a Tess, a por un poco de té y consuelo.

—A mí no me gusta el té —dijo Ollie—. ¿A qué sabe el consuelo?

Natalie se rio, le revolvió el pelo y volvió a montarse en el coche.

—A malvavisco derretido con salsa de chocolate.

—A lo mejor tomamos eso de postre esta noche —dijo Jamie. Se quedaron de pie en el porche y se despidieron con la mano.

Mientras contemplaba a Jamie y a su hijo, Natalie no pudo evitar percibir lo felices que estaban juntos. De vez en cuando pensaba en los niños y la invadía el anhelo. «Todo a su tiempo», se dijo a sí misma.

Rick y ella habían hablado de tener hijos en una ocasión. Mejor dicho: Rick había hablado de tener hijos. Ella le había escuchado. Y había dudado. No habían vuelto a sacar el tema.

De camino a casa de Tess la asaltaron otras dudas. ¿Tess era su amiga, o la habría acogido como a un gato callejero? Después de la conversación que había oído en el trabajo, ya no estaba tan segura. No estaba segura de nada.

Tomó la salida hacia los Viñedos Rossi y la Bodega Angel Creek y continuó por el largo camino de grava. Al igual que ella, Tess Delaney Rossi había sido criada por una madre soltera y había vivido en San Francisco antes de trasladarse a Archangel. Pero, al contrario que ella, Tess se había instalado en aquel pequeño pueblo para casarse, siguiendo su corazón, no su carrera.

Natalie aparcó frente a la casa rústica donde vivía Tess con su marido, sus hijos, sus hijastros y dos perros rescatados: un viejo galgo italiano de hocico alargado y un chucho descomunal que parecía mitad akita y mitad Wookiee. Los perros estaban repantigados en mitad de la entrada, entre la casa y el camino.

Tess salió a recibirla. Llevaba la melena pelirroja recogida con un pañuelo y un delantal manchado de uva sobre la ropa.

—¡Eh, Nat! —gritó—. Pensé que a lo mejor te apetecía disfrutar con nosotros de la happy hour.

—Suena de maravilla. Gracias.

—Dominic y los niños están atrás. Hoy es un gran día de vendimia para nuestro pequeño viñedo. —Tess la condujo hasta un lugar soleado junto al enorme cobertizo. El equipo de vendimiadores descargó las cajas de uvas recién recogidas y las volcó sobre la mesa alargada de acero inoxidable para seleccionarlas. En un extremo, la mesa vibraba e iba eliminando las uvas podridas o poco maduras. En el extremo opuesto, las uvas se trasladaban por una cinta transportadora para el despalillado.

La familia se reunió para seleccionar las uvas a mano, riéndose y hablando mientras el zumo iba manchando todo lo que tocaba.

Natalie se fijó en los niños y los perros correteando por allí; el marido de Tess silbando; los niños mayores ayudándole con las uvas. Todo parecía muy normal, una familia divirtiéndose junta.

—Hola a todos —dijo.

—Hola —dijo Dominic—. Bienvenida al viernes noche en Angel Creek.

Dominic Rossi era la clase de marido que daba buen nombre a los maridos. La clase de hombre para quien se había acuñado la expresión «alto, moreno y guapo». La clase de hombre con sentido del humor, sensibilidad y una actitud resolutiva. Era el expresidente del Banco de Archangel, pero su pasión era hacer vino.

Y bebés con su esposa, al parecer. Natalie se fijó en el delantal de Tess. Vista de perfil, era imposible disimular la barriga.

—¿Estás embarazada otra vez? —le preguntó en voz baja.

Tess respondió con el clásico rubor de una pelirroja y una sonrisa de alegría.

—Me prometió una hermana —dijo Trini. La hija de Dominic, que ya iba al instituto, le lanzó una mirada a su hermano Antonio, que se había apartado de la mesa para entretener a los dos hijos de Tess persiguiéndolos con las manos manchadas de uva. Los niños, conocidos como Cosa Uno y Cosa Dos, respondieron con gritos de alegría.

—Es fantástico —dijo Natalie—. Enhorabuena, chicos.

Los Rossi hacían que lo de mezclar familias pareciese muy fácil. Tess le había asegurado que no era tan sencillo. Natalie sabía que había supuesto un desafío juntar a los niños que Dominic tenía de su primer matrimonio con los dos que había tenido con Tess. Pero no podía negarse que, en momentos como aquel, parecían felices y contentos. Era imposible ignorar la pasión que Dominic y Tess sentían el uno por el otro.

—Dicen que a la tercera va la vencida —señaló Trini—. ¿Por qué dicen eso?

—Buena pregunta —comentó Natalie—. ¿Significa eso que las dos primeras no salieron bien? Porque cuando veo a esos dos muchachitos, veo algo muy especial.

Mientras hablaba, Cosa Uno le lanzó un puñado de pulpa de uva a su hermano a la cabeza. El pequeño gritó con rabia.

Gina, la hermana de Dominic, se limpió las manos.

—Yo me encargo, Tess.

—Gracias. —Tess se sentó en un taburete y miró a Natalie—. Bueno… ¿Dónde está Rick esta noche?

—No lo tengo claro. Tenía un vuelo de prueba esta tarde.

—Parece que has tenido un mal día —observó su amiga.

Natalie no se molestó en negarlo.

—Me han ascendido en el trabajo…

—Eso es genial —le dijo Tess. Pero a ella debió de notársele algo en la cara, porque añadió—: ¿O no lo es?

—No está mal. La empresa hasta ha organizado una fiestecita, porque les he conseguido un gran contrato. Se suponía que mi madre iba a venir desde la ciudad, pero no se ha presentado. Lo cual probablemente sea para bien, porque resulta que el ascenso era una estratagema para aislarme para que no tenga que trabajar con nadie.

—¿Qué? —Tess manipulaba las uvas con destreza—. No lo entiendo.

Natalie suspiró y se quedó mirando al suelo.

—Soy una jefa tóxica.

—Ni hablar. Eres una de mis personas favoritas.

—Tú no tienes que trabajar para mí. Según parece, soy una pesadilla. Exigente, maniática del control, estúpida. A juzgar por la conversación que he oído en el lavabo, cumplo todos los requisitos.

—Oh, Natalie. Tú no eres así. Además, me da la impresión de que el problema lo tienen tus compañeros, no tú. Alguien que dice algo así es una persona horrible. Siento que lo hayas oído y quiero que sepas que no es cierto.

—Gracias —respondió Natalie—. Probablemente tengas razón, pero fue duro oír algo así. A decir verdad, me alegro un poco de que me hayan trasladado a un departamento donde mi única compañera es la pantalla del ordenador. —Suspiró—. Mis compañeros de trabajo no me soportan.

—Bueno, pues aquí en la Bodega Angel Creek te queremos mucho, así que remángate y echa una mano —le dijo Tess lanzándole un delantal de goma.

—¿Me vas a poner a trabajar?

—En esta época del año, todos trabajan.

—Soy tóxica, ¿recuerdas? —le dijo mientras se ataba el delantal animosamente.

—Dile adiós a tu manicura —le advirtió Tess—. La próxima corre de mi cuenta.

Natalie siempre llevaba la manicura impecable. Era algo que consideraba necesario para ofrecer un aspecto profesional en el trabajo. Aunque para lo que le servía… Se puso a despalillar las uvas con ambas manos, tiñendo sus dedos del intenso color del vino tinto.

Trabajaron lado a lado durante un rato. Aquella tarea repetitiva y la cháchara de la familia de Tess ayudaron un poco.

—¿Y si tienen razón? —murmuró en voz alta—. Me refiero a mis compañeros de trabajo. ¿Y si tienen razón y soy una persona tóxica y nadie me soporta?

Tess no respondió de inmediato, pero Natalie percibió su mirada preocupada y atenta.

—¿Qué? —preguntó al fin.

—Necesitas una copa. —Tess miró a Dominic—. Vamos a tomarnos un descanso —le dijo, y condujo a Natalie hacia una cuba con una manguera.

—Vagas —dijo su marido con una sonrisa.

Tess le sacó la lengua y se dio la vuelta.

—A veces yo también soy una jefa tóxica. Pero no se atreven a decir nada.

Tras lavarse las manos, Tess sirvió una copa de vino de una barrica con la etiqueta Viña vieja-Creek Slope. Para ella se abrió una botella helada de agua mineral Topo Chico, y se sentaron en la terraza adyacente a la casa. Protegida del sol por una pérgola, aquella zona de suelo de piedra estaba llena de juguetes desperdigados y ofrecía unas impresionantes vistas del viñedo. Más allá se encontraba el huerto de manzanos, donde vivía la hermana de Tess. Dirigía una escuela de cocina típica de la región.

—Escucha —le dijo Tess—. Antes era como tú. Antes era tú. Era un sistema de soporte vital para un trabajo, estaba enfadada con el mundo sin saber por qué.

—¿Qué? —Natalie frunció el ceño, después contempló la casa —que literalmente tenía una verja blanca de madera —y a los niños y a los perros—. No puede ser.

—Te lo aseguro. ¿Sabías que una vez acabé en Urgencias por un ataque de pánico?

—¿En serio? Oh, Tess. No sabía eso de ti. Lo siento.

—Gracias. De verdad, estaba fatal. Pensaba que me estaba dando un infarto. —Se quedó callada unos minutos. Después agregó—: Me parece que fue hace mucho tiempo; en una vida diferente, cuando estaba soltera y vivía en la ciudad, antes de que sucediera esto. —Hizo un gesto para abarcar los viñedos, a su marido y a su familia—. Estaba obsesionada con el trabajo. Un trabajo que se me daba muy muy bien.

Natalie sabía que antes trabajaba de experta en procedencias para una casa de subastas de antigüedades. De hecho, había ayudado a su madre a tasar algunos de los libros de la Librería de los Objetos Perdidos.

—Estoy bastante segura de que volvía loca a la gente —admitió Tess—. Desde luego me volvía loca a mí misma.

—No me lo puedo imaginar.

—Pues sucedió. Y sobreviví. Y no estoy queriendo asustarte. No digo que lo que tú tengas sea ansiedad, pero, en mi caso, cuando estaba tumbada en Urgencias, convencida de que me moría, fue una llamada de atención.

—Yo estoy atenta. Demasiado atenta, según la gente del trabajo. —Le contó a Tess lo de los frecuentes errores de Mandy, que ella tenía que estar siempre atenta y trabajar más para corregirlos.

—Vamos a ver si lo entiendo —respondió Tess—. Esa mujer comete errores a diario y tú la encubres. No le debes nada, ¿por qué la ayudas entonces?

—Porque soy su supervisora. Y porque puedo.

—Bueno, he aquí una pregunta: ¿Qué sucedería si dejaras de encubrir a Mandy y permitieras que fallara? Entonces, ¿qué?

—Me he hecho esa pregunta muchas veces —admitió Natalie—. Sería un problema para toda la empresa. Si no hubiera solucionado la situación esta misma tarde, habríamos perdido la cuenta y la reputación de la empresa se resentiría. También la mía, dado que soy su supervisora. Al final la despedirían. Y necesita el trabajo. Está soltera y tiene dos niños pequeños.

—¿Y eso por qué es responsabilidad tuya? —le preguntó Tess.

—Pues porque… —Hizo una pausa—. No lo es.

—¿Y bien?

Natalie hizo girar el vino en su copa. El vino era algo precioso, complejo, con matices y delicioso. Toda la empresa para la que trabajaba había sido fundada sobre la base de esa delicada sustancia que proporcionaba consuelo y alegría a aquellos que sabían apreciarlo.

Sin embargo, para ella no había alegría. No era más que un trabajo. Un trabajo fijo y lucrativo con beneficios. Un plan de pensiones. Todo aquello sin lo que su madre se había apañado toda su vida.

—No proteger a Mandy cuando sé exactamente cómo hacerlo me parece manipulador. No quiero ser la causa de su ruina.

—Lo entiendo, y sé lo que piensas. A ambas nos criaron madres solteras. Sin un padre a la vista. ¿Y nuestras madres se arruinaron?

Natalie pensó en su madre, que había logrado hacer frente a las dificultades económicas sin derrumbarse completamente. Tess y su hermanastra, Isabel, se habían criado sin su padre, que había desaparecido antes de que ellas nacieran.

Natalie, por su parte, sabía bien dónde estaba su padre. Aunque a Blythe le gustaba decir que la vida le había dado todo lo que deseaba, a veces Natalie se preguntaba si eso era cierto. Blythe era un saco de contradicciones. Corría cualquier riesgo con su negocio, pero nunca con su corazón.

—Si sigues rescatando a tu compañera —continuó Tess—, nunca aprenderá a hacer las cosas sola. Te sorprendería lo mucho que se puede aprender de los fallos.

—Es un regalo que dura para siempre —observó Natalie.

—Verás, lo que quiero decir es que no le haces ningún favor encubriendo siempre sus errores. Salvar a una persona le quita el poder para aprender y seguir avanzando.

—¿Cómo es que se te dan tan bien estas cosas? —preguntó Natalie—. ¿Las hormonas del embarazo?

—Claro —respondió Tess entre risas.

Natalie se recordó a sí misma que debía saborear el vino y disfrutar de los hermosos colores de la puesta de sol. Tenía una buena vida. Un buen trabajo. Una buena amiga.

—He de decir que eres mejor que la terapia. Ha sido un día horrible. No solo por el trabajo y porque mi madre no apareciera. —Suspiró de nuevo—. No creo que Rick y yo duremos mucho.

—¿Rick y tú? Si parecía que estabais bien. ¿Qué ha pasado?

—Bueno, eso es parte del problema. En realidad no ha pasado nada. Nada en absoluto. Es un buen hombre y, al margen del trabajo, imagino que yo también soy una buena persona. Somos compatibles, pero… No sé si con eso es suficiente. Llevamos juntos casi un año y las cosas no han progresado.

—Vaya. ¿Y tú quieres que progresen?

Natalie contempló el imponente paisaje, los viñedos, los manzanos, un regalo infinito. A veces Rick la llevaba en avión para disfrutar del paisaje, y le encantaba. Le habría gustado poder decir que estaba enamorada de él.

—Quiero estar loca por él. Debería estar loca por él. Es guapo. Tiene éxito. Es bueno en la cama. Tiene una familia agradable en Petaluma.

—Y sin embargo.

—Exacto. Sin embargo… —Estudió el horizonte ligeramente ondulante, donde las colinas se juntaban con el cielo—. Ojalá no fuera así. Ojalá pudiera sentirme comprometida. —Era cierto. Echaba de menos una embriagadora mezcla de pasión, certeza y emoción que no resultara amenazadora ni arriesgada.

Aunque quizá esa fuese la cuestión. Quizá la naturaleza de la emoción fuese el riesgo.

En ese caso, podría pasar sin la emoción.

—Mi madre dice que estoy demasiado cerrada a la intimidad —confesó—. Y ella lo sabe bien, claro. Ha estado soltera toda su vida. Y dice que es feliz. ¿Por qué entonces piensa que yo sí necesito a alguien? ¿No puedo ser feliz también sin nadie?

—Claro que puedes. Tu madre es como la mía, un saco de contradicciones. Así las cosas siempre son interesantes. Ay, Nat, siento que tu madre no haya venido y que Rick y tú estéis en un mal momento. Pero tu ascenso es algo asombroso y te lo mereces. —Hizo una pausa—. Eres mi amiga y te quiero, así que esto te lo digo de corazón. ¿Crees que es posible que estés de mal humor por el trabajo?

—Bueno, claro —respondió Natalie—. El trabajo es… es solo trabajo. Pero se me da muy bien. Por mucho que desee encontrar algo fijo y a la vez excitante, creo que para mí eso no existe.

—En algún momento de tu vida te has convencido a ti misma de que sentir emoción es arriesgado.

—Es lo que tiene criarte en una librería. No negaré que fue divertido, rodeada de todos esos libros, los clientes que iban y venían, los envíos de títulos nuevos cada mes; esa era la parte divertida. Pero en algún momento me di cuenta de que mi madre estaba asfixiada por las deudas, casi todos los meses.

—Y eso te asustó y te hizo buscar un trabajo con salidas y sin sorpresas.

Natalie asintió.

—No puedo ser intrépida como mi madre. Quizás a ella le gusten las montañas rusas. No le importa tener facturas pendientes, porque siempre está segura de que vendrán días mejores.

La idea de vivir así le produjo un vuelco en el estómago.

—La única vez en que la he visto alterada fue cuando mi abuelo se cayó y se rompió la cadera. Ahora padece algo que mi madre denomina «problemas cognitivos». En realidad tenía ganas de verla esta noche para que me hablara más de eso. Pobre yayo. Tal vez por eso mi madre no haya podido venir; por algo del abuelo. —Se rodeó a sí misma con los brazos, pensando en ese hombre tan cariñoso que había sido como un padre para ella, como una niñera que cuidaba de ella, como un mentor y tutor, su compañero de juegos cuando era pequeña.

—Mi abuelo también se cayó —dijo Tess.

—¿El viejo Magnus? —Lo había visto una o dos veces. Al igual que su abuelo, era un anciano agradable. Desprendía ese cariño reconfortante que tenían los mejores abuelos—. ¿Se cayó?

—Hace mucho tiempo. Se cayó de una escalera en el huerto de manzanos hace años. Fue un gran susto, pero se recuperó.

—Espero poder decir lo mismo de mi abuelo. Desde que se rompió la cadera, no ha sido el mismo. Quizá vaya mañana a la ciudad para hacerle una visita.

—Seguro que se alegrará de verte.

Natalie se puso en pie y llevó sus copas a la barra del jardín.

—Y con este asunto tan alegre, te dejo que vuelvas con tu familia. Yo tengo que volver a casa y pensar en lo que voy a hacer con la gente que me odia.

—Déjalo.

—Lo intentaré, Tess. No permitiré que me afecte.

 

 

Mientras regresaba a su casa en coche, Natalie repetía esas palabras como un mantra. «No permitas que te afecte».

El mantra no funcionaba, así que encendió la radio del coche y fue cantando una canción de Eddie Vedder mientras la puesta de sol iba cubriendo los campos. La canción, Wishlist, lista de deseos, le hizo confeccionar su propia lista. Un trabajo diferente. Una actitud diferente. Una vida diferente.

—Tenemos más datos sobre la noticia de última hora… —anunció un locutor interrumpiendo la siguiente canción.

Molesta, estiró el brazo para cambiar de emisora, pero se detuvo al oír las palabras «Aviation Innovations». Era la empresa de Rick.

—La Administración Federal de Aviación está investigando el accidente de una avioneta propiedad de Aviation Innovations en Lake Loma esta misma tarde —explicó el locutor—. Al parecer, tanto el piloto como su acompañante murieron en el acto. Las autoridades no han proporcionado los nombres de los fallecidos hasta notificárselo a los familiares.

Natalie escuchó cada vez con más miedo y, al mismo tiempo, una sensación de alivio. Era la empresa de Rick, pero la víctima no podía ser él. Aquel día volaba solo, era un vuelo de prueba. Se detuvo en el arcén y lo llamó. No obtuvo respuesta. Entonces le envió un mensaje. Acabo de enterarme del accidente. Lo siento. ¿Era alguien que conocías?

No hubo respuesta, así que continuó conduciendo. Debía de ser alguien a quien conocía. Al fin y al cabo se trataba de una empresa pequeña. Tal vez incluso ella conociera a la víctima. Rick y ella se habían relacionado con algunos de los pilotos, habían volado juntos para hacer excursiones y catas de vinos. Empezó a preguntarse si su vida con Rick era tan mala en realidad. Era un hombre de confianza. Predecible. Estable. Todo lo que ella valoraba.

Sin pensárselo dos veces, se desvió de la carretera principal y condujo hacia la sede central de Aviation Innovations. El aparcamiento estaba lleno de vehículos oficiales y gente corriendo de un lado a otro. Buscó a Rick entre la multitud: un hombre pulcro típicamente americano, de hombros anchos, pelo corto y sonrisa atractiva.

No lo vio entre el personal que circulaba entre el edificio principal y los hangares. Entonces divisó a Miriam, su ayudante, sentada en los escalones de la entrada, hablando por teléfono.

Miriam levantó la mirada y la vio.

—Luego te llamo —dijo al teléfono.

—Hola, acabo de enterarme —dijo Natalie—. He venido para ver si Rick había vuelto ya.

Miriam se agarró a la barandilla de la escalera y se levantó.

—Natalie… —Tenía la cara tan blanca como las nubes algodonosas que cubrían las colinas de Sonoma.

Natalie se detuvo en seco. El miedo fue apoderándose de ella en fases: confusión, incredulidad y después negación.

—No ha sido Rick —dijo. La voz le sonó dura, casi perversa. Probablemente hablara así en el trabajo, pensándolo bien.

—Oh, Natalie. Es terrible. Horroroso. Lo siento mucho. No sé cómo… —Miriam estiró el brazo hacia ella—. Ven, siéntate.

Natalie se estremeció y la apartó de un manotazo.

—No necesito sentarme. Necesito… necesito… —No tenía ni idea de lo que necesitaba en aquel momento tan surrealista e insoportable. Trató de tomar aire—. Me dijo que pasaría el día fuera. sí. Que no podría asistir a mi fiesta del trabajo. Tenía un vuelo de prueba. Dios, ¿se ha estrellado durante la prueba?

—No era un vuelo de prueba.

—Entonces ¿está bien? —Necesitaba que aquello fuese verdad.

Vio el pánico en los ojos de Miriam. Parecía que le costase trabajo mantenerle la mirada. Entonces tomó aliento.

—Tenía… tenía un acompañante.

—Ya lo he oído en las noticias, sí. —La cabeza le iba a mil por hora. Dios, Rick.

Sus padres vivían en Petaluma. También tenía una hermana allí. La había conocido hacía solo unas semanas. ¿Rita? No, Rhonda.

—¿Debería ir a ver a sus padres? —le preguntó a Miriam—. ¿Hay alguien con ellos? —El corazón le latía con rabia. Sentía las manos torpes y le costaba respirar.

Rick había muerto. ¿Cómo podía haber muerto? Habían quedado a cenar al día siguiente en el French Laundry de Yountville. Había temido la conversación que debían mantener sobre el hecho de que su relación no funcionaba. Se había preguntado cuál de los dos daría el paso y rompería.

¿Cómo podía haber muerto?

—Natalie, necesito que te sientes. —Miriam le puso una mano en el hombro y la condujo hacia los escalones de la entrada del moderno edificio. Fue un gesto firme, pero aun así Natalie percibió que le temblaban las manos.

—Sí, vale. Imagino que… todos están en shock. —Advirtió que algunos la miraban y susurraban.

—Llevaba una acompañante —repitió Miriam—. Ella también ha muerto.

—Oh. Es terrible. —La cabeza le daba vueltas. Intentaba huir de algo demasiado horrible. Ella. ¿Otra mujer? ¿Rick le ponía los cuernos?

«Ya no», pensó. Y entonces se odió a sí misma por pensarlo.

Miriam se volvió hacia ella y le agarró ambas manos con fuerza.

—Lo siento mucho. No sé cómo… oh, Dios. La otra pasajera era tu madre.

El tiempo se detuvo. Todo se detuvo; el aliento, los latidos, el movimiento de la tierra, el viento que soplaba entre los árboles, el murmullo del personal a su alrededor. Se obligó a escuchar la explicación de Miriam, se esforzaba por asimilar las palabras y al mismo tiempo lo negaba por dentro. Aquello no podía estar pasando, pero, a medida que la gente la rodeaba, comenzó a notar el peso asfixiante de la certeza.

Se quedó mirando a la mujer que acababa de decirle que su madre había muerto, pero en realidad no veía nada a través de la venda de la perplejidad. Y entonces se produjo, un dolor horrible y cegador que le atravesó el corazón.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

—Yayo. —Natalie pronunció el nombre de su abuelo con suavidad, con la mayor delicadeza que pudo encontrar—. Es hora de irse.

Cuando entró por la puerta, Andrew Harper se levantó de su sillón de orejas favorito, en su pequeño apartamento situado en la parte de atrás de la librería. Ya no podía subir las escaleras del viejo edificio y se había trasladado al nuevo espacio tras haber pasado casi toda su vida en el apartamento del piso de arriba. El pequeño estudio de la planta baja había sido antes un almacén. Aquella decisión precipitada no era la ideal, pero evitaba que su abuelo tuviera que abandonar el que había sido su hogar durante tanto tiempo. El apartamento tenía un ventanal que daba al jardincito de atrás, adornado ahora con las últimas rosas y malvarrosas de la temporada.

Con la mano apoyada en el mango de su bastón, su abuelo se volvió hacia ella. Una sonrisa cariñosa le iluminó el rostro.

—Ah, estás aquí, Blythe. Te estaba esperando. Qué guapa estás. ¿Es nuevo ese vestido?

A Natalie le dio un vuelco el corazón al atravesar la estancia hacia él. Su abuelo siempre había sido una figura inamovible en su vida. Desde que tenía recuerdo, había estado allí, restaurando libros antiguos en el sótano o charlando con los clientes en la tienda. Por las noches, le leía cuentos mientras ella se acurrucaba a su lado y aspiraba el aroma inconfundible de su loción para el afeitado. Había aprendido a ser sabia y amable siguiendo su ejemplo.

Y ahora la necesitaba. A lo largo de la última semana, la había confundido frecuentemente con su madre. Quizá el dolor fuese demasiado grande para soportarlo y su cansada mente hubiera asociado su cara con los rasgos de su madre. Aunque habían pasado varios días desde la horrible noticia, había muchos momentos en los que se negaba a aceptar que su hija —su única hija— había muerto.

Ahora que Natalie estaba allí, se daba cuenta de lo ocupada que debía de haber estado su madre intentando cuidar de su abuelo. De algún modo tendría que hacerse cargo de sus cuidados. Él insistía en que podía apañarse solo, pero no estaba tan segura. Había que estar pendiente de las citas con su médico y con diversos especialistas. Había que administrarle las medicinas. Prepararle las comidas. Limpiarle la casa. Miró a su alrededor y pensó en algunas cosas que harían de la estancia un lugar más acogedor. Una capa de pintura. Una librería a su alcance. Quizás sustituir el viejo radiador, un mamotreto que en invierno tardaba en ponerse en marcha.

A la luz que entraba por el ventanal del jardín, su abuelo tenía buen aspecto: alto y recio, guapo con un traje hecho a medida y una camisa blanca impoluta que ella había estado planchando la noche anterior. Sabía que deseaba estar presentable para el funeral. Se tiró inútilmente de la corbata.

—Ayúdame con esto, Blythe. No puedo… No sé cómo…

Confuso y aturdido, dejó la frase inacabada.

—Deja que te ayude. —Se plantó ante él y le ató la corbata con un nudo Windsor, algo que él mismo le había enseñado a hacer años atrás. La corbata era Hermès vintage, de seda brillante con estampado de relojes de sol. Probablemente la hubiese encontrado su madre en alguna tienda de segunda mano con su olfato infalible para la moda de calidad a precios rebajados.

—Soy yo, Natalie —le dijo con la garganta irritada por el llanto—. Natalie. Tu nieta. —Era extraño y horrible tener que explicar quién era a un hombre que antes la conocía mejor que ella misma.

—Por supuesto —le respondió alegremente—. Eres igual que tu madre, aunque a veces creo que tú eres aún más guapa. Y mi querida hija sería la primera en darme la razón.

—Hoy es su funeral —le recordó, terminando de hacerle el nudo con un suave tirón. La idea aún resultaba demasiado abrumadora para asimilarla. Sentía como si estuviese nadando a través de una neblina de dolor y culpa, tratando de mantenerse a flote. Si no hubiera dado por hecho que la estúpida fiesta de su empresa garantizaría una visita de su madre… Si hubiera sido sincera con Rick en vez de esperar a que él llegara a la conclusión de que su relación se había acabado… En su lugar, había orquestado la muerte de su madre y la de un buen hombre en la flor de la vida.

—Hay un coche esperando fuera.

—¿Un coche?

—El funeral —le repitió—. Por eso nos hemos arreglado tanto.

Su abuelo se tocó la corbata y la miró con la mirada perdida.

—Mamá ha muerto, yayo. Vine en cuanto me enteré y he estado aquí toda la semana. —Tras enterarse de la sorprendente noticia en la oficina de Rick, se había comportado como una autómata, se había montado en su coche y se había ido directa a la ciudad para estar con su abuelo. Aunque apenas recordaba el trayecto, no paraba de revivir el momento en el que había tenido que decírselo. Se le había iluminado la cara al verla entrar por la puerta, y durante unos preciados segundos Natalie le había permitido disfrutar de la visita de su nieta.

Después le había dicho esas palabras que todavía le sonaban irreales:

—Mamá ha muerto en un accidente de avión.

El yayo se había mostrado desconcertado, igual que ella. Blythe no podía haber muerto. ¿Cómo era posible? ¿Cómo podía haber desaparecido del mundo, así, sin más?

Habían hecho falta varias explicaciones hasta que el entendimiento y el horror atravesaron el estado de negación de su abuelo. Se abrió una grieta, un terremoto. Una fisura profunda e insalvable. Oyó cómo su corazón se rompía en mil pedazos.

Habían llorado juntos, destrozados por aquel dolor compartido. Días más tarde, aún percibía las réplicas de aquel seísmo emocional.

Las pérdidas de memoria de Andrew hacían que una situación terrible fuese aún peor. Había empezado a perder partes de sí mismo; memoria a corto plazo, control de la movilidad, pensamiento racional. Los médicos le habían diagnosticado una demencia leve. Intermitente. En un estado inicial; se sobreentendía que su estado empeoraría. Aumento de pérdida de memoria, desinhibición, alucinaciones. Su madre había dicho que el yayo a veces se asustaba y se confundía, y otras veces era como siempre había sido. Había perdido peso y sufría dolores de cabeza, temblores y fatiga, que el equipo médico no lograba explicar.

Natalie no estaba preparada para lo dura que estaba resultando ser la situación. Para su abuelo era un horror constante cada vez que se olvidaba de que su hija había muerto y había que recordárselo. ¿Sentiría el mismo sufrimiento una y otra vez? ¿Revivía ese dolor constantemente? Natalie no podía imaginarse lo que sería tener que experimentar de nuevo aquella sensación inicial de horror al enterarse de la noticia.

Andrew tomó aliento. Su rostro no se alteró. Apenas se movió. Pero sus ojos oscuros mostraron una tristeza tan indescriptible que Natalie se estremeció.

—Lo sé —susurró dándole la mano para guiarlo hacia la puerta—. Duele todo el tiempo. Sin parar.

—Sí —respondió él—. El dolor es un reflejo de lo mucho que la queríamos.

—Siempre se te han dado bien las palabras.

—Blythe decía que era un rasgo de familia. Ha estado leyendo los diarios de Colleen.

—Colleen. ¿Te refieres a tu antepasada, la que murió en el terremoto de 1906?

—La abuela que nunca conocí. Mi querido padre tenía solo siete años cuando la perdió y fue enviado a un orfanato. No solía hablar de aquel día, pero creo que le atormentó toda su vida.

Últimamente su abuelo tenía recuerdos más nítidos del pasado lejano que de acontecimientos sucedidos cinco minutos antes.

—No sabía lo de los diarios de Colleen.

—Blythe los encontró no hace mucho. No sé qué ha hecho con ellos.

Era posible que los diarios fueran producto de la imaginación del abuelo, pues lo único que sabían de Colleen O’Rourke Harper era que había emigrado desde Irlanda, que tenía un hijo —Julius, el padre del abuelo— y que desapareció con el terremoto. La historia familiar había quedado alterada para siempre por un misterioso giro del destino.

«¿Es eso lo que os ha pasado a Rick y a ti, mamá?», pensó Natalie. «¿Un giro del destino?». ¿O sería ella misma la que lo había propiciado todo al invitar a su madre a la fiesta de la empresa? Cada día deseaba poder borrar aquel momento.

Se detuvo junto al perchero de la entrada mientras su abuelo ejecutaba su habitual rutina antes de salir. Primero, el pañuelo al cuello. Después el abrigo, el sombrero de fieltro negro y por último el bastón. Aquel día no era necesario el paraguas. Había niebla y humedad, pero no llovía. Las hojas amarillas de principios del otoño estaban pegadas en las aceras.

Su abuelo le sujetó la puerta y ella atravesó el umbral.

—¿Quieres la silla de ruedas? —le preguntó.

Él vaciló, mirando la silla con una mueca de dolor.

—No —respondió—. Iré andando al funeral de mi hija y me acercaré al atril para hablar.

Aquella respuesta solemne le llegó al corazón mientras lo conducía lentamente por el estrecho pasillo, pasando frente al almacén lleno de libros y el despacho trasero, hasta salir a la librería.

Cuando era pequeña, Natalie solía empezar el día correteando por la tienda, dando los buenos días a sus personajes favoritos según pasaba: Angelina Ballerina, Charlotte y Ramona, Lilly y su bolso de plástico morado. Después salía para ir a tomar el autobús del colegio. Ahora una gran parte de la tienda estaba plagada por dentro y por fuera con tributos y notas de cariño de las muchas personas que habían conocido a su madre.

En la puerta de la entrada colgaba el letrero de Cerrado y un cartel impreso anunciando el funeral: CELEBRACIÓN DE LA VIDA DE BLYTHE HARPER.

¿Por qué llamarlo así cuando lo último que quería una hija de luto era celebrar nada?

Abrió la puerta y despejó el camino de las muestras de cariño que habían ido acumulándose de manera espontánea: ramos de flores, novelas con las páginas dobladas y recuerdos de todo tipo, velas y dibujos hechos a mano, tarjetas. La Librería de los Objetos Perdidos había sido un lugar de referencia en Perdita Street desde que Natalie tenía uso de razón, y la súbita muerte de su dueña había provocado una reacción enorme e inmensamente triste.

Una cosa en la que Natalie nunca antes se había parado a pensar: Después de las ofrendas, ¿qué ocurría? ¿Quién recogía las flores marchitas, los poemas mojados por la lluvia, las fotos borrosas, las velas consumidas en frascos?

El coche negro que les esperaba olía a ambientador. El conductor ayudó a su abuelo a subirse al asiento de atrás. Había bastante tráfico pese a ser una mañana de sábado, y el trayecto hacia la mansión Flood transcurrió entre bancos de niebla, árboles retorcidos por el viento y la silueta inclinada de los tejados victorianos de las Damas Pintadas. Los tranvías estruendosos pasaban frente a las cafeterías y tiendas abarrotadas. A medida que ascendían colina arriba, dejaron atrás la niebla y entraron en otro microclima, un cielo de una claridad deslumbrante que iluminaba los paisajes más espléndidos de la ciudad.