La Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en la Valencia ilustrada - Varios autores - E-Book

La Real Academia de Bellas Artes de San Carlos en la Valencia ilustrada E-Book

Varios autores

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Beschreibung

Este volumen recoge las conferencias realizadas en marzo de 2007 en el MuVIM, con motivo de la conmemoración del 250 aniversario de la creación de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos de Valencia. Coordinada por el profesor Romà de la Calle, la publicación recoge los coloquios en torno al nacimiento y posterior evolución de esta histórica institución valenciana.

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LA REAL ACADEMIA

DE BELLAS ARTES DE SAN CARLOS EN LA VALENCIA ILUSTRADA

Romà de la Calle, ed.

UNIVERSITAT DE VALÈNCIA

Esta publicación no puede ser reproducida, ni total ni parcialmente, ni registrada en, o transmitida por, un sistema de recuperación de información, en ninguna forma ni por ningún medio, ya sea fotomecánico, foto­químico, electrónico, por fotocopia o por cualquier otro, sin el per­miso previo de la editorial.

© Del texto: Los autores, 2009

© De esta edición: Universitat de València, 2009

Coordinación editorial: Josep Cerdà (MuVIM) y Maite Simón (PUV)

Fotocomposición y maquetación: Textual IM

Corrección: Communico C.B.

Diseño y fotografía de cubierta: Celso Hernández de la Figuera

Realización de ePub: produccioneditorial.com

ISBN: 978-84-370-7207-4

ÍNDICE

PORTADA

PORTADA INTERIOR

CRÉDITOS

A MODO DE PROEMIO MIRADAS HACIA EL CONTEXTO VALENCIANO DE LA ILUSTRACIÓN

ESCUELAS UNIVERSITARIAS Y PODER EN LA VALENCIA DEL SIGLO XVIII

LA REVOLUCIÓN DEL GUSTO EN LOS UMBRALES DE LA MODERNIDAD

SABIOS, CIENTÍFICOS Y TÉCNICOS EN LA ILUSTRACIÓN VALENCIANA

DESDE LA PERIFERIA. MUJERES DE LA ILUSTRACIÓN EN PROVINCE

LA FILOSOFÍA EN LA VALENCIA DEL SIGLO XVIII

ILUSTRACIÓN Y EDUCACIÓN EN LA VALENCIA DEL SIGLO XVIII

LA ENSEÑANZA DEL ARTE DEL GRABADO EN LA ACADEMIA DE BELLAS ARTES DE SAN CARLOS DE VALENCIA

IDEARIO ILUSTRADO Y ACADÉMICO VALENCIANO EN LA RENOVACIÓN DE LA CATEDRAL DE SEGORBE

EL ARTE SUNTUARIO EN LA VALENCIA DEL SIGLO XVIII. LOS CARRUAJES DE GALA

LA PINTURA EN LA VALENCIA DEL SIGLO XVIII

LA MÚSICA Y EL PENSAMIENTO EN LA VALENCIA DEL SIGLO XVIII

EL SABER ENCICLOPÉDICO: LA BIBLIOTECA DE LA REAL ACADEMIA DE BELLAS ARTES DE SAN CARLOS

A MODO DE PROEMIO MIRADAS HACIA EL CONTEXTO VALENCIANO DE LA ILUSTRACIÓN

El presente Congreso –1768. El contexto ilustrado valenciano. El nacimiento de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos–, centrado en el estudio contextualizador de una fecha emblemática, ha sido posible gracias a la colaboración de dos entidades directamente vinculadas a la ilustración: una como sujeto y protagonista de la historia que específicamente ahora nos ocupa, la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, y la otra como centro de investigación dedicado precisamente al estudio de ese concreto período histórico, el MuVIM, que –como «museo de las ideas»– partiendo cronológicamente desde el XVIII se proyecta sobre las diversas «modernidades» que han abierto los caminos hacia el desarrollo del presente.

El Museo Valenciano de la Ilustración y de la Modernidad se inauguraba en el verano del año 2001, aunque posteriormente ha reformulado su programa museográfico y ha ampliado sus objetivos. Por su parte, la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos era reconocida y fundada, como tal, por el monarca Carlos III, en el invierno de 1768. Casi dos siglos y medio separan, pues, las fechas del nacimiento de ambas entidades.

En este devenir, nos vamos aproximando, por tanto, a la futura celebración, en el marco de la Ilustración valenciana, del 250 aniversario de aquel deseado acontecimiento y, como preparación de tal efemérides, la Junta de Gobierno de la Real Academia de Bellas Artes acordó, ya en la primavera del 2006, iniciar una serie de intervenciones escalonadas que periódicamente, a lo largo de años sucesivos, debían abordar el estudio de la época, analizar su situación sociocultural, así como historiar los acumulados esfuerzos y dificultades superados, que hicieron posible, como resultado, la fundación de la Real Academia de San Carlos, fruto de la constante reivindicación colectiva del mundo artístico valenciano del momento.[1]

En ese sentido, se pensó que un primer paso, en esa línea de cuestiones enlazadas, podría consistir en la convocatoria de un congreso –como actividad fundamental de la Real Academia de Bellas Artes, en el curso académico siguiente, en concreto programado para la primavera del año 2007– que se esforzara en trazar un mapa aproximado del contexto ilustrado valenciano, manteniendo como eje de todas las referencias cronológicas precisamente aquel año coyuntural de 1768.

Fue así como la expresión «Congreso sobre 1768» quedó consagrada, desde entonces, como fórmula cotidiana, en los comunicados periódicos de la Real Academia, que iban informando cíclicamente a todos sus miembros de su paulatina gestación. Se encargó que coordinara tal iniciativa al profesor Romà de la Calle, a la sazón vicepresidente de la Real Academia, quien, en su momento, había propuesto precisamente aquella idea, que tuvo tan positiva acogida y aceptación.

De hecho, no deja realmente el azar de ejercer sus influencias. Exactamentese daba el caso de que la Dirección del MuVIM era desempeñada por el mismo profesor Romà de la Calle, y hallándose vigente la firma de un convenio entre la Real Academia de San Carlos y la Diputación de Valencia, entidad de la que depende el MuVIM, para el desarrollo de actividades en torno al ámbito de la Ilustración, fue muy sencilla la conclusión de que tal congreso cuadraba –por sus contenidos y orientaciones– exactamente en ambas entidades valencianas. Pertenecían también ambas, en simultaneidad de incorporación, al Foro de Ciudades y Entidades de la Ilustración, interesando asimismo efectivamente tanto a la Academia como al Museo la ratificación institucional de esa posible colaboración. Tal cosa no tardó efectivamente en llevarse a cabo, y se aprobó, tanto en el programa museográfico del MuVIM para el año 2007 como en los proyectos de la Real Academia para dicho año, la celebración conjunta del Congreso.

El paso siguiente consistió en conseguir igualmente el respaldo y propiciar la participación, por parte de las dos universidades públicas valencianas, en tal proyecto. En realidad, a ninguna de las dos entidades académicas les faltaban, como veremos, justificaciones y motivos históricos para colaborar en el desarrollo del Congreso en torno al XVIII.

Recuérdese que la Universitat de València-Estudi General, en su singular emplazamiento originario en la sede de la calle de La Nave de la ciudad de Valencia, fue lo que dio precisamente cobijo a la Real Academia y a su actividad docente, desde su fundación en 1768 hasta su traslado al Centro del Convento de El Carmen, ya en el siglo XIX. Compartir espacio e historia son siempre, como es claro, palabras mayores que rememorar intelectual y afectivamente en cualquier coyuntura. Amicis denique hora...

Por su parte, la Universidad Politécnica de Valencia cuenta como centro propio con la actual Facultad de Bellas Artes de San Carlos, cuyos orígenes e historia –hasta el reconocimiento de su autonomía y desgajamiento de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos y su posterior vinculación estatal, yaen pleno siglo XX, primero como Escuela Oficial de Bellas Artes y luego comoFacultad– han sido lógicamente inseparables, manteniendo siempre, a decir verdad, sólidos lazos e intercambios frecuentes.

Se comprenderá, pues, que no fue nada difícil al profesor Romà de la Calle asegurar, desde un principio, tales respaldos al proyecto, por parte de ambas universidades, por un lado, al ser él mismo catedrático de Estética y Teoría de las Artes de la Universitat de València, y, por otro, al contar desde hace años con el otorgamiento de la Medalla de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Politécnica, precisamente por sus intensas y plurales colaboraciones con dicho centro, durante prolongados años.

De ahí que ambas instituciones universitarias respaldaran con créditos de libre disposición –concedidos a los alumnos asistentes y participantes en el evento– la celebración del Congreso. Igualmente, las dos entidades estuvieron representadas, de manera paralela, en los actos inaugurales de su convocatoria y en el desarrollo de las jornadas.

Por otro lado, en la medida en que la Conselleria de Cultura de la Generalitat Valenciana es uno de los apoyos básicos de la Real Academia –a la vez que ésta es su primera entidad consultiva y tiene depositados sus numerosos fondospatrimoniales artísticos y bibliográficos en el Museo de Bellas Artes, del cualla misma Academia fue su origen histórico y durante numerosos años también dependió totalmente de ella su dirección–, se solicitó asimismo su colaboración en el Congreso. Concretamente en lo que se refiere a la posterior edición de las actas. Colaboración que fue ratificada, en su momento, por la Secretaría Autonómica de Cultura, asistiendo igualmente a la inauguración y a la clausura una representación oficial de la Conselleria.

De hecho, con esta breve exposición de solicitaciones institucionales y colaboraciones se ha descrito en su totalidad el panorama que rodeó la preparación y la exitosa celebración del Congreso, constituido por una docena de ponencias. En su mayoría, los ponentes pertenecen a universidades valencianas (9 intervenciones), entre ellos cuatro profesores eméritos y cinco profesores en activo, además de un investigador del CSIC. Desde otro ángulo, vinculados directamente a la Real Academia de Bellas Artes, han sido cinco los ponentes que han intervenido. En general, pues, la extracción de los autores de las ponencias, que ahora se recogen en esta edición de actas, se define y encuadra en la interrelación existente entre los subconjuntos de profesores universitarios y del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y de miembros de la Real Academia de San Carlos. Algo perfectamente justificable.

La planificación de las áreas que estudiar, en esta primera aproximación al estudio del contexto ilustrado, del que surgió históricamente la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, en 1768, se efectuó diferenciando tres grandes ámbitos de trabajo e investigación, de manera que en su conjunto se pudiera facilitar una especie de general «estado de la cuestión».

Así, en un primer bloque de participaciones se quiso ofrecer una mirada acerca de una serie de dimensiones básicamente operativas y de fuerte incidencia en la época, como pueden serlo: a) la situación de poder en el sigloXVIII español y su influencia en el mundo académico valenciano (Prof. Antonio Mestre); b) la situación de la mujer en el marco de la Ilustración valenciana (Profa. Mónica Bolufer); c) la influencia de los conceptos de gusto y belleza en los umbrales de la modernidad (Prof. y académico Romà de la Calle) y d) el saber enciclopédico y el contexto de las bibliotecas valencianas, con unaparticular atención a la situación de la Biblioteca de la Real Academia de San Carlos (Prof. y académico, Salvador Aldana).

En un segundo bloque, se ofrecieron panoramas sectoriales referentes a dominios fundamentales, como el de la filosofía, la ciencia y la técnica o la educación en torno a los inicios de la segunda mitad del siglo XVIII valenciano: e) científicos y técnicos entre la Ilustración y el Romanticismo (Prof. JoséLuis Peset); f) la filosofía en la Valencia del XVIII (Prof. Salvador Feliu) y g) Ilustración y educación en el contexto valenciano del XVIII (Prof. León Esteban Mateo).

En el tercer apartado se englobaron cinco miradas a determinados apartados del quehacer artístico emergente entonces en el ámbito valenciano de la época: h) ideario ilustrado y académico en torno a 1768 (Prof. Joaquín Bérchez); i) la pintura valenciana del siglo XVIII (Profa. y académica AsunciónAlejos); j) la enseñanza del grabado en la Real Academia de San Carlos (académica, Adela Espinós);k) el arte suntuario en la Valencia ilustrada (académica,Carmen Rodrigo) y l) música y pensamiento en torno a la segunda mitad del siglo XVIII valenciano (Prof. Rodrigo Madrid).

Asimismo, como clausura del Congreso y complemento a la última ponencia, dedicada al hecho musical en el contexto ilustrado valenciano, se ofreció un concierto titulado «Flores y ornatos en la música dieciochesca», por la Capilla Saetabis, dirigida por el profesor Rodrigo Madrid e integrada por Pilar Moral (soprano), Miriam Toboso (violoncello) y el mismo Rodrigo Madrid (clave), y se interpretaron obras de Pere Rabassa (1683-1767), Joaquín García (1710-1779), José Pradas (1689-1757) y Vicente Martín y Soler (1754-1806).

Con esta docena de ponencias se cubre, como hemos indicado, la primera aproximación a un tema que –esperamos– todavía merecerá nuevos replanteamientos y profundas revisiones, en los próximos años, por parte de la Real Academia, al aproximarse la celebración del 250 aniversario de su fundación, en aquel año de 1768.

De hecho, ya se está preparando el borrador para el segundo de los congresos, de cara a una siguiente trienalidad, en el cual se atenderá, en un primer apartado, a las relaciones existentes entre la Real Academia y otras entidades de la época (tales como la Real Academia de San Fernando, la Universitat de València-Estudi General, la Real Sociedad Económica de Amigos del País o el Ayuntamiento de Valencia, así como las relaciones históricas con la Corona). En un segundo apartado se profundizará en las, a veces, complicadas relaciones entre la teoría y la práctica de las bellas artes, en el marco de la Real Academia (aproximándose, por esta vía, a cuestiones tales como la ingeniería, la carto-grafía, el levantamiento de planos y la navegación; las expediciones científicas,la botánica y el dibujo; el dibujo floral y el arte de la seda; la enseñanza de las artes aplicadas y la docencia de las bellas artes en la Real Academia).

Finalmente, se arbitrará asimismo otro apartado para atender al estudio de las manifestaciones artísticas de la época y su contexto social y operativo (la escultura y sus relaciones con la arquitectura y la pintura; la literatura y las artes plásticas en torno a 1768; la ciudad y el urbanismo en el siglo XVIII; lapintura especializada: retrato, paisaje, bodegones, pintura floral; el arte y susconexiones con la iglesia y la religión; influencias de la estética empirista y de la estética racional en torno a la segunda mitad del siglo XVIII valenciano; los grandes modelos artísticos internacionales, en música y artes plásticas).

Asimismo, como propuesta emanada del primer congreso, se ha propuesto y planificado la redacción de un Diccionario de Académicos de la Real Academia de San Carlos de Valencia, que recoja justamente estos dos siglos y medio de historia de la entidad, a partir del estudio biográfico de todos susmiembros. Tal investigación, sin duda prolija, debería estar realizada de cara a las celebraciones pertinentes que se están planificando históricamente. Y, con tal fin, deberán convocarse las correspondientes ayudas y becas, por parte de la entidad, buscando asimismo, para tal cometido, los debidos y necesarios respaldos institucionales.

Sirvan, pues, estas palabras de proemio para presentar brevemente las actas de este primer Congreso, para agradecer las importantes colaboraciones recibidas con vistas a su realización y para preanunciar, como hemos hecho, las actividades que ilusionadamente estamos planificando de cara a un futuro inmediato.

De forma muy especial queremos subrayar el relevante papel del MuVIM y de su equipo, en este loable empeño de colaboración con la Real Academia de Bellas Artes, así como la presencia de las universidades públicas valencianas en el proyecto, junto con el respaldo de la Conselleria de Cultura, a lo largo de nuestras iniciativas. A todos ellos nuestro sincero reconocimiento.

ROMÀ DE LA CALLE

Director del MuVIM

y presidente de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos

[1] Piénsese que el lema adoptado por la Real Academia de las Bellas Artes, desarrollada en el contexto ilustrado francés y que sirvió de modelo a la mayoría de las demás sedes académicas europeas, era Libertas artium restituta. Se trataba de devolver la libertad a las artes, frente al peso histórico de los gremios. Tal fue la meta fundadora que venía a coronar las aspiraciones históricas por convertir las artes plásticas en artes liberales, en «beaux arts», subrayando, como es bien sabido, sus fundamentos teóricos e históricos, sus bases matemáticas y filosóficas.

ESCUELAS UNIVERSITARIAS Y PODER EN LA VALENCIA DEL SIGLO XVIII

Antonio Mestre Sanchis

Universitat de València

A nadie extrañará que, a pesar de las circunstancias, mis palabras no se dirijan a esclarecer las corrientes artísticas –barroco o neoclasicismo– que dominaban en Valencia en los años de la fundación de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos. Tampoco abordaré las relaciones entre ilustrados, como Mayans, y artistas como Vergara y Camarón. Plumas más autorizadas que la mía en estas materias podrán explicar con precisión y maestría los movimientos artísticos con sus mejores representantes que intervinieron en el origen de la docta institución. Mi propósito es más elemental y básico. ¿Por qué fue posible que la Real Academia de San Carlos fuera fundada en Valencia en 1768 y no antes? Intentaré esclarecer las razones que, a mi juicio, explican la fecha, y que son fundamentalmente dos. En primer lugar, la expulsión de los jesuitas en 1767. Y, en segundo lugar, el predominio que habían adquirido los ilustrados valencianos en la Corte de Carlos III. Quiero indicar, desde el primer momento, que ambos factores aparecen íntimamente unidos en el momento de la fundación.

EL EXTRAÑAMIENTO DE LOS JESUITAS

Conviene tener en cuenta para comprender el alcance y los límites de mi criterio dos circunstancias esenciales del momento. En principio, es evidente que el P. Confesor del monarca no era un simple administrador del sacramento de la penitencia al rey. Era pura y simplemente un ministro de cultura que abarcaba ámbitos eclesiásticos (relaciones con la Santa Sede o nombramientos de obispos e inquisidores), pero también aspectos estrictamente culturales, como universidades o censura de libros. Y no podemos olvidar que desde Felipe V a Fernando VI los confesores del monarca fueron jesuitas (Alcaraz, 1995).

La segunda circunstancia está ligada a las escuelas teológicas del siglo XVIII. En una monarquía absoluta no existían partidos políticos, pero sí grupos de presión organizados por personas que participaban de idénticos criterios ideológicos y buscaban el poder para los partidarios de su escuela y grupo. Según expresé en otras circunstancias:

Los problemas de escuelas, o de grupos unidos en torno a una teoría teológica, no son grupos estrictamente intelectuales. Tienen una repercusión académica-universitaria innegable pero, además, una trascendencia político-social insospechada. Como hoy, claro. Porque, en el fondo, los «cuatro o cinco» a que alude Mayans son regidores de la ciudad que colocan en las cátedras a «maestros de su facción» (Mestre, 2003b: 430).

Las dos grandes escuelas eran la tomista (dirigida teóricamente por los dominicos) y la antitomista (dominada por los jesuitas). La importancia consistía en el hecho de que el estudiante, al ingresar en la Universidad, se adscribía a una escuela, con profesores de una ideología definida. Como consecuencia, quedaba incorporado a un grupo de presión, con amigos que lo favorecían y émulos que le eran opuestos (Albiñana, 1988; Guillot, 1999). Por supuesto, había transferencias que, en algunos casos, rozaban lo que hoy llamaríamos transfuguismo, y que dependían de la mayor o menor fidelidad a los principios o a las personas que representaban al grupo. Me explico con casos concretos entre nuestros ilustrados.

Hoy sabemos (creo haberlo demostrado hasta la evidencia) que Gregorio Mayans formaba parte de una familia austracista, firmemente vinculada al archiduque Carlos, pretendiente a la corona de España en la Guerra de Sucesión. La familia siguió al archiduque a Barcelona, después de la batalla de Almansa, y en la ciudad condal estudió Gramática (nuestro actual bachillerato) en el Colegio de Cordelles de la ciudad condal, dirigido por los jesuitas (Mestre, 1970 y 1999). En consecuencia, al ingresar en nuestro Estudi General, se inscribió en la escuela antitomista. Pero sus buenas relaciones con los PP. de la Compañía se fueron enfriando por razones pedagógicas (don Gregorio defendió los Estatutos de la Universidad frente a las pretensiones de los jesuitas de controlar las escuelas de Gramática) e ideológicas, hasta celebrar la expulsión decretada por Carlos III. Eso sí, nunca fue aceptado por los tomistas, que siempre lo consideraron un antiguo antitomista, aunque el erudito fuera ajeno a cualquier escuela y hubiera manifestado muchas veces y públicamente sus divergencias con los jesuitas.

Por su parte, Pérez Bayer se inscribió en la escuela tomista y siempre se mantuvo en la órbita de la escuela. No obstante, con su proverbial habilidad, supo aprovechar el favor de jesuitas y colegiales para promocionarse en su carrera eclesiástica, académica y política, como después veremos. Pero siempre fue hombre de escuela, y lo demostró favoreciendo a los tomistas.

No quiero insinuar, por supuesto, que los padres de la Compañía se opusieran con anterioridad al desarrollo cultural o a la creación de la Real Academia de San Carlos. Entre otras razones porque a los jesuitas se debió la fundación de instituciones de ambiciosos proyectos culturales. Así, la Real Biblioteca fue creada por los confesores, siempre jesuitas, y dirigida en sus primeras décadas de funcionamiento por los PP. Confesores de Felipe V, los jesuitas franceses Pedro Robinet y Guillermo Daubenton. Y entre los fundadores de la Real Academia de la Lengua había dos jesuitas, los PP. Casani y Carrasco.

Dado que el confesor del monarca era escogido por el equipo de Gobierno, se deduce que los aspectos culturales de su gestión estuvieron siempre de acuerdo con los criterios político-culturales deseados por los gobernantes. Conviene, por tanto, aludir a la evolución que desde el confesionario regio siguieron los jesuitas respecto a la política cultural del Gobierno.

Hay, sin duda, una primera etapa de predominio francés, protagonizado por los PP. Daubenton y Robinet. Era la herencia de Luis XIV, que variaba de acuerdo con los intereses del gobierno español del momento. Es preciso, además, tener en cuenta el carácter del protagonista que, desde el confesionario del monarca, podía intervenir con mayor o menor intensidad en asuntos culturales. De hecho, estos dos jesuitas franceses fueron enérgicos e intervencionistas. Robinet colaboró con el equipo de Gobierno de la princesa de los Ursinos y de Macanaz en la actitud regalista de Felipe V y después de la ruptura de relaciones con Roma en 1709. Ahora bien, con la llegada de Isabel de Farnesio, la caída de la princesa de los Ursinos y el proceso inquisitorial de Macanaz, la presencia de Robinet en el confesionario del monarca se hizo insostenible y fue reemplazado por Daubenton, que volvía a repetir en el cargo de dirigir la conciencia de Felipe V (Martín Gaite, 1970; Pérez Villanueva, 1982: 1233-1244; Mestre, 1985: 283-301). Autoritario e intervencionista, Daubenton dejó su huella en asuntos culturales y no siempre de manera acertada. En 1718 el Santo Oficio, bajo su indicación e informe previo, prohibió unas páginas que había escrito Juan de Ferreras, bibliotecario mayor del rey, contrarias a la tradición de la Virgen del Pilar por carecer de argumento histórico (Alcaraz, 1995: 407). Y en cuanto a los ilustrados valencianos se refiere, está la negativa a que Manuel Martí, el deán de Alicante, ocupara la plaza de bibliotecario mayor del rey.

He aquí las palabras del mismo protagonista en carta a Mayans:

No tengo por necesario, ni aún conducente, el que se haga mención de quien fue la causa de que no se me diera lo que yo nunca apetecí, ni podía admitir; por lo contrario de aquellos aires a mi temperamento. Pero diréselo a Vm. por si no lo sabe, porque en Madrid es público. Fue el P. Daubenton. Él me buscó, él tomó informes, y él hizo hacer la pesquisa de mi vida, y en ésta le dijeron los de su hábito que no hiciera tal, porque era enemigo jurado de su sotana. Pero esto a qué viene, ni debe tocarse, porque no conviene, y porque no viene al caso. Y así sobre esto he de deber a Vm. que ne verbum quidem. Ni hay para qué tocar si la elección que se hizo fue buena o mala. Fue de su pandilla, y eso basta, siendo la primera máxima de su política: qui pro nobis non est, contra nos est (Mayans, 1973: 306).

No deja de constituir una curiosidad el hecho de que el elegido fuera Juan de Ferreras, de quien el P. Confesor, como hemos visto, suprimió las páginas dedicadas a la tradición de la Virgen del Pilar. Otra actuación de Daubenton tuvo duraderas consecuencias en la práctica docente valenciana. Con su favor y apoyo se fraguó la Concordia entre el Ayuntamiento de Valencia y los PP. de la Compañía. En 1720 se devolvía a la ciudad el Patronato del Estudi General, pero en contrapartida, los jesuitas ejercerían el magisterio de Gramática en las escuelas que construiría la ciudad. Era una exclusiva que vulneraba los Estatutos del Estudi General, y que produjo apasionadas polémicas y la ruptura de amistades como la de Mayans con los PP. de la Compañía. Por lo demás, es conocida la leyenda-historia de la traición de que Daubenton comunicó al Gobierno francés la noticia anticipada del deseo de Felipe V de renunciar al trono a favor de su hijo Luis I (Alcaraz, 1995: 42).

Con la muerte del P. Daubenton en 1723 ocuparon el confesionario regio dos jesuitas menos enérgicos y, quizá debido a las circunstancias, menos intervencionistas en aspectos culturales. Alcaraz Gómez, que ha estudiado la actividad de los jesuitas confesores de los primeros borbones, escribe con claridad:

A ello contribuyeron varios factores: el carácter del confesor de turno –enérgicos como Daubenton, Robinet, Fèvre y Rávago; acomodaticio y negligente en el caso de Clarke; poco relevante en Bermúdez, y apenas perceptible en el padre Marín, confesor de Luis I (1995: 48).

De hecho, los dos confesores españoles (Bermúdez y Marín) se vieron inmersos en las intrigas políticas que acompañaron el breve reinado de Luis I y el retorno al trono de su padre Felipe V, con la decisiva intervención de Isabel de Farnesio. De ahí que apenas conozcamos actividad alguna de ambos confesores en relación con los ilustrados valencianos.

En 1727 accedió al confesionario regio el P. Guillermo Clarke, jesuita irlandés, calificado por Alcaraz como «acomodaticio y negligente». Y Clarke sí tuvo que ver con los ilustrados valencianos por su larga y compleja relación con Mayans. En otras ocasiones he explicado la gran paradoja que, siendo don Gregorio un heredero de familia austracista, llegara a bibliotecario de Felipe V, y precisamente por el favor de los austracistas: del cardenal Cienfuegos, exiliado en Roma, y del embajador de la República de Génova (José Octavio Bustanzo). De hecho, el P. Clarke firmaba el nombramiento de Mayans como bibliotecario real el 6 de octubre de 1733. Pero una cosa era el nombramiento y otra muy distinta las posibilidades de acción de que don Gregorio disfrutó. Porque el intento del erudito de ganar la voluntad del secretario de Estado José Patiño, verdadero dueño del poder político, por medio de una conocida Carta pública con un ambicioso proyecto de reformas culturales, constituyó un fracaso.

Patiño conocía personalmente la vinculación de la familia Mayans con el archiduque, puesto que era intendente en Cataluña durante la Guerra de Sucesión. Rechazó los planes del erudito y se opuso a que se le concediera la plaza de cronista de Indias e incluso la Secretaría de Estado para redactar cartas latinas, que le había prometido el P. Clarke. El P. Confesor, según su carácter, se acomodó al criterio del poder político y abandonó al joven bibliotecario real, que dejó la corte en 1739. Su intento de influir en la política cultural del Gobierno borbónico no encontró la acogida favorable (Mestre, 1999 y 2003). En cambio, el P. Clarke sí apoyó los intereses de la Compañía en el asunto de las escuelas de Gramática, contrarias a los Estatutos del Estudi General.

A la muerte del P. Clarke, dos jesuitas de fuerte carácter e intervencionistas ocuparon el confesionario regio; mientras vivió Felipe V, el francés Jaime Antonio Fèvre, y en la primera etapa del reinado de Fernando VI, el cántabro Francisco de Rávago. Hay, dentro de las diferencias en su actividad, un punto común: su interés por aumentar el regalismo de la monarquía española en sus polémicas con Roma. Fèvre dirigió la política eclesiástica del secretario de Estado, Villarias, y, en las polémicas con el nuncio y con el mismo papa Benedicto XIV, se valió de los conocimientos históricos y jurídicos de Mayans. Claro que, muerto Felipe V y cambiado el equipo de gobierno, don Gregorio quedó sin premio y su actividad ignorada. La gestión de Rávago, que estaba apoyado por Carvajal y Ensenada, utilizó un instrumento cultural, creando una Comisión de Archivos, dirigido por el también jesuita Andrés Marcos Burriel.

Aspectos curiosos en estas polémicas. Mayans no quiso, escarmentado por el fracaso anterior, participar en la Comisión, aunque, una vez firmado el Concordato de 1753, colaboró en la redacción de las Observaciones, encargadas por el marqués de la Ensenada, y quedó de nuevo sin premio y éstas inéditas (Mestre, 1968 y 1999). En contraste, Pérez Bayer participó en la Comisión y, como premio, recibió por gracia del Gobierno (es decir, del P. Confesor Rávago) un canonicato en la catedral de Barcelona y una beca para ampliar estudios en Roma.

LA CONQUISTA DE LA CORTE POR LOS VALENCIANOS

La exposición anterior demuestra la gran influencia cultural de los jesuitas, en gran parte debida, menester es decirlo, a los favores de los borbones por medio de sus diferentes gobiernos. Por eso, resulta tan sorprendente el decreto de extrañamiento, sin duda el acto más despótico del reinado de Carlos III.

No hay duda de que la influencia cultural de la Compañía era grande y así lo reconocían amigos y enemigos. Burriel, al recibir el encargo de dirigir la Comisión de Archivos, redactó un ambicioso proyecto, que tituló «Apuntamientos de algunas ideas para fomentar las letras» (Echánove, 1967). En él confesaba sin rubor y con sincera convicción que sin los jesuitas no se podía llevar a cabo ninguna reforma cultural seria en España.

Influencia confesada, asimismo, por sus émulos manteístas. Cerdá y Rico escribía a Mayans el 7 de abril de 1767, apenas expulsados los jesuitas:

Ahora es la ocasión más a propósito para que levanten la cabeza las letras, pues se ha quitado el mayor estorbo... Ninguna ocasión mejor que ésta para reformarse los estudios en España (Mayans, 1998).

Más explícito todavía fue Mayans en carta al ministro Roda:

Aquí la juventud está animosa para llenar el vacío que han dejado los de la Compañía que, aunque estava vanamente ocupado, por fin era grande, i toda la habilidad consiste en que los maestros que pueden aver suplan con la facilidad del método y solidez de la enseñanza lo que les falta saber (5-V-1767, Mayans, 2000: 225).

Queda claro el deseo de los manteístas de llenar, con el favor del Gobierno, el vacío cultural dejado por los jesuitas. También en el caso concreto que nos ocupa. Era la hora de los tomistas. Era la hora de Pérez Bayer.

Los trabajos de Enrique Giménez (1990; 2006) han demostrado que, durante las primeras décadas posteriores a la Guerra de Sucesión, los gobiernos de Madrid siempre miraron a los valencianos como rebeldes y peligrosos. Ese concepto se extendía a los hombres de letras. Hubo una excepción: Jorge Juan. Como guardia marina realizó trabajos al servicio del Estado: viaje a América para medir un grado del meridiano terrestre, espía industrial o tareas diplomáticas (A. Alberola, 2006). Otros intelectuales, cuya actividad quedaba dentro de nuestros límites territoriales (Tosca, Corachán o Miñana), no sufrieron discriminación alguna. Pero cuando nuestros hombres de letras se acercaron a la Corte y al centro del poder, fueron rechazados sin contemplaciones. Así, el deán Martí, que vio impedido su acceso a bibliotecario mayor del monarca, por considerársele austracista y enemigo de los jesuitas. Y a Gregorio Mayans, que fue nombrado bibliotecario del rey por el favor de los austracistas (¡extraña paradoja!), no se le permitió desarrollar actividad cultural alguna (Mestre, 1999).

Sin embargo, a mediados de siglo, la actitud de los gobernantes respecto a nuestros hombres de letras cambió. En el verano de 1751, el catedrático de medicina jubilado, Antonio García y Cervera («García el Gran»), fue llamado a la Corte para atender a la reina Bárbara de Braganza. Y todos los testimonios manifiestan la buena acogida recibida: «Su santa sinceridad y su habilidad le han granjeado en Palacio el aplauso» decía Asensio Sales a Mayans el 6 de octubre de 1751 (Peset, 1975: 325, 8). Blas Jover, Fiscal de la Cámara del Consejo de Castilla, escribía el 28 de agosto de 1751:

El Dr. García está muy bien admitido en esta corte, y saliendo todos los días la Reina nuestra Señora me parece que con su conocido alivio no dejará de conseguir sus ventajas y la de su universidad.

Poco pudo gozar el Dr. García de su éxito, pues, dada su avanzada edad, murió pronto. Pero, como pronosticaba Jover, su faena favoreció al Estudi General, y su discípulo Andrés Piquer fue llamado a la Corte. El mismo Jover confirma esa conexión y las razones de la llamada de Piquer a Madrid:

Es cierto que nuestro Dr. García está bien admitido en toda la Corte, lo cual no es poco, a vista de tanto malignante médico como hay en ella, y que la Reina nuestra Señora se esparce más que lo hacía y con menos aprehensión; con lo cual le estamos muy agradecidos y porque haga venir acá a nuestro Piquer, con lo cual no dudo que la escuela valentina sea más atendida (V. Peset 1975: 327, 20).

Piquer llegó a Madrid el 10 de septiembre de 1751 y, según Jover, gracias al gran concepto que había alcanzado el Dr. García y los méritos del propio Piquer, fue nombrado médico de la Real Cámara, como superintendente. Pronto ganó el favor de Ensenada, que en 1752 aumentó el sueldo del médico y le permitió importar libremente cualquier libro del extranjero, «liberalidad ciertamente singular», en palabras de Mayans. Como era miembro de la Real Academia de Medicina desde 1739, tomó posesión de su escaño y pronto fue nombrado vicepresidente pero, por la oposición de los académicos, nunca llegó a la presidencia que deseaba. Tampoco logró ser médico de la familia real. He aquí las palabras de Vicente Peset sobre el paralelismo que hacían los coetáneos en Valencia comparándolo con Cerví.

Pero el cert és que no arribà a ésser així. Perquè, encara que ens manca per a aquesta època l’examen de documents que, sens dubte, hi ha a Madrid, a base dels que he pogut desposar fins ara, sospito que Piquer, més que no pas un metge de família, era un consultor per als reis. D’aquí que, en les referències fins avui impreses, només hi figuri en casos extrems. Si, tal com sembla, això fou així, és evident que mai no assolí el lloc que Cerví ocupà prop de Felip V, Suñol amb Ferran VI, o el valencià Martínez de la Raga amb Carles III (Peset, 1975: 330).

De hecho, Piquer desarrolló una gran actividad científica y profesional. Publicó en Madrid libros de filosofía, anteriores (Lógica moderna, 1747 y 1771) y nuevos (Filosofía moral, 1755; Discurso sobre la aplicación de la Filosofía a los asuntos de religión, 1757), y científicos, editados anteriormente en Valencia (Física moderna y Medicina Vetus et nova, 1735, 1743, 1758 y 1768; Tratadode las calenturas, 1751, 1760 y 1769; Institutiones medicae, 1762; Praxis médica, 1764-1766). Y, sobre todo, desarrolló una gran actividad profesional como médico protegido por Ensenada, Carvajal y después por nobles y políticos. En palabras de Peset,

I, tanmateix, aquell prestigi no fou degut solament al patrocini de La Ensenada, ni al mèrit de les seves publicacions –pot dir-se que Borbón, ell i Amar foren els únics protometges que publicaren alguna cosa d’un cert volum–, sinó als seus èxits professionals (Peset, 1975: 334).

Y a esto parece haberse limitado –lo que no es poco– la actividad de Piquer en la Corte. En el fondo, hay una razón que explique la actitud: no pertenecía a escuela alguna. De hecho, no formó un equipo que desarrollase e impulsara sus ideas y proyectos.

Ahora bien, Bayer sí era hombre de escuela y su actividad en la Corte fue muy diferente. Francisco Pérez Bayer, nacido en la parroquia de los Santos Juanes, al ingresar en el Estudi General, se inscribió en la escuela tomista, y amplió estudios en Salamanca, donde fracasó en su intento de ingresar en un Colegio Mayor. Pero, como clérigo, consiguió el favor del obispo y del cabildo salmantinos, quienes le proporcionaron el cargo de secretario del arzobispo de Valencia, Andrés Mayoral, que, por lo demás, era tomista, aunque había sido colegial. La habilidad de Bayer era proverbial. Al servicio de un arzobispo tomista, mantuvo excelentes relaciones con jesuitas y colegiales. Y si ganó la cátedra de Hebreo en el Estudi General con el favor de Mayoral (tomista), consiguió la de Salamanca con el apoyo de colegiales (Manuel Villafañe y Díaz Santos de Bullón) y jesuitas que alcanzaron a los máximos representantes culturales como eran el P. Fèvre, confesor de Felipe V, y el P. Panel, preceptor del infante don Luis.

La actividad de Bayer en la universidad salmantina no fue pacífica. Tuvo numerosos enfrentamientos con el claustro, pero siempre encontró el apoyo del confesor del monarca, así como de la Secretaría de Estado del Gobierno español. El premio le llegó con el nombramiento de colaborador en la Comisión de Archivos, creada por el Gobierno (Ensenada, Carvajal y F. Rávago) y dirigida por el jesuita Andrés Marcos Burriel. A juzgar por unas palabras de Burriel, su esfuerzo no debió de ser muy grande, pero fue premiado con un canonicato en Barcelona y una beca para la ampliación de estudios en Roma.

En este momento tuvo lugar la crisis de 1754. La muerte de Carvajal y, sobre todo, la destitución de Ensenada produjeron en Bayer un momento de temor. Habían desaparecido sus protectores y otro grupo accedía al poder. Pero la habilidad de nuestro hebraísta era grande, hizo olvidar su pasado y el carácter de sus favorecedores y pronto ganó la confianza del nuevo equipo gubernamental. Roda, embajador español en Roma, se convirtió en su confidente y Ricardo Wall, el secretario de Estado, lo nombró visitador del Colegio Español de Bolonia, cargo que con anterioridad sólo habían desempeñado altos cargos eclesiásticos. Más aún, máximo gesto de habilidad, con el favor del embajador Clemente de Aróstegui, colegial, consiguió una visita privada al futuro Carlos III, entonces rey de Nápoles y ganó el afecto del monarca. Bayer regresó a España en 1758 como canónigo de Toledo y su fama de hebraísta y numismático le abrió las puertas de su influencia en el Gobierno.

Probablemente, con la ayuda del arzobispo de Valencia, Andrés Mayoral, de quien había sido secretario, consiguió el nombramiento de obispos tomistas. El último filojesuita fue Asensio Sales como obispo de Barcelona. Después, todos tomistas. Pedro Albornoz de Orihuela (1760) y Felipe Bertrán de Salamanca (1763). La carrera política de Bayer dio dos pasos más. El primero, con el nombramiento de su íntimo amigo Manuel de Roda como ministro de Gracia y Justicia, que entrañaba el control de las universidades y era un poderoso interventor en el nombramiento de cargos y beneficios eclesiásticos. Así, de obispos como José Climent en Barcelona (1766) y José Tormo en Orihuela (1767), canónigos en el cabildo de Valencia, todos ellos tomistas, por supuesto. El segundo paso fue el decreto de expulsión de los jesuitas, con la cédula real de Carlos III en 1767 (Mayans, 1977; Pérez Bayer, 1998: 9-16).

El problema era grande. Era menester llenar el vacío dejado por los padres de la Compañía en múltiples campos: docente y cortesano. Para el cargo de director del Colegio de Nobles de Madrid fue elegido Jorge Juan. Y mucho más decisivo, Pérez Bayer era llamado con urgencia (estaba enfermo en Benicasim) para ocupar la preceptoría de los infantes reales.

Ahora bien, Bayer pensaba que su cargo como preceptor no se limitaba a enseñar latín a los pequeños retoños de Carlos III. Su método de enseñanza debía servir de modelo y, sobre todo, convenía su intervención para reformar los estudios en España. En tres líneas orientó su actividad. Dirección y reforma de los Reales Estudios de San Isidro, sucesor del Colegio Imperial de los jesuitas. Control del cabildo y Universidad de Valencia. Y, finalmente, aunque fue más tardía, la reforma y, en el fondo, supresión de los colegios mayores.

Para conseguir estos fines, Bayer necesitaba un equipo de colaboradores. Y no tardó en rodearse de amigos fieles. En 1768, aprovechando un viaje de fray Vicente Blasco, el futuro rector del Estudi General, a la Corte para solventar las diferencias con su superior, el lugarteniente general de la orden de Montesa, con motivo de la edición del Bulario, consiguió su nombramiento como colaborador en la preceptoría del Infante don Francisco Xavier. Blasco sirvió con fidelidad las directrices gubernamentales, y en consonancia con Bayer, aprobó los planes de estudio de los Reales Estudios de San Isidro, en cuya dirección nuestro hebraísta había colocado a su amigo Manuel Villafañe (con el apoyo de Roda y la irritación de Campomanes) (Mayans, 1977; Mestre, 2003b). No será la última vez que Bayer discrepe del fiscal Campomanes. La Real Academia de la Historia dirigida por Campomanes había decidido traducir la Historia de América de Robertson. Pero en el último momento hubo cambio de criterio. Se suspendió la traducción y se pensó en un planteamiento apologético de España en América. Y Bayer impuso su candidato, al valenciano, su amigo Juan Bautista Muñoz, creador del Archivo de Indias y autor de Historia del Nuevo Mundo, de la que sólo apareció el volumen I (1793).

Pero Bayer tenía especial interés por controlar el mundo intelectual valenciano. En primer lugar el cabildo de la catedral, porque el rector del Estudi General tenía que ser un canónigo. Así, fue nombrando una serie de canónigos tomistas, desde su hermano Pedro hasta el montesiano Vicente Blasco. Apoyó a los escolapios –también tomistas– y émulos de los jesuitas en las escuelas de Gramática. Y finalmente colocó a un familiar suyo, el canónigo Joaquín Segarra, en la dirección del Colegio de San Pablo, anteriormente controlado por los PP. de la Compañía. Con esa actitud estaba creando las circunstancias propicias para la posterior polémica sobre la Gramática latina de Mayans, rechazada por los tomistas como texto del Estudi General.

Vimos antes la obsesión de los ilustrados por llenar el vacío cultural dejado por los jesuitas. Pues bien, el Gobierno se encargó, en primer lugar, de suprimir las cátedras de la escuela antitomista, con la prohibición de utilizar los textos de jesuitas, basada en la excusa de que defendían el probabilismo y el tiranicidio. Concretamente en Valencia, según el decreto del Consejo de Castilla, del 12 de agosto de 1768, el Claustro Mayor del Estudi General acordó la supresión de 3 cátedras de Filosofía antitomista y las 6 cátedras de Teología antitomista. Este último aspecto entrañaba un problema profundo, porque 3 de las cátedras de Teología eran pavordías que se regían por la Bula Pontificia fundacional de Sixto V en 1585.

Cualquiera que conozca la vida universitaria comprenderá la convulsión entre profesores y alumnos. Porque, de hecho, los profesores de la escuela suareciana (jesuítica) quedaban destituidos y cualquiera que hubiese sido alumno de la escuela antitomista quedaba sin posibilidades de acceder al profesorado universitario. Sin duda alguna, la escuela tomista se convirtió en el gran beneficiario y al grupo se adhirieron personas ajenas a la doctrina filosófica o teológica de Santo Tomás. En realidad, se convirtió en un instrumento de poder (Mestre, 2003b).

En esas circunstancias, los proyectos surgidos en el círculo tomista no encontraron oposición por parte del poder local y central. En 1768, año en que se fundó la Real Academia de San Carlos, las únicas excepciones eran algunos regidores del Ayuntamiento de Valencia, y éstos no siempre podían controlar la elección de rector del Estudi General. Pero, aún en la Universidad, su poder era tal que la elección del 18 de diciembre de 1768, que recayó en el canónigo antitomista Cebrián de Valda, fue reiteradamente recusada. Por lo demás, el arzobispo de Valencia era Andrés Mayoral, tomista; también lo era el obispo auxiliar (Rafael Lasala); la dirección del Colegio de San Pablo estaba ocupada por el familiar de Bayer, Joaquín Segarra, asimismo tomista; los escolapios, favorecidos por Mayoral, émulos de los jesuitas, con la presencia del P. Benito Feliu de San Pedro, amigo de Vicente Blasco; y, en Madrid, la presencia de Pérez Bayer, de la escuela tomista, como preceptor de los infantes reales y la colaboración del montesiano Blasco, también tomista. Además, en la Corte estaban el pintor Ponz; Raimundo Magí, predicador oficial y después obispo de Guadix; Villafañe, que, si bien era castellano, había residido en Valencia y era amigo de Bayer; Manuel Monfort, hijo del impresor y protegido del hebraista, y más tarde Juan Bautista Muñoz, cronista de Indias y fundador del Archivo de Indias. Aunque el bibliotecario real Cerdá y Rico, amigo de Mayans, no acabó de encajar en el círculo, la presencia de tantos valencianos en la Corte, bajo la dirección de Bayer, constituía una fuerza innegable. Los coetáneos eran plenamente conscientes de ello y no dudaban en calificarlos como los turianos.

Y sin afán de insistir en todos los puntos de afinidad entre los protagonistas en Valencia y en Madrid, baste recordar la amistad de Ignacio Vergara aquí y Manuel Monfort en la Corte, en el círculo de Bayer con el arquitecto Villanueva. Este supuesto, la amistad de Pérez Bayer con Manuel de Roda y el afecto de Carlos III, propició la aceptación de la Corte. El contraste con el fracaso de los intentos anteriores de crear instituciones culturales entre nosotros (Academia de Ciencias de Bordazar y Corachán) o la Academia Valenciana de Mayans resulta evidente y clarificador. Es cierto que no todos los tomistas valencianos veían con buenos ojos la fundación de la Academia propiciada por Mayans, que encontró apoyo en los antitomistas. En general, los tomistas no se inscribieron entre sus miembros, pero no parece que se opusieran a su funcionamiento. Los obstáculos vinieron de las instituciones de la Corte controladas por el Gobierno central. En el caso de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos tampoco hubo oposición de los antitomistas en Valencia. Las divergencias posteriores con motivo del discurso de Mayans en la Real Academia de San Carlos, conocido como Arte de pintar, se debieron a otras razones. La diferencia estuvo en que los valencianos, que en 1768 controlaban las líneas culturales del Gobierno de Madrid, apoyaron con calor esa fundación.

No deja de constituir un motivo de esperanza constatar que las escuelas académicas no sólo buscaron el poder. Algunas veces, y en este caso con motivo de la fundación de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, también se preocuparon de aspectos estrictamente culturales. Y lo que es más interesante, estas preocupaciones culturales encontraron –aunque no siempre, como hemos podido observar– el apoyo y favor de las autoridades públicas.

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LA REVOLUCIÓN DEL GUSTO EN LOS UMBRALES DE LA MODERNIDAD

Romà de la Calle

Universitat de València

En febrero de 1768, la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos es reconocida oficialmente. Han pasado ya algunos lustros desde que se pusieran en marcha aquellos esfuerzos que acompañaron al anterior intento de conformar la Real Academia de Santa Bárbara, también en el contexto valenciano. En ambas circunstancias, se habían seguido los pasos de la precedente Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, creada en la villa y corte.

Se daba así, por fin, cumplimiento y satisfacción a un objetivo expreso: el de implantar oficialmente y controlar los estudios de las Nobles Artes, en el ámbito valenciano, gracias a la presencia de la nueva entidad. Pero también tal objetivo apuntaba igualmente hacia el establecimiento de un sistema de pautas y normas que, yendo más allá de la estricta docencia de las bellas artes, alcanzara asimismo la regulación de su práctica y la implantación social de determinados criterios preferenciales. No en vano, se postulaba que el logro de todos esos objetivos pudiera y debiera ser, a la vez, eficazmente sometido a la presencia y acción de una autoridad reconocida y centralizada en el propio entramado académico, frente al viejo y prepotente poder de los gremios.

Conviene, en este sentido, recordar que el lema acuñado por el impulso del escalonado «movimiento académico» francés de la época rezaba: Libertas artium restituta. Paradójicamente, pues, se trataba de devolver la libertad al arte, reconociendo sus derechos. ¿O era a los ciudadanos, en sus relaciones plurales con las artes, a quienes se les quería reconocer tales derechos? Sin duda, la historia de la modernidad iba a tener la última palabra, aunque tuviera que dar muchas vueltas y zigzagueos en ese desarrollo.

En realidad, tales aspiraciones de los contextos español (Real Academia de San Fernando) y valenciano (Real Academia de San Carlos), a los que luego se sumarían también otras ciudades españolas, venían a seguir modelos ya implantados por instituciones académicas preexistentes en Europa, fuertemente controladas desde los poderes monárquicos. Concretamente, en España se estaban aplicando ya a mediados del siglo XVIII, de forma clara, las pautas de las reales academias consolidadas en Francia, por directa imposición y estrategias borbónicas. Si el modelo regulador para la recién creada Real Academia de Bellas Artes valenciana iba a ser formal y materialmente el de San Fernando, aquella institución, a su vez, no era sino la extrapolación directa de la normativa que había puesto las bases de la muy anterior Real Academia de Bellas Artes de París y sus otras ramificaciones francesas y europeas.

El siglo ilustrado no iba a dejar pasar la ocasión de regular un ámbito tan relevante como el de las bellas artes. Tampoco iba olvidar el dominio de las artes aplicadas, por el cual tanto se interesó la Encyclopédie. Se preocupó, pues, en ambos casos, por la docencia y el aprendizaje de las mismas, sin dejar de discutir acerca de sus vertientes creativas e industriales y sus complejas relaciones. Pero en ninguna circunstancia minimizó su toma de partido de cara a la mostración pública de las distintas manifestaciones artísticas. Tampoco bajó la guardia frente al control y el seguimiento de su mercado y frente a la diversificación de su coleccionismo. Igualmente, aquel siglo abrió nuevas puertas al estudio y la teorización del arte. También dio una vuelta de tuerca a la justificación de su historia y a la necesidad de fundamentar los posibles criterios de enjuiciamiento y normatividad, que –por definición– buscaban las academias.

Es así como florecen casi simultáneamente o se refuerzan y revisan instituciones como las academias, los museos y los salones, al igual que se constituyen e inician, en ese mismo contexto ilustrado, disciplinas como la Estética y la Crítica, la Historia del Arte y la Arqueología, o se perfilan fuertemente nociones que serán clave en estos dominios de la práctica y el pensamiento, como por ejemplo el «gusto», el «sentimiento» o el «no sé qué», junto con la belleza, la sátira, la gracia, la fealdad, lo cómico o lo sublime, que tanto juego darán, como categorías estéticas, en este siglo XVIII, y que condicionarán fuertemente la posterior historia de la modernidad.

Justamente, en esta crucial diacronía, en esta época activa y determinante, nos topamos con la citada fecha de 1768, cuando aquel 14 de febrero se recibe oficialmente en la ciudad de Valencia la noticia de la institucionalización de la Real Academia de Bellas Artes, denominada de San Carlos como homenaje al monarca ilustrado por excelencia, que había acogido las peticiones reiteradas en tal sentido. Carlos III daba el espaldarazo a la institución, ligándola directamente al poder municipal en relación con su sostenimiento económico y que pronto, también, se vería vinculada a la Universidad, en lo que respecta a su ubicación. Dualidad de aspectos y de dependencias que no queremos minimizar, en esta coyuntura y en esta historia que pronto va a cumplir su 240 aniversario.

Sin embargo, dado que estas facetas propias de las microhistorias han sido recogidas ya en diversas publicaciones, en distintos repertorios de documentos y diferentes estudios de fuentes, preferimos, más bien, centrarnos en una estratégica mirada global que reflexione, aunque sólo sea a grandes trazos, en torno a ese ambiente de carácter estético-filosófico que intentaba legitimar los principios del gusto, las actuaciones de la razón y del sentimiento, la aplicación de las reglas o la articulación de los criterios que se proyectaban socialmente (y por ello también individualmente) sobre el universo de las bellas artes.

Siguiendo esa línea ya indicada de influencias y de poder, de control y seguimiento, que vinculaba a Valencia con Madrid y a Madrid con los modelos de las reales academias europeas y especialmente francesas, queremos acercarnos al crucial papel que desempeñó el tema del «gusto» como vía de acceso a la belleza y al arte, en las puertas de la modernidad, en este ecuador del siglo XVIII, sin olvidar, como es lógico, determinados antecedentes, que ya desde mediados del siglo XVII claramente iban preparando la implantación de nociones, de materias disciplinares y de instituciones que en el propio siglo ilustrado florecerían entre sí en una estrecha red de conexiones, algunas de las cuales intentaremos comentar.

Muchos de los autores que se van a citar, muchas de las obras a las que deberemos hacer referencia se han encontrado en distintas bibliotecas valencianas. Algunas de ellas incluso estaban depositadas en la propia Real Academia de Bellas Artes de San Carlos, que pronto atendió asimismo a esta vertiente bibliográfica, fundamental, sin duda, tanto para la correspondiente formación de la época como para orientar y dar base a nuestros rastreos actuales.

Este enfoque arranca, pues, de aquel contexto francés, en la charnela entre los siglos XVII y XVIII, que propició paulatinamente el establecimiento de determinadas líneas de fuerza en una particular historia (francamente contemporizadora) del marco estético-filosófico, en el que se iban a mover toda una serie de autores, pioneros en este tipo de reflexión, que colaboraron intensamente –diferenciándose y dejándose también influir– con otras figuras implantadas en el contexto inglés y alemán, las cuales determinaron las fases posteriores de la modernidad, en sus distintas versiones. Es decir, en la cadena de «las modernidades» que (pasando por aquel 1768) ha llegado hasta nosotros.

I. ENTRE LA RAZÓN Y EL SENTIMIENTO

Precisamente en el desarrollo pautado de la modernidad, hay que reconocer que la historia de la Estéticacorre en paralelo con la historia de la subjetividad. De hecho, la conciencia de una cierta ruptura con la antigüedad no deja de evidenciarse en los fundadores de la Estética como moderna disciplina filosófica. De ahí que uno de los problemas fundamentales de esta disciplina académica –desde los inicios del siglo XVII hasta finales del siglo XIX– resida precisamente en cómo conciliar la creciente subjetivización de lo bello con la exigencia de criterios que respalden, de algún modo, las relaciones con una compartida objetividad, es decir, con el mundo.

Piénsese que si la estética moderna es ciertamente subjetivista (toda vez que funda lo bello sobre las facultades humanas, bien sean éstas la razón, el sentimiento o la imaginación), no por ello deja de auspiciar la vieja idea de que la obra de arte es, de algún modo, inseparable de ciertas formas de objetividad.

Tales referencias son las que desaparecen en la estética contemporánea: no existe ya un mundo objetivo, unívoco, evidente y común, sino más bien nos enfrentamos a toda una pluralidad de mundos, particulares a los respectivos artistas. Así, del subjetivismo moderno nos hemos ido decantando progresivamente hacia el individualismo contemporáneo. La obra de arte no es ya, pues, espejo de un mundo, sino más bien se transforma en creadora de mundos plurales, en cuyos entramados y repliegues anidan y se mueven las experiencias vividas por los sujetos. Es decir, que a través de la creciente subjetivización del mundo –propia de la estética moderna– se ha llegado, en esta aventura, a la disoluciónretirada-obsolescencia del mundo (Weltlosigkeit), para convertirse ésta en uno de los rasgos imperantes en la contemporaneidad, junto con el culto radical a la idiosincrasia, a la individualidad. La obra de arte, al fin y al cabo, es así planteada y entendida como una evidente y expresiva prolongación del sujeto.

De este modo, aquella polémica y decisiva opción radicalizada, que toma cuerpo en la crítica mundana del siglo XVII francés y del XVIII inglés, según la cual lo bello es tarea del gusto –que abre de par en par las puertas de la modernidad, para convertirse luego en reiterado tópico–, es ahora, si miramos a nuestro alrededor, en esta charnela entre los siglos XX y XXI, cuando, finalmente, puede decirse que se ha convertido en auténtica realidad, justamente a través del perspectivismo, la fragmentación, la transvisualidad y el nomadismo tan potenciados en la posmodernidad, que ya hemos dejado también tras nosotros. Hoy las obras ya no aspiran a representar el mundo, sino que, más bien, encarnan en sí mismas el estado de las fuerzas vitales de sus creadores, lo que da lugar –como nómadas sin cosmos unitario– a pequeños mundos «perspectivos». Estamos, así, de hecho, instalados –etimológicamente– en un ámbito trenzado de inter-subjetividades.

Tal proceso, que afecta plenamente a la cultura contemporánea, encarna y es fruto lejano y paradigmático de aquella histórica y compleja revolución del gusto a la que estamos asomándonos. Y, sin duda alguna, la historia de la Estética ha sido el escenario privilegiado de los múltiples avatares desarrollados por esa creciente y compartida subjetivización, que ha cruzado la historia.

Aquí, llevados por el contexto disciplinar y académico que nos ocupa, nos vamos a interesar concretamente por los orígenes de ese imperativo del gusto, que afectará decididamente, como mutación radical, al modo de entender la categoría de lo bello en su relación con el arte.