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Gaia, o Demeter, la Tierra, la Madre Naturaleza, se ha cansado de las mujeres y de los hombres.
Va a iniciarse una Gran Extinción.
Empezará en el Mediterráneo, en la isla de Mallorca, y después se extenderá a todo el planeta.
En un pueblo pesquero del Levante de la isla Odisea Pascual será testigo del comienzo de la Catástrofe mientras trata de poner en orden su vida.
Al mismo tiempo el biólogo Pere Quetglas investiga en el Oceanográfico de Valencia un ejemplar de Rizosthoma que ha alterado su código genético debido a un vertido de Endosulfan sobre un campo de estróbilos.
Sobrevivir a la Extinción de la Humanidad no será más que una afortunada casualidad.
J. P. Johnson vive en la isla de Mallorca. Ex-guardaespaldas de autoridades militares y broker de bolsa, actualmente se dedica en exclusiva a la literatura. Es autor de las célebres sagas El Quinto Origen, La Venganza de la Tierra y El Diablo sobre la isla, además de la serie de autoayuda Sí, quiero. Sí, puedo.
Website: pontailor2000.wixsite.com/jpjohnson
OTRAS OBRAS DE JOAN PONT DISPONIBLES PARA KINDLE
FICCIÓN
Serie El Diablo sobre la isla
1-El Diablo sobre la isla.
2-Venganza
3- Perros de Guerra
Benet. Jamm Session. (La primera entrega del detective Toni Benet)
NO FICCIÓN
Sí quiero. Si puedo. Cómo escribir tu primer libro y publicarlo online.
LIBROS EN KINDLE CON EL PSEUDÓNIMO J. P. JOHNSON
Serie El Quinto Origen
1-Stonehenge
2-Nefer-nefer-nefer
3-Un Dios inexperto
4-El sueño de Ammut
5-Gea (I)
6-Gea (II)
Serie La Venganza de la Tierra
1-Mare Nostrum
2-Abisal
3-Phantom
4-Un mundo nuevo
5-Ultra Neox
6-Éxodo.
Glaciar. (A kilómetros de profundidad, bajo el hielo de la Antártida, hay algo que acabará con el futuro del planeta)
RESEÑAS EN LOS MEDIOS DE COMUNICACIÓN
J. P. Johnson matiza sus declaraciones a la revista Rolling Stone: "Dije que todas mis novelas incluían una banda sonora porque me daba la gana. De acuerdo, fui bastante engreído y me arrepiento de ello. Hay mucho más que eso, como ocurre con todas las cosas de la vida. En demasiadas ocasiones el novelista se siente atado por la adustez de las palabras, su falta de "espíritu vital". Creo que esto no les pasa a los poetas. Siempre concibo mis obras para ser leídas mientras se escucha música. Es el complemento de las palabras, su alter ego. Esto es lo que quería comentar al respecto."
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MARE NOSTRUM
J.P. JOHNSON
Título: La venganza de la Tierra, Mare Nostrum.
Copyright © J.P. JOHNSON/ JOAN PONT [2016]
Reservados todos los derechos.
Para Mamen
INTRODUCCIÓN
Si se va, desde el aeropuerto de Son Sant Joan hacia el sudoeste de Mallorca a través de la carretera Ma-15, te encaminas hacia la zona de las playas de Levante. El trayecto es de poco más o menos una hora. Cuando se ha llegado a la mitad de la circunvalación que rodea el pueblo de Sant Llorenç d’es Cardassar se toma la carretera comarcal de Son Carrió, que discurre entre estrechos bancales de piedra y campos de almendros e higueras sobre un suelo de opaca redzina. Transcurridos quince kilómetros se llegará a S’Illot, un lugar pequeño y remoto donde hoy, con motivo de las fiestas patronales, sobre un exiguo escenario montado frente al puesto de la Cruz Roja, actuará el grupo de rock catalán Sau. Mientras arrecian sobre el fuerte calor los estridentes cantos de los grillos ocultos bajo las piedras y los mosquitos zumban inmisericordes, va llegando la gente. Desde Son Servera, Son Carrió, Manacor y Sant Llorenç, los coches son aparcados en las pedregosas cunetas de los trigales de la finca de Balàfia, en la carretera principal. Allí el centro de la carretera se convierte en una corriente humana sobre el agrietado macadán. La gente nota progresivamente en el estómago el molesto prurito del descubrimiento, llegan hasta la entrada del núcleo, pasan junto a los restos prehistóricos, donde este verano potentes focos iluminan los altivos bloques de piedra hasta muy entrada la noche a causa de la nueva excavación y recorren brevemente la calle Talaiot en dirección al puesto de socorro. Algunos bajan hasta la playa y se mojan los pies, y los previsores llevan toallas y cervezas y botellas de vino y se sientan a contemplar la luna que, llena, lo tiñe todo de un aura de plateado misterio. Otros doblan a la izquierda y continúan hasta el pinar; allí, cuando se termina el pavimento y las rotas baldosas se mezclan con la arena terrosa cambian el sentido de la marcha, ya que el pinar, solitario y profundo, inspira a las gentes un miedo ancestral, inevitable.
Deshacen el camino dirigiéndose hacia la derecha hasta que llegan ante el viejo puesto de la Cruz Roja y se encuentran con la estampa de dos jóvenes sentados frente a la fachada en sillas de plástico amarillento. Van vestidos con el mismo uniforme, el chico sin pelo en la cabeza, apoyado sobre las patas traseras de la silla y mirando con aire ausente hacia la miríada de estrellas que pueblan el cielo; la chica, de rostro ancho y melena rizada y de oro, de ojos color del alga del fondo del mar, levanta la mano derecha y se cubre continuamente la garganta.
Por encima de todo aquello flota un aire de decadencia sutil y difícil de olvidar.
La verbena empezará de un momento a otro.
¿Por qué Dios había de destruir lo que creó?
El día que empezó todo, o uno de ellos, cierta madre tiraba de un niño llevándolo casi en volandas, fuertemente asida su resbaladiza mano. Caminaban con torpeza sobre las pequeñas e inconstantes dunas de arena. Se hallaban en un extremo de la pequeña y recatada playa de s'Illot, junto a la rada del antiguo puerto, ahora en desuso. Hacía mucho calor, el sol golpeaba con furia sobre las calles y hasta las piedras más pequeñas arrojaban sombras en el suelo. La mujer cogió al niño por debajo de las axilas y lo aupó dejándole de pie sobre el muro de hormigón que delimitaba la playa; después ella se sentó sobre el muro, levantó sus piernas y las traspasó.
-No las toques, te lo dije, mira que te lo dije, que no tocaras las medusas ¡Ahora no llores, por tonto!
Las baldosas cerámicas del paseo resultaron muy frescas en comparación con la abrasadora arena, así que aceleraron el paso. El niño, al ver su objetivo, que era el puesto de socorro de la Cruz Roja, plantó sus pies con determinación e inició un llanto quedo, como un maullido.
-¿Y ahora qué te pasa? ¡Qué camines, te digo! ¿Por qué tienes que estropearlo siempre todo? ¡Ay, qué me vas a matar! ¡Qué me vas a matar en vida!
La mujer tiraba del niño; sus pies rebozados en arena resbalaban sobre el pavimento. Llegaron así al viejo puesto de paredes desconchadas donde una socorrista se apoyaba en la fachada blanca justo en el centro de una gran cruz de un desvaído rojo mate. La mujer conocía a la chica. Se llamaba Odisea Pascual Vicenç. El puesto de primeros auxilios, sobre el que pesaba una orden de cierre desde hacía varios años debido a su poca actividad, consistía en una construcción cuadrangular de dos habitaciones. Sobre el tejado había una silla bajo una sombrilla azul que servía a los socorristas como torre de vigilancia. También había una escalera de mano en un lateral, desde la arena, para subir al tejado.
-Tocó alguna medusa -le dijo la mujer a la chica, jadeando y empapada en sudor, después de haber observado durante segundos unas marcas rosadas que le rodeaban la garganta -pero en las manos no tiene nada, ha sido en los pies y en los tobillos, se ve que pisoteó una que se había quedado en la orilla…
-Está bien, lleve al nene allí adentro, a la habitación de la izquierda… - le indicó la socorrista con esfuerzo. Llevaba el pelo rizado en compactos y pequeños bucles, a media melena; en el brazo izquierdo un gran tatuaje de Slash con la guitarra frente a la iglesia y el cementerio en November Rain1 , varios aros en las orejas, un short rojo y una camiseta blanca de algodón con las palabras “Cruz Roja Española”. -¡Miguel!- gritó a continuación. En el portal apareció un chico de semblante atezado y perplejo, el mismo uniforme que ella excepto en el calzado.
-Medusas, igual que los anteriores…
-Pasen - indicó el chico.
La habitación donde entraron estaba, como era usual, alicatada hasta el techo. Pequeños azulejos blanco-grisáceos de quince por quince centímetros. La madre sentó al niño sobre una camilla tapizada de un gran lienzo de papel que crujió como hojarasca seca. Ambos iban embadurnados en protector solar y sus pieles refulgían con el sudor.
-Solución salina, nada más, Miguel, ya sabes…- matizó la chica, que había entrado tras ellos, su voz apenas un hilillo.
-Vale, no te preocupes.
La madre del niño empezó entonces a despotricar presa de los nervios.
-¡Deberían hacer algo! El ayuntamiento, digo. Todos los años lo mismo ¡ Alga y medusas! !Alga y medusas…! A éste cada año le pican las medusas, no falla.
El chiquillo, sintiéndose aludido, hacía mohines arrugando el papel de la camilla que se despedazaba entre sus dedos.
- ¡Aunque nunca habían aparecido tantas como ayer y hoy…! Y lo del alga sin retirar sobre la playa… ahí, esos apestosos montones pudriéndose al sol… ¡Nadie lo entiende, solo los dichosos ecologistas!
De repente, como si correspondiera una acotación teatral, Odisea exclamó desde la entrada:
-¡La posidonia evita que el mar arrastre la arena, señora…!. ¿Es que es la única que todavía no lo sabe? - y ambos, la mujer y Miguel, arrodillado a los pies del niño, la miraron. La hallaron, sin embargo, y a pesar de aquella súbita e inesperada reacción, ajena a todo, contemplando el suelo, con aspecto de reconcentrado dolor y agotada por el esfuerzo. La cabeza afligida como si estuviera totalmente orgullosa de su tortura y un rubor tan feroz como una hemorragia subiéndosele a la cara.
-¡Sí, lo sé niña, pero eso… eso son cosas que no se ven! - respondió la mujer, buscando en la mirada de Miguel un matiz de complicidad, pero al observar de nuevo la entrada Odisea ya no estaba allí, había vuelto a salir al paseo; se había apoyado en el mismo sitio de antes, la espalda contra el carmesí de la cruz pintada, los ojos cerrados acompasando la aparición de la incipiente luna. El aire ahora se había vuelto extremadamente seco y enardecido.
La mujer dijo a continuación, temblándole el labio inferior:
- Leí aquel folleto, el que repartisteis la semana pasada, ponía que no se debe lavar la zona donde han picado las medusas con agua dulce ni limpiarla con la toalla ¿Lo hice bien?
-Sssshhh, ¿no vas a llorar más, verdad? - Miguel pellizcó con ternura la mejilla del niñito antes de responder. - ¡Sí, así es, lo ha hecho de maravilla! No tiene mayor importancia… -. Levantándose del suelo ajedrezado dejó la riñonera en el interior del lavabo - Repartimos aquellos folletos porque intuimos lo que pasaría, que aparecería tarde o temprano un gran cardumen de medusas y así ha sido. Es por las altas temperaturas del agua del mar este verano, y por los pesqueros italianos ilegales que esquilman a los bancos de atunes. Los atunes son uno de los pocos depredadores de medusas del Mediterráneo…
De pronto la mujer se acercó mucho a él, obligándole a vacilar.
-Oye, la chica…, la rubita… - le susurró, señalando con su ondulada barbilla hacia el paseo. - Me da una pena…. Hoy es el día, ¿no?
-Sí, hoy es el día… - corroboró Miguel, centrado en una pompa de jabón desprendida de sus manos.
Odisea continuaba fuera, apoyada en la pared del puesto, con las muñecas llenas de pulseras y unas horribles marcas en la garganta. Derrochadora por naturaleza, pensando siempre no más lejos que diez minutos hacia adelante, todo el día se había sentido como en una barca, flotando siguiendo su propia deriva.
-¡Adiós, cariño! - La mujer y su hijo pasaron a su lado encaminándose hacia el final del paseo. Odisea los observó alejarse durante unos instantes (el niñito tenía el semblante enfurruñado, miraba al suelo encorvando los hombros y venciendo los brazos) después se dirigió al interior del puesto; le dolían mucho las piernas de estar tanto de pie.
Entró en la sala de las taquillas, abrió la suya, hurgó durante unos segundos en su bolsa del ejército francés y sacó dos comprimidos de Diazepan y una botellita de agua. Se quedó mirando las pastillas durante un rato sobre la palma de su mano antes de metérselas en la boca con un gesto férreo.
Después se dirigió a la sala de curas, donde halló a Miguel cerrando las persianas del gran ventanal de la parte trasera y provocando que el ruido de las olas, ahora apenas una caricia en la arena, muriera del todo junto a ellos. El puesto de la Cruz Roja se cerraba cada día a las ocho de la tarde desde hacía dos años. Antes había habido guardias nocturnas, pero acabaron deviniendo una continua fiesta, así que Juan Carlos, el Delegado, había tenido que tomar medidas.
-¿Qué le pasaba a ese niño? Parecía haber envejecido veinte años de repente… - preguntó desde la penumbra junto a la camilla; a continuación se tambaleó levemente.
-En principio solo ha sido una picadura más de medusa…. - respondió Miguel. - Debería recuperarse enseguida… De todas maneras voy a llamar a la Sede de Palma para informar de la virulencia de esta plaga. No es normal, no, treinta y ocho casos en un solo día… ¡me siento extenuado! Alguien tendrá que ir a buscar material… - se apoyó en el quicio de la puerta por la que se disponía a abandonar la habitación, pero parecía que algo le impedía soslayar la fantasmagórica compañía de Odisea. - ¿Crees que habría que recoger muestras? La verdad es que no tengo ni idea de cómo se comportan esos bichos…
Ella repuso, con aire de absoluta ausencia: -No lo sé… yo…. la verdad es que me da igual ¿sabes?
Miguel se quedó mirándola, pensativo y sudoroso. La atmósfera en el interior de la habitación rápidamente se volvió asfixiante y sumaria sin el frescor de la brisa. Así era cómo se encontraban el puesto por las mañanas, empantanado en olor a medicinas, humanidad y lejía.
-Déjame que te desinfecte esas heridas del cuello… - le suplicó, con esfuerzo.
-¡No tienes que hacer nada! - gritó Odisea. La noche anterior había intentado ahorcarse en el garaje de su casa y como recuerdo ahora presentaba dos líneas oscuras recorriendo diagonalmente su garganta. -¡Maldita sea, aquí no se puede estar de calor! -Se dirigió al ventanal y empezó a girar la aldaba de la persiana con fruición (había que accionar repetidas veces el mecanismo, revestido de un cuerpo de una pétrea coraza de óxido), empujó fuerte cuando notó el cerramiento liberado, así que las dos hojas golpearon la pared exterior con violencia penetrando de nuevo el amoniacal efluvio de la posidonia muerta. Inhaló de manera tan profunda que pareció que los ojos se le iban a salir de las órbitas y el pecho le dolió con fuerza. A continuación, levantando las bronceadas piernas, se sentó sobre el alféizar. Miguel la contempló durante unos instantes y luego miró más allá de su cuerpo hacia el horizonte y el mar que se fundían en un solo plano, liso y ascendente, antes de dirigirse a la otra habitación.
Cinco hombres, el juez de guardia de Manacor, su ayudante y tres guardias civiles, aguantaban su incomodo bajo el sol a diez kilómetros de S’Illot, en un lugar llamado Port Verd. Soplaba una breve brisa del norte con ínfulas de Tramontana, pero sin conseguir rizar las olas que zarandeaban el cadáver que flotaba a sus pies, pegado a las rocas.
-Deberían sacarla de ahí cuanto antes mejor; si no, no va a quedar nada… - dijo el guardia obeso. Fue terminar de decirlo y resoplar, como escupiendo hacia el viento el amargor en la garganta. Y, como oyéndole, una nube parduzca de cientos de pececillos transparentes, tantos que producían sombra en el suelo arenoso, surgió de debajo de unas rocas y se acercó al cadáver metamorfoseándose en caprichosas formaciones; sin embargo inmediatamente la nube ignoró el manjar de carne blanquecina y se alejó, volviendo a su refugio.
-¡Ahí están, por fin! - exclamó de pronto el juez con la chaqueta de la americana pendiendo del dedo índice tras su espalda, señalando con la carpeta hacia las figuras que se acercaban sobre el sendero de arena. La cinta de no traspasar la habían atado de manera burda entre dos matojos de hierbas resecas. -¡Agente! ¡Agente! ¡Hágase cargo, por favor!
Por ahí venían bajo el sol tres empleados de la funeraria de Manacor. Llevaban entre dos una camilla con la tela anaranjada y el otro, además, portaba tres artefactos pendiendo de varias correas en la mano. El cabo de la guardia civil explotó en una ira incontenible en cuanto se hallaron al alcance de su voz.
-¡Me cago en mi puta madre! ¡Casi una hora para conseguir una dichosa camilla! ¡Esta sí que me es buena!
-¡La camilla la tuvimos enseguida! - respondió uno de los hombres pasando por debajo de la cinta policial, para después aplacar el tono, ignorar al guardia y murmurar: - Lo que no encontrábamos eran las máscaras de protección…
-¡Pues haber preguntado! - le interrumpió el guardia. -No os harán falta, no huele nada de nada; lo que no deja de ser algo muy raro…
Dejaron la camilla sobre la arena y, empecinados, se pusieron las máscaras. Los restos pertenecían a una mujer joven que llevaba muerta como mínimo una semana. El ayudante del juez no dejó de tomar fotografías durante el rescate que, en contra de lo previsible, no fue nada dificultoso, el cuerpo no se desmembró al sacarlo del agua como ocurría siempre.
A las siete y media todo había concluido; el cadáver fue trasladado al tanatorio del cementerio de Manacor para practicarle la autopsia. El cabo de la Guardia Civil inició enseguida los procedimientos para rastrear en los archivos de desaparecidos de España y de Francia, ya que no era extraño que los ahogados en la Costa Azul aparecieran en aguas de las Baleares al cabo de varios días. Era increíble la velocidad a la que navegaba un ahogado en alta mar.
He aquí el individuo. El culpable, si cinco mil millones de muertos buscasen venganza. Se llama Rotger Servera. Desciende de su automóvil frente a la Autoridad Portuaria de Barcelona y, despacio, camina hacia la entrada. Sus pies dibujan ondas en los soñolientos charcos de rocío. Ficus antiguos, gigantescos, con el tronco curtido como la piel de un reptil, han reventado la acera. Este no es un amanecer más de Diciembre, lleva consigo el gusto de la promesa.
¡Oh, Dios, cariño, vamos a tener un bebé…!
En su mente no para de danzar el anuncio de Gemma, su mujer.
¡Un hijo…!
¿De verdad va a ser padre? En algunos momentos Rotger teme que no sea más que un sueño, que cualquier nimio gesto, el lejano ruido del tráfico o una simple palabra que surja de su boca le obligue a despertarse y regresar, volver a todo lo anterior…
Mientras camina recuerda lo sucedido una vez más: su mujer y él han subordinado durante diez años la búsqueda de los hijos al ascenso de ella como directora nacional del Deutsche Bank y después, a la hora de intentar fundar una familia… únicamente la frustración. Gemma tuvo un aborto voluntario a los diecinueve años, antes de conocerse, algo que no tiene nada que ver, naturalmente, pero que en los últimos días se ha hallado siempre bajo la superficie, a punto de aflorar. Hablaron una vez sobre el tema y no volvieron a mencionarlo, pero había reaparecido de improviso dos meses atrás, cuando ya las posibilidades de engendrar un hijo de forma natural parecían agotarse definitivamente.
“La culpa es mía… ¡Aquel maldito aborto…!”
La frase lapidaria la había pronunciado Gemma en el interior del taxi de vuelta a casa tras una cena en casa de su adjunta en el banco. Aquella noche algo parecía haber saltado en su interior, alguna intuición arrasadora.
Y la siguiente frase que ella articuló había sonado mucho peor, igual que una sentencia condenatoria, mientras Rotger estaba abriendo la puerta blindada de su ático: ¿Por qué no te buscas a otra que te pueda dar hijos…? le lanzó, con su abundante cabello pegado a la cara, antes de entrar y encerrarse en el dormitorio. Realmente los médicos no habían hallado hasta el momento una causa concreta por la que Gemma no conseguía quedarse embarazada, pero desde entonces apenas se habían hablado, y los días parecían un pozo sin fondo…
A pesar de todo, mientras el espeso vaho de su boca precede su figura, Rotger pugna por ahuyentar los malos recuerdos que aguijonean su mente. A su espalda el mar del color del plomo y la claridad abriéndose paso en el horizonte se unen sin junturas. Se asegura a sí mismo, una vez más, que todo va a cambiar a partir de ahora, y que todos los esfuerzos van a llevarles indefectiblemente a buen puerto.
Las cosas no habían sido nada fáciles. Tras agotar sus cuatro oportunidades para la inseminación artificial en el hospital La Fe de Valencia, uno de los mejores centros de reproducción humana de España, habían iniciado, sin tomarse ni un respiro, una serie de tres ciclos de micro inyección intracitoplásmica. La barriga de Gemma empezaba a parecerse a una de esas paredes ametralladas de las ciudades en guerra; se inyectaba cuatro dosis de hormonas liberadoras de gonadotrofinas al día y, debido a alguna extraña reacción alérgica, cada pinchazo le producía un derrame vascular de un centímetro y medio de diámetro.
Por fin, después de la última transferencia embrionaria, sonó la llamada cuya espera les había impedido dormir en toda la noche. Se hallaban los dos en el interior de su coche después de almorzar en el Station Barcelona y antes de que pudiera darse cuenta, Gemma ya le zarandeaba entre grandes aspavientos.
“ ¡Cariño…! ¡Cariño…! ¡… Padres! ¡… Padres! ¡… Padres!”
Mientras saluda sin contrapartida al bedel de la torre de control de Capitanía Marítima Rotger rememora aquellas escenas con todo lujo de detalles: el momento, la llamada, los zarandeos de Gemma; a continuación, tras subir al cuarto piso por el viejo ascensor Otis, recorre con su mirada las veinte mesas del departamento de Inspección. Busca los ojos de los ocho ingenieros e ingenieras navales que las ocupan en aquel momento del día, todos Técnicos Competentes en Inspección de Buques, pensando qué hacer; sin embargo enseguida decide no dar la noticia a ninguno de ellos, se siente poseedor de un gran secreto que le otorga una fuerza inusitada.
Se acomoda en su silla, satisfecho, y palmea el trabajo que le ha preparado el bedel para aquella mañana, cincuenta y seis Declaraciones Generales del Capitán con sus correspondientes listas de tripulantes. El montón de documentos le llega a la altura de los ojos. El puerto de Barcelona recibe un acumulado medio mensual de seiscientas setenta naves, clasificadas en car-carriers, carga (LO-LO), frigoríficos, graneleros, petroleros y superpetroleros, portacontenedores ( RO-RO), tanques y transbordadores. La Capitanía Marítima debe inspeccionar, como mínimo, el treinta por ciento del promedio anual del número de naves que entran en el puerto y la mayor parte de ellas acaban adjudicadas al departamento de buques de pabellón extranjero portadores de mercancías energéticas como crudo de petróleo, gasolina y gas natural, abonos tipo fosfatos y potasas y productos químicos, en el que se halla destinado Rotger desde hace seis años.
Pero antes de ponerse a trabajar con la primera de las Declaraciones levanta su teléfono y marca el número de Carlitos Salvador, su mejor amigo.
-¿Dígame?
- Carlitos, soy Rotger, escucha… esta noche venís a cenar, tú y Anita…
En el auricular hay unos instantes de silencio.
-¿Hoy? ¿En martes?
-Martes, miércoles… ¿Qué más da? Quedamos sobre las nueve y media.
-¡Maldición! - repone el otro. - Daría lo que fuera por saber qué llevas entre manos…
Rotger se ríe de manera sutil y cadenciosa, después se restriega la nariz con la manga, cuelga el teléfono y se dispone al trabajo; abrirá una a una las Declaraciones, ordenará los documentos en un montón y, sin apenas leerlos, estampará el sello con la palabra CONFIRMED garabateando su rúbrica a continuación.
-Veamos, el Botany Triumph, portacontenedores, el Ability, tanques, aceptado… el Mehmet Dalayli, portacontenedores, el Virgen del Mar, granelero… - tampona las Declaraciones con rutinaria cadencia, lejano, distante, pensando en mil cosas menos en aquellos aburridos certificados.
De repente, se detiene.
Algo le ha obligado a volver en sí desde la profundidad de sus divagaciones, una efímera señal de alarma normalmente indetectable, pero que ha accionado la parte débil de algún resorte que no ha tardado en saltar. Vuelve al montón de documentos ya aceptados y toma la primera Declaración, perteneciente al Botany Triumph. Los códigos internacionales marcan que se trata de un RO-RO, un portacontenedores, de veinticuatro años de antigüedad.
-¿Conoces el Botany Triumph? - inquiere a la inspectora de la mesa de enfrente. La mujer niega con la cabeza sin levantar la mirada. Rotger repasa la descripción de la carga del buque comprendiendo enseguida qué es lo que ha atraído la atención de su cerebro y disparado el resorte. El Botany Triumph transporta cien toneladas de Endosulfán.
-¿Qué es el Endosulfán? - se pregunta en voz alta. En la frontera de sus recuerdos inmediatos se halla hilvanada la impronta de aquel término, pero no consigue recuperarla por más que lo intenta. De pronto una voz al fondo responde: “¡Un insecticida organoclorado! ¡Está en alerta roja en Bruselas, pero aún no hay nada firme!”
-¡Gracias! - No sintiéndose, sin embargo, satisfecho, devuelve la Declaración del Botany Triumph a la montaña de documentos sin revisar colocándola al final. Mira hacia el exterior y se estremece al pensar en el frío que hará sobre la cubierta del remolcador del práctico del puerto. Dentro de una hora debe estar inspeccionando el petrolero Unique Sunshine.
Se levanta y se dirige a las taquillas, donde se enfunda unas botas de trekking Fal Chiruca y un impermeable amarillo con bandas reflectantes. Toma el casco también de color amarillo canario y sale a la fría llovizna del exterior.
Al cabo de media hora, en el interior del quinto tanque del Sunshine anclado frente a la bocana del puerto de Barcelona, se acordará de repente cuando, al golpear un gigantesco mamparo con una barra de hierro, un gran trozo de herrumbre desprendido casi le corta una pierna. De repente el cabo de ovillo de aquel recuerdo sobre el Endosulfán se ha deshilvanado dentro de su cerebro.
“Lo vi en un periódico la semana pasada, en el restaurante donde almorcé con mi padre…”.
Según aquel artículo un estudio de la Universidad de Granada había concluido que el cien por cien de las mujeres embarazadas del planeta tenía, al menos, un pesticida en su placenta, si bien la media se establecía en ocho clases distintas, y entre ellos el de mayor concentración era siempre uno etiquetado como…
“¡Endosulfán!”
-¿Realmente cree que este mamparo podrá contener el océano si se abre un boquete en el casco? - le grita al Capitán cuando ascienden de nuevo por las descabelladas escaleras del Sunshine, rabioso por el simple hecho de que su hijo, lo más deseado del mundo, la vida de su vida, se esté ya envenenando en el mismísimo vientre de Gemma.
-¿Contener el océano…? - musitará el hombre, perplejo, mirándole de soslayo.
“El Endosulfán es un plaguicida perteneciente al grupo de los organoclorados, dentro del subgrupo ciclodieno. Empezó a fabricarse en 1950 y rápidamente emergió como uno de los más importantes productos químicos usados contra una amplia variedad de insectos y ácaros en la agricultura y sectores relacionados. Actúa como veneno por contacto y a través del estómago; se usa en cultivos de vegetales, frutas, arroz, algodón, nueces de la India, té, café, tabaco y árboles para madera. También como preservante de ésta y para controlar la mosca tsé-tsé y las termitas. Uno de sus principales productores es la India, unas ocho mil toneladas anuales”
Los invitados ya se han ido, la cena ha resultado un éxito. Han anunciado el embarazo de Gemma, quizás de manera algo precipitada, a ocho amigos de su círculo más íntimo. Ahora Gemma ya duerme. Rotger ha salido a la terraza y se ha sentado junto a un rododendro de hojas de un verde esmeralda, en una esquina acariciada por una brisa salada y profunda, típica de las húmedas noches de invierno de Barcelona. En este momento está viendo la fórmula del Endosulfán en la pantalla de su portátil. A continuación aparecen una serie de horribles imágenes sobre los efectos del plaguicida en niños y adultos de la India y Pakistán. Levanta la vista y parpadea con furia. Desde aquella posición puede ver la mayor parte de los tejados de la Barceloneta. En el alto cielo vagan las luces de los aviones del Prat. A lo lejos, debido a algún incendio, se eleva una columna de humo figurándose contra la luz de la luna en un aire casi inmóvil. Inclina la cabeza de nuevo y sigue leyendo:
“…Un producto químico muy tóxico para prácticamente todo tipo de organismos. El metabolismo se produce rápidamente, pero el sulfato de Endosulfán metabolito oxidado muestra una toxicidad aguda similar a la del compuesto matriz. Existen numerosos resultados de pruebas sobre los efectos del Endosulfán y el sulfato de Endosulfán en peces e invertebrados acuáticos, causa problemas de desarrollo en anfibios, secreción reducida de cortisol en peces y problemas de desarrollo del tracto genital en pájaros”
-¿Y a nosotros? ¿Qué demonios nos hace a nosotros? - murmura en voz alta. Ahí está:
“El ser humano lo absorbe a través de la piel. Los síntomas de envenenamiento incluyen hiperactividad, disnea, apnea, salivación, pérdida del conocimiento, diarrea, anemia, vómitos, insomnio, cianosis, formación de espuma en la boca, temblores, falta de apetito, disminución de la respiración, hematuria, albuminuria…” -la lista es interminable. Deja de leer, cierra el ordenador y se dirige hacia el dormitorio. Ya ha tomado su decisión: El Botany Triumph no entrará en el puerto de Barcelona mientras él pueda evitarlo.
A primera hora del día siguiente el operador de radio transmisiones de la autoridad portuaria iniciará el siguiente mensaje de texto en su teclado a petición del técnico de inspección Rotger Servera: PORT AUTHORITY OF BARCELONA TO CONTAINERSHIP BOTANY TRIUMPH. REFUSED. IMO DANGEROUS GOODS NOTE AND CONTAINER PACKING CERTIFICATE DECLARATION PENDING. REFUSED.
Inmediatamente después el hombre establecerá una radiocomunicación en la banda marítima de VHF articulando los códigos de llamada de nivel tres, empleados para transmitir mensajes relativos a la seguridad de la navegación o avisos meteorológicos importantes:
-Botany Triumph. Securité, securité, securité. Delta Echo Barcelona.
Al no haber respuesta lo repetirá a los cinco segundos.
-Botany Triumph. Securité, securité, securité. Delta Echo Barcelona.
La respuesta continúa sin llegar, pero ello es hasta cierto punto normal. Su consola marca las 09:00 AM. Todas las estaciones base y los barcos están obligados a guardar absoluto silencio durante los minutos 00 a 03 y 30 a 33 de cada hora, minutos destinados exclusivamente a la observación de las bandas y de la frecuencia de socorro por si algún navío estuviera pidiendo ayuda a baja potencia y su llamada se solapara entre el maremágnum de comunicaciones.
Por fin, responden:
-Delta Echo Botany Triumph.
-Barcelona - articulará el operador - Tengo mensaje que transmitirles. Cambien al canal 10. Kilo - Ha visto que están hablando por el canal 16 a 2,182 kilohertzios. Éste debe utilizarse únicamente para llamadas de socorro bajo amenaza de fuertes multas, aunque el operador de base nunca podría ser sancionado, pero se siente en el deber de predicar con el ejemplo. Cambiará de frecuencia y transmitirá algo que truncará el destino de muchas personas:
-Delta Echo Barcelona. Mi mensaje es: rechazada solicitud de entrada en puerto. Kilo.
PORTACONTENEDORES BOTANY TRIUMPH. MAR MEDITERRÁNEO. 6 DE DICIEMBRE
Latitud N39.4163”
Longitud E6.5146”
En alta mar un intenso chirrido había empezado a llenar el helado vacío. Eran las dos de la madrugada. El chirrido pertenecía a una grúa hidráulica situada en la cubierta de popa, con capacidad de trabajo de hasta cuatro mil kilos. La estaban usando para lanzar fardos repletos de sacos de Endosulfán al mar. Hasta aquel momento el portacontenedores Botany Triumph navegaba a una velocidad aproximada de quince nudos en dirección al puerto de Barcelona transportando en sus bodegas toneladas de zapatos, todoterrenos Tata y material informático que serían distribuidos por toda Europa desde la península ibérica, y varios contenedores repletos de miles de sacos de Endosulfán con destino a erradicar las plagas en las interminables plantaciones de tomates de los invernaderos de la región de Murcia, donde sería asperjado por trabajadores subsaharianos bajo un hermético mar de plástico a más de treinta grados de temperatura, una tarea realmente dura e insalubre. Después el barco llenaría sus bodegas con nuevos contenedores de piel acabada, componentes, maquinaria y productos químicos para la pujante industria india del calzado. Y además de ello el Botany llevaba hacinados en sus bodegas a ciento veintitrés hombres hindúes de la casta Dalit, considerados por sus compatriotas tan bajos como el excremento, algo fuera del cuerpo del Brahma.
De repente una figura de barba blanca, portes aristocráticos y gorra de plato apareció junto a la amura del puente. Era el capitán Elew Ibrahim, un egipcio apodado en los círculos marítimos internacionales como “the Wolf”. Para el hombre aquellas cien toneladas de pesticida que había ordenado lanzar al mar no significaban más que una pérdida ínfima comparada con los pingües beneficios que iba a percibir al desembarcar en Barcelona a los inmigrantes ilegales que viajaban en lo más profundo de la bodega, muy cerca de la sentina. En su mano derecha aún permanecía arrugada la hoja de papel en la que el operador de comunicaciones del barco había impreso el mensaje de la Autoridad Portuaria de Barcelona: “CONTAINER PACKING CERTIFICATE…”, lo que significaba que nos les concedían el Certificado de Cumplimiento. Dicho certificado era un documento exigido por el código IMDG para el transporte marítimo de mercancías peligrosas cuando constituían cantidades limitadas. Una treta magnífica de la Autoridad Portuaria, pensó el Capitán. El Endosulfán había sido prohibido en muchos países del mundo y se rumoreaba que dentro de poco también lo iba a ser en Europa. A la espera de la nueva legislación los técnicos de inspección marítima se cubrían las espaldas. De todas formas ya era demasiado tarde para cambiar algo. El capitán Elew había tomado su decisión: detener el barco, deshacerse del Endosulfán y enviar de nuevo la Declaración alegando que se había producido un error en la descripción de la carga.
-¡Cuidado! - Una ola llegó de improviso provocando que el barco se levantara por popa. Alguien lanzó un alarido desde la cubierta inferior, la ola había derribado a algunos marineros, pero sin lanzar a ninguno por la borda. Ahora entre restos de la nube de espuma todo volvía a la calma.
- ¿Ha habido daños? - inquirió a su lado el segundo de a bordo. El capitán negó con la cabeza. En el borde de la tercera bodega abierta en aquel momento se vislumbraba una gigantesca pila de bultos amontonados. Eran sacos de tejido de rafia tubulares, de boca y fondo cosidos, con una capa de laminación en el exterior. Junto a ellos aparecían sombras definidas por débiles linternas; habían abierto uno de los contenedores y amontonaban los sacos de pesticida sobre una red que luego sería izada por la grúa.
De repente el proyector que iluminaba la operación de descarga de los sacos rotó sobre sus herrumbrosos pernos y todo el escenario quedó sumergido en las sombras de la luna.
-¡Maldita sea, que alguien sujete ese proyector! - empezó a ordenar el segundo de a bordo, pero el chirrido de la grúa, que a un viejo marinero le recordaría aquellos antiguos y pesados pescantes cuando llegaban al final de su giro, sesgó sus palabras.
La operación de descarga y lanzamiento duraría hasta las seis de la madrugada.
Odisea miró el reloj de aluminio del puesto de socorro, señalaba las siete y veintiséis minutos de la tarde. Llevaba mucho tiempo pensando en aquel niño al que su madre había traído hacía una hora, en el semblante que tenía al marcharse, como si hubiera envejecido de repente, aunque de un manotazo ante la cara se obligó a olvidarlo. Tenía unas ganas tremendas de ir a su casa y darse una ducha pero Juan Carlos, el Delegado de Zona y los demás socorristas que habían salido con él en la zodiac se retrasaban. El puesto no podía cerrarse sin que el Delegado de Zona estuviera presente y hubiera pasado revista marcial a la limpieza y al perfecto orden y etiquetado de los materiales, pero Odisea esperaba a Juan Carlos por una razón muy distinta del mero hecho de que él fuera el jefe de puesto. El domingo pasado habían navegado los dos con la zodiac hasta el cercano puesto de Cala Millor, donde iban a llevar a cabo unos ejercicios de entrenamiento con sus socorristas. El trayecto bordeaba la costa del parque natural denominado Punta de n’Amer y duraba casi una hora. Todo había transcurrido con normalidad y a las cuatro y media de la tarde habían salido de nuevo hacia S’Illot, pero a la altura de la torre de defensa construida en el siglo XVII y conocida como Es Castellet el motor de la zodiac había empezado a ahogarse al acelerar. Juan Carlos lo había detenido enseguida y, con aires expertos, había empezado a desmontarlo. Odisea lo contemplaba sentada en el otro extremo de la embarcación, agotada de tanto día en el mar. Le había preguntado qué ocurría. “Tienen que ser las palas de la bomba del agua, porque el agua sale del orificio de refrigeración ardiendo, debe de haber una o dos palas rotas. Eso repercute en la temperatura del motor elevándola, así que tendremos que, primero, dejarlo enfriar y después intentar llegar a paso de tortuga, porque si lo fuerzo se trincarán los pistones por dilatación y la hemos jodido” había contestado él. Cuando terminó de hablar hacía siglos que Odisea no le escuchaba. De pronto se había quitado la camiseta y los shorts rojos y se había lanzado al agua, de color azul índigo a esa hora del atardecer. El sol poniente tocaba ya la línea del horizonte. Después de bucear durante unos segundos gozando como una loca de aquella sensación de gloria refrescante, había emergido escupiendo agua y mocos, justo a tiempo para ver el cuerpo de Juan Carlos lanzarse de cabeza.
-¿Qué haces, tonto? ¡Nunca nos tiramos los dos al agua! - le había gritado cuando él emergió. Era un asunto de pura lógica. ¿Y si después ninguno de los dos conseguía subir de nuevo a la barca?
Juan Carlos se había reído con ínfulas de crío chico.
-¡Ja, ja, ja! ¡Es verdad, se me había olvidado!
Pero había dejado de reírse, se había acercado nadando hasta ella y la había besado de una manera tímida y apaciguada, lo que contrarrestó totalmente la pasión tan febril con que le había hecho el amor después, al subir precipitadamente a la barca. De repente se habían visto los dos como atrapados en una de esas máquinas de hacer ejercicio. Juan Carlos había eyaculado con rapidez, en una especie de clamor de autodefensa, pero Odisea no se había detenido hasta mucho más tarde, sudorosa e insatisfecha. Y ahora no podía dejar de pensar en la siguiente ocasión en que podría volver a hacer al amor con Juan Carlos, incluso había llegado a olvidar que estaba casado. Le había visto de nuevo, por supuesto, en las reuniones de la mañana y por las tardes al cerrar el puesto, pero no eran momentos para acercarse ni el lugar para tocarse, ni siquiera hablar.
Mientras tanto, sin que ella se percatara, su compañero Miguel había atendido cinco nuevos casos de picaduras de medusas en la habitación contigua, en principio todas sin aparente gravedad, solventadas con una solución saturada de sulfato magnésico en una solución de cloruro sódico en la proporción 3.5 gramos/100 mililitros, para desactivar los nidocitos.
No lejos de allí, al cabo de dos horas de haber abandonado el puesto de socorro, el niñito que había sido atendido por Miguel a causa de la picadura de una medusa se cayó al suelo a plomo en el salón de la casa de sus padres, en el pueblo de Son Carrió. La madre gritó y el padre gritó levantando su cuerpecito lacio de las baldosas, entonces el niño abrió de nuevo sus ojos, ahora furibundos e inyectados en sangre, atenazó la cabeza del padre con las manos crispadas y mordió con una fuerza descomunal su mejilla izquierda.
Algo más tarde la terrible y diabólica expresión de su mirada heló la sangre a todos los miembros de los equipos de emergencias que acudieron a la llamada de la madre.
Mientras tanto en S’Illot la playa se había vaciado, apenas algunas personas permanecían ya sobre sus toallas ante la puesta de sol sobre el mar encalmado y violeta, viendo amalgamarse el día y la noche sobre el agua, menguar la claridad y desaparecer las sombras, convertirse todas en una.
Odisea continuaba sentada en el alféizar de la ventana contemplando aquel paisaje, ajena a todo lo que no fuera su debacle interior y sin poder evitar preguntarse una vez más porqué estaba cayendo en esa espiral de dolor. Sin embargo, la razón latía palpable delante de sus narices: Su padre, Ernesto Pascual Melis, se había suicidado, ahorcándose, cinco años atrás, después de perder todas sus empresas y dejarlas en la ruina a ella y a su madre.
De pronto un rumor de voces elevándose sordamente entre el bordoneo de las olas la sobresaltó. Juan Carlos y otros tres socorristas venían concentrados y sudorosos transportando la zodiac desde el agua en dirección al garaje situado debajo del puesto. Habían tenido que salir con la lancha sobre las dos de la tarde para ayudar a la Guardia Civil a recuperar el cuerpo de un ahogado, una de las tareas que nadie deseaba que le tocara en suerte. Iban ya cinco cuerpos encontrados en lo que llevaban de semana flotando en el mar o junto a las rocas de los acantilados de la Punta de n’Amer, la reserva natural que hacía las veces de separación entre las playas de S’Illot, Sa Coma y Cala Millor. Todos los cadáveres eran recientes, cuatro hombres y una mujer, pero presentaban un extraño proceso de descomposición, un estado gelatinoso pero sin indicios de putrefacción que obligaba a los doctores del Instituto Anatómico Forense de Palma a devanarse los sesos sin haber hallado todavía una lógica demostrable. Tampoco habían sido mordisqueados por los peces, lo que añadía, si cabe, mayores enigmas a aquellos misterios.
Odisea se bajó de la ventana de un brinco y salió corriendo hacia el garaje del piso inferior. De repente se había puesto muy contenta.
Saltó de una vez los escalones que le quedaban hundiendo los pies en la arena y se asomó a la puerta.