Las calles - Varios autores - E-Book

Las calles E-Book

Varios autores

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Santiago es una ciudad irritada, dividida, llena de microconflictos, en la que la relación con los otros tiende a entenderse como un espacio de despliegue de fuerza, y la idea de la vida en conjunto y de lo común es muy vaga

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© LOM ediciones Primera edición, diciembre 2019 Impreso en 1.000 ejemplares ISBN impreso: 978-956-00-1234-0 ISBN digital: 978-956-00-1234-0 Todas las publicaciones del área de Ciencias Sociales y Humanas de LOM ediciones han sido sometidas a referato externo. Edición, diseño y diagramación LOM ediciones. Concha y Toro 23, Santiago Teléfono: (56-2) 2860 68 00 [email protected] | www.lom.cl Registro:412.019 Diseño de Colección Estudio Navaja Tipografía: Karmina Impreso en los talleres de LOM Miguel de Atero 2888, Quinta NormalImpreso en Santiago de Chile

Índice

Introducción

Capítulo 1 Calles divididas: lo común y el anonimato en Santiago de Chile

Capítulo 2 La calle y las experiencias de la desigualdad

Capítulo 3 El barrio alto

Capítulo 4 La pobla

Capítulo 5 El Metro

Capítulo 6 La mirada y la calle: sobre el ser y sentirse mirado (en menos)

Capítulo 7 Santiago y las mujeres jóvenes: del acoso callejero al goce en la ciudad

Capítulo 8 Sin prisa en la ciudad: la experiencia de las adultas mayores de sectores populares

Capítulo 9 Trabajar (en) la calle. Experiencia de comerciantes ambulantes en el centro de Santiago

Capítulo 10 Migrantes: estrategias de apropiación del espacio en el barrio Matadero-Franklin

Bibliografía

Introducción

Kathya Araujo

El ámbito de las interacciones ordinarias y cotidianas es un surtidor de primer orden de las experiencias sociales a partir de las cuales adquiere forma nuestro saber sobre lo social y nuestro saber-hacer en él, saberes que van a influir decididamente en las maneras en que percibimos lo social, nos orientamos en él, nos presentamos ante los otros, enjuiciamos nuestra sociedad o nos vinculamos (o no) al colectivo (Araujo 2009a). La importancia del ámbito de las interacciones ordinarias en el caso de Chile no puede ser considerada como una novedad, pues la esfera de las sociabilidades ha resultado siempre extremadamente significativa para definir los contornos de la vida social en las sociedades latinoamericanas de las que hace parte el país. Sin embargo, no cabe duda que las transformaciones de las últimas décadas, muchas de carácter global pero todas con textura local, han aumentado esta relevancia. La pluralización normativa y valórica, el debilitamiento del poder de las instituciones que históricamente tutelaron la población (la iglesia católica o la escuela, para mencionar dos), el aumento de las pretensiones de individualización y singularización de los individuos, las transformaciones de las asimetrías de poder y de las modalidades sociales de su gestión, la desconfianza institucional, entre otros factores, han aportado al peso que han adquirido las experiencias ordinarias y cotidianas de interacción con los otros y con las instituciones para la manera en que se habita lo social. Ante la confusa multiplicidad de versiones en circulación sobre lo que acontece en la sociedad o de la distancia descreída de las personas con las versiones oficiales, las experiencias en las interacciones ordinarias se constituyen hoy más que nunca en la materia prima principal a partir de la cual las personas tienden a producir el saber sobre la sociedad en la que viven. Es desde este saber que van a definirse sus trayectos, prácticas o posiciones, los que a fin de cuentas son los hilos desde los cuales se produce la vida social. Las experiencias corrientes, cotidianas, comunes, no son, pues, inocuas. Al contrario. El ámbito de las interacciones es hoy, por lo tanto, una dimensión destacada, la que al mismo tiempo que es particularmente expresiva de los rasgos estructurales de la sociedad, se constituye en la fábrica misma del entramado que adquiere ésta y sus derroteros.

Desde una perspectiva como la descrita, entonces, es fácil colegir que las interacciones cotidianas se revelan como un campo no sólo de conocimiento sino también de acción privilegiado para las tareas de democratización social indispensables para la sociedad chilena. Es en este ámbito donde se juega prioritariamente el destino de la recomposición de los principios de convivencia en los que se encuentra embarcada esta sociedad desde hace algunas décadas, como lo han mostrado estudios anteriores1. Finalmente, es en este ámbito donde se juega de manera importante la cualidad y el vigor del lazo social, esto es, la textura del enlazamiento entre los miembros de una sociedad, la que da cuenta de la modalidad en que se produce el colectivo. Resulta pues evidente que una intervención tal como es requerida para democratizar las relaciones sociales en nuestra sociedad sólo será factible en la medida en que, para empezar y de la manera más detallada posible, se puedan reconstruir y comprender las lógicas y mecanismos que gobiernan estas interacciones en las diferentes esferas en que ellas se despliegan. Este libro surge de esta convicción y pretende hacer una contribución a esta tarea. Intenta aportar a este empeño enfocándose, a partir de resultados de investigación empírica, en el estudio de uno de los dominios sociales menos investigados pero paradójicamente más relevantes a este respecto: la calle.

La calle

En su apasionado y vigoroso libro Muerte y Vida de las grandes ciudades (Jacobs, 2011), Jane Jacobs sostenía que las calles eran los órganos más vitales de una ciudad. Jacobs entiende que las calles no son sitios como tampoco extensiones, sino que en ellas se despliega un orden completo que se compone de movimiento y cambio, un ballet tan afinado como milagroso dado su carácter improvisado. Las calles ejecutan funciones, pues en ellas se despliegan lógicas de apropiación, modalidades de empleo, reglas de interacción, principios morales. Pero además, y esto es esencial, las calles, señalaba la autora, cumplen su papel de savia porque ellas son espacios de intercambio; porque son el escenario de la mixtura que está en la base de la vitalidad de la existencia urbana; porque son espacios para los aprendizajes de la civilidad y responsabilidad colectiva así como para la construcción de las confianzas en la distancia; y porque, en definitiva, son fuente de los lazos que permiten mantener cuidados y seguros a sus habitantes. Por supuesto, aunque la capacidad de cumplir todas estas tareas está en ellas potencialmente, no cualquier calle es capaz de encarnar estas bondades. Existen calles que cuidan y calles que amenazan; calles habitadas y calles desertificadas; calles que repelen y calles que acogen. Pero, sea cual fuere el caso y más allá de las diferencias, lo esencial para nuestro argumento es que las calles son siempre extremadamente ricas fuentes experienciales formativas de la vida social. La calle es un escenario privilegiado de nuestra vida cotidiana y ordinaria, y nuestra vida cotidiana es un surtidor de experiencias sumamente importante para entender lo social, como diversos autores lo han subrayado desde posiciones teóricas muy diferentes (Goffman, 2001; Schutz y Luckmann, 2003).

La calle, más allá de las modalidades y razones por las cuales se las transite o habite temporalmente (para actividades necesarias, opcionales, individuales o colectivas), permite satisfacer una necesidad básica y fundadora de la vida social, que es la necesidad de contacto de los seres humanos (Gehl, 1987), la que está en la base de la disposición de las personas a responder a las exigencias que les pone la sociabilidad (Goffman, 2007). En ella se condensa esa dimensión de la sociabilidad que, como ha discutido tempranamente Simmel, tiene su motor en la experiencia de placer y satisfacción primaria que de ella se extrae (Simmel, 1949). Es decir, en primer lugar la calle contiene una –aunque muchas veces irracional y pocas veces aprehensible no por ello menos perceptible– significación libidinal. Es la experiencia del placer contenido en sentarse en una banca en el parque en un día luminoso y cálido para ver pasar a las personas, aquel de detenerse ante unos cómicos callejeros, o, más simplemente, el de caminar entre otros absorbiendo la energía de la ciudad… y, claro, también su reverso.

En la calle, de otro lado, la ciudad se manifiesta y la vida social se expresa en su complejidad y en su corporalidad. Desde esta vertiente expresiva, la calle cumple funciones diversas, no sólo de esparcimiento sino también informativas y simbólicas (Lefebvre, 2003). En ella se hacen visibles los límites, las prohibiciones, las constricciones, al mismo tiempo que se despliegan prácticas singulares y plurales, ilegítimas y prolíficas (Certeau, 2000). En la calle se expresan, por poner sólo algunos ejemplos, las concepciones de lo bello o de lo solemne que priman en sus habitantes; las maneras en que se consideran unos a otros, si tienden puentes que los unan o murallas que los separen, o si aman los interiores o gozan de los exteriores; la repartición de los privilegios en esa sociedad.

Pero esa capacidad expresiva no conduce, ni debe conducir, a una visión estática de la calle. Lejos de ser un ente cristalizado, la calle es, en tercer lugar, laboratorio y fábrica de lo social. Este carácter se explica no sólo por su condición de flujo o su cualidad emergente, sino además porque en tanto espacio social ella no puede ser entendida sino como el resultado de un trabajo constante de producción. En cuanto espacio social, en ella se conjugan, como lo ha indicado con precisión Lefebvre (2013), representaciones del espacio (un saber constituido mezcla de conocimiento e ideología a partir del cual se imagina e interviene el espacio), espacios de representación (allí donde prima lo vivido, la pasión, la acción, la dimensión cualitativa, dinámica y fluida) y prácticas del espacio. La calle es el espacio privilegiado del encuentro con los otros y del despliegue de las interacciones que son constitutivas de la vida social. En breve, la calle es probablemente uno de los escenarios más ricos en los que ante nuestros ojos se desarrolla el espectáculo de lo social en operación. O, para tomar la feliz formulación de Delgado, allí donde nos es dado percibir y experimentar a «la máquina societaria sorprendida, de pronto, con las manos en la masa» (en Jacobs, 2011: 21).

De este modo, gracias a su significación libidinal, a su capacidad expresiva y a su carácter de fábrica y laboratorio de lo social, la calle, surtidora incansable de experiencias sociales, es probablemente uno de los espacios, sino el espacio más destacado de generación de saber sobre lo social y sobre la vida en común. Es una fuente de extraordinaria riqueza de aquel saber que interviene de manera decidida en los modos que toma nuestro «habitar lo social» (Araujo, 2009a).

Pero esta importancia se redobla si se tiene en cuenta que la calle está vinculada con la expectativa de ser el escenario privilegiado del mundo público. Si es cierto que lo privado y lo íntimo son tan sociales como la calle, pues ellos están tan impregnados de sus lógicas como ella, lo cierto es que en la imaginería individual y colectiva de nuestros tiempos la calle aún continúa siendo el epítome de la vida social. Lo es ya sea porque es el espacio de encuentro con los extraños, porque es concebida como un bien común, porque sus usos se reglamentan de forma diferencial respecto de aquellos que rigen los privados, o porque su densidad de acontecimientos y presencias resuena con la complejidad que se atribuye a la idea de sociedad. Sea cual fuere la razón, lo cierto es que la calle constituye un espacio que de manera privilegiada sirve como analogía de la vida social en su conjunto.

Todo lo anterior hace de la calle el espacio más común de los espacios comunes, un escenario especialmente destacado para el análisis de la sociedad.

El libro

Este libro tiene como objeto a las calles, entendiendo a estas como espacios urbanos comunes, espacios de acceso, uso y producción compartidos, constituidos por un conjunto de condicionantes materiales, fórmulas normativas, interacciones y sociabilidades. Un mundo de costumbres, cortesías, prácticas inter-relacionales, de encuentros aleatorios u organizados (Hénaff, 2016: 84). Zonas en general sustraídas a los derechos de la propiedad privada aunque puedan eventualmente ser resultado de emprendimientos privados (Schlack, 2015), y las que implican usos, experiencias y producciones comunes y simultáneas por parte de diferentes actores2.

Este libro se interesa por las calles de Santiago porque en ellas los individuos que las pueblan se topan con experiencias que van a influir de manera decisiva en dar contorno a la imagen de la sociedad en la que viven y, en consecuencia, a sus propias orientaciones y acciones en ellas. En esa medida se acerca a las interacciones, experiencias y estrategias que los individuos tienen al momento de poblar y transitar la calle, produciéndola y siendo producidos por ella, y a la forma y medida en que ello aporta a entender a la sociedad chilena actual: sus conflictos, sus heridas, sus lazos, sus lógicas. En un movimiento doble se busca indagar la manera en que los rasgos de la condición histórica actual se expresan en las calles, al mismo tiempo que establecer lo que la calle, a través de las experiencias que ella entrega, aporta a las formas en que se perfilan tanto las relaciones sociales como los individuos.

Este texto habla de las calles de Santiago desde ángulos distintos, pero con una misma sensibilidad. No sólo una misma sensibilidad teórica acerca del modo en que debemos entender la noción de calle y el peso de la experiencia en la vida social para el destino del lazo social y político, como lo hemos discutido, sino que el libro está atravesado por una preocupación por el destino de la experiencia de lo común en ella, y de la calle como espacio igualitario en Santiago de Chile. Por esa razón, los dos primeros capítulos tienen como objetivo acercarse a estos fenómenos en las calles (en el Metro, los barrios o en los trayectos de los viandantes), estableciendo conceptualmente los puntos de partida para abordar nuestro objeto de estudio, así como situando globalmente a la ciudad y a la sociedad en las que nuestros análisis se han desarrollado.

Ellos dan inicio a un recorrido por la ciudad que se prolonga con dos capítulos que en tensión uno con otro ponen en escena dos espacios antagónicos, dos Santiagos que coexisten pero que difícilmente se tocan. Por un lado, el llamado «barrio alto», la denominación usada por los santiaguinos y santiaguinas para definir a los barrios más pudientes, visto a través de una mirada que viniendo de la periferia de la capital se enfrenta por primera vez a una de las zonas más ricas de la ciudad. Por el otro, una población marginal al sur de la ciudad, conducidos esta vez de la mano de alguien que vuelve, ahora como observadora, a la población en la que vivió mucho tiempo.

Los siguientes capítulos se concentran en las circulaciones y dos de sus vehículos: el Metro y la mirada. A pesar de su aparente distancia, no sólo de objeto sino de tono –uno basado en un trabajo más etnográfico, el otro más categorial–, ambos tienen en común el ofrecer un análisis de lo que se juega en las circulaciones como experiencia y como intercambio, con todas sus ambigüedades y ambivalencias, para los transeúntes. Ambos, al mismo tiempo, se detienen o revelan la manera en que estas experiencias son expresivas de los conflictos y procesos que atraviesan la sociedad chilena hoy.

Los capítulos 7 y 8 se concentran en la especificidad de la significación que tiene la calle, así como en las maneras particulares en que las habitan dos específicos actores sociales. Siguiendo sus trayectos e indagando sus versiones sobre la calle, las valencias, los desafíos que enfrentan y las fórmulas para enfrentarlos, son dos las figuras analizadas en esta sección: la figura de las jóvenes universitarias y la, casi antagónica, de las mujeres adultas mayores pertenecientes a sectores populares.

El libro se cierra con un último conjunto de capítulos orientados a desentrañar la relación con la calle y los efectos para la calle de quienes la ocupan para trabajar en ellas. Con una especial sensibilidad por el hecho de que las calles son entes orgánicos maleables producidas al calor de los modos en que son habitadas por actores con historias propias, dos figuras son las protagonistas en estas contribuciones: la figura móvil pero ampliamente presente de los comerciantes ambulantes en el centro de Santiago y aquella de los inmigrantes (peruanos, dominicanos, haitianos) en una de las zonas comerciales más tradicionales de la ciudad: el barrio Matadero de Franklin.

Este libro es una invitación a recorrer con nosotros las calles de Santiago. Esta invitación es a un recorrido necesariamente incompleto, inevitablemente parcial, lo sabemos, pero está movida por la voluntad de presentar las calles desde la perspectiva de sus cualidades particulares y lo que ellas aportan para construir la imagen de un Santiago caleidoscópico. De interrogar el multifacético universo de las calles santiaguinas para echar luz, simultáneamente, sobre la singularidad de los trayectos, las sociabilidades, los personajes y las interacciones que las trazan; sobre las maneras violentas, gozosas, retraídas o expansivas de habitarlas; pero, también, sobre lo que transversalmente las afecta: fenómenos estructurales y relacionales que trastocan la experiencia de lo común; fórmulas coercitivas que amenazan la libertad en su tránsito; fenómenos de desigualdad en las interacciones que socavan las relaciones sociales y el enlazamiento social.

Este libro es un híbrido. Construido y producido con la misma expectativa de unidad y plan de escritura como lo sería un libro de autor, responde sin embargo a responsabilidades autorales individuales en cada uno de los capítulos. El «aire de familia» que lo recorre, parafraseando a Monsiváis, tiene dos fuentes. Por un lado, un largo y denso proceso de discusión e intercambio teórico y analítico que se inició en 2016 y se prolongó hasta finales de 2018, y que tuvo como foco principal la producción de este trabajo. En él y de manera decidida se involucró el equipo de investigación que sostiene este trabajo con una confianza y un entusiasmo por este proyecto, primero intelectual y luego editorial, que me es indispensable reconocer y agradecer profundamente.

Por otro lado, el parecido de familia reside en que todos los textos cuentan como base troncal con los resultados de una investigación que bajo mi dirección se desarrolló a lo largo de 2016, en la que, en diferentes funciones, participaron todos los autores y autoras de los capítulos de este libro.

La investigación, cuyos resultados son transversales a este texto, estuvo destinada a aprehender los modos concretos que las personas despliegan cotidianamente para habitar la calle3. El trabajo de terreno se desarrolló exclusivamente en el Gran Santiago y se organizó por medio de dos modalidades de trabajo etnográfico: una basada en la observación participante y la otra en la técnica que denominamos observación participante de segundo orden.

La observación participante tuvo como fin rastrear las interacciones sociales cotidianas en la calle. Se focalizó en cinco áreas: parques, barrios comerciales y bohemios, transporte público (Metro y buses), avenidas y ejes de confluencia. Un grupo de seis observadores y observadoras se enfocó cada cual en un tipo de área por un periodo regular de seis semanas, con tres registros semanales de tres horas de duración aproximada en cada tipo de espacio asignado. Se realizaron 108 observaciones participantes en total. La información recopilada fue registrada por cada observador u observadora en cuadernos de campo, fotografías y grabaciones de audio. Ella, a su vez, fue sistematizada a partir de tres dimensiones generales: espacio, actores e interacciones.

La observación participante de segundo orden combinó las técnicas de observación participante y de entrevista en profundidad, buscando relevar el punto de vista de los actores sobre la calle y sus interacciones. Todas las personas convocadas para realizar las observaciones (en lo que sigue actores-informantes) desempeñaban su actividad laboral en la calle. El grupo A estuvo formado por individuos cuya actividad se desarrollaba en puntos fijos (del tipo vendedores de kiosco, lustrabotas, etc.). El grupo B estuvo constituido por personas cuyas actividades los obligaban a desplazarse a diario por diferentes zonas de la ciudad (taxistas, vendedores ambulantes u otros). A todos ellos se les solicitó registrar durante cuatro semanas sus observaciones en las calles. El material recopilado fue registrado en sus respectivos cuadernos de campo. Cada semana, cada actor-informante fue visitado y entrevistado por un miembro del equipo de investigación. Las entrevistas fueron grabadas, transcritas y posteriormente analizadas. Aunque se consideraron ocho actores-informantes, una de las personas abandonó el estudio, por lo que se culminaron siete procesos que sumaron en total 28 entrevistas.

Más allá de este tronco empírico común, muchos de los capítulos han sido realizados contando para ello con los resultados de procedimientos metodológicos o estudios adicionales y específicos al problema que han pretendido abordar. Estos son detallados, cuando es el caso, en los capítulos correspondientes. Finalmente, aunque cada capítulo es responsabilidad exclusiva de quien lo firma, todos los textos se han beneficiado en su desarrollo de varias y atentas lecturas, así como de los comentarios generosos y críticos de todos los otros autores o autoras.

En virtud del trayecto efectuado y las decisiones tomadas, resulta evidente que esta publicación no es una simple colección de artículos. Su hibridez permite, ciertamente, que cada capítulo pueda ser leído independientemente. Sin embargo, y al mismo tiempo, está justificado hacer la advertencia de que cada uno de ellos cobra todo su valor sólo a partir de su resonancia con el resto.

Toca al lector o lectora decidir sobre su modo de uso4.

1 Ver: Araujo, 2009a y 2016a; Araujo y Martuccelli, 2012.

2 Desde esta perspectiva, la calle incluye no sólo las arterias de la ciudad sino también puede comprender transportes públicos, plazas, parques, andenes del Metro, pasarelas, entre otros.

3 Además de los autores comprendidos en este libro, participaron Daniel Ruiz y Nelson Beyer, quienes por distintas razones no pudieron formar parte de él. Nuestro agradecimiento a su trabajo.

4 Una parte importante del trabajo de campo sobre el que se sostiene este libro contó con el auspicio del PNUD-Chile, en el contexto de la realización de un informe sobre la calle y las desigualdades interaccionales (Araujo, 2016b). Estoy muy reconocida por el apoyo y la confianza recibida para hacer este encargo, así como por la autorización para el uso de este material. El trabajo de campo fue, en varios casos, ampliado posteriormente y el material re-trabajado en función del objetivo de este libro. Por lo mismo, este texto se ha beneficiado del apoyo de la Iniciativa Científica Milenio del Ministerio de Economía, Fomento y Turismo de Chile, adjudicado al Centro Núcleo Milenio Autoridad y Asimetrías de Poder, en donde intentamos pensar las asimetrías de poder y su gestión en la sociedad chilena actual. También se ha nutrido de los avances realizados en el marco del Proyecto Fondecyt 1180338 «Problematizaciones del Individualismo en América del Sur», en particular en lo que en él se desarrolla respecto a las maneras en que el individualismo se expresa hoy en nuestras sociedades.

Capítulo 1Calles divididas: lo común y el anonimato en Santiago de Chile

Kathya Araujo5

La importancia de la calle para pensar e influir en los destinos de la vida social en las llamadas sociedades urbanas no ha dejado de ser subrayada por diferentes autores desde hace ya varias décadas (Lefebvre, 2013; Gehl, 1987; Jacobs, 2011; Delgado, 2007). Lo que subyace es la convicción de que la calle es el espacio más distinguido del entrecruzamiento entre dos niveles, polis y urbs, para apelar a la célebre distinción de Lefebvre. Es decir que la calle, aparte de exhibir el orden de la construcción, materialidad y normatividad aportadas por el trabajo humano, pone en escena ese dominio esencial que es el de las relaciones e interacciones sociales que se despliegan en el espacio. Las calles no están vacías. Ellas deben llamar nuestra atención, según todas estas lecturas, porque constituyen el verdadero nodo central de la vida social urbana. Porque ellas, además, son el centro de la experiencia de los individuos. Un rasgo que desde las ciencias sociales y humanas fue bien visto muy tempranamente, como es puesto en evidencia por los trabajos de Simmel o los aportes de Walter Benjamin.

Este capítulo parte del reconocimiento de esta importancia. A partir de los resultados de dos estudios empíricos6, se centra en el análisis de las experiencias que provee la calle en la ciudad de Santiago de Chile, tomando en cuenta el contexto mayor de la condición histórica en la que se ubica: su morfología y los sujetos que la habitan. La tesis que se defenderá en lo que sigue es que los rasgos de fragmentación y segregación que caracterizan la morfología de la ciudad se acompañan, por un lado, de representaciones de una ciudad dividida y, por otro pero en consonancia, de prácticas segregacionistas y auto-segregacionistas por parte de los propios individuos. En virtud de lo anterior, la calle en Santiago constituye un afluente principal de experiencias que ponen en entredicho dos de los principios considerados normativamente como constitutivos de la calle y lo urbano en general: la idea de lo común y la dimensión del anonimato.

Para argumentar la tesis presentada, el desarrollo se divide en cuatro partes. La primera está destinada a establecer la perspectiva analítica sobre la que nos apoyamos en este trabajo, así como a revisar brevemente las transformaciones urbanas y el carácter de la ciudad de Santiago en la actualidad, para construir la relación entre esta morfología estructural y la trama dramática y los rasgos históricos de los sujetos que habitan las calles de Santiago en un momento como el actual. En la segunda parte se analizan las formas prevalentes de representación de la ciudad como dividida y las prácticas (auto) segregacionistas que la acompañan. En la tercera parte, el texto se detiene en las consecuencias de esta representación para la concepción de lo común y la posibilidad de encarnar al anónimo en ellas. Al terminar se incluye un breve apartado de reflexiones a modo de conclusión.

Perspectiva analítica: bases conceptuales y condicionantes históricas

Una de las razones centrales de la significación que tiene el acontecer en la calle para la vida social es que se trata del espacio más público, o común, de entre todos los urbanos, cuestión en la que coinciden diferentes autores (Hénaff, 2016; Jacobs, 2011; Delgado, 2007; Lefebvre, 2003; Weber, 1964). Si la calle es una fuente privilegiada de experiencias sobre lo que es la vida social, la convivencia y la sociedad misma, es necesario subrayar todavía más precisamente que lo es porque ella constituye el corazón de nuestra experiencia de lo público. Desde su concepción abstracta y normativa, ella es concebida, en el marco de sociedades modernas y urbanas con pretensiones igualitarias, a partir, al menos, de tres grandes rasgos.

Primero, como un bien común. En esta medida ella es capaz de acoger una alta magnitud de diversidad, un conjunto de copresencias que se despliegan en este espacio, o deberían hacerlo, en condiciones similares de uso y disfrute. El espacio común, como lo ha llamado Hénaff en su discusión contra la noción de espacio público y cuya expresión emblemática sería la calle, no estaría simplemente entre los términos público y privado sino que constituiría una esfera particular. Un mundo común de costumbres, cortesías, prácticas interrelacionales, de encuentros aleatorios u organizados (Hénaff, 2016: 84), el que se caracterizaría por una ausencia de regímenes de propiedad reales o imaginados (Delgado, 2007).

Segundo. Como ha sido señalado muy tempranamente en el debate, la calle, en cuanto parte del espacio público o común, ha tendido a incluir la cuestión del anonimato, como lo muestran bien, por ejemplo, los canónicos textos de Walter Benjamin. Esto supone, de un lado, que ella es el lugar en donde cada cual es arrancado de su grupo moral (la casa – la familia) y es arrojado a los «códigos impersonales del tránsito, del municipio y del Estado» (DaMatta, 2002: 129), pero, también, que es un espacio en donde el establecimiento del contacto con los otros es, al menos idealmente, voluntario (Simmel, 2001; Weber, 1964). Ella implica interacciones entre personas que no necesariamente tienen una relación cercana de conocimiento y filiación. Es un lugar privilegiado para el encuentro y la experiencia de la alteridad y, por lo tanto, implica prácticas y fórmulas de protección del derecho al anonimato (Stavrides, 2016; Delgado, 2007; Goffman, 1979).

Tercero, y en virtud de lo anterior, ella sería el espacio de despliegue más importante de la condición de igualdad de los miembros de una comunidad. Este es un aspecto que han desarrollado especialmente aquellos que han hecho uso de la noción de espacio público, como Habermas, quienes en descendencia directa de la tradición griega han concebido las calles, metafóricamente, como lugares de reunión, medios de comunicación o formas de asociación a través de las cuales actores sociales, individuales o colectivos ejercen su racionalidad deliberativa ilustrada o defienden sus derechos.

Es precisamente partiendo de estas consideraciones teóricas que nos proponemos en lo que sigue reflexionar sobre la calle en Santiago hoy, concentrándonos en este capítulo en los dos primeros rasgos, lo común y el anonimato, para luego, en el siguiente capítulo, abordar el tercer rasgo, la igualdad. Ahora bien, dado que la calle no puede ser pensada fuera de los contornos de la ciudad y los habitantes en la que se inscribe, y esa ciudad y habitantes no pueden, a su vez, ser entendidos fuera de los efectos que en ellos producen los procesos sociohistóricos de tipo estructural, nos detendremos en estos aspectos en el apartado siguiente.

Santiago: la ciudad y sus habitantes

Los estudios sobre la ciudad de Santiago han subrayado tres grandes procesos que se han acentuado de manera importante en las últimas décadas y que afectan su morfología y sus dinámicas: dispersión, fragmentación y segregación7. La dispersión de la ciudad, el crecimiento centrífugo del hábitat respecto del núcleo de la ciudad, no sólo implica un uso desmesurado e ineficiente del suelo (Heinrichs, Nuissl y Rodríguez, 2009), sino que plantea preguntas respecto a la viabilidad urbana. Al mismo tiempo interviene en las exigencias que los habitantes deben enfrentar en términos de movilidad, conexión e integración, ya sea en las modalidades propias de los sectores de mayores recursos o de los de menores recursos, o, para hacer una paráfrasis, propias del modo precariópolis o privatópolis (Hidalgo et al., 2008).

La fragmentación, la tendencia a constituirse a partir de fragmentos relativamente autónomos y espacialmente aislados, ha fortalecido las distancias entre grupos, generando especies de universos paralelos; ha producido obstáculos a la unificación del espacio urbano y se ha vinculado, además, con la potencia que cobran los especialmente erosivos procesos de segregación residencial (Jirón y Mansilla, 2014).

La segregación residencial, la tendencia de un grupo a agruparse en ciertas áreas generando zonas tendencialmente, pero no necesariamente, homogéneas poblacionalmente, se manifiesta en dos modalidades, con una tendencia al retroceso de la primera y un aumento de la segunda. La primera, una segregación residencial en una escala espacial grande, distinguida por una concentración de la población más rica en unas cuantas comunas al Oriente de la ciudad, y de la más pobre en zonas periféricas. La segunda, una segregación en escala espacial reducida, que indica la presencia de unidades residenciales de clases más pudientes cerca de zonas de residencia más pobres, especialmente impulsada por la construcción de las llamadas gated communities (Sabatini y Cáceres, ٢٠٠٤). Se han ido generando así crecientes incrustaciones de áreas de riqueza en zonas pobres, las que se incorporan en estos espacios desde una estricta clausura respecto a su entorno, protegidas de éste por muros u otros sistemas de seguridad, un proceso que ha sido leído como expresión de la pervivencia (y reverdecimiento en Santiago) de una larga tradición en la ciudad latinoamericana (Borsdorf, 2004). A pesar de que algunos han tendido a sostener que esta segregación podría ser considerada como moderada y más bien estable (Rodríguez, 2001), la tendencia ha sido a considerar, en general, que el desarrollo de Santiago comporta riesgos importantes y es caldo de cultivo de fenómenos preocupantes, dados los efectos perniciosos para la integración social en la ciudad y la calidad de vida, visibles, por ejemplo, en las altas exigencias de traslado y escasas o difíciles opciones de movilidad para los sectores más pobres de la sociedad. Se trata, en efecto, de una concentración poblacional según la condición socioeconómica, lo que agrava las pérdidas de oportunidades laborales en las poblaciones más pobres, aumenta la informalidad, los problemas de seguridad ciudadana, y el acceso y disfrute de infraestructura adecuada (Sabatini y Wormald, 2005).

Los perfiles que ha tomado Santiago en las últimas décadas han sido vinculados con la instalación del neoliberalismo, un conjunto de medidas económicas (privatizaciones, liberalización económica, desregulación, subsidiariedad del Estado, apertura a la competencia internacional, flexibilidad laboral, entre otras) que se transformaron gradualmente en un modelo. Como ha sido ampliamente discutido, en virtud de las dinámicas, concepciones y relaciones de poder producidas por este modelo, las intervenciones sobre el espacio urbano, un espacio de acción concedido a iniciativas privadas como también estatales, se han realizado a partir de una perspectiva que privilegia el valor de cambio sobre el valor de uso. Santiago aparece, desde aquí, como un espacio sometido, para tomar las nociones acuñadas por Harvey desde su particular punto de vista marxista, por un «nuevo imperialismo», cuyo mecanismo más penetrante es el de la «acumulación por desposesión» (Harvey, 2004). Lo anterior en el marco de una globalización que por medio de la constitución de las ciudades como competidoras de recursos, la alianza convergente entre capital financiero y capital inmobiliario (De Mattos, 2007), y la aquiescencia del Estado respecto a estas lógicas (Hidalgo, 2007) ha conducido al debilitamiento de la planificación normativa y a la desregulación progresiva de la gestión urbana, en favor de una cada vez mayor preeminencia del mercado para la definición de los usos del suelo y otras decisiones urbanas (De Mattos, 2004).

Pero la ciudad no es la calle. Y si una perspectiva principalmente económica puede ser quizás y eventualmente suficiente para explicar las transformaciones de la ciudad, acercarse a la calle, en cuanto dimensión urbana constituida por el conjunto de relaciones, interacciones y flujos que en ella se despliegan, requiere una mirada un poco más detallada sobre la condición histórica actual en Chile. La calle, que es la exponente más destacada de la urbs y de la polis, no puede ser comprendida aislada de los sujetos que la habitan y de la trama dramática que los atraviesa a ellos y sus relaciones. Ellos son el material del que está hecha; ella es el continente orgánico (transformable, maleable) donde ellos se despliegan.

En los últimos años los resultados de investigación en ciencias sociales han puesto en relieve que el neoliberalismo, más allá de un mero modelo económico, debe considerarse como un proyecto societal con ambición fundacional que impulsó una nueva matriz sociopolítica (Garretón, 2012). Éste impactó en las formas que adquirieron los desafíos estructurales de la vida social, al mismo tiempo que promovió, sin alcanzarlo plenamente, la producción de nuevos tipos de individuos en consonancia con la imagen de una sociedad perfectamente móvil y competitiva de propietarios y consumidores, sostenidos en el propio esfuerzo y responsabilidad (Araujo y Martuccelli, 2012; Moulian, 1998).

En segundo lugar, lo que este debate muestra es que si es cierto que el neoliberalismo es un factor relevante para entender la condición histórica de la sociedad chilena actual, y por tanto de la ciudad y en última instancia de sus calles, no es el único que ha obrado. En efecto, no puede considerarse en absoluto que el modelo neoliberal se haya cristalizado en la sociedad chilena8 y ello en buena medida porque no ha sido el único proceso de índole estructural en ella. Junto con este proceso, el empuje a la democratización de las relaciones sociales ha participado en darles forma a las relaciones y la vida social. Un proceso que se asocia, como ha sido desarrollado no sólo para Chile sino para la región, con procesos de ciudadanización a gran escala, lo que puede considerarse como un nuevo momento de la igualdad como oferta ideal social, y con la entronización del derecho como principio normativo en las últimas décadas (Domingues, 2009; Vargas, 2008). El empuje a la democratización de las relaciones sociales ha tenido efectos relevantes en las instituciones, principios normativos ideales y expectativas en las personas respecto de lo que deben recibir y en particular del trato que deben aceptar en las interacciones con las instituciones y los otros, aunque sus prácticas no necesariamente sean consonantes con ello. De manera central, como resultado de esta transformación de las expectativas relacionales, se han puesto en cuestión los principios y las dinámicas de la convivencia que gobernaron, y aún gobiernan, a una sociedad caracterizada, históricamente, por su carácter jerárquico y verticalista, protectora de privilegios naturalizados en razón de pertenencia de clase, principalmente, y con una estrategia autoritaria y tutelar en la relación entre sus instituciones principales y los individuos9. Con ello se ha dado inicio a un proceso, aún inacabado y de incierto destino, de recomposición de los principios y lógicas que gobiernan las relaciones sociales, y, de manera específica, la convivencia (Araujo, 2013).

Son varios los efectos concretos sobre los principios de la convivencia de estos dos empujes, democratizante y neoliberal. Dos direcciones en estos cambios aparecen como especialmente relevantes para nuestro argumento. Por un lado nos encontramos frente al surgimiento de fuertes y nuevas expectativas respecto a los principios que deben ordenar las prácticas de convivencia10. Ha surgido la expectativa de ser tratados de manera horizontal en las interacciones cotidianas; el mérito ha adquirido una importancia singular como criterio de justicia; se han reducido notablemente los umbrales de tolerancia a los abusos y a la discriminación; se han modificado las exigencias para el ejercicio de la autoridad con un aumentado rechazo a las formas autoritarias y mecanismos de tutela; ha crecido el rechazo a los privilegios, entre las más importantes, aunque es oportuno recalcar que estas criticadas prácticas no han desaparecido y continúan siendo consideradas por muchos como formas válidas de conducirse en la vida social (Araujo, 2016b y 2009a).

Por otro lado, nos encontramos con nuevos individuos y nuevas estrategias para enfrentar lo social. Ya sea por los profundos procesos de privatización de la salud, educación y pensiones, por la pérdida de protecciones laborales o por los efectos de fragilización de las posiciones sociales y su creciente inconsistencia, entre otros factores, en las últimas décadas la vida social ha exigido de las personas el desarrollo de la iniciativa personal y del despliegue de un conjunto de estrategias múltiples y, en términos generales, individuales. Como resultado, una nueva y fortalecida imagen de sí y una aumentada confianza en las habilidades propias y el esfuerzo aparecen en las personas, lo que, al mismo tiempo, se acompaña de una mayor desconfianza y distancia de las instituciones (Araujo y Martuccelli, 2014).

Es, pues, este conjunto de procesos lo que entrama la calle de Santiago. Un conjunto formado por una ciudad que no cesa de dispersarse, fragmentarse y estar afectada por procesos de segregación residencial, de individuos con una aumentada confianza en sí y mayor desconfianza de los otros, de la emergencia de nuevas exigencias relacionales y de una sociedad donde los principios de ordenamiento de la convivencia se encuentran en recomposición.

¿Cómo se encarna esta encrucijada y qué significa para pensar la calle en Santiago?

Sobre la calle en Santiago

1. Ciudad dividida y prácticas (auto) segregacionistas

Las percepciones sobre la ciudad de Santiago son múltiples, por supuesto. Es alabada, aunque no con demasiada frecuencia y principalmente sin sorpresa, por aquellos que pertenecen a los sectores acomodados. Se la alaba por el paisaje natural que le da su enclave geográfico (la cordillera, prioritariamente); por los servicios que ofrece; por la evaluación comparativa respecto de otras ciudades latinoamericanas; o, simplemente, porque es la ciudad propia y allí están los lugares y las personas que se aman. Como dice una joven mujer de sectores medios que ha vivido algunos años en el extranjero: «…me gusta, me gusta. Como te digo, cuando viví fuera de Chile descubrí que soy una persona mucho más arraigada de lo que me creía, entonces, acá tengo mis afectos y mis amores».

Pero por sobre cualquier cosa, mayoritariamente, a Santiago se la critica y con pasión. Se la critica por una modernidad que se inscribe en la ciudad teniendo como intermediación los abusos de las inmobiliarias, por la falta de cuidado de varias de sus zonas abandonadas a la suciedad o a la delincuencia, o, de manera destacada, por las dificultades inmensas que trae desplazarse en una ciudad que se expande constantemente, como lo refleja la respuesta que da un entrevistado (un investigador en ciencias biológicas) cuando se le pregunta qué le aconsejaría a alguien que viniera a vivir a la ciudad: «…que se vaya de vuelta… si tiene que venirse para acá que trate de buscar un barrio donde tenga colegio, su trabajo y todo junto y se aísle, como una ciudad satélite, siempre le diría: ándate para afuera, tengo miles de lugares que te puedo recomendar». Él, como la gran mayoría de nuestros entrevistados, desearía fervientemente abandonar la ciudad. Y es que la vida es considerada «dura» en Santiago en los sectores medios, en particular por causa de los desplazamientos que le hacen decir a Cristián, un hombre en la cincuentena, que «Santiago es como una tortura». En los sectores populares, a lo anterior se le suma un aspecto especialmente importante, la delincuencia, la que sería para Marcela, una técnico dental que reside en La Granja, como para la gran mayoría de nuestros entrevistados y entrevistadas de estos sectores, el aspecto más difícil con el que «lidiar» en la zona en la que vive.

Sea cual sea el juicio que se tenga acerca de la ciudad, no obstante, parece haber un acuerdo entre los individuos. Más allá de la tendencia a la incrustación de zonas ricas en zonas pobres, mezcla residencial en curso como discutimos antes, de la existencia de algunas zonas, aunque no significativas, más mixtas y de los cruces diarios evidentes entre sectores distintos de la población, lo que se encuentra es la sólida representación imaginaria de una ciudad dividida en dos: la ciudad de los ricos y la de los pobres. Una representación de Santiago como dicotómica y polarizada. Como lo nota una de nuestras observadoras-informantes, quien recorre la ciudad vendiendo seguros de salud, existe una división irremontable entre el desorden, la suciedad acumulada, los paraderos mal ubicados y la ausencia de vegetación que encuentra en su tránsito por el sur de la ciudad, y las sonrisas, la placidez, el verde y los espacios cómodos que ofrece la zona oriente. Dos ciudades que, separadas por un abismo, no se tocan.

Por supuesto esta representación no es nueva y se relaciona directamente con la estructura verticalista y rígidamente jerárquica que ha caracterizado a las sociedades latinoamericanas, entre ellas la chilena, desde al menos su experiencia colonial. Pueden ubicarse representaciones similares en la dualidad de la ciudad en vías de modernizarse del siglo XIX (Romero, 1984), o en aquella polarizada en términos de lucha de clases entre finales de los años sesenta y los setenta (Cáceres, 2016). Pero la fragmentación actual de Santiago y su creciente conversión en una ciudad de mundos paralelos (Jirón y Mansilla, 2014), en combinación con claves de lectura y enjuiciamiento más sensibles a los abusos, la discriminación y el maltrato en los individuos hoy agudiza esta representación y le da un nuevo cariz. Por eso, las promesas igualitarias y democratizantes y sus efectos en las expectativas de las personas pueden explicar el aguzamiento perceptivo y el acento crítico que adquiere hoy la referencia a esta dualidad y sus consecuencias. La división de la ciudad pone en relieve una división social entre pobres y ricos, exacerbada por las distancias producidas por el desarrollo neoliberal de las últimas décadas. Una división que es percibida como inapelable y estructurante. La división espacial, entonces, expresa la división social y ésta, en última instancia, una profunda división moral (Araujo, 2009a).

Está el Santiago de los edificios ultramodernos, sus calles cuidadas y sus estaciones de Metro, pero también está el Santiago en que las estaciones de Metro constituyen las únicas, solitarias y para algunos ofensivas expresiones de modernidad en los barrios más pobres. Está el Santiago, ese de los extremos, donde no llega el transporte público por causa del carácter suburbano y exclusivo de las zonas residenciales, siendo suplido por la tenencia de varios automóviles por hogar, y aquél en el que no llega el transporte público por causa de la peligrosidad de la zona, lo que es suplido, esta vez, por múltiples estrategias de solidaridad colectiva o sacrificadas estrategias personales de movilidad combinada (Jouffe y Lazo, 2010).

No importando del lado en que uno se ubique, siempre hay un Otro Santiago:

Aquél de los ricos, cuyas calles no se transitan, a menos que sea indispensable por razones laborales, para evitar la situación incómoda de ser percibido como un intruso indeseado, un objeto de desprecio, como lo expresa dramáticamente el testimonio de uno de los observadores informantes participantes en este estudio, un librero ambulante que debe circular por diferentes zonas de la ciudad. Él define la experiencia de circular por zonas «ajenas» como aquella de estar expuesto al desprecio. Aunque entiende que el término es muy fuerte, no cree que podría utilizar otro más fiel a su experiencia. Transitar por aquellas zonas lo convierte, de manera inmediata afirma, en un «sospechoso». Aquél de los pobres, el que no se pisa ya sea por temor, dada la imagen de amenaza con la que se lo asocia, o por haberlo constituido como un lugar simplemente inexistente en la geografía de muchas personas que residen en las zonas más ricas al Oriente y Centro-Oriente de la ciudad, como Andrea, una mujer de mediana edad que vive en una zona alta del oriente de la ciudad, cuyo trabajo queda cerca y sus actividades ordinarias y sociales las realiza en un perímetro algo mayor pero que no incluye el centro y nunca, sobre todo, la zona sur o norte de la capital.

En esta medida, la fragmentación y segregación de la ciudad son solidarias de una experiencia de la calle que termina por aconsejar la evitación como la mejor estrategia. Se trata de mantenerse a distancia de las calles de lo que para cada cual es el Otro Santiago, lo que protege de tener que enfrentarse ya sea con experiencias de discriminación o con el miedo y la amenaza. La definición de un área como de los «otros» o de «los como uno» opera como elemento decisivo para mencionar zonas prohibidas, zonas de tránsito libre o zonas de cuidado, y en esa medida contribuye a establecer los trayectos diarios y los modos de realizarlos. Pero esta definición también especifica los espacios (en general los propios) que son capaces de proveer una experiencia libidinal placentera y aquellos que proveen experiencias displacenteras que más vale ahorrarse.

La experiencia de la calle muestra, así, que nos encontramos frente a una segregación causada no sólo por políticas inmobiliarias, de transporte o urbanísticas, sino que enfrentamos una segregación urbana anclada en las prácticas de los individuos. Ellos la sostienen y reproducen como resultado de sus previsiones acerca de las experiencias que les deparará cruzar la línea imaginaria de la ciudad que conciben como ajena. Lo anterior los lleva a restringir sus movimientos hacia las zonas más cercanas y conocidas, y a encerrarse en especies de islotes de sociabilidad, lo que produce el estallido de Santiago en lo que un entrevistado, un hombre joven que ha llegado desde el norte del país por razones laborales, denomina «mundos chicos». Tal como lo expone el relato de una periodista de los sectores medios-altos:

..este barrio es precioso, tiene parques, como te digo, tienes todo, tienes la cultura, yo soy súper sibarita, me encanta salir a comer y si me quiero mover tengo el Metro al lado, entonces yo feliz, además que ha coincidido, como te digo, que las pegas me han tocado cerca, o sea, ojalá que también los traslados no me impliquen… porque pasé muchos años de mi vida pegándome piques de una hora y eso era lo que quería evitar, y ahora por suerte siempre las pegas me tocaron en el centro y siempre lo máximo que me he movido es ahora a Manuel Montt, por suerte no me ha tocado una pega, no sé, en Huechuraba o en otro lado, pero, ha coincidido, y yo también como que trato, he tenido la suerte que en las pegas que me he cambiado yo, de buscar algo que sea de un entorno que sea cerca del lugar donde yo vivo y que no me implique estos traslados tan lejos.

En efecto, como lo ha mostrado un estudio sobre movilidad en Santiago, la circulación cruzada o multidireccional y por razones más allá de las laborales se da mayoritariamente en la zona centro-oriente de la ciudad, mientras que respecto de las zonas situadas al norte, sur y este de la ciudad, en particular las más desfavorecidas, éste se da desde ellas hacia la zona centro-oriente por motivos laborales (Fuentes, McClure, Moya y Olivos, 2017). En este contexto, la experiencia de sociabilidad urbana y de la calle sufre una restricción, encerrándose en zonas delimitadas por linderos geográficos materiales, particularmente en el caso de los sectores populares, o, como en los de mayores recursos, por una zonificación geográfica espacial cuyos linderos se ordenan, a lo más, por haces de desplazamientos normalmente motorizados, como, también, lo ha puesto en evidencia un estudio realizado para la ciudad de Concepción (García, Carrasco y Rojas, 2014). Dicho de otra manera, en lo que respecta a Santiago, mientras los grupos más acomodados tienden a trabajar, circular, sociabilizar y habitar en una zona estrictamente demarcada pero que transitan por razones múltiples, los grupos menos favorecidos habitan y sociabilizan en las mismas zonas, y si salen de ellas y se aventuran hacia las más pudientes es por razones estrictamente laborales, obligatorias.

Esta representación de la ciudad dividida y las prácticas que la reproducen tienen al menos dos grandes consecuencias. La primera es que la experiencia de lo común aparece como lejana para sus habitantes. La segunda, que el anónimo resulta una figura extremadamente difícil de encarnar. Revisemos ambas.

Lo común y el anonimato

¿El reino de lo común? Santiago, las calles y los regímenes imaginarios de propiedad

La retracción de los grupos poblacionales a ciertas zonas resulta más compleja y preocupante que lo que una visión idealizada de la vida barrial puede proponer (Greene, Link, Mora y Figueroa, 2014), pues implica la escasez de una experiencia ordinaria de calles concebidas como espacios comunes y caracterizados por la mixtura, siendo una retracción que termina, como se verá, por constituir a la alteridad como un hecho problemático.

La debilidad de una comprensión de la calle como común es un rasgo esencial encontrado. Esta debilidad se vincula con la vigencia de una suerte de régimen de propiedad que ordena la relación con las calles y ello de manera transversal en los distintos sectores socioeconómicos. Las calles son sometidas a un trabajo constante de territorialización, aquel trabajo que transforma el espacio en territorio, esto es, “la marca social del suelo, el dispositivo que expresa la identidad del grupo, lo que una comunidad dada cree que debe defender contra las amenazas externas e internas” (Delgado, 1999: 39). Visto desde este punto de vista, Santiago es un conjunto de territorios con una compleja y con frecuencia tensa proliferación de propietarios.

La presencia de este régimen de apropiación de las calles se expresa de diversas maneras.

Por un lado, este régimen se evidencia en una actitud primaria de desconfianza que conlleva a múltiples medidas de protección respecto del afuerino, ya sean cámaras, guardias de seguridad, miradas de desaprobación o armas. Si las miradas vigilantes que detectan su extranjeridad en un barrio bohemio en una zona habitada y frecuentada por sectores acomodados impactan a uno de los miembros del equipo de investigación, él mismo proveniente de las zonas más pobres de la ciudad, los perros aparecen como el arma de la que se precia una mujer que detecta la presencia de una de las observadoras del equipo en su calle en una población al sur de Santiago.

Por otro lado, este régimen se expresa en prácticas concretas de apropiación espacial, las que se diferencian según el sector socioeconómico. En los sectores populares, estas prácticas de apropiación se revelan, como ha ocurrido históricamente, por el uso doméstico de las calles (tender la ropa o poner la piscina inflable para los niños en la vereda) (Salinas, 2006), o por la apropiación para fines laborales, como lo muestra el comercio ambulante11. En los sectores de mayores recursos se trata, al contrario, de mantener la calle fuera del registro de la domesticidad como fórmula para dejar lo que consideran su espacio como una suerte de «espacio común restringido» (a los del propio grupo). Lo que implica lo anterior es un trabajo constante de definición por parte de los individuos respecto a la propiedad de los lugares, y de una fina detección de lo que corresponde al propio grupo social y lo que corresponde a otros.

La calle es, pues, considerada (vivida) como una suerte de propiedad de los diferentes grupos sociales, pero lo esencial es que, en términos generales, esta propiedad les es siempre reconocida por los otros grupos. En este contexto, la apropiación aparece como una modalidad de construir espacios transitables para sí mismos y protegerlos. En Bellavista, dos calles paralelas son poseídas en las noches por grupos sociales distintos que, en principio y por principio, no se tocan. El mundo del «carrete» popular y el de la cultura artística y gastronómica de los sectores medios acomodados conviven en una agitación simultánea pero disciplinadamente separada, delineando el paisaje del «Bella» como lo describe una de las observadoras-informantes, una mujer que trabaja en un carrito de comida ubicado en la calle Pío Nono. Las calles de Bellavista replican la ciudad, ya que en la medida que se transita de Oriente a Poniente, dice, «va bajando el nivel de ingresos». Así, mientras está el «Bella» de la calle Constitución «de calles buenas, limpias y agradables a la vista», el «Bella» de la calle Pío Nono aloja la «diversidad» y un público más popular. De espaldas una a la otra, estas calles son dos mundos paralelos.

La lucha por el espacio y su territorialización por supuesto no se da solamente entre sectores. Ella se da incluso al interior de las propias zonas y particularmente en aquellas donde la ausencia de una definición y resguardo institucional firme termina por dejar abierta la disputa entre los diferentes actores. Como opina una feriante que habita en una de las poblaciones con mayores índices de pobreza y peligrosidad de la ciudad, las calles se perdieron en la disputa frente a la droga, de manera que ya no pueden ser usadas para la sociabilidad porque «si estái mucho en la calle afuera, te puede llegar una bala loca, poh»; o como lo muestran algunas observaciones realizadas en algunas plazas y calles de las zonas de menores recursos, existe una disputa permanente respecto del tipo de uso que se les puede dar a las mismas (entre los niños, los grupos de jóvenes o los consumidores de alcohol o drogas) y de la distribución horaria de la ocupación de los espacios. Pero esta disputa se enmarca siempre en la imagen mayor de una representación que subraya la división citadina entre los sectores ricos y pobres.

De esta manera, la experiencia de espacios comunes a toda la población urbana del Gran Santiago, y del carácter común de la calle, esto es, de espacios que se encuentren sustraídos al régimen de la propiedad individual o corporativa, es particularmente escasa. Las calles de Santiago y su tendencia a ser concebidas como sujetas a regímenes de propiedad hacen que sólo muy raramente ellas aparezcan, en el imaginario de las personas, como un bien común y de acceso y uso igualitario para todos y todas las habitantes de la ciudad.

La difícil tarea de ser un anónimo

En el contexto de una ciudad fragmentada, una vida urbana fuertemente impactada por su división real e imaginaria, una sociedad en vías de reconstituir los principios que organizan la convivencia social y con individuos crecientemente conscientes de su capacidad de acción, el Otro y la experiencia de sí mismo como Otro se constituyen en dimensiones problemáticas de las experiencias de las personas.

En primer lugar, porque la fragmentación y la división hacen que la experiencia de encontrar Otros distantes, en términos de clase, en el uso y disfrute de las mismas calles sea poco frecuente, excepto por razones laborales y en contextos bien delimitados. El Otro, no en cuanto otredad individual y singular, sino en cuanto otro que es tal por cuenta de los signos del grupo social al que pertenece, es, a un cierto nivel, una experiencia inhabitual en la cotidianidad de una porción importante de la población.

En segundo lugar, porque dada la emergencia de nuevas expectativas de horizontalidad y la desestabilización de las formas tradicionales de ordenar las sociabilidades, los códigos que ordenan las interacciones, los frames como los denomina Goffman (2007), se vuelven inciertos e inestables. En consecuencia, la calle se ha constituido en una esfera en la que cada encuentro está abierto a una potencial disputa respecto de las formas apropiadas que deben ser respetadas en el encuentro con el otro (el asiento en el Metro, la prioridad de paso en una vereda, etc.).

En tercer lugar, porque dadas las dos primeras condiciones existe un reforzamiento de la desconfianza y del temor al otro (Lechner, 2006: 509). Lo anterior es potenciado por una percepción de los individuos como dotados con mayor capacidad de acción, como híper actores, con una tendencia a resolver los conflictos o situaciones que atraviesan apelando a sus propias fuerzas o poder sin recurrir necesariamente a mediadores con autoridad institucional o social (el policía, el conductor del bus, etcétera). En este contexto, la figura del anónimo, una figura preciada de ser una novedad a celebrar con la llegada de la modernidad (Berman, 2004) y las grandes ciudades, y una pieza constituyente de la calle en contextos normativos igualitarios, resulta en Santiago hoy día particularmente difícil de encarnar.

El anonimato es considerado un atributo fundamental en la experiencia de la calle (Joseph, 2002; Goffman, 1979). La experiencia de la calle, como sostiene Delgado, implica, en sus formas deseables, que los individuos se encuentren fuera del alcance de las clasificaciones identitarias y que los universos simbólicos particulares sean puestos entre paréntesis. Así, lo que debería reinar en ella es lo que Goffman ha llamado una desatención cortés, garantía del espíritu igualitario, es decir que la privacidad y reserva de cada cual sea respetada de manera tal que todos y cada uno reciba la misma consideración, excluyendo la posibilidad de ser hecho sentir como sospechoso o como motivo de alarma (Delgado, 2007: 188-191). Igualdad, desatención cortés y anonimato se encuentran íntimamente entrelazados.

Pero las calles santiaguinas parecen exigir exactamente todo lo contrario. En ellas se exige un trabajo constante de mostración de signos de identificación social (que permitan tranquilizar a los otros porque se es uno de «nosotros») o, en su defecto, de una presentación de sí con un agudo trabajo de disimulación de los mismos (que permitan pasar desapercibido o al menos aparecer como inocuo al estar dispuesto a respetar las reglas del territorio). Ellas están pobladas por la presencia de ojos vigilantes, atentos a descifrar la información contenida en los signos externos de los viandantes. La calle exige roles, marcos y funciones que justifiquen la presencia en ellas, ya que la ausencia de estas señales es tomada como signo de amenaza o al menos de alerta. En este contexto, el anónimo es principalmente fuente de inquietud y objeto de desconfianza. Como dice uno de nuestros observadores-informantes, en la calle «tenís que tener un rol muy definido» porque «los lugares son muy guetos». Dicho en los términos propuestos por DaMatta, en su famoso análisis «¿Sabe con quién está hablando?», sobre las interacciones en las calles brasileras: donde debería reinar el anonimato que revele la igualdad y el individualismo, reina la exigencia de mostrar «una posición bien definida y conocida (que expresa la jerarquía y la personalización)». En vez del individuo (abstracto, regido por la universalidad de la ley, fundamento de la igualdad), la persona (fundada en sus vínculos sustantivos y relacionales, fundamento del trato diferencial) (DaMatta, 2002: 225).

La vigilancia implica, al mismo tiempo, un trabajo constante de estereotipia y estigmatización que busca identificar lo que se considera peligroso y amenazante decodificando los signos exteriores que portan los individuos, y que en cuanto indeseable diferencia sirve de fundamento para desacreditarlo (Goffman, 2012).

En consecuencia, en función de la lógica de división, el régimen de propiedad que se instaura y sus efectos erosivos para la concepción de lo común que hemos descrito en el apartado anterior, transitar por los espacios, especialmente ajenos, sobre todo para aquellos menos favorecidos socioeconómicamente, quienes normalmente están obligados a hacerlo, implica una experiencia en la que el anonimato resulta particularmente difícil de sostener. Como lo evidencian nuestras observaciones, las marcas de pertenencia social, al contrario de lo supuesto por el derecho al anonimato, en vez de ser irrelevantes resultan centrales e incluso exhibidas ostentosamente. Aparecen ya sea como garantía de una extranjeridad domesticada (los uniformes de secretarias, técnicos o empleadas domésticas que circulan por las calles de la zona oriente; o los hábitos religiosos que permiten circular por zonas consideradas de alto riesgo en la zona sur); ya sea como símbolo de pertenencia al territorio; o sometidas a estrategias de disimulación (el uso del buzo que es evitado cuando se cruza la ciudad hacia zonas de mayores recursos, pero que se vuelve a vestir rápidamente una vez de vuelta al barrio).

Si la estereotipia y los procesos de estigmatización hoy en la calle no son exclusividad de Santiago (Jounin, 2014), ellos aparecen de manera aguda aquí en la medida en que no son só