Los forzadores del bloqueo - Julio Verne - E-Book

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Julio Verne

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Beschreibung


Los forzadores del bloqueo narra la aventura de James Playfair, un joven capitán de barco mercante, que pretende romper, con su rauda embarcación El Delfín, el bloqueo que pesa sobre la ciudad de Charleston con motivo de la Guerra de Secesión norteamericana.Su objetivo no es otro que conseguir intercambiar, en la ciudad confederada, víveres y municiones por el preciado algodón que necesitan las industrias textiles de Glasgow. Con lo que no contaba, sin duda, es que además de algodón también iba a encontrar en este viaje el amor.

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Julio Verne

Julio Verne

LOS FORZADORES DEL BLOQUEO

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-174-5

Greenbooks editore

Edición digital

Octubre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-174-5
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Indice

LOS FORZADORES DEL BLOQUEO

LOS FORZADORES DEL BLOQUEO

I

EL DELFÍN

Las primeras aguas de un río que, espumaron bajo las ruedas de un vapor, fueron las del Clyde. Fue en 1812. El buque se llamaba El Cometa, y hacía un servicio regular entre Glasgow y Greenock, con una velocidad de seis millas por hora. Desde aquella, época, millones de steamers y de packet–boats han remontado o descendido la co- rriente del río escocés, y los habitantes de la gran ciudad comercial deben estar singularmente familiarizados con los prodigios de la na- vegación a vapor.

Sin embargo, el 3 de diciembre de 1862, una multitud enorme, compuesta, de armadores, comerciantes, industriales, obreros, mari- nos, mujeres y niños, llenaban las calles de Glasgow y se dirigían al Kelvindock, vasto establecimiento de construcciones navales, propie- dad de los señores Tod y Mac–Gregor. Este último nombre prueba hasta la saciedad que los descendientes de los famosos Highlanders se han convertido en industriales y que todos los vasallos de lo antiguos clans se habían trocado en obreros de fábrica.

Kelvindock, está situado a corta, distancia, de la ciudad, en la orilla, derecha, del Clyde, y bien pronto sus inmensos astilleros fueron invadidos por los curiosos: ni una punta, del muelle, ni una tapia de wharf, ni un techo de almacén ofrecía el menor espacio desocupado. El mismo río estaba cuajado de embarcaciones y en la orilla izquierda hormigueaban los espectadores en las alturas de Govan.

No se trataba, sin embargo, de una ceremonia, extraordinaria, sino sencillamente de la botadura, de ni buque, y los habitantes de Glasgow debían estar acostumbrados a semejantes operaciones. El Delfín –éste era el nombre del vapor construido por los señores Tod y Mac–Gregor–, ¿ofrecía acaso alguna particularidad? No, por cierto.

Era un gran buque de 1.500 toneladas, de planchas de acero, en el que todo se había combinado para obtener una marcha superior. Su má- quina, salida de los talleres de Lancefield era de alta presión y dotada de una fuerza efectiva de quinientos caballos. Ponía en movimiento dos hélice, gemelas, situadas a, ambos lados del codaste, en las partes delgadas de la popa y completamente independientes una de otra, nueva aplicación del sistema de los señores Milwal y Dudgeon, que da una gran velocidad a las naves y les permito evolucionar dentro de un círculo excesivamente reducido. En cuanto al calado del Delfín, era poco considerable, y no se engañaban los inteligentes al decir que de- bía estar destinado a navegar por parajes de escasa profundidad. Pero estos detalles no podían justificar de ninguna manera la aglomeración de público, porque, al fin y al cabo, El Delfín era una nave como otra, cualquiera. ¿Ofrecía entonces la botadura algunas dificultades mecánicas? Tampoco. El Clyde había recibido en sus aguas buques de mayor tonelaje y el lanzamiento del Delfín debía ve- rificarse de la manera más sencilla.

En efecto, cuando la mar estuvo igual, en el momento en que ce- só el reflujo, comenzaron las maniobras: los martillazos resonaron con perfecta uniformidad sobre las cuñas destinadas a levantar la quilla de la nave, por cuya maciza construcción no tardó en correr un estreme- cimiento: poco a poco empezó a levantarse y moverse, se determinó el deslizamiento, y a los pocos instantes, El Delfín abandonó los rulos cuidadosamente ensebados y entró en el Clyde en medio de espesas volutas de espesos vapores blancos. Su popa chocó contra el fondo cenagoso del río, volvió a elevarse sobre el lomo de una ola enorme y el magnífico steamer, arrastrado por su propio impulso, habríase es- trellado contra los muelles de los astilleros de Govan si todas sus an- clas, cayendo a un tiempo con formidable estrépito, no le hubieran contenido en su carrera.

La botadura habíase verificado con éxito completo: El Delfín se balanceaba tranquilamente en las aguas del Clyde, y en el momento

que tomó posesión de su elemento natural, todos los espectadores rompieron en aplausos y hurras atronadores.

Mas, ¿por qué tales aplausos y aclamaciones? Seguramente, los espectadores más entusiastas habríanse visto en un apuro para expli- car su entusiasmo. ¿De dónde provenía, pues, el interés particular despertado por aquella nave? Pura, y sencillamente del misterio que encubría su destino. No se sabía a qué género do comercio iba a ser dedicado, y la diversidad de opiniones emitidas por los grupos de cu- riosos acerca del particular hubiera asombrado, con razón, a cualquie- ra.

Los que estaban mejor informados, o mejor dicho, los que pre- sumían de estar enterados, aseguraban que el steamer estaba destinado a desempeñar un papel muy importante en la terrible guerra que diezmaba entonces a los Estados Unidos de América; pero no se sabía nada más; nadie podía decir si El Delfín era un corsario, un transpor- te, una nave confederada o un buque de la marina federal, en fin, que sobre este extremo la ignorancia de los espectadores era completa.

–¡Hurra! –exclamó uno, afirmando que El Delfín había sido construido por cuenta de los Estados del Sur.

–¡Hip! ¡hip! ¡hip! –gritó otro, jurando que jamás habría cruzado un buque más rápido por las costas americanas.

En una palabra, que para saber con exactitud a qué atenerse, hu- biera, sido preciso ser amigo íntimo o asociado de Vicente Playfair y Compañía de Glasgow.

Rica, inteligente y poderosa era la casa de comercio que tenía por razón social Vicente Playfair y Compañía, antigua, y honrada familia descendiente de los lores Tobacco, que levantaron los mejores barrios de la ciudad. Aquellos hábiles negociantes, en cuanto fue firmado el acta de la Unión, fundaron las primeras factorías de Glasgow para traficar con el tabaco de Virginia y de Maryland. Se hicieron fortunas inmensas en aquel nuevo centro comercial. Glasgow no tardó en ha- cerse industrial y manufacturera; por todas partes se construyeron

fábricas de hilados y fundiciones de hierro, y en pocos años llegó a su apogeo la prosperidad de la ciudad.