2,49 €
El aristocrata escoces Lord Edward Glenarvan descubre, durante un viaje de recreo en la costa escocesa, un mensaje dentro de una botella lanzada por Harry Grant, capitan del bergantin Britannia, que ha naufragado dos años antes (1862) junto a dos miembros de su tripulacion.
Das E-Book können Sie in Legimi-Apps oder einer beliebigen App lesen, die das folgende Format unterstützen:
El aristócrata escocés Lord Edward Glenarvan descubre, durante un viaje de recreo en la costa escocesa, un mensaje dentro de una botella lanzada por Harry Grant, capitán del bergantín Britannia, que ha naufragado dos años antes (1862) junto a dos miembros de su tripulación. A petición de Roberto y María, los hijos del capitán, decide lanzar una expedición de rescate, cuya principal dificultad consiste en que los datos del mensaje lanzado por los náufragos son ilegibles, excepto la latitud: 37° S.
Lord Glenarvan, junto con su esposa, Lady Helena, los hijos del capitán y la tripulación de su yate, el Duncan, parten para Sudamérica, puesto que el mensaje incompleto sugiere la Patagonia como sitio del desastre. En mitad de la travesía, descubren a un inesperado pasajero: el geógrafo francés Santiago Paganel, que ha subido a bordo por equivocación y que decide unirse a la expedición, abandonando el viaje que tenía pensado realizar debido a su profesión.
La expedición circunnavega el paralelo 37° sur, atraviesa Suramérica explorando la Patagonia y gran parte de la región Pampeana y, posteriormente, las islas Tristán de Acuña, Ámsterdam, Australia y Nueva Zelanda, con resultados negativos.
Al llegar a Australia, debido a una nueva interpretación del mensaje sugerida por el geógrafo Paganel, los expedicionarios encuentran por casualidad a un miembro de la tripulación del Britannia llamado Ayrton, quien les propone llevarlos al lugar del naufragio. Pero ellos no saben que Ayrton está siendo buscado por las autoridades inglesas por pertenecer a una banda de ladrones en la que toma el sobrenombre de Ben Joyce. Ayrton traiciona la confianza que depositan en él los integrantes de la expedición y trata de tomar el control del yate Duncan, pero la suerte le es esquiva y su golpe falla, gracias a la lealtad de la tripulación y a un despiste de Santiago Paganel.
Tomado prisionero en el Duncan, Ayrton ofrece a Lord Glenarvan dar datos sobre el capitán Grant a cambio de ser abandonado en una isla desierta en lugar de ser entregado a las autoridades inglesas, que podrían ejecutarlo. Entonces, el Duncan pone proa a la isla Tabor (o arrecife María Teresa), que casualmente resulta ser el refugio del capitán Grant y los dos marinos sobrevivientes del naufragio. El grupo regresa a Inglaterra, dejando a Ayrton en la isla para vivir entre las bestias y así recobrar su humanidad. El personaje de Ayrton reaparece en la novela de Julio Verne «La isla misteriosa», publicada en 1874.
Jules Verne
Un tiburón
El 26 de julio de 1864, un hermoso yate, el Duncan, avanzaba a todo vapor por el canal del norte; un fresco viento del noroeste favorecía su marcha. En el tope del trinquete flameaba la bandera de Inglaterra y un poco más atrás, sobre el palo mayor, se agitaba un gallardete azul que mostraba una dorada corona ducal y las iniciales E.G.
Lord Glenarvan, uno de los dieciséis pares escoceses de la cámara alta y el socio más distinguido del Royal Thames Yacht Club, propietario del Duncan, se hallaba a bordo junto a su joven esposa, lady Elena, y su primo, el mayor Mac Nabbs.
El Duncan realizaba su primer viaje de prueba por las aguas próximas al golfo de Clyde, cuando ya maniobraba para regresar a Glasgow el vigía señaló un enorme pez que seguía el curso del buque. Esta novedad fue comunicada por el capitán, John Mangles, a lord Edward, quien subió a cubierta en compañía de su primo para enterarse mejor de lo que ocurría.
El capitán opinó, ante la sorpresa del lord, que podía tratarse de un tiburón, posiblemente de la variedad martillo, que suele aparecer por todos los mares.
Inmediatamente le propuso una original pesca para confirmar su opinión y disminuir, si lo lograba, el número de estos terribles animales.
Lord Glenarvan aceptó la propuesta y mandó avisar a lady Elena que también subió a cubierta ansiosa de ser testigo de aquella extraña pesca.
El mar estaba magnífico y fácilmente se podía seguir con la vista los rápidos movimientos del escualo que con sorprendente vigor se sumergía y subía a la superficie. El capitán Mangles dirigía la operación; los marineros echaron por la borda una línea compuesta por una gruesa cuerda en cuyo extremo ataron fuertemente un gran anzuelo que cebaron con un enorme trozo de tocino. El tiburón, aunque se hallaba a una distancia de casi cincuenta metros, oyó el golpe, olió el cebo que se le ofrecía y se acercó velozmente al yate. Su aleta dorsal aparecía sobre la superficie del agua como si fuera una vela, mientras sus otras aletas, negras en su base y cenicientas en la punta, se agitaban violentamente entre las olas y lo hacían avanzar en una línea perfectamente recta. A medida que se acercaba al tocino, sus grandes ojos parecían inflamados por el deseo, sus mandíbulas abiertas dejaban ver una cuádruple hilera de dientes triangulares como los de una sierra. Su ancha cabeza parecía un martillo apoyado en el extremo de un mango.
Al aproximarse, comprobaron que el capitán no se había engañado: aquel tiburón pertenecía a una de las más peligrosas y voraces variedades.
Los pasajeros y la tripulación del Duncan seguían con la mayor atención los movimientos del extraño visitante. Muy pronto alcanzó el cebo, se dio vuelta boca arriba para tomarlo y lo tragó entero. Esto hizo sacudir violentamente el aparejo preparado para retenerlo si llegaba a ponerse a tiro.
El tiburón se defendió con energía, pero lo fatigaron hasta que, ya rendido, pudieron pasarle un nudo corredizo por la cola y así lo subieron hasta la borda; finalmente cayó sobre la cubierta. Un marinero, no sin gran precaución, se le acercó y le cortó de un hachazo la enorme cola.
Con este golpe de gracia quedaba la pesca concluida, el monstruo ya no inspiraba ningún temor; pero la curiosidad de los marineros no estaba satisfecha ya que es frecuente registrar tripas y estómago de estos animales. La gente de mar conoce su poco delicada voracidad y espera de este registro encontrar alguna sorpresa y no siempre es inútil su búsqueda.
Lady Glenarvan no quiso presenciar aquella inspección del cadáver y se retiró. El tiburón aún se agitaba en su agonía. No era de un tamaño extraordinario, medía algo más de tres metros y su peso era de alrededor de trescientos kilos, pero era conocida la ferocidad de esta especie.
El enorme escualo fue abierto a hachazos; el estómago completamente vacío —se veía que hacía tiempo que ayunaba— tenía clavado el anzuelo. La búsqueda no había dado resultado y ya iban a tirar sus restos al mar cuando el contramaestre advirtió un extraño bulto en los intestinos.
—¿Qué diablos será eso? —exclamó.
—Una piedra —respondió un marinero—, que el pícaro se habrá tragado para lastrarse.
—Yo creo —dijo otro— que debe ser una bala que se le clavó en el vientre y que, por supuesto, no pudo digerir.
—Cállense todos —gritó Tom Austin, el segundo del yate— ¿no ven que el pícaro era un borracho perdido y, apurado por beber, se tragó vino y botella también?—¡Cómo! —exclamó lord Glenarvan, atraído por la novedad— ¿es una botella lo que tiene en las tripas?
—Es una botella realmente —respondió el contramaestre—. Pero bien se conoce que no acaba de salir de la bodega.
—Entonces —repuso lord Edward— hay que sacarla con gran cuidado, tratando de que no se rompa, pues las botellas que se encuentran en el mar suelen tener valiosos documentos.
—¿Cree…? —dijo el mayor Mac Nabbs.
—Creo que pueda contenerlos.
—Pronto saldremos de dudas.
—¡Acaso sorprendamos un secreto! —¿Ya la has sacado?
—Sí, milord —respondió el segundo—, al mismo tiempo que le mostraba el objeto informe que acababa de sacar trabajosamente de las entrañas del tiburón.
—Bien —dijo lord Glenarvan— que la laven y la lleven a la cámara de popa.
Así se hizo y aquella botella, que de manera tan extraña había llegado hasta el yate, fue puesta sobre una mesa que rodearon lord Glenarvan, el mayor Mac Nabbs, el capitán John Mangles y también lady Elena, que, como buena mujer, sentía curiosidad por el asunto.
En el mar, la más insignificante novedad puede ser un gran acontecimiento. Durante un momento, en silencio, todos miraron con atención ese débil resto de un naufragio, pensando si había en él, el secreto de una catástrofe o simplemente un mensaje sin importancia confiado a las olas por algún navegante desocupado.
Había que desentrañar el misterio y lord Glenarvan, sin detenerse más, comenzó a examinar con gran precaución la botella. Parecía un detective que estudiaba todas las particularidades de un gravísimo caso; su cuidado era muy adecuado ya que el menor indicio podría servir de pista para descubrir el secreto que guardaba.
Antes de examinar el interior de la botella, observaron minuciosamente su exterior: tenía un cuello delgado y en su gollete, bastante reforzado, había aún un pedazo de alambre oxidado y quebradizo; sus paredes eran gruesas y resistentes, y su forma denunciaba sin duda que había contenido champaña. Con botellas de ese tipo, los vinateros de Francia rompen palos de silla sin que ellas se quiebren, lo que explicaba que ésta hubiera podido soportar entera los azares de una larga travesía.
El mayor reconoció que era una botella de la casa de Clignot y como todos sabían que la podía conocer bien por haber vaciado ya muchas, nadie le discutió su afirmación.
—Mi querido mayor —dijo lady Elena—, poco importa de dónde es la botella si no podemos saber de dónde viene.
—Ten paciencia, mi querida Elena —le respondió lord Edward—, algo podemos ya afirmar: viene de muy lejos. ¡Mira las sustancias petrificadas por el salitre del mar! ¡Este resto de naufragio permaneció mucho tiempo en el océano antes de sepultarse en el vientre del tiburón!
—Opino lo mismo —dijo el mayor—. Este envase, protegido por una capa dura como la piedra, ha podido viajar mucho sin romperse.
—Pero, ¿de dónde viene? —quiso saber impaciente lady Glenarvan.
—Espera, espera, mi querida Elena, las botellas requieren paciencia y estoy seguro de que ésta va a satisfacer nuestra curiosidad pronto. Mientras lo decía, raspaba las costras que protegían el gollete; apareció entonces el tapón deteriorado por el agua.
—¡Qué pena! —dijo Glenarvan— ya que si encontramos algún papel va a estar sumamente arruinado por la humedad.
Todos temieron lo mismo. Era evidente que por estar mal tapado había dejado de flotar y se había sumergido, lo que hizo posible que el tiburón, hambriento, la devorara y que por esa rara casualidad hubiera llegado a bordo del Duncan.
—Hubiera sido mejor encontrarla flotando en alta mar —dijo John Mangles— en un lugar determinado y, así, al estudiar las corrientes que pudieron empujarla, hubiéramos rehecho el camino recorrido; pero traída por un cartero como este tiburón, que navega contra viento y marea, nos será imposible saber eso.
Mientras sacaba el tapón con el mayor cuidado y se esparcía por la cámara un fuerte olor salino, lord Glenarvan respondió que sería la misma botella la que desvelaría su secreto.
—¿Y qué hay? —preguntó lady Elena, con femenina impaciencia.
—¡Sí! —dijo Glenarvan— ¡No me he engañado! Contiene papeles.
—¡Documentos! ¡Documentos! —exclamó lady Elena.
—Parecen muy deteriorados por la humedad y están tan pegados a las paredes que es imposible sacarlos.
La solución era romper la botella, pero deseaban conservarla intacta; finalmente decidieron hacerlo ya que los papeles eran más importantes que el envase que los había traído.
A golpes de martillo rompieron la dura costra pétrea que cubría el gollete y así pudieron retirar con sumo cuidado varios fragmentos de papel adheridos entre sí. Los pusieron con gran precaución sobre la mesa y todos los rodearon ansiosos.
Los tres documentos
Aquellos pedazos de papel, casi destruidos por el agua, sólo permitían distinguir algunas palabras sueltas, restos indescifrables de líneas casi enteramente borradas. Lord Glenarvan los examinó atentamente algunos minutos, los dio vuelta hacia todos los lados, los puso a plena luz y trató de leer los restos de las palabras que el mar había dejado y luego se dirigió a sus amigos que lo rodeaban impacientes.—Aquí hay, sin duda, —les dijo— tres documentos distintos. Es posible que sean tres copias en tres idiomas diferentes: inglés, francés y alemán, del mismo mensaje.
—Pero, ¿se entiende qué sentido tienen? —preguntó lady Glenarvan.
—Están tan arruinados que es difícil saberlo ahora.
—Tal vez se puedan completar uno con otro —opinó el mayor— ya que es muy difícil que el mar los haya borrado precisamente en los mismos lugares. Quizás se puedan unir los tres restos y encontrar así el sentido que ocultan.
—Eso es lo que haremos —dijo lord Glenarvan—, pero debemos actuar con método. Veamos primero el documento en inglés.
Esto era lo que quedaba:
62 Bri gow sink stra aland skipp Gr that monit of long and ssistance lost
—No significa gran cosa —dijo desalentado el mayor.
—Pero, de todas maneras, está en buen inglés —respondió el capitán.
—En muy buen inglés —dijo lord Glenarvan y las palabras sink «zozobrar», aland «a tierra», that «esto», and «y», lost «perdido», están intactas y, sin duda, skipp es parte de la palabra skipper «capitán», por lo que se trata de un señor Gr… que probablemente es el capitán del buque náufrago.
—Además —agregó John Mangles—, podemos interpretar monit como parte de «monition» y ssistance es sin duda assistance, «auxilio».
—Ya tenemos algo —dijo lady Elena.
Desgraciadamente les faltaban líneas enteras, no sabían aún el nombre del buque perdido, ni el lugar del naufragio. Todos confiaban en averiguarlo y se pusieron a descifrar los restos, más arruinados todavía, del otro papel, que mostraba lo siguiente:
7 juni Glas swei atrosen graus bringt ihnen
John Mangles reconoció que estaba en alemán, lengua que él dominaba perfectamente, así que lo estudió con cuidado y luego dijo:
—Ya podemos saber la fecha del acontecimiento: 7 de junio; uniéndolo al 62 que figura en el documento inglés tenemos la fecha completa: 7 de junio de 1862. En la misma línea figura Glas que uniéndola a gow nos da Glasgow, por lo que se trata sin duda de un buque del puerto de Glasgow.
Todos aprobaron su interpretación y John Mangles continuó:
—La segunda línea se ha perdido completa; en la tercera aparecen dos palabras importantes: swei, que significa dos, y atrosen, es decir, matrosen, que quiere decir: marineros.
—¿Entonces se trata de un capitán y dos marineros?
—Probablemente, pero confieso que la segunda palabra: graus no la comprendo, quizás se aclare con el tercer documento. Las dos últimas palabras se explicaron claramente: bringt ihnen es prestadles y si unimos esto a la palabra que figura en el documento inglés, leeremos claramente: prestadles auxilio.
—¡Sí!, ¡prestadles auxilio! —dijo Glenarvan—, pero, ¿dónde están estos desdichados? Aún no tenemos ningún dato acerca del lugar.
—Veamos el documento francés —propuso lord Edward—. Este idioma lo conocemos todos y será más fácil la investigación.
Esto era lo que quedaba del tercer documento:
Troj ats tannia gonie austrel abor contin pr cruel indi jete ongit et 37° 11, lat.
—¡Miren, hay cifras! !Miren, señores! —exclamó lady Elena.
—Actuemos con orden —dijo lord Glenarvan—, permítanme analizar estas nuevas palabras dispersas e incompletas. Veo que se trata de un buque de tres palos, su nombre es Britannia, lo aclara este documento unido al inglés. De las dos palabras: gonie y austrel esta última tiene clara significación para todos.
—Es un dato de gran valor —respondió John Mangles—, el naufragio ha ocurrido en el hemisferio austral.
—De gran valor, pero muy poco preciso —agregó el mayor.
—Prosigo —añadió Glenarvan—, la palabra abor es del verbo abordar evidentemente. Los infortunados han abordado alguna tierra. ¿Pero, dónde? ¡Ah! contin: ¿un continente?; ¡cruel!
—Ahora se explica la palabra alemana graus, es grausam, «cruel».
—¡Adelante! —dijo Glenarvan que más se entusiasmaba a medida que descubría el sentido de las palabras incompletas. indi… ¿será que los náufragos han sido arrojados a la India? ¿Qué significa ongit? ¡Ah!, longitud. Y acá dice en qué latitud: treinta y siete grados once minutos. En fin, ya sabemos algo más preciso.
—Pero no conocemos la longitud —dijo Mac Nabbs.
—No podemos tenerlo todo, mi querido mayor —le respondió Glenarvan—, pero algo hemos avanzado. Es evidente que el documento más completo es el francés y que los tres contienen palabra por palabra el mismo mensaje. Ahora los reuniremos, haremos una traducción completa y buscaremos el sentido más probable a todo. Voy a escribir el documento reuniendo los restos de palabras y frases truncadas, respetando los espacios que los separan.
Tomó la pluma y poco después mostró a sus amigos el resultado:
7 junio 1862 tres mástiles Britannia Glasgow zozobró…
En aquel momento un marinero le avisaba al capitán que el Duncan entraba en el golfo de Clyde y que esperaba las órdenes. John Mangles le preguntó al propietario cuáles eran sus deseos y éste respondió:
—Llegar cuanto antes a Dumbarton. Inmediatamente partiré hacia Londres para entregar este documento al Almirantazgo, mientras lady Elena regresa a Malcolm Castle.
Mientras las órdenes se transmitían, continuaron con la investigación. Era evidente que se trataba de una catástrofe y que en sus manos estaba la salvación de esas personas.
—Tenemos que considerar tres cosas distintas en este documento: 1º) lo que ya sabemos; 2º) lo que podemos deducir y 3º) lo que ignoramos totalmente. ¿Qué sabemos con seguridad? Sabemos que el 7 de junio de 1862, un buque de tres palos, una corbeta o una fragata, la Britannia, de Glasgow, zozobró y que dos marineros y el capitán piden auxilio y para ello arrojaron este mensaje al mar a los 37° 11 de latitud.
—Perfectamente —dijo el mayor.
—¿Qué podemos deducir? Que este desgraciado episodio ocurrió en los mares australes; además que la palabra gonia parece indicar el nombre del lugar a que arribaron.
—¡La Patagonia! —exclamó lady Elena.
—Sin duda.
Sacaron un mapa de América del Sur y, en efecto, el paralelo 37 pasa por la Patagonia, atraviesa la Araucania, las Pampas y el norte de las sierras patagónicas y se pierde en el Atlántico.
—Bien, continuemos. Los dos marineros y el capitán abor… contin, ¿abordaron el continente? Y ahora estas pocas letras nos permiten deducir que están prisioneros de los crueles indios. ¿No les parece que esta interpretación encaja perfectamente?
El entusiasmo de lord Glenarvan se contagió a todos que aceptaron sin discusión lo que les proponía.
—Para mayor seguridad, haré averiguar en Glasgow cuál era el destino de la Britannia.
—¡Oh!, no hará falta averiguar tan lejos —respondió John Mangles—, aquí tengo la colección de la Mercantile and Shipping Gazette que nos dará la información precisa.
—¡Veamos, veamos! —exclamó lord Glenarvan.
El capitán tomó un paquete de periódicos del año 1862 y los hojeó rápidamente. Al poco rato dijo con gran satisfacción:
—¡30 de mayo de 1862! ¡Perú! ¡El Callao! A la carga para Glasgow, la fragata Britannia, ¡capitán Grant!
—¡Grant! —exclamó lord Glenarvan—, ¡el valiente escocés que quiso fundar una Nueva Escocia en los mares del Pacífico!
—Sí, el mismo que en 1861 partió de Glasgow en la Britannia y del cual no se volvieron a tener noticias.
—¡No hay dudas! ¡No hay dudas! —dijo Glenarvan—. Es él. La Britannia salió del puerto de El Callao el 30 de mayo y el 7 de junio, ocho días después, se perdió en las costas de la Patagonia.
Aquí está su historia revelada por los restos de su mensaje. Sólo desconocemos ahora el grado de longitud.
—No nos hace falta, —respondió el capitán—, ya que como la región es conocida, podría sólo con la latitud ir derecho al escenario del naufragio.
—¿Entonces lo sabemos todo? —dijo lady Elena.
—Todo, mi querida Elena. Lo que el mar ha borrado voy a rehacerlo con tanta exactitud como si me dictase el propio capitán Grant.
Tomó nuevamente la pluma y sin vacilaciones completó:
El 7 de junio de 1862, la fragata Britannia de Glasgow zozobró en las costas de la Patagonia, en el hemisferio austral. Dirigiéndose a tierra, dos marineros y el capitán Grant van a intentar abordar el continente donde serán prisioneros de los crueles indios. Han arrojado este documento a los… grados de long. y 37° 11 de lat. Socorredlos o están perdidos.
—¡Bien, bien!, mi querido Edward, si estos desdichados logran volver a su patria, te deberán esa indecible felicidad.
—¡Volverán! Este documento es sumamente claro y explícito como para que, sin vacilar, Inglaterra vuele en socorro de sus tres hijos perdidos en una costa desértica. Ya lo han hecho por Franklin y muchos otros y lo harán también por los náufragos de la Britannia. Y haré también saber a sus familiares que no está perdida toda esperanza. Y ahora, amigos, subamos a cubierta que ya debemos estar cerca del puerto.
En efecto, el Duncan que venía a toda marcha, costeaba en aquel momento la isla de Bute, dejaba a estribor Rothesay con su encantadora ciudad recostada sobre un fértil valle. Después entró en el golfo, evolucionó frente a Greenwich y, a las seis de la tarde, ancló al pie de la roca de Dumbarton, coronada por el célebre castillo de Wallace, el querido héroe de Escocia.
Allí se despidieron con un fuerte abrazo lady Elena y su esposo; ella iría a Malcolm Castle con el mayor y él viajaría directamente en tren a Glasgow. Antes de marchar había confiado un mensaje al telégrafo eléctrico; era el siguiente anuncio para ser publicado en las páginas del Times y del Morning Chronicle:
Para conocer algunos datos sobre el paradero de la fragata Britannia, de Glasgow, y de su capitán Grant, dirigirse a lord Glenarvan, Malcolm Castle, Luss, condado de Dumbarton, Escocia.
El castillo de Malcolm
El castillo de Malcolm, propiedad de la familia Glenarvan desde tiempo inmemorial, está situado cerca de la aldea de Luss. Domina una pintoresca vega y las aguas del lago Lomond bañan sus muros.
Lord Glenarvan poseía una inmensa fortuna, que empleaba en hacer el mayor bien, siguiendo la tradición de sus antepasados. Era señor de Luss y lord de Malcolm; representaba a su condado en la Cámara de los Lores. Tenía treinta y dos años; era de considerable estatura, de rostro severo, pero su dulce mirada transparentaba su gran bondad. Se le reconocía valiente, emprendedor y caballeroso.
Hacía tres meses apenas que había contraído matrimonio con Elena Tuffnel, hija de un gran explorador. La señorita Tuffnel no pertenecía a una familia noble, pero era escocesa, lo que para lord Glenarvan valía mucho más. Lady Elena era una joven encantadora, tenía veintidós años y adoraba a su marido.
Lord Glenarvan y su joven esposa vivían felices en el castillo de Malcolm, en medio de aquella imponente y salvaje naturaleza de los Highlands, las tierras altas de Escocia; se paseaban bajo las añosas arboledas de castaños y sicomoros, por las orillas del lago en que aún resonaban los antiguos cantos de guerra y por los sitios donde las ruinas seculares cuentan la historia de Escocia.
Un día se extraviaban por las alamedas y pinares; otro día ascendían hasta las escabrosas cimas del Ben-Lomond o cabalgaban por solitarios valles para estudiar y comprender mejor aquella poética comarca llamada aún «el país de Rob Roy» y todos aquellos célebres lugares cantados magistralmente por el inmortal Walter Scott
Al atardecer, cuando se encendía el faro de Mac Partene, paseaban por la antigua galería almenada que circundaba el castillo; allí se sentaban pensativos en alguna piedra, rodeados del silencio; a medida que la noche poco a poco cubría los picos de las montañas y la luna pálida los alumbraba, permanecían extasiados en su amor.
Así transcurrieron los primeros meses de su matrimonio. Lord Glenarvan, para satisfacer las aspiraciones viajeras que su esposa había heredado del gran navegante que había sido su padre, hizo construir para ella el Duncan, con el que se proponían viajar por los más hermosos países del mundo. De este modo tendrían la incomparable felicidad de pasear su amor por el Mediterráneo, las costas de Grecia o las playas de Oriente.
Pero ahora, lord Glenarvan había partido para Londres con el propósito de salvar a unos desventurados náufragos y lady Elena se sentía impaciente y afligida. Recibió al día siguiente el anuncio del próximo regreso de su esposo, pero, por la tarde, otro telegrama le comunicaba una prórroga provocada por la necesidad de solucionar algunas dificultades. Un nuevo mensaje en el que su esposo no ocultaba su descontento con el Almirantazgo, la empezó ya a preocupar.
Esa misma tarde, cuando se hallaba sola en su gabinete, el intendente del castillo le preguntó si deseaba recibir a dos jóvenes; agregó que no eran de la zona y que luego de llegar en tren a Belloch, habían continuado, a pie hasta el castillo, para hablar con lord Glenarvan. Lady Elena accedió al requerimiento y pocos instantes después entraban en el gabinete dos jóvenes cuyo parecido delataba que eran hermanos: una joven de dieciséis años, de bello rostro fatigado, cuyos ojos, que sin duda habían llorado mucho, mostraban una expresión resignada y valerosa; vestía prolija y humildemente; de su mano venía un niño de doce años, de aspecto tan decidido que parecía, a pesar de su corta edad, ser el protector de su hermana.
La joven quedó un momento cortada, pero la dulce mirada de lady Elena la alentó; preguntó, entonces, por lord Glenarvan. Al enterarse de que éste no estaba, tuvo un gesto de tristeza, pero cuando supo que estaba frente a la esposa, se animó a preguntarle:
—¿Es usted la esposa de lord Glenarvan, quien ha publicado una nota en el Times relativa al naufragio del Britannia?
—¡Sí! ¡Sí! ¿Y ustedes?
—Yo soy miss Grant y éste es mi hermano.
—¡Miss Grant!, ¡miss Grant! —exclamó al tiempo que la tomaba de las manos y besaba la frente del niño.
—Señora, dígame qué sabe del naufragio y de mi padre. ¿Lo volveremos a ver? Hable pronto, se lo suplico.
—Hija mía, sólo puedo darles una esperanza muy débil, pero con la ayuda de Dios, que todo lo puede, es posible que vuelvan a ver a su padre.
Miss Grant lloraba emocionada, mientras su hermano Roberto cubría de besos las manos de la señora.
Pasada la primera emoción de aquella dolorosa alegría, la joven comenzó a hacer preguntas y más preguntas deseando conocer todos los detalles; lady Elena trataba de satisfacerla contándoles cómo habían encontrado el documento en tres idiomas, cuál era el destino que había corrido el capitán Grant y los otros náufragos y, por último, que estos desdichados imploraban el auxilio de quienes pudieran socorrerlos.
Durante esta narración, Roberto Grant parecía beber las palabras de lady Elena mientras su imaginación infantil le hacía seguir todas las peripecias del naufragio con su padre: junto a él se veía en la cubierta del barco próximo a naufragar, a su lado se debatía en el mar, se agarraba con uñas y dientes de las rocas y, finalmente, se arrastraba jadeando por la arena, lejos ya del alcance del mar.
Mientras lady Elena hablaba, muchas veces se escaparon de su boca palabras dolientes:
—¡Oh, papá! ¡Mi pobre papá! —exclamó abrazando fuertemente a su hermana.
Miss Grant escuchaba en silencio y con las manos juntas. Cuando el relato hubo terminado, le suplicó a lady Elena que le mostrara el documento; no sin pena se enteró de que lord Glenarvan lo había llevado, en interés de su padre, a Londres, pero la consoló la seguridad de que lady Elena les había contado, palabra por palabra, todo, aunque igualmente hubiera querido tenerlo para ver la letra de su padre.
Lady Elena la consoló con la posibilidad de que al día siguiente regresara su esposo con el valioso mensaje que había sido expuesto ante el Almirantazgo con la esperanza de que enviaran inmediatamente un barco en busca del capitán Grant.
Fue enorme el reconocimiento de la joven al ver cuánta preocupación ponían en salvar a su padre; se lo expresó con religioso fervor, pero lady Elena rechazó el agradecimiento diciendo que cualquiera hubiera obrado de la misma forma; luego exclamó:
—¡Ojalá se realicen las esperanzas que les he hecho concebir! Hasta que regrese lord Glenarvan permanecerán en el castillo.
—Señora, no abuse de la simpatía que le causan unos extraños.
—¡Extraños, hija mía! Ni tu hermano ni tú son extraños en esta casa; quiero que lord Glenarvan pueda, en cuanto llegue, hacer conocer a los hijos del capitán Grant qué se va a intentar para salvar a su padre.
No podían rehusar tan cordial invitación, por lo que ambos quedaron aguardando en el castillo de Malcolm.
Una propuesta de Lady Glenarvan
Lady Elena había ocultado a los jóvenes los temores de que su padre estuviera cautivo de los indios y también la desconfianza que sobre la ayuda del Almirantazgo dejaban traducir las cartas y telegramas de su esposo. ¿Para qué aumentar la pena de aquellos niños y disminuir la esperanza que había nacido?
Después de responder a todas las preguntas de miss Grant, la interrogó acerca de su vida y de su situación, ya que parecía ser ella la única protectora de su hermano.
La historia de la joven era sencilla y conmovedora y aumentó la simpatía que le había despertado la huérfana.
Miss Mary y Roberto Grant eran los únicos hijos del capitán Harry Grant que había perdido a su esposa al nacer Roberto; desde entonces los niños quedaban al cuidado de una anciana prima suya durante sus viajes.
El capitán Grant era escocés, hijo de un pastor de la iglesia de Santa Catalina. Era un valiente marino, buen navegante y comerciante. Con las mejores cualidades para la marina mercante, tuvo éxito en sus negocios en el mar y había llegado a poseer una modesta fortuna; planeó entonces algo que le dio gran popularidad en su país: fundar una colonia escocesa en Oceanía, ya que se sentía, igual que otras grandes familias como la de lord Glenarvan, separado de la invasora Inglaterra y esperaba que esa colonia, como lo habían hecho ya los Estados Unidos, y seguramente lo harían la India y Australia, tendría un porvenir independiente.
Por supuesto, el gobierno no favoreció sus planes; aún más, trató de impedirlos, pero Harry no se desanimó y puso toda su fortuna y su arrojo al servicio de esa causa. Con la colaboración de sus compatriotas construyó un buque y después de confiar a sus niños al cariño de su anciana prima, partió, en 1861, para explorar las islas del Pacífico. Desde junio de 1862, fecha en que salió de El Callao, no se volvió a hablar de la Britannia ni de su capitán.
En esas circunstancias murió la anciana y los dos niños quedaron solos en el mundo. Mary Grant tenía entonces catorce años, pero la fortaleza de su alma la hizo dedicarse completamente a la educación de su hermano. Con grandes economías, esfuerzos y trabajo incansable logró cumplir la penosa tarea que se había impuesto.
Ambos hermanos vivían en Dundee, en una triste situación de miseria únicamente combatida por los esfuerzos de Mary, que sólo se dedicaba a su hermano, ya que ella, después de la desaparición de su padre, no pensaba más que en Roberto. Es difícil de imaginar la conmoción que le provocó el anuncio del Times y de qué manera la arrancó de su desesperación. Inmediatamente tomó una determinación: tener alguna noticia sobre su padre, aunque fuera la peor, antes que seguir en la incesante duda. Le comunicó todo a su hermano y juntos partieron ese mismo día hacia el castillo de Malcolm.
Mary le confió a lady Glenarvan esta triste historia, con gran sencillez, sin pensar que en esos dolorosos años de prueba se había comportado como una heroína. Lady Elena pensó eso varias veces y sin ocultar sus lágrimas los abrazó. También Roberto, que oía la historia, comprendió todo lo que su hermana había sufrido por él y la abrazó sin poderse contener, gritando:
—¡Ah, mamá! ¡Mi querida mamá!
Durante esta conversación había caído la noche; lady Elena hizo conducir a los jóvenes a sus habitaciones donde se durmieron esperanzados en un futuro mejor. Luego llamó al mayor Mac Nabbs y le refirió todo lo ocurrido; éste se admiró también de las virtudes de Mary y deseó, junto con lady Elena, el éxito de las gestiones de lord Glenarvan para solucionar el problema de los niños; sin embargo el temor y la desconfianza no le permitieron dormir en toda la noche.
Al día siguiente, ambos hermanos se levantaron muy temprano y se paseaban ansiosos por el patio del castillo esperando a lord Glenarvan. Lady Elena y el mayor salieron a recibir a lord Edward en cuanto oyeron el ruido del carruaje que lo traía de vuelta. Parecía estar triste, desanimado y furioso. Abrazaba a su esposa en silencio.
—¿Y bien, Edward? —exclamó lady Elena.
—Mi querida Elena, esos hombres no tienen corazón.
—¿Se han negado?
—¡Sí! ¡Se han negado a enviar un buque! ¡Han hablado de los millones gastados inútilmente para salvar a Franklin! ¡Han dicho que hace ya dos años que han desaparecido y que hay pocas probabilidades de encontrarlos! Que si los indios los han hecho prisioneros, estarán tierra adentro y no se puede registrar toda la Patagonia para encontrar a tres hombres —¡tres escoceses!— y que podrían perderse más hombres que los que se iban a salvar. En fin, han dado todas las malas razones que su falta de voluntad les dictó. Recuerdan el proyecto del capitán Grant; el pobre está perdido para siempre.
—¡Mi padre! ¡Mi pobre padre! —exclamó Mary echándose de rodillas a los pies de lord Glenarvan. Éste se sorprendió al ver a aquella joven, la levantó al tiempo que se enteraba de quién era y se disculpaba de haber hablado así frente a ella. Un hondo silencio, sólo interrumpido por sollozos, reinaba en el patio; todos esos escoceses protestaban así contra la decisión del gobierno inglés; sólo el joven Roberto manifestó su enojo con una amenaza que interrumpió su hermana. Ella sólo quería agradecer la bondad de estos buenos señores y partir para echarse a los pies de la reina y suplicarle de rodillas por la vida de su padre.
Lord Glenarvan movió su cabeza; no dudaba del buen corazón de Su Majestad, pero sabía que Mary Grant no podría llegar hasta ella: muy raras veces pueden llegar hasta ella los que suplican.
Lady Elena sabía también que iba a realizar un esfuerzo inútil y que los esperaba una existencia desgraciada. Tuvo entonces una idea grande y generosa, detuvo a los niños que ya se disponían a partir y con los ojos llenos de lágrimas, pero con la voz serena se acercó a su esposo y le dijo:
—Edward, el capitán Grant escribió su carta y la echó al mar en la confianza de que Dios la cuidaría; Dios nos la trajo, sin duda ha querido que nosotros salvemos a esos desdichados.
—¿Qué quieres decir, Elena?
—Quiero decir que es una gran felicidad poder empezar nuestra vida de matrimonio con una buena acción. Tú, querido Edward, has proyectado un viaje de placer. ¿No nos dará mayor placer poder salvar a esos desventurados que su patria abandona?
—¡Elena!
—¡Sí! Me comprendes. El Duncan es un magnífico yate, puede enfrentar los mares del sur y dar la vuelta al mundo si fuera necesario. ¡Partamos, Edward!
¡Vamos a buscar al capitán Grant!
Lord Glenarvan tendió los brazos a su esposa y la estrechó emocionado mientras los hermanos le besaban las manos y toda la servidumbre del castillo, conmovida y entusiasmada, vitoreaba a sus señores.
La partida del Duncan
Lord Glenarvan estaba con razón orgulloso de su esposa, tan capaz de sorprenderlo y de seguirlo y que demostraba con la decisión que había tomado su alma fuerte y valerosa. El propósito de ir a buscar al capitán Grant ya se había apoderado de su mente al ver que su pedido era rechazado en Londres y si no había sido él quien lo propusiera fue porque se resistía a la idea de separarse de su mujer. Pero desde el momento en que lady Elena misma deseaba partir, no tenía ya ninguna duda.
Los criados del castillo saludaban con entusiasmo la proposición de su señora porque se trataba de salvar a hermanos escoceses y lord Glenarvan, con cordialidad, unió su voz a las exclamaciones que vitoreaban a la señora de Luss.
Como ya estaba resuelta la partida, no había tiempo que perder, así que lord Glenarvan envió a John Mangles a Glasgow con el Duncan para prepararlo para el viaje por los mares del sur que podría convertirse también en un viaje alrededor del mundo. Como lo había afirmado lady Elena, las cualidades del Duncan eran tantas, su solidez y velocidad tan notables, que podía iniciar sin temor los más largos viajes.
El Duncan era un yate de vapor de líneas elegantes y de doscientas diez toneladas de porte. Los primeros barcos, los de Colón, Vespucio, Pinzón, Magallanes que llegaron a América eran de dimensiones mucho menores.
El Duncan tenía dos palos, el trinquete con su mayor, juanete y sobrejuanete y el mesana con cangreja y escandalosa, además del correspondiente bauprés con sus foques, contrafoques y petifoques. Tenía pues un velamen suficiente que le permitía aprovechar el viento como un liviano clíper, aunque su vigor principal residía en su potencia mecánica: una moderna máquina de ciento sesenta caballos, tenía aparatos de calefacción que le daban al vapor una presión mayor que la común y que ponía en movimiento una doble hélice. En sus pruebas en el golfo de Clyde había avanzado diecisiete millas por hora.
Era evidente que podía hacerse a la mar y dar la vuelta al mundo; su capitán tuvo que ocuparse sólo de los arreglos interiores.
Por las dificultades que sin duda encontraría en abastecerse de combustible, convirtió en carboneras algunos pañoles más; también aumentó la capacidad de las despensas y almacenó víveres para dos años. Dispuso además de dinero suficiente como para adquirir un cañón giratorio que hizo colocar en la proa. No sabían qué peligros deberían afrontar y les daba seguridad el poder enviar una bala de ocho a cuatro millas de distancia.
John Mangles, aunque comandaba un yate de paseo, conocía muy bien su oficio y en Glasgow, donde los buenos marinos no escasean, se lo contaba entre los más diestros, inteligentes y resueltos. Tenía entonces treinta años, sus facciones eran severas y rudas, pero denotaban valor y bondad. Había nacido en el castillo de los Glenarvan, y éstos, que tomaron a su cargo su educación, lo hicieron un excelente marino. El capitán Mangles ya había dado repetidas pruebas de habilidad, firmeza de carácter y sangre fría en algunos viajes transoceánicos y cuando lord Glenarvan le ofreció el mando del Duncan lo aceptó muy satisfecho, ya que sólo esperaba una oportunidad para sacrificarse por quien quería como a un hermano.
El segundo de a bordo era Tom Austin, un viejo marino digno de toda confianza. Incluyendo a los mencionados, la tripulación era de veinticinco hombres, todos del condado de Dumbarton, marineros consumados, hijos de arrendatarios de la familia Glenarvan que formaban a bordo un verdadero clan de gente honrada al que ni siquiera faltaba el gaitero tradicional. Era una tripulación de hombres valientes, amantes de su oficio, hábiles en el manejo de las armas y en las maniobras del buque y capaces de seguirlo a las más peligrosas expediciones. Cuando la tripulación del Duncan conoció el destino de su próximo viaje estalló en hurras entusiastas, que los peñascos de Dumbarton repitieron con sus ecos.
John Mangles, al mismo tiempo que preparaba las provisiones y la carga del buque, dispuso las cámaras de lord y lady Glenarvan en forma adecuada a personas tan distinguidas y queridas y para un viaje tan largo. Igualmente se ocupó de los camarotes de los hijos del capitán Grant, ya que lady Elena no pudo negar a Mary el permiso para acompañarla a bordo del Duncan. En cuanto al joven Roberto, era inútil negarle el permiso pues se hubiera embarcado de polizón, escondido en cualquier rincón del buque. Ni siquiera se pudo lograr que se embarcase como pasajero: se obstinó, y lo logró, en servir de grumete o de aprendiz. John Mangles se comprometió a enseñarle el oficio. Roberto le pidió que no ahorrase los latigazos si no andaba derecho.
Para completar la lista de pasajeros, nombraremos al mayor Mac Nabbs. Era un hombre de cincuenta años, de facciones tranquilas y regulares. Poseía un excelente carácter, era modesto, silencioso, pacificó y amable. Nunca discutía ni se incomodaba por nada. Lo mismo que subía por la escalera de su cuarto, hubiera subido por una muralla sin que nada, ni una bala de cañón, le perturbase. Poseía en grado sumo un gran valor físico y, lo que es mucho más importante aún, un extraordinario valor moral. Su único defecto, si lo era, consistía en ser escocés hasta la médula de los huesos. Nunca quiso servir a Inglaterra y el grado de mayor lo ganó en un tradicional regimiento formado por nobles escoceses. En su calidad de primo de los Glenarvan residía en el castillo de Malcolm y en su calidad de mayor consideró natural embarcarse en el Duncan.
Desde su llegada a Glasgow, el yate había monopolizado la curiosidad y la admiración de todos. Mucho público lo visitaba todos los días, con no demasiado agrado de los demás capitanes del puerto, entre otros el capitán Burton, al mando del Scotia, un magnífico vapor anclado junto al Duncan y listo para zarpar hacia Calcuta.
Se fijó la partida del Duncan para el 25 de agosto, lo que les permitiría llegar a las latitudes australes a comienzos de la primavera.
Apenas se conoció su proyecto, recibió lord Glenarvan críticas y elogios. Unos le hicieron observaciones muy sensatas acerca de los peligros del viaje, otros le expresaron su admiración por la finalidad de su expedición. La opinión pública se declaró francamente favorable y todos los periódicos, excepto los órganos del gobierno, censuraron la conducta del Almirantazgo.
El 24 de agosto, lord y lady Glenarvan, el mayor Mac Nabbs, Mary y Roberto Grant, el señor Olbinett, mayordomo del yate, y su mujer, la señora Olbinett, al servicio de lady Glenarvan, salieron del castillo de Malcolm. A las pocas horas estaban todos a bordo. La población de Glasgow los recibió con simpática admiración, especialmente a lady Elena, quien para ir en auxilio de unos desdichados náufragos, dejaba de lado los tranquilos y fáciles goces de una vida opulenta.
Lord Glenarvan y su esposa ocupaban los dos dormitorios, el salón y los dos gabinetes de tocador de la toldilla de popa. Había además seis camarotes, de los cuales ocuparon cinco Mary y Roberto Grant, el señor y la señora Olbinett y el mayor Mac Nabbs. Los camarotes de John Mangles y Tom Austin estaban ubicados junto a la escotilla muy cerca de la cubierta. La tripulación tenía sus coys en el entrepuente.
A las ocho de la noche, lord Glenarvan, sus huéspedes y toda la tripulación, desde los fogoneros al capitán, fueron a la catedral de Glasgow, donde el reverendo Morton imploró las bendiciones del cielo para los abnegados exploradores.
A las once volvieron todos al Duncan. John Mangles y sus hombres finalizaron los preparativos y, a media noche, se encendieron las calderas con el fin de partir a las tres de la mañana aprovechando la marea descendente. A esa hora el Duncan lanzó vigorosos silbidos y soltó amarras. El yate comenzó a navegar por el canal que John Mangles tan bien conocía. Pronto las últimas fábricas de la costa fueron reemplazadas por las bonitas casas de fin de semana que coronan las colinas. Una hora después el Duncan pasó frente a las rocas de Dumbarton. A las seis se hallaba en el golfo de Clyde; desde allí, dobló el cabo de Cantry, salió del canal del norte y navegó en pleno océano.
El pasajero del camarote número seis
Los pasajeros del Duncan debieron soportar, el primer día de viaje, los fuertes balanceos del buque debidos al mar picado, lo que impidió a las señoras aparecer por la toldilla. Pero al día siguiente, una ligera variación del viento permitió izar el trinquete, la cangreja y la gavia de modo que el buque, ciñendo más y apoyándose mejor en las olas, fue menos violento en sus cabeceos y balanceos.
Apenas despuntó el día, lady Elena y Mary Grant se reunieron en la cubierta con lord Glenarvan, el mayor y el capitán. El día se presentaba espléndido. Los pasajeros del yate contemplaban silenciosos la aparición de un sol magnífico.
—¡Qué admirable día! —dijo lady Elena—. El día empieza hermoso. Ojalá el viento nos siga siendo propicio. ¿Será larga nuestra travesía, querido Edward?
—El capitán nos lo dirá. ¿Andaremos bien, John? ¿Estás satisfecho con tu buque?
—Muy satisfecho, milord —contestó John Mangles—. Es un buque magnífico. Navegamos a diecisiete millas por hora y a este paso antes de cinco semanas habremos doblado el cabo de Hornos
—¿Oyes, Mary? —exclamó lady Glenarvan—, antes de cinco semanas.
—Sí, lo oigo, señora. Las palabras del capitán han hecho latir mi corazón con violencia.
—¿Qué tal te sienta la navegación, Mary? —preguntó lord Glenarvan.
—Bien, milord. Ya estoy acostumbrándome a los balanceos.
—¿Y Roberto?
—Roberto —respondió John Mangles— no se queda quieto, cuando no está en la máquina, está en los topes. ¡Miren!
Siguiendo la indicación del capitán, todos levantaron los ojos hacia el palo mayor, donde estaba Roberto suspendido de una verga de juanete a treinta metros de altura. Mary se estremeció.
—No se asuste, Mary —dijo John Mangles—, respondo de él. Estoy seguro de que cuando encontremos al capitán Grant —y lo encontraremos— le presentaré a un marino hecho y derecho.
—El cielo le oiga, capitán.
—Hija mía —repuso lord Glenarvan—, hay en todo esto algo de providencial que debe darnos esperanzas. Estoy seguro de que triunfaremos y llevaremos a cabo nuestra empresa sin dificultad. Tengo la mejor de las tripulaciones y el mejor de los buques. ¿No te causa admiración el Duncan, Mary?
—Lo admiro, milord. Y lo admiro como buena conocedora.
—¿De veras?
—Desde muy niña jugaba en los buques de mi padre, el cual hubiera hecho de mí todo un marino. Y aun ahora no me vería en apuros si debiera trenzar un grátil.
—¿Cómo? —exclamó John Mangles.
—Si hablas de ese modo, Mary —intervino lord Glenarvan—, vas a entusiasmar al capitán y a hacer de él tu mejor amigo, porque no concibe en el mundo otro oficio que el de marino, ni siquiera para la mujer. ¿No es verdad, John?
—Así es, milord. Aunque creo que miss Grant está mejor en la toldilla que sujetando un juanete, me agrada mucho oírla expresarse así. Sobre todo cuando admira el Duncan, que bien lo merece.
Lady Elena escuchaba sonriendo esta conversación y ante tantos elogios del yate expresó sus deseos de visitar todos los rincones y ver cómo estaban en el entrepuente los marineros.
Antes de complacerla, lord Edward llamó a Olbinett, para encargarle el almuerzo.
El mayordomo era un excelente cocinero que desempeñaba sus funciones con celo e inteligencia.
Mac Nabbs prefirió seguir fumando en la cubierta y no acompañó a lord Glenarvan y a sus huéspedes cuando bajaron al entrepuente. Se quedó, pues, solo y conversando consigo mismo, según su costumbre, pero sin contradecirse jamás.
Después de unos minutos se dio vuelta y vio aparecer a un nuevo personaje. Este encuentro hubiera sorprendido al mayor si al mayor pudiera sorprenderle algo, pues el nuevo pasajero le era desconocido.
Era un hombre de cuarenta años, alto y delgado, de cara ancha y voluminosa, boca grande y barba muy pronunciada. Sus ojos se escondían detrás de unas gafas redondas y su mirada tenía la indecisión particular que caracteriza a los nictálopes. Su fisonomía era la de un hombre inteligente y jovial; no tenía ese aspecto grave de los que hacen de la seriedad un principio y que ocultan bajo una máscara de formalidad una nulidad absoluta.
Se notaba que era conversador y distraído. Usaba gorra de viaje, botas amarillas y polainas de cuero, pantalón y chaquetilla de terciopelo de color castaño. Sus numerosos bolsillos estaban atestados de diccionarios, agendas, carteras y otros mil objetos tan molestos como inútiles. Colgado del hombro, llevaba un anteojo de larga vista.
Se paseaba alrededor del mayor, interrogándolo con los ojos, pero la indiferencia de Mac Nabbs burló los intentos del extraño pasajero de entablar conversación. Tomó entonces su anteojo, lo desplegó y se puso a examinar durante cinco minutos el horizonte. Luego lo dejó descansar sobre el piso y se apoyó en él como si fuera un bastón. Los tubos del anteojo se metieron inmediatamente uno dentro del otro y el singular personaje, faltándole de repente su punto de apoyo, casi se cae al pie del palo mayor.
Cualquier otro hubiera reído ante tal espectáculo, pero el mayor, impasible, ni siquiera pestañeó.
El intruso llamó, entonces, al mayordomo. En ese momento pasaba el señor Olbinett que iba a la cocina ubicada en la proa. Grande fue su asombro cuando se oyó llamar por aquel hombre larguirucho y a quien no conocía. Subió a la toldilla y se acercó al desconocido.
—¿Es usted el mayordomo del buque? —le preguntó con acento extranjero.
—Sí, señor —respondió Olbinett—, pero no tengo el honor…
—Soy el pasajero del camarote número seis.
—¿Número seis? —repitió asombrado el mayordomo.
—Por supuesto. ¿Y usted se llama?
—Olbinett.
—Pues bien, amigo Olbinett, me parece que ya es hora de desayunar. Hace treinta y seis horas que no he probado bocado, o mejor dicho, hace treinta y seis horas que no hago otra cosa que dormir, lo que es muy perdonable para una persona que ha venido de una sentada de París a Glasgow. ¿A qué hora se desayuna?
—A las nueve —respondió maquinalmente Olbinett.
El extranjero quiso consultar su reloj, lo que consiguió sólo al meter la mano en su noveno bolsillo.
—Bueno, aún no han dado las ocho. Deme, pues, Olbinett, un bizcochito y un vaso de sherry para poder aguardar porque me estoy cayendo.
Olbinett oía y callaba sin comprender nada. Este desconocido hablaba él solo y saltaba sorprendentemente de un asunto a otro.
—Y bien, ¿y el capitán? ¡No se ha levantado aún! ¿Y el segundo? ¿Qué hace? ¿Duerme también? Menos mal que el tiempo es bueno, el viento favorable y el buque anda solo…
De este modo hablaba cuando apareció John Mangles por la escotilla de popa.
—Aquí está el capitán —dijo Olbinett.
—¡Cuánto me alegro de conocerlo, capitán Burton!
John Mangles quedó como quien ve visiones ante este desconocido que lo llamaba capitán Burton.
Pero el otro continuó sin darse cuenta de la situación.
—Déjeme darle un apretón de manos, pues no pude hacerlo antenoche, ya que no se debe incomodar a los marinos en el momento de zarpar; pero hoy, capitán, tengo el mayor gusto en conocerlo.
John Mangles abría enormes ojos mirando tanto a Olbinett como al recién llegado.
—Ahora —seguía el singular pasajero— que ya me he presentado y somos casi como dos antiguos amigos, hablemos y dígame si está contento con el Scotia.
—¿Qué entiende usted por el Scotia? —dijo por fin John Mangles.
—El Scotia que nos lleva, un buen buque cuyas cualidades físicas me han elogiado mucho igual que las prendas morales de su bravo comandante, el capitán Burton ¿Acaso no es pariente del gran viajero africano del mismo apellido?
—Caballero, yo no soy pariente del bravo viajero Burton, ni soy tampoco el capitán Burton.
—¡Ah! ¿Es usted entonces monsieur Burdness, el segundo del Scotia?
John Mangles no sabía si se encontraba frente a un loco o un atolondrado; iba a tratar de aclarar la situación, cuando regresaron a cubierta lord Glenarvan, su esposa y miss Grant. Al verlos, el desconocido exclamo.
—¡Ah, pasajeros, pasajeros!
Y se aproximó para presentarse a aquéllos, que llenos de asombro no podían explicarse la presencia de este desconocido.
Lord Glenarvan se adelantó y después de presentarse, le preguntó con quién tenía el gusto de hablar, entonces el desconocido se presentó a su vez:
—Santiago Elías Francisco María Paganel, secretario de la Sociedad de Geografía de París, miembro corresponsal de las Sociedades de Berlín, Bombay, Darmstadt, Leipzig, Londres, San Petersburgo, Viena y Nueva York, miembro honorario del Instituto Real Geográfico y Etnográfico de las Indias Orientales, que después de haber pasado veinte años de mi vida estudiando en mi gabinete he querido entrar en la ciencia militante y me dirijo a la India para coordinar los trabajos de los grandes viajeros.
¿De dónde viene y adónde va Santiago Paganel?
La gracia de su presentación mostraba la amabilidad de este viajero. Su nombre era, además, muy conocido por lord Glenarvan quien sabía del mérito de sus trabajos geográficos que lo hacían uno de los más distinguidos sabios del mundo, así es que le tendió cordialmente su mano y luego le preguntó cuándo había llegado a bordo. La respuesta de Santiago Paganel aclaró el misterio. Se había trasladado hasta Glasgow en tren, luego un carruaje lo dejó frente a lo que él suponía el Scotia, en el que tenía reservado el camarote número seis. La noche estaba oscura y no vio a nadie, rendido por un viaje de treinta horas, buscó descansar; más aún, deseaba permanecer acostado y evitar así el mareo de las primeras horas de la travesía y se había dormido como un lirón durante treinta y seis horas.
Todo quedaba explicado: el viajero francés se había embarcado por error en el Duncan cuando toda la tripulación estaba en la catedral, pero, ¿qué diría ahora cuando le advirtieran de su error?
Mientras tanto el científico les confiaba que estaba a punto de concretar un deseo largamente acariciado: viajar a la India para desempeñar allí una misión que le encomendara la Sociedad Geográfica: seguir las huellas de los hermanos Schalagintweit, del coronel Waugh, de Hodgson, de los misioneros Huc y Gabet, de Moorcoft, de Webb, de Julio Remy y de otros célebres viajeros; triunfar, en fin, donde había muerto en 1846 el misionero Krick, reconocer el curso del Yarou-Dzangho-Tchou, que riega el Tíbet por 1.500 kilómetros y rodea la base septentrional del Himalaya y saber si ese río se junta con el Brahmaputra al noreste de Assam.
Paganel hablaba con soberbia animación, no se podía refrenar su entusiasmo e imaginación, pero lord Glenarvan se atrevió a interrumpirlo:
—Señor Santiago Paganel, seguramente va a emprender un buen viaje, por el que la ciencia le quedará muy reconocida, pero no quiero prolongar más tiempo su error y debo decirle que, al menos por ahora, deberá renunciar al placer de visitar la India.
—¡Renunciar! ¿Y por qué?
—Porque estamos dando la espalda a esa península.
—¡Cómo! El capitán Burton…
—Yo no soy el capitán Burton —respondió Mangles.
—¿Pero, el Scotia…?
—Este buque no es el Scotia.
No sería posible describir el asombro de Paganel que miró a todos sucesivamente y al fin exclamó:
—¡Qué chasco!
Levantó la vista y vio sobre la rueda del timón: «Duncan-Glasgow», y, entonces, con voz desesperada, dijo:
—¡El Duncan, el Duncan!
Luego se precipitó hacia su camarote.
Su reacción hizo que todos se echaran a reír. ¡Equivocarse de tren! ¡Se comprende! Pero, equivocarse de buque y navegar hacia Chile cuando deseaba ir a la India, era un increíble exceso de distracción.
—Nada me admira en Santiago Paganel —dijo lord Glenarvan—, sus distracciones lo han hecho célebre. Una vez puso el Japón en un mapa que publicó de América. Lo que no le impide ser un sabio distinguido y uno de los mejores geógrafos de Francia.
Se pensó, entonces, que el sabio podría descender en el primer puerto que tocaran.
Inmediatamente regresó Paganel, avergonzado y cariacontecido, luego de verificar que tenía a bordo su equipaje. No podía dejar de repetir: ¡el Duncan! ¡el Duncan! mientras caminaba de un lado a otro y examinaba el horizonte. Luego se aseguró del destino que llevaba el yate y comenzó a desesperarse por su misión en la India y por lo que opinarían los miembros de la Sociedad Geográfica ante los que, creía, ya no podría presentarse más.
Lord Glenarvan trató de calmarlo asegurándole que sólo sufriría un pequeño retraso si descendía en el puerto de la isla Madeira para, de allí, regresar a Europa.
Santiago Paganel le agradeció su sugerencia, pero ya que el Duncan era un yate de excursión le propuso a su propietario que pusieran rumbo a la India para realizar así un inesperado viaje de paseo, pero los movimientos negativos de cabeza de sus oyentes casi no le permitieron terminar su propuesta. Inmediatamente le informaron de la finalidad de ese viaje: recoger a unos náufragos abandonados en la Patagonia. Luego le relataron todo lo que había sucedido: el hallazgo de la botella, el mensaje, la historia del capitán Grant y la decisión de lady Elena. Ésta le propuso que también él se asociara a la búsqueda. El viajero no aceptó la propuesta ya que su misión era muy importante y se acordó que descendería en Madeira para regresar.
A pesar del retraso, Paganel se conformó, se mostró alegre y amable, encantó a las señoras con su buen humor y antes de terminar el día era amigo de todos. A su petición, le enseñaron el documento del capitán Grant, estuvo de acuerdo con la interpretación que le habían dado y se mostró muy optimista con los resultados, lo que aumentó las esperanzas de Mary y Roberto Grant.
Cuando se enteró de que lady Elena era hija de William Tuffnel no pudo acallar su alegría, había sido su amigo y lo llenaba de felicidad viajar con la hija, a la que abrazó entusiasmado, claro que con el permiso de su esposo.
Otra buena persona a bordo del Duncan
El yate, favorecido por las corrientes del norte de África avanzaba rápidamente hacia el Ecuador. El 30 de agosto reconocieron el grupo de islas Madeira; fiel a su promesa, lord Glenarvan le propuso a su huésped tocar tierra, pero Paganel le preguntó si antes de su llegada pensaba tocar ese puerto y cuando se enteró de que no, le respondió: Madeira es una isla demasiado conocida y no le ofrece nada interesante a un geógrafo; todo ya está dicho y escrito y además es una región que se halla en decadencia en el aspecto de vitivinicultura. ¡Ya no hay viñas en Madeira! La cosecha de vino, que en 1813 era de 22.000 pipas, en 1845 había descendido a 2.669 y en la actualidad no llega a 500. Es un espectáculo desconsolador. Así pues, ¿no sería lo mismo hacer escala en Canarias? De acuerdo, eso no nos separa de nuestro camino.
—Lo sé, mi querido milord. En Canarias hay tres grupos dignos de estudio, sin hablar del pico de Tenerife que he tenido siempre muchos deseos de ver; se presenta la ocasión y la aprovecharé mientras aguardo un buque que me lleve a Europa.
—Como guste, mi querido Paganel —respondió lord Glenarvan—, sin poder dejar de sonreírse.
Las Canarias distan de Madeira unas doscientas cincuenta millas, escasa distancia para el Duncan. A las dos de la tarde del 31 de agosto, John Mangles y Paganel se paseaban por la toldilla; el francés interrogaba a su acompañante acerca de Chile con gran curiosidad. De pronto, el capitán lo interrumpió para señalarle al sur un punto en el horizonte. El sabio no veía nada, pese a la insistencia del capitán. Parecía, más bien, que no quería ver el pico de Tenerife que ya se distinguía claramente. Al final tuvo que aceptar lo que veía; se mostró decepcionado con su aspecto, a pesar de que su altura es de 3.715 metros sobre el nivel del mar. Era extraña su actitud y más aún cuando, a pesar de que anteriormente había expresado su intención de escalarlo, exclamó: