Los mejores cuentos de Julio Verne - Julio Verne - E-Book

Los mejores cuentos de Julio Verne E-Book

Julio Verne

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Beschreibung

Descubra las mejores novelas de Julio Verne.

Considerado el precursor de la Ciencia Ficción, Julio Verne fue el más adelantado y visionario de los grandes escritores que nos dio el siglo XIX. Su desbordada imaginación dio lugar a medio centenar de las mejores novelas de aventuras de todos los tiempos: De la tierra a la luna, 20.000 leguas de viaje submarino o La vuelta al mundo en 80 días. La gran mayoría de su obra es digna de mención, y raro es el título que no conmueva y haga soñar al lector con sus historias imposibles. No hay niño que no haya disfrutado con las hazañas de sus personajes, su narración adictiva o su extraordinaria manera de mostrarnos el mundo. No en vano es el segundo autor más traducido de la historia.
En el libro que tienes en tus manos encontrarás pequeñas joyas dentro de la obra de Verne, como Una fantasía del Dr. Ox, En el siglo XXIX o Un drama en los aires. Varios de los cuentos que aquí se presentan están incluidos dentro de los Viajes Extraordinarios del autor francés, y son una muestra inequívoca del talento que recoge su pluma. Sin duda una manera estupenda de acercarse al espacio onírico de uno de los escritores más brillantes de todos los tiempos.

Sumérjase en estas novelas clásicas y déjese llevar por las historias.

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Portada

Página de título

INTRODUCCIÓN

Considerado el precursor del género de la Ciencia Ficción, Julio Verne fue el más adelantado y visionario de los grandes escritores que nos dio el siglo XIX. Su desbordada imaginación dio lugar a medio centenar de las mejores novelas de aventuras de todos los tiempos. Lo cierto es que por más que podamos destacar «De la tierra a la luna», «20.000 leguas de viaje submarino», «Cinco semanas en globo» o «La vuelta al mundo en 80 días», la gran mayoría de su obra es digna de mención, y raro es el título que no conmueva y haga soñar al lector con sus historias imposibles. No hay niño que no haya disfrutado con las hazañas de sus personajes, su narración adictiva o su extraordinaria manera de mostrarnos el mundo. No en vano es el segundo autor más traducido de la historia, solo superado por Agatha Christie.

Nacido en 1828, en la isla de Feydem, perteneciente a la francesa ciudad portuaria de Nantes, le marcaría de por vida su pasión por el mar, los barcos y la sana curiosidad por lo desconocido, además de una peculiar anécdota que sufrió en sus carnes siendo todavía adolescente. A la edad de tan solo once años, el joven Verne decidió fugarse de casa en busca aventuras y se enroló en un barco mercante rumbo a las Indias. Por desgracia para él, y por suerte para nosotros, ese viaje nunca llegó a realizarse, pues su padre descubrió a tiempo las intenciones de su hijo y le hizo bajar del navío. Naturalmente, se llevó una gran reprimenda y tuvo que prometer a sus padres que jamás volvería a intentar escapar de los confines de su ciudad. Y aunque, con más edad sí que hizo algún pequeño viaje fuera de esas fronteras, lo cierto es que Julio Verne tuvo, desde ese momento, que aprender a viajar y conocer mundos de otra singular manera: a través de su imaginación.

Y como muy pronto descubriría, la imaginación es la llave de la evolución, del progreso, de la ciencia y la vida humana. Desde esa hiperdesarrollada mente, Julio Verne fue capaz de antici parse y desvelar al mundo inventos que no se descubrirían hasta años o siglos después. En sus páginas aparecieron submarinos, videoconferencias, helicópteros, teléfonos, internet, módulos lunares… toda una suerte de artilugios que, en pleno siglo XIX, la ciencia ni intuía. De ahí nacería un género nuevo en el cual la literatura empezaría a especular con el futuro más inesperado, fundamentándose en los campos de la ciencia y la ficción, de ahí lo de Ciencia Ficción, apartado del que Julio Verne sería el padre ideológico indiscutible.

En el libro que tienes en tus manos encontrarás pequeñas joyas dentro de la obra de Verne, como «Una fantasía del Dr. Ox», «En el siglo XXIX: la jornada de un periodista americano en 2.889» o «Un drama en los aires». Varios de los cuentos que aquí se presentan están incluidos dentro de los «Viajes Extraordinarios» del autor francés, y son una muestra inequívoca del talento que recoge su pluma. Sin duda una manera estupenda de acercarse al espacio onírico de unos de los escritores más brillantes de todos los tiempos. ¡Que disfrutes de la lectura!

El editor

LOS AMOTINADOS DE LA BOUNTY

(Les révoltés de la Bounty)

Julio Verne

(1828 — 1905)

LOS AMOTINADOS DE LA BOUNTY

Creemos preciso advertir a nuestros lectores que esta narración no es ninguna ficción. Todo sus detalles han sido sacados de los anales marítimos de Gran Bretaña. En ocasiones, la realidad nos proporciona hechos tan extraordinarios que ni siquiera la propia imaginación podría añadirle un elemento más a la historia.

I El abandono

No llega el menor soplo de aire, no se divisa ni una onda en la superficie del mar, ni siquiera una nube en el cielo. Las majestuosas constelaciones propias del hemisferio austral se destacan con una pureza incomparable. Las velas de la Bounty cuelgan a lo largo de sus mástiles, el barco permanece inmóvil y la luz de la luna, que se va apagando ante las primeras claridades del amanecer, ilumina todo el espacio con un destello indefinible.

La Bounty, un velero de doscientas quince toneladas, con una tripulación compuesta por cuarenta y seis hombres, zarpó de Spithead el 23 de diciembre de 1787, bajo las órdenes del capitán Bligh, un duro pero experimentado marinero que había acompañado al capitán Cook en su último viaje de exploración.

La misión especial de la Bounty consistía en transportar a las Antillas el árbol del pan, que tan copiosamente se desarrolla en el archipiélago de Tahití. Después de una escala en la bahía de Matavai de seis meses, William Bligh, tras haber cargado el barco con un millar de esos árboles, zarpó rumbo a las Indias occidentales, después de una pequeña estancia en las Islas de los Amigos.

En muchas ocasiones, el carácter receloso y violento de su capitán ocasionó más de un incidente desagradable entre él y algunos de los oficiales. Sin embargo, el 28 de abril de 1789, al salir el sol, la tranquilidad que reinaba a bordo de la Bounty no parecía presagiar los graves sucesos que iban a acontecer. Todo parecía estar en calma, cuando de pronto una insólita agitación se propagó por todo el navío. Algunos marineros se acercaban, intercambiaban dos o tres palabras en voz baja, y luego desaparecían con rapidez.

—¿Es el relevo matutino de la guardia? ¿Se ha producido algún accidente imprevisto a bordo?

—Sobre todo no hagan ruido, amigos míos— dijo Fletcher Christian, el segundo de la Bounty—. Bob, cargue su pistola, pero no la use sin recibir una orden. Churchill, coja su hacha y reviente la cerradura del camarote del capitán. Una última recomendación: ¡Lo quiero vivo!

Seguido de una decena de marineros armados con sables, machetes y pistolas, Christian se dirigió al entrepuente, después de haber dejado a dos guardias custodiando los camarotes de Stewart y Peter Heywood, contramaestre y guardiamarina de la Bounty. Se detuvo ante la puerta del camarote del capitán.

—Adelante, chicos —dijo—, ¡derribarla con los hombros!

La puerta cedió bajo una presión tremenda y los marineros se precipitaron dentro del camarote.

Sorprendidos primero por la oscuridad y luego tal vez pensando en la gravedad de sus acciones, tuvieron un instante de duda.

—¡Eh! ¿Quién anda por ahí? ¿Quién se atreve a...? — exclamó el capitán bajándose del catre.

—¡Silencio, Bligh! —contestó Churchill—. ¡Cállate y no intentes resistirte, o te amordazo!

—Es inútil que te vistas —agregó Bob—. ¡Siempre tendrás buen aspecto, aunque te colguemos del palo de mesana!

—¡Átale las manos por detrás de la espalda, Churchill —dijo Christian—, y súbelo al puente!

—Los capitanes más temibles se convierten en escasamente peligrosos, una vez que uno sabe cómo tratarlos —observó John Smith, el filósofo de la tripulación.

Entonces el grupo, sin preocuparse de despertar a los todavía dormidos marineros de la última guardia, subió la escalera y reapareció sobre el puente.

Se trataba de un motín con todas las de la ley. Tan solo uno de los oficiales de a bordo, Young, un guardiamarina, se había asociado con los amotinados.

En cuanto a la tripulación, los hombres que más vacilaban habían cedido por el momento a la dominación, mientras el resto, sin armas ni jefe, permanecían como meros espectadores del drama que iba a tener lugar ante sus ojos.

Todos se encontraban en el puente, formando en total silencio. Observaban la serenidad de su capitán que, avanzando medio desnudo, se mantenía con la cabeza muy alta entre aquellos hombres acostumbrados a temblar ante él.

—Bligh —dijo Christian, con dureza—, queda destituido en este momento de su mando.

—No reconozco su mando... —contestó el capitán.

—No perdamos el tiempo con protestas inútiles —exclamó Christian interrumpiendo a Bligh—. En este momento soy la voz de toda la tripulación de la Bounty. No habíamos terminado de zarpar de Inglaterra, cuando tuvimos que soportar sus insultantes sospechas y sus brutales procedimientos. Y me refiero tanto a los oficiales como a los marineros. ¡Nunca pudimos obtener la satisfacción de ver cumplidas nuestras demandas, y además siempre las rechazó con todo desprecio! ¿Acaso somos perros, para ser injuriados en cualquier momento? ¡Canallas, bandidos, mentirosos, ladrones! ¡No había ninguna expresión grosera que no nos dirigiese! ¡Sería necesario no ser un hombre para soportar ese tipo de vida! Y yo que soy su compatriota, yo que conozco a su familia, yo que he navegado dos veces bajo sus órdenes, ¿acaso me ha respetado? ¿No me acusó otra vez ayer de haberle robado unas frutas miserables? ¡Y los hombres! Por una nimiedad…, ¡a los grilletes! Por una tontería, ¡veinticuatro azotes! ¡Bien! ¡Todo se paga en este mundo! ¡Fue muy liberal con todos nosotros, Bligh! ¡Ahora es nuestro turno! ¡Sus agravios, sus injusticias, sus insensatas acusaciones, las torturas morales y físicas con las que ha abrumado a toda la tripulación desde hace más de un año y medio, las va a expiar, y las expiará sólidamente! Capitán, ha sido usted juzgado por aquellos a los que ha ofendido… y ha sido condenado ¿No es cierto, camaradas?

—¡Sí, sí, matémoslo! —exclamaron la mayoría de aquellos marineros mientras amenazaban a su capitán.

—Capitán Bligh —prosiguió Christian—, algunos me han sugerido suspenderlo en el aire, sujetándolo con el extremo de una cuerda; otros me propusieron descuartizarle la espalda con el gato de las nueve colas, hasta que la muerte llegase. Les faltó mucha imaginación. Encontré algo mucho mejor que eso. Además, no ha sido usted el único culpable de todo esto. Aquellos que siempre ejecutaron sus órdenes fielmente, por crueles que fuesen, se desesperarían al estar bajo mi mando. Se merecen ir junto a usted donde el viento los lleve. ¡Que traigan una chalupa!

Un murmullo de desaprobación siguió a las últimas palabras de Christian, que no se preocupó demasiado por la actitud de los marineros. El capitán Bligh, al que tales amenazas no llegaron a turbar, aprovechó de un instante de silencio para decir:

—Oficiales y marineros —dijo con voz firme—, en mi calidad de oficial de nuestra marina real, y de capitán de la Bounty, protesto enérgicamente contra el tratamiento que se me pretende dar. Si desean realizar alguna queja sobre la forma en que he ejercido mi mando, pueden hacerlo mediante juicio en una corte marcial. Pero, probablemente, no han pensado aún en la gravedad del acto que ustedes van a realizar. ¡Atentar contra un capitán de navío es rebelarse contra la ley! ¡Imposibilita vuestro regreso a la patria! ¡Seréis considerados piratas! ¡Más tarde o más temprano os llegará una muerte deshonrosa, la muerte que se le concede a los traidores y a los rebeldes! ¡En nombre del honor y de la obediencia que me juraron, les pido que cumplan con su deber!

—Sabemos perfectamente a lo que nos exponemos —respondió Churchill.

—¡Ya es suficiente! ¡Ya es suficiente! —gritaron al unísono los hombres de la tripulación, preparándose para pasar de las palabras a los hechos.

—¡Bien —dijo Bligh—, si lo que necesitan es una víctima, ese soy yo, pero solamente yo! ¡Los compañeros que ustedes condenan conmigo, solo ejecutaron mis órdenes!

La voz del capitán se ahogó entre un concierto de vociferaciones. Bligh tuvo que renunciar a la idea de poder conmover a esos corazones que ya se habían convertido en despiadados.

Mientras, se habían tomado las medidas necesarias para que las órdenes de Christian fuesen ejecutadas.

Pero un intenso debate se producía entre el segundo de a bordo y algunos de los amotinados que pretendían abandonar en el mar al capitán Bligh y a sus demás compañeros sin proporcionarles un arma y sin dejarles ni una onza de pan.

Algunos —así opinaba Churchill— manifestaron que el número de hombres que iban a abandonar la nave no era lo suficientemente considerable. También era necesario deshacerse de todos aquellos hombres de cuyas opiniones no estaban seguros, pues habían intervenido directamente en la rebelión. No querían contar con aquellos que se contentaban con aceptar los hechos consumados. En cuanto a él, todavía podía sentir en su espalda los dolores que provocaron los azotes recibidos al tratar de desertar en Tahití. ¡La mejor, la forma más rápida de curarse, sería entregando al capitán primero! ¡El sabría cómo vengarse por su propia mano!

—¡Hayward! ¡Hallett! —gritó Christian, dirigiéndose a dos de los oficiales, obviando las observaciones de Churchill—, bajen a la chalupa.

—¿Que le hice yo, Christian, para que me trate así? —dijo Hayward. ¡Me envía a la muerte!

—¡Las recriminaciones ya son inútiles! ¡Obedezca, o si no…! Fryer, embarque usted también.

Pero estos dos oficiales, en lugar de dirigirse hacia la chalupa, se juntaron al capitán Bligh, y Fryer ,que parecía el más explícito de todos, se dirigió hacia él y le dijo:

—¿Capitán, pretende usted hacerse otra vez con el barco? Nosotros carecemos de armas, es cierto, pero estos amotinados sorprendidos no podrán resistir. ¡Si alguno resultara muerto, no importaría! ¡Se puede intentar! ¿Qué le parece?

Los oficiales ya habían tomado las facilidades necesarias para lanzarse contra los amotinados, que en ese momento estaban ocupados desmontando las chalupas, cuando Churchill, a quien no se le había escapado esta conversación, por rápida que esta hubiese sido, los rodeó con varios hombres bien armados y los obligó a embarcar.

— ¡Millward, Muspratt, Birket, y todos ustedes —dijo Christian mientras se dirigía a algunos de los marineros que no habían tomado parte en el motín—, vayan al entrepuente y escojan lo que consideren más útil! ¡Acompañarán al capitán Bligh! ¡Tú, Morrison, vigila a estos truhanes! Purcell, coja sus herramientas de carpintero. Puede llevarlas.

Dos mástiles con sus respectivas velas, unos clavos, una sierra, un pequeño pedazo de lona, cuatro envases que contenían unos ciento veinticinco litros de agua, ciento cincuenta libras de galletas, treinta y dos libras de carne de cerdo salada, seis botellas de vino, seis botellas de ron y una caja de licores del capitán. Esto era todo lo que los abandonados se podían llevar.

También llevaban dos o tres sables viejos, pero se les impidió llevar cualquier tipo de armas de fuego.

—¿Dónde están Heywood y Steward? —preguntó Bligh, cuando se encontraba en la chalupa— ¿También ellos me traicionaron?

Ellos no lo habían traicionado, pero Christian decidió dejarlos a bordo.

El capitán pasó por unos momentos de desaliento y debilidad totalmente comprensibles, pero no duraron mucho tiempo.

—¡Christian —dijo—, le doy mi palabra de honor de olvidarme de todo lo que ha ocurrido hasta ahora si renuncia a su abomimable proyecto! ¡Se lo ruego; piense en mi mujer y en mi familia! ¡Si muero, qué será de todos ellos!

—Si usted se hubiera conducido con honor sin duda —respondió Christian—, las cosas no habrían llegado a este punto. ¡Si hubiera pensado más a menudo en su mujer, en su familia, en las mujeres y en las familias de los demás, usted no habría sido tan duro ni tan injusto con todos nosotros!

El excapitán, en el momento de embarcar, estaba intentando convencer a Christian. Todo era en vano.

—Hace mucho tiempo que estoy sufriendo —contestó este último con cierto amargor—. ¡No sabe usted cuáles han sido mis torturas! ¡No! ¡Esto no podía durar ni un día más. Además, usted no ignora que yo, segundo al mando de este navío, durante todo el viaje he sido tratado como si fuera un perro. Sin embargo, por una cuestión de misericordia, al separarme del capitán Bligh, al que con toda probabilidad no volveré a encontrarme jamás, deseo no privarle de toda esperanza de salvación. ¡Smith! Vaya al camarote del capitán y traiga su ropa, su diario y su cartera. Además, proporciónele mis tablas náuticas y mi propio sextante. ¡Así tendrá la oportunidad de poder salvar a sus compañeros y salir él mismo del apuro!

Las órdenes de Christian fueron ejecutadas, aunque antes generaron alguna protesta.

—¡Y ahora, Morrison, suelte amarras —gritó el segundo de a bordo que ahora se convertía en primero—, y que Dios los acompañe!

Mientras los amotinados con sus burlonas expresiones despedían al capitán Bligh y a sus desdichados camaradas, por otro lado Christian, apoyado sobre la borda, no podía quitar los ojos de aquella chalupa que se alejaba. Este valiente oficial, de conducta hasta ese momento fiel y franca, había merecido los elogios de todos los capitanes a los cuales había servido y ahora se veía convertido en el jefe de una banda de piratas. Ya no podría volver a ver a su anciana madre, ni a su novia, ni las playas de la isla de Man, su patria. ¡Su autoestima había caído en un profundo vacío, estaba deshonrado a los ojos de todos! ¡El castigo ya seguía a la falta!

II Los abandonados

Con dieciocho pasajeros, oficiales y marineros, y las escasas provisiones que tenía, la chalupa que transportaba a Bligh se encontraba tan cargada, que apenas sobresalía quince pulgadas sobre el nivel del mar. Con una longitud de veintiún pies1 y un ancho de seis2, aquella chalupa parecía ser apropiada para el servicio en la Bounty; pero, para transportar una tripulación tan numerosa, para hacer un viaje relativamente largo, era muy difícil encontrar alguna embarcación más inadecuada.

Los marineros confiaban en la energía y la habilidad del capitán Bligh y de los oficiales que compartían su misma suerte, y remaban con vigor, haciendo que la chalupa avanzara rápidamente sobre las olas del mar.

Bligh no dudaba sobre la conducta a seguir. En primer lugar, era necesario volver lo antes posible a la isla de Tofoa, la más cercana del grupo de Islas de los Amigos, de la cual habían salido unos días antes; allí debían recolectar los frutos del árbol del pan, renovar las provisiones de agua y después dirigirse a Tonga-Tabú. Con toda probabilidad se podrían abastecer de provisiones suficientes como para intentar la travesía hasta los establecimientos holandeses de Timor, si es que, por la hostilidad de los indígenas, no pudieran hacer escala en algunos de los innumerables archipiélagos que existían en esa ruta.

El primer día transcurrió sin incidentes dignos de mención y al anochecer avistaron las costas de Tofoa. Pero aquella costa era tan rocosa y la playa tenía tantos escollos que era imposible desembarcar de noche en ese lugar. Necesitaban esperar al próximo día.

Bligh, a no ser que se presentara una necesidad apremiante, no quería consumir las provisiones de la chalupa. Por tanto, necesitaba que la isla los alimentara a él y a sus hombres. Pero iba a ser algo difícil, ya que aunque al desembarcar al principio no encontraron rastro humano alguno, los indígenas no tardaron en aparecer y, al ser bien recibidos, llegaron más, que les ofrecieron algo de agua y unas nueces de coco.

La preocupación de Bligh era tremenda. ¿Qué podía decirles a esos indígenas que ya habían comerciado con la Bounty en su última escala? Lo más importante era ocultarles la verdad para no destruir el prestigio que los extranjeros habían adquirido en esas islas.

¿Debía decirles que venían buscando provisiones y que la tripulación del barco los esperaba de vuelta? ¡Imposible! ¡La Bounty no era visible ni desde la más alta de las colinas! ¿Tal vez contarles que la nave había naufragado y que ellos eran los únicos supervivientes? Quizás fuese lo más verosímil. Tal vez los conmovería y los animaría a ayudar a completar las provisiones de la chalupa. Bligh se decidió por esta última posibilidad, sabiendo que era arriesgada, y se puso de acuerdo con sus hombres para que todos contaran la misma historia.

Mientras aquellos indígenas escuchaban la historia, no experimentaron ni señales de alegría ni signos de tristeza. Su cara tan solo expresaba un profundo asombro y era imposible reconocer cuáles eran sus verdaderos pensamientos.

El 2 de mayo, los indígenas provenientes de otras partes de la isla aumentaron de manera considerable, y Bligh enseguida comenzó a notar sus intenciones hostiles. Algunos de ellos intentaron varar la embarcación en la playa y solo lograron rechazarlos gracias a las enérgicas demostraciones del capitán amenazándolos con su machete. Mientras esto estaba ocurriendo, algunos de los hombres que Bligh había enviado en busca de provisiones regresaron con tres galones de agua.

Había llegado el momento de abandonar esa isla inhospitalaria. Al atardecer, todos estaban listos, pero no era nada fácil llegar hasta la chalupa. La playa estaba repleta de gran cantidad de indígenas que hacían chocar piedras entre sí y que estaban preparadas para ser lanzadas. Así pues, era necesario que la chalupa se encontrase cerca de la playa y disponible en el preciso instante en que los hombres estuvieran listos para embarcar.

Los ingleses, muy preocupados por aquella actitud hostil de los indígenas, se dirigieron a la playa, rodeados por más de doscientos salvajes, que tan solo esperaban una señal para iniciar su ataque. Sin embargo y afortunadamente, todos habían logrado embarcar en la chalupa, cuando uno de los marineros, llamado Bancroft, tuvo la nefasta idea de regresar a la playa para recoger algún objeto olvidado. En un segundo, el imprudente fue rodeado y atacado por los indígenas con una andanada de piedras, sin que sus compañeros, que carecían de armas de fuego, pudiesen rescatarlo. Además, en ese mismo momento, ellos también comenzaron a ser atacados por una lluvia de piedras.

—¡Adelante, muchachos —gritó Bligh—, deprisa, a los remos, y bogad fuerte!

Los indígenas se adentraron entonces en el mar y comenzaron a lanzar una andanada de piedras sobre la embarcación. Algunos hombres resultaron heridos. Pero Hayward, recogiendo una de las piedras que habían caído dentro de la chalupa, se la lanzó a uno de los asaltantes entre ambos ojos. El indígena cayó de espaldas dando un enorme grito, al cual respondieron los hurras de los ingleses. Su desdichado compañero había sido vengado.

Mientras tanto, algunas canoas aparecieron de repente en la playa y comenzó la cacería. Esta persecución podía terminar en una lucha en la cual el resultado no parecía ser el más deseado. Fue entonces cuando el oficial mayor de la tripulación tuvo una luminosa idea. Sin saber que estaba imitando a Hipómenes en su lucha con Atalanta3, se quitó su chaqueta y la lanzó al mar. Los indígenas, a la vista de esa posible presa, se detuvieron para recogerla, y este tiempo lo aprovechó la chalupa para desaparecer por la punta de la bahía.

Mientras, la noche ya había caído y los indígenas, sin apenas esperanzas, abandonaron la persecución de la chalupa.

Aquella primera tentativa de desembarco no había sido muy exitosa y la opinión de Bligh se inclinaba a no volver a intentarlo.

—Es el momento de tomar una decisión —dijo—. Lo ocurrido en Tofoa volverá a ocurrir probablemente en Tonga-Tabú, y en cualquier lugar donde pretendamos desembarcar. Somos pocos, estamos débiles y carecemos de armas de fuego, por lo que estaremos totalmente a merced de los indígenas. Sin objetos para intercambiar, no podremos comprar provisiones y nos es imposible procurárnoslas mediante la fuerza. Por ello tan solo dependemos de nuestros propios recursos. Pero ustedes saben, amigos míos, tan bien como yo, lo miserables que son. ¿No resultará mejor conformarse con lo poco que tenemos y así no arriesgar, en cada desembarco, la vida de todos nosotros? Pero no pretendo ocultarles el horror de nuestra situación. ¡Para llegar a Timor, deberemos viajar unas mil doscientas millas y tendremos que contentarnos cada día con una onza de galleta y el cuarto de una pinta de agua! Es el precio de la salvación, contando además que encontraré la más absoluta obediencia en todos ustedes. ¡Respóndanme a esto sin segundas intenciones! ¿Están todos de acuerdo en llevar adelante esta empresa? ¿Juran obedecer mis órdenes, cualesquiera que sean? ¿Me prometen someterse a estas privaciones sin protestar?

—¡Sí, lo juramos! —exclamaron al unísono los compañeros de Bligh.

—¡Amigos míos —dijo el capitán—, es también preciso olvidar nuestros recíprocos resentimientos, las antipatías y los odios, en una palabra, sacrificar nuestros rencores personales al interés de la comunidad, y este interés es el que debe guiarnos!

—Lo prometemos.

—Si cumplen su palabra —agregó Bligh—, y si fuese necesario sabré como obligarles a cumplirla, respondo por nuestra salvación.

La chalupa puso rumbo oesnoroeste. El viento, que soplaba muy fuerte, desató una gran tormenta la noche del 4 de mayo. Las olas eran tan altas que la embarcación desaparecía entre ellas y parecía que no podría mantenerse a flote. El peligro aumentaba a cada momento. Calados y helados, aquellos pobres desgraciados solo tuvieron aquel día para reconfortarse una copa de ron y la cuarta parte, casi podrida, del fruto de un árbol del pan.

Al día siguiente, y los siguientes, la situación no cambió. La embarcación pasó cerca de innumerables islas, en las cuales se podían divisar algunas piraguas.

¿Estaban preparadas para darles caza, o solo para traficar? Habría sido imprudente detenerse ante semejante duda. Además, la chalupa, cuyas velas se hinchaban por el fuerte viento, se alejaba pronto a una buena distancia.

El 9 de mayo se desató una terrible tempestad. Truenos y relámpagos se sucedían sin interrupción. La lluvia caía con tanta fuerza que ni las más violentas tormentas de nuestros climas nos habrían podido dar una idea aproximada de su magnitud. Era imposible que se pudiese secar la ropa. Entonces Bligh tuvo la idea de mojar sus ropas con agua del mar y llenarlas de sal; el objetivo era devolver a la piel el calor que le había quitado la lluvia. Estas lluvias torrenciales que provocaron tantos sufrimientos al capitán y a sus camaradas los salvaron, sin embargo, de una de las torturas más terribles: la de la sed que un insoportable calor habría sin duda provocado.

En la mañana del 17 de mayo, después de una espantosa tormenta, las quejas se volvieron unánimes.

—¡No tendremos la fuerza necesaria para llegar hasta Nueva Holanda! —exclamaron aquellos pobres desgraciados—. Calados por la lluvia, agotados por la fatiga, ¡no tendremos nunca un segundo de descanso! Casi estamos muertos de hambre, ¿no puede aumentar nuestras raciones, capitán? ¡Poco importa que las provisiones se agoten! ¡Las podemos reponer con facilidad al llegar a Nueva Holanda!

—Me niego a ello —contestó Bligh—. Hacerlo implicaría actuar bajo la locura. Pero ¡cómo! ¡Ya hemos recorrido la mitad de la distancia que nos separa de Australia, y ustedes no tienen esperanzas! ¿Creen que podremos encontrar provisiones fácilmente en las costas de Nueva Holanda? Si es así, no conocen el país ni a sus habitantes.

Y Bligh empezó a explicar, a grandes rasgos, las propiedades del suelo y las costumbres indígenas. Lo que contó fue solo una parte de todas las cosas que llegó a conocer en su viaje junto al capitán Cook. Esta vez, sus compañeros de infortunio lo escucharon mientras permanecían callados.

Los siguientes quince días fueron consolados por un claro sol que les permitió secar sus ropas. El día 27 divisaron la costa oriental de Nueva Holanda. El mar se encontraba tranquilo, bajo un cinturón de madréporas y algunos grupos de islas con exótica vegetación que hacían agradable la vista. Desembarcaron en aquella isla, avanzando con gran precaución. Las únicas huellas que encontraron y que confirmaban la presencia de indígenas fueron unos restos de hogueras, hechas hace bastante tiempo.

Por tanto podían pasar por fin una buena noche en tierra. Pero necesitaban comer. Por suerte uno de los marineros descubrió un banco de ostras. Era un presente real.

El día siguiente, Bligh encontró en la chalupa un cristal de aumento, un eslabón y algo de azufre. Así pudieron hacer fuego, y con él se cocieron algunos moluscos y pescados.

Bligh dividió la tripulación en tres escuadras. La primera debía poner en orden la embarcación; las otras dos debían ir a buscar provisiones. Pero algunos hombres se quejaron con amargura, aduciendo que era mejor quedarse a cenar que aventurarse al interior de la isla. Uno de ellos, más violento o más irritado que sus compañeros, llegó a replicarle al capitán:

—¡Un hombre vale lo mismo que cualquier otro, y no veo porqué siempre debe estar usted descansando! ¡Si tiene hambre, vaya y busque algo que comer! ¡Lo que está haciendo aquí, yo también puedo hacerlo!

Bligh, dándose cuenta que ese intento de motín debía ser abordado al momento, cogió uno de los machetes y lanzando otro a los pies del rebelde, le increpó:

—¡Defiéndete, o te mato aquí mismo como a un perro!

Esa enérgica actitud hizo dar marcha atrás al rebelde, y el descontento general se apaciguó. Durante la escala, la tripulación de la chalupa pudo recolectar una gran cantidad de ostras, moluscos y agua dulce.

Algo después, de las dos escuadras enviadas a cazar tortugas y nodis4, la primera regresó con las manos vacías; la segunda había logrado cazar seis nodis, y habría atrapado aún más si uno de los cazadores no las hubiese espantado al apartarse del resto. Aquel hombre confesaría, algo más tarde, que había capturado nueve de esos pájaros y que se los había comido crudos nada más cogerlos.

Sin las provisiones y el agua dulce que habían traído desde la costa de Nueva Holanda, Bligh y sus compañeros habrían perecido con seguridad. Además, todos se encontraban en un estado miserable, flacos, demacrados y exhaustos. Parecían verdaderos cadáveres.

El nuevo viaje por mar, hasta llegar a Timor, no fue más que la dolorosa repetición de los sufrimientos ya padecidos antes de alcanzar las costas de Nueva Holanda por estos pobres desdichados. La fuerza de resistencia estaba afectada negativamente en todos ellos, sin excepción. Después de varios días, sus piernas continuaban hinchadas.

En ese estado de extrema debilidad, se vieron agobiados por un incesante deseo de dormir. Eran las primeras señales de un final que no podía durar mucho tiempo más. Bligh, que se percató de esta situación, distribuyó una doble ración a aquellos que se encontraban más débiles e intentó transmitirles algo de esperanza.

Finalmente, la mañana del 12 de junio, pudieron divisar la costa de Timor, después de una travesía de tres mil seiscientas dieciocho millas en las condiciones más difíciles imaginables. La bienvenida que aquellos ingleses recibieron en Cupang fue de las más sonadas. Para recuperarse permanecieron en la ciudad durante dos meses. Después, Bligh, que había comprado una pequeña goleta, llegó a Batavia, desde donde embarcó hacia Inglaterra.

El 14 de marzo de 1790 los abandonados desembarcaron en Portsmouth. El relato de todas las torturas que habían tenido que soportar despertó la simpatía de muchos y la indignación de todas las personas de buen corazón. Casi de inmediato, el almirantazgo ordenó armar la fragata La Pandora, de veinticuatro cañones, con una tripulación de ciento sesenta hombres y la envió a perseguir a los amotinados de la Bounty.

Ahora se verá en lo que se habían convertido.

III Los amotinados

La Bounty, después de abandonar al capitán Bligh partió hacia Tahití. Ese mismo día divisaron Tubuai. El grato aspecto de la pequeña isla, rodeada por una gran cantidad de pedruscos madrepóricos, invitó a Christian a desembarcar, pero las actitudes de sus habitantes nativos se antojaban muy amenazantes y no se efectuó aquel desembarco.

El 6 de junio de 1789 anclaron en la bahía de Matavai. La sorpresa de los tahitianos fue enorme al reconocer a la Bounty. Los amotinados encontraron allí a indígenas con los que habían comerciado durante una anterior escala, y ellos les relataron una historia, en la que mezclaron el nombre del capitán Cook, del cual los tahitianos conservaban el mejor de los recuerdos.