Los quinientos millones de la begún - Julio Verne - E-Book

Los quinientos millones de la begún E-Book

Julio Verne

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Beschreibung


Dentro del ciclo verniano de los «Viajes extraordinarios», Llos quinientos millones de la Begun presenta un punto de inflexión: los principales rasgos de los comienzos de la serie (la visión romántica de la ciencia como factor de progreso material y moral) coexisten ya con las sombrías perspectivas basadas en la convicción de que la tecnología acabará por convertirse en un instrumento incontrolado de destrucción.Una vez más Jules Verne hace brotar lo maravilloso de lo real y desliza la recreación legendaria bajo una apariencia de realismo positivista: el viejo mito iniciático se encarna aquí en el héroe que penetra en la ciudad laberíntica, se somete a las pruebas rituales, realiza la travesía subterránea y logra descubrir finalmente el secreto cuya búsqueda justifica la arriesgada aventura.

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Julio Verne

Julio Verne

LOS QUINIENTOS MILLONES DE LA BEGÚN

Traducido por Carola Tognetti

ISBN 978-88-3295-097-7

Greenbooks editore

Edición digital

Octubre 2020

www.greenbooks-editore.com

ISBN: 978-88-3295-097-7
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Indice

LOS QUINIENTOS MILLONES DE LA BEGÚN

LOS QUINIENTOS MILLONES DE LA BEGÚN

CAPÍTULO PRIMERO

EN EL QUE EL SEÑOR SHARP HACE SU ENTRADA
Estos periódicos ingleses están divinamente hechos —se dijo a sí mismo el buen doctor, arrellanándose en un gran sillón de cuero.
El doctor Sarrasin había practicado durante toda su vida el monólogo, que constituye una de las formas de la distracción.
Era un hombre de cincuenta años, de facciones finas, de ojos vivos y limpios, que se veían a través de sus gafas de acero, de fisonomía a la vez grave y amable; uno de esos individuos, en fin, de quienes se dice, al verlos por primera vez: «Este es un buen hombre.
» A aquella hora matinal, aunque su actitud no manifestaba preocupación alguna, el doctor se hallaba recién afeitado y con corbata blanca.
Sobre la alfombra y sobre los muebles de la habitación que ocupaba en un hotel de Brighton, yacían el Times, el Daily Telegraph y el Daily News. Apenas eran las diez, y el doctor había tenido tiempo de dar la vuelta a la ciudad, de visitar un hospital, de volver a su hotel y de leer en los principales periódicos de Londres la noticia in extenso de unamemoria que había presentado la antevíspera en el gran Congreso Internacional de Higiene sobre un «cuenta-glóbulos de la sangre», del cual era inventor.
Ante él, una bandeja, cubierta con un paño blanco, contenía una chuleta bien sazonada, una taza de té humeante, y algunas de esas tostadas con manteca que los cocineros ingleses hacen a las mil maravillas, gracias a los panecillos especiales que los panaderos les proporcionan.

— Sí —se repetía—; estos periódicos del Rei no Unido están muy bien hechos; no se puede decir lo contrario... El sp eech 1

del vicepresidente, la respuesta del doctor Cicogna, de Nápoles, el desarrollo de mi memori a, todo está cogido al vuelo, tomado al oído, fotografi ado... «Toma la palabra el doctor S arrasi n, de Douai. El ilustre asoci ado se expresa en francés. " Me dispensarán mis auditores (dijo al comen zar) si me permito esta libertad; pe ro, segu rame nte, entenderán mejor mi lengua que si les h ablara en la suya..."¡Ci nco columnas de texto...! No sé cuál de las reseñas es la mejor; si la del Ti mes o la del Telegraph ... ¡No cabe más exactitud ni más precisión...!
Se hallaba el doctor Sarrasin sumido en estas reflexiones, cuando el mismísimo maestro de ceremonias —pues no podría atribuirse un título de menor importancia a un personaje tan correctamente vestido de negro— llamó a la puerta y preguntó sí el
«monsiú» estaba visible.
«Monsiú» es un apelativo que los ingleses se creen obligados a aplicar a todos los franceses indistintamente, del mismo modo que creerían faltar a las reglas de urbanidad no designando a un italiano con el título de «signor» y a un alemán con el de «herr». Después de todo, tal vez tengan razón.

1

Discurso
Incontestablemente, esa costumbre rutinaria tiene la ventaja de determinar de un modo conciso la nacionalidad de las personas.
El doctor Sarrasin tomó la tarjeta que le presentaban.
Bastante extrañado de que fueran a visitarle en un país donde no conocía a nadie, lo fue más aún cuando leyó en la minúscula cartulina:
MÍSTER SHARP, SOLICITOR
93,
Southampton Street
LONDON
Sabía que un «solicitor» es el congénere inglés de un abogado, o, más bien, un hombre de ley híbrida, intermediario entre el notario, el defensor y el abogado, el procurador de otro tiempo.
—¿Qué diablos puedo yo tener que ver con el señor Sharp? —se preguntó—. ¿Acaso habré hecho algún mal sin saberlo?
Y añadió, en voz alta:
—¿Está usted seguro de que es a mí a quien busca?
—¡Oh! Yes, monsiú.
—Pues, bien; dígale que pase.
El maestro de ceremonias introdujo a un hombre, joven aún, que el doctor, a primera vista, consideró como perteneciente a la gran familia de los «calaveras».
Sus labios delgados, o, mejor dicho, consumidos; sus largos dientes blancos; sus cavidades temporales casi al descubierto bajo una piel apergaminada; su color de momia y sus ojillos grises de penetrante mirada justificaban en un todo aquella clasificación. Su esqueleto desaparecía, desde los talones al occipucio, dentro de un «ulster-coat» a grandes cuadros, y en su mano oprimía el asa de un saco viejo de cuero barnizado.
Entró este personaje, saludó con rapidez, dejó en el suelo el saco y el sombrero, se sentó sin pedir permiso, y dijo:

—Guillermo Enri que Sh arp júnio r 2

, asoci ado de la casa Billows, Green, Sh arp y Compañí a... ¿Es al doctor S arrasin a quien tengo el honor de visitar'
—Sí, señor.
—¿Francisco Sarrasin?
—Ese es, en efecto, mi nombre.
—¿De Douai?
—Douai es mi residencia.
—¿Su padre se llamaba Isidoro Sarrasin?
—Exacto.
—Decimos, pues, que se llamaba Isidoro Sarrasin...
El señor Sharp sacó de su bolsillo un cuaderno de notas, lo consultó y continuó:
— Isidoro S arrasin murió en París en 1857, en el distrito V I, calle de Taranne, número 54, hotel de las Escuelas, actualmente desaparecido.
—En efecto —dijo el doctor, cada vez más sorprendido—. ¿Quiere usted explicarme...?
—El nombre de su madre era Julia Langévol —prosiguió el señor Sharp, imperturbable—. Era oriunda de Bar-le-Duc, hija de Benedicto Langévol, domiciliado en el

2

El menor
callejón sin salida de Loriol, muerto en 18 12, según consta en los registros del municipio de dicha ciudad... Estos registros constituyen una i nstitución preciosa, caballero; preciosa...
¡Ejem, ejem...! Y hermana de Juan Jacobo Langévol, tambor mayor del 36 ligero...
—Le confieso —dijo entonces el doctor Sarrasin, maravillado— que parece usted mejor informado que yo acerca de esos extremos. Cierto es que el nombre de familia de mi abuela era Langévol, pero es todo cuanto sé referente a ella.
—Hacia 1807, abandonó la ciudad de Bar-le-Duc con su abuelo, Juan S arrasi n, con quien se h abía casado en 1799. Ambos fueron a establecerse en Melun, como hoj alateros, y permanecieron allí h asta 18 11, fecha de la muerte de Julia Langévol, mujer de S arrasi n, el padre de usted. A partir de esta fech a, se pierde el hilo, h asta que queda reanudado con la de la muerte de aquél, acaecida en París...
—Yo puedo sumi nistrarle esos datos —dijo el doctor, contagi ado, a su pesar, por aquella precisión matemátic a—. Mi ab uelo fue a establecerse en París para atender a la educación de su hijo, que se dedicaba a la carrera médica. Murió en 183 2, en Palaiseau, cerca de Versalles, donde mi padre ejercía su profesión y donde yo nací, en 18 22.
—Usted es mi hombre —exclamó el señor Sharp—. ¿No tiene hermanos ni hermanas?
—No; soy hijo único, y mi madre murió dos años después de mi nacimiento... En fin, caballero; usted me dirá...
El señor Sharp se levantó.
—Sir Bryah Jowahir Mothooranath —dijo, pronunciando estos nombres con el respeto que todo inglés profesa a los títulos nobiliarios—, tengo la satisfacción de haberle descubierto y de ser el primero en rendirle homenaje.
«Este hombre está loco perdido —pensó el doctor—, lo cual es bastante frecuente en los "calaveras". »
El «solicitor» leyó este diagnóstico en sus ojos.

—No estoy loco, ni mucho menos —pronunció, con calm a—. En la actualidad, es usted el único heredero conocido del título de baronet 3

, concedido, por la presentación del gobernador general de la provi ncia de Bengala, a Juan Jacobo Langévol, sujeto naturali zado i nglés en 18 19, viudo de la Begún Go kool, usufructuario de sus bienes y fallecido en 184 1, sin dej ar más que un hijo, el cual murió idiota y sin dej ar sucesión, i ncapacitado y sin h acer testamento, en 1869. La herencia se elevaba, h ace trei nta años, a unos vei ntici nco millones de pesetas. Quedó bajo secuestro y tutela, y los i ntereses h an sido capitali zados casi í ntegramente durante la vida del hijo i mbécil de Juan Jacobo Langévol. Esta herencia ha sido valuada, en 1870, en la cifra total de vei ntiún millones de libras esterli nas, o sea qui nientos vei ntici nco millones de pesetas. Medi ante el fallo de un tribunal de Agrá, confi rmado por el tribunal de Del hi y ratificado por el Consejo pri vado, los bienes i nmuebles y muebles h an sido vendidos, los valores reali zados, y el total ha sido colocado en depósito en el Banco de Inglaterra. Actualmente es de qui nientos vei ntisiete millones de pesetas, que puede usted reti rar con un si mple cheque, tan pronto como p resente sus pruebas genealógicas ante el tribunal de la Cancillerí a, en vista de las cuales me ofre zco a usted desde hoy para h acer que los señores Trollop, S mith y Compañí a, banqueros, le adelanten a cuenta la cantidad que usted necesite.
El doctor Sarrasin estaba como petrificado. Permaneció por unos instantes sin encontrar palabras con qué expresarse. Luego, atacado por un remordimiento propio de su espíritu crítico y no pudiendo aceptar como hecho experimental aquel sueño de Las mil y una noches, exclamó:

3

Título de honor, inferior al de barón y superior al de caballero, que constituye el último grado de los hereditarios de Inglaterra. (N. del T.)
—En resumen, caballero; ¿qué pruebas me presentará usted que justifiquen esa historia, y cómo se las ha arreglado usted para descubrirme?
—Las pruebas están aquí —respondió el señor Sharp, golpeando el maletín de cuero barnizado—. En cuanto a la manera de encontrarle a usted, es muy natural. Hace cinco años que le estoy buscando. El hallazgo de los deudos o nexet of kin, como decimos en Derecho inglés, para las numerosas fortunas en desherencia que se registran todos los años en las posesiones británicas, constituye una especialidad de nuestra casa. Precisamente la herencia de la Begún Gokool ocupa nuestra actividad desde hace un lustro entero. Hemos hecho nuestras investigaciones en todas partes y hemos pasado revista a centenares de familias Sarrasin, sin encontrar a la que es descendiente de Isidoro. Yo mismo había llegado a la convicción de que no existía otro Sarrasin en Francia, cuando ayer mañana, leyendo en el Daily News la reseña del Congreso de Higiene, me encontré con un doctor de este nombre que no me era conocido. Repasando inmediatamente mis notas y los millares de fichas manuscritas que habíamos reunido a propósito de esta herencia, comprobé con asombro que la ciudad de Douai había escapado a nuestra atención. Casi seguro desde entonces de haber hallado la pista, tomé el tren de Brighton, le vi a usted a la salida del Congreso y se reafirmó mi convicción. Es usted el vivo retrato de su pariente Langévol, tal y como está representado en una fotografía suya, obtenida de un lienzo del pintor indio Saranoni.
El señor Sharp extrajo de su cartapacio una fotografía y se la entregó al doctor Sarrasin. Aquella fotografía representaba a un hombre de gran estatura, con una barba espléndida, un turbante recamado de piedras preciosas y una túnica profusamente adornada de verde, colocado en esa actitud tan frecuente en los retratos históricos y propia de un general en jefe que redacta una orden de ataque mientras contempla atentamente al espectador. En segundo término, se distinguía vagamente el humo de una batalla y una carga de caballería.
—Estas pruebas le dirán a usted más de lo que yo pudiera decirle —prosiguió el señor Sharp—. Se las dejaré y volveré dentro de dos horas, si usted me lo permite, para recibir sus órdenes.
Mientras decía esto, el señor Sharp extrajo del maletín barnizado siete u ocho legajos de expedientes, unos impresos y otros manuscritos; los dejó sobre la mesa, y salió, andando hacia atrás y murmurando:
—Sir Bryah Jowahir Mothooranath, he tenido un verdadero placer en saludarle...
Medio creyente y medio escéptico, el doctor tomó los legajos y comenzó a hojearlos.
Un rápido examen bastó para demostrarle que la historia era perfectamente verdadera, y esto disipó todas sus dudas. ¿Cómo vacilar, por ejemplo, en presencia de un documento impreso y que contenía lo siguiente? ;
« Informe de los Muy Honorables Lores del Consejo privado de la Reina, emitido el 5 de enero de 1870, concerniente a la herencia vacante de la Begún Gokool de Ragginahra, provincia de Bengala.
«Exposición de los hechos: Se trata en la causa de los derechos de propiedad de algunas m ehals y de cuarenta y tres mil beegales de tierra de labor, a más de di versos edificios, palacios, fábricas de explotación, aldeas, objetos muebles, tesoros, armas, etcétera, procedentes de la herencia de la Begún Go kool de Raggi nah ra. De las exposiciones sometidas sucesi vamente al tribunal ci vil de Agra y al Consejo superior del Delhi, resulta que, en 18 19, la Begún Go kool, viuda del rajá Luc kmissur y heredera for zosa de considerables bienes, se casó con un extranjero, de origen francés, llamado Juan Jacobo Langévol. Este extranjero, después de h aber servido h asta 18 15 en el ejército francés,
donde h abía obtenido el grado de subofici al (tambor mayor), en el 36 ligero, se embarcó en Nantes, al licenci amiento d el ejército del Loi ra, como recadero de un navío mercante. Llegó a Calcuta, pasó al i nterior y obtuvo bien pronto las funciones de capitán i nstructor en el reducido ejército i ndígena de que, previa autori zación, podía disponer el rajá Luc kmissur. De este g rado, no tardó en pasar al de comandante en jefe, y, poco después de la muerte de la raj á, obtuvo la mano de su viuda. Di versas consideraciones de política coloni al e i mportantes servicios prestados en ci rcunstanci as peligrosas para los europeos de Ag rá por Juan Jacobo Langévol, que se h abía hecho naturali zar súbdito británico, condujeron al gobernador general de la provi ncia de Bengala a solicitar y obtener para el esposo de la Begún el título de baronet. La tierra de Bryah Jowahir Mothooranath fue e nto nces erigida en feudo. La Begún murió en 18 29, dej ando el usufructo de sus bienes a Langévol, quien la siguió dos años más tarde a la tumba. De su matri monio no quedaba más que un hijo en estado de i mbecilidad desde su ni ñe z, al que fue preciso colocar i nmediatamente bajo tutela. Sus bienes fueron fielmente admi nistrados h asta su muerte, acaecida en 1869. No existen herederos conocidos de esta i nmensa fortuna. Habiendo ordenado la licitación el tribunal de Agrá y el Consejo de Delhi, a i nstanci as del gobernador local ejecutor en nombre del Estado, tenemos el honor de solicitar de los Lores del Consejo pri vado la ratificación de estos juicios, etc., etc.»
Seguían las firmas.
Las copias certificadas de los juicios de Agrá y de Delhi, las actas de venta, las órdenes otorgadas para el depósito del capital en el Banco de Inglaterra, una reseña de las investigaciones realizadas en Francia para buscar a los herederos de Langévol y todo un conjunto imponente de documentos del mismo género hicieron desaparecer bien pronto hasta la duda más insignificante en el ánimo del doctor Sarrasin. Este era real y verdaderamente el «next of kin» y sucesor de la Begún. Entre él y los quinientos veintisiete millones depositados en los sótanos del Banco no existía más obstáculo que el de un juicio de formalización, mediante la simple reproducción de las actas auténticas de nacimiento y de defunción.
Un cambio de fortuna semejante constituía un motivo bien justificado para turbar el ánimo más tranquilo, y el buen doctor no logró sustraerse a la emoción que forzosamente ha de causar una certidumbre tan inesperada. Sin embargo, su emoción fue de corta duración, y sólo se tradujo en unos rápidos paseos de un extremo al otro de la habitación y que se repitieron durante algunos minutos. Enseguida recuperó la posesión de sí mismo, se reprochó como una debilidad aquella fiebre pasajera, y, dejándose caer sobre su sillón, permaneció por algún tiempo absorto en profundas reflexiones.
Luego, de pronto, reanudó sus breves y rápidos paseos por la habitación; pero esta vez sus ojos brillaban con una llamarada de pureza, y podía verse en toda su actitud que una idea generosa y noble germinaba en su interior.
En aquel momento llamaron a la puerta. Volvía el señor Sharp.
—Pido a usted perdón por mis dudas —le dijo cordialmente el doctor—. Aquí me tiene convencido y agradecido en extremo por los trabajos y molestias que se ha tomado usted.
—Nada de eso... Se trata de un negocio... Es propio de mi profesión —respondió el señor Sharp—. ¿Puedo esperar que Sir Bryah me honre siendo cliente mío?
—¡Desde luego! Dejo por entero el asunto entre sus manos... Sólo le suplico que renuncie a otorgarme ese tratamiento absurdo...
«¡Absurdo! ¡Un título que vale quinientos millones de pesetas!», expresaba la fisonomía del señor Sharp. Sin embargo, estaba demasiado bien educado para no ceder.
—Como usted quiera; es usted muy dueño —respondió—. Voy a tomar el tren para Londres y espero sus órdenes.
—¿Puedo quedarme con estos documentos? —preguntó el doctor.
—Sí, señor; tenemos copia de ellos.
Cuando se hubo quedado solo, el doctor Sarrasin se sentó ante su mesa de despacho, requirió un pliego de papel de carta y escribió lo que sigue:
«Brighton, 28 de octubre de 187 1.
»Mi querido hijo: Se nos presenta una fortuna enorme, colosal, inconcebible... No me creas atacado de enajenación mental, y lee los dos o tres documentos impresos que van adjuntos. Por ellos verás claramente que soy el heredero de un título de baronet inglés, o más bien indio, y de un capital de medio millar de millones de pesetas, depositado en la actualidad en el Banco de Inglaterra. No dudo, mi querido Octavio, de los sentimientos que albergará tu espíritu cuando recibas esta noticia. Como yo, comprenderás los nuevos deberes que nos impone una fortuna semejante y los peligros que puede acarrearnos. Hace poco menos de una hora que tengo conocimiento del hecho, y la preocupación de semejante responsabilidad casi ahoga ya el júbilo que al pensar en ti me produjo en un principio la certidumbre adquirida. Tal vez este cambio sea fatal para nuestro destino... Modestos obreros de la ciencia, éramos felices en nuestra oscuridad. ¿Lo seremos ahora? Quizá no..., a no ser que... (no me atrevo a hablarte de una idea que aún perdura en mi imaginación...) a no ser que esta fortuna se convierta en nuestras manos en un nuevo y poderoso aparato científico, en un prodigioso medio de civilización... Ya volveremos a ocuparnos de esto... Escríbeme; comunícame al punto la impresión que te causa esta formidable noticia, y encárgate de hacérsela saber a tu madre. Estoy seguro de que, como una mujer sensata que es, la acogerá con calma y tranquilidad. En cuanto a tu hermana, es demasiado joven aún para que una cosa semejante le haga perder el juicio. Además, su cabecita está ya asegurada, y debe comprender todas las consecuencias posibles de la noticia que te anuncio; estoy seguro de que, de todos nosotros, a ella será a la que menos afecte este cambio experimentado en nuestra posición. Un buen apretón de manos a Marcelo. No está separado de ninguno de mis proyectos para el porvenir.
»Tu padre que te quiere,
«FRANCISCO SARRASIN.
»D. M. P.»

I

ncluida esta carta en un sobre, en unión de los documentos más i mportantes, y di rigida al señor don Octavio S arrasi n, alumno de la Escuela Central de Arte e Industri a, sita en la calle del Rey de Sicili a, número 3 2, en París, el doctor cogió su sombrero, se enfundó su gabán y se fue al Congreso. Un cuarto de hora más tarde, el excelente hombre no pensaba ya en sus millones.

CAPÍTULO II

DOS CONDISCÍPULOS
Octavio Sarrasin, hijo del doctor, no era precisamente un perezoso. No era torpe, ni de una inteligencia superior, ni guapo ni feo, ni alto ni bajo, ni moreno ni rubio. Era castaño, y en todo pertenecía a la clase media. En el colegio obtenía, por regla general, un segundo premio y dos o tres diplomas. En el bachillerato había obtenido la nota de
«aprobado». Suspenso la pri mera vez en el concurso de la Escuela central, fue admitido a la segunda prueba con el número 127. Era un carácter i ndeciso, uno de esos espí ritus que se conforman con una certidumbre i ncompleta, que vi ven en ella siempre y que pasan la vida como los claros de luna. Esta clase de personas son, en manos del desti no, lo que un peda zo de corcho en la superficie de una ola: según que el v ie nto sople del No rte o delMediodí a, son llevados al Ecuador o al Polo. El a zar es quien decide su carrera. Si el doctor S arrasin no se hubiese hecho con anterioridad ciertas ilusiones acerca del carácter de su hijo, acaso hubiera vacilado antes de escrib irle la carta que queda transcrita; pero un poco de ceguedad paternal le está permitida a los mejores espí ritus.
La suerte había querido que en el comienzo de su educación cayese. Octavio bajo el dominio de una naturaleza enérgica, cuya influencia un poco tiránica aunque bienhechora se había impuesto en él a viva fuerza. En el liceo Carlomagno, adonde su padre le había enviado para que terminase sus estudios, Octavio había trabado una estrecha amistad con uno de sus compañeros, un alsaciano llamado Marcelo Bruckmann, un año más joven que Octavio, pero que bien pronto lo redujo con su vigor físico, intelectual y moral.
Marcelo Bruckmann, que había quedado huérfano a los doce años, había heredado una pequeña renta que sólo le alcanzaba para pagar su colegio. Si no hubiera sido por Octavio, que durante las vacaciones lo llevaba a casa de sus padres, nunca hubiera puesto los pies fuera del liceo.
Como consecuencia de esto, sucedió bien pronto que la familia del doctor Sarrasin se convirtió en la del alsaciano. De una naturaleza sensible bajo su aparente frialdad, comprendió que toda su vida debía pertenecer a aquellas buenas personas que le habían servido de padres. Así, pues, sucedió que llegó a adorar al doctor Sarrasin, a su mujer y a la gentil y ya formal hijita, los cuales habían conmovido de nuevo su corazón. Pero fue con hechos, y no con palabras, como él demostró su agradecimiento. En efecto, se dedicó a la agradable tarea de hacer de Juana —que amaba el estudio— una muchacha de buen sentido, un espíritu firme y juicioso; y, al mismo tiempo, de Octavio, un hijo digno de su padre. A decir verdad, esta última tarea se le hacía más difícil al joven que la de educar a Juana, superior por su edad a su hermano; pero Marcelo se había propuesto conseguir su doble objeto.
Y es porque Marcelo Bruckmann era uno de esos muchachos valerosos y expertos que la Alsacia acostumbra a enviarnos todos los años para que tomen parte en la lucha parisiense. De niño, se distinguía ya por la rudeza y la agilidad de sus músculos tanto como por la vivacidad de su inteligencia. Era todo valor y todo voluntad en su interior, del mismo modo que externamente estaba como formado por ángulos rectos. En el colegio le atormentaba una imperiosa necesidad de sobresalir en todo, tanto en el juego de la barra como en el de la pelota; lo mismo en gimnasia que en el laboratorio de química. Cuando le
faltaba un premio en su cosecha anual, consideraba como perdido el año. A los vei nte años, poseía un corpachón desarrollado y robusto, lleno de vida y de acti vidad, una máqui na orgánica con el máxi mum de tensión y de rendi mientos. Su i nteligencia era de las que llaman la atención de los espí ritus más sagaces. Entró con el número 2en la Escuela central, el mismo año que Octavio, y h abía decidido salir con el número 1.
Además, a su energía persistente y superabundante, excesiva para dos hombres, debía su admisión Octavio. Durante todo un año, Marcelo le había instigado, le había impulsado al trabajo, obteniendo el obligado éxito de esta lucha. Experimentaba hacia aquella naturaleza débil y vacilante un sentimiento de piedad amistosa, semejante al que un león pudiera experimentar en presencia de un perrillo. Satisfacíale fortificar con el exceso de su savia a aquella planta anémica y hacerla fructificar por su mediación.
La guerra de 1870 fue a sorprender a los dos amigos en el momento en que h ací an sus exámenes. A) día siguiente de la clausura del curso, Marcelo, lleno de un dolor patriótico que exaltó lo que amena zaba a Estrasburgo y a Alsaci a, fue a alistarse en el 3 1b at allón de ca zadores de i nfanterí a. Inmedi atamente Octavio siguió su ejemplo.
Los dos juntos asistieron, en las avanzadas de París, a la dura campaña del sitio. Marcelo recibió en Champigny un balazo en el brazo derecho; en Buzenval, una charretera en el hombro izquierdo. Octavio no obtuvo galones ni heridas. A decir verdad, no era suya la culpa, pues siempre había seguido a su amigo en la línea de fuego. Apenas se hallaba a unos seis metros de él; pero aquellos seis metros lo hacían todo.
A partir de la paz y de la reanudación de los trabajos ordinarios, los dos estudiantes vivían juntos, en dos habitaciones contiguas de un modesto hotel próximo a la Escuela. Las desdichas de Francia y la separación de Alsacia y Lorena imprimieron al carácter de Marcelo una madurez completamente viril.
—A la juventud francesa —decía— corresponde reparar las faltas de sus padres, y esto sólo puede conseguirse con el trabajo.
Levantado a las cinco de la mañana, obligaba a Octavio a que le imitase. Lo acompañaba a las clases, y, a la salida, no lo abandonaba un momento. Volvía para entregarse al trabajo, interrumpiéndolo de vez en cuando con una pipa y una taza de café. Se acostaba a las diez, satisfecho aunque no tranquilo, y con el cerebro lleno de ideas. Una partida de billar de vez en cuando, un espectáculo selecto, un concierto en el Conservatorio de tarde en tarde, un paseo a caballo hasta el bosque Perriéres o a pie por la selva, un asalto de boxeo o de esgrima dos veces a la semana; tales eran sus distracciones. Octavio manifestaba en ciertos instantes veleidades próximas a la rebelión, y algunas veces mirabacon envidia distracciones menos recomendables. Hablaba de ir a ver a Arístides Leroux, que «estudiaba derecho» en la cervecería de San Miguel; pero Marcelo se burlaba con tanta rudeza de tales propósitos, que los hacía desaparecer con frecuencia.
El 29 de octubre de 187 1, a eso de las siete de la tarde, siguiendo su costumbre, se h allaban los dos amigos sentados ante la misma mesa, bajo la pantalla de una lámpa ra. Marcelo estaba sumido en cuerpo y alma en el estudio de un i nteresante problema de geometría descripti va aplicada al corte de las piedras. Octavio procedía con un cuidado religioso a la preparación —más i mportante a su entender, por desgraci a— de un litro de café. Esto constituía una de las pocas h abilidades de las cuales se enorgullecí a, acaso porque así encontraba ocasión de eludir por algunos mi nutos la terrible necesidad de resolver ecuaciones, de las cuales le parecía que Marcelo abusaba un poco. Se dedicaba, pues, a h acer que el agua hi rviendo pasase gota a gota a través de una espesa capa de moka molido, y esta tranquila felicidad debía bastarle. Pero la asiduidad de Marcelo le pesaba como un remordi miento, y experi mentaba la i nvencible necesid ad de i nterrumpi rla con su ch arla.
—Deberíamos comprar un colador —dijo, de pronto—. Este filtro antiguo y solemne no está ya a la altura de la civilización.
—Pues compra un colador. Tal vez así te evites el perder una hora todas las tardes en esas operaciones culinarias —respondió Marcelo.
Y volvió a ocuparse en su problema.