Erhalten Sie Zugang zu diesem und mehr als 300000 Büchern ab EUR 5,99 monatlich.
"Es increíble el universo de figuras complejas que Helfer logra crear en apenas 128 páginas. Con unos pocos trazos, tremendamente precisos, nos enfrenta con todos estos Últimos y su impacto inolvidable" (Tom Wohlfarth, Die Tageszeitung). "Un libro sabio e impresionante " (Michael Opitz, Deutschlandfunk Kulutr). "Novelas familiares hay muchas, pero esta es muy especial. Un libro que quedará" (Denis Scheck, ARD Druckfrisch). En lo más profundo del valle, casi en el bosque, viven Josef y María y sus cuatro hijos. Son pobres, están relegados, no son respetados, son los últimos. Estamos a comienzos del siglo XX, se declara la Primera Guerra Mundial. Josef es reclutado, y en ese ambiente hostil y arcaico, María, mujer de una belleza deslumbrante, se convierte en un trofeo para los hombres poderosos del lugar. Cuando Josef regresa del frente de batalla, tiene una hija más, Margarethe. Convencido que no es suya, la despreciará e ignorará hasta su muerte. Ese misterio los marcará a todos; también a sus descendientes. Esa niña es la madre de la autora de esta novela. Con un talento infrecuente, con emoción y sin dramatismo, Monika Helfer hilvana la historia de cuatro generaciones. Desde María, que le permite pintar ese mundo donde la violencia de los hombres es natural y los prejuicios y la complicidad de la sociedad un muro infranqueable, atravesando el convulso siglo XX llega hasta el presente. Traducida a doce idiomas, best seller en Alemania, ganadora del Premio de Literatura Schubart en 2021, tan breve como intensa, Los Últimos es una novela conmovedora y magnífica. Su materia son los secretos familiares, la postergada vida de las mujeres y la ambición de conocer la verdad. Su voz tiene el sabor y la calidez de la mejor memoria.
Sie lesen das E-Book in den Legimi-Apps auf:
Seitenzahl: 210
Das E-Book (TTS) können Sie hören im Abo „Legimi Premium” in Legimi-Apps auf:
MONIKA HELFER
LOS ÚLTIMOS
Traducción de Gabriela Adamo
“Un libro sabio e impresionante.”
MICHAEL OPITZ, DEUTSCHLANDFUNK KULTUR
“Novelas familiares hay muchas, pero esta es muy especial. Un libro que quedará.”
DENIS SCHECK, ARD DRUCKFRISCH
En lo más profundo del valle, viven Josef y María y sus hijos. Son pobres, no son respetados, son los últimos. Estamos a comienzos del siglo XX, se declara la Primer Guerra Mundial. Josef es reclutado, y en ese ambiente hostil y arcaico, María, mujer de una belleza deslumbrante, se convierte en un trofeo para los hombres poderosos del lugar. Cuando Josef regresa del frente de batalla, tiene una hija más, Margarethe. Convencido que no es suya, la despreciará e ignorará hasta su muerte. Ese misterio los marcará a todos; también a sus descendientes.
Esa niña es la madre de la autora de esta novela. Con un talento infrecuente, con emoción y sin dramatismo, Monika Helfer hilvana la historia de cuatro generaciones. Desde María, que le permite pintar ese mundo donde la violencia de los hombres es natural, atravesando el convulso siglo XX llega hasta el presente. Traducida a doce idiomas, best seller en Alemania, ganadora del Premio de Literatura Schubart en 2021, Los Últimos es una novela conmovedora y magnífica. Su materia son los secretos familiares, la postergada vida de las mujeres y la ambición de conocer la verdad. Su voz tiene el sabor y la calidez de la mejor memoria.
Helfer, Monika
Los Últimos / Monika Helfer. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Edhasa, 2021.
Libro digital, EPUB
Archivo Digital: descarga y online
Traducción de: Gabriela Adamo.
ISBN 978-987-628-651-0
1. Novelas. I. Gabriela Adamo, trad. II. Título.
CDD 833
Título original: Die Bagage
Diseño de cubierta: Juan Pablo Cambariere
Primera edición: octubre 2021
Edición en formato digital: diciembre de 2021
Förderung durch das Bundesministerium für Kunst, Kultur, öffentlichen Dienst und Sport Financiamiento del Ministerio Federal de Arte, Cultura, Función Pública y Deporte
Original title: Die Bagage by Monika Helfer
© 2020 Carl Hanser Verlag GmbH & Co. KG, München
Rights negotiated through Ute Körner Literary Agent.
© de la traducción Gabriela Adamo, 2021
© de la presente edición Edhasa, 2021
Avda. Córdoba 744, 2º piso C
C1054AAT Capital Federal
Tel. (11) 50 327 069
Argentina
E-mail: [email protected]
http://www.edhasa.com.ar
Diputación, 262, 2º 1ª, 08007, Barcelona
E-mail: [email protected]
http://www.edhasa.es
ISBN 978-987-628-651-0
Quedan rigurosamente prohibidas, sin la autorización escrita de los titulares del Copyright bajo las sanciones establecidas en las leyes, la reproducción parcial o total de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático y la distribución de ejemplares de ella mediante alquiler o préstamo público.
Conversión a formato digital: Libresque
Para mis Últimos
Ten, toma los lápices, dibuja una casita, un arroyo un poco más abajo, un aguadero, pero no dibujes un sol que la casa está en la sombra. Detrás, una montaña: como una piedra erguida. Delante, una mujer erguida que tiende la ropa en la soga; la soga no está del todo tensa, está atada a dos cerezos: uno a la derecha de la veranda que da a la entrada de la casa, el otro a la izquierda. En este preciso momento, la mujer cuelga un enterito de bebé y un saquito, o sea, tiene hijos. Lava seguido: las cosas de los niños y las de su marido y las propias, es dueña de una blusa blanca especialmente bonita. Quiere que su familia esté limpia, como las familias de la ciudad. Tiene muchas cosas blancas; realzan su cabello oscuro y sus ojos oscuros, y el cabello oscuro y los ojos oscuros de su marido. Los de abajo, los del pueblo, casi nunca se visten de blanco, ni siquiera los domingos. Un rostro serio tiene, ojos profundos. ¡Dibuja los ojos con lápiz de carbonilla! El pelo pegado a la cabeza, negro, con un poco de marrón, porque el lápiz de carbonilla se partió. Los lápices de colores buenos no brillan y además son caros.
La realidad se cuela en el dibujo, fría y sin piedad, hasta el jabón se acaba. La familia es pobre, apenas dos vacas, una cabra. Cinco hijos. El hombre, de pelo negro como la mujer, como barnizado incluso, apuesto, mucho más apuesto que los demás. Tiene un rostro fino, pero sin alegría, parece. La mujer, apenas treinta años, sabe que los hombres la miran, ni uno que no lo haga. Cuando su marido la aprieta contra su cuerpo, siente los pechos y la panza —él se lo dijo exactamente así—, ve todo negro y se deja caer en la cama por el cansancio. Ella se desviste rápido, se acuesta a su lado y sabe que él sólo se hace el dormido, que no quiere fallar. Por eso se dejó puesta la enagua delgada. Para que la cosa no sea tan obvia. Mira por la ventana abierta hacia el cielo nocturno. Ni la luna se asoma por encima de la montaña. A veces, pasa cerca: puede ver el reflejo, arriba, sobre el filo. Una vez grita un niño, ella sabe cuál; después llora otro, ella sabe cuál. Pero no logra levantarse, cansada no está, piensa, es que me cuesta. Hasta qué edad viviré, piensa.
La niña, dos años, aparece junto a la cama en el medio de la noche. Es Margarethe. La Grete. Tiembla.
—Mamá —susurra.
La mamá también susurra:
—Ven.
La pequeña se mete bajo la manta. El padre no debe enterarse. La niña no se acuesta entre los padres; se acuesta en el borde de la cama. Hay que agarrarla para que no se caiga, abajo, al piso, porque la cama es bastante alta.
La niña era mi madre, Margarethe, una pequeña temerosa que se escondía entre las polleras de su madre cada vez que se cruzaba con el padre. El padre era cariñoso con los otros cuatros niños; era cariñoso a grandes rasgos, y también lo sería con los dos hijos que aún iban a nacer. Sólo despreciaba a esta niña, Margarethe, porque creía que no era su hija. No sentía enojo hacia ella, ni rabia; la despreciaba, le daba asco, como si toda la vida hubiese sentido en ella el olor del intruso. No le pegó jamás. A los otros niños, a veces. A la Grete, jamás. No quería tocarla ni con un golpe. Hacía como si no existiera. Que hasta su muerte no le dirigió la palabra. Y que no tiene conciencia de que alguna vez la hubiera mirado. Eso me contó mi madre, yo sólo tenía ocho. Mi abuelo no quería tener nada que ver con la temerosa. Para mi abuela, eso fue motivo suficiente para abrazarla e incluso quererla más que a los demás. Maria se llamaba mi abuela, la bella, la que habría sido cortejada por todos los hombres del pueblo de no haberle tenido, ellos, tanto miedo a su marido.
Pero me adelanto. Porque esta historia empieza cuando mi madre aún no había nacido. La historia comienza cuando no había sido siquiera concebida. Comienza una tarde en la que Maria, una vez más, estaba colgando la ropa. Eran los primeros días de septiembre de 1914. Y vio al cartero, abajo, en el camino. Ya lo vio a lo lejos.
Desde donde estaba se podía ver el valle hasta abajo, hasta la torre de la iglesia que sobresalía entre los tilos. El cartero empujaba la bicicleta porque el camino hacia la casita era empinado y, a partir del desvío, nada más que pedregullo suelto. El hombre estaba agotado; quería que lo llamaran adjunto —la denominación oficial de su puesto era adjunto de correos—, llevaba un uniforme con botones brillantes, transpiraba, se había aflojado la corbata, abierto el cuello. Se quitó la gorra, pero sólo un segundo, para saludar y airearse. Maria dio un paso atrás cuando él le alcanzó el sobre. Era un sobre azul con un recorte suelto al frente que había que arrancar. Había que firmar ese recorte y enviarlo de vuelta al remitente. El remitente era el Estado, y quería contar con una prueba. El adjunto sabía que ella sabía que le gustaba y más. También sabía que él le era indiferente. No era ni la mitad de atractivo que Josef, su marido, el de la mirada oscura, si es que la apariencia era algo que se podía cortar al medio o duplicar.
El adjunto no aprobaba la forma en que los hombres del pueblo hablaban sobre Josef y Maria. Los hijos no son prueba de nada, y menos de que alguien supiera hacerlo bien en lugar de, simplemente, saber hacerlo: cuatro hijos no significaban nada de nada. Una mujer puede tener hijos aunque el hombre no le guste, está en su naturaleza, y la naturaleza no tiene nada que ver con el amor, y que de casualidad se llamen Maria y Josef no quería decir absolutamente nada, más bien al contrario. Eso era lo que los hombres hubiesen querido. Porque de ser así —eso pensaban— tal vez hubieran tenido alguna posibilidad con la bella Maria. La pareja no se mostraba casi nunca junta en el pueblo; de ahí los hombres también sacaban sus conclusiones y encontraban más justificaciones. Y cuando aparecían, no se mostraban felices el uno con la otra, no se miraban entre ellos, el Josef como siempre serio y la Maria casi siempre también, como si se acabaran de pelear. Pero los hombres no tenían idea. A Maria le gustaba estar abrazada en la cama con Josef, tenía temperamento. Y a su marido a veces también. Ni de lejos estaban en la situación de tener que oscurecer el cuarto cuando se acostaban juntos. Ni de lejos. Y cuando habían soplado la vela y el cuarto quedaba a oscuras, solían permanecer un rato largo hablando.
Sólo una vez por semana el adjunto llegaba tan lejos, porque había que subir mucho y el acceso era difícil. Y pocas veces Maria estaba sola, y pocas veces delante de la casa. Varias veces había golpeado la puerta y nadie había abierto. ¿Todo ese camino por la nada misma? Él habría preferido que la gente que vivía acá fuera, desparramada, tuviera amigos abajo en el pueblo, al menos uno, donde dejar las cartas para que ellos mismos después las buscaran. Pero una carta del Estado debía ser entregada en persona. Al menos hoy la podré mirar, pensó el adjunto.
Los límites del pueblo llegaban lejos; hasta el último asentamiento había por lo menos una hora de camino, contando desde la iglesia. Seis casas estaban en los límites, detrás empezaba la montaña. Los que vivían al pie, bajo su sombra, no se llevaban bien con los del pueblo, y tampoco entre ellos. No llevarse bien significaba no querer saber cómo le va al otro, nada más. Vivían allí porque sus antepasados habían llegado más tarde que los demás y la tierra era más barata, y era más barata porque trabajar esa tierra era muy duro. En el extremo más lejano, atrás y arriba, vivían Maria y Josef con su familia. Los llamaban los Últimos. El padre y el abuelo de Josef habían sido changarines; eran los que no le pertenecían a nadie, los que no tenían un techo firme sobre sus cabezas, los que se mudaban de un asentamiento al otro y pedían trabajo y en verano cargaban montañas sobrehumanas de heno hasta los graneros de los campesinos; era la más baja de todas las ocupaciones, más baja que la del siervo.
La carta era del ejército. Era la orden de leva. Austria le había declarado la guerra a Serbia y Rusia había saltado para apoyar a Serbia y el emperador alemán había saltado para apoyar a Austria y le había declarado la guerra a Rusia, y Francia había saltado para apoyar a Rusia y le había declarado la guerra a Alemania y a Austria, y Alemania había invadido Bélgica.
El cartero seguía sosteniendo el sobre azul en la mano. Para sus adentros soñaba que ayudaba a Maria: algo sucedía y él la ayudaba y ella por fin se daba cuenta de qué clase de hombre era él en realidad. Con gusto la habría liberado de su marido; se imaginaba que ella sufría con él y creía que él mismo era uno de esos que, cuando se da el caso, saben mostrar mucho cuidado y afecto, y no sólo por un rato, por una noche o así, sino hasta que la muerte los separe. Ni una mancha roja en su cara, tampoco en el cuello. No veía ni una arruga, ni vertical entre los ojos señalando la frente, ni junto a la boca, ni desde los ojos hacia las sienes. Sus manos eran ásperas, pero sólo del lado de adentro. Por afuera eran como doradas. Su marido solía ir de acá para allá. Tenía asuntos. Qué clase de asuntos, eso el adjunto no lo sabía, y Maria tampoco. En el pueblo se sospechaba que eran asuntos raros y torcidos. Josef tenía fama de irse enseguida a las manos. Pero los hombres decían eso sólo para calmarse, para justificar entre ellos su propia cobardía. Porque hasta el momento ninguno se había animado a irle de frente a Maria. Justamente porque el Josef es uno de esos que enseguida se van a las manos. Aunque pelear, la verdad, no lo había visto nadie.
La carta era del ejército, dijo el adjunto. Maria debía confirmar la recepción con una firma. Que entre paréntesis escribiera “esposa”. Tenía a mano un lápiz indeleble, confiable. Él mismo humedeció el lápiz con la lengua.
Maria sabía que había guerra, pero que alguna vez tendría algo que ver con ellos, que su estruendo llegaría hasta allá atrás, al último rincón del valle en la sombra de las montañas, eso no se le había cruzado por la cabeza. Qué era exactamente lo que decía la carta impresa, qué palabras, eso no lo habría podido repetir, pero esto sí: Josef Moosbrugger debía partir a la guerra.
El alcalde se llamaba Gottlieb Fink y también tenía sus asuntos. Era el único con el que Josef hablaba más allá de lo estrictamente necesario. Más que sí, no, buenas y, otra vez, sí, no. A veces, Josef había bajado de la montaña directo hasta la casa del alcalde, había entrado sin golpear o llamar, y se había quedado una buena hora dentro. Pero no eran amigos. Al alcalde le hubiese gustado ser amigo del Josef Moosbrugger. Era el único con el que se podía hablar; primero, porque no tenía enfermedades; segundo, porque no apestaba como un animal, y tercero, porque no era idiota, sabía leer y escribir y calculaba mejor que bien. Le dabas las multiplicaciones más difíciles, entornaba una vez los ojos y ya las había sacado. El alcalde era generoso. Cuando había asuntos siempre repartía, incluso las veces que Josef apenas participaba. Siempre mitad y mitad. Josef no era tan generoso. Pero el alcalde no se lo echaba en cara. El alcalde tenía vacas, chanchos, gallinas y un par de cabras, esas las tenían todos; además había construido un taller junto a su casa. Había aprendido a hacer carabinas. Antes hasta torneaba y fresaba él mismo los cañones y serraba y tallaba la madera para las culatas y las aceitaba y las pulía. Ahora se hacía mandar las partes desde distintos lugares del sur de Alemania y simplemente las encastraba. Resultaba más barato y rendidor. Le ponía la chapa con su sello, así el arma se convertía en un Fink auténtico, y los fusiles Fink seguían teniendo su fama, como si todas sus piezas estuvieran hechas a mano. Al Josef el alcalde le había regalado una carabina, doble cañón. Eso fue más que generoso. La gente se había sorprendido. Eso lo explicaba todo, aunque nadie sabía exactamente qué. Un carpintero tendría que haber trabajado más de medio año para comprarse una. Tal vez Josef era nomás su amigo. Sólo porque actuaba como si no necesitara un amigo no quería decir que realmente no lo necesitara.
Cuando llegó la orden del ejército, Josef necesitó un amigo. Al alcalde no lo habían llamado; motivo: era imprescindible en casa. Así era: Josef, por ejemplo, lo necesitaba.
Josef amaba a su mujer. Nunca había dicho esa palabra. La palabra no formaba parte del dialecto. Era imposible decir te amo en dialecto. Por eso tampoco había pensado esa palabra, nunca. Maria le pertenecía. Y él quería que ella le perteneciera y fuera parte de él: lo primero se refería a la cama; lo segundo, a la familia. Cuando caminaba por el pueblo y veía a los hombres sentados junto al aljibe, jugando con los cuchillos de madera que ellos mismos habían tallado, y cuando veía que lo veían, leía en sus miradas: eres el marido de la Maria. Ni uno de ellos no había pensado en cómo sería con ella. Y ahora que lo habían llamado, creían que se les abrían oportunidades. Oportunidades medianas, porque nadie sabía bien cuánto duraría la guerra. Aunque las noticias de Viena y de Berlín decían que la cosa no iba a durar mucho, nadie hubiese apostado.
Josef fue hasta lo del alcalde y le dijo:
—¿Podrías cuidar a Maria mientras estoy en el frente?
El alcalde sabía cómo se escribía cuidar en este caso. En primer lugar, así pensó, el Josef cree que no puede confiar en su mujer. ¿Confía ella misma? ¡Esa era la pregunta! Porque se ve cada mañana en el espejo.
Nadie más participó de aquella conversación. Una conversación delicada, que no quería testigos. ¿Cómo podría responderle el alcalde al marido de mi abuela? ¿Se atrevería a decir: “Quieres decir que me asegure de que nadie suba hacia la casa mientras tú estás lejos”?
¿Y Josef? Si dice: “Sí, eso quiero decir”, entonces estaría admitiendo que no confía en su mujer.
Josef dijo:
—Sí, me vendría bien que te asegures de que nadie suba.
“¿Y por qué?”, podría preguntar el alcalde. Pero con eso ofendería a Josef. Y no es lo que quiere. ¿Cabe la posibilidad de que algún hombre del pueblo, o vaya uno a saber de dónde, se ponga violento con la bella Maria? ¿Que en un caso así intervenga el alcalde? ¿Y eso qué querría decir? ¿Que debía matar al hombre?
El alcalde dijo:
—Me voy a ocupar de ella. No te preocupes en la guerra, Josef.
¿Es posible que una mujer tan hermosa esté hecha para un solo hombre? El alcalde creía que Maria era fiel sólo porque le tenía miedo a su marido y no por falta de interés en otros. Tampoco había que hacer tanto espamento si uno u otro calculaban con que Josef cayera en la batalla, así es el ser humano. Claro que eso el alcalde no se lo habría dicho a Josef. Justamente, porque quería mantenerlo como amigo. Él era el alcalde y deseaba que, al terminar la guerra, no faltara uno solo de los del pueblo. Además, pensaba que quedaba bien tener un amigo apuesto, y la señora alcaldesa también creía que el Josef era un buen adorno. Porque a ella el Josef le gustaba muchísimo. Como decía tan abiertamente que alguna vez le gustaría ver al Josef desnudo, mejor aún si era afuera, en el bosque, quedaba claro que no había ningún tipo de peligro en este sentido, si no habría cerrado la boca. Nadie necesitaría cuidar a mi mujer, pensó el alcalde, y si me llamaran al frente nadie la cuidaría. El alcalde estaba bien en su matrimonio. Él y su mujer eran consideradas las personas más divertidas, no sólo en el pequeño pueblo, sino en todo el valle, hasta Bregenz. Y eso era sobre todo mérito de ella. Sabía reírse de una manera... hasta Josef se reía con ella ni bien empezaba y nadie sabía qué iba a venir.
—Que se mude aquí con todos los niños —dijo el alcalde—: eso lamentablemente no es posible, aunque sería lo mejor.
—No hace falta —dijo Josef—. Alcanza con que mantengas los ojos abiertos. Dicen que para octubre ya habrá pasado todo. Y entonces ya estaré de vuelta.
—Y además están las vacaciones del frente —dijo el alcalde.
—Si todo resulta tan rápido como dicen, entonces no habrá tiempo para vacaciones —dijo Josef. Eso pensaban todos. Josef llegaría a tener dos vacaciones.
Josef se había despedido de su mujer con un abrazo y un beso leve y ya estaba en camino, doblando las rodillas en la bajada como era su estilo, cuando ella corrió tras él y lo arrastró de nuevo a la casa, hacia el dormitorio, y le abrió el cinturón y se apretó contra él.
—¿Por qué pones esa cara? —preguntó ella.
—Me duele una muela —dijo él.
—Pero eso va a empeorar —dijo ella.
—En el frente hay dentistas —dijo Josef—. Al parecer, mucho mejores que los de Bregenz.
—¿Cómo lo sabes?
Él la alejó y se levantó de la cama. Que deje de hacerle preguntas, ya la conocía. No terminaría más y él llegaría tarde.
No fueron muchos los hombres del pueblo alcanzados por el llamado de principios de septiembre. Por qué mi abuelo estuvo entre los primeros, eso no lo sé. Eran apenas cuatro: uno se llamaba Franz, como el emperador, otro Ludwig, otro Alois y, bueno, Josef. Debían ir a pie hasta el segundo pueblo, allí los buscarían los camiones que los llevarían a la estación de Bregenz, y de ahí al campo de batalla nomás, donde fuera que eso quedara. Al final uno solo de los cuatro volvió de allá, del campo: Josef. Alois murió a la semana. Ludwig murió casi medio año después, en un hospital de campaña. Franz cayó al año, en el Paso de Valparola. Los siguieron cinco muchachos más; sólo dos de ellos regresaron.
Los cuatro hombres se habían puesto flores en los sombreros y bebido unos tragos. El alcalde, como el representante del emperador que era, repartió aguardiente y disparó un tiro al aire. Un montón de niños salieron junto a los que se iban a jugar, como decían de los reclutas, pero sólo llegaron hasta el pueblo siguiente, enseguida regresaron. A partir de allí, los futuros soldados siguieron solos hasta L., con paso más lento; habían dejado de cantar y ya estaban bastante sobrios. Hablaron sobre cosas que tenían que hacer pronto, como si fueran a estar en casa en un par de días o semanas. Se quitaron las flores de los sombreros y las arrojaron junto al camino. Ahora que no los veía ninguno de los suyos, ¿para qué?
El hijo segundo del Josef también los había acompañado hasta el pueblo vecino: Lorenz, el obstinado, nueve años recién cumplidos. Era inteligente, su capacidad para los cálculos mentales asombraba y entusiasmaba al maestro en la escuela, había heredado el don de su padre. Ya a esa edad rechazaba la vida en la montaña. No iba a ser un campesino. El solo hecho de que se preguntara en qué podía convertirse lo distinguía de los demás niños del pueblo. Le interesaban los motores y en el valle —llamado simplemente “el bosque”— no había muchos; además, eran siempre los mismos. El padre le había dado un golpecito en los hombros, nada más, esa fue su despedida. En casa, Lorenz debía ocuparse de los animales, dos vacas, la cabra. Y había un perro. Todos le decían “Wolf”, “lobo”. El padre lo había entrenado bien. No hacía falta tenerlo atado. El padre había dibujado una línea con piedras alrededor de la casa y el perro no la cruzaba, pasara lo que pasase. El adjunto del correo igual le tenía miedo. Cuando Maria veía llegar al cartero, metía al perro dentro de la casa. Lorenz no lo habría hecho. Quería al perro; era parte de la familia y no se manda a un miembro de la familia a la casa porque llega alguien que no pertenece a la familia. Y luego estaba el gato, al que le arrojaban lo que sobraba, y si no sobraba nada tenía que arreglárselas solo.
Lorenz arreó las vacas hacia la pradera; ya era demasiado tarde, pero el día no había empezado como siempre. Antes de la partida del padre, Heinrich —el hijo mayor del Josef y la Maria— había ordeñado las vacas y la cabra. Luego el padre se había lavado un rato largo en la fuente, a fondo y con mucho jabón, también el pelo. La mamá había hecho entrar a los chicos a la casa, no quería que vieran al padre desnudo. La cabra quedaba en el establo día y noche. Lorenz le dio una parva de heno mientras miraba el listón de sus ojos. Y pensó lo que pensaba siempre cuando estaba frente a la cabra: ¿por qué no tienen todos los mismos ojos? Los gatos tienen tajos verticales; las cabras, vigas; los seres humanos, agujeros redondos y circulares.
¡En qué podría haberse convertido mi tío Lorenz, de no haber sido uno de los Últimos! ¿En qué podrían haberse convertido sus hermanos?
“La guerra es normal”, me dijo una vez. No había ninguna relación visible con la conversación que estaba manteniendo en ese momento, de la que yo de todos modos no participaba. Cuando mi tío Lorenz hablaba con mi padre, me quedaba muda como el paraguas que colgaba del respaldo del asiento en el que él se sentaba.
“¿Qué quieres decir con eso?”, pregunté tras aclararme la garganta. Su estilo era ignorarme, o dirigirse a mí de golpe y presionar con su dedo índice en el medio de mi esternón. El tío con carisma. Eso es bueno y malo a la vez, al mismo tiempo.
Respondió. “¿Por qué, niña, debería decir algo y querer decir otra cosa? Quiero decir lo que digo: la guerra es normal”. ¿Había olvidado mi nombre?