Mapocho - Nona Fernández - E-Book

Mapocho E-Book

Nona Fernández

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Beschreibung

La Rucia nació maldita, la escupieron y fue a dar al fin del mundo, al sur de todo. Necesita sacarse las torsiones de una relación incestuosa: a su hermano, el Indio, de la cabeza. La Rucia busca desesperada su barrio porque solo desde allí puede contar su relato. Algo recuerda de Santiago, de los alrededores del río Mapocho, pero le cuesta ubicarse y narrar su historia, que está atravesada por la de Chile. De los esclavos que construyeron el puente Cal y Canto, de un historiador suicida y un padre ausente, de poblaciones quemadas por los militares y pichangas terminadas a tiros. De Lautaro, el líder militar Mapuche, que decapitado regresa cabalgando a Plaza de Armas como signo de lucha. Con una oralidad envolvente y tintes de genuina poesía, Mapocho reescribe e hilvana episodios fundamentales de la historia chilena. El pasado más secreto de un país, el de la opresión, emerge aquí sostenido en los vaivenes que envuelven el relato trágico de La Rucia. Esta primera novela de Nona Fernández, sintetiza los rasgos que la han consagrado como una de las narradoras contemporáneas más importantes de Latinoamérica.

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Nona Fernández

MAPOCHO

ISBN: 978-956-9974-64-9
Este libro se ha creado con StreetLib Writehttp://write.streetlib.com

Tabla de contenidos

Mapocho

Hechizo de mierda

I

II

III

IV

V

Diablos y muertos

I

II

Padres y huachos

I

II

III

IV

La Rucia y el Indio

I

II

III

IV

V

Mapocho

Nona Fernández

Para Dante

Hechizo de mierda

Un espejo que absorbe un cuerpo

que absorbe una ciudad.

Watermark, Joseph Brodsky.

El agua es la cara del tiempo. Asomados a la orilla de un lago, afirmados de la baranda de un barco o del puente que cruza algún río, miramos hacia abajo y el agua, con sus pliegues, arrugas y remolinos, nos devuelve un reflejo borroso, la sombra, el revés y el izquierdo de un pedazo de tiempo. Nuestro tiempo.

Hace dieciocho años, encerrada en un piso de Barcelona que hizo las veces de puente, de baranda, de mirador, me asomé a la distancia a mirar las aguas del Mapocho. Eran sucias, malolientes, y llevaban el peso de una fotografía que había visto hace muy poco y que daba vueltas en mi cabeza. En ella tres cadáveres se encontraban tirados en la orilla del río. El escenario era un sector céntrico, muy familiar, lo que volvía la foto más inquietante, como si esos tres cuerpos hubiesen estado en el patio de mi propia casa. Cuerpos que habían sido acribillados y que ahora se encontraban ahí, en el corazón de Santiago de Chile, a plena luz del día, junto a un par de neumáticos viejos y la basura que se acumulaba y se sigue acumulando. La huella de un tiempo oscuro que se reflejaba en las aguas sucias y me invitaba a escribir. La fotografía era de septiembre de 1973.

Estamos hechos de agua. El sesenta por ciento de nuestro cuerpo es puro líquido. Quizá por eso cuando miramos un paisaje acuático reconocemos el elemento básico de nuestra composición en plena libertad y un sentimiento indescriptible se activa en nosotros. Nos vemos azotando las rocas en la playa, horadando los diques de contención, circulando tranquilos por el cauce de un río o de un arroyo, titilando al sol en la calma de una laguna. Y es que, como respuesta y regalo a esa mirada que damos, el agua siempre nos devuelve su mejor autorretrato. ¿Pero qué autorretrato nos devuelve el Mapocho?

Quise seguir la hebra de esos tres muertos y me encontré con muchos otros. Cuerpos que se fueron por el río desde la fundación de Santiago en adelante. Ahí donde la Historia tenía un registro, siempre hubo un muerto abandonado en las aguas del Mapocho. Esos cuerpos que vi retratados eran el reflejo de otros, que a la vez lo eran de otros anteriores, que a la vez lo eran de otros aún más anteriores, en un círculo de agua, tiempo y muerte, que parecía no tener fin. Descubrí un río que por vocación mostraba desde el origen un retrato doloroso, lo peor de nosotros mismos y lo peor de un tiempo sin tiempo, que circula enmarañado, reciclándose en sí mismo como lo hace el agua en su camino vital. Escurriéndose de la cordillera al mar, solidificándose como nieve, derritiéndose y fluyendo en el río, que se evapora, que se vuelve nube, lluvia, nieve, y otra vez río, y otra vez mar. Esos muertos estaban ahí, entrampados en el Mapocho desde hace siglos por obra de un hechizo antiguo. El hechizo de la Historia. Nuestra Historia.

Creo que los recuerdos nos dan lucidez. Ese montón de reflejos que guardamos en el hipotálamo nos sugieren una remota idea de lo que somos. Nos miramos en ellos como quién se mira en el espejo del agua, y la cara del tiempo y la nuestra se asoman como una respuesta a esa pregunta que nos ronda desde el inicio: ¿quién mierda somos? Si nos miramos en la memoria del Mapocho veremos basura y mugre, cuerpos sin vida, pedazos de un relato cíclico que parece decirnos que todo es como siempre, y que vagamos condenados de un siempre a otro siempre. Creo que escribí este libro intentando romper ese hechizo. Recogiendo toda la mugre que encontré en el río, atendiéndola como se atiende un llamado de auxilio. Y es que el Mapocho está ahí, siempre lo ha estado, fluyendo en el patio de nuestra casa, morocho, mugriento y hediondo, intentando recordar algo nuestro que no sabemos o no queremos saber. Sobre ese algo quise escribir.

Anoche repasaba este texto y se cruzó en la pantalla del computador la noticia de un comunero mapuche asesinado en el sur de Chile por carabineros que ocultaron evidencia, que ocultaron pruebas, que ocultaron información. Mintieron una y otra vez en un ejercicio conocido y agotador. En un video filtrado del registro de uno de esos carabineros, que por ley deben grabar todos sus operativos, pude ver imágenes del joven cuerpo baleado, manipulado y trasladado a la maleta de un auto policial. Y como en un déjà vu se me asomaron a la cabeza las fotografías del 73, y todos los cadáveres que hemos ido a lanzar al río, como quien lanza un desperdicio al tacho de la basura. Hace dieciocho años escribí gran parte de este libro en un piso de Barcelona. Ahora estoy otra vez aquí, sentada igual que entonces frente al teclado, mirando por la ventana un paisaje que podría ser el mismo, pensando en Chile a la distancia, evocando muertos y mentiras antiguas y nuevas, tratando de desentrañar una vez más el secreto para romper el hechizo, y me pregunto si de verdad han pasado dieciocho años o si nunca me moví de aquí. Todo parece igual. El tiempo avanza hacia atrás. Es una maraña de reflejos y afluentes torrentosos que nos empuja, nos retrata y nos entrampa. Quizá este lugar y todos los que he habitado desde siempre son sólo un espejismo del Mapocho. Probablemente nunca he salido de ahí.

Leo los textos que escribí hace tanto para esta primera novela y, así como La Rucia se mira a sí misma desde un puente del río, así miro a la distancia a esa joven que se lanzó a esta acuática aventura. Le debo tanto y a la vez tanto nos distancia. La observo paseando por estas calles ajenas y familiares, con un embarazo de varios meses a cuesta, intentando encajar las imágenes que le rondan para sentarse río, atendiéndola como se atiende un llamado de auxilio. Y es que el Mapocho está ahí, siempre lo ha estado, fluyendo en el patio de nuestra casa, morocho, mugriento y hediondo, intentando recordar algo nuestro que no sabemos o no queremos saber. Sobre ese algo quise escribir. Anoche repasaba este texto y se cruzó en la pantalla del computador la noticia de un comunero mapuche asesinado en el sur de Chile por carabineros que ocultaron evidencia, que ocultaron pruebas, que ocultaron información. Mintieron una y otra vez en un ejercicio conocido y agotador. En un video filtrado del registro de uno de esos carabineros, que por ley deben grabar todos sus operativos, pude ver imágenes del joven cuerpo baleado, manipulado y trasladado a la maleta de un auto policial. Y como en un déjà vu se me asomaron a la cabeza las fotografías del 73, y todos los cadáveres que hemos ido a lanzar al río, como quien lanza un desperdicio al tacho de la basura. Hace dieciocho años escribí gran parte de este libro en un piso de Barcelona. Ahora estoy otra vez aquí, sentada igual que entonces frente al teclado, mirando por la ventana un paisaje que podría ser el mismo, pensando en Chile a la distancia, evocando muertos y mentiras antiguas y nuevas, tratando de desentrañar una vez más el secreto para romper el hechizo, y me pregunto si de verdad han pasado dieciocho años o si nunca me moví de aquí. Todo parece igual. El tiempo avanza hacia atrás. Es una maraña de reflejos y afluentes torrentosos que nos empuja, nos retrata y nos entrampa. Quizá este lugar y todos los que he habitado desde siempre son sólo un espejismo del Mapocho. Probablemente nunca he salido de ahí. Leo los textos que escribí hace tanto para esta primera novela y, así como La Rucia se mira a sí misma desde un puente del río, así miro a la distancia a esa joven que se lanzó a esta acuática aventura. Le debo tanto y a la vez tanto nos distancia. La observo paseando por estas calles ajenas y familiares, con un embarazo de varios meses a cuesta, intentando encajar las imágenes que le rondan para sentarse a escribir, en un piso, tan parecido a este, tardes enteras. La veo allá abajo, en un café de la plaza, con una libreta llena de recortes y anotaciones. Ella no sabe que estoy aquí, ignora mi fantasmal presencia espiándola desde el futuro. Además de la foto de esos tres cadáveres y todos los archivos históricos que desempolvó de la Biblioteca Nacional, hay más materiales levantando imaginario en su cabeza. Está Dead Man, de Jim Jarmusch, con ese muerto perdido en algún rincón del oeste americano, guiado por un piel roja que dice llamarse William Blake. Está Underground, de Emir Kusturica, con toda esa gente gritona habitando un país festivo y colorinche que se desarma y termina partido por la mitad. Está María Luisa Bombal y esa Amortajada que vivencia desde el ataúd la lucidez de la muerte. Está Justo Abel Rosales y sus crónicas santiaguinas. Y por supuesto Sonia Montecino y esa cartografía al alma chilena que es su Madres y huachos. Supongo que está Rulfo. Supongo que está Lemebel. Supongo que está Droguett y los 60 muertos en la escalera. No estaba Gonzalo Millán con La Ciudad, aún no lo había leído. Tampoco Guadalupe Santa Cruz con su Ojo Líquido, aún no lo había escrito. Pero podrían haber estado. De lo que sí estoy segura, es que en el cuerpo y la mente de esa mujer que espío desde mi ventana, ya se encuentra esa incomodidad, ese malestar que aún conservo y que es el combustible que ayuda a encender la escritura.

Repasamos el libro para esta edición definitiva respetando a esa joven. Sólo puliendo detalles de estilo, sin transgredir su espíritu ni su desbocada lógica. Quisimos hacerlo así porque esa mujer que escribió esta novela no lo sabía, pero selló un texto que es el origen de todo. Mi propio ombligo. El río en el que puedo observarme y encontrar lo peor y lo mejor de mí. Un reflejo de mi rostro y de mi tiempo.

Respetamos por sobre todo esa rabia antigua que se lee y que espero nunca se pierda. Que mute, se recicle como el agua, se renueve, pero no se pierda. Hoy la leo a la distancia y la vuelvo a lanzar al río con la esperanza de que viaje al futuro. Quizá entonces alguien la rescate y sirva para hacer una fotografía, un libro, un poema, una pancarta, un discurso, un desmadre colosal que por fin eche abajo todos los diques de contención. Intuyo que en esa rabia está la clave para que un día no nos despertemos sintiendo que nos han vivido, que nos han tramado la Historia. Dejo mi rabia flotando en las sucias aguas del Mapocho como una ofrenda. El antídoto que nos ayude a romper, de una vez y para siempre, el hechizo de mierda.

Barcelona, Diciembre 2018.

Nona Fernández Silanes

N Del E: Mapocho fue publicada originalmente en Chile el año 2002. La novela fue finalista del Premio Herralde y obtuvo el Premio Municipal de Santiago de Literatura. El año 2012 fue publicada en Austria y Alemania por el sello Septime Verlag, y el 2017 en Italia por Gran Via. Para esta edición se han realizado modificaciones acordadas con la autora.

Había sufrido la muerte de los vivos.

Ahora anhelaba la inmersión total, la

segunda muerte: la muerte de los muertos.

María Luisa Bombal, La Amortajada.

Hacia y desde las aguas todas,

pedazos, trozos,

indicios de una memoria arada

en mi huidiza superficie.

Guadalupe Santa Cruz, Ojo Líquido.

I

Nací maldita. Desde la concha de mi madre hasta el cajón en el que ahora descanso. Me escupieron y fui a dar al fin del mundo, al sur de todo. Un gargajo estampado en este rincón que se cae del mapa. Ahora mi cuerpo flota sobre el oleaje del Mapocho, mi ataúd navega entre aguas sucias haciéndole el quite a los neumáticos, a las ramas, avanza lentamente cruzando la ciudad completa. Voy cuesta abajo. El recorrido es largo y serpenteante. Viajo por un río moreno. Una hebra mugrienta que me lleva con calma, me acuna amorosa y me invita a que duerma y me entregue por completo a su trayecto fecal. Gaviotas despistadas siguen mi ruta y se estacionan a mis pies escarbando en mis zapatos rotos, picoteándome los dedos, las uñas cochinas. En la ribera un borracho lanza una botella que se hace pedazos al topar conmigo. Vidrios me llegan a la cara, un hilo de sangre corre por mi frente.

Es mentira que los muertos no sienten. Yo podría enumerar lo que esta carne en descomposición sigue percibiendo. La humedad de esta madera, el olor nauseabundo de las aguas, el ruido de las micros, de los autos, el gusto dulce de la sangre que llega hasta mis labios. Desde aquí puedo verme allá arriba, en uno de los puentes que atraviesan el río. Soy yo. Me diviso de pie el día que llegué a esta ciudad. Veo que todavía no me repongo bien del accidente. Llevo el choque estampado en el cuerpo. Me intuyo los moretones en la cara, la cicatriz fresca del parabrisas incrustado en plena frente. El olor a lata chamuscada aún me ronda por la nariz, el ruido de los neumáticos frenando contra el pavimento, los gritos, las bocinas. Traigo las cenizas de mi madre en un ánfora pequeña. Sé lo que estoy pensando allá en ese puente. Pienso que las aguas del río son demasiado sucias, no imagino que algún día yo misma naufragaré aquí. Maldigo al Indio. Pienso que es un estúpido, cómo tuvo semejante ocurrencia. Mi madre habría estado mejor en un cementerio, cerrada y enterrada, completa y no deshecha en cenizas con destino a un río podrido de Santiago de Chile.
En mala hora te vine siguiendo, Indio, ni siquiera has sido capaz de venir a buscarme. Qué hago en esta ciudad en la que se supone nací, con mi madre a cuestas, sin un peso, y sin una puta seña tuya. ¿Dónde te metiste, Indio? Todavía escucho tu voz del otro lado del teléfono. Me recuerdo sola, mirando el fuego de nuestra casa, ahora tan lejos, recuperándome de tu escape, de ese choque de mierda, de la muerte de la vieja, y tú llamando después de tanto.
—Soy yo, Rucia. Perdona por haberme ido así.
Tu voz disfrazada por interferencias. Sólo un tono familiar que me remitía a ti desde alguna dimensión remota, desde algún infierno desconocido.
—¿Dónde estás?
—En Chile. En Santiago.
Chile. El culo del mundo. Yo en nuestra casa. Viendo nuestro fogón, nuestros muebles de madera, el mar a través de los ventanales. Tú en Chile.
—¿Qué pasa, Rucia? ¿Estás ahí?
Hace días que te buscaba. Hace días que esperaba noticias, una carta, una llamada como ésa.
—La mamá murió, Indio. Casi nos hicimos mierda en ese accidente y tú no encuentras nada mejor que arrancarte con la cabeza abierta y tomar el primer avión a Santiago. ¿Qué cresta estás haciendo allá?
—El choque nos dejó algo locos, Rucia, por eso me vine. Pensé que si estábamos lejos, yo... Imaginé tus labios junto al teléfono. Tu boca taponeando una respuesta que no te atrevías a dar.
—¿Tú qué, Indio?
—Yo podría sacarte de mi cabeza.
Lo dijiste. Sacarme de tu cabeza. Me pregunté si de verdad la distancia ayudaba a limpiarlo todo, si efectivamente ése era el remedio para nuestra indigestión acumulada por años.
—¿Y...? —pregunté—. ¿Pudiste hacerlo?
Silencio. Tu garganta soportando el nudo ciego. Un nudo apretado que llevábamos hace tanto.
—No tiene caso seguir haciéndole el quite a esto, Rucia. No importa dónde vaya, no importa dónde me esconda, imposible alejarte de mí.
Nunca habías hablado de esa forma. Yo tampoco. Siempre callados, haciéndonos los huevones. Ahora nuestra madre, la gran fiscal de todo esto, estaba muerta y hecha cenizas en un ánfora que yo podía mirar desde la mesa del teléfono. Ya era hora de hablar a calzón quitado.
—¿Qué vamos a hacer, Indio?
El silencio nos acompañó un rato largo. Pensé que ése sería el posible fin para una historia como la nuestra. Colgaríamos el teléfono y seguiríamos nuestras vidas como debe ser. Tú en Santiago, yo en nuestra casa, allá en el Mediterráneo, o en algún piso que arrendaría en la ciudad. De pronto nos escribiríamos, nos llamaríamos por teléfono para las fiestas y en una de ésas, hasta viajaríamos para el nacimiento de nuestros hijos, si es que alguna vez los teníamos.
—Vente —dijiste decidido—. Trae a la vieja y tiramos sus cenizas al Mapocho. Éste es su río, ésta es su ciudad. Aquí todavía tenemos una casa, está un poco desarmada, pero es nuestra, no vamos a tener que seguir pagándole a nadie por un techo. Vas a ver que te va a gustar, podemos arreglarla a nuestra pinta. Vente, Rucia, no tiene caso seguir separados. A la mierda con todo, te estoy esperando, tú sabes que no soy nada sin ti.
Dijiste eso y yo agarré mis cosas y me vine a buscarte. Podían ser palabras sin sentido, podía ser que tu cabeza, tan machucada como la mía, tan sacudida después de tanto golpe, de tanto vidrio incrustado, hubiera hecho cortocircuito y estuviera mandando señales de auxilio para que yo partiera a tu rescate. Tú sabes que no soy nada sin ti. Dejé la casa y atravesé un océano completo porque quizá tenías razón, perderse en el culo del mundo, sin nadie que nos conociera, sin nadie que opinara, podía ser el mejor escenario para finalmente dejar de hacernos los huevones, para asumir lo inasumible, para cerrar los ojos y echarle para adelante aunque dios y el diablo se nos fueran encima. Siempre estuvimos malditos, Indio, y ahora que el choque removió algo más que nuestras cabezas, es demasiado tarde para echar pie atrás. La cagada ya está hecha. Las dos mitades de un engendro monstruoso, un cuerpo divido, tú la cabeza y yo el estómago, tú la boca, yo el ombligo. Un cíclope en busca de su segundo ojo, un mutante recuperando su presa abortada. Eso soy en este puente del Mapocho, con mi maleta y mi madre a cuestas, la mitad de algo sobre estas aguas que corren sucias bajo mis pies.
Veo pasar neumáticos allá abajo, ramas, un cajón con pinta de ataúd navegando por el oleaje del Mapocho. ¿Dónde he caído, Indio? El cuerpo de una mujer yace allí adentro con los ojos abiertos. Tiene el pelo claro como el mío y me mira, estoy segura. ¿En qué lugar estoy metida? Muertos navegan por el río y cruzan la ciudad completa. ¿Dónde me viniste a arrastrar, Indio? ¿Qué mariconada es ésta?
No te asustes, Rucia, no corras por el puente como lo haces, no huyas de este río. Mírame un poco más, trata de leer mis labios, deja que te cuente donde has caído porque ahora lo sé. Es cierto que aquí los muertos naufragamos, vagamos por las calles, dormimos bajo los puentes, pero no hay por qué tener miedo. Si me escucharas, si te atrevieras a verme a la cara, yo podría advertirte y así evitaríamos este juego cíclico, este cuento sin final. Te vas corriendo, Rucia, abandonas el puente y yo me quedo con el smog sobre mis ojos, el cielo plomizo surcado por cables y esta sensación de vuelta a lo mismo instalada en el estómago. Es mentira que los muertos no sienten. Yo por lo menos lo sigo haciendo. Pero debe ser un asunto de mala cueva, la última patita de una cueca mal bailada. No hay fin, no hay alivio ni paz en todo esto. Qué más puedo pedir. Nací cagada y esta muerte de mierda es el broche de oro. No aplaudo ni me quejo, sólo me dejo llevar por el Mapocho. No hay otra posibilidad. Nunca la hubo.

II

Santiago cambió el rostro. Como una serpiente desprendiéndose de su piel usada, la ciudad se ha sacudido plazas, casonas viejas, cines de matiné, canchas de fútbol, quioscos, calles adoquinadas, boticas y almacenes de barrio. Santiago removió sus costras y ahora ellas se van por los aires, vuelan en la memoria de La Rucia que, sentada en una cocinería frente al Mapocho, con el espinazo de un congrio mosqueado en su plato, trata de identificar en el mapa de la guía telefónica algo que le suene familiar, algo que le parezca conocido.

Avenida Pedro de Valdivia, lee La Rucia. Una calle larga que atraviesa el río y continúa hasta topar en un cerro. Cerro San Cristóbal, deletrea entre algunas gotas de aceite que han caído en el cuadriculado. El cerro se destiñe un poco y una mosca de patas peludas se pasea sobre él para luego sobrevolar Santiago entero y aterrizar en la arteria más grande del mapa. Avenida Alameda del Libertador Bernardo O’Higgins. La Rucia recuerda la Alameda, el cerro Santa Lucía, la Moneda. También recuerda el río. Sabe que su casa, ésa de la que el Indio le habló por teléfono, ésa en la que vivió hasta que su madre los pescó de un ala y se los llevó lejos, estaba a unas cuadras del río. Pero el Mapocho es grande, cruza la ciudad completa. Tendría que recorrerlo entero, desde la cordillera hacia abajo, para poder encontrar algo que la ubicara y la llevara a su barrio de infancia, y con todos los cambios que han hecho, con tanto aviso de neón, tanta vitrina de color maquillándolo todo, se hace muy difícil.
Señora, usted que trabaja aquí cerca del río, usted que fríe y fríe pescados frente a estas aguas podridas, dígame una cosa: ¿no sabe de una casa vieja, larga como culebra y con un pasillo lleno de puertas a sus costados? Cuando me fui era verde, por las ventanas le salían cardenales rojos y tenía una mampara con cristales rugosos que dejaban ver la silueta de mi padre cuando llegaba de su pega en el liceo y buscaba las llaves para entrar y regalarnos un dulce o una revista o lo que fuera. En la fachada había dos escalones rojos que daban a la calle. Eran altos y gruesos. Mi madre los enceraba todos los sábados y mi padre se sentaba en ellos con un mazo de cartas para sacar ases, de todas las pintas y colores, de las orejas, bolsillos y cabezas de todos los chiquillos que se agolpaban a mirarlo cada tarde antes de que anocheciera. As de pique, de diamantes, de corazón. De mi oreja siempre salió el de corazón y del pelo sucio y enredado del Indio el as de trébol. Las manos de mi padre moviéndose rápidas por nuestros cuerpos, arañas de rincón tejiendo hilos invisibles, incubando huevos secretos, pariendo cartas donde nunca las hubo. El mago del barrio instalado en los escalones de mi casa. Escalones de historias interminables que él nos contaba a todos cuando guardaba sus naipes. Historias contadas al calor de nuestras peticiones. Comodines guardados bajo sus mangas tramposas de ilusionista.
Érase una vez, hace mucho tiempo, una mujer y un hombre pequeños. La mujer y el hombre dormían tranquilos en su cama pequeña y soñaban que un dios, algo más grande que ellos, los soñaba. En el sueño de la pareja, el dios soñaba con una gran piñata de colores en la que se encontraban ellos, bailando y riendo, colgados del parrón, entremedio de dulces y challa, felices, porque sabían que en cualquier momento nacían y salían al mundo. La mujer y el hombre pequeños soñaban que el dios, soñando, los creaba y mientras rompía la piñata de un sólo combo, decía: aquí nacen una mujer y un hombre. Y juntos van a vivir y morir. Pero nacerán otra vez, y luego morirán nuevamente. Y nunca dejarán de nacer, porque la muerte es mentira.
—Yo no voy a morirme, papi. Yo y el Indio vamos a vivir para siempre.
Historias. Todas con un final inconcluso que al día siguiente, arrimados en los mismos escalones, escucharíamos después de ver un par de trucos de magia.
Frente a la casa había un farol. Y en algún lugar muy cerca, a unas cuadras, una cancha de baby fútbol donde se jugaba los fines de semana. El Indio y yo en una gradería de madera viendo a mi padre correr por una cancha de parqué desarmado que crujía con cada chute, con cada patada en las canillas. Tablas que se salían y saltaban por los aires con cada jugada. Polvo y mugre levantándose en ese galpón destartalado, pegándose a la garganta y al cuerpo con el sudor de esos domingos calurosos, entre marraquetas con jamonada y queso, huevos con sal, y jugos rojos que dejaban la lengua y los dientes manchados. ¿Señora, ha visto usted esa cancha? ¿Conoce ese farol, esos escalones, esa casa?
La señora no puede decir nada. Casas como ésa quedan pocas y las que hay se están cayendo de viejas y apolilladas. Si quiere un consejo, señorita, trate de recordar algo más reconocible, algo que todavía pueda existir, una calle principal, algún parque cercano. Yo creo, señorita, y perdóneme que le diga, que tanto machucón y herida abierta en esa cabeza suya, la tienen media atontada. Límpiese la frente con esta servilleta, por favor, que mire cómo le está goteando de sangre. Pero bueno, le decía, señorita, contestando a su pregunta, que ésta es una ciudad como la gente. Yo no sé qué idea tendrá usted de nosotros, pero aquí es muy raro que alguien pregunte por una casa. Aquí las casas tienen número y están dispuestas en calles con nombre y apellido, si no somos nada aborígenes, estamos bien organizados, desde la Conquista hasta el día de hoy que nuestras casas tienen ubicación exacta para que la gente y las cartas lleguen sin problemas. Gracias, señora, perdone la molestia, dice La Rucia botando su servilleta ensangrentada a la basura, y arrancando para callado un par de hojas de la guía telefónica, porque le tinca que ahí, por esos sectores impresos en el papel roneo del mapa, debe quedar su barrio antiguo, su casa perdida, el Indio y sus ganas de reencontrarse. Su padre desapareció cuando el Indio y ella eran dos pendejos con las rodillas llenas de costras y las narices goteando mocos. Su madre no esperó un día para sacarlos de Santiago y subirlos a un barco que navegó meses enteros hasta llegar a tierra firme. Luego siguió una peregrinación por cuanta ciudad y pueblo se les cruzó por delante. Vivieron en pensiones, de allegados en alguna pieza, en el cuartucho de algún hotel parejero. Nunca alcanzaron a estar mucho en ningún sitio, imposible hacer amigos, aprender el idioma. Su madre corría de un lugar a otro como si alguien la persiguiera, como si algún secreto demonio quisiera atraparla y por esa razón ella debía mantenerse siempre en movimiento. Cuando pensaban que la carrera había terminado y creían que iban a establecerse, aparecía algo, un olor, una imagen, un rostro que a su madre le recordaba Santiago de Chile y bastaba eso para que tuvieran que agarrar todo y mudarse a otro sitio. El Mercado Central, La Vega, el Mapocho, todo tenía su equivalente perdido en algún rincón del mundo. Santiago se había reciclado en la cabeza de su madre y se había desparramado para reencontrarse con ella en cada lugar al que llegaba. Es que no me va a dejar tranquila nunca, repetía siempre la madre y luego los hacía tomar un tren, subirse a un camión, a un bus o a lo que fuera. Santiago le penaba como un ánima, se le aparecía donde estuviera y en un afán desesperado por dejarlo atrás, corría kilómetros y kilómetros. Sólo se detuvo cuando se sintió enferma, cuando sus piernas reclamaron y se llenaron de úlceras, de heridas en carne viva que la obligaron a sentarse y entregar el mando.
Se instalaron en una playa en el medio del Mediterráneo. Un lugar aislado, lleno de calas y de casas bajas, habitadas por pescadores y por algunos viajeros que, así como ellos, se quedaban allí y ponían un chiringuito a orillas del mar, o lo que les fuera en gana, siempre que alcanzara para vivir. Una cocinería grande en el centro del pueblo, un bar de pescadores, una central telefónica y un paradero para los buses que traían y llevaban gente a la ciudad más cercana. Allí La Rucia aprendió idiomas con los gringos y franchutes que llegaban de vacaciones. El Indio por su parte se dedicó a pintar. Primero con carboncillo, luego con acuarela y óleo. Por el día hacía retratos a los turistas y por las tardes pintaba lo que tenía en la cabeza. Generalmente ombligos. Ombligos ovalados, redondos, ombligos de todas las formas y tamaños, ombligos tatuados, ombligos blancos, negros.
El Indio ya está grande, Rucia, basta mirar los ombligos que pinta para darse cuenta. Preferiría que no siguieran bañándose en pelotas, que no se pasearan a poto pelado por la playa y por la casa. Ya no son niños chicos, es mejor que te alejes un poco del Indio, sólo un tiempo hasta que se le acomoden bien las pelotas. Tú también debes cuidarte, Rucia, las pechugas te están creciendo cada día más. Tápatelas, no andes tentando a la suerte.
La Rucia sacando mariscos entre las rocas de la playa. Las patas peladas, llenas de callos, adheridas con fuerza a la superficie negra. La polera arremangada en el estómago, bajo sus pequeños pechos en explosión. Un pantalón corto y deshilachado, todo hediondo a mar, y con espacio suficiente para dejar al descubierto su ombligo.
—Tú y yo venimos del mismo ombligo, Rucia. La misma tripa hedionda, el mismo hoyo que almacena pelusas y mugre. Deja que lo pinte, deja hacer un cuadro grande donde salga ese lunar que le baila al costado.
El Indio mirándola desde otra roca. El pelo amarrado con un pañuelo rojo. Las manos ocupadas con su propia malla plástica para sacar mariscos. Una que otra concha solitaria adentro, y la vista fija en el ombligo de La Rucia.
—Hazlo de memoria, no me gusta que me mires la guata así, como si estuviera viva.
Algunas gaviotas se acercan a mariscar con ellos. El sol les quema las espaldas y el sudor les corre por la entrepierna. Qué ganas de estar en pelotas, piensa La Rucia. Con este calor es una tortura andar con ropa. Ella mira hacia su casa con la ilusión de que la madre no esté mirando y así poder desnudarse un rato siquiera. Pero ahí está, sentada junto a los ventanales. Pela guisantes en una fuente de greda y los mira fijo desde su punto de vigilancia.
Y así corre la mañana, entre poleras de algodón, pantalones cortos y cuchillos que calan las rocas sacando mariscos. La Rucia ha llenado su malla, pero el Indio no sacó nada. Apenas las dos o tres conchas que ya tenía.
—¿Qué te pasa, Indio?
El Indio atento a su ombligo, con la vista perdida en él, completamente hechizado.
—Tu ombligo me habla, Rucia, míralo.
Desde que llegaron a la playa nunca pasaron hambre y frío. La casa no era grande, pero tenía espacio de sobra para los tres. Una pieza para cada uno, una cocina amplia y llena de armarios, un fogón en el centro para las tardes de lluvia. Ventanales anchos que rodeaban la casa completa y que había que cubrir con tapas de madera cuando el viento azotaba fuerte. La madre hacía una salida mensual a la ciudad y traía plata para comprar comida, pinturas para el Indio, ropa, libros, remedios para sus piernas rotas, vendas, todo lo que necesitaban, que tampoco era mucho. ¿De dónde sale la plata, mamá? La madre nunca contestaba, se remitía a mirarlos seria, sin la risa que les regalaba siempre y repentinamente le venía ese dolor a las piernas que la hacía encerrarse por horas en su pieza, quejándose, llorando, cambiándose las vendas ensangrentadas, que para ahorrar lavaba religiosamente cada mañana y tendía desde la ventana de su pieza dejando que el sol y la brisa del mar las secara y las tuviera listas para una nueva postura. La segunda piel de sus piernas rotas, el cuero postizo que las cubría.
Pobre señora, pensaban La Rucia y el Indio todas las noches, cuando en pijamas se reunían en secreto en el pasillo oscuro y escuchaban a su madre gemir desde la pieza. Se nota que no le gusta estar aquí, se nota que quisiera seguir dando vueltas de un lado a otro. Si no fuera así, no lloraría tanto por las noches, no se quejaría y daría gritos entre sueños como lo hace desde que nos instalamos en esta playa.
—Escucha como aúlla, Indio. Me da miedo.
—Vamos a verla, entremos a su pieza.
—No. Cuántas veces nos ha pedido que no lo hagamos, que la dejemos tranquila, escuchemos lo que escuchemos.
—Es que esto no es normal, Rucia. Yo creo que alguien la tortura por las noches.
—A lo mejor es ella misma y no se da cuenta.
—A lo mejor dormida se rompe las piernas y por eso grita de dolor. Tenemos que salvarla, Rucia.
El pasillo a oscuras, la pieza al fondo, la puerta cerrada. Los quejidos de la madre llenándolo todo y ellos en puntillas avanzando lento, mirando por el ojo de la cerradura, peleándose para espiar, divisando a su madre entremedio de las sábanas blancas. Retazos de su cuerpo. Una mano, un pie, un mechón de pelo desordenado sobre la almohada, una pierna rota manchando el cobertor. Un nuevo grito. La boca se le abre, la lengua se le asoma en un gemido, un chorro de lágrimas mojando sus mejillas.
—Entremos, Rucia, quiero verla bien.
El Indio toma el picaporte y lo hace girar con cuidado para no despertarla, para que ella no los escuche y se asuste más. La puerta se abre. El olor a remedio sacude sus narices, el yodo con el que se desinfecta las heridas. La madre retorciéndose entre las sábanas. Los ojos cerrados, la frente húmeda de sudor, la boca balbuceando palabras incomprensibles. Una mueca extraña instalada en su rostro. La evidencia de que no está ahí, de que vaga en otros territorios, lejos, a mucha distancia de esa pieza oscura donde el Indio y La Rucia la miran desde el borde de su cama.
—¿Con qué sueña, Indio?
Diablos sin cara, sin cachos ni cola que cortar. Demonios invisibles que no vienen de ningún sitio, sino que más bien habitan en algún rincón de ese cuerpo que duerme.
—¡Despierta, mamá!
Los ojos se abren de golpe, la respiración entrecortada, la impresión de estar de vuelta. La madre los mira un buen rato y luego los abraza y los mete en su cama hedionda a yodo. Llora, moquea sobre las cabezas de sus hijos y les pide perdón. Nunca quiso asustarlos, nunca quiso que tuvieran miedo, por eso están donde están, lejos de Santiago y del recuerdo del padre, por eso los metió en el barco y atravesaron el mar durante tanto tiempo. Hay cosas que no puedo sacarme de la cabeza y por eso lloro, pero son cosas con las que ustedes no tienen por qué cargar. Duérmanse conmigo, y no se asusten si grito porque no soy yo, es otra a la que le explotan los miedos y las vergüenzas por las noches y se va a lugares lejanos y terribles.
—¿A dónde, mamá?
Pero la madre no contesta y se duerme otra vez, mientras ellos le velan el sueño y la ven emprender el viaje a ese infierno desconocido, a ese lugar donde le explotan las vergüenzas, donde los fantasmas le penan, donde las piernas se le rompen de tanto correr y escapar.
—¿Vergüenza de qué puede tener, Indio? —dice La Rucia despacito, debajo de la sábanas.
—No lo sé.
—¿Tú crees que sueñe con Santiago? —Yo creo que sueña con el papá.
La Rucia se ha sacado las patas caminando. Orientada por el mapa grasiento de la guía telefónica, ha recorrido cuanta calle se le ha puesto por delante. Ha doblado esquinas, ha cruzado plazas, ha vitrineado tiendas y locales comerciales, pero no logra encontrar nada que se parezca a su casa de infancia. Sabe que no está lejos, que por lo menos ése es su barrio. Está distinto, maquillado de luces y colores, pero es su barrio. En el centro se ha instalado una torre alta y nueva. Debe tener unos quince pisos de altura. Es una torre de oficinas, de esas donde la gente no vive, sino que trabaja el día entero y luego se va, dejándola olvidada. Su fachada es de espejos y el barrio entero se ve reflejado en ella. Un pedazo de cada cosa, un collage de pasajes y casas, de vitrinas y avisos publicitarios. Sin embargo ninguna de esas imágenes recortadas en el vidrio de la torre le es familiar. Sólo ahora, después de un día entero en la calle, La Rucia se sienta en una cuneta, deja a su madre y a su maleta a un costado, se saca los zapatos para descansar un poco, mira el cerro grande que tiene enfrente, y ve por fin algo que la ilumina.
El poto de la virgen. Cada vez que te pierdas, Rucia, recuerda que vivimos mirando el poto de la virgen. La doña no tiene ojos para nosotros, sólo mira a los que están del otro lado del río, así es que mientras el resto de la ciudad le reza a su cara piadosa, nosotros nos conformamos con su traste, que por lo demás no está nada mal, todo blanco y de loza, todo casto y puro, el poto de la virgen.
Sobre el techo de su casa, haciendo equilibrio entre tejas y antenas, una vez su abuela la subió y le habló así. Cada mañana y cada tarde, la vieja se encaramaba con la ayuda de una escoba y se hincaba, junto a su séquito de gatos malolientes, a rezarle a la virgen. Su rezo podía escucharse por sobre las cabezas de todos desde el interior de la casa, un Ave María eterno que se repetía mil veces desde algún rincón del techo. Hay que rezar, Rucia, porque si no el diablo nos come el alma. No importa que la virgen no nos mire, no importa que tu padre y tu madre sean unos descreídos. Reza conmigo, mi Rucia linda, y no te olvides nunca que ese poto blanco de la virgen te puede salvar cuando menos te lo creas. La abuela le mostró a la doña con su dedo índice y ahora La Rucia puede recordarlo y ubicarse con ese consejo antiguo. Desde la cuneta rememora ese ángulo de la figura