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Bajo el título de Más allá de la filosofía se ofrece una serie de textos de Hannah Arendt, en su mayoría inéditos en lengua castellana, que dan a conocer el importante papel que en sus reflexiones desempeñan la crisis de la cultura, la poesía, el arte y la narración literaria. Al recoger trabajos y artículos redactados casi a lo largo de una vida, esta colección permite descubrir la articulación del estilo de su autora, la genealogía de algunos de sus conceptos más relevantes y de ciertos temas que atraviesan toda su obra. Los materiales aquí reunidos tienen un carácter heterogéneo debido a que fueron escritos con distintos propósitos, en tiempos muy diversos, publicados en dos continentes y en dos lenguas distintas por una mujer que no se cansó de insistir en que lo importante, lo verdaderamente esencial, es reflexionar a partir de la experiencia. Entre estos materiales encontramos ejercicios de pensamiento, notas para conferencias, partes de sus libros, discursos de recepción de premios, obituarios y, en fin, reseñas tanto de escritos de amigos como de obras por las que no siente afinidad alguna. A través de esta variedad de géneros, despunta una nueva perspectiva sobre el pensamiento de Hannah Arendt con la que también emergen las siluetas de autores como Rainer Maria Rilke, Bertolt Brecht, Hermann Broch, W. H. Auden o Nathalie Sarraute, que ella supo trazar de manera singular.
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Más allá de la filosofía
Escritos sobre cultura, arte y literatura
Hannah Arendt
Edición de Fina Birulés y Àngela Lorena Fuster
Traducción de Ernesto Rubio
Proyecto financiado por la Dirección General del Libro y Fomento de la Lectura Ministerio de Cultura y Deporte
COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS
Serie Filosofía
© Editorial Trotta, S.A., 2014, 2023
http://www.trotta.es
© The Hannah Arendt Bluecher Literary Trust,
c/o Georges Borchardt, Inc., 2012
© Fina Birulés y Àngela Lorena Fuster, para la edición, 2014
© Ernesto Rubio García, para la traducción, 2014
© Ediciones Paidós, para «La permanencia del mundo
y de la obra de arte», 2005
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a cedro (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.
ISBN (edición digital e-pub): 978-84-1364-123-2
Introducción: En la brecha del tiempo: Fina Birulés y Àngela Lorena Fuster
I. LA FRAGILIDAD DE LOS ASUNTOS HUMANOS
1. La permanencia del mundo y la obra de arte
2. Cultura y política
3. Discurso de recepción del premio Sonning
II. EL ENIGMA DE LAS LLAMAS, ALGUNAS SILHOUETTES
1. Las Elegías de Duino de Rilke
2. Revisiones de Rilke de Hans Hagen
3. Un gran amigo de la realidad. Adalbert Stifter
4. Las calles de Berlín
5. Epílogo a No me he caído de un burro al galope de Robert Gilbert
6. El reportero demasiado ambicioso
7. Más allá de la frustración personal. La poesía de Bertolt Brecht
8. La conquista de Hermann Broch
9. Prólogo a El muladar de Job de Bernard Lazare
10. La literatura [política] francesa en el exilio
11. Las frutas de oro de Nathalie Sarraute
12. Notas sobre Los demonios de Dostoyevski
13. En recuerdo de Wystan H. Auden
III. RESPONDER AL TIEMPO
1. Adam Müller. ¿Renacimiento?
2. La aparición del principio alemán de Bildung de Hans Weil
3. Thomas Mann y el romanticismo de Käte Hamburger
4. Prueba concluyente
5. Prólogo al catálogo de la exposición de Carl Heidenreich
6. Discurso de recepción de la medalla Emerson-Thoreau
Fina Birulés y Àngela Lorena Fuster
«La palabra es la sombra de la acción».
Demócrito (B145)
«… los dolores, sin embargo,
dejemos estar: tanto hemos sufrido.
No […] surge acción alguna
desde el lamento helado».
Ilíada, XXIV, 522-524
Con esta edición titulada Más allá de la filosofía pretendemos hacer accesibles algunos artículos de Hannah Arendt hasta ahora inéditos en lengua castellana y brindar, a través de ellos, la posibilidad de conocer el importante papel que en sus reflexiones desempeñan la crisis de la cultura, la poesía, el arte y la narración literaria1. Al presentar una serie de textos redactados casi a lo largo de una vida, esta colección permite descubrir la articulación del estilo de su autora, la genealogía de algunos de sus conceptos más relevantes y de ciertos temas que atraviesan toda su obra. Además, las páginas que siguen a esta introducción proporcionan una nueva perspectiva sobre el pensamiento de Arendt, quien con su lectura atenta nos ofrece singulares enfoques sobre Bertolt Brecht, Hermann Broch, Nathalie Sarraute, Rainer Maria Rilke y, en general, sugiere cómo acercarse a determinadas figuras de la cultura del siglo XX.
Esta recopilación está dividida en tres partes: la primera reúne, bajo el título de «La fragilidad de los asuntos humanos», textos en torno a la función del arte y de la cultura en la estabilidad del mundo de los asuntos humanos y a su capacidad «poética» de revelar y, al mismo tiempo, de remediar, la fragilidad que los caracteriza.
La segunda parte, «El enigma de las llamas. Algunas silhouettes», agrupa artículos y reseñas siempre en torno a figuras que, ante la progresiva pérdida de mundo característica de la modernidad, se muestran más interesadas «en el enigma de las llamas que en el de las cenizas»2. La expresión nos la sugiere la propia Arendt, quien en el intercambio epistolar con la escritora y amiga Mary McCarthy se refiere a sus retratos de Hombres en tiempos de oscuridad en estos términos: «Yo creía que estaba dibujando silhouettes»3. Al delinear estas silhouettes, nos acerca a la luz de vidas y obras que ofrecieron reflejos de la llama que iluminó esos tiempos de oscuridad que les tocó vivir, aunque quizá esta solo brillara durante unos instantes. En algunos de los escritos incluidos en esta parte hallamos muestras de este modo de trazar característicamente arendtiano que sintetiza los rasgos esenciales de una obra o de un autor mientras perfila el contorno de un problema destacando el fondo sobre el cual se proyecta. Cabe advertir, de todos modos, que con la silhouette Arendt no pretende ofrecer idealizaciones pedagógicamente diseñadas, o «vidas» a la manera moralizante de Plutarco: escribe historias políticas ejemplares4.
Finalmente, «Responder al tiempo» agrupa algunos textos que permiten acercarse a la radicalidad con la que Arendt lee y analiza. En ellos se aprecia cómo responde a las solicitaciones de su tiempo y de sus contemporáneos y cómo siempre muestra sin tapujos lo que en su opinión son auténticas insuficiencias de los textos comentados. Basten como muestra las palabras escritas acerca de Modern German Literature de Victor Lange: «No tendría mucho sentido hacer una reseña de una obra así de no ser por el peligro, esperemos que imaginario, de que acabe convertida en libro de texto [...] surtiría a los más endebles de un terrorífico arsenal de eslóganes baratos que no tienen la más mínima relación con los autores y las obras a los que hacen referencia»5.
Los materiales aquí recogidos presentan un carácter heterogéneo: fueron escritos con distintos propósitos, en tiempos muy diversos, publicados en dos continentes y en dos lenguas distintas por una autora que no se cansó de insistir en que lo importante, lo verdaderamente esencial, es pensar a partir de la experiencia viva, de los acontecimientos, a los cuales el pensamiento debe mantenerse vinculado por ser estos los únicos indicadores para poder orientarse6. Así, en las páginas que siguen encontramos ejercicios de pensamiento, notas para conferencias, partes de libros, discursos de recepción de premios, obituarios y, en fin, reseñas de escritos de amigos —presentes o pasados— y de obras por las que no siente afinidad alguna.
Entre el comentario sobre las Elegías de Duino de Rilke, escrito a cuatro manos junto con Günther Stern y publicado en Suiza en 1930, y el obituario de Wystan Auden, escrito en 1973 y publicado en 1975 en The New Yorker, median más de cuatro décadas. Arendt había entrado en los años treinta siendo una joven y prometedora doctora en filosofía, cuyas investigaciones iban progresivamente orientándose hacia la cuestión judía a través de su interés en la figura de Rahel Varnhagen. A la sombra de un creciente antisemitismo y del ascenso del nacionalsocialismo, Arendt hará sus primeras incursiones en el periodismo y empezará a publicar algunos artículos y reseñas de cariz filosófico en distintos periódicos de Alemania. En estos plantea muchas de las cuestiones que desarrollará en su libro sobre Rahel Varnhagen y no pierde ocasión para desvelar las artimañas culturales de las que se vale el nacionalsocialismo con el fin de buscar precursores dentro de la cultura procediendo a un auténtico saqueo de la tradición católica conservadora7. Pero desde 1933, cuando a raíz de su colaboración con los sionistas en la recolección de la «propaganda del horror» Arendt es arrestada por la policía y decide emigrar a Francia, inicia un periodo de intenso activismo político durante el cual no publica. No será hasta 1942, ya establecida en los Estados Unidos, cuando retome la escritura de artículos, en su mayoría reflexiones sobre la situación derivada de la virulencia de la persecución antisemita en Europa y sobre la necesidad de formar un ejército judío para que los judíos se expresaran políticamente, luchando contra Hitler, como un pueblo europeo más. Estos textos verán la luz en publicaciones periódicas como Menorah Journal o Aufbau8, hasta que sus reflexiones, no solo sobre estas cuestiones, sino sobre literatura y cultura en general, conquistarán su lugar en algunas de la revistas de más prestigio del momento como Partisan Review, Commentary y Nation. Así, a mediados de la década de los cuarenta se intensifica su actividad como articulista, y su creciente notoriedad como intelectual en el contexto neoyorquino se debe a este trabajo. En una de sus primeras cartas a Karl Jaspers podemos leer: «Desde que estoy en América, es decir, desde 1941, me he convertido en una especie de autora independiente, algo intermedio entre el historiador y el publicista político»9. Recordemos que Arendt no fue acogida por la academia estadounidense hasta después de la publicación de Los orígenes del totalitarismo en 1951, y que por tanto su reputación como intelectual durante aquellos años en que entra a formar parte de los New York Intellectuals se debe a su faceta de articulista. De hecho, algunas partes de esa ingente obra que empezó a redactar entre 1945 y 1946 aparecieron previamente en estos medios en forma de artículos. Como relata su biógrafa Elisabeth Young-Bruehl, el ritmo de escritura de Arendt era frenético. Aparte de estar motivada por razones de supervivencia económica, esta intensa actividad tenía como objetivo «introducir la literatura y la filosofía europeas contemporáneas en los círculos culturales norteamericanos», hacer una especie de contrabando del mundo judeo-alemán que estaba siendo destruido10. A su llegada a Nueva York intentó convencer a diversos editores, en especial a editores emigrados como los de Pantheon Books y Shocken Books, de que publicaran la obra de Walter Benjamin, Franz Kafka y Bernard Lazare.
En aquella década Arendt comenta y reseña en estas publicaciones periódicas las obras de escritores como Stefan Zweig, Franz Kafka, Hermann Broch —con el que mantuvo una relación de amistad y de quien a su muerte fue albacea literaria—, Robert Gilbert —amigo íntimo de Heinrich Blücher—, Arthur Koestler o Bertolt Brecht, reseñas recogidas en parte en este volumen. También prologa la traducción inglesa de la obra de Bernard Lazare, El muladar de Job, que apareció en Schocken Books, la editorial donde Arendt trabajaba como directora desde 1945. Lo que tienen en común todas estas reseñas y, por tanto, lo característico del estilo de Arendt en lo que se refiere a este tipo de escritura para un público no especializado, es el modo en que se sintetiza el análisis de la obra a través de pocos puntos o señalando alguna característica definitoria, mientras se demora en una reflexión más amplia que pone al autor en relación con su tiempo y su circunstancia. Precisamente la falta de un criterio semejante es lo que Arendt critica tan duramente en la historia de la literatura escrita por Victor Lange.
Cabe apuntar el hecho de que en la década de los cincuenta, iniciada con la publicación de Los orígenes del totalitarismo, Arendt se dedica con intensidad a fraguar los fundamentos de una heterodoxa teoría política que tomará su forma más articulada en tres libros: La condición humana (1958), Entre pasado y futuro (1961) y Sobre la revolución (1963). Son años en que suspende su dedicación a la crítica literaria y cultural, pero, en cambio, será en el seno de ese marco teórico que Arendt está conformando donde el arte podrá encontrar un lugar. Cuando durante los años posteriores retome esporádicamente esta actividad con reseñas sobre autores como Sarraute o Dostoyevski, lo hará con el mismo estilo, directo y especulativo al tiempo, que caracterizó su firma en las publicaciones periódicas.
Merece también la pena señalar que de muchos de los textos aquí compilados existen varias versiones escritas por la misma Arendt en alemán y en inglés. Sobre el carácter bilingüe de la obra arendtiana es importante subrayar que la idea ordinaria de edición original es extraña a la producción de esta pensadora. Basta traer a colación los recientes comentarios de Marie Luise Knott11 o de Sigrid Weigel12 acerca de que la versión americana y la alemana de sus obras fundamentales constituyen dos originales distintos, a pesar de ser coexistentes. Como es sabido, Arendt publicó en inglés, en 1958, The Human Condition y fue ella misma quien se encargó de la posterior versión definitiva de la traducción alemana de 1960 titulada Vita Activa oder vom tätigen Leben, así como también lo es que algunos capítulos de Los orígenes del totalitarismo (1951) fueron escritos primero en alemán y otros directamente en inglés, aunque el libro se publicara en su primera edición en lengua inglesa13.
De sólida educación académica alemana y, como hemos visto, tras formarse «por la experiencia de ocho años en Francia, largos y bastante felices»14, Arendt se exilió a los Estados Unidos de América donde residió hasta el final de sus días y se encontró en la situación de tener que aprender una nueva lengua extranjera y escribir en ella. Ahora bien, esto no solo indica que tuvo que repensar su relación con la lengua materna15, sino también que se vio obligada a «traducir» lo ocurrido en Europa a un contexto cuyo pensamiento no había sido destruido por la experiencia de la Primera Guerra Mundial y al que casi le resultaban prácticamente ajenos los interrogantes planteados por la modernidad teórica y artística, así como los derivados de la ruptura definitiva del hilo de la tradición a raíz de los hechos del totalitarismo16. Así pues, el exilio significó para Arendt la certeza de que cualquier expresión, sentimiento, gesto o reacción tenía que ser traducido, tras-puesto, o sea, interpretado. De ahí que los «originales» redactados en inglés puedan ya entenderse como traducciones y que quepa considerar con Knott que acaso todos sus textos no sean otra cosa que versiones. Por ejemplo, una idea escrita en inglés vuelve a ser reescrita en alemán y, a su vez, esta revisión la vemos reutilizada en la segunda edición en inglés. Y si atendemos al hecho de que las distintas versiones incorporan también detalles que tienen que ver con las particularidades del público a quien van dirigidas y con el contexto cultural o político en el que se leerán, todavía podemos hallar más argumentos a favor de este carácter de sus textos17. La sensibilidad hacia cuestiones lingüísticas tales como la relación sintomática de los exiliados con la lengua materna y con la lengua del país de acogida, o la relevancia y la dificultad de la traducción, sobre todo en el caso de la poesía, son cuestiones que emergen de forma significativa en algunos textos aquí recogidos. No en balde Arendt afirmaba sin ambages, incluso en los tiempos más difíciles: «Para mí Alemania es la lengua materna, la filosofía y la poesía. De todo esto puedo y debo responder»18. Si tomó distancias de la filosofía tras los acontecimientos que interrumpieron su juventud, jamás quiso separarse de su lengua materna y de la poesía que aprendió en esta lengua siendo solo una niña. Así se puede leer en uno de los pasajes más hermosos de su «Epílogo a No me he caído de un burro al galope de Robert Gilbert»:
Todos nacimos sin laureles. Crecimos sin ellos, y si tuvimos la suerte necesaria, de niños descubrimos algo que se conoce como «lo poético» (das Poetische), y que se encuentra en el germen de toda poesía (Dichtung). Desde ese instante —no del todo dichoso, pero no sujeto, al menos aún, a la enseñanza obligatoria— hemos ido rescatando algunas cosas, distintas, sin duda, dependiendo del bagaje de cada uno, pero entre las cuales siempre ha habido un lugar reservado a las canciones infantiles19.
Como veremos, para Arendt, rescatar es tanto un predicado del arte como una parte fundamental de una metodología encaminada a no perder lo valioso en épocas donde se está rodeado de ruinas.
«Ninguna filosofía, análisis o aforismo, por profundo que sea, puede compararse en intensidad y riqueza de significado con una historia bien narrada»20.
Hannah Arendt
«En verdad vivo en tiempos sombríos»: son palabras de Bertolt Brecht. Con ellas sugiere que los tiempos sombríos no son solo de horror sino también de confusión, pues la teoría ya no viene en nuestra ayuda. Al tomar prestado este verso del famoso poema «A las generaciones futuras» como título de una de sus colecciones de ensayos, Hombres en tiempos de oscuridad, Arendt parece considerar que efectivamente son tiempos en los que el espíritu humano camina en las tinieblas21 o, lo que es lo mismo, son momentos donde las formas tradicionales de explicación ya no explican nada, pero esto no significa que no podamos dar con ciertas formas de iluminación que nos permitan acercarnos a lo real22. De ahí que en su obra recurra a una multitud de registros, unos procedentes del debate filosófico y de las ciencias sociales, y otros de la literatura, del retrato biográfico y de la poesía. Bérénice Levet nos ha recordado recientemente que, a partir de los inicios de la década de los años sesenta, se da «una ascensión fulgurante de la sociología, la lingüística y el psicoanálisis en la comprensión del fenómeno humano»23 y que, frente a los expertos contemporáneos en ciencias sociales y a los elogios que el siglo XX ha dedicado a la mirada científica, Arendt no olvida lo que la aproximación literaria tiene de particular. Parece como si nuestra autora estuviera sugiriendo que «[en] una sociedad en donde las abstracciones de la teoría social y de las ciencias sociales a veces enmascaran conflictos reales —en palabras de Lisa Disch—, una buena narración puede revelar los presupuestos ocultos en argumentos aparentemente neutrales, y desafiarlos»24. De este modo, el relato, el poema, serían, en ocasiones, caminos de aproximación a la vida y a los hechos históricos. Muestra de ello son obras tales como Los orígenes del totalitarismo o Sobre la revolución en las que añade profundidad y concreción a sus análisis y ensayos convocando la obra de autores como Conrad, T. E. Lawrence, Proust, Melville, Dostoyevski, Faulkner o Kafka, a los que utiliza del mismo modo que a los filósofos.
En 1956, Arendt escribe que «la ruptura de nuestra tradición es hoy un hecho consumado»25 y advierte que no hay que considerar que tal ruptura resulta de los intentos de los pensadores poshegelianos por alejarse de los esquemas de pensamiento que habían regido en Occidente durante más de dos milenios; en todo caso, estos pueden entenderse como un presagio de aquella. La fractura irrevocable del hilo de la tradición no fue deliberada, sino que empezó a manifestarse con la cadena de catástrofes ocasionadas por la Primera Guerra Mundial. El corte definitivo se dio con la dominación totalitaria que, en su carácter sin precedentes, no puede ser aprehendida con las categorías habituales del pensamiento político y cuyos crímenes no se pueden juzgar con las normas de la moral tradicional, ni castigar dentro de la estructura legal de nuestra civilización26. Por lo tanto, la emergencia de los regímenes totalitarios no significó solo una crisis política, sino también un problema de comprensión: Arendt levanta acta de la heterogeneidad entre las herramientas tradicionales y la experiencia política del siglo XX, esto es, toma nota de la pérdida de autoridad del pasado. Como apunta ya en su artículo sobre Hermann Broch, se trata de «la ruptura de un mundo que si se ha mantenido unido y ha conservado su sentido no ha sido gracias a sus ‘valores’ sino al automatismo de sus costumbres y sus clichés»27. Es, pues, en esta clave en la que hay que entender su pensamiento, así como su interés por lo que el arte, la poesía o la narración pueden permitir en este contexto. Muestra de ello es el rasgo que, según Arendt, caracteriza las parodias de las formas clásicas en la obra de Brecht: «... la profunda rabia ante el rumbo que ha tomado el mundo y ante el hecho de que hayan sido siempre los vencedores los que han elegido qué es lo que debe registrar y recordar la humanidad. Brecht no escribe su poesía solo para los desfavorecidos, sino para aquellos hombres, vivos o muertos, cuya voz no ha sido nunca escuchada»28. En nuestros tiempos, las obras del pasado ya no se transmiten automáticamente, nos llegan sin la ayuda de la tradición que, al seleccionar, dar nombre, transmitir y separar lo valioso de lo negativo, lo ortodoxo de lo herético, permitía que el pasado coagulara en experiencia al presente y al futuro, constituía una forma de memoria y proporcionaba continuidad entre el pasado y el presente29. De ahí que, en la lectura de los textos aquí reunidos, podamos apercibirnos de que los escritores y los artistas que le interesan son aquellos cuya obra «no mira hacia atrás ni con nostalgia…»30 ni constituye una certificación «del lamento ante lo que se ha perdido, sino de la expresión de la propia pérdida»31.
«Sin embargo, la salvación es nombrar, o lo que es lo mismo, salvaguardar de la destrucción. Al final, nombrar es ensalzar, pero aquello que es ensalzado no es algo que permanezca en un estado invariable, ni es esa inmutabilidad la razón de la celebración. Ser ensalzado significa ser transformado en un ser más fuerte»32.
Hannah Arendt
Pareciera que la época en que Arendt escribe, marcada por el ascenso de la sociedad de masas, impusiera una reflexión de talante metafísico o sociológico sobre el papel del arte en la modernidad, reflexión que fue acometida por autores como Heidegger, Benjamin o Adorno. A diferencia de ellos, Arendt no se ha distinguido por ser una pensadora del arte; de hecho, si atendemos a sus principales obras, diríamos que el tema del arte se presenta de manera transversal en su pensamiento, pero jamás exhaustiva. Sin embargo, tanto el arte como la cultura y, en general, la dimensión estética, son centrales en la dinámica de su reflexión: precisamente la teoría de la acción que la hizo célebre se apuntala sobre las intersecciones y las analogías entre el fenómeno estético y el político, sin que por ello opere una reducción del uno al otro. Como ya se ha indicado, Arendt despliega sus consideraciones sobre el arte a modo de notas sobre artistas, en su mayoría reseñas y comentarios sobre escritores. Pero en La condición humana podemos leer una breve teoría de sello fenomenológico que gira en torno a la relación del arte con la tripartición de la vita activa y con la temporalidad, teoría que se desarrollará y enriquecerá en una meditación —ensayada como mínimo en dos ocasiones, la primera en alemán, la segunda en inglés— sobre el significado político y social de la crisis en la cultura33. Todos estos textos son más bien breves y en ellos las características del arte están, más que diseccionadas en detalle, esbozadas a grandes rasgos.
Antes de avanzar, no obstante, conviene introducir uno de los conceptos más originales de la teoría de la acción arendtiana, cuya importancia resulta evidente en muchos de los escritos que aquí presentamos: el concepto de mundo a través de su relación con la vita activa.
Ante todo, el mundo común no se deja reducir, según nuestra pensadora, a la gente que vive en él: es el espacio que hay «entre» ellos. El mundo, en cuanto es común, no es idéntico a la Tierra o a la naturaleza, más bien está relacionado con «los objetos fabricados por las manos del hombre, así como con los asuntos de quienes habitan juntos en el mundo hecho por el hombre»34. Convivir en el mundo significa, en esencia, que un mundo de cosas está entre quienes lo habitan. Y, como todo lo que está en medio, lo que está «entre» (in-between), el mundo une y separa a quienes lo tienen en común a través de relaciones que jamás suponen la fusión35. Se trata de un mundo humano en cuyo seno hay espacio para desplazarse y compartir perspectivas distintas; y cabe recordar aquí que la libertad aparece en el intercambio con los demás y no con nosotros mismos.
Así la civilización se puede entender como el mundo que los seres humanos han ido construyendo al poner límites a los procesos devoradores naturales y también al hablar sobre él. De modo que aunque la especie humana, al igual que otras especies animales, exige que sus miembros se asocien para producir lo necesario con vistas a la reproducción de la vida, a su supervivencia, no cualquier forma de convivencia humana tiene mundo. Como es sabido, Arendt, a diferencia de otros pensadores, valora positivamente la dimensión artificial derivada del hacer humano. Por ello recurre al término labor para denominar las actividades sociales que realizamos para el mantenimiento de la vida biológica y cuyos productos están destinados a ser rápidamente consumidos. Los humanos, en contraste con los animales, frente a los procesos a que obliga la naturaleza, frente al ciclo dado de labor-consumo, pueden transformarlos; edifican un mundo artificial capaz de sobrevivirles, de ser objeto de uso y de proveerles un espacio estable donde habitar. Solo por haber erigido con el trabajo un mundo de objetos, relativamente independiente, a partir de lo que la naturaleza da, y por haber construido este ambiente artificial, podemos considerar la naturaleza como algo objetivo. Lo que distinguiría la labor del trabajo es que los resultados de la primera son inmediatamente consumidos por el laborante, mientras que los productos del trabajo —sean objetos de uso u objetos de goce como las obras de arte—, una vez acabados, persisten. Es la estabilidad, la durabilidad de los resultados del trabajo lo que posibilita la objetividad. Sin un mundo entre los hombres y la naturaleza, sin un espacio donde las cosas se vuelven públicas, solo habría un movimiento eterno, nunca objetividad. La característica básica de este mundo común no radica en que sus objetos sean herramientas o útiles, ni su mundanidad consiste en ser un sistema abierto de remisiones entre utilidades, sino que lo esencial es su estabilidad, durabilidad, artificiosidad e intersubjetividad36. Pero este espacio público no está constituido tan solo por los productos del trabajo sino también por la cultura y las instituciones. Merece la pena insistir, pues, en que el concepto de mundo se encuentra vinculado a la tentativa arendtiana de revisar el contenido de lo político y a su esfuerzo por repensar la acción de forma no tradicional37.
El objeto de la política está ligado precisamente a la preocupación por el mundo (amor mundi) y, por ello, a los gestos dirigidos a estabilizar la convivencia de seres perecederos a través de una comunidad de diversos. Y en este punto conviene recordar que el mundo erigido no es, por sí mismo, un espacio de libertad, pues las actividades del trabajo tienen siempre un valor meramente instrumental. El proceso de fabricación está enteramente determinado por las categorías de medio y fin; la cosa fabricada es un producto final en el doble sentido de que el proceso de producción termina en ella y de que solo es un medio para llegar a tal fin. Arendt considera que el mundo solo se revela habitable en tanto trasciende la simple funcionalidad de los bienes de consumo y la utilidad de los objetos de uso, y solo se convierte en un espacio en el que es posible la vida en su sentido no biológico (bios) gracias a la acción y a la palabra.
La acción, que «se da entre los hombres sin la intermediación de cosas o materia»38, no ayuda a la subsistencia de la especie ni añade cosas tangibles al mundo; solo percibimos sus efectos en la intangible trama de relaciones humanas que se da siempre donde los humanos viven juntos. De las tres actividades es la única que otorga sentido a nuestras vidas y al mundo.
Frente a la procesualidad de la labor y a la proyectabilidad del trabajo, la acción se distingue por su libertad constitutiva, por su impredecibilidad, pues solo puede tener lugar en un contexto plural, siempre supone una trama de relaciones humanas ya existente. Al poner el acento en la natalidad —concepto que, dicho sea de paso, cristalizó en su mente tras haber asistido a un concierto del Mesías de Händel39—, Arendt se dota de una vía para dar cuenta de la acción: nacer es aparecer por primera vez, irrumpir e interrumpir. En este sentido, entiende que acción humana es inicio, libertad, comienzo; los seres humanos tienen el extraño poder de interrumpir los procesos naturales, sociales e históricos, puesto que la acción hace aparecer lo inédito. De toda criatura recién nacida se espera lo inesperado.
Ahora bien, la acción solo es política si va acompañada de la palabra (lexis), del discurso, y ello se debe a que, en tanto que plurales y distintos, podemos conversar, debatir, comunicarnos. Si la característica de los humanos fuera la homogeneidad y no la pluralidad nuestro lenguaje jamás podría revelar la realidad común ni lo que nos distingue a unos de otros. De esta manera, podemos decir que para Arendt la acción es fundamentalmente inter-acción y, al mismo tiempo, y a diferencia de la conducta, requiere iniciativa, apunta a lo inesperado.
Toda acción acaece, pues, en una trama de relaciones y referencias ya existentes, de modo que siempre alcanza más lejos: pone en relación y movimiento más de lo que el propio agente podía prever. Las acciones son significativas o inauguran algo en la medida en que exceden las mutuas expectativas que constituyen las relaciones humanas. De esta manera, además de ilimitada en sus resultados, la acción se caracteriza por ser impredecible en sus consecuencias y también, a diferencia de los productos del trabajo, por su irreversibilidad. Quien actúa no puede controlar los resultados de su acción. Solo cuando es demasiado tarde sabrá lo que ha hecho, o lo que es lo mismo: «la luz que ilumina los procesos de la acción, y por lo tanto todos los procesos históricos, solo aparece en su final»40.
Al hilo de esta distinción, ha sido habitual subrayar la admiración de Arendt por el espacio público griego, pero hay que decir que la verdadera relevancia de la polis griega para su concepción política descansa, en primer lugar, en el hecho de que sus ciudadanos abandonan la casa —son libres para desplazarse— y consiguen comportarse entre sí como si no estuvieran condicionados por la necesidad natural41, esto es, se reconocen mutuamente como agentes, libres, pares. De modo que, cuando Arendt analiza la sociedad moderna, su crítica no se reduce a un simple lamento acerca de cómo los modernos concedemos tanto valor a la tecnología, sino que su preocupación básica gira en torno a las perniciosas consecuencias que detecta en el hecho de que la sociedad moderna esté organizada alrededor de la labor —que las ocupaciones en que utilizamos la mayor parte de nuestro tiempo y atención sean aquellas a través de las cuales mantenemos nuestra vida biológica y que el valor social de nuestro hacer se conciba en términos, no de lo que cada uno produzca, sino por su función en el proceso productivo colectivo—42. La imagen de la Edad Moderna como proceso de decadencia donde lo natural habría sido progresivamente sustituido por lo artificial no es lo que se desprende del análisis arendtiano. Más que mostrarnos esta época como un retroceso paulatino de la naturaleza, nos la presenta como un desmesurado avance de la misma y, por ello, como una progresiva pérdida de mundo común. Arendt sugiere que, en la modernidad, se habría dado una paulatina fuga del mundo, de la pluralidad, hacia el yo, una fuga de la realidad que es al mismo tiempo una huida de la responsabilidad hacia la indiferencia con respecto a lo común. De ahí también su reticencia ante el viraje psicologizante e individualista de la novela donde el tema y la perspectiva giran en torno a la subjetividad y «el mundo, como un dato objetivo, está de alguna forma ausente. No hay descripciones, no es algo sobre lo que se dialogue; de ahí que esté ausente la multitud de perspectivas desde las que poder ver»43. Y de ahí también su aplauso a aquellos editores que, contra la moda imperante, «deben de haber depositado sus esperanzas en un público lector que cuenta con una mayor sensibilidad por la belleza y por los valores más puramente humanos que por las poses más modernas o modernistas»44.
Sin embargo, también su respeto y su admiración por una autora como Nathalie Sarraute deriva del hecho de que ella logra decir este nuevo orden de cosas, donde el yo sale de su infierno solitario solo a través de las voces del ellos, es decir, no a través de una relación con ese mundo que hace de los hombres seres plurales. Tal como se ha indicado, según Arendt, sin mundo no hay posibilidad de singularización, de mostrar ante los otros quién soy. En fin, una anotación de 1955 en su Diario filosófico puede ayudarnos a ordenar lo dicho hasta ahora y a indicar el camino que nos llevará de la breve teoría del arte de La condición humana a la incompleta teoría del juicio político. En este pasaje Arendt caracteriza el amor mundi en los siguientes términos:
… trata del mundo en el que erigimos nuestros edificios y en el que queremos dejar algo permanente, al que pertenecemos, en cuanto somos en plural. Además es un mundo frente al cual permanecemos eternamente extraños, por cuanto somos también en singular, un mundo que en su pluralidad es el único lugar desde el cual podemos determinar nuestra singularidad [...] solo podemos ser conocidos en el entre del mundo. El nombre se nos adhiere en el entre. En el puro interior no hay ningún nombre; allí solo hay yo y tú, que son intercambiables45.
«Quizá el poeta te haya vuelto tan locuaz y descarada como a mí»46.
Hannah Arendt
Decíamos que el primero de los textos en los que Arendt enfoca per se el tema del arte es ese apartado final del capítulo sobre el trabajo de La condición humana que aquí recogemos: «La permanencia del mundo y la obra de arte». Es propio de esta condición humana el desafiar al tiempo con la creación de actividades e instituciones que permitan disfrutar a los hombres de cierta cuota de inmortalidad: entre estas encontramos la política y la polis, que garantiza el athanatizein (inmortalizarse) de los mortales a través del fulgurar de la gloria de acciones y palabras ante los ojos de los iguales; la historia, la exposición mediante palabras escritas de los hechos memorables para que no caigan en el olvido; la filosofía, el intento desesperado no solo de disfrutar de una cierta inmortalidad, sino de gozar de la inmunidad que confiere morar en compañía de lo eterno y lo verdadero; y, por fin, el arte que, como veremos a continuación, Arendt definirá en relación con la temporalidad de ese mundo que es para los hombres morada y espectáculo. «En lo bello, sin embargo —escribirá la autora refiriéndose a la estética de Kant— aparece el mundo, no la humanidad sino el mundo habitado por el hombre»47. Esta es la perspectiva mundanizadora que caracterizará el modo en que Arendt aborda el tema del arte desde los años cincuenta hasta definir la relación del arte con el juicio reflexionante político, no sin antes vincularlo al gusto por cultivar lo bello y escoger compañías. Pero antes de desarrollar estas formulaciones últimas, volvamos por un momento al texto de La condición humana donde Arendt, bajo el título «La permanencia del mundo y la obra de arte», en las páginas previas al capítulo sobre la acción, se detiene a considerar el tema del arte y, en particular, cómo este consigue salvar de la ruina del tiempo algunos gestos humanos efímeros. La indicación de posición y el título ya son un síntoma del contenido que llena estas páginas: la producción artística como parte de la producción del homo faber, pero con la diferencia específica que convierte este tipo de actividad, basada hasta cierto punto en el modelo instrumental propio del trabajo, en un puente hacia la acción. Desde la perspectiva de análisis arendtiana, la obra de arte se distingue de todo el resto de objetos que el hombre produce mediante el trabajo, tanto por su capacidad como por su modalidad de permanecer en el mundo como monumento y testimonio de la cultura en la historia más allá de su función reificadora. La tesis principal viene enunciada con la voz poética de Rilke: el arte redime lo que toca de la destrucción con que la naturaleza empuja a sus productos hacia el final de su tiempo48. Asimismo, esta relación particular con el tiempo, la capacidad diversa de permanencia, viene determinada porque su eidos, su esencia, nada tiene que ver ya con la utilidad instrumental y todavía menos con el consumo que el ser humano hace de los objetos de la vida cotidiana. Las obras de arte, en general, desde las artes plásticas hasta la literatura, son consideradas por Arendt las más mundanas entre las obras manufacturadas. Son las más capaces de expresar la cultura, sobre todo en cuanto a su capacidad de hacer experimentar el mundo como morada perdurable. Aun así, la calidad más inminente y específica de las obras de arte no es su durabilidad debida a la materialidad, algo por lo demás decisivo en su capacidad de permanecer en el tiempo; aquello que conquista memorabilidad entre la comunidad humana es su belleza. Irradiar belleza, manifestar armonía, exponer una singularidad irrepetible. Su función excede toda función particular y apunta a algo medular del modo en que los hombres y las mujeres se relacionan con su condición humana. De forma análoga a la natalidad, el arte sabotea la lógica temporal que hace de cualquier historia un mero preludio a la muerte o la desaparición. Así pues, las reflexiones de Arendt, por una parte, oscilan entre el énfasis en que la obra, con sus características de inmortalidad y durabilidad, asegura una permanencia a la grandeza de los hechos y palabras humanas y en que el artista es un fabricante entre otros, semejante al homo faber; y, por otra, como para corregir lo anterior, «privilegia sobre las demás artes las que requieren un mínimo de aprendizaje o de tekhne y cuyo material es el menos material: la música y, sobre todo, la literatura. (En otras ocasiones, preferirá las artes que restituyen más de cerca la acción, siendo ellas mismas acción, es decir, el teatro)»49.
Sin embargo, en este punto Arendt anota que la obra es fruto de un hacer (poiein) que está vinculado a la acción (prattein), dado que el mundo que constituye no es reductible al mundo de los demás objetos fabricados. Parecería pues que las consideraciones arendtianas estuvieran habitadas por una tensión entre poeisis y praxis, quizá porque para ella la literatura, y cualquier arte, es entendida y valorada en términos de pensamiento político50. De ahí que, al subrayar la cercanía de lo poético y lo político, trate de mostrar que la obra de arte concierne al acontecimiento, tiene la capacidad de comenzar y de recomenzar. En resumen, Arendt expone con variada intensidad una triple caracterización del arte: como reificación que estabiliza materialmente el mundo; como monumento que lo celebra y que transmite de generación en generación su singularidad de manera ejemplar y memorable; y, por último, como gesto performativo inaugural cuya provocación nos interpela a través del tiempo. Las obras de arte provocan reacciones diversas, no solo admiración muda ante su fulgurar, sino también las ganas de decir, de hablar sobre ellas, de articular juicios que no están basados en leyes anteriores sino en la necesidad de mostrar una realidad concreta, de afirmarla en su aparecer mediante el lenguaje que nos remite a los otros y a aquello que compartimos con ellos. No obstante, como bien apunta Françoise Collin, «no se trata de renovar una comunicabilidad constituida sino de inaugurar una comunicación sin garantía. No se trata de confirmar el ritmo de un sentido común latente sino de apelar a un sentido común que siempre está aplazado»51.
Y si el arte comparte con lo político su dimensión de manifestación, de apariencia gloriosa bajo esa luz más fuerte propia de la esfera de los asuntos humanos, por otra parte, adquiere del pensamiento su vocación por lo invisible o lo profundo, y con este comparte la característica de la inutilidad, pues solo en el pensamiento el arte encuentra su fuente. «Sentido es lo que nunca aparece, y ni siquiera se manifiesta (?). Por lo tanto, el pensamiento siempre va a lo que está bajo la superficie, o en la profundidad. La profundidad es su dimensión. Alzar desde lo profundo es la tarea de la poesía, de todo el arte»52. Esta anotación de Arendt teñida de cierto tono enigmático parece apuntar hacia la siempre insinuada relación entre el pensamiento y la poesía53, o hacia la cualidad poética del pensamiento de algunos nombres a ella caros como los de Walter Benjamin, Franz Kafka o Martin Heidegger. Pensamiento poético originado en la pasión activa que despierta el estupor ante la existencia del mundo y la pretensión de decir su verdad. Pero la verdad viva ligada a este tipo de experiencia no permite ser apresada en la lógica discursiva; el modo de conservar su vitalidad corresponde a la capacidad de la poesía de evocarla sin clausurar su sentido.
Pero a su vez esta alianza apunta a que es precisamente el decir, y el decir más excelente entre todos, la poesía, el que con su audacia puede mostrar mediante bellas analogías lo que no es perceptible para los sentidos. Desde Homero, la metáfora aparece como ese don otorgado al hombre que «nos permite dar forma material a lo invisible» y con el cual «se logra en forma poética manifestar el carácter único del mundo»54.
Sin embargo —como no cesa de recordarnos el ejemplo de Heidegger—, el pensamiento poético puede desentenderse del mundo con facilidad, embelesado en su propia poiética productiva. Por eso es otra la relación con el mundo la que Arendt parece preferir: aquella que además de pensarlo en su singularidad lo cuida activamente a través de la atención hacia los seres y los objetos que ingresan en el espacio de apariencia, consciente de su precariedad. Se podría decir que es la relación activa con la mundaneidad del mundo, con la belleza que sus apariencias irradian y que los hombres sostienen con sus gustos, la que para Arendt constituye la verdadera definición de la cultura, desde la cultura animis ciceroniana. La cultura como una especie de gusto es lo que entra en crisis cuando el estándar de juicio es la pura utilidad y no el valor mundano que las obras contienen en sí mismas.
En el otro ángulo de abordaje del arte que Arendt privilegia a partir de su relectura de la Crítica del juicio de Kant también están imbricadas la cuestión del espacio de apariencias y la palabra compartida. La comunicabilidad de los juicios de gusto y los juicios estéticos, a pesar de su base idiosincrática y subjetiva, va a ser esa piedra de toque que le permitirá reafirmar que son los hombres en plural y no el Hombre de la filosofía los que habitan el mundo y conforman el espacio público de apariencia. Es la posibilidad de compartir mi juicio sobre objetos y acontecimientos particulares, de persuadir al otro sobre su validez, lo que funcionará como eje principal a partir del cual la pensadora apuesta por transponer el modelo del juicio estético al juicio político; y también sobre cuya base se permite afirmar que la verdadera filosofía política del pensador de Königsberg se encuentra en la primera parte de la tercera Crítica. En este punto exacto se engarzan de una vez por todas los conceptos de mundaneidad, política y arte, tal como sintetiza Arendt en el siguiente pasaje —que por ser el suelo y la bóveda de su pensamiento repite con variaciones mínimas tanto en «Cultura y política» como en «La crisis de la cultura»—:
Los juicios, tanto los del gusto como los políticos, son decisiones, y como tales tienen «una base que no puede ser sino subjetiva». Sin embargo, deben mantenerse independientes de todos los intereses subjetivos. El juicio surge de la subjetividad de una posición en el mundo y, sin embargo, al mismo tiempo, afirma que ese mundo, en el que cada uno tiene su propia posición, es un hecho objetivo y, por tanto, algo que todos compartimos. El gusto decide cómo se supone que debe parecer y sonar el mundo en tanto que mundo, independientemente de su utilidad o de los intereses existenciales que tengamos puestos en él. El gusto evalúa el mundo de acuerdo a su mundaneidad. En vez de preocuparse por la vida sensual o el yo moral, se opone a ambas cosas y propone un interés puro y «desinteresado» por el mundo. Para el juicio de gusto, lo fundamental es el mundo, no el hombre, ni tampoco su vida ni su yo55.
«El buen gusto no solo decide a qué debería parecerse el mundo, sino que también determina ‘las afinidades electivas’ de aquellos que lo habitan»56.
Hannah Arendt
Para concluir con esta posible introducción, retomaremos lo que se subrayaba al principio de este desarrollo: no todas las formas humanas de convivencia son políticas. De hecho, la experiencia de los campos de exterminio y de concentración en los regímenes totalitarios había mostrado que esto específicamente humano nada tiene de natural, de inevitable ni de irreversible. La política no es una necesidad de la naturaleza humana, sino solo una posibilidad ocasionalmente realizada. Las reflexiones de Arendt sobre lo político intentan, pues, repensar la dignidad de la libertad política en unos «tiempos de oscuridad» en los que aquella ha sufrido su negación más contundente y se ha dado la mayor bancarrota de la comprensión. Como observaba al final de su vida: «Se habla [...] de colapso de la tradición, ¡pero nunca se dan cuenta de lo que esto significa! ¡Y significa que nos hallamos afuera, a la intemperie!»57.
Arendt considera que hemos perdido las respuestas que nos servían de apoyo, sin darnos cuenta de que en su origen habían sido respuestas a preguntas, y defiende que la ruptura entre la experiencia contemporánea y el pensamiento tradicional nos obliga a retornar a las preguntas. Sin embargo, este gesto de retornar a las preguntas no significa, en sus manos, un mero y cómodo retorno pendular a lo ya pensado; esto es, no indica en absoluto un intento por salvar las eternas cuestiones de la filosofía. Por el contrario, implica tomar en serio el hecho de que la crisis de una determinada forma de pensamiento deja intacta la necesidad humana de pensar, de comprender, y esto significa aceptar el envite de pensar.
Por ello, Arendt parece haber preferido a lo largo de su vida la compañía de los artistas y escritores que, a pesar de ser conscientes de la impotencia de sus artes para cambiar lo real, empeñaron su imaginación en captar una chispa de su verdad. Como escribe Bérénice Levet: «Preferir la compañía de artistas es ‘una cuestión de gusto’, de gusto en el sentido fuerte, noble y kantiano del término, es decir, de juicio»58. En vez de haberse aliado con los intelectuales, los «ellos», que parecían seguros de haber entendido los problemas y las soluciones en cada momento, parece haber apostado por aquellos escritores y artistas que asumen el propio tiempo y la fragilidad de nuestra condición mundana sin hacerse un caparazón, como por ejemplo Emerson con su alegría inocente; Stifter y su «gratitud abrumadora e infinita por todo lo que existe»; Gilbert y su alegre despreocupación heiniana hacia la inmortalidad; Auden y su «dócil disposición» con la que cedió a la «maldición» de la vulnerabilidad ante el «fracaso humano» en todas las facetas de la existencia; Brecht y su insistencia antipsicológica en medir la corriente de acontecimientos en los que se vio envuelto; Sarraute y McCarthy y su decidida opción de no mentir; Heidenreich y su «extraordinaria sensibilidad hacia la tierra y hacia los hombres que la habitan»59...
Del mismo modo, quizá, que al leer estos escritos vaya tomando cuerpo una silhouette trazada a contraluz de las otras, donde emerge algo de quién es Arendt: alguien que va buscando las obras de autores que estando afectados por la situación no se vean engullidos por esta. Como si ella, a su vez, tuviese que dar testimonio, tomar nota, traer la voz de aquellas obras que reflejan un corazón comprensivo y un deseo de reconciliarse con ese mundo que se asienta vacilante en la brecha entre pasado y futuro.
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